27/5/16

Jorge Luis Borges: Kipling y su autobiografía








Ramón Fernández, en algún número reciente de la N.R.F., anota que a las biografías noveladas han seguido las autobiografías en el favor del público. Las autobiografías noveladas, dirá el incrédulo; pero el hecho es que el autobiógrafo es harto menos efusivo que el biógrafo, y que Ludwig es más conocedor de la intimidad de Jesús o de nuestro general San Martín que Julien Benda de la propia... Se han publicado últimamente las autobiografías de Wells, de Chesterton, de Alain y de Benda; a ésas acaba de agregarse la inconclusa de Kipling. Se titula Something of Myself  —«Algo de mí mismo»— y el texto cumple con la reticencia del título. Yo, por mi parte, deploro no poder deplorar esa reticencia. Entiendo que el interés de cualquier autobiografía es de orden psicológico, y que el hecho de omitir ciertos rasgos no es menos típico de un hombre que el de abundar en ellos. Entiendo que los hechos valen como ilustración del carácter y que el narrador puede silenciar los que quiere. Regreso, siempre, a la conclusión de Mark Twain, que tantas noches dedicó a este problema de la autobiografía: «No es posible que un hombre cuente la verdad sobre él mismo, o deje de comunicar al lector la verdad sobre él mismo».

Indiscutiblemente, los más gratos capítulos del volumen son los que corresponden a los años de infancia y juventud. (Los otros, los adultos, están contaminados de odios inverosímiles y anacrónicos: odio a los Estados Unidos, a los irlandeses, a los boers, a los alemanes, a los judíos, al espectro de Mr. Oscar Wilde).

Alguna parte del encanto especial de las páginas preliminares deriva de un procedimiento de Kipling. Éste (a diferencia del ya supracitado Julien Benda, que en su Jeunesse d'un elere ha deformado sutilmente su infancia en términos de su aversión por Maurice Barres) no ha permitido que intervenga el presente en la narración del pasado. Los ilustres amigos de su casa —Burne-Jones o Williams Morris— son menos importantes en su relato, en los años pueriles de su relato, que una cabeza de leopardo embalsamada o un piano negro. Rudyard Kipling, igual que Marcel Proust, recupera el tiempo perdido, pero no quiere elaborarlo, entenderlo. Se complace en el antiguo sabor:

«Del otro lado de los verdes espacios que rodeaban la casa había un lugar maravilloso, lleno de olores a pintura y aceite, y de pedazos de masilla con los que yo podía jugar. Una vez que iba solo a ese lugar, orillé un vasto abismo que tendría un pie de profundidad, donde me acometió un monstruo alado tan grande como yo. Desde entonces no me alegran las gallinas.

»Luego pasaron esos días de fuerte luz y oscuridad, y hubo un tiempo en un buque con un enorme semicírculo que tapaba la vista de cada lado. Hubo un tren cruzando un desierto (no habían abierto aún el canal de Suez) y un alto, y una niñita arrebujada en un chal en el asiento frente a mí, cuyo rostro no me ha dejado. Hubo después una tierra oscura y un cuarto más oscuro lleno de frío, en una de cuyas paredes una mujer blanca hizo un fuego desnudo y yo grité de miedo, porque nunca había visto una chimenea.»

Para la gloria, pero también para las injurias, Kipling ha sido equiparado al Imperio Británico. Los imperialistas ingleses han voceado su nombre y las moralidades de «If» y aquellas estentóreas páginas de su obra, que publican la innumerable variedad de las cinco naciones —el Reino Unido, el Indostán, Canadá, Sudáfrica, Australia— y el sacrificio alegre del individuo al destino imperial. Los enemigos del imperio (o partidarios de otros imperios, verbigracia: del presente Imperio Soviético) lo niegan o lo ignoran.

Los pacifistas contraponen a su obra múltiple la novela, o las dos novelas, de Erich María Remarque, y olvidan que las más alarmantes novedades de Sin novedad en el frente —infamia e incomodidad de la guerra, signos particulares del miedo físico entre los héroes, uso y abuso del «argot» militar—, están en las Baladas cuarteleras del reprobado Rudyard, cuya primera serie data de 1892. Naturalmente, ese «crudo realismo» fue condenado por la crítica victoriana; ahora sus continuadores realistas le echan en cara algún rasgo sentimental. Los futuristas italianos olvidan que fue, sin duda, el primer poeta de Europa que tomó de musa a la maquina... Todos, en fin —detractores o exaltadores—, lo reducen a mero cantor del imperio y propenden a creer que un par de simplísimas ideas de orden político pueden agotar el análisis de veintisiete variadísimos tomos de orden estético. La creencia es burda; basta enunciarla para convencerla de error.

