30/9/16

Jorge Luis Borges: Edgar Allan Poe









Pompas del mármol, negra anatomía
que ultrajan los gusanos sepulcrales,
del triunfo de la muerte los glaciales
símbolos congregó. No los temía.
Temía la otra sombra, la amorosa,
las comunes venturas de la gente;
no lo cegó el metal resplandeciente
ni el mármol sepulcral sino la rosa.
Como del otro lado del espejo
se entregó solitario a su complejo
destino de inventor de pesadillas.
Quizá, del otro lado de la muerte,
siga erigiendo solitario y fuerte
espléndidas y atroces maravillas.




En El otro, el mismo (1964)
Foto (s-d): Grave of  Edgar Allan Poe
Westminster Presbyterian Church and Cemetery, Baltimore


29/9/16

Jorge Luis Borges: El año cuarenta







Los caserones eran grandes, como banderas y cada patio tenía estrellas distintas. 
Ya el traspatio era otro país, hecho de griterío, de negrada y de lumbre. 
Los redondeles de las duras guitarras daban siempre a la pampa. 
De San Benito de Palermo las tardes rojas engendraban soldados. 
Las calles casi estaban en la pampa, con su polvareda y patrullas. 
En carretas bajonas, detrás de bueyes bajo pértigo y yugo, iba el río a las casas. 
Don Juan Manuel de Rozas era fornido, ubicuo, inmortal. 
Monstruosos como espejos, los corazones eran iguales entonces. 
Año de gracia y de maravillosa crueldá: del quita penas y el minué montonero. 
La muerte era ancha y fácil y profunda como el campo y la noche. 
Año sangriento y candoroso: año del barrio del tambor y el punzó.



En Luna de enfrente (1925), suprimido en ediciones ulteriores
Luego en Textos Recobrados 1919-1929 (2007)
Retrato de Jorge Luis Borges 
Borges en revista Siete Días 

Año VI, Número 310, 23 de abril de 1973
En entrevista con Andrés Oppenheimer y Jorge Lafforgue


28/9/16

Jorge Luis Borges: Diálogos del asceta y del rey







Un rey es una plenitud, un asceta es nada o quiere ser nada; a la gente le gusta imaginar el diálogo de esos dos arquetipos. He aquí unos ejemplos, derivados de fuentes orientales y occidentales.

Una tradición recogida por Diógenes Laercio refiere que el filósofo Heráclito fue convidado por Darío a visitar su corte y que rehusó la invitación con estas palabras:

"Heráclito de Éfeso al Rey Darío, Hijo de Hystaspes: salve.

"Todos los hombres se apartan de la verdad y buscan la vanagloria... En cuanto a mí, huyo de vanidades palaciegas y no iré a Persia, contentándome con mi cortedad, que es lo que me basta."

En esta carta, que seguramente es apócrifa, ya que ocho siglos median entre el historiador y el filósofo, no hay, a primera vista, otra cosa que la independencia o misantropía de Heráclito y que el rencoroso placer de ver desairada la invitación de un rey, que además era un extranjero. Bajo la superficie trivial late la obscura contraposición de los símbolos y la magia de que el cero, el asceta, pueda igualar y superar de algún modo al infinito rey.

En el libro noveno de sus Vidas de los filósofos cuenta Diógenes Laercio la historia; el sexto incluye otra versión, de nadie ignorada, cuyos protagonistas son Alejandro y Diógenes el Cínico. Llegó aquél a Corinto para dirigir la guerra contra los persas y fueron todos a mirarlo y a agasajarlo. Diógenes no se movió de su arrabal y ahí Alejandro lo encontró una mañana, tomando el sol. "Pídeme lo que quieras", dijo Alejandro, y el otro, desde el suelo, le pidió que no le hiciera sombra. Esta anécdota (que repiten las páginas de Plutarco) opone a los dos interlocutores: de otras diríase que sugieren una secreta identidad. Alejandro dice a los cortesanos que si no fuera Alejandro, querría ser Diógenes, y el día en que uno muere en Babilonia, muere el otro en Corinto.

La tercera versión del eterno diálogo es la más dilatada: comprende dos tomos de los Sacred Books of the East que editó Max Muller en Oxford. Se trata del Milinda-Pañho (Preguntas de Milinda), novela de propósito doctrinal redactada en el norte del Indostán, a principios de nuestra era. El original sánscrito se ha perdido y la traducción inglesa de Rhys Davids ha sido hecha del pali. Milinda, dulcificado por la articulación oriental, es Menandro, rey griego de la Bactriana, que, a los cien años de la muerte de Alejandro de Macedonia, llevó sus armas hasta la desembocadura del Indo. Según Plutarco, gobernó rectamente, y a su muerte las ciudades del reino se repartieron sus cenizas.[1] Reliquias del poder que ejerció, guardan los gabinetes de numismática veintitantas monedas de oro y de bronce; a veces la efigie es la de un joven, a veces la de un hombre muy viejo; cabe inferir que su reinado abarcó muchos años. La inscripción dice Menandro el Rey Justo; en una u otra de las caras puede haber una Minerva, un caballo, una cabeza de toro, un delfín, un jabalí, un elefante, una rama de palmera o una rueda. De estas figuras las tres últimas son acaso budistas.

En el Milinda-Pañho se lee que así como el profundo Ganges busca el Océano, que es aún más profundo, Milinda el rey buscó a Nagasena, portador de la antorcha de la Verdad. Quinientos griegos custodiaban al Rey, que identificó a Nagasena por su serenidad de león ("a guisa di león quando si posa") en medio de una muchedumbre de ascetas. El Rey le preguntó su nombre. Nagasena respondió que los nombres son meras convenciones que no definen sujetos permanentes. Aclaró que así como el carro del rey no es las ruedas ni la caja, ni el eje ni la lanza ni el yugo, tampoco el hombre es la materia, la forma, las impresiones, las ideas, los instintos o la conciencia. No es la combinación de esas partes ni existe fuera de ellas... Lo comparó a la llama de una lámpara que arde toda la noche y que es y deja de ser incesantemente. Habló de la reencarnación, de la fe, del Karma y del Nirvana y al cabo de dos días de controversia, o de catecismo, convirtió al Rey, que vistió el hábito amarillo de los monjes budistas. Tal es la trama general de las Preguntas de Milinda, en las que Albrecht Weber ha percibido una deliberada imitación del modo platónico, tesis rechazada por Winternitz, que observa que el manejo del diálogo es tradicional en las letras del Indostán y que no hay en las Preguntas el menor rastro de la cultura helénica.[2]

Al vestir el hábito del asceta, el Rey, en esta tercera versión, parece confundirse con él y nos recuerda aquel otro rey de la epopeya sánscrita que deja su palacio y pide limosna por las calles y de quien son estas vertiginosas palabras: "Desde ahora no tengo reino o mi reino es ilimitado; desde ahora no me pertenece mi cuerpo o me pertenece toda la tierra".

