17/5/16

Jorge Luis Borges: 1891






Apenas lo entreveo y ya lo pierdo.
Ajustado el decente traje negro,
la frente angosta y el bigote ralo,
y con una chalina como todas,
camina entre la gente de la tarde
ensimismado y sin mirar a nadie.
En una esquina de la calle Piedras
pide una caña brasilera. El hábito.
Alguien le grita adiós. No le contesta.
Hay en los ojos un rencor antiguo.
Otra cuadra. Una racha de milonga
le llega desde un patio. Esos changangos
están siempre amolando la paciencia,
pero al andar se hamaca y no lo sabe.
Sube su mano y palpa la firmeza
del puñal en la sisa del chaleco.
Va a cobrarse una deuda. Falta poco.
Unos pasos y el hombre se detiene.
En el zaguán hay una flor de cardo.
Oye el golpe del balde en el aljibe
y una voz que conoce demasiado.
Empuja la cancel que aún está abierta
como si lo esperaran. Esta noche
tal vez ya lo habrán muerto.



En El oro de los tigres (1972)
Foto: Una de las últimas de JLB
Casa de América (Madrid) Vía ABC [+]




16/5/16

Jorge Luis Borges: Entrevista [Buenos Aires, julio de 1983]







Sábado al mediodía. En un amplio living en penumbras, acomodado en un amplio sillón, la mirada perdida en un cielorraso invisible, se encuentra Jorge Luis Borges.

Desde hace un tiempo a esta parte, rehúye a las entrevistas. Fanny, su ama de llaves, responde por teléfono que no hay reportajes para nadie. En este caso, la perseverancia finalmente da sus frutos. La excepción obedece a que el propio escritor atendió el llamado telefónico y un bueno, venga para acá, hará posible que una hora después iniciemos este diálogo.

Entre ambos existe una relación surgida a raíz de una entrevista tres años atrás, a la que siguieron otros encuentros en los que, a pedido suyo, le he servido de algo así como una especie de libro oral a través de la lectura en voz alta, de fragmentos de obras diversas.

Una relación que dista de ser amistad, pero que él rápidamente ha puesto por encima del simple vínculo personaje-periodista, quizás gracias a las muchas caminatas compartidas por la Plaza San Martín, paseos en los que hemos abordado temas muy variados, desde Aristóteles y Platón hasta el lugar de nacimiento del segundo fundador de Buenos Aires, Juan de Garay (¿vizcaíno o burgalés?).

Debo confesar que además de admirarlo como escritor, no he podido evitar quedar fascinado con su habilidad para involucrarme en el laberinto de sus charlas. He llegado a pensar que cuando se le da la posibilidad oral, escribe en el aire y se divierte. Habla y la respiración de su palabra tiene el ritmo de la escritura. Sin duda, Borges es siempre Borges...


- Borges, ¿cómo escapar de lo obvio?
-Yo no sé si lo obvio es siempre un error..., lo obvio es algo cierto, el perogrullo es algo cierto.

- De acuerdo. Vayamos a lo obvio, de momento. ¿Qué espera de Borges?
- No sé. Mi destino sigue siendo un misterio. Estoy ciego, la mayoría de mis contemporáneos han muerto; soy un hombre tímido y desde el año 55 ya no puedo leer, tengo que recitar cosas que se me ocurren... ¡Yo no sé cómo no aprendí el sistema braille! Eso habría cambiado toda mi vida. Si yo pudiera leer, pudiera escribir..., pero ahora es demasiado tarde, ni siquiera tengo la sensibilidad suficiente en los dedos. ¡Síi, hubiera cambiado toda mi vida...!

Hoy es siempre todavía, al decir de Machado
- Tal vez... Yo he pensado que cuando era chico, un día duraba una semana y ahora una semana dura un día. A medida que uno envejece pasa con más rapidez el tiempo.

- Toda su vida ha sido un rebelde, ¿por qué?
- Bueno, cuando era joven, sí. Me gustaba estar en desacuerdo. Ahora, no. Trato de estas de acuerdo. Chesterton dijo que se había pasado la vida comprobando que los otros tenían razón. A mí me ha pasado lo mismo.

- ¿Y de qué se arrepiente?
- Bueno, de muchas cosas...O no, para qué...Pero me hubiera gustado hacer otras cosas...

- ¿Como haberse enamorado de muchas mujeres...?
- No, no. Sólo de aquellas con quienes he soñado.

- ¿Un artista es siempre pasional?
- Con su obra, sí. Con todo lo demás, no siempre.

- ¿Qué representa para usted la Literatura?
- Tantas cosas... Cuando estoy solo, continuamente estoy tramando poemas, cuentos, fábulas, porque tengo que poblar mi soledad. Y a mi edad es fácil estar solo. Por ejemplo, yo nunca busco temas, dejo que los temas me busquen y yo los eludo, pero si el tema insiste, yo me resigno y escribo. Hay que dejar a los temas que elijan, pues cada tema sabe si quiere ser escrito en verso libre, en una forma clásica o en prosa. No pienso en la comunicación, yo escribo corrijo los borradores mentalmente, desde que no tengo vista, y finalmente los publico.

- ¿Qué haría si pudiera volver a ver?
- Bueno, yo volvería a leer algunos de los pocos libros que hay aquí; quizás saldría a la calle a reencontrarme con algún recuerdo de Buenos Aires. Miraría al espejo para ver que cara tengo. Aunque no, pienso que es una suerte para mí imaginarme con la cara que tuve a los 55 años.

- En su obra la cuestión acerca de la inmortalidad es una constante. ¿Por qué?
- Porque yo creo que la inmortalidad personal no es menos creíble que la muerte: ¡las dos cosas son increíbles! El hecho de que alguien perdure más allá de la terminación de su cuerpo parece rara, pero también lo es el hecho de que alguien desaparezca finalmente.

- Aquello de que el hombre es la unión entre cuerpo y alma...
- Si, claro... Salvo que podamos imaginarnos sin cuerpo pero no sin alma: si yo pienso que lo soy, lo hago en mi conciencia pues yo en mi cuerpo no podrían pensarme sin cuerpo.
Cuando uno recita un poema, uno ya no es su cuerpo, siempre es su conciencia. Hay unos versos muy lindos de Machado, que dicen así: ¿Y ha de morir contigo el mundo mago / donde guarda el recuerdo? /... Los yunques y crisoles de tu alma / trabajan para el polvo y para el viento. Es decir, cuando una persona muere, mueren muchísimas cosas por lo que parece raro que todo eso cese de golpe. Pero a su vez también la idea de que uno dure indefinidamente es rara. Ambas, me parece, son igualmente increíbles. A mí no me importaría durar más allá, pero a condición de no olvidar esta vida. Por eso, me pregunto si la identidad personal consiste precisamente en la posesión de ciertos recuerdos que nunca se olvidan.

- ¿Por ejemplo...?
- Los paseos por Ginebra...

- ¿Cuál es su mejor poesía?
- La que suelo preferir es El Golem, aunque también me gusta Límites.

- ¿Y de sus cuentos?
- Uno que se llama Ulrica. Bueno, en realidad es una pieza de teatro.

