21/7/16

Jorge Luis Borges: Entrevista con Claudio Pérez Míguez en 1982







Cuando cursaba el tercer año de la escuela secundaria, en Don Bosco, partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, con quince años de edad, la profesora de literatura, una española llevada de pequeña a Argentina y muy admiradora de la obra de García Lorca, Josefa Iglesias de Fanelli, pidió como trabajo práctico que eligiéramos a alguien para hacerle una entrevista.
La literatura y la figura de Borges, tan controvertida en la Argentina de aquellos años, ya había llamado mi atención, por lo que tuve la idea de hacerle a él ese reportaje. Ni yo ni mi entorno próximo teníamos contactos literarios, por lo que pensé ver si encontraba su número en la guía telefónica. Buscando por Borges, encontré que estaba, todavía, a nombre de su madre, Leonor Acevedo de Borges, que ya había muerto. Aún recuerdo el número: 42-2801. Inmediatamente llamé, me atendió Fanny Úbeda, la señora que se encargaba de la casa, y me dijo que Borges estaba de viaje.
Como el plazo para la entrega del trabajo transcurría, buscamos a otras personas para cumplir con la tarea, pero cuando faltaban dos días, se me ocurrió intentarlo de nuevo. Me volvió a atender Fanny, y cuando yo esperaba hablar con alguien para explicarle mi idea y que este se lo trasladara a Borges, ella le pasó el teléfono directamente a él, que habiendo escuchado mi propuesta me dijo: "Venga mañana o pasado, 10 o 10 y media". Esa misma noche preparé las preguntas. Se las mostré a mi padre para que me diera su opinión sobre el cuestionario, y me dijo por qué en lugar de tratar de hacer una entrevista imitando a la que le hacían los periodistas, buscando generalmente alguna declaración explosiva que diera un titular, no trataba de encararla desde mi punto de vista, viendo lo que pudiera interesarme a mi edad. Me pareció un buen consejo y traté de reformularlo de esta manera.

Como el trabajo había que presentarlo en equipo, invité a mis compañeros, varios me acompañaron, y por supuesto estuvimos en su casa el día siguiente a las 10. 
Este encuentro me permitió seguir frecuentándolo en su domicilio, llevarlo a dialogar a mi colegio, a mi casa, y un gran número de encuentros que seguramente definieron mi gusto por los libros y lo literario. Pero esto ya es otra cosa, en lo que nos concierne, la entrevista fue realizada en el piso de Borges, en la calle Maipú 994, de Buenos Aires, el 29 de julio de 1982, más de un año antes del retorno de la democracia a Argentina. El resultado es el que transcribimos a continuación, y que se conservó inédito hasta la fecha. "A mí se me hace cuento" que ya han pasado más de tres décadas de ese día y que se cumplan 30 años de su muerte. "El tiempo que los mármoles empaña", cambia muchas cosas y otras no, su palabra sigue iluminándome.
¿Podría contarnos cómo estaba constituida su familia?
Sí. Mi madre era criolla, era católica, pero católica a la manera argentina, es decir, más una cuestión social que teológica. Mi abuela inglesa, era de tradición protestante, predicadores metodistas. Ella sabía de memoria la Biblia. Ud. le recitaba un versículo cualquiera y ella le decía, sí, Libro de Job, capítulo tal, versículo tal y seguía adelante. Entre los protestantes hay mucha gente que conoce de memoria la Biblia. En los hoteles, por ejemplo en Inglaterra, en Escocia y en Nueva York también, siempre en el cajón de la mesa de luz hay una Biblia. Y además las citas bíblicas que serían pedantescas en castellano, son comunes en inglés. La gente continuamente está citando versículos de la Biblia o frases bíblicas, y eso no resulta pedante. En cambio, en los países católicos resultaría forzado. De modo que mi abuela era muy religiosa, metodista.
La familia de mi madre era católica, como dije, a la manera de los países latinos, de un modo superficial. Mi padre era agnóstico, es decir, librepensador, y nos llevábamos todos muy bien, eso jamás provocó una discordia.
Que más puedo decir de mi familia. Mi padre era profesor de Psicología, en el Colegio de Lenguas Vivas, y yo recuerdo exactamente lo que ganaba, él era abogado además, era Secretario Civil. Él tenía que dar dos clases de Psicología por semana en Lenguas Vivas y le pagaban 100 pesos al mes. Cien pesos al mes era dinero entonces, y ahora corresponde más bien a la literatura fantástica. Cien pesos no significan nada. En ese tiempo sí, todo era mucho más barato que ahora. Yo recuerdo que el dólar estaba a 2 pesos con cincuenta centavos. Creo que actualmente ha subido el precio, ¿no? Nuestra moneda es la mas baja del mundo, creo.
Por el lado de mi padre y mi madre, era una familia militar, mi abuelo el Coronel Francisco Borges se hizo matar, realmente, en la batalla de La Verde, que ocurrió cerca del pueblo de 25 de Mayo, provincia de Buenos Aires. Mis abuelos hicieron la campaña de la independencia, luego las guerras civiles, la guerra con el Brasil, todo eso.
Ahora, por el lado de mi abuela inglesa, no. Eran predicadores y profesores.
¿Qué estudios realizó usted?
Pocos. Yo estudié en el Collège de Ginebra, estudié y tengo mi bachillerato. Ahí había dos materias principales, que eran el francés y el latín. Yo comprendí que si estudiaba bien francés y latín podía prescindir de las otras materias, lo cual ha hecho que yo sea extraordinariamente ignorante, ya que estudié física, botánica, mineralogía, zoología, música, gimnasia, química y no sé absolutamente nada de ellas. Historia sí me gustaba. Pero historia en Suiza no es una materia obligatoria, es optativa. Si usted quiere puede estudiar historia Suiza, si no, no. Yo estaba interesadísimo en conocer la historia de Suiza ya que yo estaba ahí, entonces la estudié. Sí son obligatorias, la historia antigua, la moderna, etc, pero no la Suiza.
Ese es el único título que tengo, los demás son títulos Honoris Causa, que no son más que generosidades, soy Doctor Honoris Causa de Tucumán, de Nueva York, de universidades italianas, colombianas, mexicanas, luego de Harvard, de Oxford, de la Sorbona, pero creo que no puedo llamarme Doctor ya que estos doctorados Honoris Causa son un favor que le otorgan a uno y que por supuesto agradezco, ya que es un honor, aunque no sé si lo merezco.
Personalmente solo puedo decir que soy bachiller del Collège de Calvino en Ginebra.
¿A qué edad toma conciencia de su vocación literaria?
Yo no sé. No recuerdo una época sin leer ni escribir. Yo siempre estaba leyendo y escribiendo. Ahora mi padre me dijo que solo leyera lo que me interesaba, que no leyera un libro por el sentimiento del deber, porque era famoso. Que leyera solo cuando me interesara, y que solo escribiera cuanto tuviera una necesidad de hacerlo. Que escribiera mucho, que rompiera mucho y que no me apresurara a publicar, ya que publicar no es parte necesaria del destino de un escritor.
¿Cómo llega a publicar su primer libro?
Mi primer libro lo publiqué tardíamente, yo tenía 24 años. Se llamó Fervor de Buenos Aires, y se publicó aquí, en Buenos Aires. Mi padre me dio 300 pesos que me permitieron la impresión de 300 ejemplares. No se puso en venta, lo repartí entre mis amigos. A mí me gustaba mucho. Pero, en realidad, era el cuarto libro que escribía. Había escrito tres antes, que curiosamente, destruí. Tal vez debería haber destruido ese también.
¿Cómo surgen sus obras? ¿Se sienta a escribir sistemáticamente o lo hace cuanto siente la necesidad?
Eso es muy complejo. Yo siento que hay algo que quiere que yo lo escriba, y yo trato de disuadirlo. Pero si hay un tema que vuelve, un argumento de un cuento o un poema que vuelve, entonces lo escribo. Me parece un error buscar temas, hay que dejar que los temas lo busquen y lo encuentren a uno. Si no salen libros fabricados.
Creo que todo el mundo escribe así, aunque los periodistas, no, ellos buscan temas. Y, por ejemplo, un escritor que admiro mucho, Capdevila, escribió un libro sobre las catorce provincias argentinas, es muy raro que todas le interesaran, y menos que le interesaran favorablemente. Eso es ponerse a fabricar un libro. Yo por ejemplo he escrito un poema al agua, y no se me ocurrió escribirle al fuego, a la tierra y el aire. Sería una cosa mecánica. Escribí un poema al agua porque me interesaba. De modo que buscar temas es un error. Hay escritores que se proponen escribir sobre la vida de los campesinos de tal sitio, y así salen los libros.
¿Cuál de sus libros prefiere y por qué?
Bueno, la mayoría no me gusta. Me resigno a ellos. Aproveché las llamadas obras completas para omitir dos libros. Para mí, mi mejor libro es el que se titula El libro de arena. Es de fácil lectura, es un libro breve, no uso ninguna palabra que requiera el uso del diccionario. Es un libro de cuentos, y otro libro de cuentos que me gusta es El informe de BrodieEl libro de arena es el único del que estoy satisfecho. Tal vez el tiempo juzgue así también y borre los demás, que son realmente borrables borradores.
Pero hay mucha gente que admira toda su obra...
Sí, pero yo no me encuentro entre ellos. Eso es un error, y no sé si agradecerlo, porque no sé si hay que agradecer los errores.
¿Cómo se definiría a sí mismo?
Si yo tuviera que definirme diría un escritor, aunque tal vez sería mejor decir un lector, ya que yo creo ser mejor lector que escritor.
¿Cómo trascurre un día en la vida de Jorge Luis Borges?
Bueno por la mañana si tengo suerte, vienen a verme periodistas de Quilmes. Pero generalmente mis días no son tan favorables, luego duermo una siesta y escribo algo.
¿Qué es para usted la amistad?
Cuando Eduardo Mallea publicó el libro Historia de una pasión argentina, yo pensé: será sobre la amistad, ya que la amistad es la pasión argentina, quizá la única. Yo tengo esa impresión de que la amistad es muy importante para nosotros, lo cual está bien, no?
¿Cómo definiría Buenos Aires?
Yo tengo un poema, en mi último libro, que se llama La Cifra. Voy a citar el primer verso, que es una definición: "He nacido en otra ciudad que también se llamaba Buenos Aires", es decir, que ha cambiado tanto que es otra. Es que uno no llega impunemente a los 83 años. A los 83 años casi todos mis amigos están en La Recoleta. La ciudad ha cambiado enteramente. Yo nací en el centro de Buenos Aires, en la calle Tucumán entre Esmeralda y Suipacha. Toda la manzana, salvo el almacén que estaba en la esquina, era de casas bajas, con azoteas, con patios, con aljibes, había algunas casas altas que se hicieron después, en la calle 25 de Mayo o Reconquista.
¿Qué podría decirle a los jóvenes que se empiezan a interesar por lo problemas del país?
Yo no sé, hay tantos problemas. A lo mejor este país logra salvarse, aunque yo no veo cómo. La situación es mala, y no solo aquí sino en el mundo entero. Tal vez todos los momentos sean terribles y sintamos más este porque está más cerca. Yo no veo salvación posible, y tal vez vayamos hacia la tercera guerra que puede ser la última. Lo que está sucediendo, en el Líbano, lo que sucedió aquí, lo que está sucediendo en Irak o en Irán. Esperemos que no, porque sería un suicidio de la humanidad.
¿Cree que los jóvenes deben interesarse por la política?
Yo no sé. A mí no me interesó nunca la política. Me interesa más la ética. Creo que si cada uno actúa éticamente eso puede tener un efecto político muy grande.
¿Qué forma de gobierno prefiere?
Yo querría un mínimo de gobierno, pero lamentablemente todavía los gobiernos, aún los gobiernos malos, son necesarios. Como la policía, que es evidentemente necesaria. Si fuéramos éticamente perfectos no serían necesarios los gobiernos, que son un peligro, sin duda. Pero yo no puedo opinar en materia política, soy un anarquista conservador. Mi padre era anarquista. Una vez fuimos a Montevideo y mi padre me dijo que me fijara en las banderas, en las aduanas, en los uniformes, en las iglesias, en las comisarías, porque todo eso iba a desaparecer. Nosotros, cuando fuimos a Europa, en el año 14, viajamos sin pasaporte. No había pasaporte, usted pasaba de un país a otro como de una habitación a otra. Luego vino la Primera Guerra Mundial, la desconfianza, el espionaje, y ahora todo ha cambiado, no se puede dar un paso sin identificarse, es muy triste eso. Espero que en Quilmes estén mejor las cosas que en Buenos Aires...
¿Cómo imagina el futuro de Argentina?
Yo quiero pensar que habré muerto, pero creo que vamos barranca abajo. Yo ya no tengo esperanza, ustedes son jóvenes, tal vez tengan esperanzas, yo ya no tengo ninguna.
Muchas declaraciones suyas generan polémica, y hay gente que cree que usted busca ese efecto...
¡Por supuesto que no! El que piense eso no me conoce nada.
Para terminar ¿querría dejarnos algún consejo o mensaje?
Yo no he sabido manejar mi vida, no puedo dirigir la vida de los demás. Mi vida ha sido una serie de equivocaciones. No puedo dar consejos, ando un poco a la deriva, cuando pienso en mi pasado me avergüenza. Yo no doy mensajes, los políticos dan mensajes.
Texto y fotografía de Borges: Claudio Pérez Míguez en 1982