He aquí lo indiscutible: la obra —poética y prosaica— de Kipling es infinitamente más compleja que las tesis que ilustra. (Lo contrario, dicho sea entre paréntesis, sucede con el arte marxista: la tesis es compleja, como que deriva de Hegel, y el arte que la ilustra es rudimental.) Al igual de todos los hombres, Rudyard Kipling fue muchos hombres —el caballero inglés, el imperialista, el bibliófilo, el interlocutor de soldados y de montañas—; pero ninguno con más convicción que el artífice. El craftsman, para decirlo con la misma palabra a la que volvió siempre su pluma. En su vida no hubo pasión como la pasión de la técnica. «Misericordiosamente —escribe—, el mero acto de escribir ha sido siempre para mí un placer físico. De ahí que me resultara fácil tirar lo que no me había salido bien y hacer, como quien dice, escalas.» Y en otra página:

«En las ciudades de Lahore y de Allahabad hice mis primeros experimentos con los colores, pesos, perfumes y atributos de las palabras en relación con otras palabras, ya repetidas en voz alta para retener el oído, ya desgranadas en la página impresa para atraer la vista.»

No sólo trata Kipling de las inmateriales palabras, sino de otros acólitos más humildes, y por cierto más serviciales, del escritor:

«En el 89 conseguí tintero de barro, en el que fui grabando, a punta de alfiler o de cortaplumas, los nombres de los cuentos y de los libros que extraje de su fondo. Pero las mucamas de la vida conyugal han borrado esos nombres, y mi tintero, ahora, es más indescifrable que un palimpsesto. Exigí, siempre, la más lóbrega de las tintas. Mi genio familiar abominó de las que son negro-azuladas, y no di jamás con un bermellón digno de rubricar iniciales mientras uno espera la brisa. Mis blocs siguieron un modelo especial de hojas amplias, azules, tirando a blancas, de las que fui muy gastador. Pude prescindir, sin embargo, de todas esas solteronerías (oldmaideries) cuando lo requirieron los viajes. Sólo podía anonadarme un lápiz de plomo —quizá porque en mis tiempos de repórter usé un lápiz de plomo. Cada uno tiene su método. Yo dibujaba rudamente lo que quería recordar... A izquierda y a derecha de mi mesa había dos grandes esferas, en una de las cuales un aviador había indicado con pintura blanca las vías aéreas al Oriente y a Australia, que ya estaban en uso antes de mi muerte».

He dicho que en la vida de Kipling no hubo pasión como la pasión de la técnica. Buena ilustración de ello son los últimos cuentos que publicó —los de Limits and Renewals—, tan experimentales, tan esotéricos, tan injustificables e incomprensibles para el lector que no es del oficio, como los juegos más secretos de Joyce o de don Luis de Góngora.



En Textos cautivos (1986)
También en Borges en El Hogar (2000)
Publicación original en revista El Hogar 
26 de marzo de 1937
Imagen: Borges niño leyendo a Kipling, de Claudio Isaac. Vía


26/5/16

Jorge Luis Borges: Realidad







La realidad es como esa imagen nuestra que surge en todos los espejos, simulacro que por nosotros existe, que con nosotros viene, gesticula y se va, pero en cuya busca basta ir, para dar siempre con él.

Inquisiciones, 1925


Una mujer deploró, en el atardecer, que no pudiéramos compartir nuestros sueños:
«Qué lindo soñar que uno recorre un laberinto en Egipto con tal persona, y aludir a ese sueño el día después, y que ella lo recuerde, y que se haya fijado en un hecho que nosotros no vimos, y que sirve, tal vez, para explicar una de las cosas del sueño, o para que resulte más raro.» Yo elogié ese deseo tan elegante, y hablamos de la competencia que harían esos sueños de dos actores, o acaso de dos mil, a la realidad. (Sólo más adelante recordé que ya existen los sueños compartidos, que son, precisamente, la realidad.)

«Reseñas. Die Unbekannte Grösse, de Hermann Broch», 1937


Porque la literatura no es menos real que lo que se llama realidad.

Borges & Sábato, 1976


Pero si todo es realidad. Es absurdo suponer que un subsecretario es más real que un sueño… Y además el subsecretario cesa tan rápidamente… Yo he dicho tantas veces que habría que saber si el Universo pertenece a la literatura realista o a la fantástica.

Ibídem






En Borges A/Z 
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges, 1988
Retrato de Borges en revista Siete Días
23 de abril de 1973
Portada del libro Borges A/Z
Colección La Biblioteca de Babel

25/5/16

Jorge Luis Borges: Vindicación del 1900





Hace quince o veinte años que la nostalgia, la ternura y la burla tejen una cariñosa mitología alrededor del año 1900. Los elementos de esa mitología están en la conciencia de todos; corresponden a la escenografía art-nouveau de Los crepúsculos del jardín, de Lugones, con adición de algunos artefactos característicos: picos de gas, tranvías de caballos, bigotes, bigoteras, corsés, tarjetas postales en relieve, lámparas con caireles. Por supuesto, ese esquema simbólico de 1900 no es precisamente igual a 1900. Nunca lo son, por lo demás, los esquemas simbólicos. Lo característico de una época no está en ella; está en los rasgos que la diferencian de la época siguiente. Esos rasgos diferenciales sólo son perceptibles después. Así, los tranvías de caballos son típicos de 1900 porque han sido reemplazados por tranvías eléctricos; los buzones rojos no lo son, porque no han sido reemplazados. Para ver el año 1945 tal como lo verán los hombres de 1970, tendríamos que ver también el año 1970.

