21/12/14

Jorge Luis Borges: El puñal (bilingüe)









A Margarita Bunge


En un cajón hay un puñal.

Fue forjado en Toledo, a fines del siglo pasado; Luis Melián Lafinur se lo dio a mi padre, que lo trajo del Uruguay; Evaristo Carriego lo tuvo alguna vez en la mano.

Quienes lo ven tienen que jugar un rato con él; se advierte que hace mucho que lo buscaban; la mano se apresura a apretar la empuñadura que la espera; la hoja obediente y poderosa juega con precisión en la vaina.

Otra cosa quiere el puñal.

Es más que una estructura hecha de metales; los hombres lo pensaron y lo formaron para un fin muy preciso; es, de algún modo, eterno, el puñal que anoche mató a un hombre en Tacuarembó y los puñales que mataron a César. Quiere matar, quiere derramar brusca sangre.

En un cajón del escritorio, entre borradores y cartas, interminablemente sueña el puñal su sencillo sueño de tigre, y la mano se anima cuando lo rige porque el metal se anima, el metal que presiente en cada contacto al homicida para quien lo crearon los hombres.

A veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fe, tan impasible o inocente soberbia, y los años pasan, inútiles.



The Dagger
To Margarita Bunge 


A dagger rests in a drawer.

It was forged in Toledo at the end of the last century. Luis Melián Lafinur gave it to my father, who brought it from Uruguay. Evaristo Carriego once held it in his hand.

Whoever lays eyes on it has to pick up the dagger and toy with it, as if he had always been on the lookout for it. The hand is quick to grip the waiting hilt, and the powerful obeying blade slides in and out of the sheath with a click.

This is not what the dagger wants.

It is more than a structure of metal; men conceived it and shaped it with a single end in mind. It is, in some eternal way, the dagger that last night knifed a man in Tacuarembó and the daggers that rained on Caesar. It wants to kill, it wants to shed sudden blood.

In a drawer of my writing table, among draft pages and old letters, the dagger dreams over and over its simple tiger’s dream. On wielding it the hand comes alive because the metal comes alive, sensing itself, each time handled, in touch with the killer for whom it was forged.

At times I am sorry for it. Such power and single- mindedness, so impassive or innocent its pride, and the years slip by, unheeding.



En Evaristo Carriego 
Buenos Aires, 1930



Margarita Bunge de Bunge Campos Urquiza,
a quien JLB dedica el poema, en publicidad gráfica de Cremas Ponds
Cover versión inglesa


























Versión en inglés: Translated with Introduction and Notes
© 1982, 1984 by Norman Thomas di Giovanni with the assistance of Susan Ashe
E. P. Dutton, Inc. New York 




20/12/14

Jorge Luis Borges: La forma de la espada







a E. H. M.

