7/1/16

Jorge Luis Borges: Cita [texto bilingüe]









My memory is chiefly of books. In fact, I hardly remember my own life. I can give you no dates. I know that I have traveled in some seventeen or eighteen countries, but I can’t tell you the order of my travels. I can’t tell you how long I was in one place or another. The whole thing is a jumble of division, of images. So that it seems that we are falling back on books. That happens when people speak to me. I always fall back on books, on quotations. I remember that Emerson, one of my heroes, warned us against that. He said: «Let us take care. Life itself may become a long quotation.» 

Barnstone, 1982 



Mi memoria se compone, más que nada, de libros. En realidad, recuerdo con dificultad mi propia vida. No puedo darle fechas. Sé que he visitado diecisiete o dieciocho países, pero no podría decirle en qué orden. No sabría decirle cuánto tiempo estuve en un lugar o en otro. Todo es un revoltijo de divisiones, de imágenes. Una vez más, tendremos que recurrir a los libros. Siempre pasa lo mismo cuando se habla conmigo. Continuamente me remito a los libros, a las citas. Recuerdo que Emerson, uno de mis ídolos, nos previene contra esto. Decía: «Tengamos cuidado. La vida misma puede convertirse en una larga cita». 

[Traducción de Antonio Fernández Ferrer] 










En Borges A/Z 
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges, 1988
Ilustración: Infinito Borges
Por Alfredo Sabat, La Nación, 2006
Portada del libro Borges A/Z
Col. La Biblioteca de Babel

6/1/16

Afolfo Bioy Casares: "Borges" [4 al 9 de enero de 1955]
La ceguera








Martes, 4 de enero de 1955. A las cuatro y media, con los Borges en el consultorio de Malbrán. Mientras lo revisan, la madre me cuenta que, después de una operación, Borges dio un grito porque desde su cuarto vio el número 10 de un tranvía que pasaba por la calle Quintana: «¡Madre, veo el 10!». Cuando vio por primera vez las estrellas, dijo: «¡Cuántas estrellas! »; la noche siguiente, con tristeza: «No creo que la operación dé gran resultado; ya no veo las estrellas». No había estrellas esa noche.
Luego de doce años de ceguera, el médico preguntó al padre de Borges, ya operado: «¿Qué ve?». «Las manos de Leonorcita.» «Ahora mire para arriba, vea la cara.»
Malbrán anuncia que lo operarán el jueves. BORGES: «Mejor que me operen. Estoy viendo muy mal».


Jueves, 6 de enero de 1955. Silvina y yo buscamos a los Borges a las ocho menos cuarto de la mañana. En el sanatorio hay signos de que operarán a Borges hoy mismo. Entra una enfermera y pregunta: «¿Ya lo premedicaron?» A continuación, la misma enfermera, un médico brusco, una inyección.
Borges vuelve a decirme que va a escribir sobre mi libro*; lo compara con Don Segundo Sombra. Es el mismo mito; pero como hoy puede escribirse. Habla también del mito de la pelea a cuchillo y de la desilusión que tuvo cuando comprendió que sus antepasados habían peleado con sables y con lanzas. Me cuenta de un payador de Lomas de Zamora, al que oyó con un señor Castro y con un doctor Fonrouge; dijo el payador:

Y yo que apenas me arrastro
saludo a Felipe Castro
y también con mucho orgullo
saludo al doctor Fonrullo.

La operación duró unos cuarenta minutos. Malbrán me dijo: «Este hombre va a andar bien». La madre de Borges se echó a temblar.


Sábado, 8 de enero de 1955. Borges ve: vio ayer la mano de Malbrán; a través de la ventana, percibe la luz.


Domingo, 9 de enero de 1955. Por la mañana, vamos con Silvina a visitar a Borges; está dictando un poema sobre Cervantes.** Lo visito otra vez por la tarde.



(*)    Su reseña de El sueño de los héroes se publicó en S, nº 235 (1955).
(**) «Parábola de Cervantes y el Quijote» (1955).

En Bioy Casares, Adolfo: Borges 
Barcelona: Ediciones Destino ("Imago Mundi"), 2006

Foto: Borges sin atribución de autor ni fecha 
Vía Archivo La Nación






5/1/16

Jorge Luis Borges: Dos semblanzas de Coleridge








Simultáneamente, se han publicado en Londres dos biografías de Samuel Taylor Coleridge. La una, de Edmund Chambers, abarca la vida entera del poeta; la otra, de Lawrence Hanson, los años de andanza y de aprendizaje. Ambos son libros responsables, agudos. 

Hay hombres venerados que sospechamos sin embargo inferiores a la obra que cumplieron. (Verbigracia, Cervantes y su Quijote; verbigracia, Hernández y Martín Fierro) Otros, en cambio, dejan obras que no pasan de sombras y proyecciones —notoriamente deformadas e infieles— de su mente riquísima. Es el caso de Coleridge. Más de quinientas apretadas páginas llenan su obra poética; de ese fárrago sólo es perdurable (pero gloriosamente) el casi milagroso Ancient Mariner. Lo demás es intratable, ilegible. Algo similar acontece con los muchos volúmenes de su prosa. Forman un caos de intuiciones geniales, de platitudes, de sofismas, de moralidades ingenuas, de inepcias y de plagios. De su obra capital, la Biographia Literaria, Arthur Symons ha dicho que es el más importante tratado crítico que hay en idioma inglés, y uno de los más fastidiosos que hay en idioma alguno.

Coleridge (como su interlocutor y amigo De Quincey) era adicto al opio. Por ese motivo y por otros Lamb lo llamó "un arcángel deteriorado". Andrew Lang, más razonablemente, lo llama "el Sócrates de su generación, el conversador". Su obra es el eco descifrable de su vasta conversación. De esa conversación procedió —no es exagerado afirmarlo— todo el movimiento romántico de Inglaterra. 

He mencionado en esta nota las luminosas intuiciones de Coleridge. En general, versan sobre temas estéticos. He aquí una, sin embargo, de carácter onírico. Coleridge (en las notas para una conferencia que dio a principios de 1818) declaró que las imágenes atroces de la pesadilla no eran jamás la causa del horror experimentado, sino sus meros exponentes y efectos. Verbigracia, padecemos un malestar y lo justificamos mediante la representación de una esfinge que se ha acostado a meditar sobre nuestro pecho. El malestar engendra la esfinge, no la esfinge el horror.



En Textos Cautivos (1986)
Retrato de Borges, Archivo Fotográfico Oronoz
Frente de portada de Nueve ensayos dantescos'
Espasa Calpe, Madrid, 1982