- ¿Quién ha sido el máximo escritor argentino?
- Almafuerte y también Sarmiento. Almafuerte nació en San Justo y me dicen que este pueblo ha cambiado mucho, que ahora es una zona industrial. Cuando yo lo conocí no era así, era un pueblo que parecía estar perdido en la llanura, tenía casas bajas, salas de ladrillo, calles de barro... ¡Qué lucha la de Almafuerte! Como no tenía título habilitante, cuando se daban cuenta que pese a ello daba clases, le cerraban la escuela y entonces tenía que mudarse a otro pueblo y abrir una nueva. Lo primero que hacía era abrir la sala de la casa pues cualquier chico pobre podía mudarse allí.

- ¿Le hubiera gustado tener hijos?
- Hace mucho tiempo que dejé de preguntármelo... Pero volviendo a Almafuerte, recuerdo que en una oportunidad había abierto una escuela al lado de un prostíbulo. Antes, cuando una persona llegaba a un barrio, los vecinos le mandaban golosinas. Luego, uno le devolvía otras golosinas y, ¡bueno!, se hacía amigo de la gente. Entonces, las prostitutas le regalaron una fuente de empanadas. A los dos días se presenta Almafuerte y dice: Les agradezco las empanadas, señoras putas. Eso no era para ofenderlas, claro está, sino por ser el oficio de ellas.

-Es indudable que era directo en su lenguaje, algo, me parece, no común en los poetas. ¿Qué es lo más importante en la poesía?
- Yo creo que en el verso, la cadencia y la imagen son más importantes que el sentido. Hasta puede no tener sentido y sin embargo, ser bueno. No creo que la idea sea el verso, pues uno puede concebir Y muera como un tigre el sol eterno, pero no creo que sea una idea comparar la agonía del tigre con la claridad del sol.
La función literal no hace al verso, por eso es imposible traducir un poema. Por ejemplo, un título lindísimo de Lugones es Los crepúsculos del jardín. Ahora, si Lugones hubiera puesto Las penumbras de la quinta o Las tardes de la granja, la idea hubiera sido la misma, pero no la imagen poética.

- La larga noche de la dictadura llega a su fin ¿De qué manera nos habrá marcado la falta de libertad?
- Bueno, yo no sé. En la Argentina casi todo es censurado... En los Estados Unidos, en cambio, no hay censura, tanto que usted paga la suma de una taquilla y puede ver en el escenario un coito. Claro que son hermosas muchachas y lindos muchachos, pero ¡es un espectáculo público! En España, con quien tenemos mayor similitud, ahora ocurre otro tanto aunque todo lo referido al sexo se hace y se dice de forma agresiva.

- Quizás se deba a un cambio muy abrupto...
- Sí, posiblemente sea así como usted dice, luego de la muerte del dictador Franco. Actualmente usted tiene en el diario ABC, una página entera dedicada a avisos de prostíbulos. Por ejemplo, hay uno que recuerdo: Enano cariñoso busca señor alto y moreno. Discreción, confianza, afecto. Diríjase a tal teléfono y pregunte por Paquito ¿Qué le parece? Entonces, hay hombres que se ofrecen a hombres, hombres que se ofrecen a mujeres; mujeres que se ofrecen a hombres, y mujeres que se ofrecen a mujeres. Lo único que tenemos que hacer es llamar a uno de los muchos teléfonos y preguntar por Lola, Clide o cualquier otra. Y ahora, en nuestro país, pasará algo de eso.

- ¿Cree que los argentinos hemos cambiado?
- Sí, por supuesto. Fíjese, por el año 1910, le estoy hablando de poca cosa, había una esperanza en la gente. Cuando Darío escribió su Oda argentina y Lugones su Odas seculares, todo ello correspondía a una gran esperanza. En cambio, actualmente están muy descorazonados todos. A pesar de todo, pienso que ahora tenemos derecho a la esperanza, mejor dicho, tenemos el deber de la esperanza. Basta con recordar los últimos años: hambre, persecución, torturas y desaparecidos, falta de trabajo, endeudamiento del Estado, opresión y hasta una guerra: ¡Esto es lo que han hecho los militares! Claro, si alguien se ha pasado la vida en los cuarteles, no hay ninguna razón para que sepa gobernar.

- Res publica y res militia
- Justamente. Qué triste pensar que la única fuerza del gobierno, es la silenciosa desesperación de la gente. ¡Es una calamidad! ¡Ineptos! Quizás yo sea el único argentino que, en caso de que me nombraran dictador, estoy seguro que renuncio inmediatamente y vuelvo a mi casa a soñar en voz alta. Pero aquí parece que hemos perdido el sentido de lo ético y lo único que realmente interesa es especular con el dinero. Una vez me invitaron un grupo de libreros de la ciudad de Rosario a dictar una conferencia, entonces fui a dar una larga charla sobre el libro. Después comimos juntos y uno de estos señores me dijo: ¡Qué lástima que eligiera ese tema, Borges!. Pero, cómo, ¿No son libreros ustedes?, pregunté, a lo que respondió: Bueno, sí, somos libreros, pero lo que realmente nos interesa es la venta de cuadernos y lápices. Eso genera desesperanza y frustración en una sociedad.

-¿Anarquista o liberal?
- Anarquista, pues yo creo que lo mejor sería un país que no precisara de un gobierno. Quizás con el tiempo lleguemos a eso, por el momento, no. Por el momento, el gobierno es un mal necesario, pero lamentablemente en todas partes el Estado cada vez se torna más molesto. Cuando fuimos a Europa en el año 1914, viajamos sin pasaporte y uno pasaba de un país a otro como de una estación a otra. Claro, después de la Primera Guerra Mundial comenzó a desconfiarse... ¡Pero, ahora ! ¡Usted no puede salir a la calle sin la cédula o el pasaporte porque el Estado se mete en todo y hasta lo lleva detenido! ¡Es una barbaridad!.

- ¿A quién admira?
- Quizás admire a Aristóteles. A Platón, tal vez. Hay personas que admiran a los políticos. Yo, no; hay gente que admira a Napoleón, yo no. Si uno admira a Napoleón, también puede admirar a Hitler, y eso sería terrible.

- Nada más inhumano que la guerra de los conquistadores, ¿verdad?
- Así es. Alberdi dijo que la guerra es un crimen, y ahora creo que tenía razón: ¡Todas las guerras son un crimen! Pienso que si un gobierno decide una guerra, no le faltarán razones para justificarla, además, todos aquellos que se oponen son considerados traidores. Claro. Hay un supuesto axioma de derecho internacional que dice my country right or wrong, es decir, que tenga o no razón, es mi país. Pero, admitido esto, ¡ambos bandos tendrían razón en cualquier guerra! ¡Julio César! Usted tiene un nombre de emperador, ¿se imagina haber sido Julio César?

