13/8/16

Juan Carlos Onetti: Borges, su madre y Utrillo






Creo que entre escoliastas, reporteros, autores de tesis, amigos y enemigos, y con la ayuda generosa del propio Borges, se ha dicho ya cuanto hay que decir respecto a su obra. Si algo falta aparecerá, sin dudas, en este número de merecido homenaje que hoy le dedican los Cuadernos Hispanoamericanos*.
Por eso, cuando me propusieron escribir una treintena de páginas sobre Borges sentí que no me correspondía glosar antecedentes, decir que las traducciones vikingas son muy buenas, así como las traducciones de las teorías o sistemas de Schopenhauer, Hume y Berkeley al idioma del relato. Y tampoco divagar sobre su poesía metafísica.
Me limitaré a traer noticias trasnochadas. Unos días antes de embarcarme estuve comiendo con Borges. Motivos: me habían elegido para asesorar el traslado de un cuento de Jorge Luis Borges al cine. Se trataba de «El muerto», uno de mis preferidos dentro de la obra de Georgie. (Yo también tengo derecho).
A pesar de su ceguera, ahora total e irremediable, el aspecto de Borges era el mismo de años atrás; su sentido del humor, incambiado.
Por ejemplo: alguien habló de Neruda y recordó que el poeta quiso hacer un holocausto con su primer libro. Invitó a varios amigos, bebieron vino chileno —que algo significa—, hicieron una gran fogata y fueron quemando los doscientos ejemplares de la edición.
Borges jugueteó un ratito con su bastón blanco y luego balbuceó, inocente y sorprendido:
—Pero si ya había aprendido, ¿por qué no siguió haciendo lo mismo con lo que publicó después?
Segundo ejemplo: fue mencionado un escritor que había puesto de lado la disciplina que ejercía, tal vez el psicoanálisis, para dedicarse a escribir novelas. Borges:
—Me parece una crueldad, ¿no? Hacerle eso a los enfermos y a los lectores.
Hubo otras burlas borgianas y él repetía, impasible, que era hombre humilde, ignorante en materia de política literaria. Después de los postres, Borges anunció que se iba, puntualmente y como siempre, a las doce de la noche.
(Esto sucedió pocos días antes de la muerte de su madre).
En ese momento se inclinó hacia mí y dijo con una tristeza dulce y resignada:
—Todos los días, a cualquier hora, tengo un momento de terror. Porque a mí me operaron los ojos siete veces, ¿no? Hasta conseguir dejarme completamente ciego. Y le dije a mi madre que había recuperado la vista. Como usted sabe, ella es muy anciana y se está muriendo. Y no cree que me hayan curado. Así que cada día cuando entro a su dormitorio para saludarla me obliga a un examen. En esa habitación tenemos desde hace años un Utrillo que yo conozco de memoria. Cada detalle, cada tono de color. Y ella me pregunta qué cuadro hay en la pared. Y yo, claro, le voy recitando el restorán, el balcón con ropa colgada, la curva suave que hace la callecita al final. El terror proviene de que su escepticismo, sensible, haga que alguna vez ordene cambiar el cuadro o suprimirlo. Este posible fracaso me daría mucho dolor por ella.
Esto es muy poco; pero es otra cara de la moneda Borges. Doy fe y había testigos.



* N° 505-507, Madrid, 1992
















En Juan Carlos Onetti: Artículos 1975-1992 
La presente edición digital se corresponde con el Volumen XI de las Obras completas
de Onetti de Galaxia Gutenberg, 2013

Foto: Borges y Onetti en Barcelona por Dorothea Muhr (1978)


12/8/16

Jorge Luis Borges: Los compadritos muertos







Siguen apuntalando la recova
del Paseo de Julio, sombras vanas
en eterno altercado con hermanas
sombras o con el hambre, esa otra loba.

Cuando el último sol es amarillo
en la frontera de los arrabales,
vuelven a su crepúsculo, fatales
y muertos, a su puta y su cuchillo.

Perduran en apócrifas historias,
en un modo de andar, en el rasguido
de una cuerda, en un rostro, en un silbido,

en pobres cosas y en oscuras glorias.
En el íntimo patio de la parra
cuando la mano templa la guitarra.



En El otro, el mismo (1964)
Imagen: Ilustración de Alberto Breccia para "Hombre de la esquina rosada" Vía


11/8/16

Borges profesor. Clase 16: Thomas Carlyle






Vida de Thomas Carlyle. Sartor Resartus, de Carlyle
Carlyle, precursor del nazismo
Los soldados de Bolívar según Carlyle