Quinientos años transcurrieron y los hombres idearon otra versión del infinito diálogo y ello no fue en la India sino en la China [3]. Un emperador de la dinastía de los Han soñó que un hombre de oro voló en su cuarto y sus ministros le aclararon que éste bien podía ser el Buddha, que había logrado el Tao en las tierras occidentales; otro, de la dinastía de los Liung, amparó la fe de aquel bárbaro y fundó templos y monasterios. A su palacio de Nanking, en el Sur, llegó (dicen que al cabo de tres años de navegar) el brahmán Bodhidharma, vigésimo octavo patriarca del budismo indio. El Emperador enumeró las obras piadosas que había ejecutado: Bodhidharma oyó con atención sus palabras y le dijo que esos monasterios y templos y copias de los libros sagrados eran cosas del mundo aparencial, que es un largo sueño, y por consiguiente nada valía. Las buenas obras, declaró, pueden llevar a buenas retribuciones, pero nunca al Nirvana, que es la plena extinción de la voluntad, no la consecuencia de un acto. No hay una doctrina sagrada, porque nada es sagrado, o fundamental, en un mundo ilusorio. Los hechos y los seres son momentáneos y ni siquiera podemos afirmar si son o no son.

Entonces, el Emperador preguntó quién era el hombre que le replicaba de esa manera y Bodhidharma, fiel a su nihilismo, le respondió:

—Tampoco sé quién soy.

Largamente resonaron estas palabras en la memoria china; al promediar el siglo XVIII, se escribió la novela que se titula Sueño del aposento rojo, que encierra este curioso pasaje:

"Había estado soñando y se despertó. Se encontró en las ruinas de un templo. A su lado había un mendicante con hábito de monje taoísta. Era cojo y se estaba matando las pulgas. Hsiang-Lien le preguntó quién era y en qué lugar estaban. El monje respondió:

—No sé quién soy ni dónde estamos. Sólo sé que es largo el camino.

Hsiang-Lien comprendió. Se cortó el pelo con la espada y siguió al forastero."

En las historias que he referido, un asceta y un rey simbolizan la nada y la plenitud, cero y el infinito; símbolos más extremos de ese contraste serían un dios y un muerto, y su fusión más económica, un dios que muere. Adonis herido por el jabalí de la diosa lunar, Osiris arrojado por Set a las aguas del Nilo, Tammuz arrebatado a la región de la que no se vuelve, son famosos ejemplos de esa fusión; no menos patético es éste, que narra el fin modesto de un dios:

A la corte de Olaf Tryggvason, que se había convertido en Inglaterra a la fe de Cristo, llegó una noche un hombre viejo, envuelto en una capa obscura y con el ala del sombrero sobre los ojos. El Rey le preguntó si sabía hacer algo; el forastero contestó que sabía tocar el arpa y contar cuentos. Ejecutó unos aires antiguos, habló de Gudrun y de Gunnar y, finalmente, refirió el nacimiento de Odín. Dijo que tres parcas vinieron, que las primeras anunciaron al niño grandes felicidades y que la tercera dijo, iracunda: "No vivirá más que la vela que está ardiendo a su lado". Los padres la apagaron para que Odín no muriera con ella. Olaf Tryggvason descreyó de la historia; el forastero repitió que era cierta, sacó la vela y la encendió. Mientras la miraban arder, el hombre dijo que era tarde y que tenía que irse. Cuando la vela se hubo consumido, lo buscaron. A unos pasos de la casa del Rey, Odín había muerto.


Fuera de su virtud, que puede ser mayor o menor, los textos anteriores, diseminados en el tiempo y en el espacio, sugieren la posibilidad de una morfología (para usar la palabra de Goethe) o ciencia de las formas fundamentales de la literatura. Alguna vez he conjeturado en estas columnas que todas las metáforas son variantes de un reducido número de arquetipos; acaso esta proposición también es aplicable a las fábulas.


Notas

[1] Igual historia se refiere del Buddha, en el Libro de su Nirvana.

[2] Análogamente, Wells pensó que el Libro de Job, obra de fecha problemática, fue sugerido por los diálogos de Platón.
[3] Sigo el texto de Hackmann ("Chinesische Philosophie", 1927, págs. 257 y 269)


Diario La Nación
Buenos Aires, 20 de septiembre de 1953

Incluido en Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el autor
Estudio preliminar de Alicia Jurado
Buenos Aires, Editorial Celtia, 1982

Incluido en Textos recobrados 1931-1955
© María Kodama 2001
© Emecé Editores 2001


Foto: Borges en Sicilia, Bagheria, visita Villa Palagonia 1984
por Ferdinando Scianna / Magnum Photos



27/9/16

Jorge Luis Borges: Un porvenir posible






Suele hablarse del porvenir, como si éste fuera uno, lo cual es evidentemente un error. Del porvenir o de los muchos porvenires cuyas simientes —la imagen es de Shakespeare— aguardan en el seno del tiempo nada nuevo es dable prever, salvo que no se parecerán al presente. A nuestro siglo le interesa con singular pasión lo político, la física nuclear y la exploración astronómica; esas cosas influirán en el porvenir, que se interesará en otras. Aventuro aquí dos o tres módicas profecías. 

La función política será anónima, como ya empieza a serlo en Suiza, nación injustamente menospreciada. Nadie se cuidará de las opiniones o viajes de un presidente, si los hay. Este desvío será parte de la desaparición de un género literario que hoy nos domina y nos rebaja: el periodismo. La humanidad se librará alguna vez de la extraña superstición de que cada doce o veinticuatro horas ocurren hechos importantes y dignos de que el mundo los sepa. Morirá la industria de fabricar noticias efímeras. Leeremos para la memoria, como los antiguos y los medievales lo hicieron, no para el olvido inmediato. Caducarán esos palimpsestos, los diarios. Con ellos los avisos, que corresponden a la ingenuidad de admitir que tales cigarrillos son los mejores, porque así lo declara la firma A, que es precisamente la que los vende. 

En cuanto a las diversas artes, estoy seguro de que cada individuo producirá la literatura, la música, el dibujo, etcétera, que requiere, y que éstas morirán con él. Cada cual será su propio Tiziano y su propio Shakespeare; nadie será un gravamen o un ídolo para las generaciones futuras. No habrá historias de la poesía, ni bibliotecas, ni piadosos museos. Samuel Butler temió que los catálogos del Museo Británico acabaran por abarrotar el planeta. 

Esto es lo que, esta lluviosa noche, preveo. 


[*] En noviembre de 1967, Borges escribió para la revista Selecciones del Reader’s Digest una nota titulada “Une lo útil a lo agradable”, que dice así: “Hay un curioso placer en lo heterogéneo; por ejemplo, en los índices, en los atlas, en las enciclopedias, en las antologías, en las ‘silvas de varia lección’, en las notas de la Divina Comedia o del Libro de las mil y una noches. Ese placer, que podríamos definir como un ejercicio libre del ocio, como un feliz vagabundeo de la mente, es el que depara a nuestra época, en todas las latitudes del orbe, una publicación como Selecciones. Está hecha de resúmenes, lo cual me parece muy bien, ya que casi todos los escritores tienden (tendemos) a la difusa palabrería y al ripio. Une lo útil a lo agradable, como querían los latinos, y cumple en nuestro tiempo apresurado una deleitable y eficaz misión pedagógica”. Recogida luego en El escarabajo de oro, Buenos Aires, Año IX, Nº 36-37, mayo-junio de 1968. (N. del E.)