Le cruzaba la cara una cicatriz rencorosa: un arco ceniciento y casi perfecto que de un lado ajaba la sien y del otro el pómulo. Su nombre verdadero no importa; todos en Tacuarembó le decían el Inglés de La Colorada. El dueño de esos campos, Cardoso, no quería vender; he oído que el Inglés recurrió a un imprevisible argumento: le confió la historia secreta de la cicatriz. El Inglés venía de la frontera, de Río Grande del Sur; no faltó quien dijera que en el Brasil había sido contrabandista. Los campos estaban empastados; las aguadas, amargas; el Inglés, para corregir esas deficiencias, trabajó a la par de sus peones. Dicen que era severo hasta la crueldad, pero escrupulosamente justo.
Dicen también que era bebedor: un par de veces al año se encerraba en el cuarto del mirador y emergía a los dos o tres días como de una batalla o de un vértigo, pálido, trémulo, azorado y tan autoritario como antes. Recuerdo los ojos glaciales, la enérgica flacura, el bigote gris. No se daba con nadie; es verdad que su español era rudimental, abrasilerado. Fuera de alguna carta comercial o de algún folleto, no recibía correspondencia.
La última vez que recorrí los departamentos del Norte, una crecida del arroyo Caraguatá me obligó a hacer noche en La Colorada. A los pocos minutos creí notar que mi aparición era inoportuna; procuré congraciarme con el Inglés; acudí a la menos perspicaz de las pasiones: el patriotismo. Dije que era invencible un país con el espíritu de Inglaterra. Mi interlocutor asintió, pero agregó con una sonrisa que él no era inglés. Era irlandés, de Dungarvan. Dicho esto se detuvo, como si hubiera revelado un secreto.
Salimos, después de comer, a mirar el cielo. Había escampado, pero detrás de las cuchillas del Sur, agrietado y rayado de relámpagos, urdía otra tormenta. En el desmantelado comedor, el peón que había servido la cena trajo una botella de ron.
Bebimos largamente, en silencio.
No sé qué hora sería cuando advertí que yo estaba borracho; no sé qué inspiración o qué exultación o qué tedio me hizo mentar la cicatriz. La cara del Inglés se demudó; durante unos segundos pensé que me iba a expulsar de la casa. Al fin me dijo con su voz habitual:
—Le contaré la historia de mi herida bajo una condición: la de no mitigar ningún oprobio, ninguna circunstancia de infamia.
Asentí. Esta es la historia que contó, alternando el inglés con el español, y aun con el portugués:
"Hacia 1922, en una de las ciudades de Connaught, yo era uno de los muchos que conspiraban por la independencia de Irlanda. De mis compañeros, algunos sobreviven dedicados a tareas pacíficas; otros, paradójicamente, se baten en los mares o en el desierto, bajo los colores ingleses; otro, el que más valía, murió en el patio de un cuartel, en el alba, fusilado por hombres llenos de sueño; otros (no los más desdichados) dieron con su destino en las anónimas y casi secretas batallas de la guerra civil. Éramos republicanos, católicos; éramos, lo sospecho, románticos. Irlanda no sólo era para nosotros el porvenir utópico y el intolerable presente; era una amarga y cariñosa mitología, era las torres circulares y las ciénagas rojas, era el repudio de Parnell y las enormes epopeyas que cantan el robo de toros que en otra encarnación fueron héroes y en otras peces y montañas... En un atardecer que no olvidaré, nos llegó un afiliado de Munster: un tal John Vincent Moon.
Tenía escasamente veinte años. Era flaco y fofo a la vez; daba la incómoda impresión de ser invertebrado. Había cursado con fervor y con vanidad casi todas las páginas de no sé qué manual comunista; el materialismo dialéctico le servía para cegar cualquier discusión. Las razones que puede tener un hombre para abominar de otro o para quererlo son infinitas: Moon reducía la historia universal a un sórdido conflicto económico.
Afirmaba que la revolución está predestinada a triunfar. Yo le dije que a un gentleman sólo pueden interesarle causas perdidas... Ya era de noche; seguimos disintiendo en el corredor, en las escaleras, luego en las vagas calles. Los juicios emitidos por Moon me impresionaron menos que su inapelable tono apodíctico. El nuevo camarada no discutía: dictaminaba con desdén y con cierta cólera.
Cuando arribamos a las últimas casas, un brusco tiroteo nos aturdió. (Antes o después, orillamos el ciego paredón de una fábrica o de un cuartel.) Nos internamos en una calle de tierra; un soldado, enorme en el resplandor, surgió de una cabaña incendiada. A gritos nos mandó que nos detuviéramos. Yo apresuré mis pasos, mi camarada no me siguió. Me di vuelta: John Vincent Moon estaba inmóvil, fascinado y como eternizado por el terror. Entonces yo volví, derribé de un golpe al soldado, sacudía Vincent Moon, lo insulté y le ordené que me siguiera. Tuve que tomarlo del brazo; la pasión del miedo lo invalidaba. Huimos, entre la noche agujereada de incendios. Una descarga de fusilería nos buscó; una bala rozó el hombro derecho de Moon; éste, mientras huíamos entre pinos, prorrumpió en un débil sollozo.
En aquel otoño de 1922 yo me había guarecido en la quinta del general Berkeley. Éste (a quien yo jamás había visto) desempeñaba entonces no sé qué cargo administrativo en Bengala; el edificio tenía menos de un siglo, pero era desmedrado y opaco y abundaba en perplejos corredores y en vanas antecámaras. El museo y la enorme biblioteca usurpaban la planta baja: libros controversiales e incompatibles que de algún modo son la historia del siglo XIX; cimitarras de Nishapur, en cuyos detenidos arcos de círculo parecían perdurar el viento y la violencia de la batalla. Entramos (creo recordar) por los fondos. Moon, trémula y reseca la boca, murmuró que los episodios de la noche eran interesantes; le hice una curación, le traje una taza de té; pude comprobar que su "herida" era superficial. De pronto balbuceó con perplejidad:
Pero usted se ha arriesgado sensiblemente.
Le dije que no se preocupara. (El hábito de la guerra civil me había impelido a obrar como obré; además, la prisión de un solo afiliado podía comprometer nuestra causa.)
Al otro día Moon había recuperado el aplomo. Aceptó un cigarrillo y me sometió a un severo interrogatorio sobre los "recursos económicos de nuestro partido revolucionario". Sus preguntas eran muy lúcidas; le dije (con verdad) que la situación era grave. Hondas descargas de fusilería conmovieron el Sur. Le dije a Moon que nos esperaban los compañeros. Mi sobretodo y mi revólver estaban en mi pieza; cuando volví, encontré a Moon tendido en el sofá, con los ojos cerrados. Conjeturó que tenía fiebre; invocó un doloroso espasmo en el hombro.
Entonces comprendí que su cobardía era irreparable. Le rogué torpemente que se cuidara y me despedí. Me abochornaba ese hombre con miedo, como si yo fuera el cobarde, no Vincent Moon. Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres. Por eso no es injusto que una desobediencia en un jardín contamine al género humano; por eso no es injusto que la crucifixión de un solo judío baste para salvarlo.
Acaso Schopenhauer tiene razón: yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres, Shakespeare es de algún modo el miserable John Vincent Moon.
Nueve días pasamos en la enorme casa del general. De las agonías y luces de la guerra no diré nada: mi propósito es referir la historia de esta cicatriz que me afrenta. Esos nueve días, en mi recuerdo, forman un solo día, salvo el penúltimo, cuando los nuestros irrumpieron en un cuartel y pudimos vengar exactamente a los dieciséis camaradas que fueron ametrallados en Elphin. Yo me escurría de la casa hacia el alba, en la confusión del crepúsculo. Al anochecer estaba de vuelta. Mi compañero me esperaba en el primer piso: la herida no le permitía descender a la planta baja. Lo rememoro con algún libro de estrategia en la mano: E N. Maude o Clausewitz. "El arma que prefiero es la artillería", me confesó una noche. Inquiría nuestros planes; le gustaba censurarlos o reformarlos.
También solía denunciar "nuestra deplorable base económica, profetizaba, dogmático y sombrío, el ruinoso fin."
C'est une affaire flambée murmuraba. Para mostrar que le era indiferente ser un cobarde físico, magnificaba su soberbia mental. Así pasaron, bien o mal, nueve días.
El décimo la ciudad cayó definitivamente en poder de los Black and Tans.
Altos jinetes silenciosos patrullaban las rutas; había cenizas y humo en el viento; en una esquina vi tirado un cadáver, menos tenaz en mi recuerdo que un maniquí en el cual los soldados interminablemente ejercitaban la puntería, en mitad de la plaza... Yo había salido cuando el amanecer estaba en el cielo; antes del mediodía volví. Moon, en la biblioteca, hablaba con alguien; el tono de la voz me hizo comprender que hablaba por teléfono. Después oí mi nombre; después que yo regresaría a las siete, después la indicación de que me arrestaran cuando yo atravesara el jardín. Mi razonable amigo estaba razonablemente vendiéndome. Le oí exigir unas garantías de seguridad personal.
Aquí mi historia se confunde y se pierde. Sé que perseguí al delator a través de negros corredores de pesadilla y de hondas escaleras de vértigo. Moon conocía la casa muy bien, harto mejor que yo. Una o dos veces lo perdí. Lo acorralé antes de que los soldados me detuvieran. De una de las panoplias del general arranqué un alfanje; con esa media luna de acero le rubriqué en la cara, para siempre, una media luna de sangre.
Borges: a usted que es un desconocido, le he hecho esta confesión. No me duele tanto su menosprecio."
Aquí el narrador se detuvo. Noté que le temblaban las manos. —¿Y Moon? —le interrogué.
—Cobró los dineros de Judas y huyó al Brasil. Esa tarde, en la plaza, vio fusilar un maniquí por unos borrachos.
Aguardé en vano la continuación de la historia. Al fin le dije que prosiguiera.
Entonces un gemido lo atravesó; entonces me mostró con débil dulzura la corva cicatriz blanquecina. —¿Usted no me cree? —balbuceó—. ¿No ve que llevo escrita en la cara la marca de mi infamia? Le he narrado la historia de este modo para que usted la oyera hasta el fin. Yo he denunciado al hombre que me amparó: yo soy Vincent Moon. Ahora desprécieme.