20/7/16

Jorge Luis Borges: Alexander Selkirk






Sueño que el mar, el mar aquel, me encierra
y del sueño me salvan las campanas
de Dios, que santifican las mañanas
de estos íntimos campos de Inglaterra.
Cinco años padecí mirando eternas
cosas de soledad y de infinito,
que ahora son esa historia que repito,
ya como una obsesión, en las tabernas.
Dios me ha devuelto al mundo de los hombres,
a espejos, puertas, números y nombres,
y ya no soy aquel que eternamente
miraba el mar y su profunda estepa
¿y cómo haré para que ese otro sepa
que estoy aquí, salvado, entre mi gente?


En El otro, el mismo (1964)
Imagen: Detalle de la ¿réplica? de Borges en La Biela
Obra de Fernando Pugliese
Foto PD, 2012




19/7/16

Jorge Luis Borges: El dragón






El Dragón


El Dragón posee la capacidad de asumir muchas formas, pero éstas son inescrutables. En general lo imaginan con cabeza de caballo, cola de serpiente, grandes alas laterales y cuatro garras, cada una provista de cuatro uñas. Se habla asimismo de sus nueve semblanzas: sus cuernos se asemejan a los de un ciervo, su cabeza a la del camello, sus ojos a los de un demonio, su cuello al de la serpiente, su vientre al de un molusco, sus escamas a las de un pez, sus garras a las del águila, las plantas de sus pies a las del tigre, y sus orejas a las del buey. Hay ejemplares a quienes les faltan orejas y que oyen por los cuernos. Es habitual representarlo con una perla, que pende de su cuello y es emblema del sol. En esa perla está su poder. Es inofensivo si se la quitan.

La historia le atribuye la paternidad de los primeros emperadores. Sus huesos, dientes y saliva gozan de virtudes medicinales. Puede, según su voluntad, ser visible a los hombres o invisible. En la primavera sube a los cielos; en el otoño se sumerge en la profundidad de las aguas. Algunos carecen de alas y vuelan con ímpetu propio. La ciencia distingue diversos géneros.

El Dragón Celestial lleva en el lomo los palacios de las divinidades e impide que éstos caigan sobre la tierra; el Dragón Divino produce los vientos y las lluvias, para bien de la humanidad; el Dragón Terrestre determina el curso de los arroyos y de los ríos; el Dragón Subterráneo cuida los tesoros vedados a los hombres. Los budistas afirman que los Dragones no abundan menos que los peces de sus muchos mares concéntricos; en alguna parte del universo existe una cifra sagrada para expresar su número exacto. El pueblo chino cree en los Dragones más que en otras deidades, porque los ve con tanta frecuencia en las cambiantes nubes. Paralelamente, Shakespeare había observado que hay nubes con forma de Dragón (sometimes we see a cloud that's dragonish).

El Dragón rige las montañas, se vincula a la geomancia, mora cerca de los sepulcros, está asociado al culto de Confucio, es el Neptuno de los mares y aparece en tierra firme. Los reyes de los Dragones del Mar habitan resplandecientes palacios bajo las aguas y se alimentan de ópalos y de perlas. Hay cinco de esos reyes: el principal está en el centro, los otros cuatro corresponden a los puntos cardinales. Tienen una legua de largo; al cambiar de postura hacen chocar a las montañas. Están revestidos de una armadura de escamas amarillas. Bajo el hocico tienen una barba; las piernas y la cola son velludas. La frente se proyecta sobre los ojos llameantes, las orejas son pequeñas y gruesas, la boca siempre abierta, la lengua larga y los dientes afilados. El aliento hierve a los peces, las exhalaciones del cuerpo los asa. Cuando suben a la superficie de los océanos producen remolinos y tifones; cuando vuelan por los aires causan tormentas que destechan las casas de las ciudades y que inundan los campos. Son inmortales y pueden comunicarse entre sí a pesar de las distancias que los separan y sin necesidad de palabras. En el tercer mes hacen su informe anual a los cielos superiores.


