13/5/16

Jorge Luis Borges: Diálogo sobre un diálogo








A. –Distraídos en razonar la inmortalidad, habíamos dejado que anocheciera sin encender la lámpara. No nos veíamos las caras. Con una indiferencia y una dulzura más convincentes que el fervor, la voz de Macedonio Fernández repetía que el alma es inmortal. Me aseguraba que la muerte del cuerpo es del todo insignificante y que morirse tiene que ser el hecho más nulo que puede sucederle a un hombre. Yo jugaba con la navaja de Macedonio; la abría y la cerraba. Un acordeón vecino despachaba infinitamente la Cumparsita, esa pamplina consternada que les gusta a muchas personas, porque les mintieron que es vieja... Yo le propuse a Macedonio que nos suicidáramos, para discutir sin estorbo.

Z (burlón). –Pero sospecho que al final no se resolvieron.

A (ya en plena mística). –Francamente no recuerdo si esa noche nos suicidamos.






En El hacedor (1960)
Imagen: Cena en mayo 1933 en homenaje a Raúl Scalabrini Ortiz (centro), celebrando 
la quinta edición de "El hombre que está solo y espera". 
Están presentes, entre otros, Macedonio Fernández (conversando con Arturo Capdevila) 
y Alfonsina Storni (a la izquierda del homenajeado)
Foto (s/a) del álbum familiar, gentileza de Martín Scalabrini Ortiz. Vía


12/5/16

Jorge Luis Borges: Entrevista con Roberto Alifano [Buenos Aires, 1985]







No exagero para nada, Borges. Mis experiencias con usted han sido fabulosas bajo todo punto de vista. Evocarlas me sigue encantando la vida. Como pocos, lo conocí íntimamente y fui testigo de su originalísima manera de ser, de su recatado humor, de su filosa ironía y de las particulares maneras de reaccionar ante la inmediatez. Quienes lo encasillan en su extraordinaria obra escrita no pueden dimensionarlo en su total esplendor.



Aunque resignado a la quietud de la ceguera, las circunstancias adversas nunca modificaron su carácter homogéneo de caballero cabal y educado. La fuerza radiante de su lucidez permanente, su conversación plena de imágenes irrepetibles era siempre asombrosa, descubridora de universos impensados. Nunca conocí un hombre más considerado, inteligente y con un modo de ser tan delicioso como el suyo, que, aunque orillando el nihilismo, gravitara tanto en el entorno con su escritura y la palabra oral.



Así es, mi querido Borges, usted era el genio que se imponía siempre sobre el contexto de lo circunstancial y lo sobrevolaba con soltura portentosa. Duras o benignas, jamás las circunstancias incidieron en su modo de ser, quizá porque sentía que el mundo era apenas un pretexto para pensar y que, salvo la literatura, pocas cosas merecían seriedad; acaso algún recuerdo que evocara de sus mayores, aunque buscaba atemperarlo con el lado gracioso (“Mi padre era un gran calavera que se perdía detrás de cualquier pollera”, confesaba divertido. “Era cegatón, como yo. Una vez, cuando vivíamos en Ginebra, vio pasar una mujer y la empezó a seguir diciéndoles piropos. De pronto ella se dio vuelta y le dijo: “¡Pero, Jorge, ni a mí me vas a dejar tranquila!”. Era mi madre la mujer acosada). Hasta el peronismo, que ocasionalmente solía enardecerlo, fue motivo de su humor incomparable (“No son ni buenos ni malos; son incorregibles”, sentenciaba con una sonrisa piadosa).


Se sabe, mi admirado Borges, que analizar el pasado resulta siempre más difícil que juzgar el presente. Echar una mirada hacia los tiempos idos es poner en juego una pasión que ya no existe. Digamos, a modo de conclusión para este exordio, que usted, el prudente y analítico Borges, salvo el arte de la literatura, no lo apasionaban demasiadas cuestiones; eso sí, como buen curioso le encantaba fisgonear en los asuntos más diversos (¡y vaya si era curioso! Nada se le pasaba por alto; como diría Koremblit, otro entrañable maestro, sólo una cosa le interesaba: todo). Veía la política, verbigracia, como algo ajeno y transitorio, como “un juego sucio entre matones”, le oí decir una vez, repitiendo la definición de Azorín, ese punzante español, a quien usted no tenía demasiado en su consideración literaria, pero lo supo citar en sus conceptos. 


Casi nadie ignora que en los años del peronismo, usted sufrió la persecución de algunos burócratas ensañados con el modestísimo cargo de auxiliar tercero que ocupaba en una biblioteca del barrio de Almagro. Al disentir con el régimen no titubearon en removerlo al ofensivo puesto de “inspector de aves y huevos”, del cual se vio obligado a renunciar obviamente. ¡Cómo iba a soportar tamaña humillación del enemigo! Otros funcionarios, más resentidos aún, pusieron presas -por la misma causa de opositoras a Perón-, a doña Leonor Acevedo de Borges, su madre y a Norah Borges, su hermana. Antes y después de eso, el peronismo fue para usted, el vulnerable ciudadano Borges, algo así como la práctica de una desmedida ferocidad; tanto que solía compararlo a la remota dictadura mazorquera de Juan Manuel de Rosas.

En el terreno de la política, como fervoroso opositor, usted podía perdonar cualquier cosa, menos que alguien se hiciera peronista, en especial sus amigos; tal fue el caso del escritor Leopoldo Marechal, compañero de aventuras literarias en su juventud, a quien le retiró el saludo debido a esa adhesión descalificante. Pasados los años, ese sentimiento, digamos mejor, ese pavor, se fue transformando en la recurrencia sistemática de un sarcasmo gélido que usted mantuvo de manera constante contra Perón, Evita y toda la tribu peronista.


Pero, como dice una copla popular centroamericana, “la vida te da sorpresas”. Un mediodía, mientras caminaba con usted por la calle Florida, al cruzar la avenida Diagonal Norte nos vimos de pronto en medio de una manifestación. Eran jóvenes militantes, adictos al peronismo, quienes al percatarse del notable personaje que iba tomado de mi brazo, nos rodearon de inmediato.


-No se asuste –traté de tranquilizarlo-. Esta gente parece no tener intención de agredirnos.

Sorprendido y bastante alarmado, usted, Borges, apretó mi brazo pidiendo que lo sacara de tamaño apuro; pero, contrariamente a lo que es de imaginar y coincidiendo con mi parecer, los cánticos entonados por los muchachos resultaron divertidos y, lo que es aún más raro, definitivamente favorables:


¡Borges y Perón, un solo corazón!  ¡Borges y Perón, un solo corazón!, bramó la turba de los entusiastas muchachos peronistas que saltaban a nuestro alrededor, (devenidos en borgistas o borgesianos). ¡Qué paradoja, Borges, qué suerte de oxímoron bien argentino!


¡Una buena fórmula presidencial para ganar la elección! –reí yo, bromeando-. Los muchachos aplauden y lo proclaman junto a su líder.


¡Cáa-ram-ba, no parecen hostiles! –comentó usted menos aterrado que perplejo, mientras las expresiones se dejaban oír con palabras cada vez más amables de admiración-. Esto parece un sueño, despiérteme, Alifano. Ni remotamente hubiera imaginado que alguna vez oiría pronunciar mi nombre junto al de Perón.


¡Qué buena fórmula, Borges! –repetí.


¡Cómo se le ocurre algo así –se alarmó usted con una sonrisa forzada-. ¡Ni en chiste lo diga! 


Pero era la verdad del caso, Borges. Así suelen ser las cosas, tan curiosas que a veces parecen irreales; las razones (o las sinrazones) de este mundo impredecible. El prestigio transfigura a quienes lo poseen y los niveles de eminencia suelen convertirse en símbolos de meras o sorpresivas situaciones. “El tiempo cicatriza las heridas”, como dice un antiguo refrán (¡y de qué forma!). Después de pagar tributo a ciertas agresiones de otros tiempos, después de sacrificarse en aras de un proclamado antiperonismo casi militante, ahora esto: nada menos que su nombre junto al nombre del caudillo populista. Quién iba a decir, Borges, que usted y Perón serían los dos sellos incuestionables de la Argentina. Nadie que hable de literatura puede soslayar a Jorge Luis Borges; tampoco quien hable de política puede obviar a Juan Domingo Perón. 


***** 


Un rato más tarde, mientras almorzábamos en el restaurante Pedemonte con el común amigo “Poroto” Botana, usted, desconcertado aún, no cabiendo en su asombro, se refirió ya con calma, aunque justificadamente intrigado, a la extravagante circunstancia que habíamos protagonizado.