Hablaremos hoy de Carlyle. Carlyle es de aquellos escritores que deslumbran al lector. Recuerdo que cuando yo lo descubrí, hacia 1916, pensé que era realmente el único autor. Aquello me sucedió después con Walt Whitman, me había sucedido con Víctor Hugo, me sucedería con Quevedo. Es decir, pensé que todos los demás escritores eran unos equivocados simplemente porque no eran Thomas Carlyle. Ahora, esos escritores que deslumbran, que parecen el prototipo del escritor, suelen acabar por abrumarnos. Empiezan siendo deslumbrantes y corren el albur de ser a la larga intolerables. Lo mismo me sucedió con el escritor francés León Bloy,296 con el poeta inglés Swinburne y, a lo largo de una larga vida, con muchos otros. Se trata en todos esos casos de escritores muy personales, tan personales que uno acaba por aprender las fórmulas del estupor, el deslumbramiento que preparan.
Veamos algunos hechos de la vida de Carlyle. Carlyle nació en un pueblito de Escocia en el año 1795 y murió en Londres —en el barrio de Chelsea, donde se conserva su casa— en el año 1881. Es decir, una larga y laboriosa vida consagrada a las letras, a la lectura, al estudio y a la escritura.
Carlyle fue de origen humilde. Sus padres, sus abuelos, sus bisabuelos, fueron campesinos. Y Carlyle era escocés. Es común confundir ingleses con escoceses. Pero se trata, a pesar de la unión política, de dos pueblos esencialmente distintos. Escocia es un país pobre, Escocia ha tenido una historia sangrienta de lucha entre los diversos clanes. Y además, el escocés en general suele ser más intelectual que el inglés. O mejor dicho, el inglés no suele ser intelectual y casi todos los escoceses lo son. Esto puede ser obra de las discusiones religiosas, pero si bien es cierto que el pueblo de Escocia se dedicó a discutir la teología, es porque era intelectual. Esto suele ocurrir con las causas que tienden a ser efectos y los efectos que se confunden con las causas también. En Escocia las discusiones religiosas eran comunes, y conviene recordar que Edimburgo fue, con Ginebra, una de las dos capitales del calvinismo en Europa. Lo esencial del calvinismo es la creencia en la predestinación, basada en el texto bíblico, «muchos los llamados y pocos los elegidos».
Carlyle estudió en la iglesia de la parroquia de su pueblo, luego en la Universidad de Edimburgo y a los veintitantos años tuvo una suerte de crisis espiritual o de experiencia mística que él ha descrito en el más extraño de sus libros: Sartor Resartus. Sartor Resartus significa en latín «el sastre remendado» o «el sastre zurcido». Ya veremos por qué eligió este extraño título. Lo cierto es que Carlyle había llegado a un estado de melancolía motivado sin duda por la neurosis que lo persiguió durante toda su vida. Carlyle había llegado al ateísmo, no creía en Dios. Pero la melancolía del calvinismo seguía persiguiéndolo aun cuando él creía haberla dejado atrás. La idea de un Universo sin esperanza, un Universo cuyos habitantes están condenados en una inmensa mayoría al Infierno. Y luego una noche él recibió una suerte de revelación. Una revelación que no lo libró del pesimismo, de la melancolía, pero que le dio la convicción de que el hombre puede salvarse por el trabajo. Carlyle no creía que ninguna obra humana tuviese valor perdurable. Pensaba que cuanto los hombres pueden hacer estética o intelectualmente es deleznable y es efímero. Pero al mismo tiempo creía que el hecho de trabajar, el hecho de hacer cualquier cosa, aunque esa cosa sea deleznable, no es deleznable. Existe una antología alemana de sus trabajos, que se publicó durante la Primera Guerra Mundial y que se titulaba Trabajar y no desesperarse.297 Este es uno de los efectos del pensamiento de Carlyle.
Carlyle, desde que se dedicó a las letras, había adquirido una cultura miscelánea y muy vasta. Por ejemplo, él y su mujer, Jane Welsh,298 estudiaron sin maestros el español y leían un capítulo del Quijote en el texto original cada día. Y ahí hay un pasaje de Carlyle en el cual él contrasta el destino de Byron y el destino de Cervantes. Piensa en Byron, un aristócrata, hermoso, atleta, un hombre de fortuna, que sin embargo sentía una melancolía inexplicable. Y piensa en la dura vida de Cervantes soldado y prisionero, que sin embargo escribe una obra, no de quejas, sino de íntimas y a veces escondidas alegrías en el Quijote.
Carlyle se traslada a Londres —ya antes había sido maestro de escuela y había sido colaborador de una enciclopedia, la Enciclopedia de Edinburgh299 y colabora para las revistas. Publica artículos, pero debemos recordar que un artículo entonces era lo que llamaríamos hoy un libro o una monografía. Ahora un artículo suele constar de cinco o diez páginas, antes un artículo solía constar más o menos de unas cien páginas. Así, los artículos de Carlyle y de Macaulay son verdaderas monografías, y algunos alcanzan las doscientas páginas. Actualmente serían libros.
Un amigo suyo le recomendó el estudio de la lengua alemana. Inglaterra, movida por las circunstancias políticas —ya por el hecho de la victoria de Waterloo los ingleses y los prusianos fueron hermanos de armas— estaba descubriendo Alemania, estaba descubriendo la afinidad que durante siglos había olvidado con las otras naciones germanas, con Alemania, con Holanda, y naturalmente con los países escandinavos. Carlyle estudió alemán, se entusiasmó con la obra de Schiller, y publicó —éste fue su primer libro— una biografía de Schiller300 escrita en un estilo correcto, pero en un estilo común. Luego leyó a un escritor romántico alemán, Johann Paul Richter,301 un escritor que podríamos llamar soporífero, un relator de sueños místicos lentos y a veces lánguidos. El estilo de Richter es un estilo lleno de palabras compuestas y de cláusulas largas, y este estilo influyó en el estilo de Carlyle, salvo que Richter deja una impresión apacible. En cambio Carlyle era esencialmente un hombre fogoso, de modo que fue un escritor oscuro. Carlyle descubrió también la obra de Goethe, que no era conocida entonces salvo de un modo muy fragmentario fuera de su patria, y creyó encontrar en Goethe a un maestro. Digo «creyó encontrar», porque es difícil pensar en dos escritores más distintos. En el olímpico y —como lo llaman los alemanes— sereno Goethe, y en Carlyle, atormentado como buen escocés por la preocupación ética.
Carlyle fue además un escritor infinitamente más impetuoso que Goethe y más extravagante que Goethe. Goethe empezó siendo romántico, luego se arrepintió de su romanticismo inicial y llegó a una tranquilidad que podríamos llamar «clásica». Carlyle escribió sobre Goethe en revistas de Londres. Esto conmovió mucho a Goethe, ya que aunque Alemania había llegado entonces a una plenitud intelectual, políticamente no había logrado su unidad. La unidad de Alemania se logra en el año 1871, después de la guerra franco-prusiana. Es decir, para el mundo Alemania era entonces una colección heterogénea de pequeños principados, ducados, un tanto provinciana, y para Goethe el hecho de que lo admiraran algunas personas de Inglaterra fue lo que sería para un sudamericano, por ejemplo, el hecho de ser conocido en París o en Londres.
Carlyle publicó luego una serie de traducciones de Goethe. Tradujo las dos partes de Wilhelm Meister, los «Años de Aprendizaje» y los «Años de Viaje».302 Tradujo a otros románticos alemanes, entre ellos al fantástico Hoffman.303 Luego publicó Sartor Resartus,304 y luego se dedicó a la historia, y escribió ensayos sobre el famoso affaire del collar de diamantes, la historia de un pobre hombre en Francia a quien le hacen creer que María Antonieta había aceptado un regalo suyo —el ensayo lo toma del conde Cagliostro305—, y sobre temas muy diversos. Entre ellos encontramos un ensayo sobre el doctor Francia, tirano de Paraguay,306 un ensayo que contiene —y esto es típico de Carlyle— una vindicación del doctor Francia. Luego Carlyle escribe un libro titulado Vida y correspondencia de Oliver Cromwell.307 Es natural que admirara a Cromwell. Cromwell, que en pleno siglo XVII hace que el rey de Inglaterra sea juzgado y condenado a muerte por el Parlamento. Esto escandalizó al mundo, como lo escandalizaría después la Revolución Francesa y mucho después la Revolución Rusa.
Finalmente, Carlyle se establece en Londres y allí publica La historia de la Revolución Francesa,308 su obra más famosa. Carlyle le prestó el manuscrito a su amigo, autor del famoso tratado de lógica, Stuart Mill.309 Y la cocinera de Stuart Mill usó el manuscrito para encender el fuego de la cocina. Quedó así destruida una obra de años. Pero Stuart Mill consiguió que Carlyle aceptara una suma mensual hasta reescribir su obra. Este libro es uno de los más vívidos de la obra de Carlyle, pero que no tiene la vividez de la realidad sino la vividez de un libro visionario, la vividez de una pesadilla. Recuerdo que cuando leí aquel capítulo en que Carlyle describe la fuga y la captura de Luis XVI recordé haber leído algo parecido antes: estaba pensando en la famosa descripción de la muerte de Facundo Quiroga, uno de los últimos capítulos del Facundo de Sarmiento. Carlyle describe la fuga del rey en un capítulo que se llama «La noche de las espuelas». Describe cómo el rey se detiene en una taberna y allí un muchacho lo reconoce. Lo reconoce porque la efigie del rey estaba grabada en el anverso de una moneda y lo delata. Luego lo arrestan y finalmente lo llevan a la guillotina.
La mujer de Carlyle, Jane Welsh, era socialmente superior a él, era una mujer muy inteligente y se considera que sus cartas pueden contarse entre las mejores del epistolario inglés.310 Carlyle vivió entregado a su obra, a sus conferencias, a su labor en cierto modo profética, y descuidó bastante a su mujer. Después de la muerte de ella, Carlyle escribió pocas cosas importantes. Antes él había dedicado catorce años a escribir la Historia de Federico el Grande de Prusia,311 un libro de lectura difícil. Había una gran diferencia entre Carlyle hombre, a pesar de su ateísmo religioso y piadoso, y Federico, que era ateo escéptico y que ignoraba cualquier escrúpulo moral. Después de la muerte de su mujer Carlyle escribe una historia de los primeros reyes de Noruega312 basada en la Heimskringla del historiador islandés Snorri Sturluson, del siglo XIII, pero en este libro ya no encontramos el fuego de las primeras obras.
Y ahora veamos el pensamiento de Carlyle, o algunos rasgos de ese pensamiento. En la clase anterior yo dije que para Blake el mundo era esencialmente alucinatorio. El mundo era una alucinación lograda por los cinco engañosos sentidos con que nos ha dotado el Dios superior que hizo esta Tierra, Jehová. Ahora bien, esto corresponde en filosofía al idealismo, y Carlyle fue uno de los primeros divulgadores del idealismo alemán en Inglaterra. En Inglaterra el idealismo ya existía en la obra del obispo irlandés Berkeley. Pero Carlyle prefirió buscarlo en la obra de Schelling y en la obra de Kant. Para estos pensadores, y para Berkeley, el idealismo tiene un sentido metafísico. Nos dicen que lo que nosotros creemos la realidad, digamos, el mundo de lo visible, de lo tangible, de lo gustable, no puede ser la realidad: se trata simplemente de una serie de símbolos o de imágenes de la realidad que no pueden parecerse a ella. Y así Kant habló de la cosa en sí que está más allá de nuestras percepciones. Todo esto lo comprendió perfectamente Carlyle. Carlyle dijo que de igual modo que vemos un árbol verde, podríamos verlo azul si nuestros órganos visuales fueran distintos, de igual forma que al tocarlo lo sentimos como convexo, podríamos sentirlo como cóncavo si nuestras manos estuvieran hechas de otra manera. Esto está bien, pero los ojos y las manos pertenecen al mundo externo, al mundo aparencial. Carlyle toma pues la idea fundamental de que este mundo es aparente, y le da un sentido moral y un sentido político. Swift había dicho que todo en este mundo es aparente, que nosotros llamamos «obispo», digamos, a una mitra y a una vestidura colocadas de cierto modo, que llamamos «juez» a una peluca y a una toga, que llamamos «general» a una cierta disposición de ropa, de uniforme, de casco, de charreteras. Carlyle toma esta idea y escribe así el Sartor Resartus, o «Sastre zurcido».
Este libro es una de las mayores mistificaciones que la historia de la literatura registra. Carlyle imagina a un filósofo alemán que enseña en la Universidad de Weissnichtwo —en aquel tiempo pocas personas conocían el alemán en Inglaterra, de modo que él podía utilizar sin peligro estos nombres313—. Le daba a su filósofo imaginario el nombre de Diógenes Teufelsdrockh, es decir Diógenes Escoria —la palabra «escoria» es un eufemismo, aquí la palabra es más fuerte— del Diablo, y le atribuye la escritura de un vasto libro titulado Los trajes, la ropa, su formación y su obra, su influencia. Esta obra lleva como subtítulo: «Filosofía del traje». Carlyle entonces imagina que lo que llamamos Universo es una serie de trajes, de apariencias. Y Carlyle alaba a la Revolución Francesa, porque ve en la Revolución Francesa un principio de la admisión de que el mundo es apariencia y de que hay que destruirla. Para él, por ejemplo, el reinado, el papado, la república, eran apariencias, eran ropa usada que convenía quemar, y la Revolución Francesa había comenzado por quemarla. Entonces el Sartor Resartus viene a ser una biografía del imaginario filósofo alemán. Ese filósofo es una especie de transfiguración del mismo Carlyle. Allí él cuenta, situándola en Alemania, su experiencia mística. Cuenta la historia de un amor desdichado, de una muchacha que parece quererlo y que lo deja, lo deja solo con la noche. Luego describe conversaciones con ese filósofo imaginario y da copiosos extractos de ese libro que no existió nunca y que se llamaba «Sartor», el sastre. Ahora, como él sólo da extractos de ese libro imaginario, llama a su obra «El sastre remendado».
El libro está escrito de un modo oscuro, lleno de palabras compuestas y llenas de elocuencia. Si tuviéramos que comparar a Carlyle con algún escritor de la lengua española, pensaríamos por empezar de un modo casero en las más impresionantes páginas fuertes de Almafuerte.314 Podemos pensar también en Unamuno, que tradujo al español La Revolución Francesa de Carlyle y sobre el cual Carlyle influyó. En Francia podríamos pensar en León Bloy.
Y ahora veamos el concepto de la historia de Carlyle. Según Carlyle existe una escritura sagrada. Esa escritura sagrada no es, salvo parcialmente, la Biblia. Esa escritura es la historia universal. Esa historia, dice Carlyle, que estamos obligados a leer continuamente, ya que nuestros destinos son parte de la historia universal. Esa historia que estamos obligados a leer incesantemente y a escribir, y en la cual —agrega— también nos escriben. Es decir, nosotros no sólo somos lectura de esa escritura sagrada sino letras, o palabras, o versículos de esa escritura. Ve al Universo, pues, como a un libro. Ahora, este libro está escrito por Dios, pero Dios para Carlyle no es una personalidad. Dios está en cada uno de nosotros, Dios está escribiéndose y realizándose a través de nosotros. Es decir, Carlyle viene a ser panteísta: el único ser que existe es Dios, pero Dios no existe como un ente personal sino a través de las rocas, a través de las plantas, a través de los animales y a través de los hombres. Y sobre todo a través de los héroes. Carlyle dicta en Londres una serie de conferencias tituladas: De los héroes, del culto de los héroes y de lo heroico en la historia.315 Dice Carlyle que los hombres han reconocido siempre la existencia de los héroes, es decir de seres humanos superiores a ellos, pero que en épocas primitivas el héroe es concebido como un dios, y así la primera conferencia suya se titula: «El héroe como dios», y característicamente toma como ejemplo al dios escandinavo Odín. Dice que Odín fue un hombre muy valiente, muy leal, un rey que dominó a otros reyes, y que sus contemporáneos y los sucesores inmediatos lo divinizaron, lo vieron como un dios. Luego tenemos otra conferencia: «El héroe como profeta», y Carlyle elige como ejemplo a Mahoma. Mahoma, que hasta entonces sólo había sido objeto de escarnio para los cristianos de Europa occidental. Carlyle dice que Mahoma, en la soledad del desierto, se sintió poseído por la idea de la soledad o unidad de dios, y que así fue dictando el Corán. Tenemos otros ejemplos: el héroe como poeta, Shakespeare. Luego, como hombre de letras: Johnson y Goethe. Y el héroe como militar, y elige —aunque él detestaba a los franceses— a Napoleón.
Carlyle descreía profundamente de la democracia. Hay quienes han considerado —y entiendo que con toda razón— a Carlyle como precursor del nazismo, pues creyó en la superioridad de la raza germánica. Los años 1870-1871 fue la guerra franco-prusiana. Casi toda Europa —lo que fue Europa intelectual— estaba de parte de Francia. El famoso escritor sueco Strindberg316 escribiría después: «Francia tenía razón, pero Prusia tenía cañones». Esto es lo que se sintió en toda Europa. Carlyle estaba de parte de Prusia. Carlyle creyó que la fundación del Imperio Alemán sería el principio de una era de paz para Europa —[tras] lo acaecido luego con las guerras mundiales pudimos apreciar lo erróneo de su juicio—. Y Carlyle publicó dos cartas en las cuales decía que el conde de Bismarck fue un hombre incomprendido y que el triunfo «de la Alemania, que piensa profundamente, sobre la frívola, vanagloriosa y belicosa Francia» sería un beneficio para la humanidad. En el año sesenta y tantos había ocurrido en Estados Unidos la Guerra de Secesión,317 y todos en Europa estaban de parte de los estados del norte. Esta guerra, según ustedes saben, no empezó siendo una guerra de abolicionistas —de enemigos de la esclavitud— en el norte, contra partidarios y poseedores de esclavos en el sur. Jurídicamente, los estados del sur quizá tuvieran razón. Los estados del sur pensaron que ellos tenían derecho a separarse de los estados del norte y alegaron argumentos legales. Lo grave es que en la Constitución de los Estados Unidos no se había contemplado muy bien la posibilidad de que algunos estados pudieran separarse. El tema era ambiguo y los estados del sur, cuando Lincoln fue elegido presidente, resolvieron separarse de los estados del norte. Los estados del norte dijeron que los del sur no tenían derecho a separarse, y Lincoln, en uno de sus primeros discursos, dijo que no era abolicionista, pero que creía que la esclavitud no debía extenderse más allá de los primitivos estados del sur, no debía llevarse, por ejemplo, a estados nuevos como Texas o California. Pero luego, a medida que la guerra fue más encarnizada —la Guerra de Secesión fue la guerra más encarnizada del siglo XIX—, ya se confundía la causa del norte con la causa de la abolición de la esclavitud.
La causa del sur se había confundido con la de los partidarios de la esclavitud, y Carlyle, en un artículo titulado «Shooting Niagara»,318 se puso de parte del sur. Dijo que la raza negra era inferior, que el único destino posible del negro era la esclavitud, y que él estaba de parte de los estados del sur. Agregó un argumento sofístico que es propio de su humorismo —porque Carlyle en medio de su tono profético era un humorista también—: dijo que él no comprendía a quienes combatían la esclavitud, que él no veía qué ventaja podía haber en cambiar de sirvientes continuamente. Le parecía mucho más cómodo que los sirvientes fueran vitalicios. Lo cual puede ser más cómodo para los amos, pero quizá no lo sea para los sirvientes.
Carlyle llega a condenar a la democracia. Por eso Carlyle, a lo largo de toda su obra, admira a los dictadores, a los que llamó strong men, «hombres fuertes». La frase ha perdurado todavía. Por eso escribió el elogio de Guillermo el Conquistador, escribió en tres volúmenes el elogio del dictador Cromwell, alabó al doctor Francia, alabó a Napoleón, alabó a Federico el Grande de Prusia. Y dijo en cuanto a la democracia que no era otra cosa sino «la desesperación de encontrar hombres fuertes», y que solamente los hombres fuertes podían salvar a la sociedad. Definió con una frase memorable a la democracia como «el caos provisto de urnas electorales». Y escribió sobre el estado de cosas en Inglaterra. Recorrió toda Inglaterra, prestó mucha atención a los problemas de la pobreza, de los obreros —él era de estirpe campesina—. Y dijo que en cada ciudad de Inglaterra veía el caos, veía el desorden, veía la absurda democracia, pero que al mismo tiempo había algunas cosas que lo confortaban, que lo ayudaban a no perder del todo la esperanza. Y esos espectáculos eran para él los cuarteles —en los cuarteles hay por lo menos orden— y las cárceles. Éstas eran las dos cosas capaces de regocijar el espíritu de Carlyle.
Tenemos pues en todo lo que he dicho un cierto programa del nazismo y el fascismo concebido antes del año 1870. Más particularmente del nazismo, ya que Carlyle creía en la superioridad de las diversas naciones germánicas, en la superioridad de Inglaterra, de Alemania, de Holanda, de los diversos países escandinavos, sobre los otros. Esto no impidió que Carlyle fuera en Inglaterra uno de los mayores admiradores de Dante. Su hermano319 publicó una traducción admirable, literal, en prosa inglesa, de la Divina Comedia de Dante. Y Carlyle admiró naturalmente a los conquistadores griegos y romanos, a los vándalos y a César.
En cuanto al cristianismo, Carlyle creía que ya estaba desapareciendo, que ya no había ningún porvenir para él. Y en cuanto a la historia, él veía la salvación en los hombres fuertes, y pensaba que los hombres fuertes pueden estar —como lo diría después Nietzsche, que sería en cierto modo su discípulo— más allá del bien y del mal. Es lo que había dicho antes Blake: una misma ley para el león y para el buey es una injusticia.
No sé qué libro de Carlyle les podría recomendar a ustedes. Yo creo que si saben inglés el mejor libro será el Sartor Resartus. O, si les interesa, lean —si les interesa menos el estilo y más las ideas de Carlyle—, lean las conferencias que él reunió bajo el título de El culto de los héroes y de lo heroico en la historia. En cuanto a su obra más extensa, a la que dedicó catorce años, La vida de Federico el Grande, es un libro en el que hay brillantes descripciones de batallas. Las batallas le salían muy bien a Carlyle siempre. Pero a la larga se nota que el autor se siente muy lejos del héroe. El héroe era ateo y amigo de Voltaire. No le interesaba.
La vida de Carlyle fue una vida triste. Acabó enemistándose con sus amigos. El predicaba la dictadura y era dictatorial en su conversación. No admitía contradicciones. Sus mejores amigos fueron apartándose de él. Su mujer murió trágicamente: estaba paseándose en su coche por Hyde Park cuando murió de un ataque al corazón. Y Carlyle sintió después el remordimiento de ser un poco culpable de su muerte, ya que él se había desentendido de ella. Creo que Carlyle llegó a sentir, como nuestro Almafuerte lo sintió, que la felicidad personal estaba negada para él, que su neurosis le quitaba toda esperanza de ser personalmente feliz. Y por eso buscó su felicidad en el trabajo.
Me olvidaba de decir —es un rasgo meramente curioso— que en uno de los primeros capítulos de Sartor Resartus, al hablar de trajes, dice que el traje más sencillo de que él tiene noticias es el usado por la caballería de Bolívar en la guerra sudamericana. Y aquí tenemos una descripción del poncho como «una frazada con un agujero en el medio», y debajo él imagina al soldado de caballería de Bolívar, lo imagina —simplificándolo un poco— «mother naked», desnudo como cuando salió del vientre de su madre, cubierto por el poncho, y con su sable y con su lanza solamente.320



