15/10/14

Claudio Magris: La Literatura no salva la vida. En la muerte de Borges (1986)





«Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas», escribió Borges en una inolvidable parábola acerca de sí mismo y de su propia escisión, tal vez la más grande y la más poética página que se haya escrito jamás sobre la relación que existe entre vivir y escribir. El autor de ese apólogo, que habla en primera persona, dice no ser el famoso escritor que aparece en todos los diccionarios biográficos del mundo y en las cubiertas de muchos libros; él es sólo el individuo que figura en el registro civil como Jorge Luis Borges, el que camina por las calles de Buenos Aires mirando distraídamente los zaguanes, mojándose con la lluvia o cogiendo un resfriado, viviendo y dejándose vivir, rumiando alguna indefinible melancolía que ni siquiera el otro, el poeta, podrá comprender jamás y deslizándose, como el fluir del tiempo, hacia el final. Del otro, del célebre escritor, le llegan noticias a través de los periódicos y se da cuenta, con ligero estupor, de que su torpe y oscura existencia le suministra al otro, al Borges de la literatura mundial, la materia para algunas fábulas reticentes y abusivas. «Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII», dice, «el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor.»

¿Quién de ellos es el que ha muerto hace algunas horas?, ¿el anónimo y melancólico señor del bastón, que tal vez no conoció el amor y se perdía en los meandros de las calles y de la tarde, desapareciendo en la sombra como un día que se acaba?, ¿o bien el autor de libros que, jugando inexorablemente con las nostalgias de aquel desconocido, nos ha proporcionado la ilusión de que algunos volúmenes, con sus lomos bien encuadernados que relucen en un anaquel, pueden justificar una vida inalcanzable en su misterio? Los teletipos han anunciado al mundo la muerte del actor, de quien expresaba la pasión del hombre, del desconocido héroe de la historia, el gusto por el café o por Stevenson, no sin contaminar esas predilecciones con una punta de falsedad, y las necrologías hacen referencia también al otro, al protagonista de las voces de las enciclopedias y de los ensayos críticos. Éste seguro que se habría divertido viendo las pruebas generales o asistiendo al estreno del duelo por su fallecimiento. Del frágil individuo de ochenta y siete años —de sus miedos, de sus pesares, del frío o del sudor de sus últimas horas— no se puede decir ni imaginar nada.
Toda la obra de Borges está impregnada por la melancólica conciencia de que la literatura no puede salvar la vida y de que un poeta, en una poesía acerca de un tigre, sólo consigue decir «palabras, palabras, palabras», un tigre de sílabas y de papel, y busca en vano al otro tigre, al que no está en el verso sino en la selva. Pero Borges es grande precisamente porque logra evocar la vida, su plenitud y su vanidad, expresando la falta de adecuación de la literatura para representarla y haciendo propia esa inadecuación, asumiendo todos los riesgos del vacío y la aridez y consiguiendo así expresar la verdad de la ausencia moderna, del significado que no se deja atrapar y de las cosas que no se dejan aferrar. Gran intérprete de esta ausencia moderna, sabe ser también su víctima, destinando su obra a parecerse al mapa del imperio del que traza una parábola, un mapa que reproduce fielmente la tierra y se ajusta a ella con exactitud, pero que al final el viento acaba por hacer pedazos.
Se ha ensalzado a Borges como a un funámbulo del artificio y a un prestidigitador de la relojería literaria y los mecanismos literarios que se tienen como fin a sí mismos. Ésa es una mala pasada que el sapiente actor, para distraer su melancolía, ha jugado a muchos de sus émulos y admiradores, sofisticados, es decir, toscos y destinados a simular miserablemente la dolorosa e irónica ambivalencia de su poesía, que parece fácil de imitar como la kafkiana, pero al igual que ésta es inimitable y no muestra desde luego el triunfo coqueto del sofisma, sino la aventura y el extravío de la inteligencia en la trama elemental del mundo.
El mismo Borges, en muchas páginas repetitivas, se parece a sus flojos plagiarios; no es ciertamente un intelectual y ni siquiera es verdaderamente culto, porque su enorme erudición es un centón de motivos más acumulados que verdaderamente asimilados, pero sabe ser, a ratos, un gran poeta de lo elemental, de esa sencillez suprapersonal que nos afecta a todos y cada uno, y sabe expresar la luz de una tarde, la caída de la lluvia, la cercanía del sueño, la sombra de la casa natal o la frescura del agua que regocija en un espléndido relato, las especulaciones de Averroes. Es el poeta de la valentía, de la fidelidad, de la épica familiaridad con la vida y la muerte —de esos valores que él sabe que no posee ni en la existencia ni, salvo raras excepciones, en el arte y de los cuales sólo puede expresar la nostalgia.
Pero esa nostalgia constituye su genio. Sus dioses, ha dicho, no le concedieron la expresión que crea la vida, sino sólo la alusión que la menciona de refilón. Su poesía dice la melancolía de esa alusión fugitiva, «la inminencia de una revelación que no se produce», la espera de un secreto que no se revela. Algunos de sus relatos parecen apenas el genial esbozo de un relato que está todavía por escribir. En esa potencialidad a menudo decepcionada él encarna el destino de la literatura, a la que ya no le es dado transmitir valores y contar la unidad de la vida.
Para consolar y engañar a sus imitadores, el actor ha fingido complacerse con el jaque en que la literatura pone a la existencia. La grandeza de Borges consiste en cambio en la valentía con la que afrontó esa aridez personal y epocal, una valentía digna de esos héroes suyos que él tanto envidiaba —porque, a diferencia de él, saben empuñar la espada— y que le permitió hablar, en nombre de todos, de los miedos, de los apuros y la esterilidad de todos nosotros. Y de ese modo el bibliotecario acosado por la falta de amor y de deseo pudo escribir, en El Aleph, una gran parábola del amor reprimido y perdido.
La vida de Borges parece toda ella resumida en su escritura, en una bibliografía: su nacimiento en Buenos Aires, sus estudios en Europa, el culto de las memorias patrióticas y militares argentinas, su breve compromiso vanguardista pronto abandonado en favor de un escéptico clasicismo, la redacción de sus obras maestras dedicadas a los laberintos de la existencia, a las paradojas metafísicas, a la repetición circular del acaecer, a la épica de los suburbios bonaerenses. Pero su muerte nos impresiona, más que como un luto por la literatura, como la muerte de ese Cada Uno de las representaciones sagradas medievales. Nos lleva a pensar, como no ocurre con otros escritores, en nuestra vida, en nuestro amor y nuestra muerte.
Su desaparición no induce a escribir necrologías edificantes ni a atribuirle todas las virtudes. Tenía sus miopes y estrechas durezas de reaccionario, sus cerrazones, pecados y miserias de las que responder a sus dioses. Pero todo eso le hace ser hermano nuestro, espejo de nuestro destino. Hace algunos años, en Venecia, se sentía embarazado cuando le daban las gracias por lo que había escrito; sabía que no podía vanagloriarse de sus palabras y que la grandeza de su obra, misteriosa y tal vez casualmente conseguida por el otro, por el actor, formaba ya parte del mundo y no le pertenecía a él más que a mí o a cualquier otro. En sus últimos años, la gran libertad de la vejez le llevaba a disfrutar incluso con las chucherías de la vida, a haraganear por premios y congresos literarios incluso de escaso interés, regocijándose con los huecos de tiempo que le quedaban y persiguiendo esa cosa infinita e irrecuperable que todo hombre, como él había escrito, sabe que ha recibido y perdido.