- No, no. Sólo en brazos de Cleopatra...
- Yo en los de Beatriz, pero quién soy para codearme con el Dante. O con Virgilio. Antes se soñaba más, ahora, con tanta televisión... Lo que sucede es que cuando ocurre algo se lo anuncia inmediatamente y no se da tiempo a que se cree una leyenda al respecto. Yo, por ejemplo, alcancé a ver por televisión la llegada del hombre a la luna. Esa inmediatez ayudó a que se formara parte de la noticia del día y se olvidara después con tantos nuevos Apolo. En cambio, hubiese sido distinto si se anunciara que el hombre había llegado a la Luna y después cada uno soñara cómo había ocurrido. Sin embargo, nos acosan con tantas noticias...

- La diferencia entre información y conocimiento...
- Exacto. Hay un verso de Eliot, que dice: Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento / Dónde el conocimiento que hemos perdido en conocer.

- Para concluir: ¿qué opinarán de Jorge Luis Borges dentro de cien años?
- ¡Espero que lo hayan olvidado!

- ¿Por qué?
- ¡Pero, claro! ¡Borges no es Cervantes!

- ¡Y usted es Borges!
- Bueno, desgraciadamente tengo ochenta y tantos años. ¿Qué otra cosa puedo hacer que no sea escribir y soñar...?


Entrevista con Julio César Calistro
Buenos Aires, julio de 1983
Publicada en Resumen, 1993
Y en Espéculo, Número 6, 1997
Borges en Madrid, Foto ©Bernardo Pérez

15/5/16

Jorge Luis Borges: Itinerario de un vago porteño (Anticipaciones y ensayo)







Detrás de Parque Patricios
me fajaron los fenicios.

Al salir del Coliseo
me sorprendió un camafeo.

En la esquina de Monroe
un ratón casi me roe.

Con boleto de recreo
me acompañó un cananeo.

Al llegar a los Portones
me asustaron los mormones.

Entre Flores y Floresta
me adormeció un Zend-Avesta.

En el bajo de Belgrano
se me insinuó un mahometano.

De Flores a Vélez Sarsfield
disfrutamos del té Garfield.

Cerca de la Chacarita
me persiguió un manflorita.

En la calle Guanacache
casi trago el azabache.

En Paraná y Arenales
viven varios esquimales.

Cerca del bajo de Nuñez
me dijeron: No rasguñes.

En el bosque de Palermo
me rompió el alma un enfermo.

En la esquina de Deán Funes
me corrieron los atunes.

En la Avenida de Mayo
se me atravesó un cipayo.

En Arenales y Aráoz
pastan overos rosaos.

En el Pasaje Barolo
me desarmó Marco Polo.

Con Xul*, en la calle México
lo reformamos al léxico.

En la calle Lafinur
vive Banipal-Asur.

En la esquina de Bolívar
probé un postre con acíbar.

En la galería Güemes
me abordaron los trirremes.

Al andar por la calle Azcuérnaga
me iluminó una luciérnaga.

En el Tiro Federal
me tiroteó un marsupial.

En la calle Santa Fe
jugamos al Ti-Ta-Te.

Al salir del subterráneo
me cepilló un ermitáneo.

Y en la calle Darragueira
pedimos la escupideira.

Cerca del Museo Histórico
fui a comprar un vidrio teórico.


J.L.  y G.J.B.**




* Borges se refiere a Alejandro Xul Solar: "El nombre Xul era su versión de Schultz, y Solar la de Solari" 
(Autobiobrafía, en Monegal, 1987, pág. 195)

** "Ese otoño Martín Fierro publicó unas pocas rimas satíricas escritas por Georgie [Borges] 
con ayuda de su primo Guillermo Juan. Una de ellas juega con la x en el nombre de su amigo [Xul Solar]" 
(Monegal, 1987, pág. 195)


En Martín Fierro, segunda época, Buenos Aires, Año 4, N° 39, 28 de marzo de 1927
Luego en Textos recobrados 1919-1929
Buenos Aires, Sudamericana, 2011

Foto: Captura video Imágenes inéditas de Borges (s-d)



14/5/16

Jorge Luis Borges: El minotauro







La idea de una casa hecha para que la gente se pierda es tal vez más rara que la de un hombre con cabeza de toro, pero las dos se ayudan y la imagen del laberinto conviene a la imagen del Minotauro. Queda bien que en el centro de una casa monstruosa haya un habitante monstruoso.

El Minotauro, medio toro y medio hombre, nació de los amores de Pasifae, reina de Creta, con un toro blanco que Poseidón hizo salir del mar Dédalo, autor del artificio que permitió que se realizaran tales amores, construyó el laberinto destinado a encerrar y a ocultar al hijo monstruoso. Éste comía carne humana; para su alimento, el rey de Creta exigió anualmente de Atenas un tributo de siete mancebos y de siete doncellas. Teseo decidió salvar a su patria de aquel gravamen y se ofreció voluntariamente. Ariadna, hija del rey, le dio un hilo para que no se perdiera en los corredores; el héroe mató al Minotauro y pudo salir del laberinto.

Ovidio, en un pentámetro que trata de ser ingenioso, habla del "hombre mitad toro y toro mitad hombre"; Dante, que conocía las palabras de los antiguos, pero no sus monedas y monumentos, imaginó al Minotauro con cabeza de hombre y cuerpo de toro (Inferno, XII, 1-30).

El culto del toro y de la doble hacha (cuyo nombre era labrys, que luego pudo dar laberinto) era típico de las religiones prehelénicas, que celebraban Tauromaquias sagradas. Formas humanas con cabeza de toro figuraron, a juzgar por las pinturas murales, en la demonología cretense. 

Probablemente, la fábula griega del Minotauro es una tardía y torpe versión de mitos antiquísimos, la sombra de otros sueños aún más horribles.



En El libro de los seres imaginarios (1967)
Con la colaboración de Margarita Guerrero
Foto: Jorge Luis Borges, Centro de Documentación Perfil

13/5/16

Jorge Luis Borges: Diálogo sobre un diálogo








A. –Distraídos en razonar la inmortalidad, habíamos dejado que anocheciera sin encender la lámpara. No nos veíamos las caras. Con una indiferencia y una dulzura más convincentes que el fervor, la voz de Macedonio Fernández repetía que el alma es inmortal. Me aseguraba que la muerte del cuerpo es del todo insignificante y que morirse tiene que ser el hecho más nulo que puede sucederle a un hombre. Yo jugaba con la navaja de Macedonio; la abría y la cerraba. Un acordeón vecino despachaba infinitamente la Cumparsita, esa pamplina consternada que les gusta a muchas personas, porque les mintieron que es vieja... Yo le propuse a Macedonio que nos suicidáramos, para discutir sin estorbo.

Z (burlón). –Pero sospecho que al final no se resolvieron.

A (ya en plena mística). –Francamente no recuerdo si esa noche nos suicidamos.






En El hacedor (1960)
Imagen: Cena en mayo 1933 en homenaje a Raúl Scalabrini Ortiz (centro), celebrando 
la quinta edición de "El hombre que está solo y espera". 
Están presentes, entre otros, Macedonio Fernández (conversando con Arturo Capdevila) 
y Alfonsina Storni (a la izquierda del homenajeado)
Foto (s/a) del álbum familiar, gentileza de Martín Scalabrini Ortiz. Vía


12/5/16

Jorge Luis Borges: Entrevista con Roberto Alifano [Buenos Aires, 1985]







No exagero para nada, Borges. Mis experiencias con usted han sido fabulosas bajo todo punto de vista. Evocarlas me sigue encantando la vida. Como pocos, lo conocí íntimamente y fui testigo de su originalísima manera de ser, de su recatado humor, de su filosa ironía y de las particulares maneras de reaccionar ante la inmediatez. Quienes lo encasillan en su extraordinaria obra escrita no pueden dimensionarlo en su total esplendor.