En revista Janus, Buenos Aires, Nº 6, Julio-Septiembre de 1966[*]
Luego en Textos Recobrados 1956-1986 (1997)
Foto ©Stuart Klipper, Borges de pie frente a las Minnehaha Falls, 1983



26/9/16

Borges profesor. Clase 17: La época victoriana. Dickens. Wilkie Collins





La época victoriana. Vida de Charles Dickens
Novelas de Dickens. William Wilkie Collins
The Mystery of Edwin Drood, de Dickens



Si vemos la historia de la literatura francesa, comprobamos que es posible estudiarla tomando como referencia las fuentes de que se ha nutrido. Pero este sistema de estudio no es aplicable a Inglaterra, no concuerda con el carácter inglés. Como he dicho alguna vez, «cada inglés es una isla». El inglés es especialmente individualista.
La historia de la literatura que hacemos, y que hace la gran mayoría, recurre a un expediente, cómodo, que es la división de la historia literaria en épocas: dividir a los escritores, repartirlos en épocas. Y esto sí puede aplicarse a Inglaterra. Así que nosotros vamos ahora a ver uno de los períodos más notables que hay en la historia de Inglaterra, que es la época victoriana. Pero la caracterización de ésta ofrece el inconveniente de ser muy extensa: Su duración va del año 1837 al año 1900, un largo reinado. Y además nos encontraríamos con que la definición es difícil y riesgosa. Nos costaría, por ejemplo, encuadrar a Carlyle, ateo que no creía ni en el Cielo ni en el Infierno. Parecería una época conservadora, pero el auge mayor del socialismo corresponde a esa época. Es también el momento de los grandes debates entre ciencia y religión, entre los que sostenían la verdad de la Biblia contra los partidarios de Darwin. Debemos anotar que, sin embargo, hay [entre los defensores de] la Biblia grandes visiones del presente. La época victoriana se caracterizó por la gran reserva que mostró referente a lo sensual o sexual. Sin embargo, Sir Richard Burton321 traduce el libro árabe Perfumed Garden,322 que llega a tener su alma. Es también por esa época, en 1855, que Walt Whitman escribe su libro Leaves of Grass. Es el gran auge del Imperio Británico. A pesar de eso, varios escritores se mostraron y actuaron sin partidismos: Chesterton, Stevenson, etcétera.
La época victoriana fue una época de debates y discusiones. Su tendencia no fue tan marcadamente protestante. Hay, por ejemplo, un fuerte movimiento que nace en Oxford y que propende al catolicismo. La unión de todos estos elementos contrastantes es de difícil definición, pero de todas maneras existe. Todos los elementos son unidos por una atmósfera común pero cambiante, que abarca setenta y tantos años.
Y en ese período encuadramos a Charles Dickens. Nace en 1812 y muere en 1870. Es un hombre que surge del pueblo, de la clase media inferior. Su padre era empleado de comercio y muchas veces conoció la cárcel por deudas. El hijo fue un escritor comprometido, que dedicó buena parte de su obra a combatir en favor de ciertas reformas. No podemos decir que Dickens las haya conseguido. Y quizás esto venga a explicarnos el que se haya perdido tanto en nuestro recuerdo esta calidad de reformador que poseía Dickens. Él también vivió con el temor de que un acreedor lo enviara a la cárcel por deudas, y abogó por la reforma de las escuelas, de las cárceles, de sistemas de trabajo. Pero si la reforma fracasa, la obra que desarrolla el reformador parece carecer de validez. Si tiene éxito, tiene necesariamente que perder actualidad. Es decir, la idea de que un individuo tiene que vivir su vida, por ejemplo, cosa que ahora nos parece un lugar común, fue en su momento una idea revolucionaria. Es el caso de Casa de muñecas de Ibsen.
Ahora, el peligro de la literatura social es que no tiene total aceptación. En el caso de Dickens, la parte social de su obra es evidente. Fue un revolucionario. Su infancia fue muy dura. Para esto debemos leer David Copperfield, donde él ha pintado el carácter de su padre también.
Dickens es un hombre que vive al borde de la ruina, es un deudor vitalicio que posee un extravagante optimismo acerca del porvenir. Su madre fue una mujer muy buena pero confusa y disparatada en sus acciones. Él tuvo que trabajar desde niño en un depósito. Luego fue reportero, taquígrafo. Hacía reseñas de los debates de la Cámara de los Comunes pero con mucho mayor realismo que Johnson, que ya hemos visto cómo lo hacía.
Dickens fue un habitante de Londres. En su libro Historia de dos ciudades, A Tale of Two Cities, basado en la Revolución Francesa, se ve que en realidad Dickens no podía escribir una historia de dos ciudades. Él fue habitante de una sola ciudad: Londres.
Empezó por el periodismo y llegó a la novela por ese camino. Y al estilo resultante fue fiel, se mantuvo en él durante toda su vida. Sus novelas se publicaban por entregas, en folletín, y su resonancia fue tal que los lectores seguían la suerte de sus personajes como si fueran verdaderos. Recibió una vez centenares de cartas, por ejemplo, en que se pedía que no muriera el protagonista de la novela.
Ahora, a Dickens no le interesaba demasiado el argumento, sino más bien los personajes, el carácter de los personajes. El argumento es casi un mero medio mecánico para que progrese la acción. No hay una real evolución de carácter en los personajes. Son los medios, los acontecimientos, los que modifican a los personajes, como ocurre en la realidad.323 Los personajes que Dickens crea viven en un perpetuo éxtasis de ser ellos mismos. Suele diferenciarlos según dialectos: usa para unos un dialecto especial. Esto es visible en la versión original en inglés.
Pero Dickens adolece de exceso de sentimentalismo. No escribe al margen de su obra. Se identifica con cada uno de sus personajes. El primero de sus libros que logró una gran adhesión popular fue Los papeles póstumos del Club Pickwick,324 que fue publicado por entregas. Al principio le sugirieron que utilizara ciertas ilustraciones, y a ellas Dickens iba acomodando el texto. Y a medida que escribía el libro iba imaginando caracteres, intimaba con ellos. Sus personajes poco a poco adquirieron vida propia. Así pasa con Mr. Pickwick, que adquiere singular relevancia y es un caballero de carácter firme. Lo mismo ocurre con los otros personajes. El sirviente ve ciertas ridiculeces en su amor, pero llega a quererlo muchísimo.
Dickens había leído poco, pero entre sus primeras lecturas se contó la traducción del libro de Las Mil y Una Noches y los novelistas ingleses de influencia cervantina, novela de camino, en la que el hecho de que los personajes se trasladen crea la acción, las aventuras saltan al encuentro de los personajes.325 Pickwick pierde un proceso, lo cree injusto y resuelve no juzgarlo y sufrir la condena. Su sirviente, Sam Weller, incurre en deudas que no quiere pagar y lo acompaña a la cárcel. Es notable la afición de Dickens por los nombres extravagantes: Pickwick, Twist, Chuzzlewit, Copperfield. Y se podrían mencionar muchos más. Llegó a hacer fortuna con la literatura, y la fama. Su único rival era Thackeray.326 Pero aun a éste se cuenta que su hija le dijo una vez: «Papá, ¿por qué no escribe usted libros como el señor Dickens?» Thackeray era más bien un cínico, a pesar de que no faltan en sus obras momentos sentimentales. Dickens era incapaz de pintar un caballero, pero los hay en su obra. Conoció a la baja y a la alta burguesía íntimamente, pero no así a la aristocracia que raras veces aparece en su obra. Thackeray lo hace porque la conocía bien. Dickens porque se sentía plebeyo. Estas diferentes circunstancias las debemos hacer destacar: los diferencian.
