19/2/16

Jorge Zavaleta Balarezo: «El jardín de senderos que se bifurcan». Modelo para un filme







Me gustaría terminar este ensayo refiriéndome a El jardín de senderos que se bifurcan, al que considero el cuento más cinematográfico de Borges, sobre todo si lo imaginamos como un guión, la expresión modélica de una narrativa enteramente visual, en la cual cada detalle está especificado, donde hasta se puede hallar una suerte de indicaciones “técnicas”. La declaración del doctor Yu Tsun es una narrativa digna de los mejores y más acabados clásicos del suspenso cinematográfico. La anécdota que sugiere el cuento bebe también de una (imaginada) fuente fílmica: el asesinato de un hombre que lleva el nombre del lugar que un grupo interesado debe atacar. Situar la narración en plena Primera Guerra Mundial agrega una dimensión de contemporaneidad histórica. Escribe Borges: 

El tren salía dentro de muy pocos minutos, a las ocho y cincuenta. Me apresuré; el próximo saldría a las nueve y media. No había casi nadie en el andén. Recorrí los coches: recuerdo unos labradores, una enlutada, un joven que leía con fervor los Anales de Tácito, un soldado herido y feliz. Los coches arrancaron al fin. Un hombre que reconocí corrió en vano hasta el límite del andén. Era el capitán Richard Madden. Aniquilado, trémulo, me encogí en la otra punta del sillón lejos del temido cristal. (Borges, “El jardín” 87) 

Nuevamente, la escena se plantea desde una concepción cinematográfica: los detalles, otra vez, se presentan como tomas fijas, planos lacónicos; los sentimientos son expresados en adjetivos; las descripciones son veloces, raudas: sugieren la fugacidad de la propia existencia, la urgencia de la aventura que se narra. La ventana (el “temido cristal”) funciona como un espacio ambiguo, de separación, distancia y frontera, que hasta es un alivio para uno y la frustración para otro. La sensación del thriller—un género cinematográfico que, como tal, sólo se consolidaría a partir de los años 70—recorre el cuento. 

La escena del hombre que pierde el tren—o cualquier otro vehículo de locomoción—durante una persecución es un típico motivo fílmico. Baste señalar tan sólo como ejemplo la escena final de The French Connection, de William Friedkin (1971), cuando el traficante de drogas encarnado por Fernando Rey logra evadir al policía Popeye Doyle (Gene Hackman), dejando un amargo sabor (y a partir de este hecho es que se elaboró una segunda parte de la película, que tuvo un éxito menor). 

En la propia descripción del momento en que Yu Tsun se aproxima al “jardín”, Borges opta por su vena más cinematográfica: 

La tarde era íntima, infinita. El camino bajaba y se bifurcaba, entre las ya confusas praderas. Una música aguda y como silábica se aproximaba y alejaba en el vaivén del viento, empañada de hojas y de distancia. Pensé que un hombre puede ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros hombres, pero no de un país; no de luciérnagas, palabras, jardines, cursos de agua, poniente. (Borges, “El jardín” 89) 

Otra vez Borges une a la abstracción de un pensamiento casi hermético (lo que el personaje está imaginando en esos momentos) un cuadro muy detallado, el escenario de los acontecimientos. En el escritor existe, en esa búsqueda insoslayable de la perfección, un atreverse a visualizar más de lo posible. A que una imagen lleve a otra y a su vez esta a una tercera, y así sucesivamente. 

El tema-problema de la secuencialidad, sugerida por Cozarinsky * y Balderston **, y que en este trabajo hemos tratado de ejemplificar, reclama nuevamente su propio parentesco con el cine. Las escenas borgianas se vuelven, en su esencia, “imágenes animadas”. En El jardín de senderos que se bifurcan los hechos están concebidos, pensados, al servicio de la efectividad de una trama fílmica trabajada con extrema lucidez y precisión. Pensemos en el encuentro con Albert, el asesinato de este personaje; la llegada de Madden, demasiado tarde. Borges juega, también en esta dimensión de lo narrativo, a ser un Hitchcock, pero no como el de Sabotaje (1936), filme basado en El agente secreto de Conrad, al que sin embargo desdeña: “Destreza fotográfica, torpeza cinematográfica: tales son los juicios que me “inspira” el último film de Alfred Hitchcock” (citado en Cozarinsky 51). 

Borges busca demostrar que desde la literatura él puede retar al cine: sus argumentos son mejores, más legibles, más acabados o más ingeniosos. Un asunto muy distinto es tratar de contar una historia escrita en imágenes, usando la tecnología—no sólo la técnica—del cine. 

Curiosamente, El jardín de senderos que se bifurcan—su cuento de mayores posibilidades fílmicas—no ha sido hasta ahora motivo de disputa entre algún grupo de cineastas. Sería interesante y hasta polémico constatar el resultado en la pantalla de un cuento que se presenta a sí mismo con todos los elementos de la ficción que inspira el cine y que constituye una lección maestra. Una muestra pensada, como siempre en Borges, no sólo “más allá del bien y el mal” y con escepticismo sino como cara expresión de su arte narrativo tan particular, siempre vanguardista.



Notas

Balderston, Daniel. El precursor velado: R.L. Stevenson en la obra de Borges
Trad.: Eduardo Paz Leston
Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1985

** Cozarinsky, Edgardo. Borges y el cine. Buenos Aires: Sur, 1974


En Borges y el cine: imaginería visual y estrategia creativa
Zavaleta Balarezo, Jorge, University of Pittsburgh, 2010

Foto captura: Entrevista a Borges por Augusto Bonardo, 1981
Archivo Histórico RTA


18/2/16

Jorge Luis Borges: Entrevista en Austin, 1976









Un día de primavera de 1976 se vio en Austin, Texas, a un hombre que se parecía a Jorge Luis Borges caminando por la calle. Cuando los más observadores comprobaron que el personaje del bastón, guiado por algún profesor de la Universidad de Texas era, efectivamente, Borges, corrieron la voz. Dos estudiantes, Janis Palma y quien esto escribe, solicitamos presurosas una entrevista para el Daily Texan, el diario local. Esta es, casi 40 años después, su versión en español. Se dio en el comedor de su hotel. Nos contó que había estado antes en Austin con su madre, Leonor Acevedo. Ella murió el año anterior tras un lento deterioro, y Borges la echaba de menos. Nos dijo que aquella vez salieron juntos a caminar por la ciudad y se divirtieron como dos niños. Con nostalgia, había ido entonces a tocar las paredes del edificio donde vivieron y que ya no podía ver. Con 77 años seguía muy activo, aunque le aburría hablar de política o de la situación mundial. Su mundo se concentraba en las muchas páginas que recordaba de memoria.