4/1/16

Jorge Luis Borges: El espejo de los enigmas






El pensamiento de que la Sagrada Escritura tiene (además de su valor literal) un valor simbólico no es irracional y es antiguo: está en Filón de Alejandría, en los cabalistas, en Swedenborg. Como los hechos referidos por la Escritura son verdaderos (Dios es la Verdad, la Verdad no puede mentir, etcétera), debemos admitir que los hombres, al ejecutarlos, representaron ciegamente un drama secreto, determinado y premeditado por Dios. De ahí a pensar que la historia del universo —y en ella nuestras vidas y el más tenue detalle de nuestras vidas— tiene un valor inconjeturable, simbólico, no hay un trecho infinito. Muchos deben heberlo recorrido; nadie, tan asombrosamente como León Bloy. (En los fragmentos psicológicos de Novalis y en aquel tomo de la autobiografía de Machen que se llama The London Adventure, hay una hipótesis afín: la de que el mundo externo —las formas, las temperaturas, la luna— es un lenguaje que hemos olvidado los hombres, o que deletreamos apenas… También la declara De Quincey[1]: «Hasta los sonidos irracionales del globo deben ser otras tantas álgebras y lenguajes que de algún modo tienen sus llaves correspondientes, su severa gramática y su sintaxis, y así las mínimas cosas del universo pueden ser espejos secretos de los mayores».
Un versículo de San Pablo (I, Corintios, XIII, 12) inspiró a León Bloy. Videmus nunc per speculum in aenigmate: tunc autem facie ad faciem. Nunc cognosco exparte: tunc autem cognoscam sicut et cognitus sum. Torres Amat miserablemente traduce: «Al presente no vemos a Dios sino como en un espejo, y bajo imágenes oscuras: pero entonces le veremos cara a cara. Yo no le conozco ahora sino imperfectamente: mas entonces le conoceré con una visión clara, a la manera que soy yo conocido.» Cuarenta y cuatro voces hacen el oficio de veintidós; imposible ser más palabrero y más lánguido. Cipriano de Valera es más fiel: «Ahora vemos por espejo, en oscuridad; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; mas entonces conoceré como soy conocido.» Torres Amat opina que el versículo se refiere a nuestra visión de la divinidad; Cipriano de Valera (y León Bloy) a nuestra visión general.
Que yo sepa, Bloy no imprimió a su conjetura una forma definitiva. A lo largo de su obra fragmentaria (en la que abundan, como nadie lo ignora, la quejumbre y la afrenta) hay versiones o facetas distintas. He aquí unas cuantas, que he rescatado de las páginas clamorosas de Le mendiant ingrat, de Le Vieux de la Montagne y de L’invendable. No creo haberlas agotado: espero que algún especialista en León Bloy (yo no lo soy) las complete y las rectifique.
La primera es de junio de 1894. La traduzco así: «La sentencia de San Pablo: Videmus nunc per speculoum in aenigmate sería una claraboya para sumergirse en el Abismo verdadero, que es el alma del hombre. La aterradora inmensidad de los abismos del firmamento es una ilusión, un reflejo exterior de nuestros abismos, percibidos “en un espejo”. Debemos invertir nuestros ojos y ejercer una astronomía sublime en el infinito de nuestros corazones, por los que Dios quiso morir. Si vemos la Vía Láctea, es porque existe verdaderamente en nuestra alma.» La segunda es de noviembre del mismo año: «Recuerdo una de mis ideas más antiguas. El Zar es el jefe y el padre espiritual de ciento cincuenta millones de hombres. Atroz responsabilidad que sólo es aparente. Quizá no es responsable, ante Dios, sino de unos pocos seres humanos. Si los pobres de su imperio están oprimidos durante su reinado, si de ese reinado resultan catástrofes inmensas, ¿quién sabe si el sirviente encargado de lustrarle las botas no es el verdadero y solo culpable? En las disposiciones misteriosas de la Profundidad, ¿quién es de veras Zar, quién es rey, quién puede jactarse de ser un mero sirviente?» La tercera es de una carta escrita en diciembre: «Todo es símbolo, hasta el dolor más desgarrador. Somos durmientes que gritan en el sueño. No sabemos si tal cosa que nos aflige no es el principio secreto de nuestra alegría ulterior. Vemos ahora, afirma San Pablo, per speculum in aenigmate, literalmente: en enigma por medio de un espejo y no veremos de otro modo hasta el advenimiento de Aquel que está todo en llamas y que debe enseñarnos todas las cosas».
La cuarta es de mayo de 1904. «Per speculum in aenigmate, dice San Pablo. Vemos todas las cosas al revés. Cuando creemos dar, recibimos, etc. Entonces (me dice una querida alma angustiada) nosotros estamos en el cielo y Dios sufre en la tierra.» La quinta es de mayo de 1908. "Aterradora idea de Juana, acerca del texto Per speculum. Los goces de este mundo serían los tormentos del infierno, vistos al revés, en un espejo.
La sexta es de 1912. En cada una de las páginas de L’Ame de Napoleón, libro cuyo propósito es descifrar el símbolo Napoleón, considerado como precursor de otro héroe —hombre y simbólico también— que está oculto en el porvenir. Básteme citar dos pasajes: Uno: «Cada hombre está en la tierra para simbolizar algo que ignora y para realizar una partícula, o una montaña, de los materiales invisibles que servirán para edificar la Ciudad de Dios.» Otro: «No hay en la tierra un ser humano capaz de declarar quién es, con certidumbre. Nadie sabe qué ha venido a hacer a este mundo, a qué corresponden sus actos, sus sentimientos, sus ideas, ni cuál es su nombre verdadero, su imperecedero Nombre en el registro de la Luz… La historia es un inmenso texto litúrgico donde las iotas y los puntos no valen menos que los versículos o capítulos íntegros, pero la importancia de unos y de otros es indeterminable y está profundamente escondida.» Los anteriores párrafos tal vez parecerán al lector meras gratitudes de Bloy. Que yo sepa, no se cuidó nunca de razonarlos. Yo me atrevo a juzgarlos verosímiles, y acaso inevitables dentro de la doctrina cristiana, Bloy (lo repito) no hizo otra cosa que aplicar a la Creación entera el método que los cabalistas judíos aplicaron a la Escritura. Estos pensaron que una obra dictada por el Espíritu Santo era un texto absoluto: vale decir un texto donde la colaboración del azar es calculable en cero. Esa premisa portentosa de un libro impenetrable a la contingencia, de un libro que es un mecanismo de propósitos infinitos, les movió a permutar las palabras escriturales, a sumar el valor numérico de las letras, a tener en cuenta su forma, a observar las minúsculas y mayúsculas, a buscar acrósticos y anagramas y a otros rigores exegéticos de los que no es difícil burlarse. Su apología es que nada puede ser contingente en la obra de una inteligencia infinita.[2] León Bloy postula ese carácter jeroglífico —ese carácter de escritura divina, de criptografía de los ángeles— en todos los instantes y en todos los seres del mundo. El supersticioso cree penetrar esa escritura orgánica: trece comensales articulan el símbolo de la muerte; un ópalo amarillo, el de la desgracia…
Es dudoso que el mundo tenga sentido; es más dudoso aun que tenga doble y triple sentido, observará el incrédulo. Yo entiendo que así es; pero entiendo que el mundo jeroglífico postulado por Bloy es el que más conviene a la dignidad del Dios intelectual de los teólogos.
Ningún nombre sabe quién es, afirmó León Bloy. Nadie como él para ilustrar esa ignorancia íntima. Se creía un católico riguroso y fue un continuador de los cabalistas, un hermano secreto de Swedenborg y de Blake: heresiarcas.



Notas


[1] Writings, 1896, volumen primero, página 129. 
[2] ¿Qué es una inteligencia infinita?, indagará tal vez el lector. No hay teólogo que no la defina; yo prefiero un ejemplo. Los pasos que da un hombre, desde el día de su nacimiento hasta el de su muerte, dibujan en el tiempo una inconcebible figura. La Inteligencia Divina intuye esa figura inmediatamente, como la de los hombres un triángulo. Esa figura (acaso) tiene su determinada función en la economía del universo.


En Otras inquisiciones (1952)
Foto de Borges por Ernesto Monteavaro (s/f)
en cubierta del tomo II de OOCC
© María Kodama y Emecé Editores S.A., 1989 



3/1/16

Jorge Luis Borges: Victoria Ocampo









Hacia 1924 (la precisa fecha no importa; basta que la sintamos lejana) le presentaron a Victoria Ocampo, que era famosa, un muchacho desconocido, que se creía poeta y que detestaba sus propios versos. El muchacho, como es de suponer, estaba un poco intimidado por la imperativa señora y cincuenta años no pudieron borrar del todo aquel miedo inicial. (Alfonso Reyes predijo que los historiadores consagrarían un capítulo a nuestra era victoriana.) No recuerdo bien aquel primer diálogo; creo que hablamos del idioma. Comprobé sin asombro que Victoria no sentía la sobria música del castellano, hecha de vocales abiertas y de ocasionales voces esdrújulas. Con el tiempo, otras cosas nos acercaron: la voluntad de renovar la cultura argentina, la buena tradición unitaria y el amor de las letras de Inglaterra. Al escribir estas palabras no pienso únicamente en Shakespeare o en Swinburne; pienso en la niña que atraviesa el espejo, en la ingeniosa tontería de los limericks y en la amistad de Sherlock Holmes y de su modesto y no siempre auténtico Boswell, el doctor Watson. Otras nos apartaron. Yo juzgaba a los escritores por su retórica o por su facultad de invención; Victoria, por su índole o por su contexto biográfico. Detrás del libro, que es la máscara, indagaba el rostro secreto. Lectora hedónica, sólo leía y releía lo que le interesaba. Sospecho que la aplicada lectura consecutiva era tan ajena a sus hábitos como lo es ahora a los míos…

Victoria ha muerto y sé que esa relación, que nunca fue íntima, ha sido y es fundamental para mí. Casi puedo escribir que hoy tiene principio nuestra callada y verdadera amistad.



En Textos Recobrados 1956-1986
Primera publicación en dario La Prensa, 8 de abril de 1979
Portada de Diálogo con Borges, de Victoria Ocampo
Sur, Buenos Aires, 1969,
Con dedicatoria autógrafa de Borges


2/1/16

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Mark Twain, Güiraldes y Kipling ("En diálogo", II, 81)







Osvaldo Ferrari: Usted ha encontrado correspondencias, Borges, entre tres novelas que provienen de escritores y lugares completamente distintos unos de otros. Me refiero a Huckleberry Finn, a Don Segundo Sombra y a Kim.

Jorge Luis Borges: Claro, serían los tres eslabones; el andamiaje, digamos, el framework: en los tres libros encontramos la idea de una sociedad y de un mundo vistos a través de dos personas distintas; que vendrían a ser en Huckleberry Finn el negro prófugo y el chico, y todo ese mundo de los Estados Unidos anterior a la Guerra Civil. Ahora, yo creo que Kipling, que profesaba el culto de Mark Twain, y que llegó a conocerlo —Twain le ofreció una pipa de marlo—... No recuerdo la fecha exacta de Huckleberry Finn, pero creo que es de mil ochocientos ochenta y tantos. Y luego, en el año 1901 se publica Kim; y ese libro lo escribió Kipling en Inglaterra, durante las lluvias, con la nostalgia de la India. Y ahí tenemos un mundo mucho más rico que el de Huckleberry Finn, porque se trata del vasto mundo de la India, y de los dos personajes —Kim y el lama—. Y hay, además, una especie de argumento, porque se entiende que los dos se salvan. Aunque Kipling, que era un hombre muy reservado, dice, sin embargo, que esa novela es evidentemente picaresca. Pero parece que no, ya que los dos personajes, al fin del libro, según la visión que tiene el lama, se salvan; esos dos personajes que son el lama y un chico de la calle: Kim. Bueno, y en cuanto a Güiraldes, que había leído Kim en la versión francesa —que según el mismo Kipling era excelente—, en su Don Segundo Sombra también tenemos un mundo: el mundo de la provincia de Buenos Aires —esa llanura que los literatos llaman la pampa— a través de esos dos personajes que son el viejo tropero y el chico (Fabio). De modo que el esquema sería el mismo, vale decir; pero es difícil, no obstante, imaginar tres libros más distintos que Huckleberry Finn de Mark Twain, que Kim de Kipling y que Don Segundo Sombra de Güiraldes.

—Es cierto.

—Emerson dijo que la poesía nace de la poesía. En cambio, Walt Whitman habló contra los libros destilados de libros; lo cual es negar la tradición. Me parece que es más exacta la idea de Emerson. Además, por qué no suponer que entre las muchas impresiones que recibe un poeta son frecuentes o son lícitas las impresiones que le producen otras poesías.

—Claro.

—Y eso se nota, yo creo que sobre todo, en el caso de los libros de Lugones; ya que como alguna vez habremos tenido ocasión de decir, detrás de cada libro de Lugones hay una lectura tutelar. Sin embargo, los libros de Lugones son personales. Esas lecturas a que me refiero estaban al alcance de todos, pero sólo Lugones escribió Las fuerzas extrañas, Lunario sentimental y Crepúsculos del jardín. Y detrás de otros libros, en fin, hay otras influencias; pero yo creo que eso no es un argumento contra nadie. Y, bueno, como yo descreo del libre albedrío, he llegado a suponer que cada acto nuestro, que cada sueño o que cada entresueño nuestro es obra de toda la historia cósmica anterior; o, más modestamente, de la historia universal. Y, sin duda, las palabras que yo digo ahora han sido causadas por los millares de inextricables hechos que las han precedido. De modo que estos antecedentes que yo encuentro en Don Segundo Sombra no son un argumento contra el libro. Por qué no suponer esa generación: de igual modo que todo hombre tiene padres, abuelos, trasabuelos; por qué no suponer que eso también ocurre con los libros. Rubén Darío lo dijo mejor que yo: “Homero tenía, sin duda, su Homero”, Es decir, que no hay poesía primitiva.