Dickens recorrió Inglaterra haciendo lecturas públicas de su obra. Elegía capítulos dramáticos. Por ejemplo, la escena del proceso de Pickwick. Utilizaba una voz distinta para cada personaje, y lo hacía con extraordinario talento dramático. Los oyentes lo aplaudieron extraordinariamente. Se dice que sacó el reloj, vio que disponía de una hora y cuarto, y que el tiempo de aplausos hizo perder parte de la lectura. Intentó repetir la experiencia de Inglaterra en los Estados Unidos, pero allí se hizo antipático. Primero, porque declaró que era abolicionista, y segundo, porque defendió la causa de los derechos del autor. Él se sintió perjudicado y ofendido porque le parecía absurdo que los editores norteamericanos se enriquecieran imprimiendo partes cortadas de sus obras. Los norteamericanos pensaron, por el contrario, que estaba muy mal que él protestara por ese proceder. Así que al volver a Inglaterra publicó American Notes, pero pareció no darse cuenta de que Inglaterra estaba poblada de personajes ridículos, mientras que los norteamericanos eran una nación nueva, y atacó [a estos últimos] acerbamente. Como he dicho, Dickens gozó de gran popularidad, se hizo rico por su obra, y viajó a Francia, a Italia, pero sin tratar de comprender a esos países. Buscó continuamente episodios humorísticos que referir. Murió en 1870. Le interesaron muy poco las teorías literarias. Era un hombre genial, que se interesaba a lo más en la ejecución de sus obras.
La estructura de sus novelas hace que sus caracteres se dividan en buenos y malos, absurdos y queribles. Quería hacer un poco lo del Juicio Final en sus obras, y por eso muchos de sus finales son artificiales, porque los malvados son castigados y los buenos reciben premios.
Hay dos rasgos para destacar. Dickens descubrió dos cosas importantes para la literatura posterior: la niñez, su soledad, sus temores. Esto se debe a su vida, a la vida a la que fue lanzado desde niño. En realidad, no se sabe de cierto sobre su niñez. Cuando Unamuno habla de la madre nos asombra. Por último, Groussac ha dicho que es absurdo que se dediquen capítulos a la infancia, que es para él una edad vacía, y que no se detenga en la juventud y en la adultez. Dickens es el primer novelista que hace que la infancia de los personajes sea importante.
Dickens descubre además el paisaje de ciudad. Los paisajes eran de campos, de montañas, selvas, ríos. Dickens trata sobre Londres. Es uno de los primeros que descubre la poesía de los lugares menesterosos y sórdidos.
En segundo lugar, debemos destacar que le interesó el lado melodramático y trágico, junto con el caricaturesco. Sabemos por los biógrafos que esto influyó en Dostoievsky, en sus asesinatos inolvidables. En la novela Martin Chuzzlewit,327 los personajes hacen un viaje en una especie de diligencia, uno bajo el poder del otro. Chuzzlewit ha tomado la decisión de matar a su compañero. El coche se vuelca. Hace lo posible para que los caballos lo maten, pero se salva. Al llegar a la posada cierra la puerta [de su habitación y se duerme] pero sueña que lo mata. Atraviesa el bosque y al salir está solo, no arrepentido: tiene temor de que al llegar a la casa lo esperará el asesinado. Dickens describe a Chuzzlewit, que sale solo del bosque. No está arrepentido de lo que ha hecho, pero tiene el temor, el absurdo temor, de que al llegar a la casa lo estará esperando el hombre que ha asesinado.
Y luego, en Oliver Twist, tenemos una pobre muchacha, Nancy, y a esa pobre muchacha la estrangula Bill Sikes, que es un rufián. Y luego tenemos la persecución de Bill Sikes. Bill Sikes tiene un perro que lo quiere mucho, y Bill lo mata porque teme ser identificado por el perro que lo acompaña. Dickens era muy amigo de Wilkie Collins.328 No sé si ustedes han leído La piedra lunar o La dama de blanco?329 Dice Eliot que estas novelas son las más extensas de la literatura policial, y acaso las mejores. Dickens colabora con Wilkie Collins en unas piezas de teatro que se representan en casa de Dickens Y dice Eliot que Dickens debe haber dado a los papeles —porque era un excelente actor— una individualidad que no poseen en la obra. Wilkie Collins era un maestro en el arte de entretejer argumentos muy complicados, pero nunca confusos. Es decir, las tramas tienen muchos hilos, pero el lector los tiene a mano. En cambio Dickens, en todas sus novelas anteriores, había entretejido arbitrariamente los argumentos. Dijo Andrew Lang330 que si él tuviera que contar el argumento de Oliver Twist y lo amenazaran con la pena de muerte, él, que admiraba tanto a Oliver Twist, iría ciertamente a la horca.
Dickens, en su última novela, The Mystery of Edwin Drood 331 El misterio de Edwin Drood, se propuso escribir una novela policial bien construida, a la manera de las que su amigo Wilkie Collins, maestro en el género, hacía. Y la novela ha quedado inconclusa. Pero para la primera entrega —porque Dickens siempre fue fiel al sistema de los folletines; Dickens suele publicar sus novelas en volumen cuando habían aparecido en folletín— dio una serie de instrucciones a su ilustrador. Y en una de ellas vemos a uno de los personajes en un capítulo que Dickens no alcanzó a escribir, y ese personaje no proyecta una sombra. Y algunos han conjeturado que no proyecta sombra porque es un espectro. En el primer capítulo, uno de los personajes ha fumado opio y tiene visiones. Y esa visión puede pertenecer a la obra. Y dice Chesterton que Dios fue generoso con Dickens, ya que le concedió un final dramático. En ninguna de las novelas de Dickens, dice Chesterton, importaba el argumento: importaban los personajes, con sus manías, su vestimenta siempre igual y su vocabulario especial. Pero al final Dickens resuelve escribir una novela de argumento importante, y casi en el momento en que Dickens está por denunciar al asesino, Dios ordena su muerte, y así nunca sabremos cuál fue el verdadero secreto, el oculto argumento de Edwin Drood —dice Chesterton—, salvo cuando nos encontremos con Dickens en el cielo. Y entonces —dice Chesterton—, lo más probable es que Dickens ya no se acuerde y siga tan perplejo como nosotros.332
Yo, para concluir, quería decirles que Dickens es uno de los grandes bienhechores de la humanidad. No por las reformas por las cuales abogó y en las cuales logró éxito, sino porque ha creado una serie de personajes. Uno puede ahora tomar cualquier novela de Dickens, abrirla en cualquier página, con la certidumbre de seguir leyéndola y deleitándose.
Quizá la mejor novela para trabar conocimiento con Dickens, ese conocimiento que puede ser precioso en nuestra vida, sea la novela autobiográfica David Copperfield, en la que hay tantas escenas de la infancia de Dickens. Y después Los papeles póstumos del Pickwick Club. Y luego, yo diría el Martin Chuzzlewit, con sus descripciones deliberadamente injustas de América y el asesinato de Jonás Chuzzlewit, pero la verdad es que haber leído algunas páginas de Dickens, haberse resignado a ciertas malas costumbres suyas, su sentimentalismo, sus personajes melodramáticos, es haber encontrado un amigo para toda la vida.



