27/5/14

Jorge Luis Borges: Kafka y sus precursores





Yo premedité alguna vez un examen de los precursores de Kafka. A éste, al principio, lo pensé tan singular como el fénix de las alabanzas retóricas; a poco de frecuentarlo, creí reconocer su voz o sus hábitos, en textos de diversas literaturas y de diversas épocas. Registraré unos pocos aquí, en orden cronológico.

El primero es la paradoja de Zenón contra el movimiento. Un móvil que está en A (declara Aristóteles) no podrá alcanzar el punto B, porque antes deberá recorrer la mitad del camino entre los dos, y antes la mitad de la mitad, y antes, la mitad de la mitad, y así hasta el infinito; la forma de este ilustre problema es, exactamente, la de El Castillo, y el móvil y la flecha y Aquiles son los primeros personajes kafkianos de la literatura. En el segundo texto que el azar de los libros me deparó, la afinidad no está en la forma sino en el tono. Se trata de un apólogo de Han Yu, prosista del siglo IX, y consta en la admirable Anthologie raisonée de la littérature chinoise (1948) de Margoulié. Ese es el párrafo que marqué, misterioso y tranquilo: «Universalmente se admite que el unicornio es un ser sobrenatural y de buen agüero; así lo declaran las odas, los anales, las biografías de varones ilustres y otros textos cuya autoridad es indiscutible. Hasta los párvulos y las mujeres del pueblo saben que el unicornio constituye un presagio favorable. Pero este animal no figura entre los animales domésticos, no siempre es fácil encontrarlo, no se presta a una clasificación. No es como el caballo o el toro, el lobo o el ciervo. En tales condiciones, podríamos estar frente al unicornio y no sabríamos con seguridad que lo es. Sabemos que tal animal con crin es caballo y que tal animal con cuernos es toro. No sabemos cómo es el unicornio.»[1]

El tercer texto procede de una fuente más previsible; los escritos de Kierkegaard. La afinidad mental de ambos escritores es cosa de nadie ignorada; lo que no se ha destacado aún, que yo sepa, es el hecho de que Kierkegaard, como Kafka, abundó en parábolas religiosas de tema contemporáneo y burgués. Lowrie, en su Kierkegaard, transcribe dos. Una es la historia de un falsificador que revisa, vigilado incesantemente, los billetes del Banco de Inglaterra; Dios, de igual modo, desconfiaría de Kierkegaard y le habría encomendado una misión, justamente por saberlo avezado en el mal. El sujeto de otra son las expedientes al Polo Norte. Los párrocos habrían declarado desde los púlpitos que participar en tales expediciones conviene a la salud eterna del alma. Habrían admitido, sin embargo, que llegar al Polo es difícil y tal vez imposible y que no todos pueden acometer la aventura. Finalmente, anunciarían, que cualquier viaje —de Dinamarca a Londres, digamos en el vapor de la carrera—, o un paseo dominical en coche de plaza, son, bien mirados, verdaderas expediciones al Polo Norte, La cuarta de las prefiguraciones la hallé en el poema Fears and Scruples de Browning, publicado en 1876. Un hombre tiene, o cree tener, un amigo famoso. Nunca lo ha visto y el hecho es que éste no ha podido, hasta el día de hoy, ayudarlo, pero se cuentan rasgos suyos muy nobles, y circulan cartas auténticas. Hay quien pone en duda los rasgos, y los grafólogos afirman la apocrifidad de las cartas. El hombre, en el último verso, pregunta: «¿Y si este amigo fuera Dios?».

Mis notas registran asimismo dos cuentos. Uno pertenece a las Histories désobligeantes de León Bloy y refiere el caso de unas personas que abundan en globos terráqueos, en atlas, en guías de ferrocarril y en baúles, y que mueren sin haber logrado salir de su pueblo natal. El otro se titula Carcassonne y es obra de Lord Dunsany. Un invencible ejército de guerreros parte de un castillo infinito, sojuzga reinos y ve monstruos y fatiga los desiertos y las montañas, pero nunca llegan a Carcasona, aunque alguna vez la divisan. (Este cuento es, como fácilmente se advertirá, el estricto reverso del anterior; en el primero, nunca se sale de una ciudad; en el último, no se llega).

Si no me equivoco, las heterogéneas piezas que he enumerado se parecen a Kafka; si no me equivoco, no todas se parecen entre sí. Este último hecho es el más significativo. En cada uno de esos textos está la idiosincrasia de Kafka, en grado mayor o menor, pero si Kafka no hubiera escrito, no la percibiríamos; vale decir, no existiría. El poema Fears and Scruples de Browning profetiza la obra de Kafka, pero nuestra lectura de Kafka afina y desvía sensiblemente nuestra lectura del poema. Browning no lo leía como ahora nosotros lo leemos. En el vocabulario crítico, la palabra precursor es indispensable, pero habría que tratar de purificarla de toda connotación de polémica o rivalidad. El hecho es que cada escritor crea sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro.[2] En esta correlación nada importa la identidad o la pluralidad de los hombres. El primer Kafka de Betrachtung es menos precursor del Kafka de los mitos sombríos y de las instituciones atroces que Browning o Lord Dunsany.