En Utopía y desencanto
Título original: Utopia e disincanto. Storie, speranze, illusioni del moderno
Claudio Magris, 1999
Traducción: J.A. González Sainz
Foto: Claudio Magris por Danilo de Marco




14/10/14

Jorge Luis Borges: La busca de Averroes





S’imaginant que la tragédie n’est autre chose que 
l’art de louer…
ERNEST RENANAverroès, 48 (1861)
Abulgualid Muhámmad Ibn-Ahmad ibn-Muhámmad ibn-Rushd (un siglo tardaría ese largo nombre en llegar a Averroes, pasando por Benraist y por Avenryz, y aun por Aben-Rassad y Filius Rosadis) redactaba el undécimo capítulo de la obra Tahafut-ul-Tahafut (Destrucción de la Destrucción), en el que se mantiene, contra el asceta persa Ghazali, autor del Tahafut-ul-falasifa (Destrucción de filósofos), que la divinidad sólo conoce las leyes generales del universo, lo concerniente a las especies, no al individuo. Escribía con lenta seguridad, de derecha a izquierda; el ejercicio de formar silogismos y de eslabonar vastos párrafos no le impedía sentir, como un bienestar, la fresca y honda casa que lo rodeaba.
En el fondo de la siesta se enronquecían amorosas palomas; de algún patio invisible se elevaba el rumor de una fuente; algo en la carne de Averroes, cuyos antepasados procedían de los desiertos árabes, agradecía la constancia del agua. Abajo estaban los jardines, la huerta; abajo, el atareado Guadalquivir y después la querida ciudad de Córdoba, no menos clara que Bagdad o que el Cairo, como un complejo y delicado instrumento, y alrededor (esto Averroes lo sentía también) se dilataba hacia el confín la tierra de España, en la que hay pocas cosas, pero donde cada una parece estar de un modo sustantivo y eterno.
La pluma corría sobre la hoja, los argumentos se enlazaban, irrefutables, pero una leve preocupación empañó la felicidad de Averroes. No la causaba el Tahafut, trabajo fortuito, sino un problema de índole filológica vinculado a la obra monumental que lo justificaría ante las gentes: el comentario de Aristóteles. Este griego, manantial de toda filosofía, había sido otorgado a los hombres para enseñarles todo lo que se puede saber; interpretar sus libros como los ulemas interpretan el Alcorán era el arduo propósito de Averroes. Pocas cosas más bellas y más patéticas registrará la historia que esa consagración de un médico árabe a los pensamientos de un hombre de quien lo separaban catorce siglos; a las dificultades intrínsecas debemos añadir que Averroes, ignorante del siríaco y del griego, trabajaba sobre la traducción de una traducción. La víspera, dos palabras dudosas lo habían detenido en el principio de la Poética. Esas palabras eran tragedia comedia. Las había encontrado años atrás, en el libro tercero de la Retórica; nadie, en el ámbito del Islam, barruntaba lo que querían decir. Vanamente había fatigado las páginas de Alejandro de Afrodisia, vanamente había compulsado las versiones del nestoriano Hunáin ibn-Ishaq y de Abu-Bashar Mata. Esas dos palabras arcanas pululaban en el texto de la Poética; imposible eludirlas.
Averroes dejó la pluma. Se dijo (sin demasiada fe) que suele estar muy cerca lo que buscamos, guardó el manuscrito del Tahafut y se dirigió al anaquel donde se alineaban, copiados por calígrafos persas, los muchos volúmenes del Mohkam del ciego Abensida. Era irrisorio imaginar que no los había consultado, pero lo tentó el ocioso placer de volver sus páginas. De esa estudiosa distracción lo distrajo una suerte de melodía. Miró por el balcón enrejado; abajo, en el estrecho patio de tierra, jugaban unos chicos semidesnudos. Uno, de pie en los hombros de otro, hacía notoriamente de almuédano; bien cerrados los ojos, salmodiabaNo hay otro dios que el Dios. El que lo sostenía, inmóvil, hacía de alminar; otro, abyecto en el polvo y arrodillado, de congregación de los fieles. El juego duró poco; todos querían ser el almuédano, nadie la congregación o la torre. Averroes los oyó disputar en dialecto grosero, vale decir en el incipiente español de la plebe musulmana de la Península. Abrió el Quitah ul ain de Jalil y pensó con orgullo que en toda Córdoba (acaso en todo Al-Andalus) no había otra copia de la obra perfecta que esta que el emir Yacub Almansur le había remitido de Tánger. El nombre de ese puerto le recordó que el viajero Abulcásim Al-Asharí, que había regresado de Marruecos, cenaría con él esa noche en casa del alcoranista Farach. Abulcásim decía haber alcanzado los reinos del imperio de Sin (de la China); sus detractores, con esa lógica peculiar que da el odio, juraban que nunca había pisado la China y que en los templos de ese país había blasfemado de Alá. Inevitablemente, la reunión duraría unas horas; Averroes, presuroso, retomó la escritura del Tahafut. Trabajó hasta el crepúsculo de la noche.
El diálogo, en la casa de Farach, pasó de las incomparables virtudes del gobernador a las de su hermano el emir; después, en el jardín, hablaron de rosas. Abulcásim, que no las había mirado, juró que no había rosas como las rosas que decoran los cármenes andaluces. Farach no se dejó sobornar; observó que el docto Ibn Qutaiba describe una excelente variedad de la rosa perpetua, que se da en los jardines del Indostán y cuyos pétalos, de un rojo encarnado, presentan caracteres que dicen: No hay otro dios que el Dios, Muhámmad es el Apóstol de Dios. Agregó que Abulcásim, seguramente, conocería esas rosas. Abulcásim lo miró con alarma. Si respondía que sí, todos lo juzgarían, con razón, el más disponible y casual de los impostores; si respondía que no, lo juzgarían un infiel. Optó por musitar que con el Señor están las llaves de las cosas ocultas y que no hay en la tierra una cosa verde o una cosa marchita que no esté registrada en Su Libro. Esas palabras pertenecen a una de las primeras azoras; las acogió un murmullo reverencial. Envanecido por esa victoria dialéctica, Abulcásim iba a pronunciar que el Señor es perfecto en sus obras e inescrutable. Entonces Averroes declaró, prefigurando las remotas razones de un todavía problemático Hume:
—Me cuesta menos admitir un error en el docto Ibn Qutaiba, o en los copistas, que admitir que la tierra da rosas con la profesión de la fe.
—Así es. Grandes y verdaderas palabras —dijo Abulcásim.
—Algún viajero —recordó el poeta Abdalmálik— habla de un árbol cuyo fruto son verdes pájaros. Menos me duele creer en él que en rosas con letras.
—El color de los pájaros —dijo Averroes— parece facilitar el portento. Además, los frutos y los pájaros pertenecen al mundo natural, pero la escritura es un arte. Pasar de hojas a pájaros es más fácil que de rosas a letras.
Otro huésped negó con indignación que la escritura fuese un arte, ya que el original del Qurán —la madre del Libro— es anterior a la Creación y se guarda en el cielo. Otro habló de Cháhiz de Basra, que dijo que el Qurán es una sustancia que puede tomar la forma de un hombre o la de un animal, opinión que parece convenir con la de quienes le atribuyen dos caras. Farach expuso largamente la doctrina ortodoxa. El Qurán (dijo) es uno de los atributos de Dios, como Su piedad; se copia en un libro, se pronuncia con la lengua, se recuerda en el corazón, y el idioma y los signos y la escritura son obra de los hombres, pero el Qurán es irrevocable y eterno. Averroes, que había comentado la República, pudo haber dicho que la madre del Libro es algo así como su modelo platónico, pero notó que la teología era un tema del todo inaccesible a Abulcásim.
Otros, que también lo advirtieron, instaron a Abulcásim a referir alguna maravilla. Entonces como ahora, el mundo era atroz; los audaces podían recorrerlo, pero también los miserables, los que se allanaban a todo. La memoria de Abulcásim era un espejo de íntimas cobardías. ¿Qué podía referir? Además, le exigían maravillas y la maravilla es acaso incomunicable: la luna de Bengala no es igual a la luna del Yemen, pero se deja describir con las mismas voces. Abulcásim vaciló; luego, habló:
—Quien recorre los climas y las ciudades —proclamó con unción— ve muchas cosas que son dignas de crédito. Ésta, digamos, que sólo he referido una vez, al rey de los turcos. Ocurrió en Sin Kalán (Cantón), donde el río del Agua de la Vida se derrama en el mar.
Farach preguntó si la ciudad quedaba a muchas leguas de la muralla que Iskandar Zul Qarnain (Alejandro Bicorne de Macedonia) levantó para detener a Gog y a Magog.