Notas


296 León Bloy (1846-1917). Borges incluye luego su libro La salvación por los judíos como el volumen 54 de la colección Biblioteca personal.
297 Arbeiten und nicht verzweifeln: Auszüge aus seinen Werken, traducido al alemán por Maria Kühn y A. Kretzschmar.
298 Jane Baillie Welsh, también poeta (1801-1866).
299 Edinburgh Encyclopaedia. Carlyle colaboró con dieciséis artículos de 1820 a 1825.
300 Life of Schiller, publicada por primera vez en London Magazine en 1823-1824.
301 Johann Paul Fríedrich Richter, novelista y humorista nacido en Wunsiedel, Alemania (1763-1825).
302 Wilhelm Meister’s Apprenticeship (1824) y Wilhelm Meister’s Travels (1827).
303 Ernst Theodor Wilhelm «Amadeus» Hoffman, escritor y músico alemán (1776-1822).
304 En 1833-1834.
305 José Balsamo, alias conde Alejandro Cagliostro, aventurero italiano (1743-1795). Publicó un conocido libro de Memorias.
306 José Gaspar Rodríguez de Francia, dictador paraguayo (1766-1840).
307 Oliver Cromwell’s Letters and Speeches (1845).
308 The French Revolution (1837).
309 John Stuart Mill, filósofo y economista inglés (1806-1873). El libro al que se refiere Borges es Lógica deductiva e inductiva, publicado en 1843.
310 Carlyle publicó sus cartas y papeles en 1883 bajo el título de Letters and Memorials of Jane Welsh Carlyle. En 1903 apareció en Londres New Letters and Memorials.
311 History of Friedrich II of Prussia, called Frederik the Great (1858-1865).
312 The Early Kings of Norway (1875).
313 En alemán, Weissnichtwo significa literalmente «Nosédónde».
314 Pedro Bonifacio Palacios, conocido como Almafuerte, poeta argentino (1854- 1917).
315 Publicadas en 1841 bajo el título original On Heroes, Hero-Worship, and the Heroic in History.
316 Johan August Strindberg, dramaturgo sueco nacido en Estocolmo (1849-1912).
317 La guerra tuvo lugar entre 1861 y 1865.
318 Shooting Niagara —and after? (1867).
319 John A. Carlyle (1801-1879), hermano de Thomas Carlyle. De profesión médico, se lo recuerda más hoy en día por su traducción del Inferno de Dante.
320 «La vestimenta más sencilla —observa nuestro profesor— que he encontrado jamás mencionada en la Historia es aquella utilizada como uniforme por la caballería de Bolívar en las guerras de Colombia. Se les provee una frazada cuadrada (algunos tenían la costumbre de cortar sus bordes para darle una forma circular), de alrededor de tres metros de diagonal: en su centro se le abre un corte de 50 centímetros de largo, y a través de éste el soldado, desnudo como cuando salió del vientre de su madre, introduce su cabeza y su cuello, y cabalga así protegido de las inclemencias del tiempo y de muchos golpes en la batalla, ya que la enrolla sobre sbrazo izquierdo.» Sartor Resartus, cap. VII (Traducción de M.H.). Hay edición de Emecé Editores, Buenos Aires, 1945.



En Borges profesor 
Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires 
Edición, investigación y notas: Martín Arias & Martín Hadis
Buenos Aires © María Kodama, 2000

Image: Borges avec l'éditeur Franco Maria Ricci, circa 1980, à Paris, France 
Foto: Giancarlo Botti / Getty (detail)



10/8/16

Jorge Luis Borges: Milonga del infiel





Desde el desierto llegó
en su azulejo, el infiel,
Era un “pampa” de los toldos
de Pincén o de Catriel.

Él y el caballo eran uno
eran uno y no eran dos,
montado en pelo lo guiaba
con el silbido o la voz.

Había en su toldo una lanza
que afilaba con esmero,
De poco sirve una lanza
contra el fusil ventajero.

Sabía curar con palabras
lo que no puede cualquiera,
sabía los rumbos que llevan
a la secreta frontera.

De tierra adentro venía
y a tierra adentro volvió,
acaso no contó a nadie
las cosas raras que vio.

Nunca había visto una puerta
esa cosa tan humana,
y tan antigua, ni un patio
ni el aljibe y la roldana.

No sabía que detrás
de las paredes hay piezas,
con su catre de tijera
su banco y otras lindezas.

No lo asombró ver su cara
repetida en el espejo,
la vio por primera vez
en ese primer reflejo.

Los dos indios se miraron
no cambiaron ni una seña,
Uno, ¿cuál ?, miraba al otro
como el que sueña que sueña.

Tampoco lo asombraría
saberse vencido y muerto,
A su historia la llamamos
la Conquista del Desierto.


Y en Los Conjurados (1985)

9/8/16

Jorge Luis Borges: Las calles*






Las calles de Buenos Aires
ya son mi entraña.
No las ávidas calles,
incómodas de turba y de ajetreo,
sino las calles desganadas del barrio,
casi invisibles de habituales,
enternecidas de penumbra y de ocaso
y aquellas más afuera
ajenas de árboles piadosos
donde austeras casitas apenas se aventuran,
abrumadas por inmortales distancias,
a perderse en la honda visión
de cielo y de llanura.
Son para el solitario una promesa
porque millares de almas singulares las pueblan,
únicas ante Dios y en el tiempo
y sin duda preciosas.
Hacia el Oeste, el Norte y el Sur
se han desplegado —y son también la patria— las calles:
ojalá en los versos que trazo
estén esas banderas.





