Si no me engaño, hay dos maneras fundamentales de concebir la historia. La más antigua presupone el libre albedrío y se cree autorizada a formular censuras y aprobaciones; la otra es determinista y rebaja los actos de los hombres a un mecanismo impersonal y fatal de hechos inevitables. Ambas son lícitas, ya que nadie sabe a cuál de las dos corresponde el mundo. Si la piedra que cae fuera consciente, observa Spinoza, se creería libre y estaría segura de que se mueve porque así lo quiere su voluntad.
A partir del año 55, pululan las historias y los análisis del régimen abolido. El hecho no es extraño; la dictadura fue inverosímil y aun increíble, y uno de los alivios (o acaso de los horrores adicionales) de aquella larga noche era, lo recuerdo muy bien, sentir que era irreal.[*] Lo extraño es la conducta híbrida de los historiadores. Estos incorruptibles aplican con rigor las nociones de libre albedrío y de culpa a cuantos gobernaron el país —salvo al partido de Perón, para el cual se reservan los beneficios del fatalismo histórico—. Resulta así que todos los argentinos tienen la culpa de la dictadura depuesta, salvo, se entiende, el dictador, sus legisladores, Nieves Malaver, los miembros de la CGT y de la ADEA, los Cardoso, la Alianza Libertadora y las turbas que entre un saqueo y un incendio, daban horror a las noches de Buenos Aires vociferando: ¡Mi general cuánto valés! y los otros servilismos del repertorio.
El estilo de los textos de que hablo es revelador. En un solo párrafo he subrayado las locuciones: pueblo insurrecto, injusticia social, enajenación de la patria a los consorcios extranjeros y oligarquía. Inútil proseguir; el lector ya ha reconocido el dialecto, el vocabulario y casi la voz del Padre de los Pobres o de su ligera variante, el Candidato Único o de alguna variante de esa variante… El remedo, claro está, es voluntario. Quienes en un estilo reflejo ensayan estos tambaleantes análisis, notoriamente lo hacen para lograr el favor de un electorado que suponen muy numeroso. No los mueve el magnánimo temor de mostrarse duros con un adversario caído; saben que la batalla persiste y se entienden, o quieren entenderse, con los opresores de ayer. Simulan incoercible sinceridad, pero ni una palabra de condena tienen para los asaltos, los robos, los descarrilamientos y los incendios; aludir a violencia o a sabotaje podría molestar al múltiple monstruo.
Este recato es comprensible, pero entiendo que es excesivo. Si, como sugieren los analistas, el pueblo hubiera sido partidario del dictador, la revolución, tan pobre de recursos materiales como rica de valentía no habría alcanzado el triunfo. Por lo demás la ética no es una rama de la estadística; una cosa no deja de ser atroz porque millares de hombres la hayan aclamado o ejecutado.
[*] Sospecho que la palabra pesadilla, aplicada al tiempo de Perón, no es una metáfora. La frecuencia de su empleo casi lo prueba. (J.L.B.)
En “Una efusión de Ezequiel Martínez Estrada”, artículo publicado en Sur, Buenos Aires, Nº 242, septiembre-octubre de 1956, recogido en Borges en Sur y en Miscelánea, Borges responde a Martínez Estrada, quien lo ha tratado de “turiferario a sueldo”. Se inicia entonces una disputa en torno al peronismo recién derrocado. Ernesto Sabato interviene con “Una efusión de Jorge Luis Borges”, publicado en Ficción, Buenos Aires, Nº 4, noviembre de 1956; Borges le responde en “Un curioso método”, y Sabato lo refuta en “Sobre el método histórico de Jorge Luis Borges”, en Ficción, Nº 7, mayo de 1957.
Borges contestó también sobre Martínez Estrada en una nota titulada “Los escritores frente a una actitud”, véase revista Atlántida, Nº 1.123, septiembre de 1960.(N.del E.)
En revista Ficción, Buenos Aires, Nº 6, marzo-abril de 1957
Luego en Textos recobrados 1956-1986
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 Maria Kodama
© Emecé editores
Buenos Aires 2003
Captura video Imágenes inéditas de Borges (s-d)