-Por un momento yo creí que esa gente nos iba a linchar, pero, lo que ocurrió fue increíble –se admiró usted-. ¿No les parece extraño este mundo que habitamos? Mi padre decía: “que todo es tan raro que hasta el Misterio de la Santísima Trinidad puede ser cierto”.


-Así es Georgie –asintió el duende Poroto Botana, otro buen porteño viejo rumiador de situaciones-. Todo es tan raro, che, ¡quién iba a decir que con los años tu nombre aparecería ligado al de Perón!…


-Este suceso que hemos vivido quizá le haga modificar la idea negativa que usted tiene sobre Perón y los peronistas –comenté yo, conciliador-. ¿Quién le dice que no haya llegado el momento de hacer otro balance del pasado?


-Pero no, de ninguna manera –desaprobó usted, terminante-. Yo sigo creyendo que Perón estaba loco, completamente loco; él, y también Eva, su mujer. Fíjense las medidas que tomó durante su gobierno: por ejemplo, eso del aguinaldo es un verdadero disparate, una rarísima medida económica; incomprensible por dónde se la mire. Nunca logré entender por qué ha sido homologada por todos los gobiernos posteriores. A mí me parece una barbaridad que una persona trabaje doce meses y se le paguen trece al final del año.

-Sin embargo, Borges, ha sido imitada por los países más desarrollados, donde no sólo se paga un aguinaldo, sino que se pagan hasta dos –comenté-. En España y en Italia, es así; las leyes lo establecen, y otro tanto sucede en Francia y en Alemania, por citar dos ejemplos.

-Y en todo el resto del mundo –amplió Poroto-. Es, lo que se llama una conquista social, che.


-Eso no lo sabía. De manera que medio mundo está más loco que Perón y que todos los argentinos juntos.

-Así es, Borges –confirmé-. Además, le soy sincero no entiendo demasiado ese rechazo tan definitivo que usted siente hacia Perón y hacia el peronismo.

-Bueno, si me permiten que les cuente algunas cosas, van a entender mejor mi posición –se defendió usted concluyente-. Yo padecí humillaciones terribles bajo el régimen peronista. Era auxiliar de la Biblioteca Municipal del barrio de Almagro, en las orillas de Buenos Aires, un cargo inferior, sin ninguna importancia dentro del escalafón burocrático, un pinche y fui rebajado por el peronismo al puesto de “inspector de aves y huevos”. Algo imperdonable, ¿no les parece?


-Tenés razón. Fue un acto humillante, Georgie –aprobó Poroto-. Pero yo no creo que Perón directamente haya tenido algo que ver con esa designación.


-Desde luego que no, pero sus acólitos y el régimen que él estableció, sí. Les puedo contar, por ejemplo, las persecuciones que sufrí cuando fui presidente de la Sociedad Argentina de Escritores; también Mujica Lainez, que era el vicepresidente.  Al poco tiempo de asumir me visitaron unos funcionarios oficiales para decirme que habían observado que en las paredes no había retratos de Perón ni de su mujer, Eva Duarte. Yo les contesté que no, que no los había ni los iba a haber mientras yo estuviera al frente de la Institución. Entonces me dijeron: “Le advertimos que si no los pone, tendrá que atenerse a las consecuencias”. “Desde luego”, les contesté, “me atengo a las consecuencias”. Por aquellos días yo estaba dando una serie de conferencias sobre los “sufíes” en el barrio de Belgrano y, de pronto, veo entre los asistentes, a un policía que anotaba lo que yo decía. Cuando terminé mi charla me acerqué y lo invité a tomar un vaso de vino. El hombre se confundió un poco, pero aceptó mi convite; supongo que eso habrá trascendido porque al otro día al pobre lo relevaron. Concurrió otro en su reemplazo, algo más drástico, ya que no aceptó mi invitación para tomar vino. Estos hechos hicieron que por temor los escritores se alejaran de la SADE; nadie se animaba a entrar ya que, de alguna manera, nos habíamos pronunciado contra Perón. Después un grupo de escritores peronistas, encabezados por Castiñeira de Dios pretendió tomar la Institución y como no lo consiguió organizó otra sociedad paralela, que respondía al régimen. Yo fui amenazado de muerte.


-Eso no lo sabía –comentó Poroto-. Una amenaza es algo grave.


-Sí, llamaron por teléfono a mi casa; mi madre atendió, y una voz, debidamente profesional, le dijo: “Quiero que sepas que a vos y a tu hijo los voy a matar”.


-Pero, ¡qué horror! –exclamamos consternados-. ¿Y qué sucedió, se cumplió la amenaza?


-No. Como ustedes ven, yo sigo vivo –dijo Borges, sacando pecho y alzando la cabeza-. Y mi madre, bueno, mi pobre madre se murió de vieja muchísimo tiempo después, pocos meses antes de cumplir los cien años. Ella, en ese momento, cuando llamaron por teléfono, les respondió: “Si usted lo quiere matar a mi hijo; él, todas las mañanas, a las nueve sale para su trabajo. En cuanto a mí, le aconsejo que lo haga pronto; tengo demasiados años encima, así que por favor apúrese porque tal vez yo me le muera antes”.


-¡Qué respuesta tan valiente la de su madre! –dije-. Doña Leonor era una mujer de agallas.


-Claro –aprobó usted-. La respuesta de mi madre fue muy valiente. Era una mujer de coraje. Además, ¡qué lindo eso de “apúrese porque tal vez yo me le muera antes!” Muy literario, ¿no les parece? 


-Esas cosas no las sabía –atinó a decir, bastante confundido, Poroto Botana-. Pero, les cuento (y esto lo sé de buena fuente) Perón sentía un gran respeto por vos.


-Así es –corroboro.


-¿Están seguros? –se negó a aceptar usted, escéptico-. Es la primera noticia que tengo.


-Es la verdad, Borges –agrego-. Durante un tiempo lo traté y se lo oí decir.


-¡Caa-ram-ba! –se sorprendió-. ¿No sabía que usted había sido amigo de Perón? ¿Cuénteme cómo era?


Una persona correcta y respetuosa. Creo que bien intencionada. Cuando regresó lo hizo para lograr una unión entre los Argentinos, sin ninguna sed de venganza hacia sus enemigos.


-Eso no lo demostró cuando ejerció el poder –se enardeció usted-. Mi madre, mi hermana Norah y Victoria Ocampo fueron encarceladas por cantar el Himno Nacional en la calle Florida. El peronismo fue una dictadura intolerante, como lo fue, a mitad del siglo diecinueve, la de Rosas.


-Usted sabe que siempre hay arbitrariedades –atempero-. El Perón que regresó del exilio era distinto al de sus dos primeras presidencias. Le cuento que algunas veces hablamos con él de esos asuntos.


-¡Es increíble lo que me cuenta! –dijo usted sonriendo, con un gesto de duda-. Tengo entendido que era un hombre intolerante. Lo que me dice me cuesta aceptarlo.


-Le digo más, Borges, el General Perón era un buen lector.


-¡Bueno, el hecho de que Perón haya leído un solo libro ya es muy raro. ¿Cuáles eran sus lecturas?


-Plutarco, Platón, Aristóteles, el Martín Fierro, la Divina Comedia


-Que haya leído la Divina Comedia, me resulta rarísimo –dudó usted-. Por no decir algo imposible.


-Sin embargo, así fue –confirmé-, el general Perón había leído la Divina Comedia y durante su gobierno hizo publicar la traducción de Mitre en una edición popular para difundirla en los colegios.


-Esa traducción es espantosa. Ya desde el primer terceto desalienta al lector por sus cacofonías. Y recordó el primer terceto con voz pastosa:


"En medio del camino de la vida, errante me encontré por selva oscura, en que la recta vía había perdido…"


-Esa versión fue publicada por la editorial Tor a pedido de Perón –amplió Poroto-. Tuvo una tirada de un millón de ejemplares.


-Seguramente lo hizo por solidaridad gremial hacia Mitre –desconfió usted-, que también era militar, con el grado de general como él.


-Perón consideraba que su suerte en el destierro era similar a la de Dante –comento-. Le tocó un idéntico destino.


-Eso no beneficia para nada a Dante Alighieri –respondió usted, irguiendo la cabeza-. El hecho de que se comparen esos destierros me parece una exageración de su parte.


No es tan así –defendí-. Perón fue un hombre que hacia el final de su vida comprendió muchas cosas. No lo demonicemos. Vino a la Argentina para lograr el Gran Acuerdo Nacional.


-Quizá tenga razón –pareció resignarse usted-. Pero no lo demostró: cuando se murió, siendo presidente, dejó al país en manos de una mujer absolutamente incapaz. Los peronistas no son ni buenos ni malos, son incorregibles.