—Quiero apoyar su suposición, Borges, comentándole que Waldo Frank coincide con usted, ya que él advirtió la relación entre Don Segundo Sombra y Huckleberry Finn.

—Ah, yo no sabía.

—Sí, lo indica en el prefacio a la edición en inglés de Don Segundo Sombra.

—Bueno, yo no conocía esa edición, pero me agrada esa coincidencia con Frank. Además, quiere decir que lo que yo he dicho es verosímil, porque si la misma cosa se les ocurre a dos personas distintas es probable que sea cierto.

—Sí...

—Y, sin embargo, el hecho de que el framework (estructura) sea el mismo, no impide que los libros sean completamente distintos. Desde luego, los Estados Unidos de antes de la Guerra Civil, de antes de “The war between the States” (La guerra entre los Estados), como dicen en el Sur, que es el mundo de Huckleberry Finn, nada tiene que ver con ese pobladísimo e infinito mundo de la India —el de Kim—, que a su vez tampoco se parece, bueno, a la elemental provincia de Buenos Aires de Don Segundo Sombra.

—Ahora, respecto a la posible inversión en la relación de autoridad entre el mayor y el menor, yo recuerdo que usted mismo ha dicho que un hombre mayor puede aprender de otro menor, de otro más joven.

—Mi padre decía que son los hijos los que educan a los padres, pero en mi caso yo creo, que no; mi padre me ha educado a mí, yo no lo he educado a él. Él decía eso —posiblemente lo dijera como una frase así, ingeniosa— pero quizá alguna verdad habría en ello, ¿no?

—Usted ha hecho una asociación parecida respecto de su amistad con Bioy Casares.

—Ah, claro, sí, en el sentido de que Bioy ha influido en mí, y que Bioy es menor. Siempre se supone que el mayor influye en el menor, pero sin duda es recíproco eso.

—Claro, usted atribuye a cada uno de los tres escritores que hemos mencionado una finalidad, un objetivo. Pero, a la vez, siempre reitera que no es lo más importante el propósito que un escritor se haya trazado.

—Bueno, en el caso de Mark Twain no creo que él tuviera una idea pedagógica, ¿no?

—No.

—Yo creo que él muestra ese mundo, nada más. Y hay un rasgo que es muy lindo, y que es curioso; ese rasgo es que el chico ayuda al esclavo prófugo, pero eso no quiere decir que intelectualmente, que mentalmente, esté en contra de la esclavitud. Al contrario, él siente remordimientos porque ha ayudado a ese esclavo a huir; y ese esclavo es propiedad de alguien en el pueblo. Y no creo que eso haya sido puesto como un rasgo irónico de Mark Twain; tiene que haber sido porque él pensó: “el chico tiene que haber sentido eso”; él no puede haber sentido que estaba trabajando por una causa noble, que era la abolición de la esclavitud. Eso hubiera sido del todo absurdo. En el caso de Kim, la idea de Kipling es que un hombre puede salvarse de muchos modos; y entonces el lama se salva por la vida contemplativa, y Kim se salva por la disciplina que le impone la vida activa, ya que Kim no se ve como un espía sino como un soldado. Y en el caso de Don Segundo Sombra, y bueno, el muchacho va agauchándose, y va aprendiendo muchas cosas. Y precisamente Enrique Amorim escribió una novela: El paisano Aguilar, que está escrita contra Don Segundo Sombra, y ahí el protagonista va agauchándose y embruteciéndose.

—La otra posibilidad.

—La otra posibilidad, pero yo creo que ambas son verosímiles, y ambas son artísticamente lícitas.

—Claro, pero en el caso de Huckleberry Finn usted dice que se trata de un libro solamente feliz; es decir, yo pensé en la felicidad de la aventura.

—Sí.

—Y me parece acertado, porque ese deleite en la aventura se da en los relatos de Twain.

—Sí, y además, es como si el río del relato fluyera como el Mississippi, ¿no?

—Ah, claro.

—Aunque yo creo que allí ellos navegan contra corriente, no estoy seguro.

—De cualquier manera, Twain era piloto en el Mississippi.

—Sí, de modo que el río tiene que haberlo atraído a él. Lo que no recuerdo es si ellos navegan hacia el Sur o hacia el Norte.

—La vida personal de Twain parece haber sido múltiple; buscador de oro...

—Es cierto, buscador de oro en California, piloto en el Mississippi.

—Viajero...

—Viajero dentro y fuera de su país, porque él describe viajes por el Pacífico en otros libros. Y luego, finalmente el destino lo lleva a Inglaterra, a Alemania; él siente un gran cariño por Alemania. Y creo que murió en el año 1910... Sí, porque él dijo que iba a morir cuando volviera el cometa Halley. Yo recuerdo que ese año fue el de 1910, y que todos sentíamos aquí que el cometa era una de las iluminaciones del Centenario. Todos lo sentimos así, aunque, naturalmente, no lo dijimos; todos pensamos: ya que todo está iluminado, está bien que el cielo esté iluminado. No sé si llegamos a expresarlo, o si nos dimos cuenta de que era una idea absurda, pero, sin embargo, fue sentido y agradecido así el cometa Halley aquí.

—En 1910.

—Sí, y es el año en que muere Mark Twain en los Estados Unidos. Y un biógrafo suyo, Bernard Devoto, dice: “Ese ardiente polvo del cometa ha desaparecido del cielo, y la grandeza de nuestra literatura con él”.

—Relacionando el paso del cometa con la muerte de Twain.

—Sí, justamente.



Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: En diálogo, II, 81
Prólogo por Jorge Luis Borges (1985)
Prólogo por Osvaldo Ferrari (1998)
México, Siglo XXI, 2005
Foto: Borges y Kodama en la casa de Mark Twain (sin atribución de autor)
Tomado Homenaje a Borges, en La Maga Colección, febrero 1996, pág.46


1/1/16

Jorges Luis Borges: Mi prosa








El 14 de junio se cumplieron diez años de la muerte de Jorge Luis Borges. Ningún otro autor del idioma cuenta con mayor influencia cultural. En este momento, alguien lo sueña en Finlandia y alguien lo cita en japonés. Sobre él se han escrito varias bibliotecas, cada una de proporciones borgeanas. Maurice Blanchot vio en su obra "la infinita multiplicidad de lo imaginario''. En el laberinto de los efectos y las causas que llevan a Jorge Luis Borges, hemos encontrado su propia voz. En 1973 dio dos conferencias, una dedicada a su poesía y otra a su prosa. Ofrecemos una refutación del tiempo: Borges tiene la palabra.

El estilista admirable y novelista ilegible Walter Pater dijo o escribió que todas las artes aspiran a la condición de la música. No dio sus razones, o mi memoria las ha olvidado en este momento. Yo creo que una razón de esta afirmación podría ser que en la música el fondo y la forma se confunden. Buscaré un ejemplo muy sencillo, la más pobre de las melodías: la milonga (soy argentino). Si yo recuerdo una milonga y me preguntan cómo es, sólo puedo silbarla, ni siquiera estoy seguro de que pueda silbarla bien, digamos tararearla; el fondo y la forma son lo mismo. En cambio nos creemos que en prosa, por ejemplo, hay un fondo y hay una forma y pensamos que en la filosofía ocurre lo mismo. Yo he llegado a sospechar que esto puede ser un error. Desde luego podemos contar el argumento del Quijote, podemos creer que podemos contarlo, pero el argumento del Quijote, contado, es quizás el argumento más pobre, y el libro es quizás el libro más rico de la literatura, es decir, nos equivocamos al pensar que un argumento puede referirse. Stevenson dijo que "un personaje de ficción es una hilera de palabras" pero algo en nosotros se rebela contra esa afirmación. Es verdad que (sigamos con el mismo ejemplo) Alonso Quijano soñó ser Don Quijote y llegó, a veces, a serlo. Es verdad que Alonso Quijano parece ser la "hilera de palabras" que para siempre escribió Cervantes, pero todos sabemos, o mejor dicho, lo sentimos, que es la mejor forma de saber, que Don Quijote no consta únicamente de las palabras escritas por Cervantes. Una prueba de esto la tendríamos en La vida de Don Quijote y Sancho, de Miguel de Unamuno. Cervantes no nos dice qué soñó Don Quijote entre una y otra aventura, quizá lo dijo una vez cuando habló de la cueva de Montesinos, pero, en general, no lo dice, y sin embargo sabemos que Don Quijote entre una y otra aventura durmió, y sin duda soñó. Quizá soñó con Don Quijote, quizá soñó con la época en que era Alonso Quijano, quizá soñó con Dulcinea que empezó siendo un sueño, y no Aldonza Lorenzo, pero, en fin, nosotros sabemos que no sólo en el Quijote sino en toda novela digna de ese nombre los personajes existen no sólo cuando están en escena, sino que viven durante su ausencia, por ejemplo en la tragedia de Macbeth (busco un ejemplo ilustre): si aceptamos que la obra está dividida en cinco actos, y esas divisiones son posteriores, debemos suponer que, entre esos actos, los personajes siguen viviendo. Si no suponemos eso, el libro no existe, los personajes son "hileras de palabras''.

