5/9/16

Jorge Luis Borges: Las guerras







Oscuro ya el acero, la derrota 
tiene la dignidad de la victoria; 
la arena que ha medido su remota 
sombra las dora de una misma gloria. 
Las purifica de clamor y euforia 
crasa y convierte en una cosa rota 
el arco jactancioso. Gota a gota 
el tiempo va cubriendo nuestra historia. 
Ilión es porque fue. El antiguo fuego 
que con impía mano encendió el griego 
es ahora su honor y su muralla. 
El hexámetro dura más que el fuerte 
fragor de los metales de la muerte 
y la elegía más que la batalla.



En diario Clarín, Buenos Aires, 8 de octubre de 1981
Luego en Textos Recobrados 1956-1986 (1997)
Retrato de Borges en Buenos Aires, 1974, ©Eduardo Grossman

4/9/16

Osvaldo Soriano: Borges, el símbolo de un encono permanente






Este es un réquiem a Jorge Luis Borges, escrito el mismo día de su muerte a pedido de Il Manifesto. El diario quería que yo intentara explicar lo inexplicable: por qué el más grande escritor de este siglo había preferido vivir en Buenos Aires, pero morir y ser sepultado en Suiza.

En la Argentina, Borges tiene demasiados estudiosos de su obra y nadie espera que un novelista que ni siquiera lo conoció le rinda homenaje sin ir a hurgar en las tripas de sus cuentos y poemas inolvidables. Recién al cumplirse el primer aniversario del fallecimiento, Jorge Lanata me pidió que publicara el artículo en el suplemento Culturas, de Página/12.

De cuantos he leído, mi cuento preferido es El muerto. Siempre pensé que la peor desgracia que puede ocurrirle a un escritor es intentar escribir a la manera de Borges, Cortázar o Bioy Casares. Si uno siente la necesidad de tomar prestada una voz hasta afinar la propia, lo mejor es acudir a una de tono menor. Por eso de las estridencias y los vecinos.

Cuando supo que iba a morir, Borges debe haber sentido un irrefrenable deseo de reencontrar su lejanísima juventud en Ginebra. De un día para otro levantó su casa de la calle Maipú, en Buenos Aires, despidió a Fanny, la mucama que lo había cuidado durante treinta años, y se casó con María Kodama, que era su asistente, su lazarillo, su amiga desde hacía más de una década.

Como lo había hecho Julio Cortázar en Buenos Aires dos años antes, Borges fue a mirarse al espejo que reflejaba los días más ingenuos y radiantes de su juventud. Cortázar, en cambio, necesitaba asomarse al sucio Riachuelo que Borges había mistificado en poemas y cuentos donde los imaginarios compadritos del arrabal asumían un destino de tragedia griega.

Curiosa simetría la de los dos más grandes escritores de este país: Cortázar, espantado por el peronismo y la mediocridad, decidió vivir en Europa desde la publicación de sus primeros libros, en 1951. Fue en París que asumió su condición de latinoamericano por encima de la mezquina fatalidad de ser argentino.

Borges, en cambio, no pudo vivir nunca en otra parte. Tal vez porque estaba ciego desde muy joven y se había inventado una Buenos Aires exaltante y épica que nunca existió. Un universo donde sublimaba las frustraciones y el honor perdido de una clase que había construido un país sin futuro, una factoría próspera y desalmada.

Borges se creía un europeo privilegiado por no haber nacido en Europa. Aprendió a leer en inglés y en francés pero hizo más que nadie en este siglo para que el castellano pudiera expresar aquello que hasta entonces solo se había dicho en latín, en griego, en el árabe de los conquistadores o en el atronador inglés de Shakespeare.

De Las mil y una noches y La Divina Comedia extrajo los avatares del alma que están por encima de las diferencias sociales y los enfrentamientos de clase. De Spinoza y Schopenhauer dedujo que la inmortalidad no estaba vinculada con los dioses y que el destino de los hombres solo podía explicarse en la tragedia. De allí llegó al tango y a los poetas menores de Buenos Aires, los reinventó y les dio el aliento heroico de los fundadores que han cambiado la espada por el cuchillo, la estrategia por la intriga, el mar por el campo abierto. El Rey Lear es Azevedo Bandeira, degradado y oscuramente redimido en El muerto. Goethe está en el perplejo alemán de El sur que va a morir sin esperanza y sin temor en una pulpería de la pampa.