¿Existe la inspiración, o una obra es un esfuerzo consciente de creación?
Desde luego que existe. ¿Cómo no va a existir? ¡No se puede escribir sin ella! La inspiración es necesaria para darle sentido al esfuerzo. Es cuando uno siente que no está escribiendo sino que es el Espíritu Santo el que lo hace, o algo más allá del yo. Algo que puede ser el mismo yo, no sabemos.

Cuando usted escribe, ¿siente algo como una energía en el ambiente, algo como una densidad?
Bueno, cuando me salen bien las cosas sí, pero para llegar a ese estado tengo que escribir de un modo mecánico durante un buen tiempo, ¿no? Y luego hay un punto en el cual comienza a ocurrir algo…


¿Y comienza a entrar algo en usted?
Sí, y entonces ya mejora lo que escribo y generalmente tengo que modificar lo que he escrito antes. Pero yo tengo que darme cuerda, digamos, si usted me permite esa metáfora un poco grosera. Tengo que hacerlo de todas maneras. En realidad, yo no puedo sentarme a escribir y decir “bueno, estoy inspirado”. No sucede así. Es necesaria cierta inercia.


Hablemos de poesía. Rubén Darío hablaba del “ritmo interno de las palabras”. Robert Frost decía cosas muy simples: ponía doce palabras, digamos, y había algo mágico en ellas…
Es que no es fácil realmente. Frost no es un autor simple, es uno muy complejo. Lo que pasa es que tiene una superficie simple. Cuando uno no conoce a Frost (que es un gran poeta americano), puede leerlo sin paráfrasis y preguntarse “¿y esto es poesía?”. Pero la segunda vez, uno se da cuenta de que todo eso está cargado, que está lleno de connotaciones, que esas líneas sencillas tienen una magia.

¿Cuál sería su descripción de poesía?
Frost dio una, pero claro que no es suficiente. Dijo que poesía es lo que no puede traducirse. No basta. Hay cosas que no pueden traducirse y que son muy malas. Ahora, si se refería al hecho de que en toda poesía hay algo misterioso que no puede explicarse y que puede estar parcialmente en la imagen, en la prosodia, si acaso, sí, es cierto. Hay versos que a mí me parecen muy lindos y que yo no podría explicar. Por ejemplo este de [Edward] Fitzgerald que tiene un aire muy  persa: “Dreaming while dawn’s left hand is in the sky” (“Soñando mientras la mano izquierda del alba está en el cielo”). Eso es un ejemplo de poesía. Yo creo que posiblemente la palabra clave sea “izquierda”. “Soñando mientras la mano derecha del alba está en el cielo” no tendría sentido. En cambio “mano izquierda” agrega algo misterioso. Hay una fase en que uno piensa que él está soñando y la mano izquierda del alba, esa luz que se ve oriental del alba, está iluminando el cielo y él no la ve porque está soñando. También está el hecho de una luz no vista. Me doy cuenta en este momento de que eso también está insinuado. Es difícil y, sin embargo, podemos decir que es eficaz. Explicarla sería muy complicado. 

¿Qué aconsejaría a los jóvenes autores?
Lo que voy a decir es muy antipático… yo creo que es necesario leer a los clásicos. Un error que se comete es el de leer demasiado a los contemporáneos. Los contemporáneos pueden enseñarnos muy poco; se parecen demasiado a nosotros. Todos somos contemporáneos. En cambio obras de otros tiempos, de otros países… allí uno encuentra continuamente cosas extrañas. Además, ¿por qué negarse esa felicidad que se llama Virgilio, Shakespeare, Cervantes? Me parece que es empobrecerse, el que pierde es uno. Para mí uno de los escritores esenciales es Robert Louis Stevenson, y él dijo: “Yo comencé imitando a De Quincey, Lambe, Coleridge, Baudelaire, Hazlett, Henry James, George Meredith”; es decir, empezó imitando. Uno debe empezar imitando, haciendo ejercicios. Lugones dijo que nadie podía empezar siendo un revolucionario, “es una cuestión de probidad”, decía. Yo, para modificar algo, tengo que conocerlo. Él dijo en su libro Lunario sentimental —que fue un experimento—: “Yo hago esto porque he demostrado ya que puedo manejar el verso clásico, entonces tengo derecho a innovar”. Generalmente, la gente cree que se empieza innovando, y es por ignorancia. Si me obligaran a ser un músico o un pintor, ¿qué cosa me quedaría si no innovar, ya que no sé nada? ¡Sería un revolucionario!

¿Qué lo llevó a empezar a escribir con dedicación?
Bueno, yo creo que el hecho de haberme criado en una biblioteca, la de mi padre, y de que en esa casa había un ambiente propicio: se hablaba todo el tiempo de literatura. Mi padre me hizo sentir, yo creo que conscientemente, que el mío sería un destino literario, y efectivamente lo fue.

¿Cuándo empezó a tomarse en serio como escritor? Habrá escrito cosas previas a sus primeras publicaciones.
Sí, pero como dijo Alfonso Reyes: “Realmente uno publica para no pasarse la vida corrigiendo los manuscritos” [risas]. Uno publica para librarse de ello. Claro que suena raro, pero un escritor argentino que yo no admiro ciertamente, Enrique Larreta, publicó una novela y puso “edición definitiva”. ¿Cómo puede saber un autor que una edición es definitiva? Lo más probable es que al día siguiente de haber salido la edición recorra las páginas y encuentre cosas: “Caramba, este adjetivo es un poco absurdo”, o “Aquí quedaría mejor suprimir esta línea”. ¿Cómo puede haber una ‘edición definitiva’? Eso se hace después de muerto el autor. Pero que un autor crea que lo que ha hecho es definitivo, muestra, yo no sé, una extraña vanidad o una extraña indiferencia. Yo he alterado muchos poemas, y recuerdo que William Butler Yeats hizo lo mismo y le dijeron que no tenía derecho a modificar su obra pasada. Entonces él escribió un poema que concluye con esta línea: “It is myself that I remake” (“Es a mí mismo al cual rehago”). Cuando él estaba corrigiendo algo, estaba modificando su pasado. Yo creo que tenía pleno derecho. Si no, ¿cuándo pierde uno su derecho? Si yo escribo un poema hoy y lo corrijo dentro de diez días, ¿por qué no dentro de diez años?, ¿en qué momento dejo de tener derecho? Pero mucha gente dice que no.