* Suprimido en la edición de 1969
En Fervor de Buenos Aires (1923)

Foto: Willis Barnstone en Borges at Eighty.  Conversations
Original title: Borges at Eighty: Conversations
AA. VV., 1982 
Edition, foreword and photographs: Willis Barnstone 
Contributing authors: Willis Barnstone, Alastair Reid, 
Dick Cavett, Alberto Coffa, Kenneth Brechner & Jaime Alazraki






8/8/16

Jorge Luis Borges: Entrevista con Mario Mactas [10 de septiembre de 1970]








Pasó junto al afilador que soplaba la flauta en México y Perú, rozó las paredes con el bastón, se detuvo un instante para que el sol lamiera la cabeza blanca y aspiró el aire de la mañana mientras dos palomas se perseguían sobre los adoquines. Al lado de un semáforo los minutos se llenaban de bocinas. Unos cuantos chicos pasaron corriendo a su lado, lo rozaron, le pidieron disculpas. Sonrió y acarició el vacío: los chicos alcanzaban la esquina, Borges estaba solo. Como protegido por una burbuja fabricada con su pensamiento, sus sueños, su miedo a tropezar con una piedra o con un hombre llegó Jorge Luis Borges a la Biblioteca Nacional a las diez, como todos los días. "Buen día, don Borges", dijo el que pintaba las columnas. "Buenos días", susurró la garganta de Borges. Los pies lo condujeron hacia la escalera. El bastón tocó el primer peldaño. "Suban —dijo—, suban conmigo." Mientras subía quizá la memoria de Borges reinventaba el juego del regreso. Tal vez se haya detenido caprichosamente en 1949:
Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos) / hay alguno que ya nunca abriré. / Este verano cumpliré cincuenta años; / la muerte me desgasta, incesante.
—En general creo que se habla demasiado de Borges. Es una cosa que no entiendo. Hay tantos escritores argentinos que me parecen superiores a mí... Silvina Ocampo, Mujica Láinez, Mallea, Bioy. Y les estoy hablando de los vivos. Si le hablase de los muertos, la lista sería interminable.
Se había sentado frente a una ventana Borges, con la chimenea a su espalda y la luz en la cara señalándole los valles, los ríos secos. En los estantes esperaban las manos y los ojos de la gente ochocientos mil volúmenes. Él hablaba clavando en las cortinas una pupila verde y otra celeste, más grande. Sorprendido porque hablábamos de Borges.
—A veces no me creen, pero a mí no me gusta lo que escribo. Sí, claro, seguramente entre tantas páginas habrá algunas más o menos valiosas, nada más. ¿El premio? Me avisó el embajador de Brasil y pensé que se trataba de una broma de algún amigo. Cuando entendí que era cierto me sentí abrumado, lleno de gratitud. Veinticinco mil dólares, eso es, sí. Pero estoy seguro que los que me lo adjudicaron —y no sé cómo decirlo sin ingratitud— se equivocaron. Como se equivocarían los probables y posibles miembros de la Academia sueca si me dieran el Nobel. ¿No creen?
Temblaron suavemente los labios de Borges y luego sonrieron. El sol entibiaba las maderas y los libros, y las palomas brillaban ahora en el balcón.
"Hay algunas cosas que no me disgustan", dijo. "En mi último libro, El informe de Brodie, hay un cuento —'La intrusa'— que no me parece malo, y otro narrado por un compadrito que tampoco me parece desechable. ¿Los compadritos? Ellos vinieron a mi vida y a mi obra con los malevos y los arrabales un poco por curiosidad, y otro poco porque en la religión que ellos habían construido —la del coraje— yo encontraba cosas que le faltaban a mis días. Usted sabe: el arrojo físico, la valentía, todo eso. En esa especie de nostalgia también tenían que ver mis antepasados militares".
De calles que repiten los pretéritos nombres / de mi sangre: Laprida, Cabrera, Soler, Suárez. .. / Nombres en que retumban (ya secretas) las dianas / las repúblicas, los caballos y las mañanas, / las felices victorias / las muertes militares.
—¿Sigue sintiendo esa nostalgia?
—No, ya no. Ahora sé que cuando escribí: "Vida y muerte le han faltado a mi vida" estaba totalmente equivocado. En aquel tiempo, claro, mi vida me parecía pobre comparada, por ejemplo, con la de aquel bisabuelo mío que había comandado una carga de caballería en la batalla de Junín. Actualmente no pienso eso. Ahora creo que la vida de un hombre de acción no puede tener tanto interés como la vida de un hombre sedentario que piensa sobre ella. He ido llegando a esa conclusión. Estoy seguro que la vida de Homero fue mucho más rica que la de Ulises o la de Aquiles, porque aquéllos hicieron las cosas y Homero las recreó y seguramente les dio grandeza y belleza. De modo que cuando yo escribí eso estaba en un error. La vida no puede faltarle a nadie, porque ¿qué otra cosa tenemos sino la vida? En cuanto a la muerte, estuve cerca de ella en varias oportunidades y todo fue desagradable pero no muy interesante. Ni siquiera me interesó pensar que podía ocurrir después. Si hay otra vida —pensé— lo sabré, sabré qué sucedió. Si no la hay, bueno, habré sido aniquilado.
—¿Hay otra vida? ¿Usted qué piensa?
Se pasó la mano por el pelo, recorrió con los dedos una cicatriz que le divide la cabeza en hemisferios, oprimió un pañuelo sobre el ojo de la pupila verde.
—Yo espero que no. No querría otra vida. Pero si la hubiera preferiría no recordar quién he sido. Siempre me sorprendió ese deseo que tenía Miguel de Unamuno de seguir siendo Miguel de Unamuno. Probablemente porque ser Miguel de Unamuno es algo importante. Pero yo no desearía seguir siendo quien soy. En todo caso, me gustaría olvidar. Eso no quiere decir que no haya habido momentos muy gratos en mi vida. Momentos de dicha entrecruzándose con momentos de desdicha a tal punto que es difícil distinguirlos. En mi juventud, sobre todo. La veo como algo muy lejano, como algo ajeno que ni siquiera tiene el interés de lo ajeno.
—¿Cómo fue su juventud? El afilador de la esquina hizo sonar la flauta una vez más. Borges aclaró su garganta y pareció de pronto más endeble, más solo, desamparado en el trabajo de la evocación.
—Mire: yo perseguía la desdicha, como todos los jóvenes, y padecía de un exceso de literatura. Llegaba a creer que yo era el príncipe Hamlet o Raskolnikov, dentro de mis módicas posibilidades. Pero a pesar de eso me sentía feliz muchas veces. Claro que a fuerza de cultivarla se consigue la desdicha. En mis primeros poemas hablo mucho de atardeceres, de puestas de sol, de soledad. En cambio hoy puedo sentirme solo sin que me duela.
—¿Se siente solo ahora?
—No. Este no es un período de soledad. Es un periodo de trabajo y amistades. Me siento querido por la gente, noto que tiene una actitud generosa hacia mí. Tal vez por algún raro mecanismo sepan que estoy superando una crisis a través del trabajo intenso.
—¿Se refiere a la crisis de su matrimonio?
—Me refiero a esa crisis, sí. Aunque no quisiera que se hablara de eso. Es algo muy delicado, muy íntimo. Se produjo después de tres años y cuesta un poco retomar los caminos anteriores. Usted ya sabe: cuando uno se casa tiene la intención o la ilusión de que sea algo definitivo. Yo no fui una excepción. Pero a medida que pasó el tiempo advertí que había una completa incompatibilidad entre mi mujer y yo, y resolvimos separarnos. Fue un acuerdo amistoso y no quisiera que de estas palabras surgiera algo malo para ella. Ya todo está en manos de los abogados.
La mano derecha se había vuelto blanca, porque apretaba el bastón. Sacó un reloj del bolsillo, lo acercó a la luz, preguntó la hora. "Creo que voy a trabajar bastante poco esta mañana", dijo.
—La gente es demasiado buena, demasiado generosa con Borges. No lo entiendo.
—¿Cómo lo nota? ¿Cuando se acercan a usted? ¿Cuando lo ayudan a cruzar una calle?
—En eso. Me conmueve que alguien que no me conoce me vea vacilando en una equina y me ayude a cruzar. Me da fuerzas.
—¿Se siente sin fuerzas a veces?
—A veces sí. Aunque también siento que éste es un período muy propicio para mí como escritor. Claro que eso puede ser una ilusión mía y que lo que yo produzca no sea muy bueno. Pero eso no es importante, y aquí puedo repetir la frase de Carlyle. El dijo que "toda obra humana es deleznable, pero su ejecución no lo es". Cuando uno escribe se siente razonablemente feliz, y todo hombre tiene el deber de tratar de ser feliz. Ya se sabe que la felicidad no depende de cosas absolutas, que puede estar hecha de circunstancias. Si a un hombre lo envían a la cárcel para siempre, y un buen día lo cambian de celda, le dan otra mejor, iluminada y más limpia, se sentirá feliz. Es un ejemplo, desde luego. Pero también podría darle el de mí ceguera.
Hay una mueca en la cara de Borges, que ha comenzado a hablar en voz muy baja. Sobre el escritorio un telegrama reitera la invitación a Inglaterra, para recibir su título de doctor honoris causa en Oxford. Las palomas han abandonado ya el balcón.
—Yo perdí al vista en 1955, el año que me designaron director de la biblioteca. Escribí entonces un poema. ¿Cómo era? Ahí, sí: "Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta declaración de la maestría / de Dios, que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche". Me encontré aquí, rodeado de tantos libros, y haciendo un esfuerzo podía apenas leer los títulos, las carátulas. Pero me acostumbré a dictar y a hacer que me lean. Además, en esos días en que comprobé que no podía leer pensé que eso no tenía que ser el fin de algo sino el principio de otra cosa. Y resolví estudiar anglosajón, y ahora estoy estudiando encandinavo antiguo. Si me dedico a pensar que estoy quedándome del todo ciego, eso no puede llevarme a nada bueno. Por otra parte, la ceguera es para mí un lento y gradual crepúsculo. Mi padre fue ciego en la última etapa de su vida, mi abuela fue ciega. Por eso la ceguera no es patética para mí.
Las dos manos oprimieron el bastón, ahora suavemente. Entre los autos y el humo nacía en la calle un partido de fútbol.
—¿Y su infancia, Borges? ¿Cómo fue?
—¿Mi infancia? Recuerdo a mi padre. Era abogado y profesor de psicología en el Colegio de Lenguas Vivas. Ganaba cien pesos por mes y me enseñaba filosofía sin nombrar ningún filósofo. Yo jugaba muy poco. Era mi hermana Norah, la pintora, la que me sugería trepar al molino de casa o explorar los techos. Yo era muy tímido, muy quieto, muy miope. Bastante distinto de mis antepasados. Bastante distinto, por cierto.
Nada o muy poco sé de mis mayores / portugueses, los Borges: vaga gente / que prosigue en mi carne, oscuramente, / sus hábitos, rigores y temores.
—¿Con quién vive?
—Con mi madre. He vuelto a vivir con mi madre. Ella me lee un poco casi todas las noches.
Caminaba la calle Perú muy cautelosamente. El bastón daba la alarma de los pozos y la gente.
—¿Cuántos años tiene?
—Cumplí setenta y uno la semana pasada. Y tengo ganas de escribir. Claro que no es lo mismo dictar que escribir, pero en tantos años me he ido acostumbrando. ¿Sabe algo bastante curioso? Otro director de la Biblioteca Nacional, Mármol, él de Amalia, murió ciego. ¿No es extraño ese parentesco?
—¿No le parece también extraño que un escritor de literatura tan difícil como la suya sea reconocido, saludado en la calle?
—¿Me han saludado?
—Sí. ¿No lo notó?
—Me pareció por un momento. Pero debe ser por estas máquinas fotográficas. Seguramente por eso. ¿Me saludaban? Cuando yo acompañaba a Lugones por la calle nadie lo reconocía. Y era entonces el escritor más importante de la Argentina. Las cosas han ido cambiando. Groussac decía que ser famoso en Sudamérica no significa dejar de ser un desconocido. Pero eso ya no es cierto. Pensándolo bien, recuerdo que ayer me detuvieron dos mujeres para darme la mano.
En la mitad de la cuadra lamentó que Monserrat —"en un tiempo casi la provincia"— estuviera pareciéndose al centro, con apuro, con malos modales.
—¿Mujeres? Hay mujeres en mi obra, sí. Y algunos poemas de amor por aquí y por allá. Me han preocupado mucho las mujeres y me he enamorado muchas veces. Por eso mismo tardé en unirme a una mujer, porque estaba como zarandeado por diversas pasiones, violentas y fugaces. Recién en mi vejez intenté una relación más tranquila y más longeva. No dio buen resultado, pero es necesario sobreponerse. ¿No lo cree?
Volvió a sacar el reloj del bolsillo, volvió a preguntar la hora. "Muy tarde", susurró, y recorrió con el bastón las molduras de una pared. "Me cuesta adivinar su cara. ¿Un bigote negro, tal vez?" En Perú y México alzó la cara, cerró los ojos, dejó que el sol le acariciara de nuevo la cabeza y la inclinó como si el aire en realidad fuera un regazo.