Lunes 28 de noviembre de 1966


Notas


321 Sir Richard Francis Burton (1827-1890): explorador, lingüista, soldado, escritor y cónsul inglés. Estudió en Oxford, de donde fue expulsado por una falta menor. A los 21 años se enlistó en la East India Company. Fue destinado a Sindh, donde permaneció ocho años. Burton dominaba el italiano, el francés, el griego y el latín; durante su estadía en Sindh aprendió a hablar gran cantidad de lenguas locales. Con el tiempo, Burton llegó a hablar más de 25 idiomas, que llegaban a 40 contando dialectos. Regresó a Inglaterra en 1850, desde donde organizó una serie de expediciones: visitó la ciudad sagrada de Meca, se infiltró en la ciudad prohibida de Harar y participó luego en dos viajes para descubrir el origen del río Nilo. En 1860 viajó a Estados Unidos, donde observó la vida de los mormones. Entró luego al Foreign Office, que lo asignó a la isla de Fernando Poo, en la costa de Africa, y luego a Brasil, donde tradujo obras de Camoens. En 1872 fue despachado a Trieste. Burton escribió y tradujo gran cantidad de textos durante el resto de su vida, entre ellos obras eróticas como el Perfumed Garden, el Ananda Ranga y The Kama Sutra of Vatsayana.
322 Perfumed Garden es una traducción al inglés del libro árabe Rawd al atir fi nuzhat al khatir, escrito por el Sheik Umar ibn Muhammad al-Nafzawi. No se trata de una traducción directa; Burton escribió su Perfumed Garden basándose en una edición francesa. La versión de Burton fue publicada en 1886, bajo el título The Perfumed Garden of the Cheikh Nefzaoui: A Manual of Arabian Erotology.
323 Sería interesante relacionar esta tajante afirmación de Borges con su propia obra.
324 The Posthumous Papers of the Pickwick Club, publicada en el año 1836.
325 Se refiere a las diversas influencias, principalmente, de las Novelas ejemplares de Cervantes.
326 William Makepeace Thackeray, escritor inglés nacido en Calcuta (1811-1863). Figura con la que Dickens es constantemente comparado. Autor de La feria de las vanidades y El libro de los snobs.
327 Escrita entre 1843 y 1844.
328 William Wilkie Collins, escritor inglés (1824-1889).
329 The Moonstone (1868) y The Woman in White (1860). Borges incluyó La piedra lunar en el volumen 23 de la colección El Séptimo Círculo, de Emecé Editores, y en los volúmenes 6 y 7 de la colección Biblioteca personal.
330 Andrew Lang, crítico, ensayista, historiador y poeta escocés (1812-1844). Estudió el folklore y las tradiciones de diversos pueblos, que adaptó en sus «Fairy books» para un público infantil. Su vasta obra abarca también libros de poesía, una historia de Escocia en cuatro tomos y traducciones en prosa, realizadas directamente del griego, de la Ilíada y la Odisea.
331 Editada en castellano por Borges y Adolfo Bioy Casares en 1951 como el volumen 78 de la colección El Séptimo Círculo, de Emecé Editores, con traducción de Dora de Alvear y el prólogo de G. K. Chesterton que Borges cita hacia el final de la clase.
332 En otros párrafos de su estudio, Chesterton dice: «Dickens, que había tenido demasiado poco argumento en las historias que tuvo que contar antes, tenía demasiado argumento en la historia que nunca contó. Dickens muere en el acto de contar, no su décima novela, sino sus primeras noticias del crimen. Cae muerto en el acto de denunciar al asesino. Resumiendo, a Dickens le fue permitido llegar a un final literario tan extraño como fue su comienzo literario. Comenzó perfeccionando la antigua novela de viajes; terminó por inventar la nueva novela policial. (...) Edwin Drood puede o no haber muerto, pero seguramente Dickens no murió. Seguramente nuestro verdadero detective vive y aparecerá en los últimos días de la Tierra. Porque un cuento cumplido puede darla inmortalidad a un hombre, en el sentido superficial y literario; pero un cuento inconcluso sugiere otra inmortalidad, más necesaria y más extraña».



En Borges profesor
Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires
Edición, investigación y notas: Martín Arias & Martín Hadis
Buenos Aires © María Kodama, 2000

Foto: Borges por Sameer Makarius en la Biblioteca Nacional de Bs. As.
(Colección Makarius) Fuente


25/9/16

Jorge Luis Borges - Alicia Jurado: El budismo tántrico







  Al estudiar el budismo tántrico o mágico, no hay que olvidar que la creencia en la magia es muy común en el Oriente y singularmente en la India. En este país abundan los hechiceros: el viajero actual cree ver a un hombre que arroja una cuerda en el aire y que trepa por ella, pero la fotografía demuestra que se trata de una alucinación sugerida por el mago.

  Las fechas del budismo tántrico no son precisas, pero sabemos que este se divide en dos escuelas, la de la Mano Izquierda y la de la Mano Derecha; esta atribuye mayor importancia al principio masculino del universo y aquella al femenino. Los chinos combinaron las dos, representando a cada una con un círculo mágico o mandala; el primero simboliza el trueno y el segundo la matriz, pero se supone que esencialmente son idénticos y representan dos aspectos de la suprema realidad. Ambas rechazan los rigores ascéticos y buscan la salvación mediante el pleno goce de los sentidos, afirmando que la prosperidad terrenal no es un obstáculo para la salvación de los hombres.

  La literatura del Tantra comprende himnos, conjuros, tratados y descripciones de seres místicos, que personifican las fuerzas espirituales o mágicas utilizadas para escalar el camino de la salvación. Desde luego, los dioses son parte del Samsara, pero son mejores objetos de meditación que el mundo físico.

  El budismo tántrico cree que la iluminación sólo puede obtenerse por medio de una doctrina esotérica que el maestro, el guru, enseña oralmente al discípulo, el chela, y que no podemos hallar en las escrituras sagradas. Las prácticas comprenden tres métodos: la repetición de fórmulas, los gestos y danzas rituales y la meditación que nos identifica con determinadas divinidades.

   Para el Occidente, lo fundamental de las cosas es lo que tocamos y lo que vemos; para el Oriente, no es menos importante lo que oímos. Cada palabra consta de sílabas, y el sonido de cada sílaba corresponde a una divinidad que puede ser evocada por su repetida pronunciación. Estas divinidades, cuyo número y cuyo nombre son fijos, son creadas en cada caso por la palabra del que reza. El concepto de un dios generado por la plegaria corre el albur de parecemos una blasfemia, pero no hay que olvidar que los dioses, como los hombres y las cosas, pertenecen al mundo de las apariencias. Para ayudar a la imaginación existe una tradición pictórica: ciertos mándalas representan a las divinidades y otros son símbolos de los Buddhas o del universo. El iniciado se identifica con la deidad creada por el conjuro y logra sus poderes. En un texto sagrado leemos: «El que adora, el que es adorado y la plegaria son una y la misma cosa».