En cada uno de sus textos magistrales, con los que todos tenemos una deuda, un rencor, un irremediable parentesco bastardo, Borges plantea la cuestión esencial —dicotómica para él—, de la deformación argentina: la civilización europea enfrentada a la barbarie americana. Como el escritor Sarmiento y el guerrero Roca, que fundaron la Argentina moderna y dependiente sobre el aniquilamiento de indios, gauchos y negros, Borges vio siempre en las masas mestizas y analfabetas una expresión de salvajismo y bajeza. Pertenecía a una cultura que estaba convencida de que Europa era la dueña del conocimiento y de la razón. Con las ideas de Francia, las naves de Inglaterra y las armas de Alemania se llevó adelante el genocidio «civilizador», la pacificación de esas tierras irredentas. De aquí, de los criollos, solo podía emanar un discurso salvaje, retrógrado, sin sustento filosófico, enigmático frente a la consagrada palabra de Rousseau y Montesquieu.

Borges es el atónito liberal del siglo XIX que se propone poetizar antes que comprender. La ciencia no está entre sus herramientas: ni Hegel, ni Marx, ni Freud, ni Einstein son dignos de ser leídos con el mismo fervor que Virgilio, Plinio, Dante, Cervantes, Schiller o Carlyle. El único mundo posible para Borges era el de la literatura bendecida por cien años de supervivencia. De modo que se dedicó a recrearla, a reescribir enigmas y epopeyas, fantasías y evangelios que iban a contracorriente de las escuelas y las grandes mutaciones de las ideas y las letras. Fue un renovador del estilo, el más colosal que haya dado la lengua española, y esa forma, fluida y asombrosa, nos devolvía a las incógnitas y los asombros de las primeras civilizaciones. Unió, desde su biblioteca incomparable, las culturas que parecían muertas con los estallidos de Melville, Joyce y Faulkner. Su genio consistió en transcribir a una lengua nueva los asombros y los sobresaltos de los papiros y los manuscritos fundacionales. No amaba la música ni el ajedrez, no lo apasionaban las mujeres, ni los hombres, ni la justicia. El día que lo condecoró en Chile la dictadura de Pinochet, el escritor reclamó para estas tierras feroces «doscientos años de dictadura» como medio de curar sus males. Más tarde, cuando Alfonsín derrotó al peronismo, es decir a la barbarie americana, escribió un poema de regocijo y esperanza.

En esos días, Julio Cortázar había retornado a Buenos Aires para verse a sí mismo entre las ruinas que dejaba la dictadura. Iba a morir muy pronto y volvía a reconocer el suelo de su infancia, los zaguanes de sus cuentos y las arboledas de las calles por donde había paseado sus primeros amores. El gobierno lo ignoró (su modelo de intelectual es Ernesto Sabato) y Borges se molestó porque creía que el único contemporáneo al que admiraba no había querido saludarlo.

En verdad, Cortázar —tímido y huidizo— no se atrevió a molestarlo y temía que las diferencias políticas, ahondadas por la distancias, fueran insalvables. Él le debía tanto a Borges como cualquiera de nosotros, o más aún, porque el autor de El Aleph le había publicado el primer cuento en la revista Sur.

Muchas veces, en París, evocamos a Borges. Cuando aparecía uno de sus últimos libros o alguna declaración terrible de apoyo a la dictadura. Cortázar sostenía —como todos los que lo admiramos— que había que juzgar al escritor genial por un lado, al hombre insensato por otro. Había que disociarlos para comprenderlos, ir contra todas las reglas de razonamiento para crear otra que nos permitiera amarlo y sentirlo como nuestro a pesar de él mismo.

Porque ese creador de sofismas, que pensaba como el último de los antiguos, nos ha dejado la escritura más moderna y perfecta que se conoce en castellano. La que ha sido más imitada y la que ha dejado más víctimas, porque hoy nadie puede escribir, sin caer en el ridículo, «una vehemencia de sol último lo define», o rematar un cuento con algo que se parezca a «Suárez, casi con desdén, hace fuego», o «En esa magia estaba cuando lo borró la descarga» o «el sueño de uno es parte de la memoria de todos» o «No tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre».