En "El hacedor" hay un argumento ornitológico de la existencia de Dios…
Ese argumento a favor de Dios es una especie de broma. Como hay el argumento ontológico y teológico, yo hice un argumento ornitológico, que es una forma de juego lógico, nada más.

¿Cuál es entonces su idea de Dios?
Yo digo lo que Bernard Shaw: “God is in the making” (“Dios está en pleno proceso de creación”). Dios no es algo anterior al universo. Todos nosotros estamos creando a Dios. Cuando pensamos, cuando escribimos, cuando sentimos, estamos sencillamente creando a ese ser. Pero no creo que haya existido un Señor anterior al mundo que haya creado todo. Si lo hizo, lo hizo bastante mal, ¿no?

¿Usted ha tenido alguna vez una experiencia mística?
Sí, dos veces en Buenos Aires, en años diferentes, pero hace mucho tiempo ya. Yo estaba cruzando un puente las dos veces, pero puentes distintos. Y de pronto me salí del tiempo como lo conocemos. Fue algo muy extraño.

¿Cuál es su idea del tiempo?
Repito lo de santo Tomás de Aquino: “El tiempo es algo que, si no me lo preguntan, sé qué es; pero si me lo preguntan, no lo sé”.

Una última curiosidad: en su poema “Elogio de la sombra” hay una línea que dice “...pronto sabré quién soy”. ¿Qué quiso decir con esto?
[Risas]. Yo me estoy quedando ciego. De pronto me he visto obligado a estar más conmigo mismo, dentro de mí mismo. Las cosas externas van perdiendo importancia y creo que gracias a esto estoy llegando hacia el centro de mí mismo: a lo que es Jorge Luis Borges.



En El Comercio, Perú
24 de agosto de 2015
Primera publicación (en inglés)
En Daily Texan, 1976
Retrato de Borges por Ernesto Monteavaro

17/2/16

Jorge Luis Borges: Una brújula







A Esther Zemborain de Torres



Todas las cosas son palabras del
idioma en que Alguien o Algo, noche y día,
escribe esa infinita algarabía
que es la historia del mundo. En su tropel

pasan Cartago y Roma, yo, tú, él,
mi vida que no entiendo, esta agonía
de ser enigma, azar, criptografía
y toda la discordia de Babel.

Detrás del nombre hay lo que no se nombra;
hoy he sentido gravitar su sombra
en esta aguja azul, lúcida y leve,

que hacia el confín de un mar tiende su empeño,
con algo de reloj visto en un sueño
y algo de ave dormida que se mueve.



En El Otro, El Mismo (1964) 
Foto: Borges by Gilbert Nencioli - Gamma Rapho - Getty Images


16/2/16

Jorge Luis Borges: Prólogo [Cuaderno San Martín]








He hablado mucho, he hablado demasiado, sobre la poesía como brusco don del Espíritu, sobre el pensamiento como una actividad de la mente; he visto en Verlaine el ejemplo de puro poeta lírico; en Emerson, de poeta intelectual. Creo ahora que en todos los poetas que merecen ser releídos ambos elementos coexisten. ¿Cómo clasificar a Shakespeare o a Dante?

En lo que se refiere a los ejercicios de este volumen, es notorio que aspiran a la segunda categoría. Debo al lector algunas observaciones. Ante la indignación de la crítica, que no perdona que un autor se arrepienta, escribo ahora  Fundación mítica de Buenos Aires y no Fundación mitológica, ya que la última palabra sugiere macizas divinidades de mármol. [Esta composición, por lo demás, es fundamentalmente falsa. Edimburgo o York o Santiago de Compostela pueden mentir eternidad; no así Buenos Aires.]

Las dos piezas de Muertes de Buenos Aires  título que debo a Eduardo Gutiérrez  imperdonablemente exageran la connotación plebeya de la Chacarita y la connotación patricia de la Recoleta. Pienso que el énfasis de Isidoro Acevedo hubiera hecho sonreír a mi abuelo.

Fuera de Llaneza, La noche que en el sur lo velaron es acaso el primer poema auténtico que escribí.


J. L. B.
Buenos Aires, 1969



En Cuaderno San Martín (1929)
Borges en la Plaza San Martín, 
Buenos Aires, década del 60
Foto ©Jorge Aguirre


15/2/16

Jorge Luis Borges: Los poetas






En 1855, Whitman había declarado que su obra no era otra cosa que un conjunto de sugestiones y de apuntes y que los poetas venideros la justificarían y cumplirían. Medio siglo tardada su patria arrebatada por la delicada música de Tennyson y de Swinburne en recoger la herencia de Leaves of Grass

Uno de los primeros innovadores fue Edgar Lee Masters (1868-1950). Nació en Garnett, Kansas, ejerció la abogacía en Chicago y a partir de 1898 publicó libros poéticos y dramáticos, sin mayor resonancia. En 1915 lo hizo bruscamente famoso la Spoon River Anthology, que le fue sugerida por una lectura casual de la Antología griega. Integran este libro, que es una suerte de comedia humana, doscientos cincuenta epitafios o, mejor dicho, confesiones de otros tantos muertos de un obscuro pueblo de provincia, que nos revelan su intimidad. Ahí está Anne Rutledge, "adorada en vida por Abraham Lincoln, desposada con él no por la unión sino por la separación"; ahí está el poeta Petit, que, insensible a la vida que lo rodea, fabrica polvorientos triolets, "mientras Homero y Whitman rugían en los pinos"; ahí está Benjamín Pantier, a quien ha sostenido siempre el amor de su mujer, que no lo quería. La obra está escrita en verso libre y es la única importante que nos ha legado este autor. 