  Para la filosofía tántrica, el mundo consta de seis elementos: la tierra, el agua, el aire, el fuego, el espacio y la conciencia. La suma de estos elementos constituye el cuerpo cósmico del Buddha, del cual el universo, incluso cada uno de nosotros, no es otra cosa que un reflejo. Las funciones, físicas y espirituales, que cumplen los organismos, son las del omnipresente cuerpo cósmico. El devoto, mediante la ejecución de acciones sagradas, se adapta a esas eternas energías y las emplea para sus propios fines, que no deben ser egoístas. Esta filosofía y las diversas y complejas mitologías derivadas de ella, culminaron, hacia el siglo X, en un sistema monoteísta que hizo del Buddha un dios creador; es evidente que tal sistema poco tiene en común con el budismo original, cuya meta esencial era el Nirvana y que se oponía a toda especulación metafísica. Recordemos las palabras de Bernard Shaw (The Religious Speeches of Bernard Shaw, 1965, p. 77) sobre el Impulso Vital: «esta fuerza está continuamente tratando de obtener más poder para sí. Al producir miembros y órganos para nosotros, los está produciendo para sí misma y nunca cesa de buscar su mayor perfección. Si persiste y persiste sin demasiadas trabas, acabará por lograr algo que hoy juzgaríamos omnisapiente y todopoderoso. Dios está haciéndose».

  De los dos Tantras, el de la Mano Izquierda es el más importante. He aquí sus rasgos fundamentales: el culto de deidades femeninas o shaktis, que comunican su virtud a los dioses que son sus cónyuges; la existencia de innumerables demonios y la ejecución de complicados ritos sepulcrales; el concepto de que el acto sexual es uno de los medios de salvación.

  La adoración de las shaktis llevó a la creencia de que una mujer puede alcanzar el Nirvana sin que le sea preciso reencarnarse en un hombre, como afirman los ortodoxos. La sabiduría fue concebida como una diosa; el origen de esta divinidad puede hallarse en el sur de la India, cuya cultura primitiva era matriarcal. La Suprema Realidad sería la unión del principio masculino, activo, con el principio femenino, pasivo; el arte pictórico de la secta suele representar abiertamente el abrazo de los dioses como símbolo de dicha absoluta. También entre nosotros la poesía mística —pensemos en San Juan de la Cruz y en John Donne— recurre a imágenes nupciales para expresar el éxtasis.

  Los gnósticos de Alejandría enseñaban que, para librarse de un pecado, es preciso haberlo cometido; paralelamente, el budismo tántrico de la Mano Izquierda aconseja tanto la práctica de los actos más placenteros como de los más repugnantes: por ejemplo, alimentarse de carne de elefante, de caballo o de perro, condimentada con orina.

  El Tantra de la Mano Derecha declara que debemos sublimar las pasiones para que puedan ser vehículo de salvación; el de la Mano Izquierda, en cambio, considera esta sublimación innecesaria.


En Qué es el budismo (1976)
En imagen: Borges junto a Jurado
En presentación de un libro de Jurado en la Academia Argentina de Letras
Foto propiedad patrimonio de Alicia Jurado



24/9/16

Jorge Luis Borges: Ein Traum*





Lo sabían los tres.
Ella era la compañera de Kafka.
Kafka la había soñado.
Lo sabían los tres.
Él era el amigo de Kafka.
Kafka lo había soñado.
Lo sabían los tres.
La mujer le dijo al amigo:
Quiero que esta noche me quieras.
Lo sabían los tres.
El hombre le contestó: Si pecamos,
Kafka dejará de soñarnos.
Uno lo supo.
No había nadie más en la tierra.
Kafka se dijo:
Ahora que se fueron los dos, he quedado solo.
Dejaré de soñarme.













* Unos sueños. Ciertas páginas de este libro fueron dones de sueños. Una, Ein Traum, me fue dictada una mañana en East Lansing, sin que yo la entendiera y sin que me inquietara sensiblemente; pude transcribirla después, palabra por palabra. Se trata, claro está, de una mera curiosidad psicológica o, si el lector es muy generoso, de una inofensiva parábola del solipsismo. La visión del rey muerto y el Episodio del enemigo fueron pesadillas auténticas; para mejorar la segunda, interpolé el tratado de Artemidoro y el bastón que se cae del sueño. Heráclito es una involuntaria variación de En busca de Averroes, que data de 1949.


En La moneda de hierro (1976)
Foto: Borges (probablemente de Amanda Ortega)
Agencia SIGLA Vía IberLibro

23/9/16

Vlady Kociancich: Algo sobre Borges [II de IV]






Pobre Georgie, qué lejos está.
Comentario de Silvina Ocampo al enterarse de la muerte de Borges


Borges profesor y estudiante

De Borges, lo que mejor recuerdo es la risa. Todavía la oigo resonar en el ámbito enmaderado de la sala Groussac, en la vieja Biblioteca Nacional, de la que era director. Ahí, en 1959, Borges, profesor titular de la cátedra de Literatura Inglesa en la Facultad de Letras, empezó a estudiar anglosajón, la lengua de Inglaterra entre el siglo V y el XI.

Era un frío sábado de otoño. Sé que era sábado y que la Bilioteca estaba cerrada porque el mismo Borges abrió la puerta principal de la calle México con una llave que buscó largamente en los bolsillos de su sobretodo. Los tres estudiantes de su cátedra, ateridos y respetuosos, esperábamos que Borges encontrara la llave y la metiera en la cerradura. Ya habíamos notado su impaciencia ante cualquier ofrecimiento de ayuda, el ademán brusco y leve a la vez con que apartaba una mano ajena y rechazaba el brazo que él no había buscado aferrar.

Borges era un ciego difícil. La peculiaridad de su ceguera —una entrenoche que se iluminaba de pronto— hacía que uno no supiera cuándo veía y cuándo no. Durante muchos años, caminando solo en pleno centro de Buenos Aires conservó la ilusión de que no había perdido la vista. A veces, antes de cruzar una calle, solía detener a una persona y pedirle que lo guiara entre automóviles. Otras, con una confianza suicida en los conductores, cruzaba sin ayuda. Esa mañana que describo todavía podría ver la cerradura de una puerta. Borges en 1959. El profesor, no el Poeta Ilustre.

La fama le llegó tarde pero de golpe y dispuesta a cobrarse cada minuto de privacidad. Con el tiempo aprendió a resignarse e incluso a divertirse con esta malversación ficcional de los más casuales de sus gestos, sobre todo la que generaba el periodismo. Hace cuarenta años, lo indignaba. Por no mostrarse furioso, se reía. La risa de Borges, cuando venía del enojo, era suave y mortífera. Aquella mañana en la Biblioteca Nacional, a punto de emprender el estudio de la lengua anglosajona con sus tres estudiantes, documenta los malentendidos que siempre rodearon a Borges.