—Desiertos la separan —dijo Abulcásim, con involuntaria soberbia—. Cuarenta días tardaría una cáfila (caravana) en divisar sus torres y dicen que otros tantos en alcanzarlas. En Sin Kalán no sé de ningún hombre que la haya visto o que haya visto a quien la vio.
El temor de lo crasamente infinito, del mero espacio, de la mera materia, tocó por un instante a Averroes. Miró el simétrico jardín; se supo envejecido, inútil, irreal. Decía Abulcásim:
—Una tarde, los mercaderes musulmanes de Sin Kalán me condujeron a una casa de madera pintada, en la que vivían muchas personas. No se puede contar cómo era esa casa, que más bien era un solo cuarto, con filas de alacenas o de balcones, unas encima de otras. En esas cavidades había gente que comía y bebía; y asimismo en el suelo, y asimismo en una terraza. Las personas de esa terraza tocaban el tambor y el laúd, salvo unas quince o veinte (con máscaras de color carmesí) que rezaban, cantaban y dialogaban. Padecían prisiones, y nadie veía la cárcel; cabalgaban, pero no se percibía el caballo; combatían, pero las espadas eran de caña; morían y después estaban de pie.
—Los actos de los locos —dijo Farach— exceden las previsiones del hombre cuerdo.
—No estaban locos —tuvo que explicar Abulcásim—. Estaban figurando, me dijo un mercader, una historia.
Nadie comprendió, nadie pareció querer comprender. Abulcásim, confuso, pasó de la escuchada narración a las desairadas razones. Dijo, ayudándose con las manos:
—Imaginemos que alguien muestra una historia en vez de referirla. Sea esa historia la de los durmientes de Éfeso. Los vemos retirarse a la caverna, los vemos orar y dormir, los vemos dormir con los ojos abiertos, los vemos crecer mientras duermen, los vemos despertar a la vuelta de trescientos nueve años, los vemos entregar al vendedor una antigua moneda, los vemos despertar en el paraíso, los vemos despertar con el perro. Algo así nos mostraron aquella tarde las personas de la terraza.
—¿Hablaban esas personas? —interrogó Farach.
—Por supuesto que hablaban —dijo Abulcásim, convertido en apologista de una función que apenas recordaba y que lo había fastidiado bastante—. ¡Hablaban y cantaban y peroraban!
—En tal caso —dijo Farach— no se requerían veinte personas. Un solo hablista puede referir cualquier cosa, por compleja que sea.
Todos aprobaron ese dictamen. Se encarecieron las virtudes del árabe, que es el idioma que usa Dios para dirigir a los ángeles; luego, de la poesía de los árabes. Abdalmálik, después de ponderarla debidamente, motejó de anticuados a los poetas que en Damasco o en Córdoba se aferraban a imágenes pastoriles y a un vocabulario beduino. Dijo que era absurdo que un hombre ante cuyos ojos se dilataba el Guadalquivir celebrara el agua de un pozo. Urgió la conveniencia de renovar las antiguas metáforas; dijo que cuando Zuhair comparó al destino con un camello ciego, esa figura pudo suspender a la gente, pero que cinco siglos de admiración la habían gastado. Todos aprobaron ese dictamen, que ya habían escuchado muchas veces, de muchas bocas. Averroes callaba. Al fin habló, menos para los otros que para él mismo.
—Con menos elocuencia —dijo Averroes— pero con argumentos congéneres, he defendido alguna vez la proposición que mantiene Abdalmálik. En Alejandría se ha dicho que sólo es incapaz de una culpa quien ya la cometió y ya se arrepintió; para estar libre de un error, agreguemos, conviene haberlo profesado. Zuhair, en su mohalaca, dice que en el decurso de ochenta años de dolor y de gloria, ha visto muchas veces al destino atropellar de golpe a los hombres, como un camello ciego; Abdalmálik entiende que esa figura ya no puede maravillar. A ese reparo cabría contestar muchas cosas. La primera, que si el fin del poema fuera el asombro, su tiempo no se mediría por siglos, sino por días y por horas y tal vez por minutos. La segunda, que un famoso poeta es menos inventor que descubridor. Para alabar a Ibn-Sháraf de Berja, se ha repetido que sólo él pudo imaginar que las estrellas en el alba caen lentamente como las hojas de los árboles; ello, si fuera cierto, evidenciaría que la imagen es baladí. La imagen que un solo hombre puede formar es la que no toca a ninguno. Infinitas cosas hay en la tierra; cualquiera puede equipararse a cualquiera. Equiparar estrellas con hojas no es menos arbitrario que equipararlas con peces o con pájaros. En cambio, nadie no sintió alguna vez que el destino es fuerte y es torpe, que es inocente y es también inhumano. Para esa convicción, que puede ser pasajera o continua, pero que nadie elude, fue escrito el verso de Zuhair. No se dirá mejor lo que allí se dijo. Además (y esto es acaso lo esencial de mis reflexiones), el tiempo, que despoja los alcázares, enriquece los versos. El de Zuhair, cuando éste lo compuso en Arabia, sirvió para confrontar dos imágenes, la del viejo camello y la del destino; repetido ahora, sirve para memoria de Zuhair y para confundir nuestros pesares con los de aquel árabe muerto. Dos términos tenía la figura y hoy tiene cuatro. El tiempo agranda el ámbito de los versos y sé de algunos que a la par de la música, son todo para todos los hombres. Así, atormentado hace años en Marrakesh por memorias de Córdoba, me complacía en repetir el apostrofe que Abdurrahmán dirigió en los jardines de Ruzafa a una palma africana:
Tú también eres, ¡oh palma!
En este suelo extranjera…
»Singular beneficio de la poesía; palabras redactadas por un rey que anhelaba el Oriente me sirvieron a mí, desterrado en África, para mi nostalgia de España.
Averroes, después, habló de los primeros poetas, de aquellos que en el Tiempo de la Ignorancia, antes del Islam, ya dijeron todas las cosas, en el infinito lenguaje de los desiertos. Alarmado, no sin razón, por las fruslerías de Ibn-Sháraf, dijo que en los antiguos y en el Qurán estaba cifrada toda poesía y condenó por analfabeta y por vana la ambición de innovar. Los demás lo escucharon con placer, porque vindicaba lo antiguo.
Los muecines llamaban a la oración de la primera luz cuando Averroes volvió a entrar en la biblioteca. (En el harén, las esclavas de pelo negro habían torturado a una esclava de pelo rojo, pero él no lo sabría sino a la tarde). Algo le había revelado el sentido de las dos palabras oscuras. Con firme y cuidadosa caligrafía agregó estas líneas al manuscrito: Aristú (Aristóteles) denomina tragedia a los panegíricos y comedias a las sátiras y anatemas. Admirables tragedias y comedias abundan en las páginas del Corán y en las mohalacas del santuario.
Sintió sueño, sintió un poco de frío. Desceñido el turbante, se miró en un espejo de metal. No sé lo que vieron sus ojos, porque ningún historiador ha descrito las formas de su cara. Sé que desapareció bruscamente, como si lo fulminara un fuego sin luz, y que con él desaparecieron la casa y el invisible surtidor y los libros y los manuscritos y las palomas y las muchas esclavas de pelo negro y la trémula esclava de pelo rojo y Farach y Abulcásim y los rosales y tal vez el Guadalquivir.
En la historia anterior quise narrar el proceso de una derrota. Pensé, primero, en aquel arzobispo de Canterbury que se propuso demostrar que hay un Dios; luego, en los alquimistas que buscaron la piedra filosofal; luego, en los vanos trisectores del ángulo y rectificadores del círculo. Reflexioné, después, que más poético es el caso de un hombre que se propone un fin que no está vedado a los otros, pero sí a él. Recordé a Averroes, que encerrado en el ámbito del islam, nunca pudo saber el significado de las voces tragedia y comedia. Referí el caso; a medida que adelantaba, sentí lo que hubo de sentir aquel dios mencionado por Burton que se propuso crear un toro y creó un búfalo. Sentí que la obra se burlaba de mí. Sentí que Averroes, queriendo imaginar lo que es un drama sin haber sospechado lo que es un teatro, no era más absurdo que yo, queriendo imaginar a Averroes, sin otro material que unos adarmes de Renan, de Lane y de Asín Palacios. Sentí, en la última página, que mi narración era un símbolo del hombre que yo fui, mientras la escribía y que, para redactar esa narración, yo tuve que ser aquel hombre y que, para ser aquel hombre, yo tuve que redactar esa narración, y así hasta lo infinito. (En el instante en que yo dejo de creer en él, «Averroes» desaparece).