El Dragón Chino


La cosmogonía china enseña que los Diez Mil Seres (el mundo) nacen del juego rítmico de dos principios complementarios y eternos, que son el Yin y el Yang. Corresponden al Yin la concentración, la oscuridad, la pasividad, los números pares y el frío; al Yang, el crecimiento, la luz, el ímpetu, los números impares y el calor. Símbolos del Yin son la mujer, la tierra, el anaranjado, los valles, los cauces de los ríos y el tigre; del Yang, el hombre, el cielo, el azul, las montañas, los pilares, el Dragón.

El Dragón Chino, el Lung, es uno de los cuatro animales mágicos. (Los otros son el unicornio, el fénix y la tortuga.) En el mejor de los casos el Dragón Occidental es aterrador, y en el peor, ridículo; el Lung de las tradiciones, en cambio, tiene divinidad y es como un ángel que fuera también león. Así, en las Memorias históricas de Ssu-Ma Ch'ien leemos que Confucio fue a consultar al archivero o bibliotecario Lao Tse y que, después de la visita, manifestó:

"Los pájaros vuelan, los peces nadan y los animales corren. El que corre puede ser detenido por una trampa, el que nada por una red y el que vuela por una flecha. Pero ahí está el Dragón; no sé cómo cabalga en el viento ni cómo Llega al cielo. Hoy he visto a Lao Tse y puedo decir que he visto al Dragón".

Un Dragón o un Caballo-Dragón surgió del río Amarillo y reveló a un emperador el famoso diagrama circular que simboliza el juego recíproco del Yang y el Yin; un rey tenía en sus establos Dragones de silla y de tiro; otro se nutrió de Dragones y su reino fue próspero. Un gran poeta, para ilustrar los riesgos de la eminencia, pudo escribir: "El Unicornio acaba como tambre, el Dragón como pastel de carne".

En el I King (Canon de las Mutaciones), el Dragón suele significar el sabio.

Durante siglos, el Dragón fue el emblema imperial. El trono del emperador se llamó el Trono del Dragón; su rostro, el Rostro del Dragón. Para anunciar que el emperador había muerto, se decía que había ascendido al firmamento sobre un Dragón.

La imaginación popular vincula el Dragón a las nubes, a la lluvia que los agricultores anhelan y a los grandes ríos. "La tierra se une con el Dragón", es una locución habitual para significar la lluvia. Hacia el siglo VI, Chang Seng-Yu ejecutó una pintura mural en la que figuraban cuatro Dragones. Los espectadores lo censuraron porque había omitido los ojos. Chang, fastidiado, retomó los pinceles y completó dos de las sinuosas imágenes. Entonces "el aire se pobló de rayos y truenos, el muro se agrietó y los Dragones ascendieron al cielo. Pero los otros dos Dragones sin ojos se quedaron en su lugar".

El Dragón Chino tiene cuernos, garras y escamas, y su espinazo está como erizado de púas. Es habitual representarlo con una perla, que suele tragar o escupir; en esa perla está su poder. Es inofensivo si se la quitan.

Chuang Tzu nos habla de un hombre tenaz que, al cabo de tres ímprobos años, dominó el arte de matar Dragones, y que en el resto de sus días no dio con una sola oportunidad de ejercerlo.


El Dragón en Occidente


Una gruesa y alta serpiente con garras y alas es quizá la descripción más fiel del Dragón. Puede ser negro, pero conviene que también sea resplandeciente; asimismo suele exigirse que exhale bocanadas de fuego y de humo. Lo anterior se refiere, naturalmente, a su imagen actual; los griegos parecen haber aplicado su nombre a cualquier serpiente considerable. Plinio refiere que en el verano el Dragón apetece la sangre del elefante, que es notablemente fría. Bruscamente lo ataca, se le enrosca y le clava los dientes. El elefante exangüe rueda por tierra y muere; también muere el Dragón, aplastado por el peso de su adversario. También leemos que los Dragones de Etiopía, en busca de mejores pastos, suelen atravesar el Mar Rojo y emigrar a Arabia. Para ejecutar esa hazaña, cuatro o cinco Dragones se abrazan y forman una especie de embarcación, con las cabezas fuera del agua. Otro capítulo hay dedicado a los remedios que se derivan del Dragón. Ahí se lee que sus ojos, secados y batidos con miel, forman un linimento eficaz contra las pesadillas. La grasa del corazón del Dragón guardada en la piel de una gacela y atada al brazo con los tendones de un ciervo asegura el éxito en los litigios; los dientes, asimismo, atados al cuerpo, hacen que los amos sean indulgentes y los reyes graciosos. El texto menciona con escepticismo una preparación que hace invencibles a los hombres. Se elabora con pelo de león, con la médula de ese animal, con la espuma de un caballo que acaba de ganar una carrera, con las uñas de un perro y con la cola y la cabeza de un Dragón.

En el libro undécimo de la Ilíada se lee que en el escudo de Agamenón había un Dragón azul y tricéfalo; siglos después los piratas escandinavos pintaban Dragones en sus escudos y esculpían cabezas de Dragón en las proas de las naves. Entre los romanos, el Dragón fue insignia de la cohorte, como el águila de la legión; tal es el origen de los actuales Regimientos de Dragones. En los estandartes de los reyes germánicos de Inglaterra había Dragones; el objeto de tales imágenes era infundir terror a los enemigos. Así, en el romance de Athis se lee:


Ce souloient Romains porter, / Ce nous fait moult à redouter.

Esto solían llevar los romanos, / Esto hace que nos teman muchísimo.


En el Occidente el Dragón siempre fue concebido como malvado. Una de las hazañas clásicas de los héroes (Hércules, Sigurd, San Miguel, San Jorge) era vencerlo y matarlo. En las leyendas germánicas, el Dragón custodia objetos preciosos. Así, en la Gesta de Beowulf, compuesta en Inglaterra hacia el siglo VIII, hay un Dragón que durante trescientos años es guardián de un tesoro. Un esclavo fugitivo se esconde en su caverna y se lleva un jarro. El Dragón se despierta, advierte el robo y resuelve matar al ladrón; a ratos baja a la caverna y la revisa bien. (Admirable ocurrencia del poeta atribuir al monstruo esa inseguridad tan humana.) El Dragón empieza a desolar el reino; Beowulf lo busca, combate con él y lo mata.

La gente creyó en la realidad del Dragón. Al promediar el siglo XVI, lo registra la Historia Animalium de Conrad Gesner, obra de carácter científico.

El tiempo ha desgastado notablemente el prestigio de los Dragones. Creemos en el león como realidad y como símbolo; creemos en el minotauro como símbolo, ya que no como realidad; el Dragón es acaso el más conocido, pero también el menos afortunado de los animales fantásticos. Nos parece pueril y suele contaminar de puerilidad las historias en que figura. Conviene no olvidar, sin embargo, que se trata de un prejuicio moderno, quizá provocado por el exceso de Dragones que hay en los cuentos de hadas. Empero, en la Revelación de San Juan se habla dos veces del Dragón, "la vieja serpiente que es el Diablo y es Satanás". Análogamente, San Agustín escribe que el diablo "es león y Dragón; león por el ímpetu, Dragón por la insidia". Jung observa que en el Dragón están la serpiente y el pájaro, los elementos de la tierra y el aire.





En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Con la colaboración de Margarita Guerrero

18/7/16

Fernando Sorrentino: Del supremo yo de las pólizas de seguro y el Ulises en español a las reflexiones de Borges






El pecador aburrido y el traductor del Ulises en el mismo continente

A los dieciocho años —corría 1961— padecí ser empleadillo en cierta compañía comercial de Buenos Aires.

El diablo me puso bajo la égida de uno de los hombres más estúpidos que en el mundo han sido. En melancólico jolgorio íntimo, di en fingirme humilde discípulo del señor B. para que este ejecutivo —acucioso en su nadería, risible en su severidad— imaginase que yo aspiraba a devenir una persona parecida a él en un futuro venturoso.