Aunque resignado a la quietud de la ceguera, las circunstancias adversas nunca modificaron su carácter homogéneo de caballero cabal y educado. La fuerza radiante de su lucidez permanente, su conversación plena de imágenes irrepetibles era siempre asombrosa, descubridora de universos impensados. Nunca conocí un hombre más considerado, inteligente y con un modo de ser tan delicioso como el suyo, que, aunque orillando el nihilismo, gravitara tanto en el entorno con su escritura y la palabra oral.



Así es, mi querido Borges, usted era el genio que se imponía siempre sobre el contexto de lo circunstancial y lo sobrevolaba con soltura portentosa. Duras o benignas, jamás las circunstancias incidieron en su modo de ser, quizá porque sentía que el mundo era apenas un pretexto para pensar y que, salvo la literatura, pocas cosas merecían seriedad; acaso algún recuerdo que evocara de sus mayores, aunque buscaba atemperarlo con el lado gracioso (“Mi padre era un gran calavera que se perdía detrás de cualquier pollera”, confesaba divertido. “Era cegatón, como yo. Una vez, cuando vivíamos en Ginebra, vio pasar una mujer y la empezó a seguir diciéndoles piropos. De pronto ella se dio vuelta y le dijo: “¡Pero, Jorge, ni a mí me vas a dejar tranquila!”. Era mi madre la mujer acosada). Hasta el peronismo, que ocasionalmente solía enardecerlo, fue motivo de su humor incomparable (“No son ni buenos ni malos; son incorregibles”, sentenciaba con una sonrisa piadosa).


Se sabe, mi admirado Borges, que analizar el pasado resulta siempre más difícil que juzgar el presente. Echar una mirada hacia los tiempos idos es poner en juego una pasión que ya no existe. Digamos, a modo de conclusión para este exordio, que usted, el prudente y analítico Borges, salvo el arte de la literatura, no lo apasionaban demasiadas cuestiones; eso sí, como buen curioso le encantaba fisgonear en los asuntos más diversos (¡y vaya si era curioso! Nada se le pasaba por alto; como diría Koremblit, otro entrañable maestro, sólo una cosa le interesaba: todo). Veía la política, verbigracia, como algo ajeno y transitorio, como “un juego sucio entre matones”, le oí decir una vez, repitiendo la definición de Azorín, ese punzante español, a quien usted no tenía demasiado en su consideración literaria, pero lo supo citar en sus conceptos. 


Casi nadie ignora que en los años del peronismo, usted sufrió la persecución de algunos burócratas ensañados con el modestísimo cargo de auxiliar tercero que ocupaba en una biblioteca del barrio de Almagro. Al disentir con el régimen no titubearon en removerlo al ofensivo puesto de “inspector de aves y huevos”, del cual se vio obligado a renunciar obviamente. ¡Cómo iba a soportar tamaña humillación del enemigo! Otros funcionarios, más resentidos aún, pusieron presas -por la misma causa de opositoras a Perón-, a doña Leonor Acevedo de Borges, su madre y a Norah Borges, su hermana. Antes y después de eso, el peronismo fue para usted, el vulnerable ciudadano Borges, algo así como la práctica de una desmedida ferocidad; tanto que solía compararlo a la remota dictadura mazorquera de Juan Manuel de Rosas.

En el terreno de la política, como fervoroso opositor, usted podía perdonar cualquier cosa, menos que alguien se hiciera peronista, en especial sus amigos; tal fue el caso del escritor Leopoldo Marechal, compañero de aventuras literarias en su juventud, a quien le retiró el saludo debido a esa adhesión descalificante. Pasados los años, ese sentimiento, digamos mejor, ese pavor, se fue transformando en la recurrencia sistemática de un sarcasmo gélido que usted mantuvo de manera constante contra Perón, Evita y toda la tribu peronista.


Pero, como dice una copla popular centroamericana, “la vida te da sorpresas”. Un mediodía, mientras caminaba con usted por la calle Florida, al cruzar la avenida Diagonal Norte nos vimos de pronto en medio de una manifestación. Eran jóvenes militantes, adictos al peronismo, quienes al percatarse del notable personaje que iba tomado de mi brazo, nos rodearon de inmediato.


-No se asuste –traté de tranquilizarlo-. Esta gente parece no tener intención de agredirnos.

Sorprendido y bastante alarmado, usted, Borges, apretó mi brazo pidiendo que lo sacara de tamaño apuro; pero, contrariamente a lo que es de imaginar y coincidiendo con mi parecer, los cánticos entonados por los muchachos resultaron divertidos y, lo que es aún más raro, definitivamente favorables:


¡Borges y Perón, un solo corazón!  ¡Borges y Perón, un solo corazón!, bramó la turba de los entusiastas muchachos peronistas que saltaban a nuestro alrededor, (devenidos en borgistas o borgesianos). ¡Qué paradoja, Borges, qué suerte de oxímoron bien argentino!


¡Una buena fórmula presidencial para ganar la elección! –reí yo, bromeando-. Los muchachos aplauden y lo proclaman junto a su líder.


¡Cáa-ram-ba, no parecen hostiles! –comentó usted menos aterrado que perplejo, mientras las expresiones se dejaban oír con palabras cada vez más amables de admiración-. Esto parece un sueño, despiérteme, Alifano. Ni remotamente hubiera imaginado que alguna vez oiría pronunciar mi nombre junto al de Perón.


¡Qué buena fórmula, Borges! –repetí.


¡Cómo se le ocurre algo así –se alarmó usted con una sonrisa forzada-. ¡Ni en chiste lo diga! 


Pero era la verdad del caso, Borges. Así suelen ser las cosas, tan curiosas que a veces parecen irreales; las razones (o las sinrazones) de este mundo impredecible. El prestigio transfigura a quienes lo poseen y los niveles de eminencia suelen convertirse en símbolos de meras o sorpresivas situaciones. “El tiempo cicatriza las heridas”, como dice un antiguo refrán (¡y de qué forma!). Después de pagar tributo a ciertas agresiones de otros tiempos, después de sacrificarse en aras de un proclamado antiperonismo casi militante, ahora esto: nada menos que su nombre junto al nombre del caudillo populista. Quién iba a decir, Borges, que usted y Perón serían los dos sellos incuestionables de la Argentina. Nadie que hable de literatura puede soslayar a Jorge Luis Borges; tampoco quien hable de política puede obviar a Juan Domingo Perón. 


***** 


Un rato más tarde, mientras almorzábamos en el restaurante Pedemonte con el común amigo “Poroto” Botana, usted, desconcertado aún, no cabiendo en su asombro, se refirió ya con calma, aunque justificadamente intrigado, a la extravagante circunstancia que habíamos protagonizado.