1942



Notas

Primera publicación en diario La Nación, 26 de julio de 1942. 
Luego aparece en Artificios, en La muerte y la brújula y, finalmente, en Ficciones
En 1944 dedica el cuento a "E.H.M.", que sería Elsa Elena [Astete] Millán. 
En 1974 la dedicatoria desaparece. 
En Adolfo Bioy Casares: Borges (Edición a cargo de Daniel Martino), Barcelona, 2006

En Ficciones (1944)
Prólogo por José Luis Rodríguez Zapatero 

Foto: Borges en su casa por Francisco "Tito" Caula (Colección Amparo Caula)


19/12/14

Jorge Luis Borges y Esteban Peicovich: Prólogo oral








Sí, sé vagamente de qué se trata su libro... usted dice que es mío y no suyo; pero ¿cómo puede ser mío lo que yo he dicho ya? No vaya a creer que no me divierte tener un espacio de tradición oral Borges, como los pueblos primitivos... Apócrifa, desde luego. Pero prologarla yo mismo me parece demasiado; me parece una obscenidad, qué quiere que le diga. Perdone, por favor, ¿me acompaña al baño? Dígame... ¿no hablábamos ayer de John Thomas? Ah, ¿no? ¿No sabe usted quién es John Thomas...? A ver... Vamos al baño. Gracias. Es el nombre coloquial del pene en inglés y Lady Jane, lo de la mujer... John Thomas y Lady Jane... John solo no tendría gracia. Pero John Thomas, sí... Nadie se llama John Thomas en Inglaterra ¿qué curioso, no? Es el nombre que quería ponerle Lawrence al amante de Lady Chaterley...

¿No cree que un prólogo sería algo impúdico? Usted dice que si no se hubieran registrado las palabras de Homero, la Ilíada y la Odisea no existirían. Puede ser, puede ser... Pero, ¿sabe?, yo no hablo de hexámetros... Los prólogos no son necesarios. Tal vez el único prólogo necesario fue el Génesis.

Palabras de Borges grabadas en magnefófono el día 25 de abril de 1980,
en la
suite 401, del Hotel Palace de Madrid, España.



En Esteban Peicovich, Poemas plagiados
Buenos Aires, bajo la luna, pág. 187

Foto 1980 sin mención de autor: CeDOC Perfil
Desde Zoopat


18/12/14

Jorge Luis Borges: Elegía del recuerdo imposible







Qué no daría yo por la memoria
de una calle de tierra con tapias bajas
y de un alto jinete llenando el alba
(largo y raído el poncho)
en uno de los días de la llanura,
en un día sin fecha.
Qué no daría yo por la memoria
de mi madre mirando la mañana
en la estancia de Santa Irene,
sin saber que su nombre iba a ser Borges.
Qué no daría yo por la memoria
de haber combatido en Cepeda
y de haber visto a Estanislao del Campo
saludando la primera bala
con la alegría del coraje.
Qué no daría yo por la memoria
de un portón de quinta secreta
que mi padre empujaba cada noche
antes de perderse en el sueño
y que empujó por última vez
el catorce de febrero del 38.
Qué no daría yo por la memoria
de las barcas de Hengist,
zarpando de la arena de Dinamarca
para debelar una isla
que aún no era Inglaterra.
Qué no daría yo por la memoria
(la tuve y la he perdido)
de una tela de oro de Turner,
vasta como la música.
Qué no daría yo por la memoria
de haber oído a Sócrates
que, en la tarde de la cicuta,
examinó serenamente el problema
de la inmortalidad,
alternando los mitos y las razones
mientras la muerte azul iba subiendo
desde los pies ya fríos.
Qué no daría yo por la memoria
de que me hubieras dicho que me querías
y de no haber dormido hasta la aurora,
desgarrado y feliz.



En La moneda de hierro (1976)
Foto: Borges 1985 en New York © Ferdinando Scianna/Magnum


Jorge Luis Borges: Buenos Aires (Autobiografía, III)




Carta de Macedonio Fernández a Borges


Regresamos a Buenos Aires en el Reina Victoria Eugenia hacia fines de marzo de 1921. Fue para mí una sorpresa, después de vivir en tantas ciudades europeas -después de tantos recuerdos de Ginebra, Zurich, Nimes, Córdoba y Lisboa-, descubrir que el lugar donde nací se había transformado en una ciudad muy grande y muy extensa, casi infinita, poblada de edificios bajos con azotea, que se extendía por el oeste hacia lo que los geógrafos y los literatos llaman la pampa. Más que un regreso fue un redescubrimiento. Podía ver Buenos Aires con entusiasmo y con una mirada diferente porque me había alejado de ella un largo tiempo. Si nunca hubiera vivido en el extranjero, dudo que hubiese podido verla con esa rara mezcla de sorpresa y afecto. La ciudad -no toda la ciudad, claro, sino algunos lugares que adquirieron para mí una importancia emocional- me inspiró los poemas de Fervor de Buenos Aires, mi primer libro publicado.
Escribí esos poemas en 1921 y 1922, y el volumen salió a principios de 1923. El libro fue impreso en cinco días; hubo que hacerlo con urgencia porque teníamos que volver a Europa, donde mi padre quería volver a consultar a su oculista de Ginebra. Yo había pactado por una edición de sesenta y cuatro páginas, pero el manuscrito resultó demasiado largo y a último momento, por suerte, hubo que dejar afuera cinco poemas. No recuerdo absolutamente nada de ellos. El libro fue producido con espíritu un tanto juvenil. No hubo corrección de pruebas, no se incluyó un índice y las páginas no estaban numeradas. Mi hermana hizo un grabado para la tapa y se imprimieron trescientos ejemplares. En aquellos tiempos publicar un libro era una especie de aventura privada. Nunca pensé en mandar ejemplares a los libreros ni a los críticos. La mayoría los regalé. Recuerdo uno de mis métodos de distribución. Como había notado que muchas de las personas que iban a las oficinas de Nosotros -una de las revistas literarias más antiguas y prestigiosas de la época- colgaban los sobretodos en el guardarropa, le llevé unos cincuenta ejemplares a Alfredo Bianchi, uno de los directores. Bianchi me miró asombrado y dijo: “¿Esperás que te venda todos esos libros?” “No -le respondí-. Aunque escribí este libro, no estoy loco. Pensé que podía pedirle que los metiera en los bolsillos de esos sobretodos que están allí colgados.” Generosamente, Bianchi lo hizo. Cuando regresé después de un año de ausencia, descubrí que algunos de los habitantes de los sobretodos habían leído mis poemas e incluso escrito acerca de ellos. De esa manera me gané una modesta reputación de poeta.
El libro era esencialmente romántico, aunque estaba escrito en un estilo escueto que abundaba en metáforas lacónicas. Celebraba los crepúsculos, los lugares solitarios y las esquinas desconocidas; se aventuraba en la metafísica de Berkeley y en la historia familiar; dejaba constancia de primeros amores. Al mismo tiempo imitaba el siglo XVII español y citaba Religio Medici de sir Thomas Browne en el prólogo. Me temo que el libro era un “plum pudding”: contenía demasiadas cosas. Sin embargo, creo que nunca me he apartado de él. Tengo la sensación de que todo lo que escribí después no ha hecho más que desarrollar los temas presentados en sus páginas; siento que durante toda mi vida he estado reescribiendo ese único libro.