*****


En el sinuoso sendero del amor, usted, Jorge Francisco Isidoro Luis Borges fue siempre discretísimo, parco hasta en las dedicatorias; hay poemas de su juventud, dedicados a mujeres que los inspiraron, que apenas traslucen las iniciales. Todo lo disimulaba para dejarlo en suspenso y en el indicio, bajo la relativa sospecha o en la mera conjetura. Por supuesto que no faltaron aquellos que afirmaban que sus experiencias amorosas nunca se consumaron en la pasión, ni desembocaron en ese final feliz de las películas románticas de los años cuarenta. Las experiencias suyas, del prudente Borges, fueron más bien tortuosas, conflictivas; eso sí, románticas a más no poder, ilustradas por la luna y con recitados versos de Browning o de Keats, matizadas de alegorías y ensueños imposibles de su propia cosecha, vale decir, de su experiencia intransferible, maravillosa de poeta: 


Es el amor. Tendré que ocultarme o que huir.
Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz. (…)
Me duele una mujer en todo el cuerpo.


Lo que ahora me propongo; Borges –y le pido disculpas por la indiscreción- es relatar un hecho del que fui testigos y lo colmó a usted de dicha verdadera, aunque por un breve tiempo. Pero el amor es así, querido maestro, fugaz, a veces inaprensible. Algo intuíamos, sin certeza por cierto, hasta que una despreocupada conversación lo reveló o, mejor dicho, hizo que usted, Borges, me lo revelara, hasta llegar al fondo del asunto, hasta la confidencia, cosa inusual en su caso. Recuerdo que empezó hablando de la mujer en general; no de una en particular, quizá estimulado por una sensación de evanescencia, o por la sensación de vacío, pues estábamos volando hacia la ciudad de Córdoba, a más de diez mil metros de altura, donde lo esperaban para dialogar sobre don Quijote.


-No recuerdo una época de mi vida en que no haya estado enamorado de alguna mujer –deslizó usted como en un suspiro-. En mi primer libro Fervor de Buenos Aires hay un poema dedicado a una muchacha por la que estuve perdido; eso me llevó a escribir estos versos:


Entre mi amor y yo han de levantarse 
trescientas noches como trescientas paredes 
y el mar será una magia entre nosotros…


-¡Qué belleza, Borges! Es el poema Despedida, de su libro Fervor de Buenos Aires –aprobé con una sonrisa y agregué los versos siguientes, completándolo:


No habrá sino recuerdos. 
Oh tardes merecidas por la pena,
noches esperanzadas de mirarte,
campos de mi camino, 
firmamento que estoy viendo y perdiendo...
Definitiva como un mármol 
entristecerá tu ausencia otras tardes.


-¡Muchas gracias! –dijo, sorprendido-. No imaginaba que sabía de memoria mi poema.


-Es la despedida de un amor, confesado de una manera incomparable –comenté-. Quizá por pudor usted nunca reveló el nombre de aquella dama.


-No, inclusive ahora prefiero no hacerlo. He sido remiso a esas revelaciones –respondió, moviendo la cabeza y apoyando su mano sobre mi brazo, y agregó imprevistamente-. ¿Le puedo hacer ahora una confesión?


-Sí, por supuesto.


-Bueno, estoy enamorado –recuerdo, Borges, que lo expresó tirando la cabeza para atrás, con voz lenta, casi apretando los dientes como temiendo dejar salir las palabras-. ¿Qué le parece? ¡A mi edad, Alifano, quién iba a decirlo!


-Para el amor no hay edad, Borges –comenté con vaguedad-. Llega y se lo debe asumir.


-¿Le parece?-Estoy convencido. Si bien uno ya no es un objeto sexual, quizá la edad es lo menos importante –justifiqué, y agregué en tono de broma-. En todo caso se pasa a ser un objeto morboso. Por otro lado uno tiene todo el derecho.


-Es cierto. ¿Quién puede prever una tempestad? Y el amor puede ser una tormenta, o un tormento.


-Sí que lo es. ¡Vaya si lo es!


Y usted, Borges, feliz, menos quizá por mi respuesta que por el placer que le dio hacerme esa confesión, estalló en una carcajada complaciente.


-Usted es mucho más joven que yo, pero sabe algo de esas cosas del amor…


-No es así, Borges -negué, acompañando su risa-. Sobre ese complejo tema nadie sabe nunca lo suficiente. Sin duda, usted sabe mucho más que yo.


-¡No, no sé demasiado, es una materia que aún tengo pendiente, pero me resultó divertida su observación: “uno pasa a ser un objeto morboso”. Es cierto, quizá tiene razón, un anciano puede ser eso.


Y agravando la voz, completó:

-A mi edad, claro, uno tiene el derecho de acogerse a los beneficios de la vejez, ¿no le parece?

-Todos somos jóvenes y viejos en algún sentido –comento con ambigüedad, pretendiendo ser inteligente-. Su experiencia es extraordinaria, Borges; y no lo digo sólo en el campo literario, en el cual es insuperable, ¡vaya novedad!, sino también en el de la experiencia. ¡Usted sí que no ha pasado en vano por la vida… y lo sigue haciendo! Sus observaciones son las de un verdadero sabio. No le voy a pedir que me revele el nombre de esa mujer. Soy lo suficientemente prudente.


-Lo sé, pero usted se dará cuenta de quién se trata. He pensado en un poema. ¿Tiene para escribir?


-Sí, por supuesto.


-Bueno, escriba, lo titularemos Al olvidar un sueño, y la dedicatoria será para la señorita Viviana:


En el alba dudosa tuve un sueño.
Sé que en el sueño había muchas puertas.
Lo demás lo he perdido. La vigilia
ha dejado caer esta mañana
esa fábula íntima, que ahora
no es menos inasible que la sombra
de Tiresias o que Ur de los Caldeos
o que los corolarios de Spinoza.
Me he pasado la vida deletreando
los dogmas que aventuran los filósofos.
Es fama que en Irlanda un hombre dijo
que la atención de Dios, que nunca duerme,
percibe eternamente cada sueño
cada jardín solo y cada lágrima.
Sigue la duda y la penumbra crece.
Si supiera qué ha sido de aquel sueño
que he soñado, o que sueño haber soñado,
sabría todas las cosas.


Y usted, Borges, tan dado siempre a jugar con la esperanza y la desesperanza, usted que hizo de la mujer un tema casi secreto, llegaba ahora a la confesión. Se había enamorado de manera juvenil y se llenaba de silencios, de emociones contenidas, de palabras que escondían una trémula ternura. Sin abundar en razones, quizá regido por los preconceptos, consideraba que ese destino lo arrastraba casi siempre hacia una relación desdichada. En medio del desconcierto, desvalido y poco hábil para enfrentarse a la vida sentimental, buscaba otra vez el alivio en la digresión intelectual.


-¡Ah, los abismos del amor! –reflexionó casi ensimismado-. Podríamos hablar de amistades amorosas, de juegos galantes, ¿no le parece?


-Entre otras cosas, claro –le respondí vagamente-. Pero, porque no ir al fondo del asunto y asumirlo como corresponde. Una mujer, me refiero a una mujer joven, puede ser la hija de adopción de un hombre mayor. Estoy pensando en el caso de Michel de Montaigne con Marie de Gournay, donde ella se convierte en una suerte de hija, de fille y quizá algo más.


-Digamos en su fille d’alliance


-Sí, Borges, ese fue el caso de Montaigne con la joven Marie. La convirtió en su fille d’alliance.


-¿Le parece un camino posible? -Estoy convencido. Es algo posible, en su caso, por supuesto.


-Seguiré su consejo.


Y usted, Borges se arrellanó satisfecho en su butaca con la cara iluminada por la alegría. Cerró los ojos, apretándolos tan fuerte que se transformaron en dos húmedas líneas.



Por esas cosas del destino, por desgracia, o vaya a saber por qué razón del misterioso azar, usted no se pudo convertir en ese hombre protector que fue Montaigne para Marie de Gournay. Algo se interpuso implacablemente y otra persona que lo acompañaba en sus recorridas por el mundo hizo valer su condición de casi dueña suya. Y así, de manera dolorosa, la bella joven fue desplazada, por decirlo con un eufemismo.


Vino luego su menos intempestiva que confusa partida de Buenos Aires y el incierto peregrinar por una gélida Europa durante dilatados meses. Finalmente, su compleja, dolorosa, solitaria muerte en la ciudad de Ginebra, que ya estaba casi prevista, pero la muerte siempre es imprevista, Borges.


Allá, en esa lejana tierra de su infancia, en esa permanente ciudad otoñal junto al lago inmóvil, que también era una de sus patrias amadas, como lo había escrito - aunque en verdad, digamos, que por su actitud cosmopolita, usted fue ciudadano de todas las patrias del Planeta-, lo alcanzó la eternidad. Allá reposa por ahora, o quizá eternamente, qué importancia tiene, Borges.