En El Aleph (1949)
Publicado por primera vez en Sur Nro 152, junio 1947 
Foto: Pepe Fernández (Aeropuerto de Orly, 1978)

13/10/14

Jorge Luis Borges: El sueño de Lewis Carroll





Gustav Spiller escribió que los sueños corresponden al plano más bajo de nuestra actividad mental. No comparto ese concepto que, a mi parecer, tiende a subestimar al arte. Todas las artes son acaso una forma de sueño. Ist es mei Leben getraümt oder ist es wahr? ¿He soñado mi vida o fue verdadera?, se pregunta espléndidamente el poeta austriaco Walter von der Vegelweide. La literatura inglesa y los sueños guardan una antigua relación. Beda el Venerable refiere que Caedmon, el primer poeta de Inglaterra, compuso su primer poema en un sueño. Stevenson confiesa que soñó la transformación de Jekyill en Hyde y la escena central de Olalla. Un triple sueño de palabras, de arquitectura y de música dictó a Coleridge el admirable fragmento de Kubla Khan. Los casos del sueño como tema son innumerables en la historia de la literatura. Pero sin duda los más ilustres se hallan en los libros que nos ha dejado Lewis Carroll. Alicia sueña con el rey Rojo, que está soñándola, y alguien le advierte que si el rey se despierta ella se apagará como una vela, porque no es más que un sueño del rey que ella está soñando. Los dos sueños de Alicia bordean la pesadilla. Las ilustraciones de Tenniel (que ahora son inherentes a la obra y que a Carroll no le gustaban) continuamente acentúan la sugerida amenaza. A primera vista, las aventuras de Alicia parecen irresponsables o casi arbitrarias; luego comprobamos que encierran el secreto rigor del ajedrez y de la baraja, que asimismo son aventuras de la imaginación. Carroll, según se sabe, fue profesor de matemáticas en la universidad de Oxford; las paradojas logico-matemáticas que la obra nos propone no impide que ésta sea una magia para los niños.

En el trasfondo de los sueños de Lewis Carroll acecha una resignada y sonriente melancolía; la soledad de Alicia entre sus monstruos refleja acaso la del célibe que tejió la inolvidable fábula. La soledad de un hombre que no se atrevió nunca al amor y que no tuvo otros amigos que algunas niñas que el tiempo fue robándole, ni otro placer que la fotografía, menospreciada entonces. Queda otra zona, que mi incapacidad no entrevé y que algunos entendidos desdeñan: la de los pillow problems que urdió para poblar las noches del insomnio y para alejar (él mismo lo confiesa) los malos pensamientos que lo acosaban. El triste Caballero Blanco, artífice de cosas inservibles, es un autorretrato deliberado y una proyección, tal vez involuntaria, de aquel provinciano que trató de ser Don Quijote. Un Quijote o Quijano que nunca sabe si es un pobre sujeto que sueña ser un paladín cercado de hechiceros o un paladín cercado de hechiceros que sueña ser un pobre sujeto. Recuerdo ahora que Martin Gardner, a propósito de estos sueños recíprocos, nos habla de cierta obesa que pinta a una pintora flaca, que pinta a una pintora obesa que pinta a una pintora flaca, y así hasta lo infinito.