Yo solía andar con libros bajo el brazo. Advertida esta perversidad, el señor B. decidió edificarme: expuso la verídica parábola de un escritor que había trabajado en la compañía y que ya no trabajaba más.

—Figúrese —concluyó, atónito—, el hombre decía que este trabajo lo aburría.

Y sonrió, indulgente ante las extravagancias de la conducta humana.

Le pregunté quién había sido ese escritor.

—Querido joven —me aleccionó—, se revela el pecado pero no el pecador. Extraiga usted sus propias conclusiones.

Más que extraer conclusiones, me interesaba satisfacer la curiosidad: averigüé más tarde que el pecador tenía Augusto por nombre y Roa Bastos por apellido.

Lo cierto es que aquellos casi olvidados episodios del ayer resucitaron, súbitos, gracias a esta información:
José Salas Subirat (...) trabajaba para La Continental (...) una compañía de seguros.*
Ahora sé que, mientras en el tercer piso el señor B. modelaba mi personalidad, en otras oficinas del lúgubre edificio de la avenida Corrientes cumplía tareas el primer traductor del Ulises al español.

Conjeturo que, siendo Roa Bastos y Salas Subirat dos personas de inclinaciones similares, tienen que haberse conocido y tienen que haber conversado, más de una vez, de temas ajenos a las pólizas de seguro.


Reflexiones de Borges

En aquel momento, la labor de Salas Subirat contaba dieciséis años y una razonable aceptación por parte de lectores y estudiosos.

Sin embargo, en fecha muy cercana a la primera edición (1945) del Ulises en español, Borges interpuso sus objeciones a la versión de Salas Subirat. Los puntos negativos no están dirigidos tanto a la tarea del traductor cuanto a la imposibilidad de la lengua española de ejercitar ciertos recursos del inglés.

Entre otros conceptos, dice Borges:
(...) considero el problema de verter el Ulises al español. Salas Subirat juzga que la empresa «no presenta serias dificultades»; yo la juzgo muy ardua, casi imposible. (...) El inglés (como el alemán) es un idioma casi monosilábico, apto para la formación de voces compuestas. Joyce fue notoriamente feliz en tales conjunciones. El español (como el italiano, como el francés) consta de inmanejables polisílabos que es difícil unir. (...)
En esta primera versión hispánica del Ulises, Salas Subirat suele fracasar cuando se limita a traducir el sentido. La frase inglesa: horseness is the whatness of allhorse es una memorable definición de la tesis platónica, no así la lánguida equivalencia española: el caballismo es la cualidad de todo caballo. Otro ejemplo, breve también: phantasmal mirth, folded away: muskperfumed es una frase melodiosa y patética; júbilos fantasmagóricos momificados: perfumados de almizcle es, quizá, inexistente. Hombre de inteligencia múltiple equivale más bien a la nada que a myriadminded man. Muy superiores son aquellos pasajes en que el texto español es no menos neológico que el original. Verbigracia, éste, de la página 743: que no era un árbolcielo, no un antrocielo, no un bestiacielo, no un hombrecielo, que recta e inventivamente traduce: that it was not a heaventree, not a heavengrot, not a heavenbeast, not a heavenman. 
A priori, una versión cabal del Ulises me parece imposible. El propósito de esta nota no es, por cierto, acusar de incapacidad al señor Salas Subirat, cuyas fatigas juzgo beneméritas, cuyas aficiones comparto; es denunciar la incapacidad, para ciertos fines, de todos los idiomas neolatinos y, singularmente, del español. Joyce dilata y reforma el idioma inglés; su traductor tiene el deber de ensayar libertades congéneres.
El ensayo se titula «Nota sobre el Ulises en español» y se encuentra en la página 49 de la revista —que el propio Borges dirigía— Los Anales de Buenos Aires (n.º 1, enero de 1946).



Fernando Sorrentino
Foto: Xaver Martín



17/7/16

Jorge Luis Borges: Nota para un cuento fantástico






En Wisconsin o en Texas o en Alabama los chicos juegan a la guerra y los dos bandos son el Norte y el Sur. Yo sé (todos lo saben) que la derrota tiene una dignidad que la ruidosa victoria no merece, pero también sé imaginar que ese juego, que abarca más de un siglo y un continente, descubrirá algún día el arte divino de destejer el tiempo o, como dijo Pietro Damiano, de modificar el pasado.

Si ello acontece, si en el decurso de los largos juegos el Sur humilla al Norte, el hoy gravitará sobre el ayer y los hombres de Lee serán vencedores en Gettysburg en los primeros días de julio de 1863 y la mano de Donne podrá dar fin a su poema sobre las transmigraciones de un alma y el viejo hidalgo Alonso Quijano conocerá el amor de Dulcinea y los ocho mil sajones de Hastings derrotarán a los normandos, como antes derrotaron a los noruegos, y Pitágoras no reconocerá en un pórtico de Argos el escudo que usó cuando era Euforbo.


En La cifra (1981)
Retrato de Borges por Wald Fulgenzi
Serie de retratos expuestos en PHOTOAMERICA '84

16/7/16

Jorge Luis Borges: El tintorero enmascarado Hákim de Merv






A Angélica Ocampo

Si no me equivoco, las fuentes originales de información acerca de Al Moqanna, el Profeta Velado (o más estrictamente, Enmascarado) del Jorasán, se reducen a cuatro: a) las excertas de la Historia de los jalifas conservadas por Baladhuri, b) el Manual del gigante o Libro de la precisión y la revisión del historiador oficial de los Abbasidas, ibn abi Tair Tarfur, c) el códice árabe titulado La aniquilación de la rosa, donde se refutan las herejías abominables de la Rosa oscura o Rosa escondida, que era el libro canónico del Profeta, d) unas monedas sin efigie desenterradas por el ingeniero Andrusov en un desmonte del Ferrocarril Transcaspiano. Esas monedas fueron depositadas en el Gabinete Numismático de Teherán y contienen dísticos persas que resumen o corrigen ciertos pasajes de la Aniquilación. La Rosa original se ha perdido, ya que el manuscrito encontrado en 1899 y publicado no sin ligereza por el Morgenländisches Archiv fue declarado apócrifo por Horn y luego por Sir Percy Sykes.
La fama occidental del Profeta se debe a un gárrulo poema de Moore, cargado de saudades y de suspiros de conspirador irlandés.

La púrpura escarlata
A los 120 años de la Hégira y 736 de la Cruz, el hombre Hákim, que los hombres de aquel tiempo y de aquel espacio apodarían luego El Velado, nació en el Turquestán. Su patria fue la antigua ciudad de Merv, cuyos jardines y viñedos y prados miran tristemente al desierto. El mediodía es blanco y deslumbrador, cuando no lo oscurecen nubes de polvo que ahogan a los hombres y dejan una lámina blancuzca en los negros racimos.
Hákim se crió en esa fatigada ciudad. Sabemos que un hermano de su padre lo adiestró en el oficio de tintorero: arte de impíos, de falsarios y de inconstantes que inspiró los primeros anatemas de su carrera pródiga. Mi cara es de oro (declara en una página famosa de la Aniquilaciónpero he macerado la púrpura y he sumergido en la segunda noche la lana sin cardar y he saturado en la tercera noche la lana preparada, y los emperadores de las islas aún se disputan esa ropa sangrienta. Así pequé en los años de juventud y trastorné los verdaderos colores de las criaturas. El Ángel me decía que los carneros no eran del color de los tigres, el Satán me decía que el Poderoso quería que lo fueran y se valía de mi astucia y mi púrpura. Ahora yo sé que el Ángel y el Satán erraban la verdad y que todo color es aborrecible.
El año 146 de la Hégira, Hákim desapareció de su patria. Encontraron destruidas las calderas y cubas de inmersión, así como un alfanje de Shiraz y un espejo de bronce.

El toro
En el fin de la luna de Xabán del año 158, el aire del desierto estaba muy claro y los hombres miraban el poniente en busca de la luna de Ramadán, que promueve la mortificación y el ayuno. Eran esclavos, limosneros, chalanes, ladrones de camellos y matarifes. Gravemente sentados en la tierra, aguardaban el signo, desde el portón de un paradero de caravanas en la ruta de Merv. Miraban el ocaso, y el color del ocaso era el de la arena.
Del fondo del desierto vertiginoso (cuyo sol da la fiebre, así como su luna da el pasmo) vieron adelantarse tres figuras, que les parecieron altísimas. Las tres eran humanas y la del medio tenía cabeza de toro. Cuando se aproximaron, vieron que éste usaba una máscara y que los otros dos eran ciegos.
Alguien (como en los cuentos de Las 1001 Noches) indagó la razón de esa maravilla. Están ciegos, el hombre de la máscara declaró, porque han visto mi cara.