Sólo un poema imborrable y la efectiva dedicatoria, que pretendieron eliminar de su literatura, recuerdan ese amor que no pudo ser.





En: Alifano, Roberto, La entrevista
Proa Editores, Buenos Aires, 2012

Foto: Borges y Alifano, Feria del Libro
Buenos Aires, 1980


11/5/16

Alberto Manguel: Con Borges [Parte 1]





Me abro paso entre la muchedumbre en la calle Florida, entro en la flamante Galería del Este, salgo por el otro lado, cruzo la calle Maipú y, apoyándome contra la fachada de mármol rojo que lleva el número 994, presiono el botón que indica 6°B. Entro en el fresco vestíbulo del edificio y subo seis pisos por la escalera. Toco el timbre y abre la empleada, pero, casi antes de que ella pueda invitarme a pasar, Borges asoma por detrás de una pesada cortina, manteniéndose de lo más erguido. Lleva un traje gris abotonado, una camisa blanca y una corbata apenas torcida, a rayas amarillas. Arrastra un poco los pies mientras se acerca. Ciego desde antes de la sesentena, se mueve de un modo vacilante, incluso en un espacio que conoce tan bien como éste. Tiende su mano derecha y me da la bienvenida con un apretón distraído, deshuesado. Ya no hay más formalidades. Me da la espalda, lo sigo hasta el salón de estar y, una vez allí, se sienta erecto en el diván de cara a la entrada. Tomo asiento en el sillón a su derecha y él pregunta (pero casi siempre sus preguntas resultan retóricas): «Bueno, ¿y si leemos a Kipling esta noche?».

Durante varios años, de 1964 a 1968, tuve la inmensa fortuna de contarme entre los muchos que le leían a Jorge Luis Borges. Trabajaba por las tardes, al salir de la escuela, en una librería anglo-alemana de Buenos Aires, Pygmalion, que Borges frecuentaba como cliente. Pygmalion era un punto de encuentro para todos aquellos interesados en la literatura. La propietaria, Lili Lebach, una alemana que había huido de los horrores del nazismo, ofrecía con orgullo a su concurrencia las últimas publicaciones europeas y norteamericanas. Era una ávida lectora de suplementos literarios, no sólo de los catálogos de las editoriales, y poseía el don de que sus hallazgos concordasen con el gusto de la clientela. Ella se encargó de enseñarme que un librero debe conocer las mercancías que vende, e insistió para que leyese muchos de los nuevos títulos que llegaban al local. No le costó demasiado convencerme.
Borges venía a Pygmalion al caer la tarde, en el camino de regreso de su trabajo como director de la Biblioteca Nacional. Un día, luego de seleccionar tres o cuatro libros, me preguntó si no podría ir a leerle por las noches, siempre que yo no tuviese otra cosa que hacer, dado que su madre, que había cumplido ya los noventa, se cansaba con facilidad. Borges solía pedirle esto casi a cualquiera: a estudiantes, a periodistas que iban a entrevistarlo, a otros escritores. Existe un vasto grupo compuesto por todos aquellos que alguna vez le leyeron a Borges: pequeños Boswells que raramente conocen la identidad de los otros pero que, de forma colectiva, mantienen la memoria de uno de los más cabales lectores del mundo. En aquella época, yo desconocía su existencia; tenía dieciséis años. Acepté y, tres o a lo sumo cuatro veces por semana, visitaba a Borges en el estrecho departamento que compartía con su madre y con Fany, la mucama.
Por supuesto que yo no era, en aquel tiempo, consciente del privilegio. Mi tía, que lo admiraba enormemente, se escandalizaba frente a mi imperturbabilidad y me instaba a tomar apuntes, a llevar un diario de mis encuentros. Para mí, sin embargo, aquellas tardes con Borges no eran (en la arrogancia de mi adolescencia) algo realmente extraordinario, sino algo en nada ajeno al mundo libresco que siempre había sentido como mío. Más bien eran las demás conversaciones las que me parecían extrañas o poco interesantes: charlas con mis maestros sobre química o sobre la geografía del Atlántico Sur, con mis compañeros sobre fútbol, con mis parientes sobre las notas de mis exámenes o mi salud, con los vecinos sobre los otros vecinos. Por el contrario, las conversaciones con Borges eran tal como, a mi juicio, tenían que ser siempre las conversaciones: acerca de libros y acerca del engranaje de los libros, acerca de escritores que yo no había leído hasta entonces, y acerca de ideas que no se me habían ocurrido o que apenas había alcanzado a esbozar de una forma vaga, semiintuitiva, pero que, en la voz de Borges, resplandecían en toda su riqueza y en todo su esplendor, en cierta medida obvio. No tomaba apuntes porque en esos encuentros me sentía colmado.
Desde mis primeras visitas, se me hizo que la casa de Borges existía fuera del tiempo o, mejor dicho, en un tiempo hecho a partir de sus experiencias literarias: un tiempo conformado con los cadenciosos periodos Victorianos y eduardianos de Inglaterra, con la temprana Edad Media del Norte de Europa, con el Buenos Aires de las décadas del veinte y del treinta, con su adorada Ginebra, con la era del expresionismo alemán, con los odiados años de Perón, con los veranos en Madrid y en Mallorca, con los meses transcurridos en la Universidad de Austin, en Tejas, donde recibió por vez primera la admiración generosa de los Estados Unidos. Eran éstos sus puntos de referencia, su historia y su geografía: el presente se entrometía pocas veces. Tratándose de un hombre al que le encantaba viajar pero que no podía ver los lugares que visitaba (las universidades y las fundaciones sólo empezaron a invitarlo con frecuencia a partir de los años sesenta), mostraba un singular desdén por el mundo palpable, salvo como representación de sus lecturas. La arena del Sahara o las aguas del Nilo, la costa de Islandia, las ruinas de Grecia y de Roma, todas ellas tocadas con deleite y sobrecogimiento, confirmaban simplemente el recuerdo de una página de Las mil y una noches, de la Biblia, de la saga Njals, de Homero o Virgilio. Todas esas «confirmaciones» él las atesoraba en su modesto departamento.
Recuerdo el departamento como un ámbito abrigado, tibio y sumamente perfumado; todo esto debido a que la insistente Fany mantenía la calefacción bastante alta y rociaba con eau de cologne el pañuelo de Borges antes de guardarlo, las puntas asomadas, en el bolsillo del pecho de su chaleco. Era, asimismo, un lugar muy oscuro, rasgo que parecía adecuado a su ceguera y que producía una sensación de feliz aislamiento.
La suya era una especie muy particular de ceguera, que había crecido gradualmente a partir de los treinta años hasta instalarse para siempre a mediados de los cincuenta. Era una ceguera que lo aguardaba desde su nacimiento, porque supo siempre que había heredado los ojos endebles de su abuela y de su bisabuelo, ambos ingleses, ambos ciegos al morir. Y también de su padre, que había perdido la vista casi a su misma edad, pero que, a diferencia de él, la había recobrado tras una operación, pocos años antes de su muerte. Borges hablaba a menudo de su ceguera, principalmente con intenciones literarias: metafóricamente, como prueba de la «magnífica ironía» de Dios, que le había dado «los libros y la noche»; históricamente, citando a poetas renombrados como Milton u Homero; supersticiosamente, puesto que él era, después de José Mármol y Paul Groussac, el tercer director de la Biblioteca Nacional afectado por la ceguera; con interés casi científico, lamentando ya no poder distinguir el color negro entre la niebla grisácea que lo rodeaba, y regocijándose con el amarillo, único color que le quedaba a sus ojos, el amarillo de sus adorados tigres y de sus rosas predilectas, gusto este que llevaba a sus amigos a comprarle para cada cumpleaños unas corbatas chillonas y que a él lo llevaba a parafrasear a Oscar Wilde: «Sólo un sordo podría usar una corbata como ésa»; o en un tono elegíaco, afirmando que la ceguera y la vejez son diferentes modos de estar solo. La ceguera lo condenaba a una celda solitaria en la que habría de escribir su obra tardía, construyendo las frases en su mente hasta que estuvieran listas para ser dictadas al primero que tuviese a mano.

