2/7/16

Jorge Luis Borges: La personalidad y el Buddha







En el volumen que Edmund Hardy, en 1890, dedicó a una exposición del budismo —Der Buddismus nach älteren Pali-Werken—, hay un capítulo que Schmidt, revisor de la segunda edición, estuvo a punto de omitir pero cuyo tema gravita (a veces de un modo secreto, siempre de un modo inevitable) en todo juicio occidental sobre el Buddha. Me refiero a la comparación de la personalidad del Buddha con la personalidad de Jesús. Esa comparación es viciosa, no sólo por las diferencias profundas (de cultura, de nación, de propósito) que separan a los dos maestros, sino por el concepto mismo de personalidad, que conviene a uno, no a otro. En el prólogo de la admirada y sin duda admirable versión de Karl Eugen Neumann se alaba el “ritmo personal” de los sermones del Buddha; Hermann Beckh (Buddhismus, I, 89) cree percibir en los textos del canon pali “el sello de una personalidad singular”; ambas cosas, entiendo, pueden inducir a error.
Es verdad que no faltan, en la leyenda y en la historia del Buddha, esas leves e irracionales contradicciones que son el estilo del yo —la admisión de su hijo Rahula en la orden, a la edad de siete años, contrariando los mismos reglamentos estatuidos por él; la elección de un sitio agradable, “con un río de agua muy clara y campos y poblaciones alrededor”, para los duros años de penitencia; la mansedumbre del hombre que, al predicar, lo hace “con voz de león”; el deplorado almuerzo de carne salada de cerdo (según Friedrich Zimmermann, de hongos) que apresura la muerte del gran asceta—, pero su número es limitado. Tan limitado que Senart, en un Essai sur la légende du Bouddha, publicado en 1882, propuso una “hipótesis solar”, según la cual el Buddha es, como Hércules, una personificación del sol, y su biografía es un caso muy avanzado de symbolisme atmosphérique. Mara es las nubes tormentosas, la Rueda de la Ley que el Buddha hizo girar en Benares es el disco solar, el Buddha muere al anochecer… Aún más escéptico, o más crédulo, que Senart, el indólogo holandés H. Kern vio en el primer concilio budista la figuración alegórica de una constelación. Otto Franke, en 1914, pudo escribir que “Buddha Gotama equivale estrictamente a N. N”.
Sabemos que el Buddha, antes de ser el Buddha (antes de ser el Despierto), era un príncipe, llamado Gautama y Siddhartha. Sabemos que a los veintinueve años dejó su mujer, sus mujeres, su hijo, y practicó la vida ascética, como antes la vida carnal. Sabemos que durante seis años gastó su cuerpo en las penitencias; cuando el sol o la lluvia caían sobre él, no cambiaba de sitio; los dioses que lo vieron tan demacrado creyeron que había muerto. Sabemos que al fin comprendió que la mortificación es inútil y se bañó en las aguas de un río y su cuerpo recuperó el antiguo fulgor. Sabemos que buscó la higuera sagrada que en cada ciclo de la historia resurge en el continente del Sur para que a su sombra puedan los Buddha alcanzar el Nirvana. Después, la alegoría o la leyenda empañan los hechos. Mara, dios del amor y de la muerte, quiere abrumarlo con ejércitos de jabalíes, de peces, de caballos, de tigres y de monstruos; Siddhartha, inmóvil y sentado, los vence, pensándolos irreales. Las huestes infernales lo bombardean con montañas de fuego; éstas, por obra de su amor, se convierten en palacios de flores. Los proyectiles configuran aureolas o forman una cúpula sobre el héroe. Las hijas de Mara quieren tentarlo; les dice que son huecas y corruptibles. Antes del alba, cesa la batalla ilusoria y Siddhartha ve sus previas encarnaciones (que ahora tendrán fin pero que no tuvieron principio) y las de todas las criaturas y la incesante red que entretejen los efectos y causas del universo. Intuye, entonces, las Cuatro Verdades Sagradas que predicará en el Parque de las Gacelas. Ya no es el príncipe Siddhartha, es el Buddha. Es el Despierto, el que ya no sueña que es alguien, el que no dice: “Yo soy, éste es mi padre, ésta es mi madre, ésta es mi heredad”. Es también el Tathâgata, el que recorrió su camino, el cansado de su camino.
En la primera vigilia de la noche, Siddhartha recuerda los animales, los hombres y los dioses que ha sido, pero es erróneo hablar de transmigraciones de su alma. A diferencia de otros sistemas filosóficos del Indostán, el budismo niega que haya almas. El Milindapañha, obra apologética del siglo II, refiere un debate cuyos interlocutores son el rey de la Bactriana, Menandro, y el monje Nagasena; éste razona que así como el carro del rey no es las ruedas ni la caja ni el eje ni la lanza ni el yugo, tampoco el hombre es la materia, la forma, las impresiones, las ideas, los instintos o la conciencia. No es la combinación de esas partes ni existe fuera de ellas. La primera suma teológica del budismo, el Visuddhimagga (Sendero de la Pureza), declara que todo hombre es una ilusión, impuesta a los sentidos por una serie de hombres momentáneos y solos. “El hombre de un momento pasado”, nos advierte ese libro, “ha vivido, pero no vive ni vivirá; el hombre de un momento futuro vivirá, pero no ha vivido ni vive; el hombre del momento presente vive, pero no ha vivido ni vivirá”, dictamen que podemos cotejar con éste de Plutarco (De E apud Delphos,18): “El hombre de ayer ha muerto en el de hoy, el de hoy muere en el de mañana”. Un carácter, no un alma, yerra en los ciclos del Samsara de un cuerpo a otro; un carácter, no un alma, logra finalmente el Nirvana, o sea la extinción. (Durante años, el neófito se adiestra para el Nirvana mediante rigurosos ejercicios de irrealidad. Al andar por la casa, al conversar, al comer, al beber, debe reflexionar que tales actos son ilusorios y no requieren un actor, un sujeto constante.)
En el Sendero de la Pureza se lee: “En ningún lado soy un algo para alguien, ni alguien es algo para mí”; creerse un yoattavada es la peor de las herejías para el budismo. Nagarjuna, fundador de la escuela del Gran Vehículo, forjó argumentos que demostraban que el mundo aparencial es vacuidad; ebrio de razón, los volvió después (no pudo no volverlos) contra las Verdades Sagradas, contra el Nirvana, contra el Buddha. Ser, no ser, ser y no ser, ni ser ni no ser; Nagarjuna refutó la posibilidad de esas alternativas. Negadas la substancia y los atributos, tuvo asimismo que negar su extinción; si no hay Samsara, tampoco hay extinción del Samsara y es erróneo decir que el Nirvana es. No menos erróneo, observó, es decir que no es, porque negado el ser, queda también negado el no ser, que depende (siquiera verbalmente) de aquél. “No hay objetos, no hay conocimiento, no hay ignorancia, no hay destrucción de la ignorancia, no hay dolor, no hay origen del dolor, no hay aniquilación del dolor, no hay camino que lleve a la aniquilación del dolor, no hay obtención, no hay no-obtención del Nirvana”, nos advierte uno de los sutras del Gran Vehículo. Otro funde en un solo plano alucinatorio el universo y la liberación, Nirvana y Samsara. “Nadie se extingue en el Nirvana, porque la extinción de inconmensurables, innumerables seres en el Nirvana es como la extinción de una fantasmagoría creada por artes mágicas.” La negación no basta y se llega a negaciones de negaciones; el mundo es vacuidad y también es vacía la vacuidad. Los primeros libros del canon habían declarado que el Buddha, durante su noche sagrada, intuyó la infinita encadenación de todos los efectos y causas; los últimos, redactados siglos después, razonan que todo conocimiento es irreal y que si hubiera tantos Ganges como hay granos de arena en el Ganges y otra vez tantos Ganges como granos de arena en los nuevos Ganges, el número de granos de arena sería menor que el número de cosas que ignora el Buddha.
Tales pasajes no son ejercicios retóricos; proceden de una metafísica y de una ética. Podemos contrastarlos con muchos de fuente occidental; por ejemplo, con aquella carta en que César dice que ha puesto en libertad a sus adversarios políticos, a riesgo de que retomen las armas, “porque nada anhelo más que ser como soy y que ellos sean como son”. El goce occidental de la personalidad late en esas palabras, que Macaulay juzgaba las más nobles que jamás se escribieron. Aún más ilustrativa es la catástrofe de Peer Gynt; el misterioso Fundidor se dispone a derretir al héroe; esta consumación, infernal en América y en Europa, equivale estrictamente al Nirvana.
Oldenberg ha observado que el Indostán es tierra de tipos genéricos, no de individualidades. Sus vastas obras son de carácter colectivo o anónimo; es común atribuirlas a determinadas escuelas, familias o comunidades de monjes, cuando no a seres míticos (Winternitz: Geschichte der indischen Litteratur, I, 24) o, con indiferencia espléndida, al Tiempo (Fatone: El budismo “nihilista”, 14).
El budismo niega la permanencia del yo, el budismo predica la anulación; imaginar que el Buddha, que voluntariamente dejó de ser el príncipe Siddhartha, pudo resignarse a guardar los miserables rasgos diferenciales que integran la llamada personalidad, es no comprender su doctrina. También es trasladar —anacrónicamente, absurdamente— una superstición occidental a un terreno asiático. Léon Bloy o Francis Thompson hubieran sido para el Buddha ejemplos cabales de hombres extraviados y erróneos, no sólo por la creencia de merecer atenciones divinas sino por su tarea de elaborar, dentro del lenguaje común, un pequeño y vanidoso dialecto. No es indispensable ser budista para entenderlo así; todos sentimos que el estilo de Bloy, en el que cada frase busca un asombro, es moralmente inferior al de Gide, que es, o simula ser, genérico.
De Chaucer a Marcel Proust, la materia de la novela es el no repetible, singular sabor de las almas; para el budismo no hay tal sabor o es una de las tantas vanidades del simulacro cósmico. El Cristo predicó para que los hombres tuvieran vida y para que la tuvieran en abundancia (Juan, 10, 10); el Buddha, para proclamar que este mundo, infinito en el tiempo y en el espacio, es un fuego doliente. “Buddha Gotama equivale estrictamente a N. N.”, escribió Otto Franke; cabría contestarle que el Buddha quiso ser N. N.