El leopardo
El cronista de los Abbasidas refiere que el hombre del desierto (cuya voz era singularmente dulce, o así les pareció por diferir de la brutalidad de su máscara), les dijo que ellos aguardaban el signo de un mes de penitencia, pero que él predicaba un signo mejor: el de toda una vida penitencial y una muerte injuriada. Les dijo que era Hákim hijo de Osmán, y que el año 146 de la Emigración había penetrado un hombre en su casa y luego de purificarse y rezar le había cortado la cabeza con un alfanje y la había llevado hasta el cielo. Sobre la derecha mano del hombre (que era el ángel Gabriel) su cabeza había estado ante el Señor, que le dio misión de profetizar y le inculcó palabras tan antiguas que su repetición quemaba las bocas y le infundió un glorioso resplandor que los ojos mortales no toleraban. Tal era la justificación de la Máscara. Cuando todos los hombres de la tierra profesaran la nueva ley, el Rostro les sería descubierto y ellos podrían adorarlo sin riesgo —como ya los ángeles lo adoraban. Proclamada su comisión, Hákim los exhortó a una guerra santa —un djehad— y a su conveniente martirio.
Los esclavos, pordioseros, chalanes, ladrones de camellos y matarifes le negaron su fe: una voz gritó brujo y otra impostor.
Alguien había traído un leopardo —tal vez un ejemplar de esa raza esbelta y sangrienta que los monteros persas educan. Lo cierto es que rompió su prisión. Salvo el profeta enmascarado y los dos acólitos, la gente se atropelló para huir. Cuando volvieron, había enceguecido la fiera. Ante los ojos luminosos y muertos, los hombres adoraron a Hákim y confesaron su virtud sobrenatural.

El profeta velado
El historiador oficial de los Abbasidas narra sin mayor entusiasmo los progresos de Hákim el Velado en el Jorasán. Esa provincia —muy conmovida por la desventura y crucifixión de su más famoso caudillo— abrazó con desesperado fervor la doctrina de la Cara Resplandeciente y le tributó su sangre y su oro. (Hákim, ya entonces, descartó su efigie brutal por un cuádruple velo de seda blanca recamado de piedras. El color emblemático de los Banú Abbás era el negro; Hákim eligió el color blanco —el más contradictorio— para el Velo Resguardador, los pendones y los turbantes.) La campaña se inició bien. Es verdad que en el Libro de la precisión las banderas del Jalifa son en todo lugar victoriosas, pero como el resultado más frecuente de esas victorias es la destitución de generales y el abandono de castillos inexpugnables, el avisado lector sabe a qué atenerse. A fines de la luna de Rejeb del año 161, la famosa ciudad de Nishapur abrió sus puertas de metal al Enmascarado; a principios del 162, la de Astarabad. La actuación militar de Hákim (como la de otro más afortunado Profeta) se reducía a la plegaria en voz de tenor, pero elevada a la Divinidad desde el lomo de un camello rojizo, en el corazón agitado de las batallas. A su alrededor silbaban las flechas, sin que lo hirieran nunca. Parecía buscar el peligro: la noche que unos detestados leprosos rondaron su palacio, les ordenó comparecer, los besó y les entregó plata y oro.
Delegaba las fatigas de gobernar en seis o siete adeptos. Era estudioso de la meditación y la paz: un harem de 114 mujeres ciegas trataba de aplacar las necesidades de su cuerpo divino.

Los espejos abominables
Siempre que sus palabras no invaliden la fe ortodoxa, el Islam tolera la aparición de amigos confidenciales de Dios, por indiscretos o amenazadores que sean. El profeta, quizá, no hubiera desdeñado los favores de ese desdén, pero sus partidarios, sus victorias y la cólera pública del Jalifa —que era Mohamed Al Mahdí— lo obligaron a la herejía. Esa disensión lo arruinó, pero antes le hizo definir los artículos de una religión personal, si bien con evidentes infiltraciones de las prehistorias gnósticas.
En el principio de la cosmogonía de Hákim hay un Dios espectral. Esa divinidad carece majestuosamente de origen, así como de nombre y de cara. Es un Dios inmutable, pero su imagen proyectó nueve sombras que, condescendiendo a la acción, dotaron y presidieron un primer cielo. De esa primera corona demiúrgica procedió una segunda, también con ángeles, potestades y tronos, y éstos fundaron otro cielo más abajo, que era el duplicado simétrico del inicial. Ese segundo cónclave se vio reproducido en uno terciario y ése en otro inferior, y así hasta 999. El señor del cielo del fondo es el que rige —sombra de otras sombras— y su fracción de divinidad tiende a cero.
La tierra que habitamos es un error, una incompetente parodia. Los espejos y la paternidad son abominables porque la multiplican y afirman. El asco es la virtud fundamental. Dos disciplinas (cuya elección dejaba libre el profeta) pueden conducirnos a ella: la abstinencia y el desenfreno, el ejercicio de la carne o su castidad.
El paraíso y el infierno de Hákim no eran menos desesperados. A los que niegan la Palabra, a los que niegan el Enjoyado Velo y el Rostro (dice una imprecación que se conserva de la Rosa escondida), les prometo un Infierno maravilloso, porque cada uno de ellos reinará sobre 999 imperios de fuego, y en cada imperio 999 montes de fuego, y en cada monte 999 torres de fuego, y en cada torre 999 pisos de fuego, y en cada piso 999 lechos de fuego, y en cada lecho estará él y 999 formas de fuego (que tendrán su cara y su voz) lo torturarán para siempre. En otro lugar corrobora: Aquí en la vida padecéis en un cuerpo; en la muerte y la Retribución, en innumerables. El paraíso es menos concreto. Siempre es de noche y hay piletas de piedra, y la felicidad de ese paraíso es la felicidad peculiar de las despedidas, de la renunciación y de los que saben que duermen.

El rostro
El año 163 de la Emigración y quinto de la Cara Resplandeciente, Hákim fue cercado en Sanam por el ejército del Jalifa. Provisiones y mártires no faltaban, y se aguardaba el inminente socorro de una caterva de ángeles de luz. En eso estaban cuando un espantoso rumor atravesó el castillo. Se refería que una mujer adúltera del harem, al ser estrangulada por los eunucos, había gritado que a la mano derecha del profeta le faltaba el dedo anular y que carecían de uñas los otros. El rumor cundió entre los fieles. A pleno sol, en una elevada terraza, Hákim pedía una victoria o un signo a la divinidad familiar. Con la cabeza doblegada, servil —como si corrieran contra una lluvia—, dos capitanes le arrancaron el Velo recamado de piedras.
Primero, hubo un temblor. La prometida cara del Apóstol, la cara que había estado en los cielos, era en efecto blanca, pero con la blancura peculiar de la lepra manchada. Era tan abultada o increíble que les pareció una careta. No tenía cejas; el párpado inferior del ojo derecho pendía sobre la mejilla senil; un pesado racimo de tubérculos le comía los labios; la nariz inhumana y achatada era como de león.
La voz de Hákim ensayó un engaño final. Vuestro pecado abominable os prohíbe percibir mi esplendor…, comenzó a decir.
No lo escucharon y lo atravesaron con lanzas.




En Historia Universal de la Infamia (1935)

Photo: Willis Barnstone at Borges at Eighty: Conversations 
AA.VV., 1982 
Edition, foreword and photographs: Willis Barnstone 
Contributing authors: Willis Barnstone, Alastair Reid, Dick Cavett, 
Alberto Coffa, Kenneth Brechner & Jaime Alazraki


15/7/16

Jorge Luis Borges: Ascendencias del tango










El tango es la realización argentina más divulgada, la que con insolencia ha prodigado el nombre argentino sobre el haz de la tierra. Es evidente que debemos averiguar sus orígenes y prescribirle una genealogía donde no falten ni la endiosadora leyenda ni la verdad segura. La cuestión fue muy conversada en el año trece; el libro de don Vicente Rossi, intitulado Cosas de negros (Córdoba 1926), vuelve a estimularla. Ya he escrito sobre el libro de Rossi, sobre la amenidad continua de su lectura y la eventual equivocación de sus datos y hoy quiero declarar su opinión y alguna otra más. 