Esta contundencia viene de las lecturas de Sarmiento, pero no tiene continuadores porque la Argentina que ellos imaginaron se fue enfermando a medida que crecía, como los huesos sin calcio. El sueño del conocimiento se convirtió en la pesadilla de la falsificación y varias generaciones de intelectuales escamotearon la realidad o se quedaron prisioneros de ella. La literatura de Borges es la última elegía liberal, el canto del cisne de una inteligencia restallante pero ajena. No por nada los jóvenes de las últimas generaciones quisieran haber escrito El juguete rabioso o Los siete locos, de Roberto Arlt, aunque admiren la simétrica perfección de Funes el memorioso y Las ruinas circulares.

Es que la perfección está tan alejada de lo argentino como el futuro o el pensamiento de los gatos. Borges no es grandilocuente, los argentinos sí. Arlt lo era, también Sarmiento y Cortázar, que se interna, como Borges, en lo fantástico. Pero Cortázar suena a amigo, a compañero, y Borges a maestro, a sabio cínico.

Así como Cortázar había asumido su destino latinoamericano pero no podía separarse de París, Borges vivía en Buenos Aires porque creía que así estaba más cerca de Europa. Antes de morir, ambos fueron a cumplir con el juego de los espejos y las nostalgias: uno en los corralones de Barracas y el empedrado de San Telmo; otro en los parques nevados de Ginebra donde había escrito en latín sus primeros versos y en inglés su primer manual de mitología griega.

Borges fue a morir lejos de Buenos Aires y pidió ser sepultado en Ginebra, como antes Cortázar había preferido que lo enterraran en París.

Fue, quizás, un postrero gesto de desdén para la tierra donde imaginó indómitos compadritos que descubrían la clave del universo, gauchos que temían el castigo de la eternidad, califas que leían el destino en la cara de una moneda china, bibliotecas circulares que descifraban el secreto de la creación.

Pocos son los hombres que han hecho algo por este país y han podido o querido descansar en él. Mariano Moreno, el revolucionario, murió en alta mar; San Martín, el libertador, en Francia; Rosas, el dictador, en Inglaterra; Sarmiento, el civilizador, en Paraguay; Alberdi, el de la Constitución, en París; Gardel, que nos dio otra voz, en Colombia; el Che de la utopía, en la selva de Bolivia.


Es como si el país y su gente no fueran una misma cosa, sino un permanente encono que empuja a la separación, al exilio o al desprecio.


En Rebeldes, soñadores y fugitivos
Vía Ignoria
Foto sin atribución vía


3/9/16

Jorge Luis Borges: Cuento







Dijo Chesterton que la novela casi ha nacido con nosotros y bien puede morir con nosotros. Yo creo que más importante que la novela es el cuento y el cuento es tan antiguo como el hombre, y así como en la niñez del hombre están los cuentos, así como a un niño le gusta oír cuentos, así los cuentos que se llamaron mitologías o cosmogonías están al principio de la Humanidad y son más importantes, me parece, que la novela, forma típica de nuestro tiempo y acaso sólo típica de nuestro tiempo y no de todos ellos.
  Koremblit, 1961


  La novela es un género que puede pasar, es indudable que pasará; el cuento no creo que pase (…). Y además los cuentos, aunque dejen de escribirse, seguirán contándose. Y no creo que las novelas puedan seguir contándose.
  Fernández Moreno, 1967


  El cuento es un breve sueño, una corta alucinación.
  Borges & Sábato, 1976







En Borges A/Z 
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges, 1988
Retrato de Borges junto a niñas de una escuela
Foto periodística década del 60
Portada del libro Borges A/Z
Colección La Biblioteca de Babel
©borgestodoelanio.blogspot.com

2/9/16

Jorge Luis Borges: A la efigie de un capitán de los ejércitos de Cromwell






No rendirán de Marte las murallas
a éste, que salmos del Señor inspiran;
desde otra luz (desde otro siglo) miran
los ojos, que miraron las batallas.

La mano está en los hierros de la espada.
Por la verde región anda la guerra;
detrás de la penumbra está Inglaterra,
y el caballo y la gloria y tu jornada.

Capitán, los afanes son engaños,
vano el arnés y vana la porfía
del hombre, cuyo término es un día;

todo ha concluido hace ya muchos años.
El hierro que ha de herirte se ha herrumbrado;
estás (como nosotros) condenado.