«A ver, ¿me puede anotar esto?» Se refiere a las palabras del poema que acaba de componer y que ha aprendido de memoria. Las dicta, una tras otra, salmodiando las cadencias que más le gustan y señalando los signos de puntuación. Recita el nuevo poema, verso a verso, sin encabalgar sobre la línea siguiente, haciendo una pausa al final de cada última palabra. Luego pide que se lo lea una vez más, dos veces, cinco veces más. Se disculpa por las molestias pero casi en seguida vuelve a pedirlo, oyendo cada palabra, sopesándola. Al rato añade un verso, y otro más. El poema o el párrafo (porque en ocasiones acepta el riesgo de escribir de nuevo prosa) cobran en el papel una forma que existe ya en su imaginación, y resulta extraño pensar que la obra recién nacida se haya plasmado por primera vez en una caligrafía que no es la del autor. Concluido el poema (un texto en prosa exige muchos días), Borges toma la hoja, la pliega, la guarda en su billetera o en el interior de un libro. Curiosamente hace lo mismo con el dinero. Toma un billete, lo dobla en forma de tira y lo coloca dentro de un libro de su biblioteca. Más tarde, cuando le hace falta pagar algo, saca un libro y (a menudo, no siempre) halla el tesoro.

[...]





Con Borges
Madrid, Alianza Editorial, 2004, Págs. 11-21
Título original: Chez Borges
Alberto Manguel, 2001
Traducción: Traducido del inglés por Eduardo Berti
Ilustraciones: Sara Facio



10/5/16

Jorge Luis Borges: Heráclito







Heráclito camina por la tarde
de Éfeso. La tarde lo ha dejado,
sin que su voluntad lo decidiera,
en la margen de un río silencioso
cuyo destino y cuyo nombre ignora.
Hay un Jano de piedra y unos álamos.
Se mira en el espejo fugitivo
y descubre y trabaja la sentencia
que las generaciones de los hombres
no dejarán caer. Su voz declara:
nadie baja dos veces a las aguas
del mismo río. Se detiene. Siente
con el asombro de un horror sagrado
que él también es un río y una fuga.
Quiere recuperar esa mañana
y su noche y la víspera. No puede.
Repite la sentencia. La ve impresa
en futuros y claros caracteres
en una de las páginas de Burnet.
Heráclito no sabe griego. Jano,
dios de las puertas, es un dios latino.
Heráclito no tiene ayer ni ahora.
Es un mero artificio que ha soñado
un hombre gris a orillas del Red Cedar,
un hombre que entreteje endecasílabos
para no pensar tanto en Buenos Aires
y en los rostros queridos. Uno falta.



En La moneda de hierro (1976)
Foto: Borges dispuesto a firmar ejemplares en Librería de la Ciudad, 
En Petit de Murat, Ulyses: Borges en Buenos Aires



9/5/16

Borges profesor. Clase 14: Ultimos años de Coleridge, Coleridge y Dante, Poemas, El sueño de Coleridge








Ultimos años de Coleridge
Coleridge comparado con Dante Alighieri
Poemas de Coleridge. «Kubla Khan». El sueño de Coleridge