Desde luego, hay personajes que viven unas pocas líneas, pero viven para siempre. Y aquí otra vez vuelvo a ser argentino, aunque lo soy siempre, y recuerdo aquella estrofa de Hernández: "Había un gringuito cautivo / que siempre hablaba de un barco / y lo ahogaron en un charco / por causante de la peste. / Tenía los ojos celestes / como potrillito zarco." Pues bien, ese personaje, ese niño que ha atravesado el mar para morir en la pampa ahogado en un charco, tiene una vida de exactamente seis versos de ocho sílabas cada uno, pero quizá esa vida sea una vida más plena que la vida (seamos irreverentes, ¿por qué no?, ya que estamos entre amigos) de los dos personajes de Joyce: la de Bloom y la de Dédalus. Sobre Bloom y sobre Dédalus sabemos un número casi infinito, o suficientemente infinito o, bueno, fatigadoramente infinito de circunstancias, pero no sé si realmente los conocemos. Joyce contesta a una serie de preguntas, pero no sé si nos da un personaje; y aquí vuelvo a uno de mis hábitos, que es la literatura escandinava medieval. Recuerdo un personaje de la saga de Grettir. Ese personaje tenía una chacra en lo alto de un cerro, en Islandia. Yo puedo imaginármelo bien, he estado en Islandia, conozco esa luz de atardecer que dura desde el alba hasta la noche con el sol siempre bajo, siempre nublado, y que produce una grata melancolía. Ese hombre vive en su granja en lo alto de un cerro y sabe que tiene un enemigo. El enemigo (todo esto ocurre en el siglo XII) va a caballo hasta la casa, descabalga y llama, y entonces el héroe de este capítulo, que se llama "De la muerte de Gúnar", creo, no estoy seguro del nombre (bueno, puede llamarse Gúnar por algunos pocos minutos, los que tardará la referencia), dice: "No, ese golpe es muy débil: no voy a abrir"; luego el otro golpea con más fuerza en la puerta, y entonces Gúnar dice: "Este golpe es fuerte: voy a abrir." Sale y está lloviendo; una lluvia fina, como la que está cayendo en este momento, cae en la página de aquel capítulo de aquella saga, y entonces abre la puerta y mira, pero al mismo tiempo no se asoma mucho, quiere resguardarse de la lluvia. Como nosotros sabemos que va a morir, el hecho de que él quiera guarecerse de la lluvia hace que ese acto común, de medio asomarse a la puerta, sea un acto patético. El otro, que se ha escondido a la vuelta de la casa (es una casa estrecha, una pequeña granja, como las que yo he visto en Islandia), sale corriendo y lo mata de una puñalada. El héroe cae muerto y al morir dice estas palabras que me parecen admirables, que me estremecieron cuando las leí: "Ahora se usan estas hojas tan anchas.'' Es decir, el hombre está muriendo y ni siquiera dice algo referente a su muerte. En estas palabras, "ahora se usan estas hojas tan anchas", supongamos que sean siete en islandés, aunque no estoy seguro que sean siete como en español, en esas palabras está dado el hombre entero, porque vemos su valentía, vemos el interés que le inspiraban las armas, tiene que haber sido un guerrero por el hecho de que le interesa más ese pormenor del arma que su propia muerte. Es decir, el personaje está creado para siempre en esa línea.

Y lo mismo diríamos de Yorick. Yorick es un poco más longevo porque tiene unas siete u ocho líneas de vida, o mejor dicho, su calavera tiene siete u ocho líneas de vida, pero nos está dado para siempre. En cambio, cuando Hamlet muere (vuelvo a ser irreverente), Shakespeare, que fue muchos hombres y entre ellos un empresario de teatro, un hombre de Hollywood que buscaba buenos efectos, le hace decir: "Lo demás es silencio.'' Es una de las frases más huecas de la literatura, me parece, por que no está dicha por Hamlet, está dicha por un actor que quiere impresionar al público. Y ahora tomemos otra muerte, volvamos a nuestro amigo Alonso Quijano. Alonso Quijano, que soñó ser Don Quijote y luego al morir comprendió (no como moraleja: esto hace más patética la fábula) que no era don Quijote, sino Alonso Quijano el Bueno. Entre plegarias y quejumbres de quienes le rodeaban, "dio su espíritu, quiero decir que se murió". (Cito de memoria, es decir, cito mal. Conozco tan bien el libro que no he buscado referencias en él.) Esta frase, 'quiero decir que se murió', puede haber sido escrita deliberadamente, no lo creo, y además no importa. Puede haber sido escrita para recordar otra alta agonía, la de aquel judío crucificado, la de Jesucristo, que "dio su espíritu'' también. Pero no creo que Cervantes haya pensado en Jesús, en aquel momento. Creo que esa frase, que al principio podría parecer una torpeza, que para un académico (y soy académico también) puede parecer una torpeza: "¿Cómo? ¿Fulano dio su espíritu, quiero decir que se murió? ¿Qué es esa explicación en el momento más alto de la obra?'', yo creo, es verdad, en esa explicación, si es que los hechos estéticos tienen explicación, ya que de suyo son milagrosos. Pensemos en Cervantes. Cervantes había soñado a Don Quijote, mejor dicho: Alonso Quijano soñó ser Don Quijote; Cervantes fue, de algún modo, Alonso Quijano y Don Quijote. Fueron amigos, ya que un personaje escrito se nutre de su autor, porque si no, es nada, es la mera "serie de palabras" de Stevenson (que no sé por qué escribió eso). Entonces, Cervantes tiene que despedirse de él, de ese amigo suyo, y no menos amigo nuestro: Alonso Quijano, que reconoce su fracaso, que reconoce no ser el Don Quijote del siglo de Lanzarote que él hubiera querido ser. En ese momento Cervantes está conmovido y por eso da con esa frase de una tan eficaz torpeza: "el cual dio su espíritu, quiero decir que se murió''.

Todo esto nos llevaría a una conclusión acaso aventurada, pero no hay razón alguna para que no seamos aventurados: lo importante es la entonación. En esa frase, "dio su espíritu, quiero decir que se murió'', en la torpeza de esa frase, en esa traducción, en esa variación que puede parecer inútil, está la emoción de Cervantes y nuestra emoción ante la muerte del héroe. Es natural que el autor esté turbado, es natural que no dé con una frase brillante, porque las frases brillantes corresponden a la retórica y no a la emoción.

Creo que este pasaje es uno de los más admirables de la literatura, y quizá sea uno de los más admirables porque no fue hecho deliberadamente. No creo que Cervantes pensara en la ventaja de una frase ligeramente torpe para corresponder a la emoción que lo trataba. Dio con esa frase porque estaba emocionado. Con esto vuelvo a lo que dije antes: lo importante en verso y en prosa es dar con la entonación justa, es decir, no hay que alzar demasiado la voz ni bajarla demasiado. Por ejemplo: "¿Cuándo te veo?, dicen el Mosel, el Rhin, el Tajo y el Danubio llorando su desventura'' en aquel espléndido soneto al Duque de Osuna. Sentimos que hay algo falso, ya que a los ríos poco puede importarles su muerte, es un efecto, nada más que literario, aunque no sólo en el mejor sino en el peor sentido de la palabra.

Y ahora, al fin, dirán ustedes, llego al tema de mi conferencia. Creo haberles preparado con estas cavilaciones previas. El tema es Mi prosa. Esa palabra, la prosa, puede entenderse de dos modos. Podemos pensar en la técnica de la prosa y entonces vendrían aquellas diferencias entre el fondo y la forma, aunque si creemos que un libro puede ser referido nos equivocamos. Tomemos un ejemplo literario en el cual el argumento es importante, "La carta robada", de Poe. Alguien tiene que esconder una carta y la esconde dejándola al desgaire en un escritorio, en un lugar muy evidente, y es ahí donde la policía, con sus microscopios, lupas y medidas de las pulgadas cúbicas, no la encuentra. Luego Dupin entra allí, ve una carta desgarrada encima de la mesa y sabe que ésa es la carta que ha buscado la policía, engañada por la superstición de que si uno quiere esconder una cosa, donde debe ocultarla es en una rendija, en un escondrijo, en un resquicio. Pues bien, tenemos una idea bastante evidente, la idea de esconder algo mostrándolo de un modo demasiado visible. Es la idea que usó Wells también en El hombre invisible. Yo he contado a la ligera el argumento de Poe que me leyó mi madre, hará unos diez días, y estoy seguro de que ese relato mío no equivale al texto, porque en el texto hay otras cosas, por ejemplo, hay una discusión sobre el ajedrez, sobre la virtud del juego de las damas frente al juego del ajedrez, sobre la amistad de Dupin y el narrador, hay un personaje cómico, el prefecto de policía. Hay la sorpresa de que Dupin encontrará la carta cuando creímos que ni siquiera había emprendido la empresa de buscarla. No sé hasta dónde un libro, un cuento, puede referirse, siempre pierde algo, salvo en el caso de textos muy breves; es decir, el libro aspira a la condición de la música, porque en la música la forma es el fondo y el fondo es la forma. Desde luego, yo puedo contar el argumento de un libro, y no puedo contar el argumento de una melodía muy sencilla, es decir, puedo simplemente repetirla, pero hay algo más en el libro de lo que puede ser referido, hay algo más en un libro que su índice, que su resumen: hay el libro mismo. Esto nos lleva al misterio central de la literatura: ¿qué es la literatura? Ante todo, ¡qué extraña es esa idea del hombre de querer crear otro mundo! Ya Platón se asombraba de esto, un mundo de palabras, además del mundo de percepciones y meditaciones, de perplejidades, de angustias, de dudas. Eso ya es raro, pero además, las palabras no sólo son su sentido. Los diccionarios nos engañan, los diccionarios nos hacen creer que un símbolo es traducible en otro, y no es exactamente traducible. Por ejemplo, si yo digo en español: 'estaba sentadita', en la palabra "sentadita" hay no sólo la idea de una criatura sentada sino una simpatía por ella, un compenetrarse con ella, un sentir la soledad. O "estaba solita": esto no puede decirse en otros idiomas, quizás en inglés podríamos decir: "she was all by herself'', eso puede acercarse al diminutivo "solita", pero no del todo. Tenemos además otras cosas: podemos decir 'Thor era para los escandinavos el Dios del Trueno'', ya que la palabra Thor significa trueno y significa Dios, o para los sajones Thunor, que tiene ambos sentidos. Pero esta idea del Dios del Trueno es demasiado compleja para los germanos. Sin duda, para ellos Thor o Thunor eran ambas cosas, era el estruendo y era la divinidad, no eran el Dios del estruendo, eran las dos cosas, es decir, las palabras tenían un sentido mágico. Después fuimos haciéndonos más razonables, pero uno de los deberes del poeta, una de las ambiciones del poeta, es restituir la palabra a la magia primordial, hacer que la palabra sea un mito.

Y ahora que creo haber abundado con exceso en reflexiones generales, hablaré con toda humildad de mi comercio con la prosa. Empezaré por una confesión personal. En cada época hay un género literario que se supone superior a los otros. Por ejemplo, en el siglo XVIII todo escritor tenía que escribir una tragedia en cinco actos, eso era obligatorio. Cuando Anatole France empezó a escribir, publicó un libro, creo titulado algo así como Poeme Doré; se entendía que había que empezar por un libro de versos. Luego, felizmente para él y para nosotros, se dio cuenta de su error y nos dejó libros de otro tipo. Ahora parece que la novela es el género. Yo soy un escritor que ha logrado algún renombre, demasiado renombre, un inmerecido renombre por sus libros y, sin embargo, no he escrito ninguna novela y no pienso escribirla. La gente siempre me pregunta: "¿Cuándo va a escribir usted una novela?" Yo les digo que nunca, y les explico la razón, que es muy sencilla, y es que la novela, fuera de algunos ilustres ejemplos (no voy a enumerarlos) no me interesa profundamente, y en cambio el cuento y la poesía me han interesado siempre, desde que yo era niño.