En El hacedor (1960)
Foto: Jorge Luis Borges en Palermo (Sicilia)
por Ferdinando Scianna (1984) Magnum Photos


1/9/16

Jorge Luis Borges: Juan Muraña








Durante años he repetido que me he criado en Palermo. Se trata, ahora lo sé, de un mero alarde literario; el hecho es que me crié del otro lado de una larga verja de lanzas, en una casa con jardín y con la biblioteca de mi padre y de mis abuelos. Palermo del cuchillo y de la guitarra andaba (me aseguran) por las esquinas; en 1930, consagré un estudio a Carriego, nuestro vecino cantor y exaltador de los arrabales. El azar me enfrentó, poco después, con Emilio Trápani. Yo iba a Morón; Trápani, que estaba junto a la ventanilla, me llamó por mi nombre. Tardé en reconocerlo; habían pasado tantos años desde que compartimos el mismo banco en una escuela de la calle Thames.
  Roberto Godel lo recordará.
  Nunca nos tuvimos afecto. El tiempo nos había distanciado y también la recíproca indiferencia. Me había enseñado, ahora me acuerdo, los rudimentos del lunfardo de entonces. Entablamos una de esas conversaciones triviales que se empeñan en la busca de hechos inútiles y que nos revelan el deceso de un condiscípulo que ya no es más que un nombre. De golpe Trápani me dijo:
  —Me prestaron tu libro sobre Carriego. Ahí hablás todo el tiempo de malevos; decime, Borges, vos, ¿qué podés saber de malevos?
  Me miró con una suerte de santo horror.
  —Me he documentado —le contesté.
  No me dejó seguir y me dijo:
  —Documentado es la palabra. A mí los documentos no me hacen falta; yo conozco a esa gente.
  Al cabo de un silencio agregó, como si me confiara un secreto:
  —Soy sobrino de Juan Muraña.
  De los cuchilleros que hubo en Palermo hacia el noventa y tantos, el más mentado era Muraña. Trápani continuó:
  —Florentina, mi tía, era su mujer. La historia puede interesarte.
  Algunos énfasis de tipo retórico y algunas frases largas me hicieron sospechar que no era la primera vez que la refería.
  —«A mi madre siempre le disgustó que su hermana uniera su vida a la de Juan Muraña, que para ella era un desalmado y para Tía Florentina un hombre de acción. Sobre la suerte de mi tío corrieron muchos cuentos. No faltó quien dijera que una noche, que estaba en copas, se cayó del pescante de su carro al doblar la esquina de Coronel y que las piedras le rompieron el cráneo. También se dijo que la ley lo buscaba y que se fugó al Uruguay. Mi madre, que nunca lo sufrió a su cuñado, no me explicó la cosa. Yo era muy chico y no guardo memoria de él.
  Por el tiempo del Centenario, vivíamos en el pasaje Russell, en una casa larga y angosta. La puerta del fondo, que siempre estaba cerrada con llave, daba a San Salvador. En la pieza del altillo vivía mi tía, ya entrada en años y algo rara. Flaca y huesuda, era, o me parecía, muy alta y gastaba pocas palabras. Le tenía miedo al aire, no salía nunca, no quería que entráramos en su cuarto y más de una vez la pesqué robando y escondiendo comida. En el barrio decían que la muerte, o la desaparición, de Muraña la había trastornado. La recuerdo siempre de negro. Había dado en el hábito de hablar sola.
  La casa era de propiedad de un tal señor Luchessi, patrón de una barbería en Barracas. Mi madre, que era costurera de cargazón, andaba en la mala. Sin que yo las entendiera del todo, oía palabras sigilosas: oficial de justicia, lanzamiento, desalojo por falta de pago. Mi madre estaba de lo más afligida; mi tía repetía obstinadamente: Juan no va a consentir que el gringo nos eche. Recordaba el caso —que sabíamos de memoria— de un surero insolente que se había permitido poner en duda el coraje de su marido. Éste, en cuanto lo supo, se costeó a la otra punta de la ciudad, lo buscó, lo arregló de una puñalada y lo tiró al Riachuelo. No sé si la historia es verdad; lo que importa ahora es el hecho de que haya sido referida y creída.
Yo me veía durmiendo en los huecos de la calle Serrano o pidiendo limosna o con una canasta de duraznos. Me tentaba lo último, que me libraría de ir a la escuela.