Sur, 1931-1951, Buenos Aires, Año XIX, N.º 192-193-194, octubre, noviembre, diciembre de 1950
Año del Libertador General San Martín. 
Número especial de Sur en su vigésimo aniversario. Después de este número la revista cambió de formato. (N. del E.)

En Borges en Sur (1999)

Y también en:
Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el autor. Buenos Aires, Editorial Celtia, 1982

Antologado en  Miscelánea
Barcelona, Random-House Mondadori -DeBolsillo-, 2011

     Foto: Borges ¿en México 1981? (sin atribución) Vía


1/7/16

Jorge Luis Borges: A una moneda







Fría y tormentosa la noche que zarpé de Montevideo.
Al doblar el Cerro,
tiré desde la cubierta más alta
una moneda que brilló y se anegó en las aguas barrosas,
una cosa de luz que arrebataron el tiempo y la tiniebla.
Tuve la sensación de haber cometido un acto irrevocable,
de agregar a la historia del planeta
dos series incesantes, paralelas, quizá infinitas:
mi destino, hecho de zozobra, de amor y de vanas vicisitudes
y el de aquel disco de metal
que las aguas darían al blando abismo
o a los remotos mares que aún roen
despojos del sajón y del viking.
A cada instante de mi sueño o de mi vigilia
corresponde otro de la ciega moneda.
A veces he sentido remordimiento
y otras envidia,
de ti que estás, como nosotros, en el tiempo y su laberinto
y que no lo sabes.


En El otro, el mismo (1964)
Foto: Transformaciones, Borges
©Wald Fulgenzi, Mar del Plata, 1981


30/6/16

Alberto Manguel: Con Borges [Parte 2]






En su casa (al igual que en el despacho que ocupó durante años en la Biblioteca Nacional), Borges buscaba el bienestar de la rutina, y nada parecía cambiar jamás en el espacio que él ocupaba. Cada anochecer, en cuanto yo atravesaba la cortina de la entrada, se revelaba de inmediato la disposición del piso. A la derecha, una mesa oscura cubierta con un mantel de encaje y cuatro sillas de respaldos rectos constituían el comedor; a la izquierda, al pie de una ventana, había un diván raído y dos o tres sillones. Borges solía sentarse en el diván y yo ocupaba uno de los sillones, frente a él. Sus ojos ciegos tenían siempre una mirada melancólica, aun cuando se arrugasen al reír, y se fijaban por lo común en un punto del espacio, al tiempo que él hablaba y que mis ojos recorrían la habitación, familiarizándose otra vez con los objetos de su vida cotidiana: una mesita en la que reposaban un jarrón de plata y un mate que había sido de su abuelo, un minúsculo escritorio que databa de la primera comunión de su madre, dos estantes blancos afianzados para sostener enciclopedias y dos bajas estanterías de madera oscura. En la pared colgaba un cuadro pintado por su hermana Norah, que representaba la Anunciación, y un grabado de Piranesi que mostraba unas misteriosas ruinas circulares. Un corto pasillo, a la izquierda, conducía a los dormitorios: el de su madre, lleno de viejas fotografías; el suyo, simple como la celda de un monje. A veces, cuando estábamos a punto de dar un paseo nocturno o de ir a cenar al Hotel Dora, que quedaba en la vereda de enfrente, nos llegaba la voz incorpórea de doña Leonor: «Georgie, no te olvides el abrigo, que puede refrescar». Doña Leonor y Beppo, el gran gato blanco, eran dos presencias fantasmales en aquel lugar.
No veía con mucha frecuencia a doña Leonor. Generalmente estaba en su dormitorio cuando yo llegaba, y su voz sólo soltaba de vez en cuando una orden o una recomendación. Borges la llamaba madre y ella empleaba siempre «Georgie», sobrenombre inglés que le había dado su abuela, oriunda de Nortumbria. Borges supo desde su temprana infancia que sería escritor, y su vocación fue aceptada como parte de la mitología familiar. Resulta curioso que en 1909 Evaristo Carriego, poeta del barrio, amigo de la familia y tema central de uno de los primeros libros de Borges, escribiera unos versos en tributo al hijo de doña Leonor, que, a los diez años, era ya todo un aficionado a la lectura:
Y que tu hijo, el niño aquel
de tu orgullo, que ya empieza
a sentir en la cabeza
breves ansias de laurel,
vaya, siguiendo la fiel
ala de la ensoñación,
de una nueva anunciación
a continuar la vendimia
que dará la uva eximia
del vino de la Canción.
Previsiblemente feroz, doña Leonor sobreprotegía a su famoso hijo. En una ocasión, entrevistada para un documental de la televisión francesa, cometió un lapsus que habría hecho las delicias de Freud. A una pregunta sobre sus labores como secretaria de Borges, explicó que así como en su momento había asistido a su esposo ciego, ahora hacía lo mismo por su hijo ciego. Quería decir: «J’ai été la main de mon mari; maintenant, je suis la main de mon fils» («Yo era la mano de mi esposo, ahora soy la mano de mi hijo»), pero, abriendo el diptongo en «main» como suelen hacerlo los hispanohablantes, dijo en cambio: «J’ai été l’amant de mon mari; maintenant, je suis l’amant de mon fils» («Yo era la amante de mi esposo, ahora soy la amante de mi hijo»). Quienes la conocían no se asombraron.
El dormitorio de Borges (algunas veces me enviaba a buscar allí un libro) era lo que los historiadores militares llamarían «espartano». Una cama de hierro con una colcha blanca sobre la que Beppo a menudo se acurrucaba, una silla, un pequeño escritorio y dos bibliotecas de escasa altura conformaban el único mobiliario. En la pared colgaba un plato de madera con los escudos de armas de los diversos cantones de Suiza y el grabado de Durero «El Caballero, la Muerte y el Diablo», celebrado en dos rigurosos sonetos. A lo largo de su vida, Borges repitió un mismo rito antes de dormir: se deslizaba dentro de un camisón blanco y, cerrando los ojos, recitaba en voz alta el Padrenuestro en inglés.
Su mundo era totalmente verbal: la música, el color o las formas apenas cabían en él. En muchas ocasiones confesó que, en lo concerniente a la pintura, había sido siempre ciego. Sostenía que admiraba la obra de su amigo Xul Solar y la de su hermana Norah Borges, aparte de la de Durero, Piranesi, Blake, Rembrandt y Turner, pero éstos eran amores más literarios que iconográficos. Criticaba a El Greco por poblar sus paraísos con duques y arzobispos («un paraíso que se parece al Vaticano es mi idea del infierno...») y casi nunca hablaba sobre otros pintores. Parecía también insensible a la música. Decía que le gustaba Brahms (uno de sus mejores cuentos se llama «Deutsches Réquiem»), pero escuchaba raramente su música. De vez en cuando, ante la música de Mozart, juraba que ahora era un converso y que no conseguía entender cómo había hecho para vivir tanto tiempo sin Mozart; pero luego se olvidaba por completo del asunto, hasta la siguiente epifanía. Solía cantar o tararear un tango (sobre todo los más antiguos) o una milonga, pero detestaba a Astor Piazzola. El tango, a su entender, había entrado en decadencia a partir de 1910. En 1965 escribió las letras de una media docena de milongas, pero dijo que jamás escribiría una letra de tango. «El tango es nocturno y, para mis oídos, demasiado sentimental, demasiado próximo a los melodramas franceses como Lorsque tout est fini...» Decía que le gustaba el jazz. Se acordaba de la música que acompañaba a ciertas películas, aunque no tanto por la música en sí misma como por la forma en que ésta servía de apoyo a la historia; tal era el caso de la banda sonora compuesta por Bernard Hermann para Psicosis, film que valoraba enormemente como «otra versión del tema del Doppelgänger, en la cual el homicida se convierte en su madre, la persona que él ha asesinado». Esta idea le resultaba misteriosamente atractiva.