He mencionado el art-nouveau, he mencionado las decorativas estrofas de Los crepúsculos del jardín o de la sucursal montevideana de Herrera y Reissig. Ese arte y esa literatura son menos típicos de la realidad de 1900 que de nuestra visión. El erudito examen de cualquier enciclopedia revela los siguientes hechos: en 1899, Ibsen publicó el drama Cuando nos despertemos de entre los muertos; en 1900, Conrad publicó Lord Jim y Bernard Shaw sus Tres comedias para puritanos: (El discípulo del diablo, César y Cleopatra, La conversión del capitán Brassbound); en 1901, Kipling publicó Kim y, H. G. Wells, Los primeros hombres en la luna. Cinco libros acabo de enumerar; libros contradictorios o heterogéneos que pueden suscitar cualquier reacción salvo la de piadoso cariño; libros cuyo solo recuerdo evoca la compleja y apasionada realidad de 1900. Compleja y apasionada... Los epítetos pueden asombrar, pues el pasado nunca es complejo (ha sido simplificado y estilizado por la memoria, por la memoria en la que siempre colabora el olvido) y nunca es apasionado, porque lo vemos como un cuadro en el que faltan nuestra voluntad, nuestra incertidumbre.

He mencionado, al azar de una enciclopedia, obras literarias: el lector que quiera ampliar el breve catálogo bosquejado aquí, puede agregar obras filosóficas, políticas, científicas, pictóricas y musicales. A no dudarlo, sentirá la gravitación de una realidad que casi lo confundirá, más complicada, más polémica, más libre, más razonable, más habitable, que la de 1945.

El problema del año 1900 visto por 1945 no es otra cosa que un aspecto de un problema más amplio: el siglo XIX juzgado por el siglo XX. Por la boca de un periodista, el siglo XX ha calificado de "estúpido" al siglo XIX; tal vez no es ilícito recordar que las dos doctrinas por las que están muriendo los hombres del siglo XX —nazismo y comunismo— son invenciones del siglo XIX. El nazismo procede notoriamente de Fichte y de Carlyle; el marxismo no carece de toda relación con Karl Marx; el estúpido siglo XIX fue, antes que ninguna otra cosa, un siglo de libérrima discusión; no hay argumento contra él, contra sus preferencias o instituciones, que no haya sido formulado por alguien en ese mismo siglo. El progreso es uno de los fetiches del siglo XIX; la refutación más enérgica del progreso es la de Schopenhauer, hombre del siglo XIX.

El darwinismo es otro de esos fetiches; nadie después lo ha refutado como lo refutó en su tiempo, Samuel Butler. Centenares de invectivas contra el estado totalitario fatigan las imprentas; ninguna tiene la lucidez y el poder del ensayo profético de Spencer, El hombre contra el estado.

La mitología peculiar de 1900 ha trascendido al cinematógrafo. Ello era previsible, ya que se trata de una época lo bastante cercana para que la sintamos vinculada a nuestro destino, para que sin esfuerzo la imaginemos; lo bastante lejana para exhalar un prestigio romántico. Naturalmente, las películas que la exhiben son menos fieles como imágenes del pasado que del desdeñoso presente. El tango, el compadrito y el patotero abrumadoramente figuran en tales films; de su presencia cabe deducir que interesan en 1945, no que en 1900 interesaron. (A juzgar por la literatura contemporánea, tal no fue el caso). Otro elemento del que no se resuelven a prescindir esos films pseudo-históricos son automóviles antiguos, de alabada y mediocre velocidad. Los protagonistas veneran esos vehículos porque son más veloces que una carreta; el público los desprecia, porque son harto menos veloces que los automóviles de hoy; es decir, el público procede exactamente como los personajes de que se burla... De paso, cabe deplorar la frivolidad de quienes exigen que una obra de arte sea cuidadosamente contemporánea, escrupulosamente local; toda obra de arte inevitablemente lo es, aunque su tema sea lejano en el tiempo y en el espacio. No hay que solicitar como una virtud una limitación que tiene el carácter de una fatalidad.

El tango, en el año 1900, no era importante. Sospecho que era casi imperceptible, pero los tangos de esa fecha que aún perduran —Don Juan, de Ernesto Poncio; La morocha, de Saborido— son, a no dudarlo, significativos del carácter de entonces. Digo el carácter, pues no pienso en los múltiples caracteres, en los múltiples y cambiantes caracteres de los hombres de entonces, sino en algo más precioso y fundamental: en el carácter anhelado por ellos, en el carácter que les halagaba atribuirse. (Chesterton, en algún ensayo de Heréticos, ha observado que el arte popular no refleja nunca el verdadero carácter de sus lectores, pero sí el carácter ideal). Basta escuchar los tangos que he mencionado, o las congéneres milongas que los precedieron, para saber que los compadres que los inventaron, silbaron y divulgaron, no eran tal vez hombres felices, ni siquiera hombres valerosos, pero sí eran hombres cuya aspiración era la felicidad y el valor. Eso anhelaban, así les gustaba pensarse. El tango actual, en cambio, se complace en la desventura y en el fracaso, y sólo admite la felicidad y el valor como temas de la nostalgia, como bienes que se han tenido y que ya no se tienen. El orillero del siglo XIX quería ser admirado por dichoso, por resuelto y por temerario; el de nuestro tiempo, por haber sido alguna vez esas cosas y, sobre todo, por ser un maltratado, un rencoroso, una víctima. De un ideal clásico hemos pasado a un ideal romántico, en el más abyecto sentido de esa palabra.