De todos los episodios de Alicia, el más inolvidable es el adiós del Caballero Blanco. Quizá el Caballero está conmovido, porque no ignora que él también es un sueño de Alicia, como Alicia fue un sueño del rey Rojo, que está a punto de esfumarse. El Caballero es el propio Carroll que se despide de los queridos sueños que poblaron su soledad.

Quien escribe para los niños corre peligro de quedar contaminado de puerilidad; el autor se confunde con los oyentes. Tal es el caso de Jean de La Fontaine, de Robert Louis Stevenson y de Rudyard Kipling. Se olvida que Stevenson escribió A child's garden or verses, pero también The master of Ballantrae; se olvida que Kipling nos ha dejado las Just so stories y los relatos más complejos y trágicos de nuestro siglo. En lo que a Carroll se refiere creo que los admirables libros de Alicia pueden ser leídos y releídos, según la locución hoy habitual, en muy diversos planos.

Esos sueños forman parte de nuestra felicidad; ojalá compartan esa felicidad quienes, más allá de los años y la repetida vigilia, siguen, como yo, volviendo sus páginas.


En El País 9 de febrero de 1986
Foto: Borges en Selinunte Sicilia © Ferdinando Scianna/Magnum Photos

12/10/14

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: La llegada del hombre a la Luna ("En diálogo", II, 65)






Osvaldo Ferrari: Hay un hecho de nuestra época, Borges, que a usted parece impresionarlo particularmente, y del que a pesar de haber ocurrido hace relativamente poco tiempo, no se suele hablar; me refiero a la llegada del hombre a la Luna.

Jorge Luis Borges: Sí, yo escribí un poema sobre ese tema. Ahora, por razones políticas, es decir, circunstanciales y efímeras, la gente tiende a disminuir la importancia de esa hazaña que, para mí, es la hazaña capital de nuestro siglo. Y absurdamente se ha comparado el descubrimiento de la Luna con el descubrimiento de América. Eso parece imposible, pero sin embargo es bastante frecuente. Claro, por la palabra descubrimiento; ya que la gente está acostumbrada a “descubrimiento de América”, entonces se aplica a “descubrimiento de la Luna”, o al descubrimiento de, no sé, de que hay otra vida, por ejemplo, ¿no? Bueno, yo creo que una vez inventada la nave, una vez inventados, digamos, los remos, el mástil, el velamen, el timón, el descubrimiento de América era inevitable. Me atrevería a decir que hablar “del descubrimiento” es una ligereza, sería mejor hablar de los descubrimientos de América, ya que hubo tantos. Podemos empezar por los de carácter mítico, por ejemplo, la Atlántida, que encontramos en las páginas de Platón y de Séneca; o los viajes de San Brandán, aquellos viajes en que se llegaba a islas con lebreles de plata que persiguen a ciervos de oro. Pero, podemos dejar esos mitos, que quizá son un reflejo transformado de hechos reales, y podemos llegar al siglo X; y ahí tenemos una fecha segura con la aventura de aquel caballero, que fue también un viking, y también, como tanta gente de aquellas latitudes, de aquella época, un asesino: parece que Erico, Erico el Rojo, debía, como decimos ahora, varias muertes en Noruega. Que eso hizo que fuera a la isla de Islandia, ahí debió otras muertes y tuvo que huir hacia el Oeste. Imaginemos que las distancias entonces eran mucho mayores que las de ahora, ya que el espacio se mide por el tiempo. Pues bien, él y sus naves llegaron a una isla que llamaron Groenlandia —creo que es greneland en islandés—. Ahora, hay dos explicaciones: se habla del color verde de los hielos —eso parece inverosímil— y de que Erico le dio el nombre de Groenlandia (tierra verde) para atraer a colonos. Erico el Rojo es un hermoso nombre para un héroe, y para un héroe del Norte, ¿no?

—Para un héroe sangriento.

—Para un héroe sangriento, sí. Erico el Rojo era pagano, pero no sé si era devoto de Odín, que da su nombre al miércoles inglés, o de Thor, que dio su nombre al thursday, el jueves, ya que se identificaba a uno con Mercurio —el miércoles— y al otro con Jove, Júpiter —el jueves—o El hecho es que llegó a Groenlandia, que llevó colonos con él, que hizo dos expediciones... y luego su hijo, Leif Ericson, descubre el continente: llega a Labrador, y más allá de lo que es ahora la frontera del Canadá, entra en lo que ahora son los Estados Unidos. Y luego tenemos los ulteriores descubrimientos, bueno, de Cristóbal Colón, de Américo Vespucio, que da su nombre al continente. Y después se pierde la cuenta de navegantes portugueses, holandeses, ingleses, españoles, de todas partes, que van descubriendo nuestro continente. Ahora, ellos buscaban las Indias, y tropezaron con este continente, que es tan importante ahora, en el cual estamos nosotros conversando.

—Creyeron, además, que era parte de las Indias.

—Sí, creyeron que era parte de las Indias, por eso usaron la palabra indio, que se aplica a los indígenas de aquí. Es decir, todo eso era un hecho fatal que tenía que ocurrir; y la prueba de ello es que ocurrió, bueno, históricamente a partir del siglo X. y de cualquier modo habría ocurrido, dado el hecho de que había navegación. En cambio, el descubrimiento de la Luna es completamente distinto. Se trata de una empresa no sólo física —no quiero negar el coraje de Armstrong y de los otros— sino de una empresa intelectual y científica; fue algo planeado, algo ejecutado, no un don del azar. Es completamente distinta, y además, es algo —creo que ocurrió en el año sesenta y nueve, si no estoy equivocado— que honra a la humanidad, no sólo porque participaron hombres de diversas naciones, sino por el hecho; bueno, haber llegado a la Luna no es poca hazaña. Y curiosamente, dos novelistas que escribieron libros sobre ese tema, me refiero... el primero, cronológicamente, fue Julio Verne, y el otro, evidentemente, H. G. Wells; ambos descreían de la posibilidad de la empresa. Y yo recuerdo, cuando publicó su primera novela Wells, Verne estaba muy escandalizado, y dijo: él inventa; porque Verne era un francés razonable, a quien le parecían extravagantes los sueños, las excentricidades de Wells. Los dos creyeron que era imposible, aunque en algún libro de Wells, no recuerdo cuál, se habla de la Luna, y se dice que esa Luna será el primer trofeo del hombre en la conquista del espacio. Ahora, pocos días después de la ejecución de la hazaña, yo me sentí muy feliz —y creo que en el poema yo digo que no hay un hombre en el mundo que sea más feliz, ahora que se ha ejecutado esa hazaña—, vino a verme el agregado cultural de la embajada soviética, y, más allá de los prejuicios, bueno, limítrofes, digamos, o cartográficos, que están de moda ahora, me dijo: “Ha sido la noche más feliz de mi vida”. Es decir, él se olvidó del hecho de que aquello hubiera sido organizado en los Estados Unidos, y pensó simplemente: hemos llegado a la luna, la humanidad ha llegado a la Luna. Pero ahora, el mundo se ha mostrado extrañamente ingrato con los Estados Unidos. Por ejemplo, Europa ha sido salvada dos veces, bueno, de crueldades absurdas, por los Estados Unidos: la Primera y la Segunda Guerra Mundial; la literatura actual es inconcebible sin... vamos a mencionar tres nombres: digamos Edgar Allan Poe, Walt Whitman, y Herman Melville, para no decir nada de Henry James. Pero no sé por qué no se reconocen esas cosas. Quizá por el poderío de los Estados Unidos. Bueno, Berkeley, el filósofo, ya dijo que el cuarto y el máximo imperio de la historia sería el de América. Y él se propuso preparar a los colonos de las Bermudas, y a los pieles rojas, para su futuro destino imperial (ríe). Tenemos entonces esta gran hazaña, la hemos visto, nos hemos sentido muy felices; y ahora tendemos, mezquinamente, a olvidarla. Pero, yo estoy monopolizando este diálogo (ríe).