Me pide que lo acompañe al cine, a ver un musical: West Side Story. Lo ha visto muchísimas veces y nunca parece aburrirse de él. En camino, canturrea «María» y señala que el nombre de la amada deja de ser un mero nombre para convertirse en una fórmula divina: Beatrice, Julieta, Lesbia, Laura. «Al final, todo estará contaminado por ese nombre», dice. «Por supuesto, quizá no produciría el mismo efecto si el nombre de la chica fuese Gumersinda, ¿no? O Bustefrieda. O Berta-la-de-los-pies-grandes», bromea y ríe por lo bajo. Nos sentamos en el cine al mismo tiempo que las luces se apagan. Es más fácil ver con Borges una película que él ya ha presenciado porque hay menos que describir. A cada momento, él asegura que puede ver lo que ocurre en la pantalla, probablemente porque otra persona se lo ha descrito en alguna función previa. Hace una serie de comentarios sobre el tono épico de la rivalidad entre las pandillas, sobre el papel de las mujeres, sobre el uso del color rojo para describir Nueva York en invierno. Después, mientras lo acompaño de vuelta a su casa, habla de las ciudades que son ellas mismas personajes literarios: Troya, Cartago, Londres, Berlín. Podría haber agregado Buenos Aires, a la que le ha conferido una especie de inmortalidad. Le gusta caminar por las calles de Buenos Aires; al principio lo hacía por las de los barrios del Sur; más tarde, por las calles siempre atiborradas del centro, donde, como Kant en Königsberg, se ha vuelto casi un elemento del paisaje.




Con Borges
Madrid, Alianza Editorial, 2004, Págs. 21-32
Título original: Chez Borges
Alberto Manguel, 2001
Traducción: Traducido del inglés por Eduardo Berti
Fotos: Sara Facio

En ésta [pág. 27] Borges se arregla para recibir en su casa
a una periodista brasileña (1980)
Acá la Parte 1



29/6/16

Jorge Luis Borges: Prólogo [Manual de Zoología Fantástica]








A un chico lo llevan por primera vez al jardín zoológico. Ese chico será cualquiera de nosotros o, inversamente, nosotros hemos sido ese chico y lo hemos olvidado. En ese jardín, en ese terrible jardín, el chico ve animales vivientes que nunca ha visto; ve jaguares, buitres, bisontes y, lo que es más extraño, jirafas. Ve por primera vez la desatinada variedad del reino animal, y ese espectáculo, que podría alarmarlo u horrorizarlo, le gusta. Le gusta tanto que ir al jardín zoológico es una diversión infantil, o puede parecerlo. ¿Cómo explicar este hecho común y a la vez misterioso?

Podemos, desde luego, negarlo. Podemos pretender que los niños bruscamente llevados al jardín zoológico adolecen, veinte años después, de neurosis, y la verdad es que no hay niño que no haya descubierto el jardín zoológico y que no hay persona mayor que no sea, bien examinada, neurótica. Podemos afirmar que el niño es, por definición, un descubridor y que descubrir el camello no es más extraño que descubrir el espejo o el agua o las escaleras. Podemos afirmar que el niño confía en los padres que lo llevan a ese lugar con animales. Además, el tigre de trapo y el tigre de las figuras de la enciclopedia lo han preparado para ver sin horror al tigre de carne y hueso. Platón (si terciara en esta investigación) nos diría que el niño ya ha visto al tigre, en el mundo anterior de los arquetipos, y que ahora al verlo lo reconoce. Schopenhauer (aún más asombrosamente) diría que el niño mira sin horror a los tigres porque no ignora que él es los tigres y los tigres son él o, mejor dicho, que los tigres y él son de una misma esencia, la Voluntad.

Pasemos, ahora, del jardín zoológico de la realidad al jardín zoológico de las mitologías, al jardín cuya fauna no es de leones sino de esfinges y de grifos y de centauros. La población de este segundo jardín debería exceder a la del primero, ya que un monstruo no es otra cosa que una combinación de elementos de seres reales y que las posibilidades del arte combinatorio lindan con lo infinito. En el centauro se conjugan el caballo y el hombre, en el minotauro el toro y el hombre (Dante lo imaginó con rostro humano y cuerpo de toro) y así podríamos producir, nos parece, un número indefinido de monstruos, combinaciones de pez, de pájaro y de reptil, sin otros límites que el hastío o el asco. Ello, sin embargo, no ocurre; nuestros monstruos nacerían muertos, gracias a Dios. Flaubert ha congregado, en las últimas páginas de la Tentación, todos los monstruos medievales y clásicos y ha procurado, sus comentadores nos dicen, fabricar alguno; la cifra total no es considerable y son muy pocos los que pueden obrar sobre la imaginación de la gente. Quien recorra nuestro manual comprobará que la zoología de los sueños es más pobre que la zoología de Dios.

Ignoramos el sentido del dragón, como ignoramos el sentido del universo, pero algo hay en su imagen que concuerda con la imaginación de los hombres, y así el dragón surge en distintas latitudes y edades. Es, por decirlo así, un monstruo necesario, no un monstruo efímero y casual, como la quimera o el catoblepas.

Por lo demás, no pretendemos que este libro, acaso el primero en su género, abarque el número total de los animales fantásticos. Hemos investigado las literaturas clásicas y orientales, pero nos consta que el tema que abordamos es infinito.