Hay una diferencia fundamental entre las milongas antiguas —el Pejerrey con papas, digamos, de la Academia Montevideana— y las milongas de sabor arqueológico que ahora se elaboran: las de ayer expresaban una felicidad posible, inmediata; las de hoy, un paraíso perdido.

Podría objetarse a lo anterior que la diferencia entre los tangos primitivos y los de ahora se debe, principalmente, a los instrumentos, a la sustitución de la flauta y del violín por el bandoneón quejumbroso. A ello podemos replicar que un motivo psicológico determinó esa sustitución, que el bandoneón fue elegido por quejumbroso. Durante muchos años yo creí que la decadencia del tango, que el entristecimiento del tango, era obra de los compositores boquenses; comprobé, luego, que los compositores antiguos eran también de origen itálico. No se trataba, pues, de una diferencia de sangre, sino de una diferencia de fecha. Nadie ha compuesto tangos más felices, más fundamentalmente criollos, que Vicente Greco.

Quienes hayan seguido estas inconexas y casuales observaciones, habrán notado que su propósito es negativo. No me he propuesto la imposible tarea de definir en una página una complicada etapa del mundo; me he limitado a señalar que esa etapa no se parece demasiado a su mitología ulterior. Tampoco ha sido mi propósito anular el placer que esa mitología produce; preferiría, eso sí, que gozáramos de ella como ficción, no como transcripción de una realidad. Hay expresiones de una época (decorativas, arquitectónicas, musicales, literarias también) cuyo encanto se debe a la sospecha de que son ligeramente ridículas; ello aconteció en el 1900 con el art nouveau, con el estilo vienés y con la lírica simbolista; ello acontece en nuestros días con la frugal albañilería de Le Corbusier, con las incómodas efusiones del superrealismo* y con las novelas sin argumento. ¿Qué no diríamos de quien se aventurara a juzgarnos por esas complacencias?

Nuestra época es, a la vez, implacable, desesperada y sentimental; es inevitable que nos distraigamos con la evocación y con la cariñosa falsificación de épocas pretéritas.




* Deliberadamente escribo superrealismo. La palabra surrealismo es absurda; 
tanto valdría decir surnatural por sobrenatural, surhombre por superhombre
survivir por sobrevivir. etcétera.

En Saber Vivir, Buenos Aires, Año V,   N°53, 1945

Luego en Textos Recobrados 1931-1955
© 2001 María Kodama
© Emecé Editores, 2001

Foto: Borges retratado por Sameer Makarius



24/5/16

Emir Rodríguez Monegal: Borges, de Man, Derrida, Bloom. La deconstrucción avant et après la lettre









Quisiera comentar esta noche un fenómeno curioso que se produjo en la crítica internacional. Tres críticos que se encontraban en pleno proceso de elaboración y en muy diferentes teorías literarias  el belga Paul de Man, el francés Jacques Derrida, y el norteamericano Harold Bloom  tomaron a Jorge Luis Borges como tema o pretexto de sus especulaciones. ¿Por qué precisamente Borges? Intentaré realizar con ayuda de ustedes un examen de las articulaciones críticas de esta situación insólita.

1. El primero tal vez en interesarse en Borges fue Jacques Derrida pero como sus primeras observaciones eran oblicuas y no crípticas, prefiero empezar por Paul de Man.

Hacia 1964, de Man dedicó un extenso estudio a la obra de Borges que se publicó en la New York Review of Books, una de las más prestigiosas revistas de crítica literaria del país y que había sido creada como una versión norteamericana del Times Literary Supplement de Londres. Hasta cierto punto, aunque no tan deliberadamente erudita, como su modelo, la New York Review practicaba lo que en inglés se llama "review-article" es decir: un artículo de formato más extenso que las reseñas habituales y que a veces llegaba a cubrir, página tras página de la Review. El artículo de de Man era extenso pero no agobiante. Se titulaba "Un maestro moderno: Jorge Luis Borges". Ya el título era un homenaje pero lo más importante era la inteligencia con que de Man analizaba a Borges. Esa inteligencia era previsible. En primer lugar porque de Man, con su formación filosófica tanto en francés, alemán como inglés, podía permitirse proyectar la obra de Borges sobre un contexto internacional. En segundo lugar porque en ese momento de Man estaba empeñado en estrechar vínculos entre la crítica francesa (entonces muy apegada al estructuralismo) y la norteamericana que, aunque tributaria de la francesa, no se había limitado a seguirla al pie de la letra y siempre había pensado buscar otra forma de teoría y crítica para enriquecer el diálogo. Es precisamente en este punto de acercamiento y diálogo que se sitúa el estudio de Man sobre Borges.

No creo que necesite ser glosado en detalle. Bastará examinar los puntos centrales. De Man ve nítidamente que el mundo de Borges "es la representación no del mundo real sino de una proposición intelectual"; que el tema de sus cuentos es "la creación misma de un estilo"; que sus narraciones "tratan del estilo en que están escritas".

