30/6/16

Alberto Manguel: Con Borges [Parte 2]






En su casa (al igual que en el despacho que ocupó durante años en la Biblioteca Nacional), Borges buscaba el bienestar de la rutina, y nada parecía cambiar jamás en el espacio que él ocupaba. Cada anochecer, en cuanto yo atravesaba la cortina de la entrada, se revelaba de inmediato la disposición del piso. A la derecha, una mesa oscura cubierta con un mantel de encaje y cuatro sillas de respaldos rectos constituían el comedor; a la izquierda, al pie de una ventana, había un diván raído y dos o tres sillones. Borges solía sentarse en el diván y yo ocupaba uno de los sillones, frente a él. Sus ojos ciegos tenían siempre una mirada melancólica, aun cuando se arrugasen al reír, y se fijaban por lo común en un punto del espacio, al tiempo que él hablaba y que mis ojos recorrían la habitación, familiarizándose otra vez con los objetos de su vida cotidiana: una mesita en la que reposaban un jarrón de plata y un mate que había sido de su abuelo, un minúsculo escritorio que databa de la primera comunión de su madre, dos estantes blancos afianzados para sostener enciclopedias y dos bajas estanterías de madera oscura. En la pared colgaba un cuadro pintado por su hermana Norah, que representaba la Anunciación, y un grabado de Piranesi que mostraba unas misteriosas ruinas circulares. Un corto pasillo, a la izquierda, conducía a los dormitorios: el de su madre, lleno de viejas fotografías; el suyo, simple como la celda de un monje. A veces, cuando estábamos a punto de dar un paseo nocturno o de ir a cenar al Hotel Dora, que quedaba en la vereda de enfrente, nos llegaba la voz incorpórea de doña Leonor: «Georgie, no te olvides el abrigo, que puede refrescar». Doña Leonor y Beppo, el gran gato blanco, eran dos presencias fantasmales en aquel lugar.
No veía con mucha frecuencia a doña Leonor. Generalmente estaba en su dormitorio cuando yo llegaba, y su voz sólo soltaba de vez en cuando una orden o una recomendación. Borges la llamaba madre y ella empleaba siempre «Georgie», sobrenombre inglés que le había dado su abuela, oriunda de Nortumbria. Borges supo desde su temprana infancia que sería escritor, y su vocación fue aceptada como parte de la mitología familiar. Resulta curioso que en 1909 Evaristo Carriego, poeta del barrio, amigo de la familia y tema central de uno de los primeros libros de Borges, escribiera unos versos en tributo al hijo de doña Leonor, que, a los diez años, era ya todo un aficionado a la lectura:
Y que tu hijo, el niño aquel
de tu orgullo, que ya empieza
a sentir en la cabeza
breves ansias de laurel,
vaya, siguiendo la fiel
ala de la ensoñación,
de una nueva anunciación
a continuar la vendimia
que dará la uva eximia
del vino de la Canción.
Previsiblemente feroz, doña Leonor sobreprotegía a su famoso hijo. En una ocasión, entrevistada para un documental de la televisión francesa, cometió un lapsus que habría hecho las delicias de Freud. A una pregunta sobre sus labores como secretaria de Borges, explicó que así como en su momento había asistido a su esposo ciego, ahora hacía lo mismo por su hijo ciego. Quería decir: «J’ai été la main de mon mari; maintenant, je suis la main de mon fils» («Yo era la mano de mi esposo, ahora soy la mano de mi hijo»), pero, abriendo el diptongo en «main» como suelen hacerlo los hispanohablantes, dijo en cambio: «J’ai été l’amant de mon mari; maintenant, je suis l’amant de mon fils» («Yo era la amante de mi esposo, ahora soy la amante de mi hijo»). Quienes la conocían no se asombraron.
El dormitorio de Borges (algunas veces me enviaba a buscar allí un libro) era lo que los historiadores militares llamarían «espartano». Una cama de hierro con una colcha blanca sobre la que Beppo a menudo se acurrucaba, una silla, un pequeño escritorio y dos bibliotecas de escasa altura conformaban el único mobiliario. En la pared colgaba un plato de madera con los escudos de armas de los diversos cantones de Suiza y el grabado de Durero «El Caballero, la Muerte y el Diablo», celebrado en dos rigurosos sonetos. A lo largo de su vida, Borges repitió un mismo rito antes de dormir: se deslizaba dentro de un camisón blanco y, cerrando los ojos, recitaba en voz alta el Padrenuestro en inglés.
Su mundo era totalmente verbal: la música, el color o las formas apenas cabían en él. En muchas ocasiones confesó que, en lo concerniente a la pintura, había sido siempre ciego. Sostenía que admiraba la obra de su amigo Xul Solar y la de su hermana Norah Borges, aparte de la de Durero, Piranesi, Blake, Rembrandt y Turner, pero éstos eran amores más literarios que iconográficos. Criticaba a El Greco por poblar sus paraísos con duques y arzobispos («un paraíso que se parece al Vaticano es mi idea del infierno...») y casi nunca hablaba sobre otros pintores. Parecía también insensible a la música. Decía que le gustaba Brahms (uno de sus mejores cuentos se llama «Deutsches Réquiem»), pero escuchaba raramente su música. De vez en cuando, ante la música de Mozart, juraba que ahora era un converso y que no conseguía entender cómo había hecho para vivir tanto tiempo sin Mozart; pero luego se olvidaba por completo del asunto, hasta la siguiente epifanía. Solía cantar o tararear un tango (sobre todo los más antiguos) o una milonga, pero detestaba a Astor Piazzola. El tango, a su entender, había entrado en decadencia a partir de 1910. En 1965 escribió las letras de una media docena de milongas, pero dijo que jamás escribiría una letra de tango. «El tango es nocturno y, para mis oídos, demasiado sentimental, demasiado próximo a los melodramas franceses como Lorsque tout est fini...» Decía que le gustaba el jazz. Se acordaba de la música que acompañaba a ciertas películas, aunque no tanto por la música en sí misma como por la forma en que ésta servía de apoyo a la historia; tal era el caso de la banda sonora compuesta por Bernard Hermann para Psicosis, film que valoraba enormemente como «otra versión del tema del Doppelgänger, en la cual el homicida se convierte en su madre, la persona que él ha asesinado». Esta idea le resultaba misteriosamente atractiva.