Deliberadamente, excluimos de este manual las leyendas sobre transformaciones del ser humano: el lobisón, el werewolf, etc.

Queremos asimismo agradecer la colaboración de Leonor Guerrero de Coppola, de Alberto D'Aversa y de Rafael López Pellegri.


En Manual de Zoología Fantástica (1957)
Con la colaboración de Margarita Guerrero 
Retrato de Borges fotografiado junto a su hermana Norah 
Junio de 1908, Jardín Zoológico de Buenos Aires

28/6/16

Jorge Luis Borges: La eternidad y T. S. Eliot








(Fragmento)

Puede afirmarse, con un suficiente margen de error, que la Eternidad fue inventada a los pocos años de la dolencia crónica intestinal que mató a Marco Aurelio, y que el lugar de esa vertiginosa invención fue la barranca de Fourvière, que antes se nombró Forum vetus, célebre ahora por el funicular y por la basílica. Pese a la autoridad de quien la inventó, —el obispo Ireneo— esa primera Eternidad fue otra cosa que un vano paramento sacerdotal o lujo eclesiástico: fue una resolución y fue un arma. El Verbo es engendrado por el Padre, el Espíritu Santo es producido por el Padre y el Verbo; los gnósticos solían inferir de esas dos innegables operaciones que el Padre era anterior al Verbo, y los dos al Espíritu. Esa inferencia disolvía la Trinidad. Ireneo aclaró que el doble proceso —generación del Hijo por el Padre, emisión del Espíritu por los dos— no aconteció en el tiempo, sino que agota de una vez el pasado, el presente y el porvenir. La aclaración prevaleció y ahora es dogma. Así fue decretada la eternidad, antes apenas consentida en la sombra de algún difuso texto platónico. La buena conexión y distinción de las Tres hipóstasis del Señor, es un problema inverosímil ahora, y esa futilidad parece contaminar la respuesta; pero no cabe duda de la grandeza del resultado, siquiera para alimentar la esperanza: Aeternitas est merum hodie, est inmediata et lucida fruido rerum infinitarum.* Lo cierto es que la sucesión es una intolerable miseria y que los apetitos magnánimos codician toda la variedad del espacio y todos los minutos del tiempo.

T. S. Eliot (Selected essays, 1932, páginas 13 a 25), también ha requisado una Eternidad, pero de carácter estético. Estas son sus claras palabras: El sentido histórico hace escribir a un hombre, no meramente con su generación en la sangre, sino con la conciencia de que toda la literatura europea, y en ella la de su país, tiene un simultáneo existir y forma un orden que es también simultáneo... La aparición de una obra de arte afecta a cuantas obras de arte la precedieron. El orden ideal es modificado por la introducción de la nueva (de la efectivamente nueva) obra de arte. Ese orden es cabal antes de aparecer la obra nueva; para que ésta no lo destruya, una alteración total es imprescindible, siquiera sea levísima. El pasado es modificado por el presente, el presente es dirigido por el pasado. Y luego: El poeta debe sentir que la mente de Europa —la mente de su propia nación: esa mente que uno llega a reconocer como mucho más importante que su mente particular— es una mente que varía y que esa variación es un desarrollo que no pierde nada en su avance, que no jubila a Shakespeare ni a Homero ni a los decoradores murales de la caverna de Altamira.

La singularidad de esa doctrina es más evidente que su precisión o su empleo. Para no demorarnos en el asombro, conviene recordar los conceptos que intenta conciliar o eludir. Uno es la idea de progreso. Esa idea inestable bien puede corresponder a la realidad, pero el abyecto siglo diecinueve la apadrinó. Somos del siglo veinte —id est, ya somos demasiado evolucionados para dar crédito a groses [sic] falacias como la evolución. Quede esa ingenuidad para los varones de los daguerrotipos desvanecidos y de los botines de elástico. Burlas aparte, el indefinido progreso hace de todo libro el borrador de un libro sucesivo: condición que si linda con lo profético, da en lo insensato y embrionario también. Los historiadores más alemanes pierden la paz ante esas dinastías de la variación, del plagio y del fraude; los franceses reducen la historia de la poesía a las generaciones de Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Rimbaud, que engendró a Apollinaire, que engendró a Dada, que engendró a Bretón. España admite con fervor esa cosmogonía, siempre que Góngora sea el iniciador de la serie, el primer Adán.

La hipótesis contraria, la de los clásicos, es mucho más inepta. Bernard Shaw hace notar que San Mateo Evangelista insiste en dos cosas: en el claro linaje de Jesús como hijo de José el carpintero (que era de la casa real de David) y en que Jesús no era hijo de José, sino del Espíritu y una virgen. Los postulados de la hipótesis clásica no son menos incompatibles. De un lado afirma que la erudición y el fino trabajo son las condiciones del arte; de otro que las tortugas moralistas de Lafontaine y la novela popular Don Quijote y la analfabeta Odisea tienen secreta y permanente razón. El público venera esas prescripciones, porque le importa menos la claridad que la aprobación de sus gustos —entre los que se cuenta el opinar que no hay como el progreso pero que no hay como lo antiguo también. A esa benévola admisión de opiniones confusas debe su favor la teoría. La contradicción es fundamental. El clasicismo quiere ser un canon estético, pero está henchido de eruditas lealtades y de fines vindicatorios. La prioridad le importa mucho más que la no perfección. Ha producido un monstruo peculiar —la antología histórica— donde se quieren conciliar vanamente el goce literario con la distribución precisa de glorias. Ha bendecido aberraciones como la fábula, que degrada los pájaros del aire y los árboles de la tierra a tristes ornamentos de la moral. Ha fomentado con tesón el anacronismo: la palabra Júpiter en la boca que cree en el Dios hebreo, la palabra Dios en la boca que cree en el generoso Azar. Ha conservado imaginaciones horribles: diosas paridas por la espuma, las seis gargantas y los dieciocho arcos de dientes de Escila, llenos de muerte negra, el perro venenoso de tres caras que cuida los dormitorios de hierro de las Euménides, una ingeniosa vaca de madera que sortea los inconvenientes de la liaison de una mujer y un toro, un anciano aquejado de elefantiasis que contrae matrimonio con su madre después de resolver una adivinanza, quimeras y amorcillos y basiliscos y fétidas harpías, un orbe de animales combinados y de obscenidades inútiles. Ha inventado el sentido histórico: recurso invulnerable, que expone la rudeza de la época para cubrir las imperfecciones de Calderón, y que venera en Calderón el más alto genio de esa época feliz, cuyo esplendor apenas imaginamos. No quiero traer más ejemplos: el amor anticuario del clasicismo es tan poderoso que un clasicismo recto, que juzgara según su propio canon y prescindiera de piedades históricas, importaría una novedad superior a cuantas nos remiten desde París, cada tantos inviernos.


Llego a la tesis formulada por Eliot. No es la vindicación o el instrumento de un gusto personal. No se propone recusar el acumulado orden clásico ni promete a sus clientes un talismán que vaticine glorias. No es una idea política, por más que su inventor quiera enardecerla contra las buenas invenciones sintácticas de Cari Sandburg o en pro del inverosímil Rostand. Su corolario —la influencia del presente sobre el pasado— es de una veracidad literal, aunque parece una travesura relativista. Pruebas no faltan. Los contemporáneos ven en el libro una generosa efusión, los descendientes un mundito especial que consta sobre todo de límites. Por obra de Barbusse y de Lawrence, las camas turbulentas de la saga de los Rougon-Macquart son de una reserva ya clásica. En cambio, Góngora, la "extrema izquierda", en el proceso literario español, era esencialmente un artífice algo menos complejo que Pope, que en el proceso literario inglés hace de Boileau. 