Para de Man, Borges debe ser leído como un escritor que escribe literatura y no como un productor de otra cosa. Sus textos tratan de su propia producción (de Man habla de estilo), es decir, leer un cuento de Borges es leer algo más que una narración o relato. Un ejemplo que de Man ofrece pero que está implícito en su análisis sería el famosos cuento "La muerte y la brújula". Puede ser leído(a) como relato policial; (b) como parodia del relato policial (Borges invierte paródicamente los cuentos de Poe); (c) como relato casi cosmológico del combate entre el detective y el criminal ya que este, al ser derrotado, sugiere la posibilidad de otro encuentro a la luz del eterno retorno; etc., etc.

A partir de de Man se puede instaurar una crítica de Borges que corresponda realmente a los artificios retóricos de ese maestro moderno. Muchos años después de publicado el artículo, conversando con Paul de Man en Yale, le pregunté porqué no había escrito más sobre él y me dijo que no era por falta de interés sino porque estaba enteramente ocupado por otros temas. Pero que recordaba con nostalgia la posibilidad de poder escribir sin restricciones sobre temas como Borges.

2. Muy diferente es el caso de Derrida. El Borges que él lee, comenta o alude, tiene que ver más con las especulaciones filosóficas del propio Derrida, que con ningún interés específico en analizar la obra de Borges. De hecho no hay en él, "análisis" de su obra. Hay alguna referencia tantalizadora como en el trabajo sobre Emmanuel Levinas de 1974 sobre "Violence et Métaphysique", más tarde recogido en L’écriture et la différence (1967). La referencia a Borges es mínima. Consiste en dos citas del famoso artículo "La esfera de Pascal": "Quizá la historia universal es la historia de la diversa entonación de algunas metáforas".

Pero si la referencia parece menor, de hecho para Derrida tenía otra significación. Era el tributo a un escritor que él había empezado a leer entre 1961 y 1962 y que hasta 1968, por lo menos, tuvo una cierta influencia.

"Il m’a séduit". Pero a partir de esa fecha Derrida dejó de leer a Borges. La paradoja que encierra esta decisión es que, realmente, Derrida no dejó de pensar en Borges y el resultado de esa lucubración silenciosa se puede ver en "La pharmacie de Platon". En este ensayo, denso, que se dispara en mil direcciones, hay un momento en que al estudiar la relación entre oralidad/paternidad y escritura/condición filial, Derrida introduce tres epígrafes en forma que él ha calificado coloquialmente de sandwich: un texto de Joyce emparedado entre dos de Borges. Para el lector superficial, lo que tienen de común esos epígrafes es que reiteran la vinculación entre Toth, el dios de la escritura y la muerte.

Para una lectura más lúcida, el significado es otro. Tanto Joyce como Borges tienen otra dimensión en el texto de Derrida. Borges establece con el texto una suerte de diálogo, tal vez indefinido pero presente a partir de la asunción por Borges de la escritura como muerte que evita el reconocimiento explícito de que esa muerte "es un parricidio". En tanto que Joyce, que parece apenas una confirmación literaria del mismo asunto, es en realidad la clave de una dimensión totalmente inesperada del ensayo. Comentándolo con Derrida, me dijo en 1984 que le parecía un poco grecisé. De hecho era todo lo contrario. Hacia donde se dirigía Derrida era a una lectura de Platón a la luz de Finnegans Wake.

Esta posibilidad resultaba, a primera vista, un delicado disparate. Sin embargo, si se vuelve a leer el ensayo a la luz de Joyce, se advierte que no lo es. Derrida se sale de la pharmacie o botica para mirar el cielo, meditar, ser Platón, es decir, para entrar en una ficción cuyos límites desconocemos. No es casual entonces que su próxima obra más ambiciosa sea precisamente Glas (1981), inmenso, proliferante y hasta repetitivo collage en que Finnegans Wake aparece no sólo como modelo sino también como provocación. A diferencia de Joyce, Derrida utiliza también el collage visual a la manera de Arno Schmidt.

"La pharmacie de Platon", se abre hacia el mito y la cosmogonía. Desde este punto de vista, naturalmente, Borges parece haber desaparecido. De hecho nunca estuvo tan presente. Con su estilo minimalista, él también ha jugado el juego de Finnegans Wake.

3. La preocupación de Harold Bloom por Borges es esporádica pero bastante antigua. Ya en 1970, al publicar su obra sobre Yeats, hacía una referencia al famoso ensayo de Borges sobre "Kafka y sus precursores". La cita era breve pero precisa. Bloom veía en ese ensayo una prueba de que todos los autores sufren de una anxiety of influence (ansiedad de influencia) y que Borges lo había explicado magníficamente en este ensayo. Pero no es hasta la publicación (1973) de un libro entero dedicado a The Anxiety of Influence que Bloom muestra cómo él lee a Borges. El primer capítulo está dedicado al tema y su principal teorizador es Borges. Cita una frase del ensayo de Borges sobre Kafka en que aquél dice que los poetas crean a sus precursores. Más adelante, en el mismo capítulo, Bloom elogia la intuición ingeniosa de Borges de que los artistas crean a sus precursores, "como por ejemplo el Kafka de Browning crea el Browning de Borges". Esto le permite justificar una forma de parricidio: la del escritor que necesita tomar un modelo fuerte anterior, para entrar en competencia. En el caso de Bloom se trata naturalmente de una competencia entre autores.