Los poemas de Fervor de Buenos Aires ¿eran acaso poemas ultraístas? Cuando volví de Europa en 1921, llegué con la bandera del ultraísmo. Los historiadores de la literatura todavía me conocen como “el padre del ultraísmo argentino”. Cuando en esa época hablé del tema con otros poetas, como Eduardo González Lanuza, Norah Lange, Francisco Piñero, mi primo Guillermo Juan (Borges) y Roberto Ortelli, llegamos a la conclusión de que el ultraísmo español, a la manera del futurismo, estaba sobrecargado de modernidad y de artilugios. No nos impresionaban los trenes ni las hélices ni los aviones ni los ventiladores eléctricos. Aunque en nuestros manifiestos seguíamos defendiendo la primacía de la metáfora y la eliminación de las transiciones y los adjetivos decorativos, lo que queríamos escribir era una poesía esencial: poemas más allá del aquí y ahora, libres del color local y de las circunstancias contemporáneas. Creo que el poema “Llaneza” ilustra de manera suficiente lo que yo buscaba:

Se abre la verja del jardín
con la docilidad de la página
que una frecuente devoción interroga
y adentro las miradas
no precisan fijarse en los objetos
que ya están cabalmente en la memoria.
Conozco las costumbres y las almas
y ese dialecto de alusiones
que toda agrupación humana va
/urdiendo.
No necesito hablar
ni mentir privilegios;
bien me conocen quienes aquí me
/rodean,
bien saben mis congoja y mi flaqueza.
Eso es alcanzar lo más alto,
lo que tal vez nos dará el Cielo:
no admiraciones ni victorias
sino sencillamente ser admitidos
como parte de una Realidad innegable,
como las piedras y los árboles.

Creo que esto difiere mucho de las tímidas extravagancias de mis primeros ejercicios ultraístas españoles, cuando veía un tranvía como un hombre llevando un rifle o el amanecer como un grito o el sol poniente como una crucifixión en occidente. Un amigo sensato al que le recité esos absurdos, comentó: “Ah, veo que sostenías que la principal función de la poesía es enfatizar”. En cuanto a si los poemas de Fervor... son o no ultraístas, quien dio la respuesta -para mí- fue mi amigo y traductor al francés Néstor Ibarra cuando dijo: “Borges dejó de ser poeta ultraísta con el primer poema ultraísta que escribió”. Ahora sólo me resta lamentar mis primeros excesos ultraístas. Después de casi medio siglo todavía me sigo esforzando por olvidar ese torpe período de mi vida.


Quizá el mayor acontecimiento de mi regreso fue Macedonio Fernández. De todas las personas que he conocido en mi vida -y he conocido a algunos hombres verdaderamente excepcionales- nadie me ha dejado una impresión tan profunda y duradera como Macedonio. Cuando desembarcamos en la Dársena Norte estaba esperándonos con su figura diminuta y su bombín negro, y terminé heredando de mi padre su amistad. Los dos habían nacido en 1874. Macedonio, paradójicamente, era a la vez un extraordinario conversador y un hombre de largos silencios y pocas palabras. Nos reuníamos los sábados a la noche en el bar La Perla, en la Plaza del Once. Allí conversábamos hasta el amanecer, en una mesa presidida por Macedonio. Así como en Madrid Cansinos había representado todo el conocimiento, Macedonio pasó a representar el pensamiento puro. En esa época yo era un gran lector y salía muy poco (casi todas las noches después de cenar me acostaba y leía), pero durante la semana me sostenía la idea de que el sábado vería y oiría a Macedonio. Vivía cerca de casa y yo hubiera podido ir a visitarlo en cualquier momento, pero pensaba que no tenía derecho a ese privilegio, y que para dar al sábado de Macedonio todo su valor tenía que abstenerme de verlo durante la semana. En esas reuniones, Macedonio hablaba quizá tres o cuatro veces, arriesgando sólo unos pocos comentarios que en apariencia iban dirigidos exclusivamente a la persona que tenía al lado. Esos comentarios nunca eran afirmativos. Macedonio era muy cortés y hablaba con voz muy suave, diciendo por ejemplo: “Bueno, supongo que habrás notado...” Y entonces soltaba alguna idea muy sorprendente y original. Pero invariablemente atribuía esa idea a quien lo escuchaba.
Era un hombre frágil y gris, de pelo y bigote cenicientos que le daban aspecto de Mark Twain. Ese parecido le agradaba, pero cuando le recordaban que también se parecía a Paul Valéry le molestaba, ya que los franceses le interesaban muy poco. Siempre usaba aquel bombín negro, y que yo sepa ni siquiera se lo sacaba para dormir. Nunca se desvestía para ir a la cama, y de noche, para protegerse de las corrientes de aire que según él podían darle dolor de muelas, se envolvía la cabeza con una toalla. Eso le daba aspecto de árabe. Entre sus otras excentricidades figuraban el nacionalismo (admiraba a los sucesivos presidentes argentinos por la sencilla razón de que a su criterio el electorado no podía equivocarse), el miedo a todo lo relacionado con la odontología (que lo llevaba a aflojarse las muelas en público, tapándose la boca con una mano, como para evitar las pinzas del dentista) y la costumbre de enamorarse de manera sentimental de las prostitutas callejeras.
Como escritor, Macedonio publicó varios libros bastante raros, y casi veinte años después de su muerte se siguen reuniendo sus papeles. Su primer libro, publicado en 1928, se llamaba No toda es vigilia la de los ojos abiertos. Era un extenso ensayo sobre el idealismo, escrito en un estilo deliberadamente intrincado e inextricable, supongo que para reflejar la naturaleza igualmente intrincada de la realidad. Al año siguiente apareció una selección de sus escritos -Papeles de Recienvenido-, en la que colaboré recopilando y ordenando los capítulos. Era una especie de miscelánea de chistes dentro de chistes. Macedonio también escribió novelas y poemas, todos sorprendentes pero bastante ilegibles. Una novela de veinte capítulos está precedida de cincuenta y seis prólogos diferentes. A pesar de su brillo, creo que nada de Macedonio está en la obra escrita. El verdadero Macedonio estaba en la conversación.
Macedonio vivía modestamente en pensiones de las que se mudaba con frecuencia. Eso se debía a que, por lo general, no pagaba el alquiler. Cada vez que se mudaba, dejaba pilas y pilas de manuscritos. En una ocasión los amigos lo reprendieron diciéndole que era una pena que toda esa obra se perdiera. Macedonio nos dijo: “¿De veras creen que soy tan rico como para perder algo?”.
Los lectores de Hume y Schopenhauer encontrarán muy pocas cosas nuevas en Macedonio, pero lo sorprendente es que llegó solo a sus conclusiones. Tiempo después leyó a Hume, a Schopenhauer, a Berkeley y a William James, pero sospecho que no tuvo muchas otras lecturas ya que siempre citaba a los mismos autores. Consideraba a sir Walter Scott el mejor novelista, quizá por lealtad a un entusiasmo juvenil. En una época se carteó con William James en una mezcla de inglés, alemán y francés, y explicaba que lo había hecho así porque “sabía tan poco de cualquiera de esos idiomas que tenía que pasar continuamente de uno a otro”. Creo que Macedonio leía apenas una página y eso ya le estimulaba el pensamiento. No sólo sostenía que somos la materia de la que están hechos los sueños sino que estaba convencido de que vivíamos en un mundo de sueños. Macedonio dudaba de que la verdad fuera comunicable. Pensaba que algunos filósofos la habían descubierto pero no habían logrado comunicarla del todo. Sin embargo, también creía que descubrir la verdad era muy fácil. Una vez me dijo que si pudiera acostarse en la pampa y olvidar el mundo, olvidarse a sí mismo y olvidar lo que buscaba, de pronto la verdad podría revelársele. Agregó que, por supuesto, resultaría imposible poner en palabras esa sabiduría repentina.
A Macedonio le gustaba compilar pequeños catálogos orales de personas de genio, y en uno de ellos me asombró encontrar el nombre de una mujer encantadora que ambos conocíamos, Quica González Acha de Tomkinson Alvear. Yo lo miré boquiabierto. No tenía la impresión de que Quica estuviera en el mismo nivel que Hume y Schopenhauer. Pero Macedonio dijo: “Los filósofos se han visto obligados a explicar el universo, mientras que Quica sencillamente lo siente y lo experimenta y lo comprende”. Volvía la cabeza y preguntaba: “Quica, ¿qué es el Ser?”. Y Quica contestaba: “No sé qué quieres decir, Macedonio”. “¿Ves? -me decía él entonces- Quica entiende de manera tan perfecta que ni siquiera puede percibir nuestra perplejidad”. Con eso creía probar que Quica era una mujer de genio. Más tarde, cuando le dije que podríamos decir lo mismo de un niño o de un gato, Macedonio se enojó.
Antes de Macedonio yo siempre había sido un lector crédulo. El mayor regalo que me hizo fue enseñarme a leer con escepticismo. Al comienzo lo plagiaba con devoción, y usaba ciertas peculiaridades estilísticas suyas de las que luego me arrepentí. Sin embargo, ahora lo veo como un Adán perplejo en el Paraíso Terrenal. Su genio sobrevive sólo en unas pocas páginas; su influencia fue de naturaleza socrática. Como dijo Ben Johnson de Shakespeare: I truly loved the man, on this síde idolatry, as much as any.