—(Ríe.) Es que es muy interesante. Pocos años antes había empezado... el comienzo de la hazaña se había dado en el año cincuenta y siete, cuando se lanzó —bueno, aquí fue la Unión Soviética— el primer satélite artificial. Y doce años después...

—Es decir, que esos dos países rivales estaban, de hecho, colaborando.

—Colaborando en esta carrera espacial.

—Sí, sería por razones de rivalidad, pero el hecho es que debemos a esa rivalidad la ejecución de esa hazaña.

—Del hombre.

—Sí, esa hazaña del hombre, que para mí es la máxima de este siglo. Claro que fue posible mediante las computadoras, etcétera, que fueron una invención de este siglo también, ¿eh? Es decir... este siglo, claro, todos sentimos que estamos declinando, pero pensamos en razones éticas o económicas; especialmente en este país. Bueno, quizá la literatura del siglo XIX fue más rica; ahora se han inventado una cantidad de ciencias absurdas, por ejemplo, la psicología dinámica, o la sociolingüística. Pero, en fin, ésas son bromas pasajeras, ¿no? (ríen ambos); esperemos que sean rápidamente olvidadas. No obstante, científicamente no puede negarse todo lo que se ha hecho.

—Claro, tiene razón usted, porque según lo que hemos dicho, hace sólo veintiocho años que el hombre inicia, digamos, la aventura de salir de la Tierra; y sin embargo, no se habla de eso como se supone que...

—No, no se habla de eso porque como se está hablando de elecciones; claro, se está hablando del tema más melancólico de todos, que es la política. Lo digo, ciertamente no por primera vez, que soy enemigo del Estado y de los Estados; y del nacionalismo, que es una de las lacras de nuestro tiempo. Eso de que cada uno insista en el privilegio de haber nacido en tal o cual ángulo o rincón del planeta, ¿no?, y que estemos tan lejos del antiguo sueño de los estoicos, que en un momento en que la gente se definía por la ciudad: Tales de Mileto, Zenón de Elea, Heráclito de Efeso, etcétera, ellos decían que eran ciudadanos del mundo; lo cual tiene que haber sido una paradoja escandalosa para los griegos.

—Sin embargo, volviendo a los griegos, quizá podría verse la llegada del hombre a la Luna como una última consecuencia de aquello que Denis de Rougemont llamó “la aventura occidental del hombre”.

—Es cierto.

—Que pasa a través de las empresas que vemos en La Ilíada o en La Odisea, que pasa, naturalmente, por la empresa de Cristóbal Colón.

—Bueno, existe el hábito de hablar mal de los imperios, pero los imperios son un principio de cosmópolis, digamos.

—¿De cosmopolitismo dice usted?

—Sí, yo creo que los imperios, en ese sentido, han hecho bien. Por ejemplo, divulgando ciertos idiomas; actualmente creo que el porvenir inmediato será del castellano y del inglés. Desgraciadamente el francés está declinando, y el ruso y el chino son idiomas demasiado difíciles. Pero, en fin, todo eso puede ir llevándonos a esa deseada unidad, que aboliría, desde luego, la posibilidad de guerras, que es otro de los peligros actuales.

—Ahora, dentro de ese espíritu occidental, dentro de esa curiosidad occidental, que ha permitido los descubrimientos a lo largo del tiempo, y ahora que usted habló de los imperios, hay que acordarse que Colón hizo su descubrimiento en nombre de “La Cristiandad”, y que Colón fue llamado “Colomba Christi Ferens”, es decir, paloma portadora de Cristo.

—Ah, qué lindo, yo no sabía eso; claro, colomba, sí.

—Sí, Cristóbal, además, alude a Cristo...

—Sí, porque yo recuerdo, hay un grabado —no sé de quién es, y es famoso— en que está San Cristóbal llevando al niño Jesús, atravesando un río.

—Entonces, ¿puede verse “La Cristiandad” que origina el descubrimiento de Colón, como una versión de imperio, diría usted, en aquel momento?

—Y por qué no, y actualmente, bueno, el Islam ahora ha tomado una forma política; pero, en fin, es la manera en que ocurre eso, es decir, que a la larga... y, a la larga, todas las cosas son buenas.

—En aquel momento, el descubrimiento se hizo yendo hacia lo desconocido; en cambio, estas empresas de los Estados Unidos y la Unión Soviética para salir de la Tierra, bueno, quizá también conduzcan a lo desconocido.

—Desde luego, y en cuanto a la Luna, bueno, la luna de Virgilio y la luna de Shakespeare ya eran ilustres antes del descubrimiento, ¿no?

—Ciertamente.

—Sí, y nos han acompañado tanto; hay algo tan íntimo en la Luna... qué extraño, hay una frase de Virgilio que habla de “Amica silentia lune”. Ahora, él se refiere a los breves períodos de oscuridad que permiten a los griegos bajar del caballo de madera, e invadir Troya. Pero Wilde, que sin duda sabía lo que yo he dicho, prefiere hablar de “Los amistosos silencios de la Luna”; y yo, en un verso mío he dicho: “La amistad silenciosa de la Luna / (cito mal a Virgilio) te acompaña”.

—De cualquier manera, aun en este caso seguimos necesitando la presencia de lo desconocido.