Lamentablemente, esto no tiene nada que ver con el texto de Borges. Cuando Borges señala que haber leído a Kafka determina en el lector una visión kafkiana del resto de la literatura no se refiere a autores ni a polémicas parricidas entre autores. Se refiere a textos. Basta leer un párrafo del ensayo que dice literalmente: "Creí reconocer su voz (la de Kafka) o sus hábitos (literarios), en textos de diversas literaturas." Es decir, leer a Kafka nos hace leer de otra manera otros autores. Harold Bloom confunde intertextualidad con parricidio.

Esta confusión, en realidad, lo favorece. Al fin y al cabo, ¿no es él el apóstol del misreading y misprisions. Esa teoría fomenta la idea de error creativo. Desde este punto de vista, su error es originalísimo.

Ya Paul de Man, en una reseña de The Anxiety of Influence, que está recogida en la segunda edición de Blindness and Insight (1983), había señalado precisamente este error creativo.

La lectura idiosincrática que hacen De Man, Derrida y Bloom de Borges revela que a cierta altura de su desarrollo crítico, Borges sirvió de estímulo, de interlocutor caché y hasta de cabeza de turco. Para el lector hispánico, la lectura es otra: Borges aparece como un agente catalizador en el centro del debate internacional sobre la crítica literaria.



Emir Rodríguez Monegal
4 de noviembre 1985



Texto de conferencia extractada en Diseminario
Montevideo, XYZ, 1987, p. 123
Biblioteca Emir Rodríguez Monegal
Fotografía de ©Isaac Behar
Borges con Derrida en el depto. de Maipú 944, 6° piso
Buenos Aires, Octubre de 1985
incluida en: Block de Behar, Lisa
Borges, the passion of an endless quotation
Second Edition, State University of New York Press
New York, 2014



23/5/16

Jorge Luis Borges: Blake








¿Dónde estará la rosa que en tu mano
prodiga, sin saberlo, íntimos dones?
No en el color, porque la flor es ciega,
ni en la dulce fragancia inagotable,
ni en el peso de un pétalo. Esas cosas
son unos pocos y perdidos ecos.
La rosa verdadera está muy lejos.
Puede ser un pilar o una batalla
o un firmamento de ángeles o un mundo
infinito, secreto y necesario,
o el júbilo de un dios que no veremos
o un planeta de plata en otro cielo
o un terrible arquetipo que no tiene
la forma de la rosa.




En La cifra (1981)
Image: Self-Portrait William Blake


22/5/16

Jorge Luis Borges en su voz: Manuscrito hallado en un libro de Joseph Conrad







En las trémulas tierras que exhalan el verano,
el día es invisible de puro blanco. El día
es una estría cruel en una celosía,
un fulgor en las costas y una fiebre en el llano.

Pero la antigua noche es honda como un jarro
de agua cóncava. El agua se abre a infinitas huellas,
y en ociosas canoas, de cara a las estrellas,
el hombre mide el vago tiempo con el cigarro.

El humo desdibuja gris las constelaciones
remotas. Lo inmediato pierde prehistoria y nombre.
El mundo es unas cuantas tiernas imprecisiones.
El río, el primer río. El hombre, el primer hombre.






En Luna de enfrente (1925)
Retrato de Jorge Luis Borges sin atribución
En diario Los Andres, 18 de septiembre de 2004

21/5/16

Jorge Luis Borges: Del Director de la Biblioteca Nacional (Carta)