Ese período de 1921 a 1930 fue de gran actividad, aunque buena parte de esa actividad fue quizá imprudente y hasta inútil. Escribí y publiqué nada menos que siete libros: cuatro de ensayos y tres de poemas. También fundé tres revistas y escribí con regularidad para una docena de publicaciones periódicas, entre ellas “La Prensa”, “Nosotros”, “Inicial”, “Criterio” y “Síntesis”. Esta productividad hoy me asombra tanto como el hecho de que sólo siento una remota afinidad con la obra de aquellos años. Nunca autoricé la reedición de tres de esos cuatro libros de ensayos, cuyos nombres prefiero olvidar. Cuando en 1953 Emecé, mi editor actual, propuso publicar mis “obras completas”, acepté por la única razón de que eso me permitiría suprimir aquellos libros absurdos. Esto me recuerda la sugerencia de Mark Twain, según la cual se podría iniciar una magnífica biblioteca tan solo con suprimir los libros de Jane Austen, y aunque en esa biblioteca no quedaran más libros, seguiría siendo una magnífica biblioteca porque no estarían los libros de Jane Austen.
En la primera de esas imprudentes recopilaciones había un ensayo bastante malo sobre sir Thomas Browne, tal vez el primero que se escribió sobre él en idioma español. Otro clasificaba las metáforas como si se pudiera prescindir sin problema de otros elementos poéticos, por ejemplo el ritmo y la música. Y había también un ensayo demasiado extenso sobre la inexistencia del yo, copiado de Bradley o del Buda o de Macedonio Fernández. Al escribir esos artículos intentaba imitar prolijamente a dos escritores españoles barrocos del siglo XVII, Quevedo y Saavedra Fajardo, que en su español árido y severo creaban el mismo tipo de prosa que sir Thomas Browne en Urne-Buriall. Yo hacía todo lo posible por escribir latín en español, y el libro se desmoronaba bajo el peso de sus complejidades y sus juicios sentenciosos. El siguiente de aquellos fracasos fue una especie de reacción. Me fui al otro extremo: traté de ser lo más argentino posible. Busqué el diccionario de argentinismos de Segovia e introduje tantos localismos que muchos de mis compatriotas casi no lo entendieron. Dado que perdí el diccionario no estoy seguro de poder entenderlo yo mismo, de modo que lo abandoné por estar más allá de cualquier esperanza. El tercero de esos innombrables constituye una redención parcial. Me estaba librando del estilo del libro anterior y volviendo poco a poco a la cordura, a escribir con cierta lógica tratando de facilitarle las cosas al lector en vez de intentar deslumbrarlo con pasajes grandilocuentes. Uno de esos experimentos, de dudoso valor, fue “Hombres pelearon”, mi primera incursión en la mitología del viejo Barrio Norte de Buenos Aires. Allí intentaba contar una historia puramente argentina de manera argentina, historia que desde entonces he estado repitiendo con pequeñas variaciones. Se trata del relato de un duelo desinteresado o inmotivado: del coraje por el coraje mismo. Al escribirlo puse el acento en que el sentido del lenguaje de los argentinos difiere del de los españoles. Ahora, en cambio, creo que debemos subrayar nuestras afinidades lingüísticas. Aunque en menor intensidad, seguía escribiendo para que los españoles no me entendieran: escribiendo, podríamos decir, para ser incomprendido. Los gnósticos afirmaban que la única manera de evitar un pecado era cometerlo, y así librarse de él. En mis libros de aquella época creo haber cometido la mayoría de los pecados literarios, algunos bajo la influencia de un gran escritor, Leopoldo Lugones, a quien admiro mucho. Esos pecados eran la afectación, el color local, la búsqueda de lo inesperado y el estilo del siglo XVII. Hoy ya no me siento culpable de esos excesos; esos libros fueron escritos por otra persona. Hasta hace unos años, si el precio no era muy alto, compraba ejemplares y los quemaba.