Me dirán ustedes que yo he citado dos veces el Quijote, pero no sé hasta dónde el Quijote es una novela en el sentido actual de la palabra; es una sucesión de aventuras, más o menos parejas, que sirven para definir el carácter de los héroes; el orden puede invertirse. Podemos abrirla por cualquier página, sobre todo en la segunda parte, que me parece muy superior a la primera, y seguir leyendo. Ya conocemos a Don Quijote, ya conocemos a Sancho, ya conocemos a sus enemigos, lo demás no importa. Lo importante es el diálogo, que no siempre es un diálogo de palabras sino de silencios o de hechos y hasta de pequeñas hostilidades también, el diálogo de esos dos amigos, Don Quijote y Sancho; es decir, no sé hasta donde esta novela es una novela. Pero al hablar de la novela querría recordar a Joseph Conrad, para mí uno de los mayores novelistas, ahora injustamente olvidado. Se debe a que la fama de todo autor es un periodo, es una sucesión de claridades y de eclipses, de suerte que no importa que en este momento Conrad esté olvidado, y si es que está olvidado ya le llegará su turno. Pues bien, yo siempre fui lector de cuentos. Uno de los primeros libros que leí fue Las mil y una noches en la versión inglesa de Lang. Después he leído otras traducciones, que son más exactas, me dicen, digamos la de Burton, la de Rafael Cansinos Asséns, que quizá sea, literariamente, superior a las otras, pero he tenido siempre la impresión de que todas las versiones que he leído son traducciones de la de Lang, porque la de Lang, simplemente, fue la primera que leí, de modo que para mí la versión árabe (no conozco el árabe) tiene que ser una traducción más o menos buena de la traducción inglesa de Lang. Luego leí también los cuentos de Poe. Es curioso que ese escritor, que quiso ser escritor para pocos, que fue un hombre de genio extraordinario, sea ahora, sobre todo cuando uno empieza a leer, un autor para niños. Los niños leen los cuentos de Poe y sienten su horror. En cambio, un lector más maduro puede sentir que hay un exceso de pompa, de pompa fallida en su prosa, que las decoraciones, las bambalinas están un poco envejecidas. Ya "el negro cuervo sobre el blanco mármol'' no nos emociona, ya lo conocemos demasiado, ya sabemos que va a decirnos "never more": nunca más, y preferimos buscar nuevos poetas.

Pues bien, a lo largo de mi vida yo leía cuentos, y recuerdo en mi infancia el agradable horror de los primeros hombres en la luna. Cuando los hombres llegaron a la luna me sentí emocionado, lloré, pero me emocionaron más los dos personajes de Wells que habían llegado a la luna unos setenta y tantos años antes. Es verdad que no habían llegado, o mejor dicho: habían llegado del único modo verdadero, que es el de la imaginación, tan superior a los meros hechos, que son de suyo, como diría Lugones, efímeros. Pues bien, yo leía a Poe, leía The Jungle Book de Kipling. Eso no me gustaba tanto porque a mí me gustaban mucho los tigres, y el tigre de The Jungle Book no es precisamente el héroe de esa serie, sino la pantera Baghera; eso me molestaba un poco. Pero Kipling no tenía por qué adivinar mis preferencias, de suerte que yo leí las Mil y una noches, las nuevas Mil y una noches de Stevenson, que de algún modo se acerca al Hombre fantasma de Chesterton. También leí libros de un valor literario muy inferior, las novelas gauchescas de Eduardo Gutiérrez, Juan Moreira, Los hermanos Barrientos, Hormiga negra; una biografía de mi abuelo que él escribió, Siluetas militares, que he releído muchas veces y que he plagiado muchas veces también en verso; El tigre de Malasia, de Emilio Salgari. Eso de que el plagio es la forma más sincera de la admiración, creo que es cierto. Bueno, toda mi vida leía cuentos y leía también, como es natural, novelas, pero fui derrotado, estoy resuelto a deshonrarme literariamente ante ustedes. Fui derrotado por Madame Bovary. Nunca me interesó. Fui derrotado por la aburrida familia Karamazov. No me interesaron nunca. Pero seguía leyendo cuentos y creo que quizá los primeros que leí pudieron haber sido, después de los cuentos de Grimm, que sigo admirando, los cuentos de Kipling, que pueden haber sido los últimos que leo y releo sin penetrarlos del todo; hay en ellos siempre un trasfondo de misterio. Pues bien, yo era por aquellos años de 1920, tan lejos ahora, un joven poeta ultraísta, quería renovar la literatura, quería ser el Adán de la literatura, quería abolir toda la literatura anterior, sin comprender que el lenguaje mismo en que escribía ya es una tradición, porque un idioma es una tradición y los autores que influyen más en un escritor son los autores que no he leído nunca, los autores que han creado el lenguaje, los desconocidos autores de la Biblia, pero también autores mediocres, autores humildes, todos esos van impresionándonos, y además la vida, la vida que nos da continuamente belleza. Ayer recordé aquella frase de Cansinos Asséns: "Dios mío, ¡que no haya tanta belleza!" El sentía la belleza de todo y de todos los momentos. Yo escribía malos versos, escribía artículos, crítica, en una insufrible prosa arcaica. Y luego sucedió algo, ese algo ocurrió en 1929, puedo dar la fecha precisa. En 1929 murió un amigo mío, que yo no osé nunca llevar a mi casa, mi madre no lo hubiera admitido, don Nicolás Paredes, que fue caudillo del barrio de Palermo. Debía dos muertes. Esto lo supe por el comisario o por dos comisarios que me lo contaron, él no se jactaba nunca de ello. Además, él solía decir: "¿Quién no debía una muerte en mi tiempo?, hasta el más infeliz." Yo le vi desafiar a hombres más vigorosos que él, más jóvenes, vi los dos cuchillos sobre la mesa, vi el desafío y luego, cuando esperaba ver el duelo, el otro, el joven, el fuerte, se achicaba, pedía perdón. Entonces, Paredes simulaba tener miedo de él y me decía: "Caramba, este mozo por poco me mata''; me decía eso después de haberle provocado en duelo a muerte.

Bueno, podría contar muchos recuerdos de ese excelente amigo mío, de ese benévolo asesino que conocí, porque no era otra cosa; pero él murió, murió de muerte natural, cosa que no le hubiera gustado mucho, murió de una comilona, desgraciadamente, el año 1929. A él le gustaban las comilonas. Cuando alguno le preguntaba cómo le había ido en una comilona, decía: "Bueno, di cuenta de dos bifes, un pato asado y de nueve empanadas.'' Era un gastrónomo, además, a su modo. Cuando Paredes murió yo sentía la nostalgia de que Paredes había muerto, de que con él, como diría en una milonga mucho tiempo después, había desaparecido "Aquel Palermo perdido del baldío y del cuchillo". Y entonces pensé que un modo de hacer que muriera menos sería escribir un cuento tejiendo, entretejiendo las diversas anécdotas que él me había contado, y otras que me había contado un tío mío, que conoció ese tipo de vida, que había muerto también, entonces, en el Hotel Doré (ustedes ven que vuelvo siempre a ciertos lugares y a ciertos temas). Me senté a escribir un cuento que obtuvo una fama inmerecida y que se tituló al principio "Hombre de las orillas". Orillas quiere decir los arrabales, no necesariamente del mar sino también las orillas de la llanura, las orillas de la pampa, como dicen los literatos, ya que en el campo nadie conoce la palabra "pampa". Yo no he oído a ningún gaucho usar la palabra "pampa'', eso pertenece a la mitología urbana, tejida por hombres de letras de la ciudad.

Pues bien, yo inventé el argumento; me inspiraron los cuentos de Chesterton, los filmes de Joseph von Sternberg, el recuerdo de Stevenson y, sobre todo, la voz de Paredes, porque quizá la voz de un hombre sea más importante que lo que dice esa voz. Admiraba el uso que de ella hacía Paredes, esa mezcla de sorna y de cortesía, esa humildad exagerada, sobre todo cuando estaba a punto de provocar a alguien a un duelo. Yo quise escribir todo eso, y escribí un cuento que se llamaría después "Hombre de la esquina rosada". Me refería a las esquinas rosadas de los almacenes, a las esquinas rosadas o celestes de las tabernas, de los arrabales de entonces. Desgraciadamente, la gente suele citar mal el título "El hombre de la Casa Rosada", como si se tratara de una sátira al presidente de la República. Pero la verdad es que yo no pensaba entonces en sátiras, yo quería decir el "Hombre de la esquina rosada"; bueno, hombre de la esquina, de la esquina de las orillas, más concretamente yo pensaba en Paredes. Escribí ese cuento y traté de que no fuera real, quise hacer un cuento que fuera como los filmes de Joseph von Sternberg, como los cuentos de Chesterton, como algunos cuentos de Stevenson, quise hacer un cuento en el cual todo fuera escénico y todo fuera visual, en el cual todo sucediera de un modo vivo, es decir, una suerte de ballet más que de cuento. Cuando había escrito una frase, la releía y la releía con la voz de Paredes, y si notaba que alguna frase se parecía demasiado a mí, la borraba y la reemplazaba por otra, pero aun así el cuento quedó lleno de resaca literaria. Ése fue mi primer cuento: "Hombre de la esquina rosada", y lo firmé con el nombre de Bustos, un tatarabuelo mío, porque pensé que tenía derecho a ese nombre que estaba en la familia, y además Bustos y Borges comienzan con B y constan de seis letras. Lo publiqué con ese seudónimo porque pensé que yo era un poeta --yo me creía un poeta entonces-- que se había aventurado en el relato, que era un intruso que no tenía derecho a presentarme como autor de cuentos. Mis amigos me reconocieron inmediatamente a través del disfraz. Luego pensé otra vez en escribir cuentos, pero todavía titubeaba; entonces, escribí un libro que se titula, un poco pomposamente, un poco en broma, Historia universal de la infamia. Ese libro es una serie de biografías de criminales. Yo empiezo siempre por un personaje real, por un tema real, cada dos o tres páginas dejo de transcribir y empiezo a inventar. Sin saberlo, estaba abriéndome camino hasta ser un autor de cuentos, que es lo que soy esencialmente ahora, tanto que mis amigos me aconsejan que abandone la poesía y que vuelva a mi verdadero oficio, a mi verdadero destino, que es el de escribir cuentos. Y así he escrito, digamos, tres libros de cuentos, contando el que está por salir y al que le falta ya muy poco.