En revista Gente, 10 de septiembre de 1970
Fotos de la entrevista: Gabriel Alvarado
Digitalizacipon Mágicas Ruinas 

7/8/16

Jorge Luis Borges: Aldea (dos textos ultraístas)





Aldea *


Las esquilas reúnen la tristeza dispersa de los crepúsculos. El cielo está vacío.

Lápida de un silencio serio sobre el nihilismo ecuánime de la jornada.

Las fluviales lenguas frescas del viento lamen mis manos y mejillas.

En la barbería el reloj —sexagenario sistemático— sigue jugando al solitario con los minutos.

Ante la hipnosis rectilínea del caserío y curvilínea del camino y los montes, Sureda y yo somos las dos pirámides del pueblo. Culminantes sobre la democracia geométrica y encarrilada.

Apoyadas en la baranda nuestras manos tocan el piano de colores del paisaje.

En la caja del piano está enterrado Wagner. A veces se despierta y canta en la tumba. En la caja del cráneo saltan entonces crímenes crucifixiones golpes de estado pronunciamientos piras fornicios y pluralizados suicidios.

Hasta que nos estruja un flaco silencio sin entorchados ni estandartes.

Los acordes histrionizan las acumuladas angustias.

El aqueducto tiende su espinazo polvoriento de sol.

El trasnochador dejó dos palanganas llenas de sueño.

Los badajos ultiman otra jornada.

Los párpados picotean la madeja de viento y polvo.

El Sol que talaron los leñadores rueda a ras de los campos.

Las noches náufragas han tapado el aljibe.

Aguijoneando nuestro insomnio vuelan aureolas de nerviosos insectos.

Los árboles donde se diluye la fiebre del farol son árboles de teatro.

Durante la misa un perro menea la cola.

Incensario cuyo optimismo biológico asciende —único— a esa altitud azul donde reposa Dios
y cantan los pajaritos.



En Ultra, Madrid, Año 1, N° 2, 10 de febrero de 1921.


* "Yo acabo de corregir una prosa ultraísta que escribí en Valldemosa y que se titula 'Aldea'. ¿Qué titulo más ñoño, eh?". (Carta a Jacobo Sureda.) En esta carta Borges le envía la traducción del poema "Madurez", de Whilhelm Klemm. También escribe a Abramowicz: "He recibido el segundo número de Ultra; está muy bien. Publico allí una prosa titulada "Aldea": serie de anotaciones visuales o disparatadamente idiotas..."



Aldea

El poniente de pie como un Arcángel
tiranizó el sendero
La soledad repleta como un sueño
          se ha remansado al derredor del pueblo
Las esquilas recogen la tristeza
dispersa de las tardes.          La luna nueva
es una vocecita bajo el cielo
              Según va anocheciendo
              vuelve a ser campo el pueblo.



En  Prisma Buenos Aires, N° 1, nov.-dic. 1921.
El número 1 de Prisma fue ilustrado por Norah Borges. Contiene "Caminos" dej. Rivas Panedas, "Naufragio" de Adriano del Valle, "El tren" de Eduardo González Lanuza, "Risa" y "Éxtasis" de Pedro Garfias, "Puerto" de Guillermo Juan, "Sol" de Isaac del Vando Villar y "Angustia" de Jacobo Sureda. 
"Prisma, fundada en 1921 y con una vida de dos números, fue la primera de las revistas que edité. Nuestro pequeño grupo ultraísta estaba ansioso por poseer una revista propia, pero una verdadera revista era algo que estaba más allá de nuestros medios. Noté cómo se colocaban anuncios en las paredes de la calle, y se me ocurrió la idea de que podríamos imprimir también una 'revista mural', que nosotros mismos pegaríamos sobre las paredes de los edificios, en diferentes partes de la ciudad. Cada edición era una sola hoja grande y contenía un manifiesto y unos seis u ocho poemas breves y lacónicos, impresos con mucho blanco en derredor y con un grabado hecho por mi hermana. Salíamos de noche - González Lanuza, Pinero, mi primo y yo- armados de tarros de goma y de brochas que aportaba mi madre y caminando a lo largo de millas, los pegábamos en las calles Santa Fé, Callao, Entre Ríos y México". (Autobiografía, en Monegal, 1987, págs. 152 y 153.)

Y además en: Ultra, Madrid, Año 2, N° 21, 1 de enero de 1922.

Fervor de Buenos Aires, 1923. Es la primera estrofa del poema "Campos atardecidos", publicada con variantes.



Ambos poemas antologados en Textos recobrados 1919-1929 (1997)
Buenos Aires, Sudamericana, 2011





Imágenes: Pensión americana donde vivió Borges 
en Puerta del Sol (Madrid), 1920
Fotos para este blog de Miguel Ruibal 2016
Sus sitios: Blog FB TW G+ Galería


6/8/16

Jorge Luis Borges: Una llave en Salónica






Abarbanel, Farías o Pinedo,
arrojados de España por impía
persecución, conservan todavía
la llave de una casa de Toledo.

Libres ahora de esperanza y miedo,
miran la llave al declinar el día;
en el bronce hay ayeres, lejanía,
cansado brillo y sufrimiento quedo.

Hoy que su puerta es polvo, el instrumento
es cifra de la diáspora y del viento,
afín a esa otra llave del santuario


que alguien lanzó al azul, cuando el romano
acometió con fuego temerario,
y que en el cielo recibió una mano.

En El otro, el mismo (1964)
Foto: Borges en San Fernando, mayo de 1985

5/8/16

Marcelo Longobardi entrevista a Borges y a María Kodama en 1985






Introducción 

Supimos, entonces, que debíamos visitar a Borges y que era necesario, además, que estuviera presente María Kodama; ella podía agregar no sólo erudición y refinamiento; podía sumar, además, una idea rica y paradójica del Japón, uno de los temas del mundo futuro. No hemos pretendido –a pesar de cierta insistencia, que el lector observará en el curso del reportaje– que Borges nos hable sobre computadoras. Y, sin embargo, nos gusta, en ocasiones, imaginar que Borges es una metáfora posible de la computadora, una computadora muy cálida; bondadosa pero intransigente, que nos informa sobre la historia del pensamiento universal y a la que no siempre consultamos, dado que nos ocupa demasiado la pasión argentina por lo pequeño, nuestra consecuente práctica de la retórica gauchesca. Tanto Borges como María Kodama se revelan en este interview como dos espíritus modernos, dos modernos que no olvidan la continuidad indisoluble de la Historia y que nos advierten que las buenas noticias del mundo futuro pueden haber sido soñadas hace miles de años por otros hombres. Es muy poco lo que hay que agregar sobre Borges; sólo –ya que esto no se ha dicho demasiado– una referencia breve a su compromiso con el mundo y con la vida. Y nos parece que, en ocasiones, se olvida que Borges –como lo fue otro director de la Biblioteca Nacional, Paul Groussac– es un hombre muy preocupado por su país, diversamente admirable como individualista (o, lo que es lo mismo, adversario del Estado), como enemigo de la superstición, como internacionalista, como hombre de la razón y de las ideas positivas y, también, como valiente rival del nacionalismo que, tantas veces, ha practicado el atropello en la Argentina. De María Kodama, nos queda su inteligencia, su gracia inefable, su fascinante imaginación y su alegre optimismo; también, la pena de enterarnos que, dentro de no mucho tiempo, María se irá a Japón. Bueno, ahora, el reportaje y, para terminar, una impresión que compartimos quienes lo realizamos: la frescura, la alegría de asistir en la casa de la calle Maipú a aquello que es humano y que, también, es milagroso. Aquello que el mundo futuro nos regalará cuando logremos, al fin, liberarnos de la rutina, del trabajo mecánico, de los pasaportes y de las distancias a las que la nueva comunicación transformará, dentro de poco, es una simple anécdota.


Nuestro tema es el futuro. Y, sin embargo, querría que empezáramos con sus impresiones sobre el Japón. 

JLB: Cuando fui por primera vez al Japón, recordé el título de un libro de un amigo mío, Henri Michaux: Un barbare en Asie. Aquel título no era una boutade de Michaux, sino que era cierto. 
En Japón, sentí que yo, un hombre occidental, más o menos civilizado (bueno) era un bárbaro en un país mucho más complejo. Yo sentí eso pero no lo sentí como algo ingrato. Al contrario, pensé: qué suerte que haya en el mundo países más avanzados. Luego, cuando intenté el estudio del japonés, observé que el japonés es, a nuestras lenguas occidentales –por lo menos, a las que yo conozco– lo que nuestras lenguas son (digamos) al guaraní o al quechua. 
Tuve una sensación de extraordinaria complejidad y, al mismo tiempo, de extraordinaria cortesía; esta cortesía me pareció que era una producción artística del Japón; allí, el interlocutor, siempre, tiene razón. Vea, en una discusión común, polémica, la idea de tantos bandos como interlocutores les parece, a los japoneses, una idea del todo ajena. 
En cuanto al idioma, creo que basta con este sencillo ejemplo: en todas las lenguas que yo conozco –cuando perdí la vista, estudiamos con María Kodama el anglosajón, un idioma medieval más sencillo que los actuales; luego, el islandés; en fin–, se cuenta: uno, dos, tres, cuatro, cinco; one, two, three, four, five; pero no se sabe qué se está contando. Usted, puede estar contando ángeles, abstracciones, puede estar contando piezas de ajedrez; siempre, la palabra es la misma. En cambio en Japón hay… Creo que son nueve los sistemas para contar, ¿no? (Aquí, Borges interroga a María Kodama)

MK: Sí, creo que son nueve o 10 sistemas. 