Señora Directora de Clarín:
En una de las partes de la carta del señor Jorge Ballester que se publicó en la edición del 22 de febrero se expresa lo siguiente: “Si usted va a la Biblioteca Nacional media hora antes del cierre no le admitirán pedido alguno, aunque a usted le basten diez minutos para consultar el libro o el periódico que solicita. ¿Y por qué? Porque diez o quince minutos antes de la hora de cierre comienza la ‘desbandada’ y los lectores son prácticamente expulsados a fin de que los empleados puedan, a la hora del cierre —es decir cuando recién debían clausurar las salas de lectura— estar en la puerta de calle, listos para emprender la retirada a sus casas…”
Sobre el particular llevo a su conocimiento que la Biblioteca Nacional, que me honro en dirigir, presta un servicio calificado y amable a sus lectores. Extendió su horario que era de 14 a 22 horas al actual de 8 a 24 horas desde mediados de 1967, como prueba de su permanente afán de superación y servicio, implantando el servicio de fotoduplicación en el acto desde hace más de dos años, lo que representa un aporte de suma utilidad al lector, estudiante y/o investigador. En el año 1972 incrementó en forma superlativa su programa de extensión cultural con exposiciones y conferencias, concretándose un operativo conjunto con el Consejo Nacional de Educación que llevó el patrimonio del organismo al interior de nuestras escuelas primarias, dándose clases especializadas en ellas y recibiéndose la visita guiada de cerca de 9.000 escolares de 6º y 7º grado. Con estas menciones muy sintéticas quiero expresar a usted la envergadura cultural y de servicio público que presta la Biblioteca Nacional, posible solamente merced al espíritu de sacrificio de su personal, muy escaso en número y con escasa remuneración, pero que se halla consustanciado con la misión docente que de ella emana.
La Biblioteca Nacional opera mediante reglamentos que conoce el lector y, media hora antes del cierre, como ocurre en toda biblioteca pública de la importancia de la nuestra, no se entregan obras pues deben irse acomodando en sus estantes las que los lectores devuelven a fin de estar debidamente ordenadas para el servicio público del día siguiente. Además pedir un libro lleva un proceso de unos seis a diez minutos que, en el caso expuesto por el señor Ballester, distrae al personal destinado a tal tarea en lo que debe hacer específicamente entre las 23.30 a 24, que es ir poniendo libros consultados en su habitual encasillamiento; espacio de tiempo en que espontáneamente ya los lectores existentes van devolviendo las obras. Por lo demás el caso que pinta el singular denunciante habitualmente no se produce y, a quien el personal brinda razones, comprende que el reglamento de trabajo se establece de acuerdo a lo que aconseja un eficiente servicio público. Ello no es óbice para que cuando una circunstancia de real necesidad y no una cuestión de hábito encuentre disposición especial en el empleado que atiende la solicitud, que por exceso de buena voluntad crea conveniente atender. Se debe entender que la Biblioteca Nacional constituye un amplio complejo cuyo mecanismo funciona por el sistema de relojería, la única forma de hacerlo eficiente como es.
Rechazo la afirmación de que el personal se retira de sus obligaciones 10 o 15 minutos antes del cierre, expulsando a los lectores. Demasiado grosera es esta gratuita imputación a un personal que no ahorra fatigas poniendo el hombro más allá de sus normales obligaciones. Hasta ahora la Dirección no ha podido constatar deterioros en sus instalaciones por esa ‘desbandada’ de que nos habla nuestro singular crítico. Sí en cambio puedo asegurar el retiro ordenado del personal a partir de la hora 0.05 a 0.20, según sean sus responsabilidades luego de la hora de cierre a las 24. En cuanto al rubro ‘Hemeroteca’ de atención de diarios, revistas y periódicos, el horario de cierre es la hora 21. Solamente la sala principal está abierta hasta la hora 24. El señor Ballester debe comprender que su derecho termina donde comienza el derecho de su servidor, cuando le llega el turno de irse a su casa a descansar. El tiempo de cada uno debe ser graduado de acuerdo con la necesidad que se tenga, sin pretender sojuzgar caprichosamente el ajeno que no le pertenece.
Salúdala atentamente
JORGE LUIS BORGES
Director Biblioteca Nacional


En octubre de 1955, Jorge Luis Borges asumió como Director de la Biblioteca Nacional. Dieciocho años más tarde, en 1973, ante el regreso de Juan Domingo Perón al gobierno, se acogió a la jubilación, tramitada con anterioridad. (N. del E.)


En diario Clarín, Buenos Aires, 10 de marzo de 1973* - En la sección “Cartas al País”.
Luego en Textos recobrados 1956-1986
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 Maria Kodama
© Emecé editores
Buenos Aires 2003

Imagen: Placa conmemorativa a Borges y a Groussac
en la Biblioteca acional de Buenos Aires
Foto: Carlos María Parise



20/5/16

Adolfo Bioy Casares: "Borges" [9 de abril de 1958]
Historia de Salomón







Miércoles, 9 de abril. Hablo con Borges. Me cuenta: «El rey David llamó a un joyero y le pidió que le hiciera un anillo, un anillo que le recordara, en los momentos de júbilo, que no debía ensoberbecerse, y, en los momentos de tristeza, que no debía abatirse. "¿Cómo lo haré?", preguntó el hombre. "Tú lo sabrás —contestó el rey—. Para eso eres artífice." El joyero salió a la calle. Un joven le preguntó: "Anciano, ¿qué te atormenta?". El joyero contestó: "El rey me ha encargado un anillo" y explicó todo. "Eso es fácil —declaró el joven—. Fabrica un anillo de oro, con la inscripción: Esto también pasará." Así lo hizo el joyero y llevó el anillo al rey, quien le preguntó: "¿Cómo se te ha ocurrido esto?". "No se me ha ocurrido a mí, sino a un joven, que era así y así", contestó el joyero. "Ah —exclamó el rey—, ese joven es mi hijo Salomón." Es una historia perfecta, limada hasta la perfección por los años. Qué bien que el joven no fuera un ángel, como uno temía, sino Salomón».