De los poemas de esa época quizá tendría que haber suprimido también la segunda recopilación, Luna de enfrente. Ese libro fue publicado en 1925 y es un verdadero derroche de color local. Entre otras tonterías, mi primer nombre aparecía escrito, a la manera chilena del siglo diecinueve, como “Jorje” (un desganado intento de grafía fonética); usaba “i” en vez de “y” tratando de ser lo menos español posible (Sarmiento, nuestro mayor escritor, había hecho lo mismo); y omitía la “d” final en palabras como “autoridá” y “ciudá”. En ediciones posteriores eliminé los peores poemas, podé las excentricidades, y a lo largo de sucesivas reediciones fui moderando el tono de los versos.
El tercer libro de poemas de ese período, Cuaderno San Martín (título que no tiene nada que ver con el prócer sino con la marca del antiguo cuaderno escolar donde la escribí), incluye algunos poemas legítimos como “La noche que en el Sur lo velaron” y “Muertes de Buenos Aires”, en los que se habla de los dos principales cementerios de la ciudad. Un poema del libro (no precisamente mi favorito) se ha convertido en una especie de pequeño clásico argentino: “La fundación mítica de Buenos Aires”. Ese libro también ha sido mejorado y depurado a lo largo de los años, mediante cortes y revisiones.
En 1929 mi tercer libro de ensayos ganó el segundo Premio Municipal, tres mil pesos, que en aquellos tiempos era una suma considerable. Con una parte compré un juego de segunda mano de la undécima edición de la Enciclopedia Británica. El resto me aseguraba un año de tiempo libre, que decidí emplear en escribir un libro más extenso con un tema marcadamente argentino. Mi madre quería que escribiera sobre uno de los tres poetas que realmente valían la pena: Ascasubi, Almafuerte o Lugones. Ojalá lo hubiera hecho. Pero elegí escribir sobre un poeta popular casi invisible, Evaristo Carriego. Mi madre y mi padre me advirtieron que sus poemas no eran buenos. “Pero era amigo y vecino nuestro”, dije. “Bueno, si te parece que eso es mérito suficiente para convertirse en tema de un libro, adelante”, me contestaron. Carriego descubrió las posibilidades literarias de los tristes arrabales de la ciudad: el Palermo de mi juventud. Su carrera siguió la misma evolución que el tango: alegre, audaz y valiente al principio, luego se volvió sentimental. En 1912, a los veintinueve años, murió de tuberculosis y dejó una sola obra publicada. Recuerdo que un ejemplar, firmado para mi padre, fue uno de los libros argentinos que llevamos a Ginebra, donde lo leí y releí. Allá por 1909 Carriego le dedicó un poema a mi madre. En realidad se lo escribió en el álbum, y se refería a mí: “Y que vuestro hijo marche adelante, llevado por las esperanzadas alas de la inspiración, hacia la vendimia de una nueva anunciación, que de los altos racimos extraerá el vino del canto”. Pero cuando empecé a escribir el libro me pasó lo mismo que a Carlyle mientras escribía su Federico el Grande. Cuanto más escribía, menos me importaba mi héroe. Había empezado a hacer una simple biografía, pero a mitad de camino me empezó a interesar cada vez más el viejo Buenos Aires. Por supuesto, los lectores no tardaron en descubrir que el libro apenas hacía honor al título, Evaristo Carriego, de modo que fue un fracaso. Cuando veinticinco años más tarde, en 1955, apareció la segunda edición como cuarto volumen de mis “obras completas”, lo amplié con varios capítulos nuevos, entre ellos una “Historia del tango”. Creo que con esos agregados Evaristo Carriego es un libro mejor.


“Prisma”, fundada en 1921, duró apenas dos números y fue la primera revista que dirigí. Nuestro pequeño grupo ultraísta estaba ansioso por tener una revista propia, pero nos faltaban los medios para hacerla. Fijándome en los avisos de las carteleras se me ocurrió que podíamos imprimir una “revista mural” y pegarla en las paredes de los edificios de ciertos barrios de la ciudad. Cada número constaba de una única hoja de tamaño grande que incluía un manifiesto y de seis a ocho poemas breves y lacónicos, impresos con mucho blanco alrededor y con un grabado de mi hermana. Salíamos de noche -González Lanuza, Piñero, mi primo y yo-, armados con baldes de engrudo y brochas que nos proporcionaba mi madre, y caminábamos kilómetros y kilómetros pegando las hojas por Santa Fe, Callao, Entre Ríos y México. Lectores perplejos destrozaban nuestro trabajo casi a medida que lo hacíamos, pero afortunadamente Alfredo Bianchi, de “Nosotros”, vio una hoja y nos invitó a publicar una antología ultraísta en las páginas de su prestigiosa revista. Después de “Prisma” empezamos a hacer una revista de seis páginas, que en realidad era una sola hoja impresa de ambos lados y plegada dos veces. Esa fue la primera versión de “Proa”, de la cual se publicaron tres números. Dos años más tarde, en 1924, apareció la segunda. Una tarde, Brandán Caraffa, un joven poeta de Córdoba, vino a verme al Hotel Garden, donde nos habíamos instalado al regresar del viaje a Europa. Me dijo que Ricardo Güiraldes y Pablo Rojas Paz tenían la intención de fundar una revista que representara a la nueva generación literaria, y que como se trataba de una revista de jóvenes no se podía prescindir de mí. Desde luego, me sentí halagado. Esa noche fui al Hotel Phoenix, donde vivía Güiraldes, y él me recibió con estas palabras: “Brandán me contó que anteanoche se reunieron para fundar una revista de escritores jóvenes y todos dijeron que no se podía prescindir de mí”. En ese momento llegó Rojas Paz y nos dijo: “Me siento muy halagado”. De modo que intervine. “Anteanoche -dije- nos reunimos los tres y decidimos que una revista de jóvenes no puede prescindir de usted”. Gracias a esa inocente estratagema, nació “Proa”. Cada uno de nosotros puso cincuenta pesos, con lo cual se pagaba una edición de trescientos a quinientos ejemplares sin erratas y en buen papel. Pero al año y medio -después de publicar quince números-, por falta de suscriptores y de avisos tuvimos que darnos por vencidos.