-Por un momento yo creí que esa gente nos iba a linchar, pero, lo que ocurrió fue increíble –se admiró usted-. ¿No les parece extraño este mundo que habitamos? Mi padre decía: “que todo es tan raro que hasta el Misterio de la Santísima Trinidad puede ser cierto”.


-Así es Georgie –asintió el duende Poroto Botana, otro buen porteño viejo rumiador de situaciones-. Todo es tan raro, che, ¡quién iba a decir que con los años tu nombre aparecería ligado al de Perón!…


-Este suceso que hemos vivido quizá le haga modificar la idea negativa que usted tiene sobre Perón y los peronistas –comenté yo, conciliador-. ¿Quién le dice que no haya llegado el momento de hacer otro balance del pasado?


-Pero no, de ninguna manera –desaprobó usted, terminante-. Yo sigo creyendo que Perón estaba loco, completamente loco; él, y también Eva, su mujer. Fíjense las medidas que tomó durante su gobierno: por ejemplo, eso del aguinaldo es un verdadero disparate, una rarísima medida económica; incomprensible por dónde se la mire. Nunca logré entender por qué ha sido homologada por todos los gobiernos posteriores. A mí me parece una barbaridad que una persona trabaje doce meses y se le paguen trece al final del año.

-Sin embargo, Borges, ha sido imitada por los países más desarrollados, donde no sólo se paga un aguinaldo, sino que se pagan hasta dos –comenté-. En España y en Italia, es así; las leyes lo establecen, y otro tanto sucede en Francia y en Alemania, por citar dos ejemplos.

-Y en todo el resto del mundo –amplió Poroto-. Es, lo que se llama una conquista social, che.


-Eso no lo sabía. De manera que medio mundo está más loco que Perón y que todos los argentinos juntos.

-Así es, Borges –confirmé-. Además, le soy sincero no entiendo demasiado ese rechazo tan definitivo que usted siente hacia Perón y hacia el peronismo.

-Bueno, si me permiten que les cuente algunas cosas, van a entender mejor mi posición –se defendió usted concluyente-. Yo padecí humillaciones terribles bajo el régimen peronista. Era auxiliar de la Biblioteca Municipal del barrio de Almagro, en las orillas de Buenos Aires, un cargo inferior, sin ninguna importancia dentro del escalafón burocrático, un pinche y fui rebajado por el peronismo al puesto de “inspector de aves y huevos”. Algo imperdonable, ¿no les parece?


-Tenés razón. Fue un acto humillante, Georgie –aprobó Poroto-. Pero yo no creo que Perón directamente haya tenido algo que ver con esa designación.


-Desde luego que no, pero sus acólitos y el régimen que él estableció, sí. Les puedo contar, por ejemplo, las persecuciones que sufrí cuando fui presidente de la Sociedad Argentina de Escritores; también Mujica Lainez, que era el vicepresidente.  Al poco tiempo de asumir me visitaron unos funcionarios oficiales para decirme que habían observado que en las paredes no había retratos de Perón ni de su mujer, Eva Duarte. Yo les contesté que no, que no los había ni los iba a haber mientras yo estuviera al frente de la Institución. Entonces me dijeron: “Le advertimos que si no los pone, tendrá que atenerse a las consecuencias”. “Desde luego”, les contesté, “me atengo a las consecuencias”. Por aquellos días yo estaba dando una serie de conferencias sobre los “sufíes” en el barrio de Belgrano y, de pronto, veo entre los asistentes, a un policía que anotaba lo que yo decía. Cuando terminé mi charla me acerqué y lo invité a tomar un vaso de vino. El hombre se confundió un poco, pero aceptó mi convite; supongo que eso habrá trascendido porque al otro día al pobre lo relevaron. Concurrió otro en su reemplazo, algo más drástico, ya que no aceptó mi invitación para tomar vino. Estos hechos hicieron que por temor los escritores se alejaran de la SADE; nadie se animaba a entrar ya que, de alguna manera, nos habíamos pronunciado contra Perón. Después un grupo de escritores peronistas, encabezados por Castiñeira de Dios pretendió tomar la Institución y como no lo consiguió organizó otra sociedad paralela, que respondía al régimen. Yo fui amenazado de muerte.


-Eso no lo sabía –comentó Poroto-. Una amenaza es algo grave.


-Sí, llamaron por teléfono a mi casa; mi madre atendió, y una voz, debidamente profesional, le dijo: “Quiero que sepas que a vos y a tu hijo los voy a matar”.


-Pero, ¡qué horror! –exclamamos consternados-. ¿Y qué sucedió, se cumplió la amenaza?


-No. Como ustedes ven, yo sigo vivo –dijo Borges, sacando pecho y alzando la cabeza-. Y mi madre, bueno, mi pobre madre se murió de vieja muchísimo tiempo después, pocos meses antes de cumplir los cien años. Ella, en ese momento, cuando llamaron por teléfono, les respondió: “Si usted lo quiere matar a mi hijo; él, todas las mañanas, a las nueve sale para su trabajo. En cuanto a mí, le aconsejo que lo haga pronto; tengo demasiados años encima, así que por favor apúrese porque tal vez yo me le muera antes”.


-¡Qué respuesta tan valiente la de su madre! –dije-. Doña Leonor era una mujer de agallas.


-Claro –aprobó usted-. La respuesta de mi madre fue muy valiente. Era una mujer de coraje. Además, ¡qué lindo eso de “apúrese porque tal vez yo me le muera antes!” Muy literario, ¿no les parece? 


-Esas cosas no las sabía –atinó a decir, bastante confundido, Poroto Botana-. Pero, les cuento (y esto lo sé de buena fuente) Perón sentía un gran respeto por vos.


-Así es –corroboro.


-¿Están seguros? –se negó a aceptar usted, escéptico-. Es la primera noticia que tengo.


-Es la verdad, Borges –agrego-. Durante un tiempo lo traté y se lo oí decir.


-¡Caa-ram-ba! –se sorprendió-. ¿No sabía que usted había sido amigo de Perón? ¿Cuénteme cómo era?


Una persona correcta y respetuosa. Creo que bien intencionada. Cuando regresó lo hizo para lograr una unión entre los Argentinos, sin ninguna sed de venganza hacia sus enemigos.


-Eso no lo demostró cuando ejerció el poder –se enardeció usted-. Mi madre, mi hermana Norah y Victoria Ocampo fueron encarceladas por cantar el Himno Nacional en la calle Florida. El peronismo fue una dictadura intolerante, como lo fue, a mitad del siglo diecinueve, la de Rosas.


-Usted sabe que siempre hay arbitrariedades –atempero-. El Perón que regresó del exilio era distinto al de sus dos primeras presidencias. Le cuento que algunas veces hablamos con él de esos asuntos.


-¡Es increíble lo que me cuenta! –dijo usted sonriendo, con un gesto de duda-. Tengo entendido que era un hombre intolerante. Lo que me dice me cuesta aceptarlo.


-Le digo más, Borges, el General Perón era un buen lector.


-¡Bueno, el hecho de que Perón haya leído un solo libro ya es muy raro. ¿Cuáles eran sus lecturas?