La opinión de Rossi es circunstanciada: El tango sedicente argentino es hijo de la milonga montevideana y nieto de la habanera. Nació en la Academia San Felipe, galpón montevideano de bailes públicos, entre compadritos y negros; emigró al Bajo de Buenos Aires y guarangueó por los Cuartos de Palermo (donde lo recibieron la negrada y las cuarteleras) y metió ruido en los peringundines del Centro y en Monserrat, hasta que el Teatro Nacional lo exaltó. Es decir, el tango es afromontevideano, el tango tiene motas en la raíz. Ser de color humilde y ser oriental son condiciones criollas, pero los morenos argentinos (y hasta los no morenos) son tan criollos como los de enfrente y no hay razón para suponer que todo lo inventaron en la otra banda. Me responderán que hay la razón efectiva de que así fue, pero esa chicana no satisface a nuestro patrioterismo, más bien lo embravece y lo desespera. Tal vez convenga recordar aquí el caso análogo de la procedencia de Colón. Los italianos, para considerarlo suyo, sólo pueden arrimarse al mero dato de registro civil, o conventilleo, de que el Almirante nació en Genova y era italiano por los cuatro costados; los españoles pueden argumentarla mejor. Podrían argumentar que siendo el descubrimiento de América y la conquista, empresas manifiestamente españolas, no hay ninguna razón histórica para introducir genoveses en el asunto. (Además, ¿qué genoveses iba a haber, si la Boca del Riachuelo estaba por descubrir todavía?) Lástima que no se hayan atrevido a ser francos y prefieran la falsificación a la mitología, el chisme conventillero a la fe. Yo seré más sincero que ellos y afirmaré con resolución: El tango es porteño. El pueblo porteño se reconoce en él, plenamente; no así el montevideano, siempre nostalgioso de gauchos. De cualquier modo, estoy más convencido de la procedencia uruguaya de Rossi que de la procedencia uruguaya del tango. 

Pragmatismos aparte, la argumentación de don Vicente Rossi puede reducirse honradamente a este silogismo: 

La milonga es privativamente montevideana. 

La milonga es el origen del tango. 

El origen del tango es montevideano. 

Acepto que la premisa menor es inconmovible; en cambio, descreo de la mayor y no sé de ningún argumento válido que la fortalezca. Rossi se limita a escribir "En la banda occidental no se usó la Milonga como canto ni la Danza como Milonga", y nos remite al rato a una apuntación donde vemos que la palabra milonga no ocurre en un diálogo lunfardo, publicado por La Nación en 1887. Su argumento, como se ve, es negativo y carece de eficacia para convencer. Inversamente, ¿quién no recuerda cierta inefable milonga tejedorista (inefable por lo procaz) cuya elocuencia desaforada en la injuria nos autoriza a suponerla contemporánea del hecho que nombra: esto es, a retrocedería al 80? Empieza así: 

Don Carlos de Tejedor, 
con una paciencia loca 

y todavía es alarde para cantar la flor en el truco. También don Rodolfo Senet (Buenos Aires alrededor del año 1880. La Prensa, octubre 17 de 1926) habla de las milongas que saludaron a los primeros tranvías y a las primeras calles empedradas del arrabal. Una de estas últimas aconseja: 

Cuidadito con las piedras 
que te vas a refalar, 
porque el golpe de las piedras 
es muy malo de curar. 

¡Oh compadritos de la calle Ombú y de la calle Europa, qué capitis diminutio, qué vacilación para vuestra vertiginosa dignidad de taquitos altos habrán sido las puntiagudas piedras del empedrado, tan andinas, tan inciviles, tan forasteras a la tierrita criolla del callejón! 

Hasta aquí han opinado mis conjeturas; que hablen los hechos. El cancionero bonaerense de Ventura R. Lynch, ¡libro de 1883!, estudia la milonga, la declara divulgadísima en los bailecitos de medio pelo del arrabal y en los casinos de la plaza del Once y de Constitución, la juzga inventada por los compadritos para hacer burla de los candomberos y hasta informa que los organitos la tocan. 

Otra genealogía tanguera es la rastreada por don Miguel A. Camino, poeta, en su hermosa composición recordativa, intitulada El tango. Está casi al final del libro Chaquiras y empieza así: 

Nació en los Corrales viejos, 
allá por el año ochenta. 
Hijo fue de una milonga 
y un "pesao " del arrabal. 
Lo apadrinó la corneta 
del mayoral del tranvía, 
y los duelos a cuchillo 
le enseñaron a bailar. 
Así en el ocho, 
y en la asentada, 
la media luna 
y el paso atrás, 
puso el reflejo 
de la embestida 
y las cuerpeadas 
del que la juega 
con su puñal. 

La procedencia versificada por Camino es original a más no poder. A la motivación erótica, o meretricia, que todos hemos reconocido en el tango, añade una motivación belicosa, de pelea feliz, de visteo. Ignoro si esa motivación es verídica: sé nomás que se lleva maravillosamente bien con los tangos viejos, "hechos de puro descaro, de pura sinvergüencería, de pura felicidad del valor", como los describí en otras páginas, hace un año. También Rossi, que por razones de fecha desconoce la explicación de Camino, la ayuda un poco en este párrafo sobre la milonga: "Entonces tuvo títulos, y ellos nos dan otra prueba de que no fue sensual: Mate amargo, Cara pelada, La quebrada, La canaria, Kyrie eleison, Pejerrey con papas, Señor comisario, etc.; ni siquiera amorosos, porque en el Bajo brutal no se alojó el idilio. El orillero aprovechaba las situaciones de sensualizar con la suficiencia y despreocupación del que no necesita de ellas, por verdadero sport" (Cosas de negros - La academia). Justo sin embargo es reconocer que los literatos, al ocuparse del tango, han insistido siempre sobre su lujuria tristona, sobre su atravesada y casi enconada sensualidad. Básteme citar dos fuertes ejemplos: el de Marcelo del Mazo, en la segunda serie de Los vencidos, 1910 ("Aura mi hija, aulló el compadre y la fosca compañera / ofreció la desvergüenza de su cálido impudor / azotando con su carne, como lengua de una hoguera, / las vibrátiles entrañas de aquel chusma del amor") y el de Ricardo Güiraldes cuyo Tango (El cencerro de cristal, 1915) nos impone estos decididos renglones: "Mancha roja, que se coagula en negro. Tango fatal, soberbio y bruto. Notas arrastradas, perezosamente, en un teclado gangoso..." 

Inversamente, la única vez que se acordó Evaristo Carriego del tango, fue para verle felicidad, para mostrarlo callejero y fiestero, como era hace veinte años: 

En la calle, la buena gente derrocha 
sus guarangos decires más lisonjeros,
porque al compás de un tango, que es La Morocha, 
lucen ágiles cortes dos orilleros. 

Las dos versiones del tango, la solamente lujuriosa y la de travesura, podrían corresponder a dos épocas: la primera a este lamentable episodio actual de elegías amalevadas, de estudioso acento lunfardo, de bandoneones; la otra, a los buenos tiempos (malísimos) del corte, de las puñaladas electorales, de las esquinas belicosamente embanderadas de barras. 

(El tango fue primeramente un plano del baile, una indicación de cortes y de floreos, una actualidad que no se preocupa; el contemporáneo -esto es decir el realmente viejo- cuida recuerdos ya. Una conciencia adulta del tiempo carga sobre él. Compárese El torito o El Maldonado con cualquier tango de hoy.) 

Camino nos explica el tango y además, nos marca el preciso lugar en que éste nació: los Corrales viejos. La precisión es traicionera. El visteo no fue jamás privativo de los Corrales, pues el cuchillo no era sólo herramienta de matarifes: era, en cualquier barrio, el arma del compadrito. Cada barrio padecía sus cuchilleros, siempre de facción en algún comité, en alguna trastienda. Los hubo de fama duradera, aunque angosta: El Petizo Flores en la Recoleta, El Turco en la Batería, El Noy en el Mercado de Abasto. Eran semidioses de chambergo alto: hombres de baquía puntual en menesteres de cuchillo y que solían desafiarse envidiosamente. De aquellos tiempos y señaladamente de los bailecitos y de las comparsas, serán esas milongas insolentadas en que el cantor alude a su patria chica para desafiar a los de otra: 

Yo soy del barrio del Alto, 
soy del barrio del Retiro, 
yo soy aquel que no miro 
con quién tengo que pelear 
y en trance de milonguear 
nadie se me puso a tiro.


Hágase a un lao, se lo ruego, 
que soy de la Tierra 'el Fuego.