JLB: Estos nueve o 10 sistemas varían según lo que se cuenta. Uno de ellos –es curioso– se aplica a las cosas largas y cilíndricas, como este bastón (Borges nos entrega, por un instante, su bastón irlandés). Se aplica, también, a flechas, a lápices, a tacos de billar. Si usted usa una palabra en ese sistema, el oyente o el lector ya sabe lo que vendrá después y, al mismo tiempo, para que todo sea más complejo, las palabras cambian según la cifra (Borges sonríe). Para contar, se usa ICHI-NI-SAN-SHI-GO; pero sólo para operaciones matemáticas, para sumar, restar, multiplicar, dividir, elevar a potencias o lo que fuere. Pero, si usted usa esas palabras para medir el tiempo, pueden ser distintas. Por ejemplo, minuto es PUR, entonces, yo referiría que el minuto es ICHI-PUR pero no es así, es IPUR. Ahora, dos sigue siendo igual: NI, pero la palabra cambia, es FUN. Tres, también, es igual, es SAN; pero la palabra, los sonidos, cambian porque vuelve a ser la palabra que se usa para uno. Y, luego, el concepto de la poesía. Por ejemplo: nuestra poesía es, ante todo, auditiva aunque tiene, desde luego, el elemento del ambiente de las palabras, las connotaciones; pero, en el Japón, se toman en cuenta los ideogramas –se llaman calles– y se entiende que un poema debe ser grato, no sólo al oído sino, también, a la vista, ya que hay ciertas calles que quedan muy mal al lado de otras. Estas combinaciones equívocas vendrían a ser algo similar a las cacofonías; aunque (bueno) no serían fonías sino visuales. Y, cuando supe esto, entendí porque he leído diversas traducciones de textos japoneses o chinos, hechas por buenos japonólogos o… ¿cómo se llaman? (Borges se dirige a María Kodama

MK: Sinólogos. 

JLB:- Sí, sinólogos; tan distintas del original. Y es porque cada palabra está afectada –en el japonés– por las que rodean y es capaz, además, de contener muchos matices. Esos matices, posiblemente, sean inaccesibles a nuestras lenguas occidentales, de modo que dos traducciones de un mismo poema bien pueden parecer las traducciones de dos poemas distintos. Como verá, tuve en Japón la impresión de un mundo muy complejo y además (bueno) de un país que ha logrado una extraordinaria eficiencia. Fíjese, el Japón era un país feudal de hecho, regido por los militares. Dada esta circunstancia, el hecho de haber perdido la guerra fue terrible; sobre todo, por las circunstancias en que se dio. 

¿Ustedes recordarán la bomba de Hiroshima? 

Sí, por supuesto. 

JLB: Fue terrible; y, sin embargo, el resultado final ha sido benéfico, ya que, ahora, les va muy bien. En cierta ocasión, un japonés me dijo que, gracias a la derrota, no están regidos por militares y son un gran país industrial. Los japoneses acaban de aprender la técnica occidental y, ahora, en Inglaterra, los Estados Unidos, Alemania o donde fuere, están muy alarmados por los progresos que ellos han obtenido. En Japón, se fabrican mejores computadoras, mejores microscopios, mejores instrumentos clínicos, todo eso se hace mejor en Japón y, además, se lo hace con una gran ganancia: el sentido estético del cual, en general, los occidentales carecemos. 

Usted ha hablado largamente acerca de la complejidad del idioma japonés y, sin embargo, fueron los japoneses quienes primero y mejor se familiarizaron con el lenguaje de las computadoras. ¿Le parece que hay una estructura mental en la sociedad japonesa que le permitió relacionarse mejor que otros pueblos con la informática? 

JLB: Si yo supiera algo sobre las computadoras, podría contestarle. 

Bueno, pero usted escribió un cuento donde 10 era 12 (Tlön, Uqbar, Orbis Tertius); para las computadoras, 10 es 2. 

JLB: Bueno (risas), eso es una casualidad. Lo importante es que los japoneses, sin perder su cultura oriental que, ciertamente, no la han perdido y prosigue, han logrado todo eso. Miren el caso de Mishima, que quiso demostrar que esa cultura persistía y dio una prueba asaz convincente con el suicidio ritual. Claro, no sé qué influencia ejercerá Japón en los pueblos chinos, a los que conozco mucho, (bueno) a través de mis lecturas, jamás estuve allí. Pero creo que la influencia de Oriente sobre Occidente va a ser benéfica y, además, otra cosa: la tolerancia. Como ustedes saben, hay dos religiones en el Japón, las enseñanzas del Buda que ellos llaman Hotoke y una religión mas primitiva, una suerte de panteísmo con 8 millones de divinidades errantes. 

¿8 millones? 

JLB: Sí; creo que son 8 millones de divinidades. Pues bien, el emperador profesa esas dos religiones y, en general, se entiende que el hecho de convertirse a una religión no significa desconvertirse de otra; se entiende que todas las religiones vienen a ser facetas de una misma verdad. Y creo que hay un libro de Huxley sobre eso, en él se afirma que todos los místicos de todas las religiones están de acuerdo. Me parece haber leído que, hace tiempo, hubo una suerte de polémica entre misioneros anglicanos, misioneros católicos y misioneros evangelistas luteranos sobre los conversos que cada uno de estos cultos había hecho y, luego, cuando se investigó un poco el asunto, se supo que todos los conversos eran los mismos; se habían convertido a esas diversas creencias cristianas sin dejar de ser, por lo demás, budistas o hinduistas. Bueno, he vuelto con la mejor impresión de Japón. Una cosa que ustedes habrán observado es que, aquí –y esto confirma lo que digo acerca de su sentido estético–, los japoneses son tintoreros, horticultores, jardineros; es decir, todos oficios relacionados con la forma y con el color. Yo debo haber ido a Japón a causa del azar, aunque no sé si existen azares. 
Fíjese, María Kodama enseña castellano a diplomáticos y ejecutivos japoneses; en cierta ocasión, fuimos a despedir a uno de esos señores a Ezeiza. El avión, como siempre, se demoró y tuvimos que esperar una hora y pico, entonces, tomamos café y este señor me preguntó si no me interesaría conocer el Japón; yo le contesté que no estaba completamente loco; –por supuesto que sí–. Yo ya había leído mucho acerca del Japón y me interesaba Buda –budismo no se usa; creo que se dice la doctrina del Buda, o algo así–. Volviendo a la conversación del aeropuerto, yo pensé en aquel momento: este señor habrá dicho esto para llenar un hueco en el diálogo y no va a pasar nada; pero, al cabo de unos meses tuvimos una invitación para visitar el Japón. Nuestro viaje se hizo –un poco– en función de un libro que yo había escrito con Alicia Jurado para Ramón Columba y que, curiosamente, fue vertido al japonés. Tuvimos ocasión de estar con monjes shintuistas, con budistas, con monjas y de ver las grandes imágenes del Buda en Nara y en Kamkura; visitamos templos, jardines, ríos, ciudades y no nos pidieron nada fuera de una... Esa reunión con periodistas –¿cómo se llama?–. 

MK: Una entrevista de prensa, sí, dimos una entrevista de prensa. 

JLB: Sí, creo que con 10 periodistas. Se turnaban para preguntar y uno de ellos dijo: “Yo quiero hacerle una pregunta a ‘Boruges San’”, y claro, Borges soy yo pero ellos no pueden pronunciar dos consonantes seguidas (risas). Creo que, en guaraní, pasa lo mismo porque dicen Curuzú-Cuatiá, que es cruz de papel, y los indios decían curuzú porque no podían decir cruz. Los japoneses, curiosamente, no pueden pronunciar la ele, al revés de los chinos. 

Entonces su nombre era… 

JLB: “Joruge Ruis Boruges San”; San es señor, señora o señorita y viene después del nombre, como un sufijo. Espero volver al Japón y proseguir instruyéndome, aunque, a mi edad... 

¿Cuándo fue su último viaje? 

JLB: María sabe las fechas. 

MK: El segundo viaje lo hicimos hace un año y medio… 

JLB: Recuerdo que yo recorría una calle y escuchaba una palabra, un sonido que se repetía periódicamente; periódicamente, pero jamás gritado. Pregunté, entonces, qué era eso y me dijeron que era una manifestación que pedía algo. Si no me lo hubiera dicho, no me habría dado cuenta –por su delicadeza– del sentido de aquella manifestación. Y, desde luego, no había policías, no había corridas, ninguna agitación; todo se hacía con calma en aquel mundo distinto, complejo y, ahora, también más adelantados, desde el punto de vista industrial. Le han prohibido a los japoneses el uso de las armas; muy bien, entonces, ha sido el desarrollo del karate, ya que se dieron cuenta que el cuerpo humano es un arma también (risas). Creo que, aquí, en la Argentina, hay 100.000 japoneses pero, en Brasil –claro, es un país de un territorio casi infinito– hay cerca de un millón. Y es una buena inmigración, además. 

Usted habrá oído hablar de la era de la información, de lo que los japoneses nos van dar a dentro de unos años: robots, biotecnología, computadoras de quinta generación. ¿Cómo se imagina el mundo y la vida dentro de 30 o 40 años? 

JLB:- Bueno, parece que hay un restaurant en Kioto, o en Tokio, que está servido por robots. A mí, me daría un poco de miedo. Pero, a los chicos, parece que no, que les encanta la idea de ser servidos por los muñecos mecánicos. Va a cambiar todo. 

Una idea que surge de la creación de los robots y de la inteligencia artificial es que el trabajo del hombre podrá ser, al fin, menos rutinario. 

JLB: Sí, ya decía Aristóteles que, mientras los arados no araran por su cuenta, iban a ser necesarios los esclavos. En cambio, ahora, si hay máquinas que se encargaran de lo más rudimentario, de lo más físico, va haber más tiempo para escribir haikus o para tejer filosofías. 

Queremos preguntarle algo a María: usted, teniendo el Japón en su sangre... 

JLB: Claro, el padre era japonés; yo –que yo sepa– no tengo antepasados japoneses. 

No, no, no... 

JLB: Al menos, en lo que conozco de mi árbol genealógico, aunque ¿quién sabe; por qué no un antepasado japonés? –Sí–. 

Ahora, le hacemos una pregunta a María. ¿Por qué cree usted que los japoneses han logrado semejante desarrollo después de todo lo que les pasó... 

JLB: Es que lo han logrado un poco a causa de lo que les pasó. Quiero decir que lo que antes parecía terrible, ahora, puede ser un beneficio; una derrota militar puede ser benéfica. 

Bueno; pero la saga de Malvinas, para nosotros, no lo fue. Aunque, mejor, hablemos de eso. 