Claramente había dicho que no iba a enseñar sino a aprender. Nos invitaba a acompañarlo en una aventura que para mí duraría unos cuatro años de encuentros semanales, de lecturas que más se parecían a un lento descifrar de palabras, al armado de versos sueltos que iban revelando un poema, que al aprendizaje de un idioma.

En el fondo, era un juego poético. Había algo heroico en jugarlo con unas pocas piezas: un par de libros, un diccionario, la memoria y, sobre todo, la imaginación. Había algo de orgullo también. No existían cátedras ni seminarios ni cursos de posgrado sobre anglosajón en ninguna universidad latinoamericana. Cuando dos años después Borges viajó a Texas como profesor invitado, asistió deliberadamente a las clases de inglés antiguo que dictaba un colega norteamericano. "Sabe menos que nosotros", me dijo Borges a la vuelta, entre desilusionado y satisfecho. Y agregó: "Qué raro, un americano tan tímido". No se le ocurrió pensar en el azoramiento del profesor cuando se encontró a Borges sentado entre sus estudiantes, escuchando la clase.

La decisión de entrar en el mundo de una poesía recién nacida y escrita en una lengua muerta se originó en la soledad de la ceguera. Había escrito un libro sobre literaturas germánicas, en colaboración con María Esther Vázquez. Había leído textos y poemas traducidos al inglés moderno, en busca, como tantas veces en su obra, de los orígenes, del camino inicial que lleva a Shakespeare, pero también atraído por la fascinación de la épica y por un deseo nostálgico de ser parte de ella, de afirmarse en la corriente de su ascendencia inglesa, los Haslam, que eran de Nortumbria.

Esta curiosidad, entre sentimental y literaria, le había proporcionado una base de conocimientos sobre el tema, pero la lengua era para él una puerta cerrada. En este momento de su vida otra puerta se había cerrado definitivamente: la que daba a los libros. Todos los libros. Podría ver aún, borrosamente, la silueta del mundo. Perfiles de una calle, a veces una cara, el reloj de bolsillo con enormes y negros números romanos que miraba acercándolo a los ojos, las tapas y el lomo de un libro, pero no podía leer.

Para un hombre que literalmente vivía de la lectura éste era el más atroz de los exilios. Se encontró inerme y en un país extraño. La lectura es un placer en soledad y esta soledad placentera ahora le estaba vedada. Para entrar a las páginas de un libro, necesitaba a otro lector que hiciera de intermediario. Tampoco podía escribir a solas. Obligado a dictar, la escritura de un cuento o de un poema ya no era una acción privada, siempre habría un testigo. La presencia del otro, la exposición del impulso secreto, todavía en borrador, ante alguien que no sabe, que no entiende, que juzga o discrimina, es un infierno para los escritores.

Fue en estos primeros día de su exilio que Borges escribió el "Poema de los dones". 

Nadie rebaje a lágrima o reproche esta declaración
de la maestría de Dios, que con magnífica ironía,
me dio a la vez los libros y la noche.

El poema se refiere específicamente a su nombramiento como Director de la Biblioteca Nacional, pero el tono de resignación, de pena y de asombro, la majestuosa cadencia del dolor contenido por la dignidad de los versos, revelan el impacto más profundo del golpe. Un estupor muy cercano a la asfixia.

A Borges nunca le faltó coraje. De ese infierno se hizo un purgatorio que disimuló con capas de bromas y de sincera gentileza. Era muy tímido y lo aterraba hablar en público. Pero se sobrepuso para dar conferencias y dictar clases en la Universidad. Convirtió la gran sombra de la Biblioteca Nacional en una biblioteca metafísica y se habituó a escuchar los libros ya que no podía verlos.

La memoria de Borges había sido una memoria obsesivamente visual. Me contaba con tristeza, sin vanidad alguna, que veía mentalmente la ubicación exacta de una frase en una página, la tipografía, el espacio que ocupaba un fragmento. Mientras la ceguera avanzaba, trabajó duramente en perfeccionar la memoria auditiva, recitando en voz alta, hablando como si recitara, recurriendo una y otra vez al texto o a los nombres que quería retener. Abandonó el verso libre y usó la rima de apoyo para recordar y corregir sus poemas antes de dictarlos. Cuando me hablaba de un cuento que se le había ocurrido lo sabía como si lo estuviera escribiendo, de modo que cada frase de una página en prosa estaba muy pensada y casi corregida antes de dictarse. El estilo conciso, perfecto, que deslumbraba a quien ocasionalmente le tomaba nota, era un producto de horas y de días de escritura en silencio. A su ya poderosa memoria natural le añadía una nueva, afinada en la desesperación y en el tedio.

Esta memoria, sin embargo, pedía ejercitarse y las conferencias, las lecturas, las charlas, no eran suficientes. Borges decidió que necesitaba una gimnasia intelectual muy diferente: aprender la lengua que habían escrito los ingleses del siglo IX al XII. Bromeaba: "Bueno, hago como esas señoras que siguen un curso de ikebana para llenar horas vacías": La horas vacías de aquel tiempo eran muchas.

En un momento de felicidad por el hallazgo de una nueva metáfora en uno de los poemas que traducíamos, me confesó: "Creo que si no me hubiera puesto a estudiar anglosajón me habría vuelto loco". También se reía de la indignación de su madre. Porque la madre, Leonor Acevedo, lo escuchaba recitar en inglés antiguo y rezongaba: "Si querés ponerte a estudiar, estudiá algo decente, como el griego. Esto es una lengua de brutos".

Aunque hoy parezca extraño, a Borges le costó reclutar compañeros de estudio entre sus alumnos. Hasta a mí, que lo recuerdo llegando solo y saliendo solo de la Facultad, sin la muchedumbre de espectadores que diez años después lo circundaría como un aura, hoy me parece raro. Pero la veneración de Borges, el mito de Borges, no había empezado aún y ni siquiera se insinuaba.

La cátedra era de Literatura Inglesa y Norteamericana. El profesor Jaime Rest dictaba la norteamericana. Su aula siempre estaba desbordante de alumnos. La de Borges no. En ocasiones, los estudiantes no eran más de diez, quince a lo sumo.

Borges era un escritor admirado (en nuestro país, a cierta distancia y con reservas porque no había recibido todavía el consagratorio Premio Formentor que compartió con Samuel Beckett) y un profesor algo exasperante. Inteligencia, humor, erudición, hacía de su hora de literatura inglesa una hora de espléndidas revelaciones literarias. Nadie lo negaba. Pero tampoco la tensión y la fatiga de escuchar una voz apagada por la timidez, cortada con frecuencia por el tartamudeo. La ceguera de Borges aumentaba la solemnidad de las clases. Había que guiarlo hasta la mesa encaramada sobre una tarima, había que ayudarlo a bajar. Uno tenía la sensación de que estaba hecho de cristal y que podía romperse en cualquier momento. El alumno que se ofrecía a conducirlo a la tarima sudaba bajo la responsabilidad y la mirada ansiosa de los otros.