  No sé cuánto duró esa zozobra. Una vez, tu finado padre nos dijo que no se puede medir el tiempo por días, como el dinero por centavos o pesos, porque los pesos son iguales y cada día es distinto y tal vez cada hora. No comprendí muy bien lo que decía, pero me quedó grabada la frase.
  Una de esas noches tuve un sueño que acabó en pesadilla. Soñé con mi tío Juan. Yo no había alcanzado a conocerlo, pero me lo figuraba aindiado, fornido, de bigote ralo y melena. Íbamos hacia el sur, entre grandes canteras y maleza, pero esas canteras y esa maleza eran también la calle Thames. En el sueño el sol estaba alto. Tío Juan iba trajeado de negro. Se paró cerca de una especie de andamio, en un desfiladero. Tenía la mano bajo el saco, a la altura del corazón, no como quien está por sacar un arma, sino como escondiéndola. Con una voz muy triste me dijo: «He cambiado mucho». Fue sacando la mano y lo que vi fue una garra de buitre. Me desperté gritando en la oscuridad.
  Al otro día mi madre me mandó que fuera con ella a lo de Luchessi. Sé que iba a pedirle una prórroga; sin duda me llevó para que el acreedor viera su desamparo. No le dijo una palabra a su hermana, que no le hubiera consentido rebajarse de esa manera. Yo no había estado nunca en Barracas; me pareció que había más gente, más tráfico y menos terrenos baldíos. Desde la esquina vimos vigilantes y una aglomeración frente al número que buscábamos. Un vecino repetía de grupo en grupo que hacia las tres de la mañana lo habían despertado unos golpes; oyó la puerta que se abría y alguien que entraba. Nadie la cerró; al alba lo encontraron a Luchessi tendido en el zaguán, a medio vestir. Lo habían cosido a puñaladas. El hombre vivía solo; la justicia no dio nunca con el culpable. No habían robado nada. Alguno recordó que, últimamente, el finado casi había perdido la vista. Con voz autoritaria dijo otro: «Le había llegado la hora». El dictamen y el tono me impresionaron; con los años pude observar que cada vez que alguien se muere no falta un sentencioso para hacer ese mismo descubrimiento.
  Los del velorio nos convidaron con café y yo tomé una taza. En el cajón había una figura de cera en lugar del muerto. Comenté el hecho con mi madre; uno de los funebreros se rió y me aclaró que esa figura con ropa negra era el señor Luchessi. Me quedé como fascinado, mirándolo. Mi madre tuvo que tirarme del brazo.
  Durante meses no se habló de otra cosa. Los crímenes eran raros entonces; pensá en lo mucho que dio que hablar el asunto del Melena, del Campana y del Silletero. La única persona en Buenos Aires a quien no se le movió un pelo fue Tía Florentina. Repetía con la insistencia de la vejez:
  —Ya les dije que Juan no iba a sufrir que el gringo nos dejara sin techo.
  Un día llovió a cántaros. Como yo no podía ir a la escuela, me puse a curiosear por la casa. Subí al altillo. Ahí estaba mi tía, con una mano sobre la otra; sentí que ni siquiera estaba pensando. La pieza olía a humedad. En un rincón estaba la cama de fierro, con el rosario en uno de los barrotes; en otro, una petaca de madera para guardar la ropa. En una de las paredes blanqueadas había una estampa de la Virgen del Carmen. Sobre la mesita de luz estaba el candelero.
  Sin levantar los ojos mi tía me dijo:
  —Ya sé lo que te trae por aquí. Tu madre te ha mandado. No acaba de entender que fue Juan el que nos salvó.
  —¿Juan? —atiné a decir—. Juan murió hace más de diez años.
  —Juan está aquí —me dijo—. ¿Querés verlo?
  Abrió el cajón de la mesita y sacó un puñal.
  Siguió hablando con suavidad:
  —Aquí lo tenés. Yo sabía que nunca iba a dejarme. En la tierra no ha habido un hombre como él. No le dio al gringo ni un respiro.
  Fue sólo entonces que entendí. Esa pobre mujer desatinada había asesinado a Luchessi. Mandada por el odio, por la locura, y tal vez, quién sabe, por el amor, se había escurrido por la puerta que mira al sur, había atravesado en la alta noche las calles y las calles, había dado al fin con la casa y, con esas grandes manos huesudas, había hundido la daga. La daga era Muraña, era el muerto que ella seguía adorando.
  Nunca sabré si le confió la historia a mi madre. Falleció poco antes del desalojo».