Edwin Arlington Robinson (1869-1935) nació en Head Tide, Maine, se educó en Harvard y fue inspector municipal. Teodoro Roosevelt, impresionado por la lectura de sus poemas, le dio en 1905 un cargo en la aduana de Nueva York. Obtuvo tres veces el premio Pulitzer: la primera en 1922, por una reedición de poemas anteriores publicados a partir de 1896; la segunda en 1924, por The Man Who Died Twice (El hombre que murió dos veces); la última en 1927, por Tristram, que forma parte de una serie de obras sobre la leyenda del rey Arturo. Muchas de sus poesías son, como las de Masters, retratos psicológicos de personas imaginarias, pero ejecutados bajo la compleja influencia de Browning. Su estilo es tradicional; Robinson es un poeta elocuente en el buen sentido de la palabra. Ahora, casi olvidado, salvo por las historias de la literatura, ha sido juzgado por el crítico John Crowe Ransom uno de los tres mayores poetas de Norteamérica entre 1900 y 1950. Los otros dos eran T. S. Eliot y Robert Frost. En su obra perdura la severidad puritana, que lo llevaría después a un pesimismo materialista. 

Sin duda, el más respetado y querido de los poetas de su patria, Robert Lee Frost (1874-1963) no pertenece a la efusiva tradición de Walt Whitman sino más bien a la reticente pero no menos sensible de Emerson. Aunque nacido en San Francisco de California, es por su linaje, por su carácter y por los temas de su obra un poeta de Nueva Inglaterra, es decir de aquella región de los Estados Unidos de cultura más antigua y más asentada. Trabajó en una hilandería, estudió en Harvard, donde no se graduó, fue sucesivamente maestro, zapatero, periodista y, al fin, granjero. En 1912 se estableció con su familia en Inglaterra, donde se hizo amigo de Rupert Brooke, Lascelles Abercrombie y otros poetas. Descubrió tardíamente su vocación. Su primera obra importante, North of Boston (Al norte de Boston), data de 1914 y se publicó en Inglaterra. A este libro, que fijó su fama, siguieron muchos otros. En 1915 regresó a los Estados Unidos y fue nombrado profesor de Poesía en Harvard. Norteamérica ya reconocía en él a su poeta. Recibió cuatro veces el premio Pulitzer de poesía; en 1938, la medalla de la Academia Americana de Artes y Letras, y en 1941, la de la Sociedad de Poesía de América. Dieciséis universidades lo hicieron doctor honoris causa

Frost se ha definido como poeta de la sinécdoque o sea de aquella figura retórica que usa la parte por el todo. En efecto, hay composiciones de Frost, a primera vista triviales, que encierran un sentido complejo. Pueden leerse así, en varios planos, el de lo declarado y el de lo sugerido y latente. Ese procedimiento corresponde al understatement, al no decir del todo las cosas, que es tan característico de Inglaterra y de Nueva Inglaterra. Lo rural y lo cotidiano le sirven para la suficiente y lacónica sugestión de realidades espirituales. Es a la vez tranquilo y enigmático. Desdeñoso del verso libre, ha cultivado siempre las formas clásicas y las maneja con secreta maestría y sin apariencia de esfuerzo. Los poemas no son obscuros; cada uno de los planos que encierran y que podemos interpretar de diverso modo satisface nuestra imaginación, pero su número es indefinido. Así, para un lector Acquainted with the Night (Que ha conocido la noche) es una confesión de antiguas experiencias clandestinas en barrios bajos; para otro, la palabra noche puede no ser un emblema del mal sino de la miseria, de la muerte o del misterio. Stopping by Woods on a Snowy Evening (Detención entre los bosques una tarde de nieve) refiere un episodio verdadero o imaginarlo, de innegable gracia visual; es lícito leerlo literalmente, pero también como una larga metáfora. Lo mismo cabría decir del poema The Road not Taken (La senda no tomada), cuyo primer verso nos muestra un bosque amarillo, que empieza por ser real, y que al fin es también un símbolo de la nostalgia que hay en toda elección. 

Muerto Robert Frost, Carl Sandburg (1878), que de algún modo es su reverso, es ahora el poeta más conocido de los Estados Unidos, si bien una parte de su nombradía se debe a la monumental Vida de Abraham Lincoln en seis volúmenes, que le valió en 1950 el premio Pulitzer. Hijo de inmigrantes suecos, nació en Galesburg, Illinois. Fue sucesivamente repartidor de leche, camionero, albañil, cosechero, lavaplatos, soldado en Puerto Rico durante la guerra con España, periodista y estudiante de letras. Su primera obra In Reckless Ecstasy (En intrépido éxtasis), publicada en 1904, no halló eco. Diez años después le dieron fama sus colaboraciones en la revista Poetry de Harriet Monroe en Chicago. En 1916 dio a conocer sus Chicago Poems. Fue premiado por la Sociedad de Poesía de América en 1919 y 1920. Recorrió luego el país cantando, recitando y recogiendo coplas populares que reuniría en 1927 en el American Song Bag (Bolsa de los cantares americanos). Entre sus muchos libros citaremos Smoke and Steel (Humo y acero) (1920), Good Morning America (Buenos días, América) (1928), The People, Yes (El pueblo, sí) (1936). En 1950 sus Poesías completas merecieron el premio Pulitzer. 

En toda su obra es evidente el influjo de Whitman. Ambos manejan el verso libre y el slang, si bien éste último, en Sandburg, es más espontáneo y más rico. Al principio fue poeta de la energía y aun de la violencia y la vulgaridad; después lo fue de la melancolía y la nostalgia. Este proceso se cifra en una de sus páginas más famosas, Cool Tombs (Frescas sepulturas). 

Como Masters y Sandburg, Nicholas Vachel Lindsay (1879-1931) nació en Springfield, Illinois, patria de Lincoln, cuyo ferviente culto compartieron. Siguió clases en el Instituto de Arte de Chicago; de día trabajaba en una tienda. Continuó esos estudios en la Facultad de Arte de Nueva York sin lograr vender sus dibujos. Abordó entonces la poesía. Hasta 1913, fecha de la publicación de su más famoso poema, General William Booth Enters into Heaven (El general Booth entra en el reino de los cielos), por Harriet Monroe, recorrió a pie el Oeste, ganándose la vida como juglar, recitando sus propios versos a cambio de comida y de teatro. En 1925 se casó y vivió en Spokane, Washington; seis años después se dio muerte en Springfield. Sus obras incluyen Handy Guide for Beggars (Guía para mendigos), The Chinese Nightingale (El ruiseñor chino), The Golden Whales of California (Las ballenas de oro de California) y Every Soul is a Circus (Cada alma es un circo). 