Aquellos años fueron muy felices porque las amistades abundaban: las de Norah Lange, Macedonio, Piñero, mi padre... La sinceridad animaba nuestro trabajo y sentíamos que estábamos renovando la prosa y la poesía. Desde luego, como todos los jóvenes yo trataba de ser lo más desdichado posible, una suma de Hamlet y Raskolnikov. Lo que logramos resultó bastante malo, pero la camaradería perduró.
En 1924 me vinculé con dos grupos literarios diferentes. Uno, del que conservo un buen recuerdo, era el de Ricardo Güiraldes, quien todavía no había escrito Don Segundo Sombra. Güiraldes fue muy generoso conmigo. Si le entregaba un poema torpe, él adivinaba lo que estaba tratando de decir, o lo que mi inexperiencia literaria me había impedido decir. Después le comentaba el poema a otra gente, que se desconcertaba al no encontrar en el texto lo que él veía. El otro grupo, del que más bien me arrepiento, fue el de la revista “Martín Fierro”. No me gustaba lo que representaba “Martín Fierro”: la idea francesa de que la literatura se renueva continuamente, que Adán renace todas las mañanas, y de que si en París había cenáculos que promovían la publicidad y las disputas, nosotros teníamos que actualizarnos y hacer lo mismo. El resultado fue la invención de una falsa rivalidad entre Florida y Boedo. Florida representaba el centro y Boedo el proletariado. Yo hubiera preferido pertenecer al grupo de Boedo, considerando que escribía sobre el viejo Barrio Norte y los conventillos, sobre la tristeza y los ocasos. Pero uno de los dos conjurados (eran Ernesto Palacio por Florida y Roberto Mariani por Boedo) me informó que yo era un guerrero de Florida y ya no quedaba tiempo para cambiar de bando. Todo aquello estuvo amañado. Algunos escritores -por ejemplo Roberto Arlt y Nicolás Olivari- pertenecían a los dos grupos. Actualmente algunas “universidades crédulas” toman en serio esa farsa. Pero en parte fue un truco publicitario y en parte una broma juvenil.


Ligados a esa época están los nombres de Silvina y Victoria Ocampo, del poeta Carlos Mastronardi, de Eduardo Mallea, así como el de Alejandro Xul Solar. Podríamos decir que Xul, que era místico, poeta y pintor, es nuestro William Blake. Recuerdo que una tarde especialmente bochornosa le pregunté qué había hecho durante ese día tan opresivo. Su respuesta fue: “Nada, sólo fundé doce religiones después de almorzar”. Xul también era filólogo e inventor de dos lenguajes. Uno era un lenguaje filosófico a la manera de John Wilkins y el otro una variante del español con muchas palabras del inglés, el alemán y el griego. Descendía de familias bálticas e italianas. “Xul” era su versión de Schulz y “Solar” de Solari.
En esa época también conocí a Alfonso Reyes. Era el embajador de México en la Argentina y solía invitarme a cenar en la Embajada todos los domingos. Todavía considero que Reyes es el mejor prosista del idioma español en este siglo y de él he aprendido a escribir de manera sencilla y directa.
Para resumir este período de mi vida, me siento en total desacuerdo con el joven pedante y un tanto dogmático que fui. Pero los amigos están todavía muy presentes, y muy próximos. De hecho, son una parte indispensable de mi vida. Creo que la amistad es la pasión que salva a los argentinos.





Autobiografía (1899-1970), Cap. III
Título Original: Autobiographical Essay, 1970
©1970, Borges, Jorge Luis
©1970, The New Yorker
Traductor: Marcial Souto y Norman Thomas di Giovanni
Buenos Aires, El Ateneo, 1999

Imagen: Carta de Macedonio Fernández que Borges conservó hasta el final
Transcripción: Nadie cree en mí excepto vos. Trata de creerme tambien cuando te digo que tu estilo es el más ardiente que he conocido y que serás escritor universal en literatura. Desde que me sorprendiste con tu fé en mí, que nadie la ha tenido ni los que me conocen desde hace veinte años, acaricio una esperanza nueva y muy querida para mí, muy necesitada en mi situación general. Creo que me harás conocer y triunfar quizá. Cree lo que te digo: no seas así amargo y negador contigo mismo y con mi fé en vos. Rivadavia 2748. Altos

Foto al pie: Borges y Norman Thomas di Giovanni en la Biblioteca Nacional de Bs. As.



17/12/14

Jorge Luis Borges: Prólogo "Un bárbaro en Asia" de Henri Michaux






Hacia 1935 conocí en Buenos Aires a Henri Michaux. Lo recuerdo como un hombre sereno y sonriente, muy lúcido, de buena y no efusiva conversación y fácilmente irónico. No profesaba ninguna de las supersticiones de aquella fecha. Descreía de París, de los conventículos literarios, del culto, entonces de rigor, de Pablo Picasso. Con pareja imparcialidad, descreía de la sabiduría oriental. Todo esto se confirma en su libro Un barbare en Asie, que yo traduje al castellano no como un deber sino como un juego. Solía asombrarnos con noticias tristísimas de Bolivia, donde había residido un tiempo. Por aquellos años no sospechaba lo que el Oriente le daría o, de manera misteriosa, ya le había dado. Admiraba la obra de Paul Klee y la obra de Giorgio de Chirico.

A lo largo de su larga vida ejerció dos artes: la pintura y las letras. En sus últimos libros las combinó. La noción china y japonesa de que los ideogramas de un poema se componen no sólo para el oído sino también para la vista, le sugirió curiosos experimentos. Como Aldous Huxley exploró los alucinógenos y penetró en regiones de pesadilla que inspirarían su pincel y su pluma. En 1941, André Gide publicó un opúsculo que se llama Descubramos a Henri Michaux.

Hacia 1982 me visitó en París. Cambiamos algunas triviales palabras; estaba muy cansado. Presentí que aquel diálogo sería el último.

Las fechas de su nacimiento y de su muerte son 1899 y 1984.

JLB



Henri Michaux: Un bárbaro en Asia
Traduccion y prólogo: Jorge Luis Borges
©2001, Tusquets Editores
También antologado en Jorge Luis Borges: Biblioteca personal (1987)
Foto Jean-Francois Bonhomme: Michaux, leçon sur la création poétique de Borges 
au Collège de France. 1983 (En Henri Michaux: Icebergs)




Jorge Luis Borges: Música griega






Mientras dure esta música, seremos dignos del amor de Helena de Troya.
Mientras dure esta música, seremos dignos de haber muerto en Arbela.
Mientras dure esta música, creeremos en el libre albedrío, esa ilusión de cada instante.
Mientras dure esta música, sabremos que la nave de Ulises volverá a Itaca.
Mientras dure esta música, seremos la palabra y la espada.
Mientras dure esta música, seremos dignos del cristal y de la caoba, de la nieve y del mármol.
Mientras dure esta música, seremos dignos de las cosas comunes, que ahora no lo son.
Mientras dure esta música, seremos en el aire la flecha.
Mientras dure esta música, creeremos en la misericordia del lobo y en la justicia de los justos.
Mientras dure esta música, mereceremos tu gran voz Walt Whitman.
Mientras dure esta música, mereceremos haber visto, desde una cumbre, la tierra prometida.