Los últimos años de Coleridge transcurrieron en uno de los suburbios de Londres. Era un lugar áspero y agreste. Allí se hospedaba en casa de unos amigos. Hacía tiempo que se había desentendido de su mujer e hijos, abandonándolos, y también se había separado del círculo de amigos que poseía. Se retiró de entre ellos y se trasladó a los suburbios. Así que también cambió su mundo. Vivió desde entonces en un mundo de absoluta actividad mental, en el que se dedicó a la conversación, como hicieron otros que hemos visto ya. Pero Coleridge en ningún momento quedó solo en su actividad: sus amigos y conocidos no dejaban de visitarlo.
Coleridge solía recibirlos y conversar con ellos largamente. Coleridge escribía en el jardín de la casa y conversaba, y estas conversaciones eran esencialmente monólogos. Por ejemplo, Emerson cuenta que fue a verlo y que Coleridge habló sobre el carácter esencialmente unitario de Dios. Que, al cabo de un tiempo, Emerson le dijo que él había creído siempre en la unidad fundamental de Dios. Él era un unitario —unitarian—. Coleridge le dijo: «Sí, así me parecía» y siguió hablando, porque a él no le importaba el interlocutor.
Otra persona que fue a visitarlo fue el famoso historiador escocés Carlyle. Carlyle dice que desde la altura del Highgate dominaba a Londres, desde arriba se veía el tumulto de la ciudad, el ruido y la muchedumbre de hombres de Londres. Tuvo la impresión de que Coleridge estaba ahí arriba, clavado sobre el tumulto humano y perdido en su propio pensamiento, en una suerte de ocio o laberinto, podríamos decir. Ya en aquellos años escribió muy poco, aunque anunciaba siempre la publicación de vastas obras de carácter enciclopédico, o de carácter psicológico también. Cuando Coleridge murió, en el año 1834, sus amigos tuvieron la impresión, sintieron que ya había muerto hacía mucho tiempo, y hay una página famosa del ensayista inglés Charles Lamb, que había sido condiscípulo suyo, donde dice: «I grieved that I couldn’t grieve», «Me entristeció no poder entristecerme», cuando supo de la muerte de Coleridge. Porque Coleridge se había convertido ya en una especie de fantasma estético para todos ellos. Pero dice que, a pesar de ello, todo lo que él ha escrito, todo lo que él escribía y todo lo que él escribiría después, él lo escribió para Coleridge. Y habla —como hablaron todos sus interlocutores— de la espléndida conversación de Coleridge. Dice que sus palabras eran la música misma del pensamiento, «the very music of thought», y el pensamiento de Coleridge tenía algo esencialmente musical. A Coleridge la gente dejaba de pensarlo en cuanto lo había comprendido. Por eso no tuvo amigos en aquellos días. Es decir, muchos seguían queriéndolo, lo hospedaban en sus casas, le pasaban caridades anónimas como hizo De Quincey. Todo esto lo aceptaba Coleridge como algo natural. No sentía gratitud o una curiosidad especial por esos regalos de sus amigos. Vivió para el pensamiento y en el pensamiento esencialmente. En cuanto a la poesía contemporánea, esto lo interesaba muy poco. Le mostraron algunas composiciones de Tennyson, el joven poeta Tennyson, también eminente por la musicalidad de sus versos. Coleridge dijo: «He seems not to have understood the essential nature of English verse», «Parece no haber comprendido la esencial naturaleza del verso inglés», juicio que es del todo injusto. Pero la verdad es que a Coleridge no le interesaban los otros. Tampoco le interesaba convencer al público o convencer al interlocutor. Sus conversaciones eran monólogos, y él aceptaba la visita de extraños, y era porque esto le daba la oportunidad de conversar en voz alta. Dije en la clase anterior que la obra poética de Coleridge, contada por páginas, es considerable. La edición de Oxford cuenta con unas trescientas o cuatrocientas páginas. Sin embargo, la de la benemérita colección Everyman’s Library,246que ustedes conocerán, la «Biblioteca de Cada Cual» —la palabra everyman, ése es el nombre de una pieza dramática de la Edad Media—, quizás es un libro de doscientas páginas. Se titula The Golden Book of Coleridge,247 «El libro de oro de Coleridge», es decir, es una antología de su obra poética. Sin embargo, podemos reducir éstas a cinco o seis composiciones, y empezaré por las menos importantes.
Hay una «Oda a Francia». Hay un poema curioso, nada más que curioso, titulado «El tiempo verdadero e imaginario»,248 cuyo tema es la diferencia entre los dos tiempos existentes: el tiempo abstracto, que es ése tal como pueden medirlo los relojes, y el esencial de la expresión, del temor, de la esperanza. Y luego hay un poema de interés principalmente autobiográfico, una «Ode on Dejection»,249 una «Oda sobre el abatimiento», en la cual, como en la «Oda sobre las intimaciones de la inmortalidad» de Wordsworth, él habla sobre la diferencia entre el sentimiento de la vida que él tuvo cuando joven y el que tuvo después. Dijo que había contraído «the habit of despair», el hábito de la desesperación.250
Y una vez eliminados estos poemas llegamos a las tres composiciones esenciales de Coleridge, las que han hecho que algunos lo llamen el poeta más alto o uno de los poetas más altos de la literatura inglesa. Se ha publicado hace poco tiempo un libro de un autor cuyo nombre no recuerdo titulado The Crystal Dome, «La cúpula de cristal».251 Ese libro analiza las tres composiciones de Coleridge que trataremos hoy. Dice el autor que esas tres composiciones son una especie de Divina Comedia en miniatura, ya que una se refiere esencialmente al Infierno, la otra al Purgatorio y la otra al Paraíso. Un hijo de Dante explicó252 que la primera parte se refiere al hombre como pecador, como culpable; la segunda al hombre como arrepentido, como penitente, y la tercera al justo o bienaventurado. Hablando de Coleridge parece natural incurrir en digresiones. Él hubiera hecho lo mismo. Yo quiero aprovechar esta ocasión para decir de paso que no tenemos razón alguna para suponer que Dante, cuando compuso el Inferno, el Purgatorio y el Paradiso quiso expresar exactamente la forma en la cual él imaginaba estas regiones ultraterrenas. No hay razón alguna para suponerlo. El mismo Dante, en una carta al Can Grande de la Scala253 dijo que su libro podía leerse de cuatro modos, que había cuatro planos para el lector. Por eso me parece justo lo que ha dicho Flaubert254 diciendo que Dante al morir debe haberse asombrado al ver que el Infierno, el Purgatorio o el Paraíso —vamos a suponer que le tocó la última región— no correspondía a su imaginación. Yo creo que Dante no creía, al escribir el poema, haber hecho otra cosa sino haber encontrado símbolos adecuados para expresar de un modo sensible los estados de ánimo del pecador, del penitente y del justo. En cuanto a los tres poemas de Coleridge, ni siquiera sabemos si él pensó expresar en el primero el Infierno, en el segundo el Purgatorio y en el tercero el Paraíso, aunque no es imposible que lo haya sentido.
El primer poema, que correspondería al Infierno, es «The Christabel». Él lo empezó en 1797, lo retomó unos diez o quince años después, y finalmente lo abandonó porque no acertó con la conclusión. El argumento, por lo demás, era difícil, y si el poema perdura —ustedes lo encontrarán en todas las antologías de la poesía inglesa—, si el poema «Christabel» perdura es por sus virtudes musicales, por un ambiente de magia, por un sentimiento de terror que hay en él, más que por las vicisitudes del argumento. La historia ocurre en la Edad Media. Hay una muchacha, la heroína, Christabel, cuyo novio la ha dejado para ir a las Cruzadas. Y ella sale del castillo de su padre y va a rezar por la seguridad y por la vuelta de su amante. Y se encuentra con una dama muy hermosa y esa dama le dice que se llama Geraldine, y que es hija de un amigo del padre de Christabel, un amigo ahora enemistado con él. Le dice que ha sido raptada, que ha sido secuestrada por bandoleros, que ha conseguido evadirse y que por eso ahora está en el bosque. Christabel la lleva a su casa, la lleva a la capilla, quiere rezar y no puede. Finalmente las dos comparten la misma habitación, y durante la noche Christabel siente o ve algo que le revela que la dama que está con ella no es realmente hija de un antiguo amigo de su padre sino un espíritu demoníaco que ha tomado la apariencia de la hija. Ahí Coleridge no especifica cómo ella llega a esa convicción. Esto me recuerda lo que dijo Henry James a propósito de su famoso cuento —que ustedes conocerán, alguna versión cinematográfica quizás hayan visto— «Otra vuelta de tuerca».255 Dijo James que no había que especificar el mal, que si en una obra literaria él especificaba el mal, si decía de un personaje que era un asesino, o un incestuoso, o un impío o lo que fuera, esto debilitaba la presencia del mal, que era mejor que el mal se sintiera como una atmósfera sombría. Y eso es lo que ocurre en el poema «Christabel».
Al día siguiente Christabel quiere revelar a su padre lo que ha sentido, lo que ella sabe que es cierto, pero no puede hacerlo porque hay un encantamiento, un encantamiento diabólico que la detiene. El poema cesa ahí. El padre va a buscar a su antiguo amigo. Se ha conjeturado que el novio de Christabel vuelve de las Cruzadas y viene a ser el deus ex machina, el que resuelve la situación. Pero Coleridge no acertó nunca con el final, y el poema —como he dicho— perdura por su música.
Llegamos ahora al más famoso de los poemas de Coleridge. Ese poema se titula «The Ancient Mariner». Ya el título es arcaico. Lo natural hubiera sido titularlo «The Old Sailor». Y hay dos versiones del poema. Es una lástima que la primera versión no haya sido recogida por los editores o sólo se encuentre en trabajos especiales, porque Coleridge, que conocía a fondo el inglés, resolvió escribir una balada en estilo arcaico, en un estilo más o menos contemporáneo al de Langland y de Chaucer, pero luego siguió y escribió de manera muy artificial. Ese idioma venía a ser como una barrera entre el lector contemporáneo y el texto, y así en las versiones que comúnmente se publican el idioma fue modernizado, creo que con razón, por Coleridge. Coleridge le agregó además notas marginales escritas en una prosa exquisita, que vienen a ser como un comentario, pero como un comentario no menos poético que el texto.256 Este poema, a diferencia de otras obras de Coleridge, fue concluido por él.