En un libro que escribió su sobrino, Miguel de Torre, vi una foto poco conocida del Borges de esos años. Era la de un hombre mucho más joven, más robusto, más alto, que el anciano de piel blanca y traslúcida, de manos trémulas, que había guardado mi memoria. Un cuarto de siglo después de tomada esa foto, Borges se le parecería. Pero el Borges que conocí en la Facultad era un hombre muy fuerte, que agotaba a sus amigos en largas caminatas y conversaciones que duraban hasta la madrugada. La foto desmiente la imagen de intimidatoria ancianidad registrada por mis días de estudiante. ¿Había caído en la trampa de modificar los rasgos del pasado con el modelo del presente? Finalmente, descubrí la verdad. A los dieciocho, la edad que yo tenía, la gente de más de cuarenta, con arrugas y canas, ya nos parece vieja.

Una joven norteamericana que preparaba su tesis de doctorado sobre Borges me preguntó si era cierto que nunca aplazó a un alumno. Para su escándalo, le respondí que era muy posible. Uno de los motivos de la suspicacia que despertaba en el ámbito académico era su desprecio por los exámenes y las fichas. Pensaba que los exámenes eran ridículos. La literatura, sostenía, no debe estar sometida a un régimen de premios y castigos con números. "Estimulan la pedantería y desalientan la curiosidad." Cuando le decían que sin la obligación de rendir examen los estudiantes no estudiaban, respondía que le estaban dando la razón. Si por el temor de los exámenes acudían a los libros, se habían equivocado de carrera. ¿Por qué no se dedicaban al comercio? Y sobre las fichas: "Aquello que la memoria no guarda por placer, por amor o por necesidad, sólo merece guardarse en esa caja de zapatos". Coherente hasta el fin de sus días en su amor por la literatura, las clases que preparaba cuidadosamente tenían la misma calidad y originalidad de los ensayos que hoy se leen con infinita reverencia. Era un lector apasionado que hablaba para lectores, un escritor que se dirigía a futuros escritores, un guía de grandes obras (jamás citó la suya) en la selva de las teorías críticas de moda.

La inteligencia de Borges despertaba una admiración instintiva. Carecía de vanidad y de amor propio, no ocultaba su emoción cuando citaba versos de su autor favorito y sabía transmitir esa emoción. La voz débil e incierta se afirmaba entonces y tomaba una cadencia peculiar. El lento, grave balanceo de las frases, daba a las palabras una sonoridad extraordinaria. Uno sentía que en la memoria de Borges había un tesoro literario y que de ahí sacaba un puñado de joyas para despertar la codicia de los alumnos. Recuerdo la sonrisa de felicidad con que ponía punto y aparte a esas citas; Borges era uno de los raros escritores a quienes colma de alegría el acierto de los otros. Ya célebre por su erudición, se burlaba de los eruditos. Intelectual por excelencia, se retraía ante cualquier alarde de la razón que prescindiera de los sentimientos. Crítico apasionado, lo irritaba que la crítica nos fuera impuesta como lectura obligatoria. Era muy respetuoso del programa de estudios pero no vacilaba en apartarse del tema para divertirnos con anécdotas, aspectos menos conocidos y poco reverentes de los escritores o de las obras.


En Vlady Kociancich: La raza de los nerviosos
Buenos Aires, Seix Barral, 2006
Foto: Borges y Vlady Kociancich ca. 1960 por A. Bioy Casares 


22/9/16

Jorge Luis Borges: El Tigre






Iba y venía, delicado y fatal, cargado de infinita energía, del otro lado de los firmes barrotes y todos lo mirábamos. Era el tigre de esa mañana, en Palermo, y el tigre del Oriente y el tigre de Blake y de Hugo y Shere Khan, y los tigres que fueron y que serán y asimismo el tigre arquetipo, ya que el individuo, en su caso, es toda la especie. Pensamos que era sanguinario y hermoso. Norah, una niña, dijo: Está hecho para el amor.






En Historia de la noche (1977)
Imágenes: Foto de Borges con Jorge Cutini, en su Zoológico (Luján, Buenos Aires) (s/f) vía 
Tigre en dibujo infantil de Borges


21/9/16

Adolfo Bioy Casares: "Borges" (Miércoles 14 de octubre de 1959). Sobre corregir y evaluar a los estudiantes








Miércoles, 14 de octubre. Come en casa Borges. BORGES: «Antes corregía a los alumnos que dicen de que, pienso de que; ahora no, porque si los corrigiera no los dejaría hablar. Mañana a la tarde ya diremos nosotros pienso de que». Hablamos de expresiones hoy corrientes y que nos parecen horribles: el secretario de Estado (o el titular de la cartera) asumirá hoy, yo adhiero, un vino de honor, los familiares y tantas otras. BORGES: «¿Vos decías cabello por pelo, comer por almorzar, tránsito por tráfico, brasileño por brasilero, conducción (palabra peronista), aglutinar, enfoques (un nuevo enfoque), tratativas, sede, un gremialista politizado?». BIOY: «¿Por qué nos parecen feas? Al fin y al cabo una palabra, salvo cuando es notablemente cacofónica, no tiene por qué ser más fea que otra; y sin duda las formas que hoy usamos, algún día, a otras personas, parecieron tan feas como las que hoy nos ofenden. Yo creo que lo que hay de ofensivo en el uso de tales formas es que denota una falta de conciencia, de saber lo que está diciendo, por parte de quien las emplea. Ayer nadie decía tratativas. Vos me contaste de no sé quién que te habló de tratativasPoco después, por radio, se habló de las tratativas entre la Marina, que bloqueaba Buenos Aires, y unos generales que representaban a Perón. Desde entonces el interlocutor con toda naturalidad está hablando de tratativas. ¿Cómo? ¿No sabe que él mismo no conocía la palabra hace una semana...? Concretizando, dijo alguien. ¿Por qué no enormificar? El crepúsculo, que enormifica los árboles».
Mientras una chica hablaba, tan cansado estaba de oír estéee que pensó: «Cuando diga otros once estéees... la mando a sentarse». En seguida tuvo que hacerlo. Los ingleses dicen errr, los franceses heu, y los argentinos estéee... También los estudiantes esgrimen la muletilla en realidad«Bueno, estéee, en realidad Mark Twain nació en Hannibal.» BORGES: «Nadie sostuvo lo contrario».
Parece que Marone, cuando, en un examen, un alumno no sabía contestar alguna pregunta, lo miraba con ojos brillosos, sentía afecto por él y con alivio y alegría le comunicaba: «Entonce [sic] yo te bocho a vos». Acota Borges: «Ese afecto no le servía de nada al alumno».
Cita versos de Grünberg:

En un lejano pogrom
le degollaron al hijo,
        del que una noche me dijo:
        «¡Era un gallardo Absalom!».1

BORGES: «Con su torpeza, vuelve ridícula una situación patética. Los dos primeros versos conmueven; los dos últimos son absurdos: uno imagina a un mamarracho, con melena hasta los hombros y anteojos azules».
Dice que Gibbon es un pince-sans-rire.


1. MF, nº 24 (1924), «Parnaso satírico». Juego de palabras con Tono menor (1923), obra de F. López Merino.

En Bioy Casares, Adolfo: Borges
Edición al cuidado de Daniel Martino
Barcelona: Ediciones Destino ("Imago Mundi"), 2006
Imagen: Borges con estudiantes en la Universidad de Michigan, 1976
Foto en Rodríguez Monegal, Emir; Borges. Una biografía intelectual, FCE, 1987



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