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La literatura parte del verso y puede tardar siglos en discernir la posibilidad de la prosa. Al cabo de cuatrocientos años, los anglosajones dejaron una poesía no pocas veces admirable y una prosa apenas explícita. La palabra habría sido en el principio un símbolo mágico, que la usura del tiempo desgastaría. La misión del poeta sería restituir a la palabra, siquiera de un modo parcial, su primitiva y ahora oculta virtud. Dos deberes tendría todo verso: comunicar un hecho preciso y tocarnos físicamente, como la cercanía del mar. He aquí un ejemplo de Virgilio:
Sunt lacrymae rerum et mentem mortalia tangunt
Uno de Meredith:
Not till the fire is dying in the grate
Look we for any kinship with the stars.
O este alejandrino de Lugones, cuyo español quiere regresar al latín:
El hombre numeroso de penas y de días.
Tales versos prosiguen en la memoria su cambiante camino.
Al término de tantos —y demasiados— años de ejercicio de la literatura, no profeso una estética. ¿A qué agregar a los límites naturales que nos impone el hábito los de una teoría cualquiera? Las teorías, como las convicciones de orden político o religioso, no son otra cosa que estímulos. Varían para cada escritor. Whitman tuvo razón al negar la rima; esa negación hubiera sido una insensatez en el caso de Hugo.
Al recorrer las pruebas de este libro, advirtieron con algún desagrado que la ceguera ocupa un lugar plañidero que no ocupa en mi vida. La ceguera es una clausura, pero también es una liberación, una soledad propicia a las invenciones, una llave y un álgebra.
J.L.B.
Buenos Aires, junio de 1975
Foto: Borges in France in 1979 by Louis Monier
Gamma-Rapho via Getty Images (detail)