  Hasta aquí el relato de Trápani, con el cual no he vuelto a encontrarme. En la historia de esa mujer que se quedó sola y que confunde a su hombre, a su tigre, con esa cosa cruel que le ha dejado, el arma de sus hechos, creo entrever un símbolo o muchos símbolos. Juan Muraña fue un hombre que pisó mis calles familiares, que supo lo que saben los hombres, que conoció el sabor de la muerte y que fue después un cuchillo y ahora la memoria de un cuchillo y mañana el olvido, el común olvido.


En El Informe de Brodie (1970)
Retrato de Borges en su biblioteca
Foto Archivo General de la Nación 


31/8/16

Jorge Luis Borges: La suma








Ante la cal de una pared que nada
nos veda imaginar como infinita
un hombre se ha sentado y premedita
trazar con rigurosa pincelada

en la blanca pared el mundo entero:
puertas, balanzas, tártaros, jacintos,
ángeles, bibliotecas, laberintos,
anclas, Uxmal, el infinito, el cero.

Puebla de formas la pared. La suerte,
que de curiosos dones no es avara,
le permite dar fin a su porfía.

En el preciso instante de la muerte
descubre que esa vasta algarabía
de líneas es la imagen de su cara.





En Los conjurados (1985)
Foto expuesta en Cosmópolis, Borges y Buenos Aires 
25° aniversario de la muerte (2011) 
Casa de Cultura del Gobierno de la Ciudad de Bs. As.
Vía y Vía  



30/8/16

Jorge Luis Borges: Simón Carbajal








En los campos de Antelo, hacia el noventa
mi padre lo trató. Quizá cambiaron
unas parcas palabras olvidadas.
No recordaba de él sino una cosa:
el dorso de la oscura mano izquierda
cruzado de zarpazos. En la estancia
cada uno cumplía su destino:
éste era domador, tropero el otro,
aquél tiraba como nadie el lazo
y Simón Carbajal era el tigrero.
Si un tigre depredaba las majadas
o lo oían bramar en la tiniebla,
Carbajal lo rastreaba por el monte.
Iba con el cuchillo y con los perros.
Al fin daba con él en la espesura.
Azuzaba a los perros. La amarilla
fiera se abalanzaba sobre el hombre
que agitaba en el brazo izquierdo el poncho,
que era escudo y señuelo. El blanco vientre
quedaba expuesto. El animal sentía
que el acero le entraba hasta la muerte.
El duelo era fatal y era infinito.
Siempre estaba matando al mismo tigre
inmortal. No te asombre demasiado
su destino. Es el tuyo y es el mío,
salvo que nuestro tigre tiene formas
que cambian sin parar. Se llama el odio,
el amor, el azar, cada momento.



En La rosa profunda (1975)
Fotograma de Jorge Luis Borges,
©Juan Carlos Piovano, Buenos Aires, 1985

29/8/16

Jorge Luis Borges: La censura






El estilo directo es el más débil. La censura puede favorecer la insinuación o la ironía, que son más eficaces. Anatole France observó que la ley, con majestuosa imparcialidad, prohíbe tanto a los ricos como a los pobres dormir bajo los puentes; si hubiera escrito que hay mucha gente sin hogar que tiene que dormir bajo los puentes, el dictamen sería menos feliz. Recordemos a otros ironistas, recordemos a Luciano de Samosata, a Swift, a Voltaire, a Gibbon y a Heine. Que yo sepa, este argumento de orden estético es el único que puede alegarse en pro de la censura.
La cifra de los argumentos adversos linda con lo infinito. La censura depende, según se sabe, de los Estados o de la Iglesia; no hay ninguna razón para suponer que esas instituciones sean invariablemente imparciales. El individuo tiene el derecho de elegir el libro o el espectáculo que le place; no debe delegar esa elección a personas desconocidas y anónimas. Por lo demás, un censor tiene la obligación de prohibir, ya que si no lo hace, pierde su puesto. Confiscar un texto cualquiera es una operación arbitraria que se parece menos a la inteligencia que refutarlo o discutirlo.
Me aseguran que un libro de Salvador de Madariaga sobre Simón Bolívar ha sido vedado en Buenos Aires porque se opone a la canonización oficial del general José de San Martín. Ojalá este dato sea falso.
Creo, como el tranquilo anarquista Spencer, que uno de nuestros máximos males, acaso el máximo, es la preponderancia del Estado sobre el individuo. No hay ejemplo más evidente que la censura.
El individuo es real; los Estados son abstracciones de las que abusan los políticos, con o sin uniforme.