-Plutarco, Platón, Aristóteles, el Martín Fierro, la Divina Comedia


-Que haya leído la Divina Comedia, me resulta rarísimo –dudó usted-. Por no decir algo imposible.


-Sin embargo, así fue –confirmé-, el general Perón había leído la Divina Comedia y durante su gobierno hizo publicar la traducción de Mitre en una edición popular para difundirla en los colegios.


-Esa traducción es espantosa. Ya desde el primer terceto desalienta al lector por sus cacofonías. Y recordó el primer terceto con voz pastosa:


"En medio del camino de la vida, errante me encontré por selva oscura, en que la recta vía había perdido…"


-Esa versión fue publicada por la editorial Tor a pedido de Perón –amplió Poroto-. Tuvo una tirada de un millón de ejemplares.


-Seguramente lo hizo por solidaridad gremial hacia Mitre –desconfió usted-, que también era militar, con el grado de general como él.


-Perón consideraba que su suerte en el destierro era similar a la de Dante –comento-. Le tocó un idéntico destino.


-Eso no beneficia para nada a Dante Alighieri –respondió usted, irguiendo la cabeza-. El hecho de que se comparen esos destierros me parece una exageración de su parte.


No es tan así –defendí-. Perón fue un hombre que hacia el final de su vida comprendió muchas cosas. No lo demonicemos. Vino a la Argentina para lograr el Gran Acuerdo Nacional.


-Quizá tenga razón –pareció resignarse usted-. Pero no lo demostró: cuando se murió, siendo presidente, dejó al país en manos de una mujer absolutamente incapaz. Los peronistas no son ni buenos ni malos, son incorregibles.


*****


En el sinuoso sendero del amor, usted, Jorge Francisco Isidoro Luis Borges fue siempre discretísimo, parco hasta en las dedicatorias; hay poemas de su juventud, dedicados a mujeres que los inspiraron, que apenas traslucen las iniciales. Todo lo disimulaba para dejarlo en suspenso y en el indicio, bajo la relativa sospecha o en la mera conjetura. Por supuesto que no faltaron aquellos que afirmaban que sus experiencias amorosas nunca se consumaron en la pasión, ni desembocaron en ese final feliz de las películas románticas de los años cuarenta. Las experiencias suyas, del prudente Borges, fueron más bien tortuosas, conflictivas; eso sí, románticas a más no poder, ilustradas por la luna y con recitados versos de Browning o de Keats, matizadas de alegorías y ensueños imposibles de su propia cosecha, vale decir, de su experiencia intransferible, maravillosa de poeta: 


Es el amor. Tendré que ocultarme o que huir.
Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz. (…)
Me duele una mujer en todo el cuerpo.


Lo que ahora me propongo; Borges –y le pido disculpas por la indiscreción- es relatar un hecho del que fui testigos y lo colmó a usted de dicha verdadera, aunque por un breve tiempo. Pero el amor es así, querido maestro, fugaz, a veces inaprensible. Algo intuíamos, sin certeza por cierto, hasta que una despreocupada conversación lo reveló o, mejor dicho, hizo que usted, Borges, me lo revelara, hasta llegar al fondo del asunto, hasta la confidencia, cosa inusual en su caso. Recuerdo que empezó hablando de la mujer en general; no de una en particular, quizá estimulado por una sensación de evanescencia, o por la sensación de vacío, pues estábamos volando hacia la ciudad de Córdoba, a más de diez mil metros de altura, donde lo esperaban para dialogar sobre don Quijote.


-No recuerdo una época de mi vida en que no haya estado enamorado de alguna mujer –deslizó usted como en un suspiro-. En mi primer libro Fervor de Buenos Aires hay un poema dedicado a una muchacha por la que estuve perdido; eso me llevó a escribir estos versos:


Entre mi amor y yo han de levantarse 
trescientas noches como trescientas paredes 
y el mar será una magia entre nosotros…


-¡Qué belleza, Borges! Es el poema Despedida, de su libro Fervor de Buenos Aires –aprobé con una sonrisa y agregué los versos siguientes, completándolo:


No habrá sino recuerdos. 
Oh tardes merecidas por la pena,
noches esperanzadas de mirarte,
campos de mi camino, 
firmamento que estoy viendo y perdiendo...
Definitiva como un mármol 
entristecerá tu ausencia otras tardes.


-¡Muchas gracias! –dijo, sorprendido-. No imaginaba que sabía de memoria mi poema.


-Es la despedida de un amor, confesado de una manera incomparable –comenté-. Quizá por pudor usted nunca reveló el nombre de aquella dama.


-No, inclusive ahora prefiero no hacerlo. He sido remiso a esas revelaciones –respondió, moviendo la cabeza y apoyando su mano sobre mi brazo, y agregó imprevistamente-. ¿Le puedo hacer ahora una confesión?


-Sí, por supuesto.


-Bueno, estoy enamorado –recuerdo, Borges, que lo expresó tirando la cabeza para atrás, con voz lenta, casi apretando los dientes como temiendo dejar salir las palabras-. ¿Qué le parece? ¡A mi edad, Alifano, quién iba a decirlo!


-Para el amor no hay edad, Borges –comenté con vaguedad-. Llega y se lo debe asumir.


-¿Le parece?-Estoy convencido. Si bien uno ya no es un objeto sexual, quizá la edad es lo menos importante –justifiqué, y agregué en tono de broma-. En todo caso se pasa a ser un objeto morboso. Por otro lado uno tiene todo el derecho.


-Es cierto. ¿Quién puede prever una tempestad? Y el amor puede ser una tormenta, o un tormento.


-Sí que lo es. ¡Vaya si lo es!


Y usted, Borges, feliz, menos quizá por mi respuesta que por el placer que le dio hacerme esa confesión, estalló en una carcajada complaciente.


-Usted es mucho más joven que yo, pero sabe algo de esas cosas del amor…


-No es así, Borges -negué, acompañando su risa-. Sobre ese complejo tema nadie sabe nunca lo suficiente. Sin duda, usted sabe mucho más que yo.


-¡No, no sé demasiado, es una materia que aún tengo pendiente, pero me resultó divertida su observación: “uno pasa a ser un objeto morboso”. Es cierto, quizá tiene razón, un anciano puede ser eso.


Y agravando la voz, completó:

-A mi edad, claro, uno tiene el derecho de acogerse a los beneficios de la vejez, ¿no le parece?

-Todos somos jóvenes y viejos en algún sentido –comento con ambigüedad, pretendiendo ser inteligente-. Su experiencia es extraordinaria, Borges; y no lo digo sólo en el campo literario, en el cual es insuperable, ¡vaya novedad!, sino también en el de la experiencia. ¡Usted sí que no ha pasado en vano por la vida… y lo sigue haciendo! Sus observaciones son las de un verdadero sabio. No le voy a pedir que me revele el nombre de esa mujer. Soy lo suficientemente prudente.


-Lo sé, pero usted se dará cuenta de quién se trata. He pensado en un poema. ¿Tiene para escribir?


-Sí, por supuesto.