* Este primer párrafo puede encontrarse con variantes 

en el apartado II del ensayo Historia de la eternidad
en J. L. Borges, Historia de la eternidad, Buenos Aires, Emecé Editores, 1953


Poesía,  Revista Internacional de Poesía Buenos Aires
Vol. 1, N° 3, Entr. 2, julio de 1933

Luego en Textos Recobrados 1931-1955

© 2001 María Kodama
© Emecé Editores, 2001

Foto Borges (detalle): Picture Alliance/Effigie/Leemage  



27/6/16

Jorge Luis Borges: Isidoro Acevedo







   ¿De quién es la memoria de los días 
que fueron tuyos en el tenue tiempo 
de la ciudad perdida que seguimos 
llamando Buenos Aires? Era otra, 
con las calles de tierra y con el patio 
propicio a la diamela y a la tarde, 
y cariñosas quintas en Barracas, 
y las orillas en que entraba el campo 
y el cimbrón de la res en los corrales 
de Miserere y la caliente daga 
del mazorquero en la garganta humana. 
¿De quién serán ahora esos recuerdos 
y los otros más íntimos, abuelo, 
de Leonor tu mujer, hija de Suárez, 
el de Junín, y la pausada muerte 
de Estanislao del Campo, tu vecino, 
que fue tu amigo y sigue siendo el nuestro, 
y el caballo sudado y las patriadas 
de Cepeda y Pavón y el Puente Alsina? 
Tuyos no son, que eres apenas polvo. 
Míos no pueden ser; los entreveo 
y se van como un sueño en la alborada 
y por ventura son más míos que tuyos 
y hoy son de quien los mira en este pálido 
espejo de palabras apagadas, 
salvo que exista inconcebiblemente 
un archivo de Dios, una memoria 
de todo lo que fue desde el principio, 
que también se dilata hacia un pasado 
que no tiene principio. Mi tarea 
es rescatar lo ajeno, lo de nadie, 
lo que sólo perdura en una anécdota, 
en el daguerrotipo que se borra, 
en el mármol que cubre la ceniza. 
Soy una piedra rúnica que el tiempo 
roe y destroza en un antiguo páramo. 
Soy aquel que ha trazado una escritura 
secreta que no entiende y que ninguno 
acabará de descifrar. Dios sabe 
si llegará la sombra que la espera.



En revista Davar, Buenos Aires, Número 214, Invierno de 1970
Luego en Textos Recobrados 1956-1986 (1997)
Retrato de Borges, ©Susan Meiselas/Magnum Photos 