A mi ver (conste que mi opinión no es obligatoria y que no quiero inferírsela a nadie) el tango puede haberse originado en cualquier lugar de la ciudad, lo mismo en las Fiestas de la Recoleta (que allá por el ochenta, según el doctor José Antonio Wilde, solían terminar con sangre en la punta) que en los batuques de la plaza del Once o de Constitución: en cualquier lugar, menos en los Corrales. Mi argumento es fácil: el tango es manifiestamente urbano o suburbano, porteño, y los Corrales fueron siempre una intromisión de la pampa, una presencia verídica de gauchismo o una coquetería compadrona de hacerse el gaucho, muy reverenciadora de lo pasado y muy ajena a toda invención. 

El tango no es campero: es porteño. Su patria son las esquinas rosaditas de los suburbios, no el campo; su ambiente, el Bajo; su símbolo, el sauce llorón de las orillas, nunca el ombú.





En Martín Fierro, año IV,  nº 27
y en El idioma de los argentinos, 1928

Imágenes: Portada y pág. 6 de Martín Fierro nº 27



14/7/16

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: El "Poema conjetural" ("En diálogo", II, 64)






Osvaldo Ferrari: Yo no resisto la tentación, Borges, de leer y comentar con usted un poema suyo que figura en su Antología personal. Inclusión que indica que usted también lo prefiere.

Jorge Luis Borges: O que me resigno a él, ¿no?; porque desde el momento que hay que hacer una antología, ésta tiene que tener cierta extensión… De modo que, en todo caso, me he resignado a ese poema. Espero que no sea demasiado largo.

—Tiene la virtud ese poema de damos una perspectiva histórica tan concreta, que parecería que en realidad no es usted quien habla sino la historia a través suyo. Me refiero, naturalmente, al «Poema conjetural».

—Ah, sí, bueno, empieza: «Zumban las balas en la tarde última»; claro que «la tarde última» es deliberadamente ambigua, ya que puede ser el fin de la tarde o la última tarde del protagonista, de mi lejano pariente Laprida.

—En el epígrafe dice: «El doctor Francisco Laprida, asesinado el día 28 de septiembre de 1829 por los montoneros de Aldao, piensa antes de morir:»

—Sí, claro, cuando yo escribí ese poema, yo sabía que eso históricamente era imposible; pero que si uno lo ve a Laprida simbólicamente, ese poema es posible. Desde luego sus pensamientos tienen que haber sido muy diversos; más fragmentos, y quizá sin eruditas citas de Dante, ¿no?

—Sin embargo, hay una coherencia histórica a lo largo del poema:

«Zumban las balas en la tarde última.
Hay viento y hay cenizas en el viento…»

—Yo no sé si eso puede justificarse, pero queda bien; estéticamente puede justificarse. Que haya cenizas, yo no sé, posiblemente incendiaron algo. Pero no importa; creo que la imaginación del lector acepta esas inverosímiles cenizas, ¿no?

—(Ríe). Sí.

«… Se dispersan el día y la batalla deforme,
y la victoria es de los otros…»

—«Deforme» queda raro junto a «batalla», y «se dispersan el día y la batalla» está bien dicho, me parece.

—Excelente,

«… Vencen los bárbaros, los gauchos vencen…»

—Sí, yo precisamente quería que esas dos palabras fueran sinónimas, ya que existe, desgraciadamente, el culto del gaucho.

—Habla entonces, conjeturalmente, Laprida:

«… Yo que estudié las leyes y los cánones,
yo, Francisco Narciso de Laprida,
cuya voz declaró la independencia
de estas mieles provincias, derrotado,
de sangre y de sudor manchado el rostro,
sin esperanza ni temor, perdido,
huyo hacia el Sur por arrabales últimos…»

—Sí, creo que felizmente fue hacia el sur, ya que «sur» es una palabra que tiene tanta resonancia. En cambio, «oeste» y «este», en castellano, ninguna; «norte» un poco mejor, pero «este» y «oeste»… podríamos disfrazarlos como «oriente» y «occidente», que suenan mejor.

—«… Como aquel capitán del Purgatorio que, huyendo a pie y ensangrentando el llano…»

—Ese verso es bueno porque no es mío; porque es de Dante: «Sfuggendo a piede e insanguinando il piano», lo traduje exactamente, sin mayores dificultades, desde luego.

«… fue cegado y tumbado por la muerte
donde un oscuro río pierde el nombre,
así habré de caer. Hoy es el término.
La noche lateral de los pantanos
me acecha y me demora. Oigo los cascos
de mi caliente muerte que me busca,
con jinetes, con belfos y con lanzas.

Yo que anhelé ser otro, ser un hombre
de sentencias, de libros, de dictámenes,
a cielo abierto yaceré entre ciénagas;
pero me endiosa el pecho inexplicable
un júbilo secreto. Al fin me encuentro
con mi destino sudamericano…»

—Bueno, ése es el mejor verso. Cuando yo publiqué ese poema, el poema no sólo era histórico del pasado sino histórico de lo contemporáneo; porque cierto dictador acababa de asumir el poder, y todos nos encontramos con nuestro destino sudamericano. Nosotros, que jugábamos a ser París, y que éramos, bueno, sudamericanos, ¿no? De modo que en aquel momento quienes leyeron eso lo sintieron como actual: «Al fin me encuentro / con mi destino sudamericano». Sudamericano en el sentido más melancólico de la palabra, o más trágico de la palabra.

—Pero usted ha iniciado, con esas dos líneas, una comprensión metafísica de nuestro destino; porque ahora todos sabemos que en algún momento nos vamos a encontrar con nuestro destino sudamericano.

—Yo diría que nos hemos encontrado ya, y demasiado, ¿no? (ríe). Lo curioso es que se tiende a eso también, ¿eh?; porque antes se pensaba en Sudamérica, en América del Sur, como en un lugar muy lejano, y con cierto encanto exótico. Y ahora no, ahora nosotros somos sudamericanos; tenemos que resignarnos a serlo, y ser dignos de ese destino, que al fin y al cabo es el nuestro.

—Claro. Continúa el poema:

«… A esta ruinosa tarde me llevaba
el laberinto múltiple de pasos
que mis días tejieron desde un día
de la niñez. Al fin he descubierto
la recóndita clave de mis años,
la suerte de Francisco de Laprida,
la letra que faltaba, la perfecta
forma que supo Dios desde el principio.
En el espejo de esta noche alcanzo
mi insospechado rostro eterno. El círculo
se va a cerrar. Yo aguardo que así sea».

—Está bien este poema, ¿eh?, aunque yo lo haya escrito está bien.

—Está cada vez mejor (ríe).

—Mejorado por usted en este momento, sí, que lo lee con tanta convicción.

—Concluye diciendo:

«… Pisan mis pies la sombra de las lanzas
que me buscan. Las befas de mi muerte,
los jinetes, las crines, los caballos,
se ciernen sobre mí… Ya el primer golpe,
ya el duro hierro que me raja el pecho,
el íntimo cuchillo en la garganta».

—Bueno, yo había estado leyendo los monólogos dramáticos de Browning, y pensé: voy a intentar algo parecido. Pero aquí hay algo… que no está en Browning, y es que el poema corresponde a la conciencia de Laprida; el poema concluye cuando esa conciencia concluye. Es decir, el poema concluye porque quien está pensándolo o sintiéndolo, muere; «el íntimo cuchillo en la garganta» es el último momento de su conciencia y es el último verso. Eso le da fuerza al poema, me parece, ¿no?

—Sí, sin duda.

—Aunque, desde luego, sea del todo inverosímil, porque esos últimos momentos de Laprida, perseguido por quienes iban a matarlo, tienen que haber sido menos racionales, más fragmentarios, más casuales. Tiene que haber tenido percepciones visuales, percepciones auditivas; el hecho de preguntarse si iban a alcanzarlo o no. Pero no sé si eso hubiera servido para un poema; es mejor suponer que él puede ver todo esto con la relativa serenidad que corresponde a la poesía, y con las frases más o menos bien construidas. Creo que si hubiera sido un poema realista, si hubiera sido lo que Joyce llama un monólogo interior, el poema habría perdido mucho; y mejor que sea falso, es decir, que sea literario. 

—Pero, a pesar de eso, hay aspectos del poema que pueden ser verdaderos para todos: usted indica allí que «el laberinto múltiple de pasos» que dio en su vida, fue «tejiendo» ese destino…

—Claro, y yo, que he recorrido muchos países, cuántos pasos habré dado, y esos pasos me llevan al último, que aún ignoro, y que me será revelado en su momento oportuno; que puede ser muy pronto, ya que alcanzada cierta edad, uno puede morirse en cualquier momento. O, en todo caso, uno tiene la esperanza de morirse en cualquier momento.