-Bueno, escriba, lo titularemos Al olvidar un sueño, y la dedicatoria será para la señorita Viviana:


En el alba dudosa tuve un sueño.
Sé que en el sueño había muchas puertas.
Lo demás lo he perdido. La vigilia
ha dejado caer esta mañana
esa fábula íntima, que ahora
no es menos inasible que la sombra
de Tiresias o que Ur de los Caldeos
o que los corolarios de Spinoza.
Me he pasado la vida deletreando
los dogmas que aventuran los filósofos.
Es fama que en Irlanda un hombre dijo
que la atención de Dios, que nunca duerme,
percibe eternamente cada sueño
cada jardín solo y cada lágrima.
Sigue la duda y la penumbra crece.
Si supiera qué ha sido de aquel sueño
que he soñado, o que sueño haber soñado,
sabría todas las cosas.


Y usted, Borges, tan dado siempre a jugar con la esperanza y la desesperanza, usted que hizo de la mujer un tema casi secreto, llegaba ahora a la confesión. Se había enamorado de manera juvenil y se llenaba de silencios, de emociones contenidas, de palabras que escondían una trémula ternura. Sin abundar en razones, quizá regido por los preconceptos, consideraba que ese destino lo arrastraba casi siempre hacia una relación desdichada. En medio del desconcierto, desvalido y poco hábil para enfrentarse a la vida sentimental, buscaba otra vez el alivio en la digresión intelectual.


-¡Ah, los abismos del amor! –reflexionó casi ensimismado-. Podríamos hablar de amistades amorosas, de juegos galantes, ¿no le parece?


-Entre otras cosas, claro –le respondí vagamente-. Pero, porque no ir al fondo del asunto y asumirlo como corresponde. Una mujer, me refiero a una mujer joven, puede ser la hija de adopción de un hombre mayor. Estoy pensando en el caso de Michel de Montaigne con Marie de Gournay, donde ella se convierte en una suerte de hija, de fille y quizá algo más.


-Digamos en su fille d’alliance


-Sí, Borges, ese fue el caso de Montaigne con la joven Marie. La convirtió en su fille d’alliance.


-¿Le parece un camino posible? -Estoy convencido. Es algo posible, en su caso, por supuesto.


-Seguiré su consejo.


Y usted, Borges se arrellanó satisfecho en su butaca con la cara iluminada por la alegría. Cerró los ojos, apretándolos tan fuerte que se transformaron en dos húmedas líneas.



Por esas cosas del destino, por desgracia, o vaya a saber por qué razón del misterioso azar, usted no se pudo convertir en ese hombre protector que fue Montaigne para Marie de Gournay. Algo se interpuso implacablemente y otra persona que lo acompañaba en sus recorridas por el mundo hizo valer su condición de casi dueña suya. Y así, de manera dolorosa, la bella joven fue desplazada, por decirlo con un eufemismo.


Vino luego su menos intempestiva que confusa partida de Buenos Aires y el incierto peregrinar por una gélida Europa durante dilatados meses. Finalmente, su compleja, dolorosa, solitaria muerte en la ciudad de Ginebra, que ya estaba casi prevista, pero la muerte siempre es imprevista, Borges.


Allá, en esa lejana tierra de su infancia, en esa permanente ciudad otoñal junto al lago inmóvil, que también era una de sus patrias amadas, como lo había escrito - aunque en verdad, digamos, que por su actitud cosmopolita, usted fue ciudadano de todas las patrias del Planeta-, lo alcanzó la eternidad. Allá reposa por ahora, o quizá eternamente, qué importancia tiene, Borges.


Sólo un poema imborrable y la efectiva dedicatoria, que pretendieron eliminar de su literatura, recuerdan ese amor que no pudo ser.





En: Alifano, Roberto, La entrevista
Proa Editores, Buenos Aires, 2012

Foto: Borges y Alifano, Feria del Libro
Buenos Aires, 1980


11/5/16

Alberto Manguel: Con Borges [Parte 1]





Me abro paso entre la muchedumbre en la calle Florida, entro en la flamante Galería del Este, salgo por el otro lado, cruzo la calle Maipú y, apoyándome contra la fachada de mármol rojo que lleva el número 994, presiono el botón que indica 6°B. Entro en el fresco vestíbulo del edificio y subo seis pisos por la escalera. Toco el timbre y abre la empleada, pero, casi antes de que ella pueda invitarme a pasar, Borges asoma por detrás de una pesada cortina, manteniéndose de lo más erguido. Lleva un traje gris abotonado, una camisa blanca y una corbata apenas torcida, a rayas amarillas. Arrastra un poco los pies mientras se acerca. Ciego desde antes de la sesentena, se mueve de un modo vacilante, incluso en un espacio que conoce tan bien como éste. Tiende su mano derecha y me da la bienvenida con un apretón distraído, deshuesado. Ya no hay más formalidades. Me da la espalda, lo sigo hasta el salón de estar y, una vez allí, se sienta erecto en el diván de cara a la entrada. Tomo asiento en el sillón a su derecha y él pregunta (pero casi siempre sus preguntas resultan retóricas): «Bueno, ¿y si leemos a Kipling esta noche?».