En diario Clarín, Buenos Aires, 14 de abril de 1983
Luego en Textos recobrados 1956-1985
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi 
© 2003 Maria Kodama 
© Emecé editores Buenos Aires 2003 
Foto: Retrato de Borges por William Caskey, incluida en
Christopher Isherwood, The Condor and the Cows
Londres, Meuthen & Co., 1949
Data en Nicolás Helft: Borges. Postales de una biografía
Buenos Aires, Emecé, 2013





28/8/16

Jorge Luis Borges: Inscripción sepulcral [Para mi bisabuelo, el coronel Isidoro Suárez]






Para mi bisabuelo, el coronel Isidoro Suárez

Dilató su valor sobre los Andes.
Contrastó montañas y ejércitos.
La audacia fue costumbre de su espada.
Impuso en la llanura de Junín
término venturoso a la batalla
y a las lanzas del Perú dio sangre española.
Escribió su censo de hazañas
en prosa rígida como los clarines belísonos.
Eligió el honroso destierro.
Ahora es un poco de ceniza y de gloria.

En Fervor de Buenos Aires (1923)
Caricatura de Jorge Luis Borges por Andrés Casciani

27/8/16

Jorge Luis Borges: El idioma infinito




Dos conductas de idioma (ambas igualmente tilingas e inhábiles) se dan en esta tierra: una, la de los haraganes galicistas que a la rutina castellana quieren anteponer otra rutina y que solicitan para ello una libertad que apenas ejercen; otra, la de los casticistas, que creen en la Academia como quien cree en la Santa Federación y a cuyo juicio ya es perfecto el lenguaje. (Esto es, ya todo está pensado y ojalá fuera así.) Los primeros invocan la independencia y legalizan la dicción ocuparse de algo; los otros quieren que se diga ocuparse con algo y por los ruiditos del con y el de —faltos aquí de toda eficacia ideológica, ya que no aparejan al verbo sus dos matices de acompañamiento, y de posesión— se arma una maravillosa pelea. Ese entrevero no me importa: oigo el ocuparse de algo en boca de todos, leo en la gramática que ello equivale a desconocer la exquisita filosofía y el genio e índole del castellano y me parece una zoncera el asunto. Lo grandioso es amillonar el idioma, es instigar una política del idioma.
Alguien dirá que ya es millonario el lenguaje y que es inútil atarearnos a sumarle caudal. Esa agüería de la perfección del idioma es explicable llanamente: es el asombro de un jayán ante la grandeza del diccionario y ante el sinfín de voces enrevesadas que incluye. Pero conviene distinguir entre riqueza aparencial y esencial. Derecha (y latina)mente dice un hombre la voz que rima con prostituta. El diccionario se le viene encima enseguida y le tapa la boca con meretriz, buscona, mujer mala, peripatética, cortesana, ramera, perendeca, horizontal, loca, instantánea y hasta con tronga, marca, hurgamandera, iza y tributo. El compadrito de la esquina podrá añadir yiro, yiradora, rea, turra, mina, milonga… Eso no es riqueza, es farolería, ya que ese cambalache de palabras no nos ayuda ni a sentir ni a pensar. Sólo en la baja, ruin, bajísima tarea de evitar alguna asonancia y de lograrle música a la oración (¡valiente música, que cualquier organito la aventaja!) hallan empleo los sinónimos. (Yo sé que la Academia los elogia y también que transcribe en serio una sentencia en broma de Quevedo, según la cual remudar vocablos es limpieza. Ese chiste o retruécano está en la Culta latiniparla y su intención no es la que suponen los académicos, sino la adversa. Quiero añadir que nunca hubo en Quevedo el concepto auditivo del estilo que sojuzgó a Flaubert y señalar que don Francisco dijo remudar frases, no vocablos, como le hace escribir la Academia. He compulsado algunas impresiones: entre ellas, una de Verdussen, del 1699).
Yo he procurado, en los pormenores verbales, siempre atenerme a la gramática (arte ilusoria que no es sino la autorizada costumbre) y en lo esencial del léxico he imaginado algunas trazas que tienden a ensanchar infinitamente el número de voces posibles. He aquí alguna de esas trazas, levantada a sistema y con sus visos de política:
a) La derivación de adjetivos, verbos y adverbios, de todo nombre sustantivo. Así de lanza ya tenemos las derivaciones lanceolado, lanceado, alancear, lanzarse, lanzar y otras que callo. Pero esas formaciones en vez de ser privilegiadas deberían ser extensivas a cualquier voz.
   