—Y, yo creo que es muy necesaria, pero nunca nos faltará, ya que, suponiendo que exista el mundo externo; y yo creo que sí, que podemos conocer de él a través de las intuiciones que tenemos y de cinco sentidos corporales. Voltaire imaginó que no era imposible suponer cien sentidos; y ya con uno más cambiaría toda nuestra visión del mundo. Por lo pronto, la ciencia ya lo ha cambiado, porque lo que para nosotros es un objeto sólido, es para la ciencia, bueno, un sistema de átomos, de neutrones y electrones; nosotros mismos estaríamos hechos de esos sistemas atómicos y nucleares.

—Precisamente, no obstante, la hazaña de llegar a la Luna hubiera asombrado, y hubiera hecho pensar en lo desconocido a hombres de siglos anteriores.

—Y la habrían celebrado.

—El mismo Wells, que pertenece al siglo anterior y al nuestro, consideró que era imposible, como usted lo recordó.

—Sí, pero es que Wells, a diferencia de Julio Verne, se jactaba de que sus imaginaciones eran imposibles. Es decir, él estaba seguro de que no habría una máquina que viajara no sólo por el espacio, sino por el tiempo, con mayor velocidad que nosotros. Él estaba seguro de que era imposible un hombre invisible, y estaba seguro también de que no se llegaría a la Luna; él se jactaba de eso. Pero ahora parece que la realidad se encargó de desmentirlo, y de decirle que lo que él creía imaginario, era simplemente profético; no era más que profético.


Osvaldo Ferrari,  En diálogo, II, 65 
Buenos Aires, 1998
Foto: Borges y O. Ferrari c. 1984 Vía

11/10/14

Jorge Luis Borges: Elvira de Alvear






Todas las cosas tuvo y lentamente
todas la abandonaron. La hemos visto
armada de belleza. La mañana
y el claro mediodía le mostraron,
desde su cumbre, los hermosos reinos
de la tierra. La tarde fue borrándolos.
El favor de los astros (la infinita
y ubicua red de causas) le había dado
la fortuna, que anula las distancias
como el tapiz del árabe, y confunde
deseo y posesión, y el don del verso,
que transforma las penas verdaderas
en una música, un rumor y un símbolo,
y el fervor, y en la sangre la batalla
de Ituzaingó y el peso de laureles,
y el goce de perderse en el errante
río del tiempo (río y laberinto)
y en los lentos colores de las tardes.
Todas las cosas la dejaron, menos
una. La generosa cortesía
la acompañó hasta el fin de su jornada,
más allá del delirio y del eclipse,
de un modo casi angélico. De Elvira
lo primero que vi, hace tantos años,
fue la sonrisa y es también lo último.







En El Hacedor (1960)
Foto de Elvira de Alvear (posible Beatriz Viterbo): 
Revista de Occidente nº 301, Junio 2006 Vía
Foto Jorge Luis Borges: Susana Mulé




10/10/14

Jorge Luis Borges: Poema de los dones







Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dio a la vez los libros y la noche.
De esta ciudad de libros hizo dueños
a unos ojos sin luz, que sólo pueden
leer en las bibliotecas de los sueños
los insensatos párrafos que ceden
las albas a su afán. En vano el día
les prodiga sus libros infinitos,
arduos como los arduos manuscritos
que perecieron en Alejandría.
De hambre y de sed (narra una historia griega)
muere un rey entre fuentes y jardines;
yo fatigo sin rumbo los confines
de esa alta y honda biblioteca ciega.
Enciclopedias, atlas, el Oriente
y el Occidente, siglos, dinastías,
símbolos, cosmos y cosmogonías
brindan los muros, pero inútilmente.
Lento en mi sombra, la penumbra hueca
exploro con el báculo indeciso,
yo, que me figuraba el Paraíso
bajo la especie de una biblioteca.
Algo, que ciertamente no se nombra
con la palabra azar, rige estas cosas;
otro ya recibió en otras borrosas
tardes los muchos libros y la sombra.
Al errar por las lentas galerías
suelo sentir con vago horror sagrado
que soy el otro, el muerto, que habrá dado
los mismos pasos en los mismos días.
¿Cuál de los dos escribe este poema
de un yo plural y de una sola sombra?
¿Qué importa la palabra que me nombra
si es indiviso y uno el anatema?
Groussac o Borges, miro este querido
mundo que se deforma y que se apaga
en una pálida ceniza vaga
que se parece al sueño y al olvido.


En El Hacedor (1960)

9/10/14

Jorge Luis Borges: Delia Elena San Marco







Nos despedimos en una de las esquinas del Once.
Desde la otra vereda volví a mirar; usted se había dado vuelta y me dijo adiós con la mano.
Un río de vehículos y de gente corría entre nosotros; eran las cinco de una tarde cualquiera; cómo iba yo a saber que aquel río era el triste Aqueronte, el insuperable.
Ya no nos vimos y un año después usted había muerto.
Y ahora yo busco esa memoria y la miro y pienso que era falsa y que detrás de la despedida trivial estaba la infinita separación.
Anoche no salí después de comer y releí, para comprender estas cosas, la última enseñanza que Platón pone en boca de su maestro. Leí que el alma puede huir cuando muere la carne.
Y ahora no sé si la verdad está en la aciaga interpretación ulterior o en la despedida inocente.
Porque si no mueren las almas, está muy bien que en sus despedidas no haya énfasis.
Decirse adiós es negar la separación, es decir: Hoy jugamos a separarnos pero nos veremos mañana. Los hombres inventaron el adiós porque se saben de algún modo inmortales, aunque se juzguen contingentes y efímeros.
Delia: alguna vez anudaremos ¿junto a qué río? este diálogo incierto y nos preguntaremos si alguna vez, en una ciudad que se perdía en una llanura, fuimos Borges y Delia.




En El Hacedor (1960)
Foto: Borges por Enrique Hernández-D’Jesús
Exposición de fotografías de Jorge Luis Borges en Babilonia
Primer Festival de Culturas y Artes Internacionales en la Antigua Ciudad de Babil, en Irak