Lindsay quiso ser el poeta del Ejército de Salvación. Fue versificando una mitología de personajes populares: Andrew Jackson, héroe de la Guerra de la Independencia y de las guerras contra los indios; el abolicionista John Brown; Lincoln y Mary Pickford. Su obra es muy despareja; influyeron en ella el fervor religioso de los spirituals y el jazz. En ciertos poemas el autor indica los instrumentos y la melodía que deben acompañar las palabras. 

Hasta ahora, la contribución de los negros americanos a la poesía ha sido menos importante que su contribución a la música. Citaremos en primer término a James Langston Hughes (1902), nacido en Joplin, Missouri, que, como Sandburg, desciende literariamente de Whitman. Su obra, que usa ritmos de jazz, incluye Dear Lovely Death (Querida hermosa muerte), The Dream Keeper (El guardián de sueños), Shakespeare in Harlem, One Way Ticket (Pasaje de ida) y la autobiografía Big Sea (El mar grande). Sus versos son patéticos y no pocas veces sardónicos. 

Más trabajada y más sensible es la labor de Countee Cullen (1903-1946), que estudió en Nueva York, su ciudad natal, y en la Universidad de Harvard. Publicó entre otros libros, Copper Sun (Sol de cobre), The Black Christ (El Cristo negro) y una versión de la Medea de Eurípides. Compiló dos antologías de poesía negra, pero lo racial le interesó menos que lo íntimo. La crítica ha advertido en sus poemas el influjo de Keats.



En Borges, J. L.- Esther Zemborain de Torres Duggan:
Introducción a la literatura norteamericana (1967)
Incluido Obras completas en colaboración
© María Kodama, 1995
© Emecé Editores, 1979, 1991 y 1997
Barcelona,1997

Imagen: Caricatura de JLB por Hermenegildo Sábat
en The New York Times, septiembre 1970
Incluida en Horacio Jorge Becco:
J.L.Borges Bibliografía total 1923-1973
Buenos Aires, Casa Pardo, 1973



14/2/16

Jorge Luis Borges: Amorosa anticipación











Ni la intimidad de tu frente clara como una fiesta
ni la costumbre de tu cuerpo, aún misterioso y tácito y de niña,
ni la sucesión de tu vida asumiendo palabras o silencios
serán favor tan misterioso
como mirar tu sueño implicado
en la vigilia de mis brazos.
Virgen milagrosamente otra vez por la virtud absolutoria del sueño,
quieta y resplandeciente como una dicha que la memoria elige,
me darás esa orilla de tu vida que tú misma no tienes.
Arrojado a quietud,
divisaré esa playa última de tu ser
y te veré por primera vez, quizá,
como Dios ha de verte,
desbaratada la ficción del Tiempo,
sin el amor, sin mí.


En Luna de enfrente (1925)
Publicado primero como Antelación del amor
Borges en la calle Florida
Buenos Aires, década del '60
Foto ©Jorge Aguirre


13/2/16

Jorge Luis Borges: Anatomía de mi "Ultra"





La estética es el andamiaje de los argumentos edificados a posteriori para legitimar los juicios que hace nuestra intuición sobre las manifestaciones de arte. Esto, en lo referente al crítico. En lo que atañe a los artistas, el caso cambia. Puede asumir todas las formas entre aquellos dos polos antagónicos de la mentalidad, que son el polo impresionista y el polo expresionista. En el primero, el individuo se abandona al ambiente; en el segundo, el ambiente es el instrumento del individuo. (De paso, es curioso constatar que los escritores autobiográficos, los que más alarde hacen de su individualidad recia, son en el fondo los más sujetos a las realidades tangibles. Verbigracia, Baroja.) Sólo hay, pues, dos estéticas: la estética pasiva de los espejos y la estética activa de los prismas. Ambas pueden existir juntas. Así, en la renovación actual literaria —esencialmente expresionista— el futurismo, con su exaltación de la objetividad cinética de nuestro siglo, representa la tendencia pasiva, mansa, de sumisión al medio... 

Ya cimentadas estas bases, enunciaré las intenciones de mis esfuerzos líricos. 

Yo busco en ellos la sensación en sí, y no la descripción de las premisas espaciales o temporales que la rodean. Siempre ha sido costumbre de los poetas ejecutar una reversión del proceso emotivo que se había operado en su conciencia; es decir, volver de la emoción a la sensación, y de ésta a los agentes que la causaron. Yo —y nótese bien que hablo de intentos y no de realizaciones colmadas— anhelo un arte que traduzca la emoción desnuda, depurada de los adicionales datos que la preceden. Un arte que rehuyese lo dérmico, lo metafísico y los últimos planos egocéntricos o mordaces. 

Para esto —como para toda poesía— hay dos imprescindibles medios: el ritmo y la metáfora. El elemento acústico y el elemento luminoso. 

El ritmo: no encarcelado en los pentagramas de la métrica, sino ondulante, suelto, redimido, bruscamente truncado. 

La metáfora: esa curva verbal que traza casi siempre entre dos puntos —espirituales— el camino más breve.






En Ultra, Madrid, Año 1, Nº 11, 20 de mayo de 1921

Luego en Textos recobrados 1919-1929
© 1991, 2007 María Kodama


Imagen: Cover Revista Ultra (poesía-crítica-arte) 
cuyos 24 números se publicaron en Madrid en 1921 y 1922, 
como portavoz del movimiento ultraísta