JLB: Una derrotista... 

Regresando: ¿por qué los japoneses sí y nosotros, no, María; es un problema cultural, ideológico o qué? 

MK: Yo pienso que sí, hay un problema cultural... 

JLB: Y moral. 

MK: Sí, claro. Yo sentí algo muy fuerte, casi increíble. En la víspera de aquel viaje, fuimos con Borges a la casa de unos amigos, que nos invitaron para despedirnos. Luego del almuerzo, sentada frente a una ventana, vi a un grupo de obreros que trabajaban en un edificio en construcción. No parecían tener ningún apuro ni estar demasiado concentrados en su trabajo y, de tanto en tanto, le decían cosas a las chicas que pasaban. Al día siguiente, volamos a Tokio. En el aeropuerto, tomamos un taxímetro para ir al hotel. Al bajar del auto, vi a un hombre con un casco. Todavía, recuerdo la tensión que había en su cuello y en sus hombros, sobre todo, en su cuello. Miren, era tal la energía, el grado de concentración, que aún no lo he olvidado. Su expresión me recordó a la de un médico operando. Y, sin embargo, aquel hombre era un obrero, un capataz que dirigía a una cuadrilla de trabajadores que colocaban unos listones de madera para levantar un puente. Aquella extraordinaria concentración y responsabilidad fue la primera actitud que observé en un japonés; la dejadez de los trabajadores del edificio, lo último que vi en la Argentina antes de partir. Pero, en fin, soy optimista; siempre, lo he sido. Y, como creo en el instinto vital, que es, para mí, el más poderoso de todos los instintos, estoy segura de que, un día, vamos a reaccionar y, entonces, todos (he dado un ejemplo en el que aparecen obreros pero, aquí, la desidia es general) vamos a asumir, de una buena vez, la responsabilidad. 

Entonces... su optimismo se funda en las reacciones de los hombres ante situaciones límite. 

MK: De algún modo. Fíjese, en Japón, no se habla, como aquí, del amor; se habla de responsabilidad ante el otro. Nosotros nos referimos al amor de un modo enfático, a cada rato discurrimos acerca del afecto o de la pasión. Esto no sucede allí. Para los japoneses, la responsabilidad es la forma más alta del amor. Y, como la idea de responsabilidad no puede prestarse a confusiones, las cosas andan bien.

JLB: Y, además, hay un sentido de la comunidad que no hay aquí. 

MK: Les cuento una cosa que me impresionó. Mientras que, en todas partes de Europa, todavía, se oyen lamentaciones por la guerra, cuando le pregunté a un japonés sobre ese tema, él, imperturbable, me respondió: “Nos hizo bien la guerra, nos hizo mucho bien”. No es fácil explicarlo… 

JLB: Es que, aquí, no aceptamos los fracasos, María. Y la pobreza (bueno) no se admite, se escamotea, se especula. En cambio, ellos aceptan la realidad y tratan de que sea benéfica. Aquí, se dice: “No, todo anda bien”. 

MK: Ellos saben que el fracaso no importa si, de ese fracaso, se aprende. Lo importante es el aprendizaje. 

JLB: Pero va a ser necesario admitir. 

MK: Claro, y ver qué cosas se pueden obtener de lo negativo para avanzar. Usted conjetura –en fin, esto es más futurología que otra cosa...–. 

JLB: Bueno, la futorología tiene la ventaja de que puede ser lo que querramos nosotros. 

La podemos inventar ahora. 

JLB: El futuro es tan plástico. 

Les quiero preguntar a ustedes no sólo cómo se imaginan que será el futuro sino, además, cómo querrían que sea y de qué manera piensan va a influir el Japón en todo esto. 

JLB: Su influencia va a ser benéfica –¿no le parece, María?–; ¿en qué sentido podría ser maléfica? 

MK: A mí, me parece que el mundo futuro va a ser fascinante; además, yo estoy por el futuro... 

JLB: Yo no puedo estar por el mundo futuro porque yo no tengo futuro. En cualquier momento... 

Bueno, Borges… 

JLB:- Y, 86 años es un abuso, desde luego. Sin embargo, yo me siento joven. 

No nos cabe duda. 

MK: Muchas veces, yo hablo de eso con Borges. Es que yo lo siento joven y con mucho impulso y con muchas cosas para el futuro. 

JLB: Como decía Almafuerte: “Todos los incurables tienen cura cinco minutos antes de su muerte”. 

MK: Pero, ¡qué suerte! Cinco minutos antes y no cinco minutos después de la muerte. 

Nuestra pregunta iba a esto: ustedes son personas de la cultura... 

JLB: Bueno, yo trato de serlo; a pesar de haber escrito libros, trato de ser un hombre culto. 

Quizá, la gente tenga la idea de que una persona rodeada de libros, bibliotecas, en fin, diversas manifestaciones de la sabiduría universal, tienen muy poco que ver con los robots, las computadoras y la biotecnología. 

JLB: Sí, pero esas invenciones han sido hechas por personas que estudiaron mucho, no son, ciertamente, obra del azar, no son obra de gente ruda, al contrario. Por ejemplo, la diferencia máxima entre el descubrimiento de la Luna y el descubrimiento de América es que el de América tenía que suceder; una vez que hay embarcaciones, es natural que se descubra América. Pero el descubrimiento de la Luna no, fue una gran empresa intelectual. Armstrong y los otros son piezas de un mecanismo más interesante que ellos; desde luego, ya que no se trata, simplemente, de valentía. Por eso, digo que el descubrimiento de la Luna fue una gran empresa intelectual. Unos días después de la llegada del hombre a la Luna, vino a verme un señor ruso que era agregado cultural de la embajada soviética y me dijo: “Ha sido la noche más feliz de mi vida”. Él se olvidó, en ese momento, del hecho de que los ejecutores que lograron aquello fueron americanos y no rusos. No le importó eso. Ojalá, prosigan esos descubrimientos, pues alegran al mundo entero. 

Y, para usted, María, ¿cómo se relaciona el saber universal con el futuro? 

MK: No hace mucho, fuimos a Texas con Borges. Allí, un grupo de intelectuales norteamericanos me dijo que, para ellos, Borges representa el respeto y la recuperación permanente del pasado, de la cultura universal. Y esto impresionaba a aquellos norteamericanos, sobre todo, porque Borges es un contemporáneo, un hombre que vive en una sociedad donde todo es descartable. Una sociedad –ustedes lo habrán observado– que tira y olvida demasiadas cosas. En Japón –como decíamos antes–, el respeto por el pasado es una actitud de toda la comunidad. Y no es raro que semejante progreso tecnológico se haya producido en un país que rinde culto al respeto, a la responsabilidad. Una postura respetuosa ante el otro es (digamos) una de las formas del autorrespeto. Fíjese: si usted observa los mandamientos, encontrará la misma idea: ama tu prójimo como a tí mismo. Y esto significa (sospecho) que, si no te amas, jamás podrás amar a nadie. En Texas, aquellos escritores habían recibido de Borges una dimensión diferente, racional, del amor. Estaban entusiasmados. Me contaban que incorporaban muchas de las cosas de Borges en su estilo literario. Quizá, dentro de 30 o 40 años, alguno de ellos alcance su calidad; si no, lo mismo, su trabajo habrá colaborado, de alguna manera, a que aparezca –quién sabe dónde– otro Borges. Cuando alguien me dice cosas como esta, pienso en la llama olímpica de los griegos. Lo importante es que el fuego no se extinga. 

Borges, usted habrá observado –y esto se relaciona con lo que, antes, usted dijo sobre la Luna– que el cuerpo del conocimiento resulta, cada vez, más indivisible. 

JLB: Yo lo comparo con lo que dice Spencer (Herbert), quien propone pensar en una esfera, esa esfera crece continuamente: es el conocimiento humano. Pero, como crece en un espacio infinito, es un punto, siempre. Entonces, siempre lo desconocido será mucho más que la pequeña esfera pensada por Spencer. 

Y la relación entre lo que sabemos y no sabemos –aun, sabiendo mucho– no varía. 

JLB: No, no. Por más que sepamos mucho, siempre, nos queda ese gran capital: la ignorancia. Y la metáfora de Spencer me parece linda, ¿no? Una esfera creciente en el espacio infinito. 

Perdón, señor Sábato, eh... digo, Borges (risas)... 

JLB: No, caramba, no me asciendan; Sábato a mí, yo no soy para tanto. 

Bueno, era un chiste nomás. Ahora bien, su referencia a Spencer nos hace pensar en otro tema... 

JLB: Y, desde luego que sí. Claro; porque Spencer publicó aquel libro que se ha olvidado: “The man versus the State; el hombre contra el Estado”. El Estado, cada vez, nos molesta más, ¿no cree? Cuando mi familia fue a Europa, tenía 15 años; fue en 1914 pero antes del mes de agosto. Tomamos un vapor alemán, que iba de Buenos Aires a Bremenhaven y, en aquel tiempo, no se habían inventado los pasaportes, se viajaba sin pasaporte, se pasaba de un país a otro como de una habitación a otra, era espléndido. En cambio, hoy, usted no puede salir a la calle sin su cédula, puede ir preso; y, cada día, el Estado se entromete más en todo. 

Esto es un tema interesante; usted supone que, en el mundo del futuro, el Estado va a seguir avanzando o, en cambio... 

JLB: No, no; yo creo que no. Y, por lo pronto, yo aspiro a que desaparezcan las fronteras que llevan (bueno), hemos tenido una experiencia muy cercana y muy melancólica. Posiblemente, se cumpla el antiguo sueño de los estoicos, que cada hombre sea ciudadano del mundo, cosmopolita. Ya, con eso, se habrá adelantado mucho; pero hay que resolver, también, tantos problemas de orden económico; sobre todo, la tan despareja distribución de los bienes espirituales y materiales, que es terrible ahora. 

¿No le parece que un sistema regido por un orden mundial y no “nacional-regional” sería más totalitario? 

JLB: No, yo creo que no. Es que no puede serlo, salvo que el descubrimiento de la Luna, por ejemplo, haya sido una conquista militar. Pero no hay nada de eso, al contrario, fue una empresa en la que no intervino para nada el odio, realmente benéfico. Y, además nos quedan tantas cosas (bueno), nos queda Marte, qué sé yo, todo lo que descubrió Wells (Herbert George). Curiosamente –no sé si ustedes lo saben–, parece que Julio Verne estaba muy indignado por las audacias de Wells y dijo: “Un invento”. Y, luego, Wells le contestó que, precisamente, ésa era la virtud de sus libros sobre los de Verne; que Verne se había adelantado al futuro pero que él, en cambio, predecía cosas que no iban a ocurrir nunca. Y, sin embargo, Wells se equivocó porque los hombres llegaron a la Luna no tanto tiempo después de su muerte y esto, a él, le parecía imposible, del mismo modo que le parecía imposible una máquina que viajara al pasado, un hombre invisible. Y, quizás, esas cosas pueden ocurrir. Veremos. 

Ya se conjetura la creación de inteligencia artificial; es decir: los científicos creen que, muy pronto, las máquinas podrán inferir por sí mismas, en fin, realizar ese conjunto de procesos que llamamos pensamiento. 

JLB: ¿Ah, sí? 