b) La separabilidad de las llamadas preposiciones inseparables. Esta licencia de añadirle prefijos a cualquier nombre sustantivo, verbo o epíteto, ya existe en alemán, idioma siempre enriquecible y sin límites que atesora muchas preposiciones de difícil igualación castellana. Así hay, entre otras, el zer que indica dispersión, desparramamiento, el all universalizador, el ur que aleja las palabras con su sentido primordial y antiquísimo (Urkunde, Urwort, Urhass). En nuestra lengua medra la anarquía y se dan casos como el del adjetivo inhumano con el cual no hay sustantivo que se acuerde. En alemán coexisten ambas formas: unmenschlich (inhumano) y Unmensch (deshombre, inhombre).

c) La traslación de verbos neutros en transitivos y lo contrario. De esta artimaña olvido algún ejemplo en Juan Keats y varios de Macedonio Fernández. Hay uno mentadísimo (pienso que de don Luis de Góngora y por cierto, algo cursilón) que así reza: Plumas vestido, ya las selvas mora. Mejor es este de Quevedo que cambia un verbo intransitivo en verbo reflejo: Unas y otras iban reciennaciéndose, callando la vieja (esto es, la muerte) como la caca, pasando a la arismética de los ojos los ataúdes por las cunas. Aquí va otro, de cuya hechura me declaro culpable: Las investigaciones de Bergson, ya bostezadas por los mejores lectores, etc., etc.

d) El emplear en su rigor etimológico las palabras. Un goce honesto y justiciero, un poquito de asombro y un mucho de lucidez, hay en la recta instauración de voces antiguas. Aconsejado por los clásicos y singularmente por algunos ingleses (en quienes fue piadosa y conmovedora el ansia de abrazar latinidad) me he remontado al uso primordial de muchas palabras. Así yo he escrito perfección del sufrir sin atenerme a la connotación favorable que prestigia esa voz, y desalmar por quitar alma y otras aventuritas por el estilo. Lo contrario hacen los escritores que sólo buscan en las palabras su ambiente, su aire de familia, su gesto. Hay muchas voces de diverso sentido, pero cuyo ademán es común. Para Rubén, para un momento de Rubén, vocablos tan heterogéneos como maravilloso, regio, azul, eran totalmente sinónimos. Otras palabras hay cuyo sentido depende del escritor que use de ellas: así, bajo la pluma de Shakespeare, la luna es un alarde más de la magnificencia del mundo; bajo la de Heine, es indicio de exaltación; para los parnasianos era dura, como luna de piedra; para don Julio Herrera y Reissig, era una luna de fotógrafo, entre aguanosas nubes moradas; para algún literato de hoy será una luna de papel, alegrona, que el viento puede agujerear.
Un puñadito de gramatiquerías claro está que no basta para engendrar vocablos que alcancen vida de inmortalidad en las mentes. Lo que persigo es despertarle a cada escritor la conciencia de que el idioma apenas si está bosquejado y de que es gloria y deber suyo (nuestro y de todos) el multiplicarlo y variarlo. Toda consciente generación literaria lo ha comprendido así.
Estos apuntes se los dedico al gran Xul-Solar, ya que en la ideación de ellos no está limpio de culpa.









En El tamaño de mi esperanza (1926)
©1995 María Kodama
©2016 Buenos Aires, Penguin Random House

Foto: PD, 2013


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