Ahora bien, estos libros son libros, en general, de cuentos fantásticos, pero esa fantasía no es una fantasía arbitraria sino necesaria. Voy a referirme a uno que quizás ustedes conozcan, que se titula "Funes el memorioso". Funes el memorioso es un compadrito oriental [uruguayo], un hombre de muy pocas luces que, por una caída de caballo, sufre un accidente terrible: se ve dotado de una memoria infinita. Recuerda no sólo la cara de cada persona que ha visto a lo largo de su vida, sino que recuerda, por ejemplo, que la vio de perfil, luego de medio perfil, luego de frente. Recuerda cómo caían las sombras, recuerda cada árbol que ha visto, la caída de cada hoja, tanto es así que la palabra árbol es demasiado abstracta para él, y quiere inventar un lenguaje infinito. Yo padecía de insomnio entonces, trataba de dormir. ¿Y qué es dormir? Dormir es olvidarse, por eso en buenos Aires, y quizás aquí también, digamos "recordarse" por "despertarse": "que me recuerden mañana temprano". La frase me parece admirable, "que me recuerden", porque cuando uno duerme, y esto lo he dicho en el último poema que he escrito, "El sueño", uno es nadie y luego cuando se despierta ya recuerda que uno es Fulano de Tal, y recuerda las circunstancias de esa vida, las obligaciones que el día impondrá, uno vuelve a dejar de ser "una suerte de Dios infinito", puede ser nada, viene a ser casi lo mismo, puede ser alguien, algo muy concreto, atado a un destino, atado a cierto pasado, atado a ciertas esperanzas, en general fallidas.

Bueno, yo trataba de olvidarme de mí mismo para dormir, pero seguía pensando en mí mismo, acostado, pensaba minuciosamente en mi cuerpo, en los libros, en los muebles, en la habitación, en el patio, en la quinta, en las estatuas de la quinta, en la verja, en las casas vecinas, yo estaba como abrumado por el universo y pensaba también en los astros. Iba más lejos, luego en la ciudad de Buenos Aires, pensaba en las ilustraciones de los libros, no podía olvidarme, y entonces imaginé ese personaje dotado de una memoria infinita, ese personaje que es una metáfora del insomnio, "Funes el memorioso". Yo lo escribí, no sé si bien o mal, pero con un buen resultado curativo, terapéutico, con el resultado de que después de escribir ese cuento deje de sufrir insomnio. El insomnio fue desapareciendo paulatinamente. Ahora vuelvo a sufrir el insomnio, pero no ese insomnio incurable que sufrí entonces. Me figuraba que había un reloj que medía las horas de mi insomnio, un reloj infernal que sigo odiando todavía, aunque ya no existe, que daba la hora, el cuarto de hora, la media hora, el menos cuarto y, después, la otra hora, de modo que yo no podía engañarme diciendo que había dormido, porque ahí estaba el reloj que mostraba inexorablemente lo contrario.

Ese cuento, "Funes el memorioso", puede parecer un cuento fantástico, pero es una metáfora, es mi verdadero insomnio, el que sentí. Luego, el otro tema que vuelve en mi obra es el tema del laberinto. Vuelve demasiado, según han insinuado todos mis críticos, con razón. Con éste pude liberarme de un recuerdo de infancia, un libro sobre la antigüedad helénica con un grabado de acero. Estoy viéndolo ahora. Representa las Siete Maravillas del Mundo, y una de ellas es el laberinto de Creta, que tiene una forma circular y unas rendijas; y yo pensaba, con ayuda de un vidrio de aumento, que yo podía ver el Minotauro que está dentro. Felizmente no logré verlo nunca, aunque pensé mucho en él.

El laberinto es el símbolo viviente de la perplejidad y por eso lo he elegido, porque de las muchas emociones que el hombre siente, la más frecuente en mí es la perplejidad, la maravilla, el asombro, no siempre el maravilloso asombro de Chesterton. Dice Chesterton que "si el sol sale cada mañana es porque Dios es como un niño: el sol sale, Dios se encanta, palmotea y dice: ¡otra vez!" El sol sale cada día por última vez, es algo que seguirá saliendo así infinitamente, y seguirá saliendo infinitamente porque —dice Chesterton— no somos tan jóvenes como nuestro Padre. Nosotros nos cansamos de la puesta de sol, de la salida del sol, de las cuatro estaciones y de las épocas de la vida del hombre, pero Él no, Él es joven y está eternamente asombrado y quiere que todo se repita.

Y aquí hay una anécdota que refiere Mark Twain: los chicos persiguen a la madre y le piden que les cuente el cuento de Los Tres Osos. La madre dice que está muy ocupada y que no puede contarles el cuento. Los chicos vuelven a la carga: "Mamá, cuéntanos el cuento de Los Tres Osos." La madre se niega, la escena se repite un número indefinido de veces, y al final uno de los chicos le dice: "Mamá, vamos a contarte el cuento de Los Tres Osos..." Es decir, hay un placer, así, en la expectativa, podrá ser el placer de la rima también ¿no?, el placer de la simetría, el placer de que en este caos haya formas regulares.

He hablado de la génesis de ese cuento, y luego hay otra idea, otra superstición que me ha acompañado también a lo largo de los libros que he escrito: la idea de que el coraje de un hombre, la destreza de un hombre, se pasa de algún modo al arma que usa, es decir, que el arma queda llena del coraje de ese hombre. Esta mañana tuve el placer, tuve la emoción que llegó hasta el llanto, de oír, en ese generoso homenaje de la Televisión Española, que se recitó un verso mío en el que me acordé de Muraña, que fue guardaespaldas de Paredes, y digo: "Algo de Muraña / ese cuchillo de Palermo..." Tengo un cuento titulado "Juan Muraña", en que lo identifico a él en el cuchillo. Muraña (yo le conocía de vista) ha muerto en el cuento. Queda su viuda, queda su mujer, van a rematarles la casita, la modesta casita en que viven, y ella dice: "No, Juan va a ayudarme, Juan no va a dejar que el gringo nos haga esto." El gringo es el dueño de la casa, un italiano que vive en el otro extremo de la ciudad, en Barracas, o sea que el cuento es en Palermo; y luego lo apuñalan al gringo y al final se descubre, ya lo habrán adivinado ustedes, que la vieja, medio loca, lo ha hecho. Ha salido una noche, Muraña una vez más atravesó toda la ciudad para apuñalar a un enemigo, y ella ha repetido ese trayecto y lo ha matado. ¿Cómo lo ha matado? No con la flaqueza, no con la fuerza de sus flacas manos viejas, sino con la fuerza que estaba en el cuchillo, y ella al hablar de Juan quería decir "cuchillo'', porque lo había identificado con el cuchillo, con ese cuchillo que guardaba tantas muertes, y que después de la muerte de la mano que lo usó fue capaz de una muerte más. Esa idea de las armas que pelean solas está en otro cuento, que se titula, creo, "El encuentro". Ahí la historia es un poco distinta. Se trata de dos cuchilleros, uno del Norte de Buenos Aires, otro del Oeste o del Sur. Esos dos hombres tienen nombres parecidos y los confunden, y eso les molesta. Uno se llama Almara y otro Almeira, o más parecidos quizá, no recuerdo los detalles. Esos dos hombres se han buscado a lo largo de los caminos, de los caminos polvorientos, de las monótonas llanuras que los literatos llaman la pampa, para pelearse. Y han muerto. Uno de muerte natural, al otro le mató un balazo, un balazo disparado por alguien que no era el hombre que él buscaba. Luego, en el cuento hay alguien que colecciona armas, y dos jóvenes, dos jóvenes grandes, dos "niños bien", dos "niños góticos", creo que decían aquí antes, de Buenos Aires. Se desafían a duelo y las únicas armas que hay en la casa son esos viejos cuchillos rústicos, cada uno de los cuales debe muertes, y a uno le toca el cuchillo de uno de los gauchos muertos y al otro el otro, y cuando empiezan a pelear no saben cómo hacerlo, ni siquiera saben que el cuchillo debe apuntarse hacia arriba, pero poco a poco ocurre algo que no se dice del todo, que se sugiere al fin, y es que los cuchillos son los que pelean, y el más valiente muere a manos del más cobarde, porque el más cobarde tenía el cuchillo que era del más valiente. Es la misma idea, una variante de la misma idea.

Puedo recordar otro cuento mío, "El Aleph". Yo había leído en los teólogos que la eternidad no es la suma del ayer, del hoy y del mañana, sino un instante, un instante infinito, en el cual se congregan todos nuestros ayeres como dice Shakespeare en Macbeth, todo el presente y todo el incalculable porvenir o los porvenires. Yo me dije: si alguien ha imaginado prodigiosamente ese instante que abarca y cifra la suma del tiempo, ¿por qué no hacer lo mismo con esa modesta categoría que es el espacio? Y entonces imaginé que en esa casa había un sótano, y en ese sótano un pequeño objeto luminoso, mínimo, circular... tenía que ser circular para ser todo. El anillo es la forma de la eternidad, que abarca todo el espacio, y al abarcar todo el espacio abarca también el pequeño espacio que ocupa, y así en "El Aleph" hay un "Aleph" —porque esa palabra hebrea quiere decir círculo—, y en ese Aleph otro Aleph, y así infinitamente pequeño, esa infinitud de lo pequeño que asustaba tanto a Pascal. Bueno, yo simplemente apliqué esa idea de la eternidad al espacio. Inventé la historia del Aleph, le agregué detalles personales, por ejemplo, una mujer que yo quise mucho, y que no me quiso nunca y que murió. Le di un hermoso nombre, la llamé Beatriz Viterbo. Cambié un poco las circunstancias, y aquí hay un pequeño hecho sobre el que yo querría llamar la atención de ustedes, y es que si uno no cambia ligeramente las cosas uno se siente insatisfecho. Por ejemplo, si algo ocurre en algún barrio y uno lo escribe, es mejor cambiarlo a otro barrio que no sea demasiado distinto, los nombres de los personajes ya se saben, las circunstancias también. Uno está obligado a esas pequeñas invenciones para no ser un mero historiador, un mero registrador de hechos ocurridos, salvo que los grandes historiadores son grandes novelistas. Dijo Stevenson que los problemas, las dificultades de Tácito o de Tito Livio al escribir su historia, fueron del mismo género que las dificultades de un novelista o cuentista. Contar hechos reales ofrece las mismas dificultades que contar hechos imaginarios, a la larga no podemos distinguir entre ellos.