26/6/16

Carlos Gamerro: Borges y la tradición mística





I. Mística
Voy a partir de la suposición de que Borges arrastró durante toda su vida literaria una íntima frustración: la de no haber sido un poeta místico. Como evidencia, por ahora, voy a citar una de dos frases suyas que me han sugerido esta idea. En el epílogo a El libro de arena que es de 1975 y por lo tanto da cuenta de casi toda su vida literaria, dice, hablando de su cuento "El Congreso": "El fin quiere elevarse, sin duda en vano, a los éxtasis de Chesterton o de John Bunyan. No he merecido nunca semejante revelación, pero he procurado soñarla". Poca cosa, dirá el lector. Puede ser. Pero entre la humildad del "no he merecido" y la resignación de "he procurado soñarla", cada vez que la leo me deja una sensación de vaga tristeza. Seguramente porque quien la escribió era Borges, nada menos, un hombre al que muchos han estado y están tentados de calificar de visionario, a veces impulsados por ese mito que asocia la ceguera con la visión interior, la profecía y la clarividencia; (tengamos en cuenta que "místico" se deriva del griego µύειν, cerrar los ojos), otras veces por razones más valederas. Pero creo que una de las razones fundamentales es que al leerla, inmediatamente supe que era cierto. Borges nunca había tenido una revelación, un éxtasis como los que habían experimentado algunos de sus autores favoritos y también —esto es lo más interesante— algunos de sus propios personajes. Borges no fue un místico.
¿Qué es exactamente un místico, y cuál la experiencia que lo define como tal? Tomo la definición de Gershom Scholem, por ser un autor que Borges frecuentaba y respetaba, en el capítulo "La autoridad religiosa y la mística" de su libro La cábala y su simbolismo nos dice Scholem: "Místico es aquel al que se ha concedido una expresión inmediata, y sentida como real, de la divinidad, de la realidad última... Tal experiencia le puede haber venido por medio de un repentino resplandor, una iluminación, o bien como resultado de largas y acaso complicadas preparaciones".
El mismo Borges, en Qué es el budismo, enuncia las siguientes características que, según él, comparten la mística cristiana, islámica y budista: a) el desdén por los esquemas racionales; b) la percepción intuitiva, ajena a los sentidos; c) el conocimiento absoluto, que nos da una certidumbre cabal e irrefutable; d) la aniquilación del Yo; e) la visión del múltiple universo transformado en unidad; f) una sensación de felicidad intensa.
Yo agregaría una g) la anulación de la duración, de la sucesión temporal, o sea una entrada —así fuera temporaria— en la eternidad, porque si bien Borges no la incluye en este texto en particular, más de una vez se refiere a ella. Esta anulación de la sucesión temporal supone otra cualidad fundamental de la experiencia mística, que es su carácter no verbal —ya que el lenguaje humano, el verbal al menos, es sucesivo, es decir, inconcebible sin la duración.
La visión mística resuelve las contradicciones: desaparece la distancia sujeto-objeto, se vuelven simultáneos presente, pasado y futuro, el espacio entero cabe en un punto, o en palabras de Blake:
To see a World in a Grain of Sand
And a Heaven in a Wild Flower,
Hold Infinity in the palm of your hand
And Eternity in an hour.
Y se vuelven equivalentes lo uno y lo múltiple, el todo y la nada.
La lista de poetas místicos o visionarios es, al menos en Occidente, relativamente escasa y mayormente constante. Entre los autores que Borges frecuenta se suele tachar de místicos a Dante, Ángelus Silesius, Swedenborg, Blake, Whitman y Rimbaud. No a todos Borges les concede el título habilitante: reconoce la plena dignidad de místico a Swedenborg, y, siguiendo en esto a Emerson, lo convierte en prototipo del místico. Del místico, más que de poeta místico: ese sitial parece corresponderle a Blake ("Blake era un gran poeta, cosa que Swedenborg no era", dice Borges en los Diálogos con Osvaldo Ferrari).
Por su formación, Swedenborg no era poeta, sino hombre de ciencia; por eso sus escritos "en árido latín", al decir del poema "Emanuel Swedenborg" de Borges, nos presentan una suerte de topografía de las regiones celestiales e infernales. "Hay una diferencia esencial entre Swedenborg y los otros místicos. En el caso de San Juan de la Cruz, tenemos descripciones muy vívidas del éxtasis. Tenemos el éxtasis referido en término de experiencias eróticas o con metáforas de vino... En cambio en la obra de Swedenborg no hay nada de eso. Es la obra de un viajero que ha recorrido tierras desconocidas y que las describe tranquila y minuciosamente", dice Borges en la conferencia "Emanuel Swedenborg" de Borges, oral.
A Dante, en cambio, lo coloca —como a sí mismo— del lado de los que, sin experimentarlo, han procurado soñar un transporte semejante: "En el caso de Dante, que también nos ofrece una descripción del Infierno, del Purgatorio y del Paraíso, entendemos que se trata de una ficción literaria. No podemos creer realmente que todo lo que relata se refiere a una vivencia personal", dice Borges en la misma conferencia. A los éxtasis soñados de Dante y los suyos propios, Borges agrega las supuestas iluminaciones de Rimbaud: "Rimbaud no fue un visionario (a la manera de William Blake o de Swedenborg) sino un artista en busca de experiencias que no logró", afirma Borges en "Dos interpretaciones de Arthur Rimbaud".
Más complejo es el caso de Walt Whitman, cuyo carácter de poeta místico fue afirmado por su discípulo Richard Bucke, quien sugirió que la experiencia mística originaria, la que daría origen al poema, tuvo lugar en "una mañana de junio de 1853 o 1854" repitiéndose luego. Autoridades respetables como Gershom Scholem y Malcolm Cowley coinciden en reconocer que el origen de "Hojas de hierba" se encuentra en una serie de experiencias místicas. Y sin embargo Borges no menciona, en sus dos ensayos consagrados al autor, "El otro Whitman" y "Nota sobre Walt Whitman", una posibilidad semejante. Recién 35 años más tarde, en 1967, en su Historia de la Literatura norteamericana, Borges admite que pudo haber habido "algo": "En 1848 [Whitman] viajó con su hermano a Nueva Orleáns. Allí ocurrió algo. Hay quienes hablan de una experiencia amorosa, otros de una revelación que lo transformó hondamente".
El caso es que a Borges, Whitman le sirve para otra cosa: para plantear la diferencia entre el escritor personaje y el escritor real. Dice en "Nota sobre Walt Whitman": "...hay dos Whitman: el 'amistoso y elocuente salvaje' de Leaves of Grass y el pobre literato que lo inventó... El mero vagabundo feliz que proponen los versos de Leaves of Grass hubiera sido incapaz de escribirlos". La clave de esta renuencia de Borges a concederle a Whitman el título de poeta místico puede ser en parte psicológica. Harold Bloom afirma en El canon occidental que Borges quería ser Whitman (algo que finalmente le tocaría en suerte no a él sino a Neruda) y quizás en los tempranos ensayos de Discusión (1932) todavía no había perdido las esperanzas. Si la poesía de Whitman efectivamente tenía un origen místico, él estaba en serias dificultades; si no, todavía había esperanzas.
II. Gnoseología
¿Por qué seduce a Borges el conocimiento místico? Pienso que este interés se deriva de su escepticismo radical sobre el conocimiento humano. Para Borges, este siempre fue, es y será limitado y parcial: eso es lo que lo define. Nunca llegará el día en que tengamos certeza absoluta sobre alguna cosa, mucho menos sobre todas. De hecho, ni siquiera podemos estar seguros de que las categorías fundamentales de nuestra intuición (espacio, tiempo, yo) corresponden a la realidad. "Es aventurado pensar que una coordinación de palabras (otra cosa no son las filosofías) pueda parecerse mucho al universo", nos advierte Borges en "Avatares de la tortuga". Damos por hecho que el mundo consta de objetos, las cualidades de los objetos y las acciones que pueden llevar a cabo o sufrir... ¿Pero... el mundo es así, o lo entendemos así porque nuestra lengua clasifica todo en sustantivos, adjetivos y verbos? En "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius" nos enteramos de que en el hemisferio austral de Tlön, los idiomas no tienen sustantivos: por lo tanto "el mundo, para ellos no es un concurso de objetos en el espacio; es una serie heterogénea de actos independientes". Nuestra comprensión del mundo está determinada por nuestro pensamiento, es decir, por el lenguaje; de manera análoga, nuestra percepción del mundo está limitada por los sentidos que poseemos. "Imaginemos que el entero género humano sólo se abasteciera de realidades mediante la audición y el olfato", nos propone Borges en "La penúltima versión de la realidad", "imaginemos anuladas así las percepciones oculares, táctiles y gustativas y el espacio que estas definen... La humanidad se olvidaría de que hubo espacio".
En este cuento fundamental (me refiero, claro, a "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius") Borges nos presenta un grupo de enciclopedistas que, cansados de esta infinita falibilidad del conocimiento humano del mundo, deciden crear la enciclopedia de un mundo ilusorio o ficcional, hecho a la medida de las capacidades humanas. Previsiblemente, este mundo cognoscible pasa a reemplazar al incognoscible mundo "real": "¿Cómo no someterse a Tlön", dice "Borges" —Borges personaje—, "a la minuciosa y vasta evidencia de un planeta ordenado? Inútil responder que la realidad también está ordenada. Quizá lo esté, pero de acuerdo a leyes divinas —traduzco: a leyes inhumanas— que no acabamos nunca de percibir. Tlön será un laberinto, pero es un laberinto urdido por hombres, un laberinto destinado a que lo descifren los hombres". La empresa de los tlönistas es la más vasta y ambiciosa acometida por el género humano, pero es acometida bajo el signo de la resignación. Los tlönistas renuncian a comprender el universo de Dios (hasta entonces llamado "real") y deciden crear otro, humano, es decir, de ficción —quizá sin saber que pasará a reemplazar al otro y se volverá real.