Me pide que lo acompañe al cine, a ver un musical: West Side Story. Lo ha visto muchísimas veces y nunca parece aburrirse de él. En camino, canturrea «María» y señala que el nombre de la amada deja de ser un mero nombre para convertirse en una fórmula divina: Beatrice, Julieta, Lesbia, Laura. «Al final, todo estará contaminado por ese nombre», dice. «Por supuesto, quizá no produciría el mismo efecto si el nombre de la chica fuese Gumersinda, ¿no? O Bustefrieda. O Berta-la-de-los-pies-grandes», bromea y ríe por lo bajo. Nos sentamos en el cine al mismo tiempo que las luces se apagan. Es más fácil ver con Borges una película que él ya ha presenciado porque hay menos que describir. A cada momento, él asegura que puede ver lo que ocurre en la pantalla, probablemente porque otra persona se lo ha descrito en alguna función previa. Hace una serie de comentarios sobre el tono épico de la rivalidad entre las pandillas, sobre el papel de las mujeres, sobre el uso del color rojo para describir Nueva York en invierno. Después, mientras lo acompaño de vuelta a su casa, habla de las ciudades que son ellas mismas personajes literarios: Troya, Cartago, Londres, Berlín. Podría haber agregado Buenos Aires, a la que le ha conferido una especie de inmortalidad. Le gusta caminar por las calles de Buenos Aires; al principio lo hacía por las de los barrios del Sur; más tarde, por las calles siempre atiborradas del centro, donde, como Kant en Königsberg, se ha vuelto casi un elemento del paisaje.




Con Borges
Madrid, Alianza Editorial, 2004, Págs. 21-32
Título original: Chez Borges
Alberto Manguel, 2001
Traducción: Traducido del inglés por Eduardo Berti
Fotos: Sara Facio

En ésta [pág. 27] Borges se arregla para recibir en su casa
a una periodista brasileña (1980)
Acá la Parte 1



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