12/2/16

Abelardo Castillo: Noche con Borges








11 de octubre de 1983

Este invierno, hará dos meses, volví a encontrarme con Borges. Mi Borges personal puede sintetizarse en tres o cuatro momentos separados por períodos de cinco o diez años.
El primero fue en 1960, cuando lo conocimos con Arnoldo Liberman en la Biblioteca Nacional; otro encuentro fue en un cine, con Egle y María Kodama. Egle nos obligó a darnos la mano, en la penumbra, sin que Borges tuviera la menor idea de por qué, ni con quién, estaba manteniendo tan inesperado contacto físico. Me preguntó si recordaba el Cantar de Fin, la parte aquella de las vigas ardiendo, y se puso a recitarlo en inglés, o en un idioma tremebundo que parecía inglés y sonaba como alemán. No abrí la boca. Nos separamos. Me agradeció el que hubiéramos mantenido una conversación tan interesante. Uno más, en la librería de Falbo, la vez que me dedicó los poemas y me dijo: “Los adjetivos póngalos usted”. En uno de esos encuentros, o en algún otro, reparó en mi apellido y dijo que debíamos ser parientes, porque Borges viene de burg, que antes de significar ciudad, o burgo, significó castillo, y que ésta también había sido una linda conversación.
El de este invierno fue en la casa de Ester de Izaguirre. Yo no tenía muchas ganas de ir. Ester me venía pidiendo que acompañara a Borges en la mesa, para una especie de diálogo o de entrevista, como cierre de las charlas y talleres de literatura que se dan en su casa. Sylvia, que fue alumna de Borges en la facultad, y que lo venera, insistía en que debíamos ir. La idea no terminaba de convencerme. Mi respeto y mi admiración por Borges son grandes, pero nuestras diferencias de todo tipo, también. Como sea, fuimos. Me tocó recibirlo, hecho que, por razones topográficas, sucedió en la cocina y fue bastante cómico. Pero antes quiero escribir lo que pasó en nuestro primer encuentro.