Publicado en el diario Clarín el 11 de abril de 1985
Incluido en Textos recobrados 1956-1986
Foto: Sicily, Selinunte. Borges at the ruins of the temple 
© Ferdinando Scianna-Magnum Photos 


Notas al margen

Gabriel Cacho Millet en L’ultimo Borges (1996), página 68, sobre el origen del poema Música griega, publicado en Clarín del 11. 4. 85:

A Carlos Ulanovsky que lo estaba entrevistando para el mismo diario -el 17 de marzo de 1985- Borges preguntó: -¿Tiene 10 minutos?- Sí, por supuesto, respondió el periodista. –
Tengo que pedirle un favor. Tome una hoja: quiero dictarle el esbozo de una poesía que he comenzado a pensar anoche, escuchando música griega en una taberna ¿Está listo… ? Escriba : Mientras dure esta música

Por otra parte, en el libro Borges, Biografía total (página 211) Roberto Alifano (Barcelona:
Plaza y Janes, 1988) cuenta:

Borges me dicta un poema que titulará Música griega. Cada párrafo empieza con estas palabras: “Mientras dure esta música…” De pronto, interrumpiendo el mágico momento de la poesía, Borges comenta con una sonrisa: “Si este poema lo llega a leer Herminio Iglesias, seguramente dirá: "¡Qué pobreza de lenguaje que tiene este Borges; se la pasa repitiendo la misma línea!”



16/12/14

Jorge Luis Borges: Prólogo [La rosa profunda]





La doctrina romántica de una Musa que inspira a los poetas fue la que profesaron los clásicos; la doctrina clásica del poema como una operación de la inteligencia fue enunciada por un romántico, Poe, hacia 1846. El hecho es paradójico. Fuera de unos casos aislados de inspiración onírica —el sueño del pastor que refiere Beda, el ilustre sueño de Coleridge—, es evidente que ambas doctrinas tienen su parte de verdad, salvo que corresponden a distintas etapas del proceso. (Por Musa debemos entender lo que los hebreos y Milton llamaron el Espíritu y lo que nuestra triste mitología llama lo Subconsciente. En lo que me concierne, el proceso es más o menos invariable. Empiezo por divisar una forma, una suerte de isla remota, que será después un relato o una poesía. Veo el fin y veo el principio, no lo que se halla entre los dos. Esto gradualmente me es revelado, cuando los astros o el azar son propicios. Más de una vez tengo que desandar el camino por la zona de sombra. Trato de intervenir lo menos posible en la evolución de la obra. No quiero que la tuerzan mis opiniones, que, sin duda, son baladíes. El concepto de arte comprometido es una ingenuidad, porque nadie sabe del todo lo que ejecuta. Un escritor, admitió Kipling, puede concebir una fábula, pero no penetrar su moraleja. Debe ser leal a su imaginación, y no a las meras circunstancias efímeras de una supuesta "realidad".

La literatura parte del verso y puede tardar siglos en discernir la posibilidad de la prosa. Al cabo de cuatrocientos años, los anglosajones dejaron una poesía no pocas veces admirable y una prosa apenas explícita. La palabra habría sido en el principio un símbolo mágico, que la usura del tiempo desgastaría. La misión del poeta sería restituir a la palabra, siquiera de un modo parcial, su primitiva y ahora oculta virtud. Dos deberes tendría todo verso: comunicar un hecho preciso y tocarnos físicamente, como la cercanía del mar. He aquí un ejemplo de Virgilio:
Sunt lacrymae rerum et mentem mortalia tangunt
Uno de Meredith:
Not till the fire is dying in the grate
Look we for any kinship with the stars.
O este alejandrino de Lugones, cuyo español quiere regresar al latín:
El hombre numeroso de penas y de días.
Tales versos prosiguen en la memoria su cambiante camino.
Al término de tantos —y demasiados— años de ejercicio de la literatura, no profeso una estética. ¿A qué agregar a los límites naturales que nos impone el hábito los de una teoría cualquiera? Las teorías, como las convicciones de orden político o religioso, no son otra cosa que estímulos. Varían para cada escritor. Whitman tuvo razón al negar la rima; esa negación hubiera sido una insensatez en el caso de Hugo.
Al recorrer las pruebas de este libro, advirtieron con algún desagrado que la ceguera ocupa un lugar plañidero que no ocupa en mi vida. La ceguera es una clausura, pero también es una liberación, una soledad propicia a las invenciones, una llave y un álgebra.
J.L.B.
Buenos Aires, junio de 1975


En La rosa profunda (1975)
Foto: Borges in France in 1979 by Louis Monier
Gamma-Rapho via Getty Images (detail)


Jorge Luis Borges en su voz: Página para recordar al Coronel Suárez, vencedor en Junín










Qué importan las penurias, el destierro,
la humillación de envejecer, la sombra creciente
del dictador sobre la patria, la casa en el Barrio del Alto
que vendieron sus hermanos mientras guerreaba, los días inútiles
(los días que uno espera olvidar, los días que uno sabe que olvidará),
si tuvo su hora alta, a caballo,
en la visible pampa de Junín como en un escenario para el futuro,
como si el anfiteatro de montañas fuera el futuro.

Qué importa el tiempo sucesivo si en él
hubo una plenitud, un éxtasis, una tarde.

Sirvió trece años en las guerras de América. Al fin la suerte lo llevó al Estado
        Oriental, campos del Río Negro.
En los atardeceres pensaría
que para él había florecido esa rosa:
la encarnada batalla de Junín, el instante infinito
en que las lanzas se tocaron, la orden que movió la batalla,
la derrota inicial, y entre los fragores
(no menos brusca para él que para la tropa)
su voz gritando a los peruanos que arremetieran,
la luz, el ímpetu y la fatalidad de la carga,
el furioso laberinto de los ejércitos,
la batalla de lanzas en la que no retumbó un solo tiro,
el godo que atravesó con el hierro,
la victoria, la felicidad, la fatiga, un principio de sueño,
y la gente muriendo entre los pantanos,
y Bolívar pronunciando palabras sin duda históricas
y el sol ya occidental y el recuperado sabor del agua y del vino,
y aquel muerto sin cara porque la pisó y borró la batalla...

Su bisnieto escribe estos versos y una tácita voz
desde lo antiguo de la sangre le llega:
-Qué importa mi batalla de Junín si es una gloriosa memoria,
una fecha que se aprende para un examen o un lugar en el atlas.
La batalla es eterna y puede prescindir de la pompa
de visibles ejércitos con clarines:
Junín son dos civiles que en una esquina maldicen a un tirano,
o un hombre oscuro que se muere en la cárcel.

1953






En El otro el mismo (Buenos Aires, 1964)
Foto: Borges habla frente al monumento al Coronel Isidoro Suárez en 1968 
Imágenes al pie: Cover del audio Borges por él mismo



15/12/14

Jorge Luis Borges: La luna








A María Kodama

Hay tanta soledad en ese oro.
La luna de las noches no es la luna
que vio el primer Adán. Los largos siglos
de la vigilia humana la han colmado
de antiguo llanto. Mírala. Es tu espejo.





En La moneda de hierro (1976)
Foto: Kodama y Borges en Palermo, frente a La Vucciria del pintor italiano Renato Guttuso 1984
© Ferdinando Scianna/Magnum Photos 



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