—O uno puede seguir viajando…

—Sí, o uno puede seguir viajando, sí; eso no se sabe. Yo debería estar cansado de vivir, y sin embargo, me queda bastante curiosidad, sobre todo si pienso en dos países: si pienso en la China y en la India, me parece que mi deber es conocerlos.

—Desde hace años yo hubiera querido comentarle por lo menos dos posibles deducciones del «Poema conjetural».

—¿Cuáles son?

—El poema implica, a través del «laberinto múltiple de pasos» y de esa «clave» que es el destino en él, que todo destino puede tener una coherencia; que puede ser cósmico y tener, por lo tanto, sentido.

—Yo no sé si cósmico, pero que está prefijado sí. Ahora, eso no quiere decir que haya algo o alguien que lo prefije; quiere decir que la suma de efectos y de causas es quizá infinita, y que estamos determinados por esa ramificación de efectos y de causas. Por eso descreo del libre albedrío. Entonces, ese momento sería el último, y habría sido fijado por cada paso que dio Laprida desde que empezó su vida.

—La otra deducción posible, Borges, es la de que los sudamericanos —ya que de eso habla el poema—  habríamos llegado a tener de alguna manera un destino propio, un destino sudamericano.

—Y, un destino triste, ¿eh?; un destino de dictadores. Pero parece que estamos de algún modo predestinados: ningún continente ha dado personas que han querido que los llamen «El Supremo Entrerriano» como Ramírez; «El Supremo» como López en el Paraguay; «El Gran Ciudadano» como no sé quién en Venezuela; «El Primer Trabajador», que no es necesario explicar. Es muy raro, en los Estados Unidos no se ha dado eso; posiblemente hubo algún dictador —yo creo que Lincoln fue un dictador—, pero no se adornó con esos títulos. O «El Restaurador de las Leyes», es más raro todavía: nadie sabe qué leyes fueron, y nadie ha tratado de averiguar tampoco; basta con el título nomás. Vendría a ser un ejemplo de lo que llama «Creacionismo» Huidobro, ¿no?; una literatura que no tiene nada que ver con la realidad. «Restaurador de las Leyes», ¿qué leyes?, ¿qué leyes restauró? Eso no le importa a nadie. Parece que todos han querido tener un epiteto omens.

—Sin embargo, parecería que somos capaces, a veces, de madurar: entre las posibilidades que guardaba nuestro destino está, como dijo usted hace poco, esta nueva esperanza que vivimos ahora.

—Ojalá; en todo caso, debemos ser fieles a esa esperanza, aunque quizá nos cueste algún esfuerzo. ¿Qué otra esperanza tenemos?; creamos en la democracia, por qué no.



Título original: En diálogo
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)
Foto: Borges en su casa con Osvaldo Ferrari (Ibídem)



13/7/16

Alberto Manguel: Herederos de "Pierre Menard, autor del Quijote"






Un cierto día de septiembre de 1939 en Buenos Aires (Byrd estaba por comenzar su tercera expedición antártica y las primeras cartas "vía aérea" desde Inglaterra acababan de llegar a las costas porteñas), los pocos lectores suscriptos a la revista Sur leyeron un breve texto firmado por Jorge Luis Borges en el que se alababa con fervor crítico la obra de un tal Pierre Menard.

Algunos amigos felicitaron a Borges con más lealtad que entusiasmo; un viejo colega, con ejemplar pedantería, le dijo que sus comentarios sobre Menard, si bien justos, no decían nada sobre Menard que no se hubiese dicho antes. Ni los distraídos lectores de Sur, ni los atentos amigos del autor, ni la directora de la revista, la perspicaz Victoria Ocampo, tal vez ni siquiera el propio Borges, se dieron cuenta de que aquella publicación marcaba una de las escasas fechas esenciales de la historia de la literatura. Tal inatención no hubiera sorprendido a Borges quien trece años más tarde, en un artículo llamado El pudor de la historia declararía: "Yo he sospechado que la historia, la verdadera historia, es más pudorosa y que sus fechas esenciales pueden ser, asimismo, durante largo tiempo, secretas".

Pierre Menard, autor del Quijote nació con voluntad de fracaso. Los hechos que lo engendraron son harto conocidos. Durante la Navidad de 1938, Borges se hirió la frente con el borde de una ventana abierta. La herida se infectó y durante varias semanas los médicos creyeron que moriría de septicemia. Cuando empezó a reponerse, temió haber perdido sus capacidades mentales y dudó de si podría volver a escribir. Hasta aquel momento había publicado poemas y reseñas literarias. Pensó que si probaba escribir una reseña y no lo lograba, se sentiría incapacitado para siempre. Pero si trataba de hacer algo nuevo, algo que no había intentado antes, y fallaba, no juzgaría la derrota tan grave y quizás el hecho mismo lo prepararía para la severa revelación final. Decidió escribir un cuento. El resultado fue "Pierre Menard".

Pierre Menard es el lector ideal, el hombre que quiere rescatar un texto volviéndolo a crear tal como fue concebido por su autor. Borges explica: "No quería componer otro Quijote —.lo cual es fácil sino El Quijote". Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran -palabra por palabra y línea por línea- con las de Miguel de Cervantes. Que en última instancia la tarea sea imposible, que el texto re-imaginado sea ahora (a pesar de la coincidencia formal entre los dos) obra de Menard y ya no de Cervantes es la lección implacable que aguarda a cada lector. Nunca leemos un arquetípico original: leemos una traducción de ese original vertido al idioma de nuestra propia experiencia, de nuestra voz, de nuestro momento histórico y de nuestro lugar en el mundo. La terrible conclusión de Pierre Menard es ésta: El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra no existe y nada podrán contra este hecho irrefutable la amenaza de celebraciones, institutos cervantinos, cursos de literatura española, sesudos estudios críticos y ediciones de obsceno lujo. El Quijote original, si insistimos en creer en su existencia, desapareció con el lector Cervantes. Sólo quedaron (lo cual no es poco) los cientos de millones de Quijotes leídos desde que un primer Quijote entró en la imprenta de Juan de la Cuesta y salió despojado de una parte de los capítulos XXIII y XXX. Desde entonces, los colegas de Pierre Menard han invadido el mundo de las letras y nos han dado (y siguen dándonos) sus múltiples Quijotes: el torpe Quijote de Lope, el divino Quijote de Dostoievski, el filosófico Quijote de Unamuno, el brutal Quijote de Nabokov, el tedioso Quijote de Martin Amis, el desdoblado Quijote de Borges, el Quijote de cada uno de nosotros, sus desocupados lectores.

Borges observaría, en un ensayo fundamental sobre Kafka, que "cada escritor crea a sus precursores". Menard no es distinto y a partir de su propia existencia creó una vasta genealogía que incluye, entre muchos otros, al Diderot de Esto no es un cuento, al Lawrence Sterne de Tristam Shandy, al Italo Calvino de Si una noche de invierno un viajero... También, a Robinson Crusoe que lee la Biblia como si fuese una crónica de sus propias desventuras, a Hamlet que lee "palabras, palabras, palabras" y ve en una nube un camello, una comadreja o una ballena, a un tal William Sefton Moorhouse que se convirtió a la fe cristiana al leer la Anatomía de la Melancolía de Burton creyendo que se trataba de un manual teológico de Butler, a los censores militares que prohibieron la entrada a la Argentina de El rojo y el negro de Stendhal, pensando que trataba de una apología del comunismo. Acaso no había sugerido Borges, a propósito de Pierre Menard, que "atribuir a Louis Ferdinand Céline o a James Joyce la Imitación de Cristo ¿no es una suficiente renovación de esos tenues avisos espirituales?

A partir de Pierre Menard, nadie puede volver a leer un libro, cualquier libro, de la misma manera que pensaban leerlo nuestros antepasados. Menard nos ha vuelto creadores o, más bien, nos ha obligado a ser conscientes, como lectores, de nuestra responsabilidad creativa. Antes de aquel mes de septiembre de 1939, podíamos creer que un libro insulso o maravilloso o altisonante o transformador debía su calidad exclusivamente al ingenio de su autor. Después de aquella fecha, no sin cierto orgullo y no sin cierto terror, sabemos que no es así.


Alberto Manguel, París, 2005
Retrato de Jorge Luis Borges, Archivo La Nación

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