¿Está, entonces, el conocimiento humano condenado a vagar para siempre por los laberintos del relativismo y el error? La respuesta es sí, si lo pensamos únicamente como conocimiento racional, científico o filosófico, y aun como intuitivo, es decir, meramente humano. La respuesta es no, si lo pensamos como conocimiento místico. La experiencia mística iguala el conocimiento humano al divino, permite al hombre, sea de manera temporaria o permanente, ver el mundo con el ojo de Dios; y en algunos casos, lo convierte en Dios sin más. Borges, que no pudo experimentar este contacto en carne propia, y por lo tanto hablar, como es norma entre los místicos, en primera persona, procuró, nos dice, soñarlo, es decir, experimentarlo en tercera persona, a través de sus personajes.
El ejemplo más claro es el de Tzinacán, el sacerdote maya de "La escritura del Dios" que, a la manera de los cabalistas, busca una sentencia divina que permitirá a los hombres la unión con Dios, y la encuentra cifrada en las manchas del jaguar: "Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar. Ocurrió la unión con la divinidad, con el universo (no sé si estas palabras difieren). Yo vi una rueda altísima, que no estaba delante de mis ojos, ni detrás, ni a los lados, sino en todas partes, a un tiempo.
Esa Rueda estaba hecha de agua, pero también de fuego, y era (aunque se veía el borde) infinita. Entretejidas, la formaban todas las cosas que serán, que son y que fueron, y yo era un de las hebras de esa trama total, y Pedro de Alvarado, que me dio tormento, era otra. Ahí estaban las causas y los efectos y me bastaba ver esa rueda para comprenderlo todo sin fin. ¡Oh dicha de entender, mayor que la de imaginar o la de sentir!"
III. Semiología
La revelación puede ser buscada (como en el caso de Tzinacán) o recibida por un elegido de Dios o del mero azar. Pero es ahí donde los problemas del místico recién empiezan. Tener la visión es difícil pero posible, lo que es imposible es comunicarlaEs ésta la angustia del "Borges" personaje de "El Aleph". Cuando ve el punto donde están todos los puntos del universo, siente "infinita veneración, infinita lástima" y llora. Pero recién cuando debe poner en palabras lo que vio habla de su desesperación: "Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos que presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance, prodigan los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente, al Occidente, al Norte y al Sur".
Notemos que dice "mi desesperación de escritor". En cuanto visión, la experiencia mística es completa y absolutamente satisfactoria. El ejemplo más extremo es el de Tzinacán, que encarcelado en un pozo, con todo su pueblo subyugado y quebrantado, es capaz de decir: "Quien ha entrevisto el universo, quien ha entrevisto los íntimos designios del universo, no puede pensar en un hombre, por más que ese hombre sea él. Ese hombre ha sido él y ahora no le importa. Qué le importa la suerte de aquel otro, qué le importa la nación de aquel otro, si él, ahora, es nadie. Por eso no pronuncio la fórmula, por eso dejo que me olviden los días, acostado en la oscuridad".
Transmitir, comunicar la revelación mística es una variante más compleja del conocido desafío de explicarle los colores a un ciego de nacimiento: en relación a lo que ve el místico, todos somos ciegos de nacimiento... Y donde no hay experiencia compartida, el lenguaje es impotente. Se suele decir que la experiencia mística es inefable. Lo es, pero no porque esté más allá del lenguaje... Palabras siempre pueden inventarse. Es inexpresable porque unos pocos la han tenido y la mayoría no. En los Diálogos con Osvaldo Ferrari, Borges nos habla de un encuentro con un joven monje budista que había alcanzado dos veces el nirvana: "...me dijo también: 'hay otro monje con el Cual yo puedo hablar sobre esto, porque él ha tenido esa experiencia; a usted no puedo decirle nada'. Claro, yo entendí: toda palabra presupone una experiencia compartida, porque si usted está en Canadá y habla del sabor del mate, nadie puede saber exactamente cuál es".
Bajo este signo aparece la revelación del ya mencionado "El Congreso". En este relato, un número de hombres decide, un poco a la manera de los tlönistas, fundar un congreso de representantes de la humanidad. La paradoja de una representación que sea tan compleja y completa como lo representado ya había sido explorada por Borges en el mapa del imperio que coincide con el imperio ("Del rigor en la ciencia”), en el poema La tierra de Carlos Argentino Daneri ("El Aleph") y en otros textos. Los congresistas triunfan cuando se dan cuenta de que han fracasado: lejos de poder representar al universo en su totalidad, hay que entrar en unión mística con alguna de sus partes (en las cuales está la totalidad), y así estaremos más cerca de verlo: "Las palabras son símbolos que postulan una memoria compartida. La que quiero ahora historiar es mía solamente; quienes la compartieron han muerto. Los místicos invocan una rosa, un beso, un pájaro que es todos los pájaros, un sol que es todas las estrellas, y el sol, un cántaro de vino, un jardín o el acto sexual. De esas metáforas ninguna me sirve para esa larga noche de júbilo..."
La imaginación del Aleph permite llevar al absurdo la paradoja de la incomunicabilidad de la experiencia mística, pues la premisa del relato parece ser: ¿qué si la experiencia visionaria le es otorgada a alguien que no la merece, que no tiene ningún talento para expresarla, ni siquiera para apreciarla? ¿Si en lugar de a un Shakespeare, a un Joyce o a un Borges, se la dan a un tarado como Carlos Argentino Daneri? Por eso en este relato la visión debe provenir de un objeto exterior al sujeto: sería difícil aceptar que alguien pudiera tener la capacidad espiritual de alcanzar el éxtasis y la absoluta incapacidad estética de ponerlo en palabras.
Llegado a este punto debo hacer una advertencia: la experiencia de ver el Aleph tiene algunos puntos en común con la experiencia mística, puede funcionar como análogo o modelo de la experiencia mística, pero no puede homologársele. El Aleph no es una visión interna, es un objeto externo. Para verlo no hace falta ningún tercer ojo, basta con los dos de la cara: cualquiera que se acueste en el sótano de la casa de la calle Garay puede hacerlo, hasta Daneri. En el Aleph no se ve a Dios, ni el cielo ni el infierno, apenas el universo físico —y hasta por ahí nomás, porque si bien "Borges" habla de ver el universo, su descripción abarca el planeta Tierra apenas. La visión del Aleph tampoco suministra una explicación última de los mecanismos que rigen el universo y tampoco —aunque algunos hayan afirmado lo contrario— una percepción simultánea de pasado, presente y futuro: es decir, una percepción en modo de eternidad: en el Aleph están todos los puntos del espacio, pero no todos los puntos del tiempo. Sólo en dos aspectos la visión del Aleph supera a la ordinaria: se ven todos los puntos del espacio a la vez, de manera no sucesiva sino simultánea, y se ve, también, el interior de las cosas: la sangre, el centro secreto de una pirámide, el propio esqueleto.
"En la Edad Media", afirma Borges en su prólogo a las Mystical Works de Swedenborg, "se pensó que el Señor había escrito dos libros: el que denominamos la Biblia y el que denominamos el universo". En "La biblioteca de Babel" las dos escrituras de Dios se funden en una: el universo toma la forma de una vastísima biblioteca, en la que están todos los libros, es decir el conocimiento de todas las cosas: pero la biblioteca es tan vasta que nadie puede hallar el libro que busca. También para este laberinto de libros la mística ofrece una salida, aunque el narrador no parece creer del todo en ella: "Los místicos pretenden que el éxtasis les revela una cámara circular con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la vuelta de las paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro cíclico es Dios". La otra posibilidad que se anuncia es la de un objeto que sea, como el Aleph, una fuente externa de revelación: un libro de libros que resuma y contenga a todos los libros de la biblioteca. Y junto con esta posibilidad, a través del narrador, reaparece la melancolía de un Borges excluido de semejante felicidad: "En algún anaquel de algún hexágono... debe existir un libro que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios... No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total; ruego a los dioses ignorados que un hombre —¡uno solo, aunque sea, hace miles de años!— lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno..."
En “El Zahir", relato que es en un sentido (el racional) el reverso de "El Aleph", y en otro (el místico) su complemento, el protagonista, nuevamente "Borges", se encuentra con el objeto mágico Zahir —en su caso, una moneda de veinte centavos— que una vez contemplado no puede olvidarse, y gradualmente todo su universo se resuelve (se simplifica) en él. El destino terrible de quienes han visto el Zahir parece ser el opuesto al del místico capaz de ver al universo en su casi infinita variedad: quien ve el Zahir experimenta un empobrecimiento absoluto que culmina en la idiotez o la locura. Ahí, sin embargo, estamos cometiendo el error de pensar según categorías racionales, en este caso, según la lógica de los opuestos. Porque la simplificación del universo perceptual es una de las técnicas más habituales para buscar la iluminación. Más modestamente, en todas las técnicas de meditación la mente debe concentrarse durante un tiempo más o menos prolongado en un solo objeto o proceso: la llama de una vela, la propia respiración, el cuerpo que gira, una plegaria o un sonido (el mantra).
En algún momento quizá se produzca la iluminación, o visión: ese objeto (que podemos ser nosotros mismos) se va adelgazando hasta rasgarse como si fuese el último velo que nos separa del otro lado de las cosas. En las palabras del relato: "Un comentador del Gulshan i Raz dice que quien ha visto el Zahir pronto verá la Rosa... El Zahir es la sombra de la Rosa y la rasgadura del Velo... Para perderse en Dios, los sufíes repiten su propio nombre o los noventa y nueve nombres divinos hasta que estos ya nada quieren decir... Quizá yo acabe por gastar el Zahir a fuerza de pensarlo; quizá detrás de la moneda esté Dios".