Durante varios años, de 1964 a 1968, tuve la inmensa fortuna de contarme entre los muchos que le leían a Jorge Luis Borges. Trabajaba por las tardes, al salir de la escuela, en una librería anglo-alemana de Buenos Aires, Pygmalion, que Borges frecuentaba como cliente. Pygmalion era un punto de encuentro para todos aquellos interesados en la literatura. La propietaria, Lili Lebach, una alemana que había huido de los horrores del nazismo, ofrecía con orgullo a su concurrencia las últimas publicaciones europeas y norteamericanas. Era una ávida lectora de suplementos literarios, no sólo de los catálogos de las editoriales, y poseía el don de que sus hallazgos concordasen con el gusto de la clientela. Ella se encargó de enseñarme que un librero debe conocer las mercancías que vende, e insistió para que leyese muchos de los nuevos títulos que llegaban al local. No le costó demasiado convencerme.
Borges venía a Pygmalion al caer la tarde, en el camino de regreso de su trabajo como director de la Biblioteca Nacional. Un día, luego de seleccionar tres o cuatro libros, me preguntó si no podría ir a leerle por las noches, siempre que yo no tuviese otra cosa que hacer, dado que su madre, que había cumplido ya los noventa, se cansaba con facilidad. Borges solía pedirle esto casi a cualquiera: a estudiantes, a periodistas que iban a entrevistarlo, a otros escritores. Existe un vasto grupo compuesto por todos aquellos que alguna vez le leyeron a Borges: pequeños Boswells que raramente conocen la identidad de los otros pero que, de forma colectiva, mantienen la memoria de uno de los más cabales lectores del mundo. En aquella época, yo desconocía su existencia; tenía dieciséis años. Acepté y, tres o a lo sumo cuatro veces por semana, visitaba a Borges en el estrecho departamento que compartía con su madre y con Fany, la mucama.
Por supuesto que yo no era, en aquel tiempo, consciente del privilegio. Mi tía, que lo admiraba enormemente, se escandalizaba frente a mi imperturbabilidad y me instaba a tomar apuntes, a llevar un diario de mis encuentros. Para mí, sin embargo, aquellas tardes con Borges no eran (en la arrogancia de mi adolescencia) algo realmente extraordinario, sino algo en nada ajeno al mundo libresco que siempre había sentido como mío. Más bien eran las demás conversaciones las que me parecían extrañas o poco interesantes: charlas con mis maestros sobre química o sobre la geografía del Atlántico Sur, con mis compañeros sobre fútbol, con mis parientes sobre las notas de mis exámenes o mi salud, con los vecinos sobre los otros vecinos. Por el contrario, las conversaciones con Borges eran tal como, a mi juicio, tenían que ser siempre las conversaciones: acerca de libros y acerca del engranaje de los libros, acerca de escritores que yo no había leído hasta entonces, y acerca de ideas que no se me habían ocurrido o que apenas había alcanzado a esbozar de una forma vaga, semiintuitiva, pero que, en la voz de Borges, resplandecían en toda su riqueza y en todo su esplendor, en cierta medida obvio. No tomaba apuntes porque en esos encuentros me sentía colmado.
Desde mis primeras visitas, se me hizo que la casa de Borges existía fuera del tiempo o, mejor dicho, en un tiempo hecho a partir de sus experiencias literarias: un tiempo conformado con los cadenciosos periodos Victorianos y eduardianos de Inglaterra, con la temprana Edad Media del Norte de Europa, con el Buenos Aires de las décadas del veinte y del treinta, con su adorada Ginebra, con la era del expresionismo alemán, con los odiados años de Perón, con los veranos en Madrid y en Mallorca, con los meses transcurridos en la Universidad de Austin, en Tejas, donde recibió por vez primera la admiración generosa de los Estados Unidos. Eran éstos sus puntos de referencia, su historia y su geografía: el presente se entrometía pocas veces. Tratándose de un hombre al que le encantaba viajar pero que no podía ver los lugares que visitaba (las universidades y las fundaciones sólo empezaron a invitarlo con frecuencia a partir de los años sesenta), mostraba un singular desdén por el mundo palpable, salvo como representación de sus lecturas. La arena del Sahara o las aguas del Nilo, la costa de Islandia, las ruinas de Grecia y de Roma, todas ellas tocadas con deleite y sobrecogimiento, confirmaban simplemente el recuerdo de una página de Las mil y una noches, de la Biblia, de la saga Njals, de Homero o Virgilio. Todas esas «confirmaciones» él las atesoraba en su modesto departamento.
Recuerdo el departamento como un ámbito abrigado, tibio y sumamente perfumado; todo esto debido a que la insistente Fany mantenía la calefacción bastante alta y rociaba con eau de cologne el pañuelo de Borges antes de guardarlo, las puntas asomadas, en el bolsillo del pecho de su chaleco. Era, asimismo, un lugar muy oscuro, rasgo que parecía adecuado a su ceguera y que producía una sensación de feliz aislamiento.
La suya era una especie muy particular de ceguera, que había crecido gradualmente a partir de los treinta años hasta instalarse para siempre a mediados de los cincuenta. Era una ceguera que lo aguardaba desde su nacimiento, porque supo siempre que había heredado los ojos endebles de su abuela y de su bisabuelo, ambos ingleses, ambos ciegos al morir. Y también de su padre, que había perdido la vista casi a su misma edad, pero que, a diferencia de él, la había recobrado tras una operación, pocos años antes de su muerte. Borges hablaba a menudo de su ceguera, principalmente con intenciones literarias: metafóricamente, como prueba de la «magnífica ironía» de Dios, que le había dado «los libros y la noche»; históricamente, citando a poetas renombrados como Milton u Homero; supersticiosamente, puesto que él era, después de José Mármol y Paul Groussac, el tercer director de la Biblioteca Nacional afectado por la ceguera; con interés casi científico, lamentando ya no poder distinguir el color negro entre la niebla grisácea que lo rodeaba, y regocijándose con el amarillo, único color que le quedaba a sus ojos, el amarillo de sus adorados tigres y de sus rosas predilectas, gusto este que llevaba a sus amigos a comprarle para cada cumpleaños unas corbatas chillonas y que a él lo llevaba a parafrasear a Oscar Wilde: «Sólo un sordo podría usar una corbata como ésa»; o en un tono elegíaco, afirmando que la ceguera y la vejez son diferentes modos de estar solo. La ceguera lo condenaba a una celda solitaria en la que habría de escribir su obra tardía, construyendo las frases en su mente hasta que estuvieran listas para ser dictadas al primero que tuviese a mano.

«A ver, ¿me puede anotar esto?» Se refiere a las palabras del poema que acaba de componer y que ha aprendido de memoria. Las dicta, una tras otra, salmodiando las cadencias que más le gustan y señalando los signos de puntuación. Recita el nuevo poema, verso a verso, sin encabalgar sobre la línea siguiente, haciendo una pausa al final de cada última palabra. Luego pide que se lo lea una vez más, dos veces, cinco veces más. Se disculpa por las molestias pero casi en seguida vuelve a pedirlo, oyendo cada palabra, sopesándola. Al rato añade un verso, y otro más. El poema o el párrafo (porque en ocasiones acepta el riesgo de escribir de nuevo prosa) cobran en el papel una forma que existe ya en su imaginación, y resulta extraño pensar que la obra recién nacida se haya plasmado por primera vez en una caligrafía que no es la del autor. Concluido el poema (un texto en prosa exige muchos días), Borges toma la hoja, la pliega, la guarda en su billetera o en el interior de un libro. Curiosamente hace lo mismo con el dinero. Toma un billete, lo dobla en forma de tira y lo coloca dentro de un libro de su biblioteca. Más tarde, cuando le hace falta pagar algo, saca un libro y (a menudo, no siempre) halla el tesoro.

[...]





Con Borges
Madrid, Alianza Editorial, 2004, Págs. 11-21
Título original: Chez Borges
Alberto Manguel, 2001
Traducción: Traducido del inglés por Eduardo Berti
Ilustraciones: Sara Facio



10/5/16

Jorge Luis Borges: Heráclito







Heráclito camina por la tarde
de Éfeso. La tarde lo ha dejado,
sin que su voluntad lo decidiera,
en la margen de un río silencioso
cuyo destino y cuyo nombre ignora.
Hay un Jano de piedra y unos álamos.
Se mira en el espejo fugitivo
y descubre y trabaja la sentencia
que las generaciones de los hombres
no dejarán caer. Su voz declara:
nadie baja dos veces a las aguas
del mismo río. Se detiene. Siente
con el asombro de un horror sagrado
que él también es un río y una fuga.
Quiere recuperar esa mañana
y su noche y la víspera. No puede.
Repite la sentencia. La ve impresa
en futuros y claros caracteres
en una de las páginas de Burnet.
Heráclito no sabe griego. Jano,
dios de las puertas, es un dios latino.
Heráclito no tiene ayer ni ahora.
Es un mero artificio que ha soñado
un hombre gris a orillas del Red Cedar,
un hombre que entreteje endecasílabos
para no pensar tanto en Buenos Aires
y en los rostros queridos. Uno falta.



En La moneda de hierro (1976)
Foto: Borges dispuesto a firmar ejemplares en Librería de la Ciudad, 
En Petit de Murat, Ulyses: Borges en Buenos Aires



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