He hablado un poco al azar de mis cuentos. Hay otros cuentos cuyas circunstancias no recuerdo, y les propongo algo, no sé si habrá tiempo o no sé si ustedes tienen ánimo para hacerlo, les propondría a ustedes que dejáramos este tedioso rito de una conferencia, de un orador, y conversáramos, es decir, si alguno de ustedes quiere preguntarme algo, yo me sentiría muy contento en pasar de la conferencia, que es un género artificial, al diálogo, que es un género natural. Estoy esperando alguna pregunta de ustedes y pido que no sean tímidos, porque a tímido nadie me gana. Empiece el Juicio Final, empiece el Catecismo, la Inquisición.

En la edición del 16 de junio de 1996 de La Jornada Semanal, de México.
Foto: Borges dictando una conferencia en la Biblioteca Nacional en
Encuesta a la literatura argentina contemporánea
Buenos Aires, CEAL 1982


31/12/15

Adolfo Bioy Casares: "Borges" [Los 31 de diciembre 1953-1983]







Jueves, 31 de diciembre de 1953. Comemos rápidamente en casa. Después, con Alberto Blaquier y Miguel Casares, vamos a buscar a Emita y a Borges. Con éstos partimos a El Rincón, la estancia de Julia Bullrich. Allí brindamos con champagne a las doce.
Llegamos de vuelta a casa a las seis de la mañana. Con Borges tenemos guilty conscience. BORGES: «La gente antes sentía que la alborada era feliz y el crepúsculo triste. Hoy sostenemos lo contrario.

¡Oh noche amable más que la alborada!1

no tenía que ser demasiado amable». BIOY: «Para mí el amanecer en el campo es feliz, en medio de toda la naturaleza; en la ciudad, melancólico. Y es distinto el amanecer en que uno se levanta del amanecer en que uno se acuesta». Me dice que después de cierta hora él está muy desgraciado, ve todo como desde lejos, se halla entre la gente como un objeto, como un botín. Comenta: «Es sospechoso que la música popular guste a todo el mundo. Tal vez no haya diferencia entre la gente. Tal vez todos sean chacareros disfrazados». Las casas de la avenida Alvear parecían refulgir con luz propia.

1. Juan de la Cruz (San), «Noche oscura del alma»


Lunes, 31 de diciembre de 1956. Voy a casa de Borges. Llevo un paquete de té de La Marquise de Sévigné y, de parte de Silvina, una corbata. Después de un brindis con champagne y un turrón compartido, conversamos unos minutos en el balcón, mirando esporádicos fuegos artificiales; están la madre, Norah, Luis y Miguel. Me entero de que Ghiano obtuvo el Premio Nacional de Crítica.
Refiere Borges: «Anoche, en casa de Elvira [de Alvear] se hablaba de política. La Rubia Daly Nelson, furiosa, va al antecomedor y le dice a la mucama: "Verá el susto que se van a llevar cuando venga Perón disfrazado". La mucama contesta: "Usted está loca, niña". El énfasis parece puesto en disfrazado. Además, ¿por qué traería disfraz si viniera como vencedor? Como razonamiento lógico quizá tenga muchos errores. Otra buena frase de la Rubia, pero no tan buena como la de Perón disfrazado, porque las mejores no están hechas para ser graciosas, es: "Pobre niño lisiado, parece un Esopo"».
Elvira le dice a Borges que una noche tienen que ir a comer a un restaurant de enfrente, «que se llama El Asturiano Invisible... o Invencible».
Después resulta que el restaurant se llamaba de otra manera y que lo cerraron hacia 1924.


Martes, 31 de diciembre de 1957. Borges anuncia que vendrá a brindar con nosotros a las doce menos cuarto; llama poco después de las doce, desde lo de Elvira: «Estoy tied up. Un abrazo. Los extraño mucho».


Sábado, 31 de diciembre de 1960. Come en casa Borges. Brindamos con champagne. Después de comer, Borges y yo vamos a la ventana de la sala de Silvina, hasta que sean las doce. BORGES: «Esperamos algo que no sabemos bien en qué consiste». Miro los árboles y los senderos de la plaza, la estatua de Alvear y pienso en la máquina del tiempo de Wells y en que todos somos unas máquinas del tiempo de vuelo de ave de corral. «Qué raro —comenta Borges— que en tantos años como viví no hubiera un momento en que yo haya estado más adelante en el futuro que ahora.»


Lunes, 31 de diciembre de 1962. A las seis de la tarde corro a La Nación. Allí cerraron las puertas y nadie sabe que hay reunión del jurado. Después de una media hora larga con Leónidas llamo a Drago. «Los demás —opino—, no tendrán mi determinación y partirán.» Resolvemos, entre poesía y teatro, que el año próximo el premio sea para la poesía. Cuando nos retiramos llega Mallea; no objeta.
Comemos, en el cuarto de Marta, con un calor espantoso, cuatro personas, el grupo que va quedando (el grupo de cada persona va disminuyendo y cambiando a lo largo de la vida): Silvina, Marta, Borges y yo. Después de comer, leyendo L'Immortel, cabeceo y sueño. Después, Borges y yo esperamos el año junto a una ventana.
BORGES: «En los libros no hay que ponderar mucho a los admirables cuadros, esculturas o monumentos que pinta o esculpe el héroe: los lectores descubren que son mamarrachos».
Hablamos de correctores de pocas luces. Recuerda: «Fernández Moreno explicaba que La ciudad junto al río inmóvil estaba mal; la ciudad es inmóvil y el río fluye. Tal vez la confusión de Fernández Moreno fuera intencionada... En la SADE, alguien, probablemente Ratti, corrigió un curriculum vitae que decía: Matilde Pérez Pieroni, pieronista, y escribió peronista, explicando: "De Perón, peronista. Yo he observado que hay unas unidades básicas de la rama femenina del partido peronista, y no pieronista", ad nauseam. Qué diferencia con el que corrigió la frase "A veces uno se siente acompañado en el desierto y solo en la ciudad" de la siguiente manera: "A veces uno se siente solo en el desierto y acompañado en la ciudad". Este corrector debió de ser un hombre lúcido, cansado de tonterías. Hasta el siglo XVIII todos hubieran corregido así, ingenuamente; la otra lección ¿Aristóteles la hubiera entendido?»


Martes, 31 de diciembre de 1963. Por la mañana me habla la madre de Borges, nerviosa y preocupada por el estado de ánimo de su hijo: «Cuando no ve a esta chica, está bien, pero apenas la ve se pone hecho un loco. Ella le manda regalos: baratijas, cosas horribles, porque no tiene gusto. Dice que es distinguida: distinguida no es, basta verla. Su casa parece la casa de la modista. Me parece bien que se case, pero con alguien como él. Le dije que vea a gente como él, que deje tranquilas a esas chiquillas. Te quería preguntar si no te parece bien que le hable a esta mujer y le pida que no lo vea, que lo deje tranquilo». BIOY: «No, señora. Va a llegar a saberlo y se va a enojar con usted. A usted la necesita». LA SEÑORA: «Es lo que no sabe la gente. Una mujer que se case con él tiene que ser muy abnegada. Ocuparse de todo: de vestirlo, de lavarlo. La gente no sabe hasta qué punto es ciego. Estaba muy irritable. Agresivo, hostil. Se me acercaba y me decía cosas terribles. Ahora, esas pastillas le han hecho mucho bien. "Vos estás mucho mejor —le digo—, ya que puedo hablarte de estas cosas." Escucha y se ríe».
Desde hace mucho tiempo, pasamos todos los fines de año con Borges y Silvina. Esta noche escribimos; somnolientos, progresamos todavía hasta la una.
BORGES: «Si el amor no sirve para la felicidad, nunca debe ser fuente de desdicha».


Jueves, 31 de diciembre de 1964. Cuando entro en la librería Rodríguez (Galerías Pacífico) oigo una voz familiar. Es Borges, en lo que me parece una típica conversación con persona de otro nivel: el discurso tiene algo de perorata, de botarateo, con conciencia aquí y allá por el escaso seso del que oye, con evidente frais; pronto todo eso se pone más alarmante. Borges recita en anglosajón y yo tristemente me pregunto: ¿Será la vejez que llega, con las manías (previsibles, repetidas, majaderas), las rarezas? Borges, convertido en viejo profesor idiosincrático. Ya se sabe: no tiene nada que hacer. Sus visitas son temidas. Habla y habla... Inofensivo, pero... Esperemos que no hayamos alcanzado esa época. Entro, corto la perorata; me pide que lo acompañe hasta Witcomb, donde verá a Keins. Lo dejo ahí y corro a mis diligencias matutinas. Vuelvo. Están departiendo. Conversamos un poco. Borges dice en broma: «Bioy está interesado en una editio princeps de las Empresas de Saavedra Fajardo». «Ésta no es la primera, pero tiene lindas ilustraciones», contesta Keins, rápidamente convertido en comerciante. «¿Cuánto cuesta?», pregunta Borges. «Siete mil», contesta Keins. Borges echa a la broma las cosas —«¿Siete mil qué? Maravedíes, farthings, perras gordas, etcétera»— y Keins vuelve a ser un intelectual. Me habla de un artículo, publicado en Alemania, donde se ocupa de mí (y de otros) y también conversamos sobre Alemania. Con Borges, en lenta caminata, entorpecida por etimologías (Polca viene de polaca, etc.), vamos hasta Maipú y Charcas. Ahí lo dejo.
Por la noche, come en casa. Escribimos el cuento de los sabores. BORGES: «Pasaremos el año escribiendo». «Ojalá», digo.