Lo conocí en 1960. La idea, que fue de Liberman, era hacerle una entrevista para El grillo de papel; entrevista, dicho sea de paso, que nunca se publicó.
Borges nos recibió en persona esa tarde; recuerdo perfectamente que no quiso grabar, porque desconfiaba “de esos misteriosos aparatos”. Era un salón grande, o me pareció a mí; en ciertos casos, uno magnifica los ámbitos y hasta a las personas, y todo le parece colosal. Una de las primeras cosas que dijo, fue: “Hay mucha luz aquí”, y cerró unas persianas. Borges ya era casi ciego; a partir de ese instante, la penumbra se abatió sobre los tres y estábamos en su mundo.
Esa tarde le preguntamos casi todo lo que puede preguntársele a un escritor como Borges, no sólo con referencia a la literatura. Habló sobre el peronismo, sobre Pablo Neruda, sobre el director de Cultura del gobierno de Frondizi, Blas González. En esa época, González había prohibido una representación de Bernard Shaw. Conociendo la admiración que Borges siente por Shaw, le preguntamos qué opinión le merecía que un director de Cultura hubiera censurado una pieza como Hombre y superhombre. Su respuesta fue: “Prescindiendo de las jerarquías, lo considero una estupidez”. Jerarquías significaba, humorísticamente, que de alguna manera él, Borges, era algo así como un subalterno de Blas González, ya que la Biblioteca pertenecía a la Nación y dependía de la Secretaría de Cultura.
Hablamos sobre Perón, al que Borges considera, y siempre consideró, una catástrofe nacional, sin alejarse mucho de mi propia opinión, aunque por razones tal vez opuestas. Para Borges, el peronismo fue un oprobio, y lo dijo esa tarde: “Nos levantábamos avergonzados cada mañana”, que es la frase que Espósito recuerda, de su profesor de Botánica, en el capítulo con el doctor Cantilo. Le pregunté si no cabría hacer una distinción entre lo que significaba el peronismo como movimiento popular, y la personalidad autoritaria y demagógica de Perón. Borges no tenía muchas ganas de entender y ya estaba un poco irritado. Habló del 17 de octubre del 45. Él juzgaba que había sido ficticio, que todo fue inventado, más o menos, supongo, como en el “Tema del traidor y del héroe”, como una gigantesca representación teatral. Me atreví a insinuar que nadie podía simular una cosa como el 17 de octubre; que la gente salió de verdad a la calle; que las mujeres, con sus hijos, cruzaron el puente Avellaneda. Borges dijo con inesperada violencia: “Como quieran, pero eso no tuvo nada que ver con Perón. Eso lo organizó Eva Duarte, que tenía muchos más cojones que Perón”. Textual.
Todo se normalizó, después, gracias a la literatura. Hablamos horas; pero sólo quiero recordar una respuesta sobre Sartre, una discusión, y que nos recitó a Neruda.
Le pregunté qué pensaba de Sartre.
—Bueno, caramba —dijo de inmediato, tartamudeante y sonriente—, yo no suelo pensar en Sartre.
La discusión fue sobre el truco. Borges le hace decir a un jugador imaginario, en Evaristo Carriego: “A ley de juego, todo está dicho: falta envido y truco, y si hay flor, ¡contraflor al resto!”. Le hice notar que eso era ilegal, que no se puede decir, que echar la falta envido equivale a negar la flor. Borges respondió: “¿Cómo que no se puede?; si yo lo escribí, se puede decir.” Insistí en que no. Borges dijo: “Vamos a preguntarle a Clemente, que tiene un truco más reciente”. No hizo falta. “¡Se puede!”, dijo de pronto. “Si uno todavía no ha visto las cartas, se puede, y si hay flor, vale”.
Liberman o yo le preguntamos qué opinaba de Neruda, y respondió de un modo tan sorprendente que sospeché que nos estaba tomando el pelo. Dijo que Neruda debía de ser un gran poeta, ya que tanta gente pensaba que era un gran poeta, porque a la larga, con los años, uno termina comprendiendo que la mayoría siempre tiene razón. Hoy, muchos años después, pienso que tal vez fue un eco de aquella famosa frase de Rubén Darío, que admiraba tanto, pero esa tarde sólo me pareció una tomadura de pelo. Momento en que Borges agregó: “¿Recuerdan aquel poema que dice: ‘Yo escribí sobre el tiempo y sobre el agua/ describí el luto y su metal morado/ escribí sobre el cielo y la manzana/ ahora escribo sobre Stalingrado’?”
Nos estaba recitando el Nuevo canto de amor a Stalingrado. O sea, conocía a Neruda tanto como para recitarlo de memoria, cosa que para Borges es la certidumbre del valor de los versos de un poeta.
Con este mismo Borges imprevisible, volví a encontrarme este invierno.
La casa de Ester de Izaguirre queda por Chacarita o Villa Crespo, en la calle Jufre. Se sube por una escalera lateral. Lo que antes se llamaba casa de altos y ahora PH. Para no entrar directamente en el living, donde habría unas treinta personas, a lo sumo, hay que hacer una curva y pasar por la cocina. Ahí estábamos con Borges. Él con un largo sobretodo oscuro, yo hablándole, no sé por qué, de la palabra felicidad y de la sucesión de los días y las noches. Cuando estábamos llegando a la mesa de la charla, lo primero que me dijo fue: “¿Dónde está el público?”, lo que era una manera de ir entrando en tema o una ironía. Hay que tener en cuenta que Borges venía de Estados Unidos, de disertar ante cientos de estudiantes. Me preguntó si había agua, sólo que lo preguntó así: “¿Hay H2O?”. Salvo una chica de la primera fila, la gente que lo esperaba no era especialista en literatura, más bien iba a ver, ni siquiera a oír, a una especie de fenómeno. La chica de la primera fila, que era, creo, María Rosa Lojo, casi sin esperar a que se sentara, le preguntó qué significaba para él la palabra símbolo. Borges dijo que en la antigüedad no había posadas; dijo que los antiguos partían un disco y le daban una de las mitades al forastero que había llegado a la casa, o al castillo. Muchos años después, si alguien volvía con ese fragmento de disco, aunque no fuera la misma persona —podía ser un hijo, un nieto, un amigo—, era recibido como un huésped que no se hubiera ido nunca de la casa. Ese disco partido era algo más que un objeto, significaba otra cosa, y ése era el origen de la palabra símbolo.
La gente le hacía preguntas, algunas insensatas, otras más o menos razonables, y él, como siempre, hablaba únicamente de lo que tenía ganas. Un rasgo asombroso de Borges, siendo ciego, es una cualidad de su memoria que podría llamarse visual. En algún momento comentó —o esto fue más tarde, cuando quedamos solos— que en los Estados Unidos había visitado una de las casas en que vivió Edgar Poe, y recordó que a la entrada, en una especie de jardín, había una alegoría con un cuervo dorado. ¿Me lo imaginaba?, un cuervo dorado. Un cuervo estridente que no tenía nada que ver con el cuervo luctuoso de Poe. Y se refería al color del pájaro como si lo hubiera visto. Habló de cine; habló de El gabinete del doctor Caligari y también de unos perros overos que aparecían en esa película. Volvió a llamarme la atención que reparara en el color de los perros; claro que esto, como el dorado del cuervo, debió contárselo María Kodama, pero lo raro es que él lo recordara como si los estuviera mirando. De sopetón, alguien del público, o de ese sector de Villa Crespo al que Borges llamó público, le preguntó con mucha descortesía —no era una pregunta, era casi una acusación—, cómo un hombre “con sus limitaciones” podía opinar sobre cine. No era una curiosidad inocente, era una interpelación cargada de insidia. En el mismo momento en que yo iba a intervenir —en toda esta charla hice un poco de campana neumática entre Borges y la gente—, antes de que yo pudiera emitir una palabra, Borges dijo a media voz: “Últimamente, además de ver muy mal, estoy oyendo muy poco”, y, como si no hubiera escuchado lo que le preguntaban, se volvió hacia el público y siguió imperturbable con su charla…
[…]
… [cuando por fin terminó] de firmar libros y se fue la gente, yo salí a la calle con la excusa de comprar cigarrillos porque tenía la cabeza hirviendo de la incomodidad y los nervios. Había estado haciendo todo el tiempo de pararrayos, evitándole las preguntas incómodas, traduciéndole las indescifrables, aclarando algunas cosas que a veces decía Borges como para nadie, en su particular murmullo. Cuando yo no estaba (me contó después Sylvia), se dio una pequeña escena lateral: Ester, con el sobre donde ponía los pagos de las charlas, que eran necesariamente modestos, y Borges, recibiéndolo con cierta torpeza o timidez o pudor. Hay que pensar, otra vez, en que venía de dar charlas en Inglaterra o Estados Unidos.
Ester acomodó después una pequeña mesa para cenar los cuatro junto a la ventana que da a la terraza. Fue entonces, en mi ausencia, cuando Borges le preguntó a Sylvia de dónde era yo, si era mendocino. Ella le dijo que no, que era de San Pedro, en la provincia de Buenos Aires.
Yo estaba entrando, cuando Borges desde la mesa me preguntó: “Así que usted es de San Pedro, y dígame: ¿qué piensa de Hormiga Negra?” Hormiga Negra, el famoso cuchillero o bandido de principios de siglo, de los pagos de San Nicolás, ciudad que está a unos cien kilómetros de San Pedro. En esa vaga geografía bonaerense que manejaba Borges, yo debía de ser, además, octogenario. Le dije que iba a contestarle del mismo modo que él me había contestado a mí, hacía veintitantos años, en la Biblioteca Nacional:
—Bueno, Borges, yo no suelo pensar en Hormiga Negra.
Le causó mucha gracia y quiso saber cuándo me había dicho algo parecido. Le conté lo de Sartre.
Hablamos de Rafael Barrett, de Baudelaire, de Leopoldo Lugones. Borges siente una gran admiración por Rafael Barrett. He visto una carta de cuando era muy joven, en la que le escribe a un amigo diciendo que había leído a un escritor que le parecía genial, Barrett, y le preguntaba quién era, de qué nacionalidad, qué libros había escrito. Mientras él tomaba sopa de arroz y yo fumaba, le conté que Barrett había dicho que los poemas de Lugones, como algunos países, eran pintorescos sólo por el borde. Dio una carcajada y quiso saber dónde estaba escrito eso; le dije que en Al margen. Borges había leído varios libros de Barrett y recordaba hasta el color de las tapas (“medio anaranjadas, con un cuadrado negro”) de las Obras Completas publicadas por Claridad. De Barrett saltamos a Lugones y de Lugones a Baudelaire. Ya había hablado de esto en la charla; repitió que no le gustaba Baudelaire, que él se había alejado de la poesía de Baudelaire. Lo dijo casi desdeñoso. Pero sin transición, por esos juegos de la memoria de Borges que es realmente inmediata —un nombre le provoca un recuerdo generalmente literario, en el sentido textual de la palabra, un recuerdo de palabras, no de situaciones ni de sentido—, se puso a recitar “Los faros”, en francés (“Rubens, fleuve d’oubli, jardin de la paresse”), y de golpe se interrumpió y dijo: “Bueno, no sé… O tal vez la poesía de Baudelaire se alejó de mí”. Algo parecido le pasó al referirse a García Lorca. Yo le había preguntado si conocía esa famosa anécdota, seguramente apócrifa pero muy divertida, acerca de que, oyendo el célebre “Responso” de Rubén Darío a Verlaine, al llegar al verso “que púberes canéforas te ofrenden el acanto”, Lorca parece que dijo: “Coño, que lo único que he entendido es que”. Borges se puso serio y dijo: “Pero, eso es una injusticia; el ‘Responso’ es un gran poema”. De inmediato se rió, se rió como a veces se ríe Borges, con una carcajada enorme, y dijo que esa frase era muy ingeniosa, pero que, a veces, por ser ingeniosos, podemos ser injustos. Yo no pude dejar de sentir, o no puedo dejar de sentir ahora, que Borges estaba pensando en él mismo, cuando declaró de Lorca que era un andaluz profesional y otros disparates que mejor no recordar. Hablando, antes o después, sobre las frases malévolas que ha dicho un escritor acerca de otro, intenté hacerle repetir aquella de Mark Twain sobre Jane Austen: que una biblioteca ya era buena por el hecho de no tener los libros de Jane Austen. Borges me corrigió en inglés y dijo:
—Vacía.
Lo que había dicho Mark Twain era que una biblioteca vacía ya era buena por el solo hecho de no tener los libros de Jane Austen.
Este encuentro empezó a eso de las ocho de la noche y terminó bastante después de la una de la madrugada. La charla con los invitados quedó registrada en dos casetes que desgrabaré, o no, algún día. De nuestra conversación a solas, me quedan unos fragmentos bastante audibles, otros irrecuperables, porque las pilas eran viejas y se fueron descargando.
Anoto dos cosas más.
Borges, según Ester, inusualmente contento, daba la impresión de no querer irse. Canturreó estrofas del Martín Fierro, imitando la voz de Ricardo Güiraldes y acompañándose con una guitarra ilusoria; le contó a Sylvia anécdotas de Macedonio Fernández, de Xul Solar, de Soto y Calvo, de no sé qué traductor intuitivo de Poe, que, casi sin saber inglés, entraba en una suerte de trance extático y sentía que las palabras de “Ulalume” llegaban a él. Al fin, se despidió.
Sylvia bajó con él hasta la calle. Mientras yo me quedaba arriba con Ester, los oí hablar y reír por la escalera. Frente a la puerta, me dijo Sylvia más tarde, había un taxi o un remisse. Nadie lo esperaba.
Todavía no alcanzo a entender cómo no se nos ocurrió acompañarlo. Hoy, mientras conversábamos sobre esto, volví a pensar lo mismo que esa noche: en la encubierta soledad que había detrás de esa alegría de Borges, en ese volver de madrugada, solo, a su casa.