En "El etnógrafo" la incomunicabilidad toma un sesgo distinto. Un etnógrafo norteamericano se va a vivir entre los pieles rojas para conocer "el secreto que los brujos revelan al iniciado". Murdock, que así se llama, vive dos años entre los indios, como los indios, llegando a soñar en su idioma. Al cabo de un largo proceso de iniciación el brujo le comunica el secreto. De vuelta en la universidad, decide no revelarlo. Su profesor le pregunta si acaso el idioma inglés es insuficiente. Murdock contesta: "Nada de eso... podría enunciarlo de cien modos distintos y aún contradictorios... El secreto, por lo demás, no vale lo que valen los caminos que me condujeron a él. Esos caminos hay que andarlos".
IV. Ética
Así como la lógica consiste en una serie de reglas o principios para ordenar el pensamiento, la ética se concibe como una serie de reglas o preceptos para ordenar o guiar la conducta humana. En el plano ético, la certeza es tan difícil de alcanzar como en cualquier otro, si no más: vivimos y obramos en una permanente atmósfera de duda, ambigüedad y ambivalencia. El "conócete a ti mismo" está tan alejado de las posibilidades humanas como el conocimiento de cualquier otra partícula del universo: una flor, un libro, un grano de arena.
Pero nuevamente aquí, existe la posibilidad de un atajo, o salto de nivel: el conocimiento de sí como súbita revelación: algo que podría quizá llamarse la revelación ética o la unión mística con uno mismo.
Así aparece en "Biografía de Tadeo Isidoro Cruz": "Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es... A Tadeo Isidoro Cruz... ese conocimiento no le fue revelado en un libro; se vio a sí mismo en un entrevero y un hombre". En Cruz, sabemos, este momento es aquel en que decide acatar "su destino de lobo, no de perro gregario" y pelear contra sus propios hombres "junto al desertor Martín Fierro". La revelación es en primer lugar ética (el hombre sabe qué debe hacer) y en el mismo movimiento de su identidad (el hombre sabe quién es o qué es). Ambos momentos están indisolublemente ligados, tanto que quizá sean el mismo momento: el hombre sabe quién es cuando sabe qué debe hacer.
V. Erótica
Otra metáfora tradicional de la experiencia mística es la experiencia erótica, tanto que para la culminación de ambas suele usarse la misma palabra, el "éxtasis". La imaginería erótica del éxtasis místico es particularmente fuerte en la mística cristiana: la unión con Cristo, o la divinidad, suele decirse en término de la culminación del coito. En el caso de Whitman, donde la unión se da con el cosmos entero, más que con un otro humano o al menos antropomórfico, el éxtasis sexual tiende a ser (como señala Harold Bloom) el de la masturbación. Fuera de la ya citada referencia a San Juan de la Cruz, no he encontrado en mis lecturas de Borges muchas referencias a la imaginería erótica de la experiencia mística. Tampoco se refiere Borges a la búsqueda del éxtasis por medio de las sustancias psicotrópicas o alucinógenas, aunque conoce bien la obra de Aldous Huxley, y el cuento "El etnógrafo" recoge la experiencia del chamanismo indoamericano.
VI. Estética
La experiencia personal de Borges más cercana a las que aquí hemos estado tratando parece haber sido la que describe en su texto "Sentirse en muerte". En él cuenta un paseo nocturno por calles alejadas de su costumbre "casi tan efectivamente ignoradas como el soterrado cimiento de nuestra casa o nuestro invisible esqueleto". Llegado a una esquina, en un silencio sin más ruido que el "intemporal de los grillos" y "en asueto serenísimo de pensar" siente que el tiempo no ha pasado por allí, se dice "estoy en el mil ochocientos y tantos", y luego: "Me sentí muerto, me sentí percibidor abstracto del mundo; indefinido temor imbuido de ciencia que es la mejor claridad de la metafísica. No creí, no, haber remontado las presuntivas aguas del Tiempo; más bien me sospeché poseedor del sentido reticente o ausente de la inconcebible palabra eternidad". Este "momento de eternidad" en el que ha brevemente entrado le permite dudar de la existencia objetiva del tiempo. El tiempo, fácilmente refutable en lo sensitivo, no lo es también en lo intelectual, de cuya esencia parece inseparable el concepto de sucesión. Quede, pues, en anécdota emocional la vislumbrada idea y en la confesa irresolución de esta hoja el momento verdadero de éxtasis y la insinuación posible de eternidad de que esa noche no me fue avara".
Aquella vez Borges parece haber pisado el umbral de una revelación, y lo que alcanzó a vislumbrar permaneció, entonces, dentro del terreno de lo comunicable. La experiencia mística parcial, o momentánea, paradójicamente puede ser más dócil para su representación poética, que la experiencia mística total y completa. Porque de esta no puede hablarse, o si se habla, el resultado suele ser un balbuceo inepto (Scholem habla del carácter amorfo de la experiencia mística, diferenciándola así del don profetice», que es un don de palabras). Una experiencia mística verdadera es intransmisible y cuando se intenta hacerlo lo inepto del resultado puede llevar, paradójicamente, a sospechar que el pretendido místico es un farsante.
En "El acercamiento a Almotásim" este riesgo se elude mediante una astucia narrativa. El cuento se presenta como la reseña o resumen de una novela de igual título en la cual un peregrino —un estudiante de Bombay— busca a través de la casi infinita geografía humana de la India a un hombre de luz, un iluminado llamado Almotásim. De su "segunda versión" —la que "decae en alegoría"— se nos dice que "los puntuales itinerarios del héroe son de algún modo los progresos del alma en el ascenso místico". En último término de este ascenso es el más problemático: ¿cómo contar, cómo mostrar al "hombre que se llama Almotásim" sin decepcionar al lector? Borges y su autor ficcional, Mir Bahadur Alí, sortean con elegancia el dilema: "Al cabo de los años el estudiante llega a una galería 'en cuyo fondo hay una puerta y una estera barata con muchas cuentas y atrás un resplandor'. El estudiante golpea las manos una y dos veces y pregunta por Almotásim. Una voz de hombre —la increíble voz de Almotásim— lo insta a pasar. El estudiante descorre la cortina y avanza. En ese punto la novela concluye". La revelación mística siempre está del otro lado de esa puerta, de ese umbral, donde terminan el lenguaje y la literatura. Un hombre puede pasar esa cortina, pero al hacerlo ha quedado fuera de nuestro alcance, se ha salido del relato. Aunque vuelva, lo que haya visto del otro lado no puede contárnoslo. Otro cuento de Borges, "El fin" nos pone cerca de ese umbral donde la experiencia estética, esta vez de la naturaleza, tiembla en el límite de la experiencia trascendente: "Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música..."
Llegamos así a la segunda de esas dos frases que me sugirieron la idea de un Borges nostálgico de la experiencia que nunca tuvo. Se encuentra en "La muralla y los libros". En ese texto, Borges señala que el mismo hombre que ordenó la edificación de la muralla china, el emperador Shih Huang Ti, fue el mismo que ordenó se quemaran todos los libros anteriores a él. La conjunción de ambas operaciones en un solo hombre parece sugerir un sentido que, admite Borges, sistemáticamente se le escapa, y luego de muchas conjeturas, resignadamente comenta: "...es verosímil que la idea nos toque de por sí, fuera de las conjeturas que permite... La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizás, el hecho estético".
Aquí, Borges está definiendo (con la resignada y tentativa humildad de ese "quizá") al hecho estético —y por lo tanto a la belleza— como el lado de acá de la mística, lo que se encuentra en el umbral (en las orillas, estaríamos tentados a decir) de la experiencia visionaria. Y al leerla no puedo dejar de sentir, nuevamente, el tono entre triste y resignado de quien la escribe. Borges no proclama la continuidad entre estética y mística con el orgullo y la exaltación de quien ha descubierto una gran verdad, sino con la calma resignación de quien se sabe condenado a permanecer del lado de acá, del lado del hecho estético —que se sitúa en el punto donde el deseo está al borde de alcanzar su culminación, que tiembla permanentemente en el umbral de la revelación.
Así también se explica, y parece natural, que Borges haya sido capaz de poner en palabras, mejor que muchos místicos, la experiencia del éxtasis. La pudo poner en palabras porque no la había vivido. Es (ahora podemos entenderlo mejor) lo que había tratado de decirnos sobre Whitman. En las palabras del relato "El otro", "si Whitman la ha cantado es porque la deseaba y no sucedió. El poema gana si adivinamos que es la manifestación de un anhelo, no la historia de un hecho". A quien la ha vivido, le basta con haberla vivido. Quien no, necesita construirla con palabras, crear un análogo verbal de la experiencia que le ha sido negada. De aquí quizá provenga esa insatisfacción que nos parece inherente a la condición del artista, a diferencia del místico, que no puede concebirse sin la plenitud.
Esa tensión de la experiencia estética en el límite de la revelación, es la misma que encontramos en cada una de las frases de Borges, en las que el lenguaje está llevado al límite de sus posibilidades sin ir más allá de ellas, está llevado a ese umbral que lo potencia al máximo sin volverlo —como sí lo vuelve la experiencia mística lograda— impotente. La frustración del Borges místico es, aquí, la realización del Borges poeta. Su pérdida (si la hubo) es nuestra ganancia.



Carlos Gamerro [+] : El nacimiento de la literatura argentina y otros ensayos
Buenos Aires, Grupo Editorial Norma, 2006

Foto: Caricatura de Borges y foto de Carlos Gamerro


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