Bueno, le propongo una idea muy divertida: si las máquinas pueden pensar y –de esto, no cabe duda– adolecen de cuerpo, es razonable aseverar la existencia del alma independiente de nuestro sistema biológico, dado que hay máquinas que, sin cuerpo, piensan. 

JLB:- Eso es verdad, pero no sé si piensan las máquinas. 

Parece que están a punto de hacerlo. 

JLB: Bueno; Groussac dijo –¿de quién dijo?–; ah, sí, de Leopoldo Díaz: “Es joven, es estudioso y está a punto de tener talento” (risas). Con las máquinas, pasa lo mismo: son jóvenes, son estudiosas, pero, todavía, están a punto de tener talento. 

Insistimos en esta pregunta porque, realmente, se refiere al tema sobre el que buscamos claridades. ¿Ustedes están convencidos de que el futuro no va a ser malo ni peor que ahora, que vamos para mejor? 

JLB: Recuerdo aquella frase escéptica de Jorge Manrique: “Porque, a nuestro parecer, cualquier tiempo pasado fue mejor”. Pero la misma frase lo advierte cuando dice “a nuestro parecer”, ya que el pasado estaba hecho del presente y el presente, siempre, es ligeramente incómodo; sobre todo (bueno), el dolor físico, por ejemplo, es una prueba de ello. Yo, ahora, a mi edad, al cabo del día, me he sentido feliz muchas veces. En cambio, cuando era joven, era estudiosamente desdichado, quería ser Raskolnikoff o el príncipe Hamlet o Lord Byron. Antes, yo quería ser desdichado, interesante; ahora, trato de ser sereno y, ser interesante ha dejado de ser una ambición. ¿Por qué debería ser interesante? Si no soy ni actor, ni político. 

María, entonces, usted descarta un futuro que concuerde con las visiones apocalípticas que muchos pregonan... 

MK: Sí, pienso que, gracias a lo que ustedes antes mencionaban –la ingeniería genética, por ejemplo–, vamos a conseguir, dentro de 50 ó 100 años, algo muy casi ideal: el superhombre. Ahora bien, espero que esto sea bien empleado... 

JLB: Contemos, mejor, 50 ó 100 siglos. 

MK: No, Borges, hay cosas francamente increíbles en ingeniería genética. 

JLB: Pero, en política, no hay nada. 

MK: No sé, Borges; pero yo siempre se lo digo: si pudiera elegir empezar ahora, elegiría seguir una carrera científica y no lo que estudié. A mí, me fascinan las disciplinas científicas pero sucede que, en mi casa, siempre hubo un clima que favorecía a lo artístico, lo literario. 

JLB: Yo no sé si ha sido en mi casa así... 

MK: Pero lo otro –la ciencia– me interesa muchísimo; cada logro... 

JLB: ... Ser un mero escritor, en fin... 

MK: Los adelantados de la ciencia me provocan una gran alegría, siento que el hombre cumple con un destino de perfección. Claro, como sugiere Borges, a veces, me pregunto si este progreso sólo se refiere a la producción intelectual o puede extenderse a la ética. No cabe duda de que los científicos trabajan para el bien; sin embargo, me asusta que otros, más simples y más brutales, empleen ese saber para el mal. Al recorrer la Historia, siento alguna inquietud cuando veo los errores repetidos y, entonces, me pregunto si, realmente, es posible un avance moral. ¿Ustedes ven “La aventura del hombre”? 

A veces, pero el último capítulo no... 

MK: Fue lindísimo; –¿saben que las ballenas cantan?–. Bueno, este episodio estaba dedicado a un grupo de hombres que quieren salvar a las ballenas de la depredación. Y así es cómo lo hacen: van con botes –es quijotesco– y se interponen, arriesgando sus vidas, entre los barcos rusos y las ballenas. Sin embargo, los pescadores, en el filme que vi, disparan sus arpones y matan a una ballena hembra. Al ver a la hembra muerta, el macho intentó morder al barco pesquero. En otro momento del filme, se puede ver cómo las ballenas se dejan tocar por los ecologistas, llegan a ser sus amigas, pues saben que ellos quieren hacerles bien. ¿Se dan cuenta? La ballena, para demostrar que sabe quiénes son sus amigos, se deja tocar. Los hombres tenemos, en cambio, la palabra. Pero, claro, es una palabra deformada tras siglos de mal uso. 

JLB: Es cierto. 

MK: Ahora bien, liberado el hombre de las tensiones que lo dispersan, quizá, se pueda permitir un mayor recogimiento... 

Entonces, las nuevas tecnologías pueden contribuir a una revolución ética... 

MK: Sí; de algún modo, la tecnología puede ayudar. De provocarse esta nueva ética, se podría recuperar la energía mágica que hubo en el principio. Creo que sólo la palabra sirve para lanzar al hombre hacia una nueva dimensión, una transformación interior, una suerte de fusión con el todo... 

María, ¿usted cree que ya existió esa unidad? 

MK: Al menos, aparece en todas las mitologías pero –les aclaro– esto que les digo es un delirio completamente libre, un juego. Y, sin embargo, me parece atractiva la idea. ¿Recuerdan la confusión de Babel? Allí, la multiplicación de las lenguas aparece como un castigo, en Babel pierde el acuñado original de la palabra. La confusión de las lenguas es el castigo. Cuando releo el pasaje de la Biblia referido a la Torre de Babel, siempre, observo algo muy peculiar: Dios se apura a destruir la torre. Lo que permite conjeturar –sigo en el delirio, no quiero que mis amigos crean que estoy completamente loca– que la prisa de Dios obedece al temor, acaso, a que los hombres alcancen el Cielo con su ciencia. Entonces, para confundirlos, les quita la matriz original de la palabra que colabora a la universalidad del saber y, por lo tanto, al progreso de la ciencia. Les sugiero que relean esa parte de la Biblia. En fin, la ciencia llegará muy lejos. Estoy segura y es por eso que sueño un futuro maravilloso, un mundo futuro donde –en realidad, ya lo es– la ciencia será la principal fuente de la imaginación y de la fantasía. Acaso, ciertos delirios imaginados por literatos cayeron en las manos de los hombres de ciencia que, hoy, desafían nuestra idea de lo posible. No importa de dónde provienen los sueños, de la literatura o de la ciencia; lo que importa es que el hombre, tarde o temprano, los realice. 

Borges, si usted naciera dentro de 50 años... 

JLB: Pero sería otra persona, no yo. 

... se dedicaría a la robótica, a la biotecnología, a la informática... 

JLB: A lo mejor, para esa fecha, ya hayan desaparecido las disciplinas que ustedes nombran. 

MK: Ahora, yo pienso que las ciencias son, también, una forma de poesía. 

JLB: Claro, pero claro. 

MK: El que imagina, el que logra mediante abstracciones estructurar una proposición científica...

 JLB: Desde luego. 

MK: ...es tan fascinante como el poeta. 

JLB: Claro que, ahora, han inventado el teléfono, que es tan incómodo; y se ha inventado el periodismo (risas), que no deja de ser macabro. No, pero no era por ustedes. 

Ah, bueno. Y, en relación con los oficios: no es improbable que una computadora escriba un endecasílabo aceptablemente bueno. 

JLB: Pero no tendría necesidad de hacerlo. Sería absurdo que lo hiciera. Uno escribe, para (digamos) desahogarse, para expresarse. 

Aun así, supongamos que lo hiciera. 

JLB: Claro, ese puede ser un Tema: un poema escrito por una máquina que se lamenta de ser una máquina o que se alegra de serlo. Puede ser un lindo poema –¿eh?–. Bueno, escríbanlo ustedes porque, si no, voy a escribirlo yo. 

Claro que es un lindo tema. Pero parece que hay algunas cosas que las máquinas no van a poder hacer, al menos, lo inefable... 

JLB: Pero es que no creo que las máquinas quieran hacer ciertas cosas. Esa idea de la retórica me parece absurda. Uno no se sienta a escribir un soneto, un soneto se escribe a través de uno, o a pesar de uno. Somos amanuenses del espíritu; amanuenses bastante haraganes e imperfectos, chambones. 

–¡Epa!– Nosotros no nos sentimos escribientes, haraganes ni chambones. 

JLB: ¡Ah, no! (risas). Como verán, he aprendido algo de la cortesía japonesa; ya estaba yo por decir que ustedes eran instrumentos perfectos; yo, en cambio, un viejo instrumento herrumbrado. 

Si bien la nuestra es una revista que trata los temas diversos de la política y la cultura, nos pareció que era mejor dedicar el número de fines de octubre al futuro, dado que la mayoría de los medios fatigarán páginas y más páginas referidas a las próximas elecciones legislativas –¿y para qué sumarnos?–. 

JLB: Ese es un futuro demasiado modesto. Dentro de unos meses, ya será pasado. 

Eso fue, justamente, lo que nos decidió a entrometernos en el futuro. 

JLB: No creo que pueda esperarse mucho de esas elecciones, ¿no? Aunque sí puede temerse algo. 

¿Qué, por ejemplo? 

JBL: El hecho de perder, yo diría, lo poco que se ha conseguido. En ese sentido –yo no soy radical–, pero creo que hay que aceptar a este gobierno, que es la única posibilidad que tenemos. Sin embargo, no sé si Alicia Moreau de Justo, que acaba de cumplir 100 años, opina como yo. 

Y, como les contábamos, queremos inquirirnos acerca de lo que va a pasar con las revoluciones de la informática y la biogenética. 

JLB:- Y se esperan otras revoluciones; revoluciones de tipo místico, de tipo mágico; que irán mucho más allá de las que ustedes me cuentan. 

Precisamente, hay sociólogos que afirman que esos son los campos donde mejor el individuo puede librar el combate contra el Estado. El culto, aun profesado en secreto, es uno de los ámbitos donde al aparato de gobierno le cuesta más entrometerse. 

JLB: Es cierto; y con la ciencia, con la investigación, sucede lo mismo. 

MK: Y, por eso, posiblemente, la proliferación de tantas sectas... 

JLB: En los Estados Unidos, por ejemplo, hay tantas sectas... 

La gente se siente con más libertad de mudar de religión. Días pasados, un inglés nos contó que, en Gran Bretaña, hay 30.000 nuevos budistas; bueno, que profesan la doctrina del Buda. 

JLB:Y bueno, está muy bien. Además, el budismo no exige mitologías: secta, unas cuantas normas y se acabó, es más sencillo; el cristianismo, en cambio, exige tanta mitología; usted tiene que creer en la Trinidad, tiene que creer en muchas cosas; tiene que creer en castigos, tiene que creer en recompensas. Bueno, todo eso parece bastante difícil. 

¿Usted piensa el mundo futuro con religiones o sin ellas? 

JLB: Yo no soy un hombre religioso aunque trato sí, de ser un hombre ético. 

Pero, ¿usted puede concebir un mundo sin religiones o no? 

JLB: Si pienso en el mundo de mi padre; en mi mundo personal, sí. Pero, no sé si, en general, la gente puede prescindir. En todo caso, creo, esencialmente, en la ética, es un instinto ético.




Entrevista de Marcelo Longobardi a JLB y MK en 1985 
reproducida en Revista Apertura 14 de junio 2016
Foto Ibídem




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