8/10/14

Jorge Luis Borges: Anotación al 23 de Agosto de 1944






Esa jornada populosa me deparó tres heterogéneos asombros: el grado físico de mi felicidad cuando me dijeron la liberación de París; el descubrimiento de que una emoción colectiva puede no ser innoble; el enigmático y notorio entusiasmo de muchos partidarios de Hitler. Sé que indagar ese entusiasmo es correr el albur de parecerme a los vanos hidrógrafos que indagaban por qué basta un solo rubí para detener el curso de un río; muchos me acusarán de investigar un hecho quimérico. Éste, sin embargo, ocurrió y miles de personas en Buenos Aires pueden atestiguarlo.
Desde el principio, comprendí que era inútil interrogar a los mismos protagonistas. Esos versátiles, a fuerza de ejercer la incoherencia, han perdido toda noción de que ésta debe justificarse: veneran la raza germánica, pero abominan de la América «sajona»; condenan los artículos de Versalles, pero aplaudieron los prodigios de Blitzkrieg; son anti semitas, pero profesan una religión de origen hebreo; bendicen la guerra submarina, pero reprueban con vigor las piraterías británicas; denuncian el imperialismo, pero vindican y promulgan la tesis del espacio vital; idolatran a San Martín, pero opinan que la independencia de América fue un error; aplican a los actos de Inglaterra el canon de Jesús, pero a los de Alemania el de Zarathustra.
Reflexioné, también, que toda incertidumbre era preferible a la de un diálogo con esos consanguíneos del caos, a quienes la infinita repetición de la interesante fórmula soy argentino exime del honor y de la piedad. Además, ¿no ha razonado Freud y no ha presentido Walt Whitman que los hombres gozan de poca información acerca de los móviles profundos de su conducta? Quizá, me dije, la magia de los símbolos París y liberación es tan poderosa que los partidarios de Hitler han olvidado que significan una derrota de sus armas. Cansado, opté por suponer que la novelería y el temor y la simple adhesión a la realidad eran explicaciones verosímiles del problema.
Noches después, un libro y un recuerdo me iluminaron. El libro fue el Man and Superman de Shaw; el pasaje a que me refiero es aquel del sueño metafísico de John Tanner, donde se afirma que el horror del Infierno es su irrealidad; esa doctrina puede parangonarse con la de otro irlandés, Juan Escoto Erigena, que negó la existencia sustantiva del pecado y del mal y declaró que todas las criaturas, incluso el diablo, regresarán a Dios. El recuerdo fue de aquel día que es perfecto y detestado reverso del 23 de agosto: el 14 de junio de 1940. Un germanófilo, de cuyo nombre no quiero acordarme, entró ese día en mi casa; de pie, desde la puerta, anunció la vasta noticia: los ejércitos nazis habían ocupado a París. Sentí una mezcla de tristeza, de asco, de malestar. Algo que no entendí me detuvo: la insolencia del júbilo no explicaba ni la estentórea voz ni la brusca proclamación. Agregó que muy pronto esos ejércitos entrarían en Londres. Toda oposición era inútil, nada podría detener su victoria. Entonces comprendí que él también estaba aterrado.
Ignoro si los hechos que he referido requieren elucidación. Creo poder interpretarlos así: Para los europeos y americanos, hay un orden —un solo orden— posible: el que antes llevó el nombre de Roma y que ahora es la cultura del Occidente. Ser nazi (jugar a la barbarie enérgica, jugar a ser un viking, un tártaro, un conquistador del siglo XVI, un gaucho, un piel roja) es, a la larga, una imposibilidad mental y moral. El nazismo adolece de irrealidad, como los infiernos de Erígena. Es inhabitable; los hombres sólo pueden morir por él, mentir por él, matar y ensangrentar por él. Nadie, en la soledad central de su yo, puede anhelar que triunfe. Arriesgo esta conjetura: Hitler quiere ser derrotado. Hitler, de un modo ciego, colabora con los inevitables ejércitos que lo aniquilarán, como los buitres de metal y el dragón (que no debieron de ignorar que eran monstruos) colaboraban, misteriosamente, con Hércules.


En Otras Inquisiciones (1952)
Foto: Borges por Enrique Hernández-D’Jesús
Exposición de fotografías de Jorge Luis Borges en Babilonia
Primer Festival de Culturas y Artes Internacionales en la Antigua Ciudad de Babil, en Irak

7/10/14

Jorge Luis Borges: El Cautivo






En Junín o en Tapalqué refieren la historia. Un chico desapareció después de un malón; se dijo que lo habían robado los indios. Sus padres lo buscaron inútilmente; al cabo de los años, un soldado que venía de tierra adentro les habló de un indio de ojos celestes que bien podía ser su hijo. Dieron al fin con él (la crónica ha perdido las circunstancias y no quiero inventar lo que no sé) y creyeron reconocerlo. El hombre, trabajado por el desierto y por la vida bárbara, ya no sabía oír las palabras de la lengua natal, pero se dejó conducir, indiferente y dócil, hasta la casa. Ahí se detuvo, tal vez porque los otros se detuvieron. Miró la puerta, como sin entenderla. De pronto bajó la cabeza, gritó, atravesó corriendo el zaguán y los dos largos patios y se metió en la cocina. Sin vacilar, hundió el brazo en la ennegrecida campana y sacó el cuchillito de mango de asta que había escondido ahí, cuando chico. Los ojos le brillaron de alegría y los padres lloraron porque habían encontrado al hijo.
Acaso a este recuerdo siguieron otros, pero el indio no podía vivir entre paredes y un día fue a buscar su desierto. Yo querría saber qué sintió en aquel instante de vértigo en que el pasado y el presente se confundieron; yo querría saber si el hijo perdido renació y murió en aquel éxtasis o si alcanzó a reconocer, siquiera como una criatura o un perro, los padres y la casa.



En El Hacedor (1960)



6/10/14

Jorge Luis Borges: El otro tigre





And the craft that createth a semblance
MORRISSigurd the Volsung (1876)
Pienso en un tigre. La penumbra exalta
la vasta Biblioteca laboriosa
y parece alejar los anaqueles;
fuerte, inocente, ensangrentado y nuevo,
él irá por su selva y su mañana
y marcará su rastro en la limosa
margen de un río cuyo nombre ignora.
(En su mundo no hay nombres ni pasado
ni porvenir, sólo un instante cierto.)
Y salvará las bárbaras distancias
y husmeará en el trenzado laberinto
de los olores el olor del alba
y el olor deleitable del venado.
Entre las rayas del bambú descifro
sus rayas y presiento la osatura
bajo la piel espléndida que vibra.
En vano se interponen los convexos
mares y los desiertos del planeta;
desde esta casa de un remoto puerto
de América del Sur, te sigo y sueño,
oh tigre de las márgenes del Ganges.
Cunde la tarde en mi alma y reflexiono
que el tigre vocativo de mi verso
es un tigre de símbolos y sombras,
una serie de tropos literarios
y de memorias de la enciclopedia
y no el tigre fatal, la aciaga joya
que, bajo el sol o la diversa luna,
va cumpliendo en Sumatra o en Bengala
su rutina de amor, de ocio y de muerte.
Al tigre de los símbolos he opuesto
el verdadero, el de caliente sangre,
el que diezma la tribu de los búfalos
y hoy, 3 de agosto del 59,
alarga en la pradera una pausada
sombra, pero ya el hecho de nombrarlo
y de conjeturar su circunstancia
lo hace ficción del arte y no criatura
viviente de las que andan por la tierra.
Un tercer tigre buscaremos. Éste
será como los otros una forma
de mi sueño, un sistema de palabras
humanas y no el tigre vertebrado
que, más allá de las mitologías,
pisa la tierra. Bien lo sé, pero algo
me impone esta aventura indefinida,
insensata y antigua, y persevero
en buscar por el tiempo de la tarde
el otro tigre, el que no está en el verso.


En El Hacedor (1960)
Foto © Ferdinando Scianna/Magnum Photos
Palermo, Sicilia: Borges sotto il dipinto "la vucciria" di Renato Guttuso



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