Empieza describiendo un casamiento. Hay tres jóvenes que se dirigen a la iglesia a presenciar la ceremonia, y luego se encuentran con un viejo marinero. El poema empieza diciendo: «It is an ancient Mariner,/ And he stoppeth one of there», «es un viejo marinero y detiene a uno de los tres». Y luego lo mira, lo toca con su mano, con su mano descarnada, pero más importante es la mirada del marinero, que tiene una fuerza hipnótica. El marinero habla y empieza diciendo: «There was a ship, there was a ship, said he», «Había una nave, había una nave, dijo».257 Y luego obliga a uno de los huéspedes a que se siente en una piedra mientras él refiere su historia. Él dice que está condenado a errar de comarca en comarca, y está condenado a referir su historia, como cumpliendo así un castigo que le ha sido impuesto. El muchacho está desesperado, ve a la novia acompañada por los músicos que entra en la iglesia, oye la música pero «the mariner hath his will», «el marinero cumple con su voluntad», y refiere la historia, que ocurre naturalmente en la Edad Media.258 Y empezamos con la nave, con una nave que parte, que se dirige al sur. Luego esa nave llega a tierras antárticas y está rodeada por témpanos, por icebergs. Todo esto está escrito de un modo singularmente vivido, cada estrofa es como un cuadro. La obra ha sido ilustrada. Por lo demás, en la Biblioteca Nacional hay un ejemplar, por el famoso grabador francés Gustave Doré. Pero en estas ilustraciones de Doré, que son admirables, advertimos sin embargo una falta de armonía. Lo mismo ocurre con las ilustraciones de Doré a la Divina Comedia de Dante. Y es que cada una de las líneas de Dante, o cada una de las líneas de Coleridge, es una línea vivida. Y en cambio a Doré, como buen romántico, como buen contemporáneo de Hugo, le gustaba más lo báquico, lo indefinido, lo sombrío, lo misterioso. Ahora, el misterio, desde luego, no está ausente de la obra de Coleridge, pero cada una de las estrofas es límpida, vivida y bien dibujada, a diferencia del claroscuro en que se complacería después el ilustrador.
El barco está rodeado por témpanos de hielo y luego aparece un albatros. Ese albatros se hace amigo de los marineros, le dan de comer en la mano, y luego sopla un viento hacia el norte y la nave puede abrirse camino. Y el albatros los acompaña y llegan así, digamos, al Ecuador, más o menos. Y cuando el narrador llega a este punto no puede continuar. El muchacho le dice: «Que Dios te salve de los demonios que te atormentan». Entonces el viejo marinero le dice: «With my cross-bow I shot the Albatross», «Con mis arbaleses259 maté al albatros».260 Ahora, aquí tenemos una culpa, culpa que ha sido cometida con una especie de inocencia, el mismo marinero no sabe por qué lo ha hecho, pero desde ese momento dejan de soplar los vientos y entran en una vasta región de calma chicha. El barco queda detenido y todos los marineros le echan la culpa al narrador. Y entonces él tenía una cruz que pendía de su cuello, pero lo obligan a usar colgado el albatros. Sin duda Coleridge tenía una noción vaga del albatros, lo imaginaba más pequeño de lo que realmente es.
El barco está detenido, no llueve: «Water, water, every where and not a drop to drink»,261 «Agua, agua por todas partes y ni una gota para beber». Y todos van pereciendo de sed. Y luego ven un barco que se acerca, creen que ese barco puede salvarlos. Pero cuando está suficientemente cerca ven que ese barco es como un esqueleto de un barco. Y en ese barco hay dos personajes fantásticos, uno es la muerte y el otro que tiene algo así... viene a ser como una especie de ramera de pelo rojo.262 Es «Death in Life», «la muerte en la vida», y las dos juegan a los dados por la vida de los navegantes del barco. Y la muerte gana siempre, salvo en el caso del narrador, que en ese caso gana la mujer de pelo rojo, «Death in Life». Ya no pueden hablar porque tienen la garganta reseca, pero el marinero siente la mirada de los otros y siente que todos lo consideran a él como culpable de su muerte, de ese horror que los rodea, y ellos mueren. Él se siente su asesino. El barco, ese barco espectral, se aleja. Y entonces el mar se pudre y todo el mar está lleno de serpientes. Esas serpientes nadan en el agua oscura y son rojas, y amarillas y azules. Y dice [el narrador]: «The very deep did rot», «el abismo estaba pudriéndose»,263 y él ve esas criaturas horribles, las serpientes, y de pronto él siente que hay una belleza en esos seres infernales. En cuanto él siente eso, cae el albatros de su cuello al mar y empieza a llover. Él bebe en la lluvia con todo su cuerpo, y así puede rezar y le reza a la virgen. Y luego habla del «gentle sleep that slid into my soul»,264 es decir el sueño que se deslizó, que resbaló en su alma. Y antes, para decir que la nave estaba quieta dice: «As idle as a painted ship upon a painted ocean»,265 «ociosa como una nave pintada en un pintado océano». Entonces llueve. El marinero siente que el mismo barco está bebiendo la lluvia, y cuando se despierta de ese sueño —ese sueño que ya significa un principio de salvación para él—, ve huestes de espíritus angélicos que entran en los cadáveres de sus compañeros y que lo ayudan a maniobrar la nave. Pero que no hablan, y así la nave va navegando hacia el norte y él vuelve a Inglaterra. Y vuelve a ver su aldea natal, la iglesia, la ermita, y sale un bote a recibirlo y él desembarca. Pero él sabe que está condenado a recorrer eternamente la tierra contando su historia, contándosela a cualquiera.
En esta balada, «The Ancient Mariner», se han visto dos influencias. Una, la de una leyenda sobre un capitán inglés, un capitán condenado a navegar eternamente, sin llegar nunca a la orilla, cerca del Cabo de Buena Esperanza, en Sudáfrica. Y luego la leyenda del Judío Errante. No sé si ustedes, al estudiar a Chaucer, han leído el cuento del «Vendedor de indulgencias». Ahí aparece también un viejo que golpea la tierra con el bastón buscando la tumba,266 y ese viejo puede ser también un reflejo del judío errante, condenado también a recorrer la tierra hasta el día del Juicio Final. Y sin duda Coleridge conocía estas diversas leyendas del holandés que inspiró un drama musical de Wagner,267 el cuento del «Vendedor de indulgencias» de Chaucer y, naturalmente, la más famosa de todas, la historia del Judío Errante.
Y ahora llegamos a un poema no menos famoso de Coleridge llamado «Kubla Khan». Kublai Khan fue aquel emperador famoso que recibió en su corte al famoso viajero veneciano Marco Polo, que luego sería uno de quienes revelaron el Oriente al Occidente. Es muy curiosa la historia de la composición de este poema, que Coleridge no pudo completar y que apareció en las Lyrical Ballads que Wordsworth publicó en el año 1798. Hay un libro de un profesor norteamericano llamado Livingston Lowes sobre las fuentes de «Kubla Khan».268 Se ha conservado la biblioteca de Southey, un poeta laquista,269 autor de una famosa biografía de Nelson.270 Y en esa biblioteca están los libros que Coleridge leyó por aquel entonces, y hay pasajes marcados por él. Y así Livingston Lowes ha llegado a la conclusión de que, aunque «Kubla Khan» es una de las composiciones más originales de la poesía inglesa, casi no hay una línea que no haya sido derivada de un libro. Es decir que, literalmente, hay centenares de fuentes de «Kubla Khan», aunque el poema es, lo repito, original e incomparable asimismo.
Dice Coleridge que él estaba enfermo y que el médico le recomendó una dosis de láudano, es decir de opio. Por lo demás, la costumbre de tomar opio era común en aquel tiempo. Citaremos hoy, si puedo, quizá diga alguna palabra sobre un ilustre prosista poético de la época, discípulo de Coleridge, Thomas De Quincey, cuyas Confesiones de un opiófago inglés fueron parcialmente vertidas al francés por Baudelaire bajo el título de Les Paradís Artificiels, «Los paraísos artificiales». Dice Coleridge que él vivía en una granja entonces, y que estaba leyendo un libro de Purchas,271 escritor creo que del siglo XVI o XVII, y que ahí leyó un pasaje sobre el Emperador Kublai Khan, que es el Kubla Khan de su poema. El pasaje ha sido encontrado y es muy breve. Dice que el Emperador ordenó que talaran árboles en una región boscosa por la que corría un río, y que ahí él construyó un palacio o pabellón de caza, y que lo hizo rodear de altos muros. Esto es lo que Coleridge leyó. Luego, siempre bajo las influencias de las lecturas, y sin duda bajo la influencia del opio, Coleridge tuvo un sueño.
Ahora, ese sueño fue de carácter triste. Es decir, fue un sueño visual, porque él sueña, él vio la construcción del palacio del Emperador chino. Al mismo tiempo él oyó una música y él supo, como sabemos las cosas en los sueños, intuitivamente, inexplicablemente, que la música construía el palacio, que la música era el arquitecto del palacio. Hay, por lo demás, una tradición griega que dice que la ciudad de Tebas fue construida por una música. También esto no puede haberlo ignorado Coleridge, que pudo haber dicho, como Mallarmé,272 «Yo he leído todos los libros». De modo que Coleridge, en el sueño, vio la construcción del palacio, oyó una música que no había oído nunca —y aquí viene lo extraordinario—, oyó una voz que decía un poema, un poema de algunos centenares de líneas. Luego se despertó, recordó el poema que había oído en sueños, la forma en que los versos le habían sido dados por el sueño —como le había ocurrido antes, acaso, a su antepasado Caedmon, pastor anglosajón— y se sentó a escribir el poema.
Escribió unos setenta versos, y en eso vino a verlo un señor de la granja vecina de Porlock, un señor que ha sido maldecido por todos los amantes de la literatura inglesa. Ese señor le habló de temas rurales. La visita duró un par de horas, y cuando Coleridge logró liberarse de él y quiso retomar su tarea de escribir el poema que le había dado el sueño, comprobó que lo había olvidado. Ahora, durante mucho tiempo se creyó que Coleridge había empezado el poema, que no había sabido cómo concluirlo —como le ocurrió con «Christabel»— y que entonces inventó esta historia fantástica de un triple sueño arquitectónico, musical y poético. Esto es lo que creyeron los contemporáneos de Coleridge. Coleridge muere en el año 1834, y unos diez o veinte años después se publica una traducción, no sé si rusa o alemana, de una historia universal, obra de un historiador persa. Es decir, un libro que Coleridge no pudo haber conocido. Y en esa historia leemos algo tan maravilloso como el poema. Leemos que el Emperador Kublai Khan había construido un palacio —que los siglos se encargarían de destruir—, y que lo había construido según un plano que le había sido revelado en un sueño. Aquí podríamos pensar en la filosofía de Whitehead,273 que dice que el tiempo está lucrando continuamente cosas eternas, arquetipos platónicos. Entonces podemos pensar en una idea platónica, un palacio que quiere existir no sólo en la eternidad sino en el tiempo y que entonces, por medio del sueño, es revelador un Emperador chino medieval y luego, siglos después, a un poeta romántico inglés de fines del siglo XVIII. El hecho, desde luego, es inusitado, y hasta podríamos imaginar una continuación del sueño: no sabemos qué otra forma buscará el palacio para existir plenamente, ya que como arquitectura ha desaparecido, y poéticamente sólo existe un poema inconcluso. Quién sabe cómo se definirá el palacio la tercera vez, si es que hay una tercera vez.
Y ahora veamos el poema. En el poema se habla de un río sagrado, el río Alph. Esto puede corresponder al río Alfeo de la antigüedad clásica. Y empieza así:

In Xanadu did Kubla Khan
A stately pleasure-dome decree:
Where Alph, the sacred river, ran
Through caverns measureless to man
Down to a sunless sea

Y aquí tenemos la aliteración que ya había usado Coleridge en «The Ancient Mariner», cuando dice: «The furrow followed free;/ We were the first that ever burst/ Into that silent sea».274 La «f» y después la «s». «En Xanadu —que puede ser un antiguo nombre de Pekín— Kubla Khan decretó, ordenó la construcción de un airoso pabellón de placer o pabellón de caza donde corría el Alph, el río sagrado, a través de cavernas que los hombres no pueden medir, hasta un mar sin sol, hasta un mar profundo y subterráneo.»
Luego, Coleridge se imagina una vasta caverna en la que se hunde ese río sagrado, y dice que en esa caverna hay bloques de hielo. Y entonces él comenta sobre lo curioso de ese jardín, ese jardín rodeado de verdes bosques, todo eso construido sobre un abismo. Ahora, por eso se ha dicho que ese poema corresponde al paraíso, ya que ésa puede ser una transposición de Dios cuya primera obra, según recuerda Francis Bacon, fue un jardín, el Paraíso. Entonces podemos pensar en el Universo construido sobre el vacío. Y Coleridge, en el poema, dice que el Emperador se inclinó sobre esa negra caverna de agua subterránea y que ahí oyó voces que profetizaban la guerra. Y luego el poema pasa de este sueño a otro. Dice Coleridge que él en el sueño recordó otro sueño. En ese sueño había una doncella abisinia en una montaña que cantaba acompañándose con un laúd. Él sabe que si pudiera recordar la música de esa doncella, él podría reconstruir el palacio. Dice entonces que todos lo mirarían con horror, todos comprenderían que él había sido hechizado.
El poema concluye con estos enigmáticos cuatro versos que diré primeramente en español y luego en inglés: «Tejí a su alrededor un triple círculo,/ y miradlo y contempladlo con horror sagrado,/ porque él se ha alimentado de hidromiel,/ y ha bebido la leche del Paraíso».275
«Weave a circle round him thrice,/ And close your eyes»... No... «Tejed a su alrededor un triple círculo y cerrad vuestros ojos con horror sagrado». Nadie puede mirarlo a él. «And close your eyes with holy dread,/ For he on honey-dew hath fed...», «Porque él se ha alimentado del rocío de la miel», «And drunk the milk of Paradise», «Y ha bebido la leche del Paraíso». Un poeta menor hubiera hablado quizá del «vino del Paraíso», que puede resultar terrible, pero no menos terrible es, como en este poema, hablar de la «leche del Paraíso».
Estos poemas, desde luego, no pueden leerse en traducción. En la traducción queda simplemente el argumento que les he referido, pero ustedes pueden leerlos fácilmente en inglés, sobre todo el segundo, «Kubla Khan», cuya música no ha sido igualada después y que consta de unos setenta versos. No sabemos, no podemos siquiera imaginar una conclusión posible para este poema.
Quiero subrayar finalmente lo maravilloso, lo casi milagroso de que en la última década del razonable, del muy admirable siglo XVIII se haya compuesto un poema totalmente mágico como éste, un poema que existe más allá de la razón y contra la razón por obra de la magia de la fábula y por la magia de su música.

Lunes 21 de noviembre de 1966






Notas

246 Everyman es una de las «morality plays», piezas teatrales de los siglos XV y XVI que tratan la urgencia del arrepentimiento, lo efímero de la vida y el destino del alma humana en manos de Dios. Probablemente basada en un original flamenco, Everymanfue escrita alrededor del año 1495.
247 The Golden Book of Coleridge, editado por Stopford A. Brooke; volumen 43 de la Everyman’s Library.
248 El título original de este poema en inglés es «Time, Real and Imaginary».
249 «Dejection: an Ode», escrita el 4 de abril de 1802.
250 La idea a la que se refiere Borges se encuentra en la sección VI de «Ode on Dejection», que se transcribe a continuación textualmente: «There was a time when, though my path was rough, /This joy within me dallied with distress, / And all misfortunes were hut as the staff / Whence Fancy made me dreams of happiness / For hope grew round me, like the twining vine / And fruits, and foliage, not my own, seemed mine, / But now afflictions bow me down to earth: / Nor care I that they rob me of my mirth; / But oh! Each visitation / Suspends what nature gave me at my birth, / My shaping spirit of Imagination. / For not to think of what I needs must feel, / But to be still and patient, all I can, / And haply by abstruse research to steal / From my own nature all the natural man / This was my solé resource, my only plan: / Till that which suits a part infects the whole, / And now is almost grown the habit of my soul».
251 No existe ningún libro sobre Coleridge con este título; el libro que Borges recuerda es sin duda The Starlit Dome, «La cúpula estrellada», escrito por George Wilson Knight y publicado en Oxford en 1941. The Starlit Dome incluye un capítulo titulado «Coleridge’s Divine Comedy», «La Divina Comedia de Coleridge». El autor de este libro sostiene que The Christabel, The Ancient Mariner y Kubla Khan «pueden ser vistos en conjunto como una Divina Comedia en pequeño, que explora sucesivamente el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso».
252 Jacopo Alighieri (c. 1291-1348).
253 Véase la nota 104 (Clase N.° 6).
254 Gustave Flaubert, novelista francés (1821-1880). Autor de Madame Bovary. Otras de sus obras son: Salammbo (1862), La Tentation de St. Antoine (1874), Trois contes (1877).
255 «The Turn of the Screw» apareció en Collier’s Weekly en 1898 y por primera vez en forma de libro en The Two Magics, publicado ese mismo año.
256 Las dos versiones de este poema, opuestas página tras página, aparecen en Coleridge, Selected Poetry and Prose, editado por Stephen Potter, publicado en Londres por The Nonesuch Press y en New York por Random House. Un ejemplar de este libro, que fue utilizado para diversas consultas en esta clase y la anterior, se encuentra en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires.
257 El comienzo del poema es textualmente, en su segunda versión: «It is an ancient Mariner, / And he stoppeth one of three. / “By the long grey beard and glittering, / Now wherefore stopp ’st thou me? // The Bridegroom’s doors are opened wide, / and I’m next of kin; / The guests are met, the feast is set: / May’st hear the merrydin.” // He holds him with his skinny hand, / “There was a ship,” quoth he. / “Hold off¡unhand me, grey-beard loon!” / Eftsoons his hand dropt he».
258 Borges cita la cuarta estrofa, que dice: «He holds him with hisglittering eye— / The Wedding-Guest stood still, / And listens like a three years’ child: / The Mariner hath his will».
259 Esta palabra no figura en ninguno de los grandes diccionarios de lengua española consultados, pero su etimología corresponde en todo caso a la del francés arbalêtes, del latín arcus, «arco» y balista, «ballesta».
260 Última estrofa de la primera parte: «“God save thee, ancient Mariner! / From the fiends, that plague thee thus!— / Why look’st thou so?”— “With my crossbow / I shot the Albatross”».
261 Novena estrofa de la segunda parte: «Water, water, every where, / And all the boards did shrink; Water, water, every where, / Nor any drop to drink».
262 Décima y decimoprimera estrofas de la tercera parte: «Are those her ribs through which the Sun / Did peer, as through a grate? / And is that Woman all her crew?/ Is that a Death? and are there two? / Is Death that woman’s mate? // Her lips were red, her looks were free, / Her locks were yellow as gold: / Her skin was as white as leprosy, / The Night-mare life-in-death was she, / Who thicks man’s blood with cold».
263 Décima estrofa de la segunda parte: «The very deep did rot: O Christ! / That ever this should be! / Yea, slimy things did crawl with legs / Upon the slimy sea».
264 Primera estrofa de la quinta parte: «Oh SleepIt is a gentle thing,/ Beloved from pole to pole!/ To Mary Queen the praise be given!/ She sent the gentle sleep from Heaven,/ That slid into my soul».
265 Octava estrofa de la segunda parte: «Day after day, day after day,/ We stuck, nor breath, no motion;/ As idle as a painted ship/ Upon a painted ocean».
266 «The Pardoner’s Tale», perteneciente a The Canterbury Tales de Geoffrey Chaucer, líneas 265-268: «Ne deeth, allas! ne wol nat han my lyf/ Thus walke I, lyk a restelees kaityf,/ And on the ground, which is my moodres gate,/I knokke with my staf, bothe erly and late».
267 El holandés errante, ópera en tres actos con letra y música de Richard Wagner, estrenada en 1843.
268 The Road to Xanadu: A studyin the ways of the imagination, por John Livingston Lowes. Publicado por Houghton Mifflin Co. en Boston y New York, en 1927.
269 Para más datos sobre Robert Southey y los laquistas, véase el comienzo de la clase anterior.
270 Horatio Nelson, almirante británico (1758-1805), héroe de la victoria británica en la batalla de Trafalgar contra las fuerzas francesas y españolas, batalla en la que murió. El libro se llama Life of Nelson.
271 Samuel Purchas, escritor y sacerdote inglés (1575-1626). El libro era Purchas’s Pilgrimage, publicado en el año 1625.
272 Stéphane Mallarmé, poeta simbolista francés (1842-1898).
273 Aldred North Whitehead, filósofo y matemático británico (1861-1947).
274 «The Ancient Mariner», quinta estrofa de la segunda parte.
275 Borges recita luego la versión original de los cuatro versos, pero en forma alternada con una nueva traducción suya al castellano, ya que no parece muy conforme con la primera. Los versos originales en inglés son: «Weave a circle round him thrice,/ And close your eyes with holy dread,/ For he on honey-dew hath fed,/ And drunk the milk of Paradise».



En Borges profesor 
Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires 
Edición, investigación y notas: Arias, Martín & Hadis, Martín 
Buenos Aires © María Kodama, 2000

Foto: Pedro Meyer [+] [+] fotografiando a Borges en 1983 por Rogelio Cuéllar [+]
Abajo: Grabado de Gustavo Doré para The ancient Mariner de Coleridge 
Más ilustraciones




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