Martes, 31 de diciembre de 1968. Trabajo con Borges y Di Giovanni, hasta la madrugada, en traducciones de Crónicas. Borges expresa su fe en que él y yo empezaremos ahora una nueva época de nuestra vida literaria: la de nuestras mejores creaciones.
Cada semana, Di Giovanni manda tres colaboraciones (de Borges, que él traduce) al New Yorker. BIOY: «Va a cansarlos». DI GIOVANNI: «Qué más quieren. ¿Usted no cree que Borges...?» BIOY: «No se trata de eso. Van a cansarse de la frecuencia. Cada vez que reciben correspondencia hay un grueso sobre suyo. Estarán preguntándose en broma: "¿A qué no sabes de quién recibí hoy un sobre? De Di Giovanni"». DI GIOVANNI: «Usted no conoce al New Yorker. Además lo necesito para vivir». BIOY: «Eso no es asunto de ellos. Usted va a matar la gallina de los huevos de oro». DI GIOVANNI: «All right. Mañana empiezo a traducir a Bioy Casares, a Silvina Ocampo, a Mallea, así no los canso con Borges». BIOY (en broma): «Usted convierte mi consejo en una bajeza. Tal vez en general tenga razón; pero no en cuanto al New Yorker, los conozco mejor que usted. Le elegí tres cuentos de Crónicas que no trataban de excentricidades literarias. Usted no me hizo caso y tradujo "Paladión". Mandó "Paladión" y se disponía a mandar "Bonavena". Le dije: "No. Van a considerarnos pourris de littératuré". Usted no creyó en mi consejo, pero lo aceptó. Menos mal, porque al día siguiente recibió de vuelta "Paladión", con la explicación de que era demasiado literario, una broma para literatos, tediosa para el público general ». En toda esta discusión, Borges estaba de acuerdo conmigo.


Miércoles, 31 de diciembre de 1969. A las diez, después de la comida, vienen Borges y Elsa. Hablo del cuento que vendí a Atlántida. BORGES (con la cara torcida por el disgusto): «No puedo aceptar dinero de una revista que se metió con mi madre, con mi mujer y conmigo». Después, a solas, me dice: «No voy a hacer escándalo. Que ellos crean que me pagaron no me importa. Entre yo y Dios, if any, tiene que saberse que no recibí el dinero. Así que cobralo y hacé lo que quieras. Decile a Elsa que no te pagaron». La única salida que se me ocurre es dar ese dinero a La Nación, para que lo donen al Ejército de Salvación, de parte de H. Bustos Domecq, y escribirle una carta a Borges, explicándole todo, diciéndole que no creía que estuviera ofendido, porque una ofensa así a mí no me llega. Además, ¿ofenderse con Atlántida, con el Correo? Brindamos con champagne Arizu, que ellos nos regalaron. También está con nosotros Ricardo, el hijo de Elsa. Elsa anuncia: «Mañana es el cumpleaños de un hermano mío, que murió». BORGES (a mí): «Una información útil».


Jueves, 31 de diciembre de 1970. Comen en casa Borges y Cristina Alstone. BORGES: «En ese nombre hay un error. Stone no es piedra. Es tune, town, como en Paddington. Alstone ha de ser Old Town». Dice que Borges es burgués: «Siempre insistí en no ser un escritor comprometido. ¿Por qué hay que estar comprometido en una sola dirección? De ahora en adelante yo estaré comprometido en defensa de la burguesía». Comemos, tardísimo, un prodigioso pavo, con purés de arvejas y de batata. Con Borges dormitamos un rato, versificando en español las brujas de Macbeth.


Viernes, 31 de diciembre de 1971. Sobre 1971. Con Borges empezamos, en Buenos Aires y en Pardo, la traducción, en endecasílabos sin rima, de Macbeth; la abandonamos. Escribimos tres cuentos de Bustos Domecq: «Más allá del bien y del mal», sobre una idea mía; «El enemigo n°1 de la censura», sobre una idea mía; la historia de un amor del Baulito Pérez, a la que falta el título, sobre una idea de Borges, modificada por mí. Borges ha mejorado, pero está viejo (otro trabajo cumplido: con él y con Hugo escribimos el film Los otros y lo tradujimos al francés). Otro hecho, de algún modo vinculado con las letras y casi increíble: inicié el primer pleito de mi vida. Por medio de una abogada recomendada por Elvira Orphée, inicié juicio a la editorial Rueda (en nombre también de Borges, por Cuentos breves y extraordinarios). A Sur le retiré los derechos de gerencia de Seis problemas y del Libro del cielo y del infierno.


Domingo, 31 de diciembre de 1972. Hablo con la madre de Borges. Está mejor. Leo a Borges, de un Sunday Times del 26 de noviembre, un limmerick de Swinburne, escrito como prosa: «Literary critics will hardly care to remember or to register the fact that there was a bad poet named Clough, whom his friends found useless to puff; for the public, if dull, has not such skull as belongs to believers in Clough».1 BORGES: «Sin embargo, [Clough] no era mal poeta ». Cita de él esta frase sobre Roma:

Rubbishy seems the word that most exactly suits it.2

Silvina se enoja por la herejía. A mí la observación de Clough me parece justa y recuerdo la frase de Oscar Pardo, de vuelta de su viaje por Italia: «¿No dijo Oscar que el estado de las ruinas le pareció francamente ruinoso?»3
También cita Borges una conversación entre peones de maestranza en la Biblioteca, recogida por Miguel de Torre en un asado de fin de año: UNO: «Tengo almorranas». OTRO (amistoso): «Hacételas empujar».

1. [Los críticos literarios difícilmente se molestarán en recordar o registrar la existencia de un mal poeta llamado Clough, a quien sus amigos encontraban inútil promover; porque el público, aunque estúpido, no tiene sesera semejante a la de los partidarios de Clough.] El mismo es citado, como «a contemptuous rhyme», por Chesterton [Robert Browning (1903), III], con variantes: «There was a bad poet named Clough./ Whom his friends all united to puff./ But the public, though dull, / Has not quite such a skull/ As belongs to believers in Clough». Bioy había leído el libro en marzo de 1942.
2. [Cubierta de ruinosa basura parece ser la definición que mejor le conviene.] Amours de Voyage (1849), I,v. 9.
3. Cf. BIOY, «Confidencias de un lobo» (1967).


Martes, 31 de diciembre de 1974. Busco a Borges, que sigue lumbagado. «Heredé tu león» —me dice, aludiendo al de Lugones, al que «un sordo lumbago lo amilana»—. Llegamos a casa, en el coche. Él habla. Le digo: «Esperá un momento, tengo que abrir las puertas del garaje». Me bajo. Cuando vuelvo está hablando. Dice: «Las Grondona están en una situación falsa: son millonarias, pero no tienen un peso; gente bien, pero de segunda; escritoras, pero quién las toma en serio (amén de que necesitan que les corrijan los textos antes de publicarlos); y por merecer, pero viejas». Comenta también: «Una personalidad tenue que está imponiéndose es la de Juan L. Ortiz. No pasa un día sin que me lo nombren. Yo creo que ya es inexpugnable. Si escribís versos en líneas muy cortas, de estilo alusivo y delicado (aunque personalmente uno sea tan grosero y bruto como Molinari) y si te afiliás al partido comunista, entonces no te sacan ni a patadas. Yo creí que el poeta de Gualeguay era Mastronardi, pero ahora parece que es este Ortiz».
Comemos y, a las once y media, en la penumbra del hall, Marta se duerme en su silla, después Silvina, mientras Borges perora. De pronto me pasa algo extraño, no sé dónde estoy. Despierto porque Silvina conduce a Borges al baño. La mucama llega llorosa porque es año nuevo. Borges explica su lumbago: «Si me levanto me duele». «No se levante», le dice, cortés e incomprensivamente la mujer.


Viernes, 31 de diciembre de 1976. Come en casa Borges. Hay que esperar el año nuevo: Silvina se duerme, yo me duermo. Borges habla de la crítica de Shakespeare; yo contribuyo con las palabras Don Braulio. Temo que Borges descubra que estoy durmiendo y trato de justificar a ese don Braulio entre Pope y Johnson.
BORGES: «Parece que las mujeres llegaron a Ibsen. Ahora guardan para ellas lo que ganan. Está bien. De modo que rufianes, gigolós, etcétera, hoy no son más que personajes de la literatura. En la vida no están. Qué raro: la literatura siempre está atrasada».


Sábado, 31 de diciembre de 1977. Come en casa Borges. Le digo que hoy leí en La Nación su prólogo a los dibujos de Norah 1, convencido de que era un capítulo de un libro de recuerdos. «Eso no es escribir», responde.

1. Norah [Milano, Il Polifilo, 1977]


Domingo, 31 de diciembre de 1978. Comen en casa Borges, Roberto Gerosa y Daniel Tinayre (h.). Borges está algo tembloroso, sin equilibrio. Escribimos la nota para anteponer a Los placeres del opio en la Suma de De Quincey. Leído hoy, el texto de De Quincey sugiere un escandaloso alegato en favor del opio; cuando yo lo leí por primera vez, en el treinta y tantos, me pareció expresión de opiniones de un hombre que todavía no estaba compenetrado de los perjuicios que traía su consumo. En aquellos años había gente que se drogaba (morfinómanos, les decíamos), pero nuestra sensibilidad para el asunto no estaba tan agudizada como ahora.
Borges opina que The End of the Tether es un magnífico relato y pregunta si un ciego podría, como el capitán de este relato de Conrad, disimular durante varios días su ceguera. Conrad habla de las tinieblas del ciego: Borges dice que para él nunca hay tinieblas; que extraña la oscuridad; el mundo para él siempre es azulado o si no de un color amarillento o naranja. Que lamenta no haberle preguntado a otro ciego si ellos están como él en un mundo azulado o amarillento: «Nunca le pregunté esto a mi abuela; tampoco a mi padre». BIOY: «¿Por qué lado te viene la ceguera?» BORGES: «Por los Haslam: mi bisabuelo Haslam, mi abuela Haslam, mi padre».


Sábado, 31 de diciembre de 1983. Me entero de que Borges volvió hoy de los Estados Unidos.



En Bioy Casares, Adolfo: Borges 
Barcelona: Ediciones Destino ("Imago Mundi"), 2006

Foto: Adolfo Bioy Casares con Jorge Luis Borges en Buenos Aires (1982) 
Fuente: Adolfo Bioy Casares: Una poética de la pasión narrativa
Buenos Aires, Anthropos, n.º 127, diciembre de 1991, p. 32 Vía


Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...