En Bioy Casares, Adolfo: Borges 
Barcelona: Ediciones Destino ("Imago Mundi"), 2006

Foto: Con Rachel Lebenas, pintora y actriz, en un homenaje dedicado a Borges (Posadas, Misiones)



19/5/16

Jorge Luis Borges: Un curioso método






Si no me engaño, hay dos maneras fundamentales de concebir la historia. La más antigua presupone el libre albedrío y se cree autorizada a formular censuras y aprobaciones; la otra es determinista y rebaja los actos de los hombres a un mecanismo impersonal y fatal de hechos inevitables. Ambas son lícitas, ya que nadie sabe a cuál de las dos corresponde el mundo. Si la piedra que cae fuera consciente, observa Spinoza, se creería libre y estaría segura de que se mueve porque así lo quiere su voluntad.
A partir del año 55, pululan las historias y los análisis del régimen abolido. El hecho no es extraño; la dictadura fue inverosímil y aun increíble, y uno de los alivios (o acaso de los horrores adicionales) de aquella larga noche era, lo recuerdo muy bien, sentir que era irreal.[*] Lo extraño es la conducta híbrida de los historiadores. Estos incorruptibles aplican con rigor las nociones de libre albedrío y de culpa a cuantos gobernaron el país —salvo al partido de Perón, para el cual se reservan los beneficios del fatalismo histórico—. Resulta así que todos los argentinos tienen la culpa de la dictadura depuesta, salvo, se entiende, el dictador, sus legisladores, Nieves Malaver, los miembros de la CGT y de la ADEA, los Cardoso, la Alianza Libertadora y las turbas que entre un saqueo y un incendio, daban horror a las noches de Buenos Aires vociferando: ¡Mi general cuánto valés! y los otros servilismos del repertorio.
El estilo de los textos de que hablo es revelador. En un solo párrafo he subrayado las locuciones: pueblo insurrectoinjusticia socialenajenación de la patria a los consorcios extranjeros y oligarquía. Inútil proseguir; el lector ya ha reconocido el dialecto, el vocabulario y casi la voz del Padre de los Pobres o de su ligera variante, el Candidato Único o de alguna variante de esa variante… El remedo, claro está, es voluntario. Quienes en un estilo reflejo ensayan estos tambaleantes análisis, notoriamente lo hacen para lograr el favor de un electorado que suponen muy numeroso. No los mueve el magnánimo temor de mostrarse duros con un adversario caído; saben que la batalla persiste y se entienden, o quieren entenderse, con los opresores de ayer. Simulan incoercible sinceridad, pero ni una palabra de condena tienen para los asaltos, los robos, los descarrilamientos y los incendios; aludir a violencia o a sabotaje podría molestar al múltiple monstruo.
Este recato es comprensible, pero entiendo que es excesivo. Si, como sugieren los analistas, el pueblo hubiera sido partidario del dictador, la revolución, tan pobre de recursos materiales como rica de valentía no habría alcanzado el triunfo. Por lo demás la ética no es una rama de la estadística; una cosa no deja de ser atroz porque millares de hombres la hayan aclamado o ejecutado.






[*] Sospecho que la palabra pesadilla, aplicada al tiempo de Perón, no es una metáfora. La frecuencia de su empleo casi lo prueba. (J.L.B.)

En “Una efusión de Ezequiel Martínez Estrada”, artículo publicado en Sur, Buenos Aires, Nº 242, septiembre-octubre de 1956, recogido en Borges en Sur y en Miscelánea, Borges responde a Martínez Estrada, quien lo ha tratado de “turiferario a sueldo”. Se inicia entonces una disputa en torno al peronismo recién derrocado. Ernesto Sabato interviene con “Una efusión de Jorge Luis Borges”, publicado en Ficción, Buenos Aires, Nº 4, noviembre de 1956; Borges le responde en “Un curioso método”, y Sabato lo refuta en “Sobre el método histórico de Jorge Luis Borges”, en Ficción, Nº 7, mayo de 1957.

Borges contestó también sobre Martínez Estrada en una nota titulada “Los escritores frente a una actitud”, véase revista Atlántida, Nº 1.123, septiembre de 1960.(N.del E.)


En revista Ficción, Buenos Aires, Nº 6, marzo-abril de 1957
Luego en Textos recobrados 1956-1986
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 Maria Kodama
© Emecé editores
Buenos Aires 2003

Captura video Imágenes inéditas de Borges (s-d)


18/5/16

Jorge Luis Borges: Los destinos








Las almas escogían su destino
y Juan Milton habló: Quiero ser ciego
para cantar desde mi sombra al otro
ciego, Sansón, que ha de romper el templo.
Judas el Iscariote dijo: Quiero
ser los treinta dineros de la infamia
que salvará, como la Cruz, el mundo.
Ulises afirmó: Seré las naves
del destierro y el arco de la ira.
Y Sila declaró: Seré una cárcel
y Juana de Arco dijo: Seré el fuego.



En Borges, Jorge Luis/Sessa, Aldo:
Cosmogonías*, Buenos Aires, Librería La Ciudad, 1976
Luego en Textos Recobrados 1956-1986 (1997)
En imagen: Borges y Sessa, ©Aldo Sessa

*Cosmogonías, ilustrado por Aldo Sessa, lleva un prólogo de Jorge Luis Borges, recogido en Jorge Luis Borges, El círculo secreto , Buenos Aires, Emecé, 2003. Cosmogonías incluye: La luna, de La moneda de hierro, 1976; ‘El desierto’ y ‘Génesis, IV, 8’ de Quince monedas, que junto con Cosmogonía y De que nada se sabepertenecen a La rosa profunda, 1975. Estos cuatro poemas están recogidos en Jorge Luis Borges, Obras completas 3, Buenos Aires, Sudamericana, 2011.






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