En Abelardo Castillo, Diarios (1954-1991)
Buenos Aires, 
Editorial Alfaguara, 2014
Foto: Sylvia Iparraguirre, Jorge Luis Borges y Abelardo Castillo


11/2/16

Jorge Luis Borges: Han condenado el pecado de sinceridad






Jorge Luis Borges, el autor de El Idioma de los Argentinos y Luna de Enfrente, se ha expresado así con respecto a la sorpresiva medida adoptada en contra de "Carina" por la Intendencia Municipal*.


Se ha repetido con alguna facilidad que la República Argentina es un país joven. Estoy de acuerdo, si con ello se quiere manifestar que no es un país adulto. Estoy con entusiasmo de acuerdo, si con ello se quiere manifestar que no es todavía un país de adultos.

La hombría argentina reside meramente en el ejercicio sexual y en la incesante articulación de malas palabras. La cultura argentina reside meramente en el elogio de las sanas costumbres y en vigilarse para no articular esas malas palabras. Fiel a esta segunda superstición, la Inspección de Teatros ha decretado que los oídos familiares porteños no serán injuriados otra vez (ya lo fueron otra) por las palabras malsonantes que obstruyen cierta incriminada pieza de Crommelynck. El pudor municipal es maravilloso, si tenemos en cuenta que esas palabras son el imprescindible repertorio de toda conversación argentina, que se desmoronaría sin ellas en la mudez o en el vago vuelo político o en el "este" inicial y el "¿qué me dice?" y otros expletivos afines.

La culpa de Crommelynck, por lo demás, no es únicamente verbal. Se trata de una falta más grave, que el argentino no perdona y no entiende: la discusión o la presentación de lo erótico sin picardía. Esa fundamental seriedad, esa carencia de guiñadas y burlas, es el pecado verdadero de Crommelynck para la mente municipal: el mismo que antes le imputara a Lawrence y antes a Henri Barbusse, y antes de todos ellos, a Whitman.




(*) El Intendente Municipal por medio de la Inspección de Teatros decidió prohibir la representación de "Carina" de Crommelynck en el teatro Odeón. Opinan también: Concepción Ríos, Alejandro E. Beruti, Vicente Martínez Cuitiño y Enrique Amorim.

En: diario Crítica
Buenos Aires, Año XX, N° 6881,16 de junio de 1933
Luego, en Textos recobrados 1931-1955
Buenos Aires, Emecé, 2001
Foto: Borges 1980 by Francois Le Diascorn/Gamma Rapho Via Getty Images


10/2/16

Jorge Luis Borges: Mil novecientos veintitantos








La rueda de los astros no es infinita 
y el tigre es una de las formas que vuelven, 
pero nosotros, lejos del azar y de la aventura, 
nos creíamos desterrados a un tiempo exhausto, 
el tiempo en el que nada puede ocurrir. 
El universo, el trágico universo, no estaba aquí 
y fuerza era buscarlo en los ayeres;
yo tramaba una humilde mitología de tapias y cuchillos 
y Ricardo pensaba en sus reseros. 
No sabíamos que el porvenir encerraba el rayo, 
no presentimos el oprobio, el incendio y la tremenda noche de la Alianza; 
nada nos dijo que la historia argentina echaría a andar por las calles, 
la historia, la indignación, el amor, 
las muchedumbres como el mar, el nombre de Córdoba, 
el sabor de lo real y de lo increíble, el horror y la gloria.


En El hacedor (1960)
Foto Jorge Aguirre
Borges en la Plaza San Martín
Buenos Aires, década del '60

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