Buenos Aires 1951

1. El desconocimiento del animal sagrado y su muerte oprobiosa o casual a manos del vulgo son temas tradicionales de la literatura china. Véase el último capítulo de Psychologie und Alchemie (Zürich, 1914), de Jung, que encierra dos curiosas ilustraciones


2. Véase T. S. Eliot: Points of View (1941), pags. 25-26


En Otras inquisiciones, 1952
Imagen: s/d

26/5/14

Jorge Luis Borges: Browning resuelve ser poeta





Por estos rojos laberintos de Londres
descubro que he elegido
la más curiosa de las profesiones humanas,
salvo que todas, a su modo, lo son.
Como los alquimistas
que buscaron la piedra filosofal
en el azogue fugitivo,
haré que las comunes palabras
-naipes marcados del tahúr, moneda de la plebe-
rindan la magia que fue suya
cuando Thor era el numen y el estrépito,
el trueno y la plegaria.
En el dialecto de hoy
diré a mi vez las cosas eternas;
trataré de no ser indigno
del gran eco de Byron.
Este polvo que soy será invulnerable.
Si una mujer comparte mi amor
mi verso rozará la décima esfera de los cielos concéntricos;
si una mujer desdeña mi amor
haré de mi tristeza una música,
un alto río que siga resonando en el tiempo.
Viviré de olvidarme.
Seré la cara que entreveo y olvido,
seré Judas que acepta
la divina misión de ser traidor,
seré Calibán en la ciénaga,
seré un soldado mercenario que muere
sin temor y sin fe,
seré Polícrates que ve con espanto
el anillo devuelto por el destino,
seré el amigo que me odia.
El persa me dará el ruiseñor y Roma la espada.
Máscaras, agonías, resurrecciones,
destejerán y tejerán mi suerte
y alguna vez seré Robert Browning.


En La rosa profunda, 1975
Imagen: s/d

25/5/14

Jorge Luis Borges: El forastero





En el santuario hay una espada.
Soy el segundo sacerdote del templo. Nunca la he visto.
Otras comunidades veneran un espejo de metal o una piedra.
Creo que se eligieron esas cosas porque alguna vez fueron raras.
Hablo con libertad; el Shinto es el más leve de los cultos.
El más leve y el más antiguo.
Guarda escrituras tan arcaicas que ya están casi en blanco.
Un ciervo o una gota de rocío podrían profesarlo.
Nos dice que debemos obrar bien, pero no ha fijado una ética.
No declara que el hombre teje su karma.
No quiere intimidar con castigos ni sobornar con premios.
Sus fieles pueden aceptar la doctrina de Buddha o la de Jesús.
Venera al Emperador y a los muertos.
Sabe que después de su muerte cada hombre es un dios que ampara a los suyos.
Sabe que después de su muerte cada árbol es un dios que ampara a los árboles.
Sabe que la sal, el agua y la música pueden purificarnos.
Sabe que son legión las divinidades.
Esta mañana nos visitó un viejo poeta peruano. Era ciego.
Desde el atrio compartimos el aire del jardín y el olor de la tierra húmeda y el canto de aves o de dioses.
A través de un intérprete quise explicarle nuestra fe.
No sé si me entendió.
Los rostros occidentales son máscaras que no se dejan descifrar.
Me dijo que de vuelta al Perú recordaría nuestro diálogo en un poema.
Ignoro si lo hará.
Ignoro si nos volveremos a ver.


En La cifra, 1981
Imagen: Fotografía de Elsa Dorfman. Borges en Cambridge, Midget Restaurant, c.1971

24/5/14

Jorge Luis Borges: La memoria de Shakespeare






Hay devotos de Goethe, de las Eddas y del tardío cantar de los Nibelungos; Shakespeare ha sido mi destino. Lo es aún, pero de una manera que nadie pudo haber presentido, salvo un solo hombre, Daniel Thorpe, que acaba de morir en Pretoria. Hay otro cuya cara no he visto nunca.

  Soy Hermann Soergel. El curioso lector ha hojeado quizá mi «Cronología de Shakespeare», que alguna vez creí necesaria para la buena inteligencia del texto y que fue traducida a varios idiomas, incluso el castellano. No es imposible que recuerde asimismo una prolongada polémica sobre cierta enmienda que Theobald intercaló en su edición crítica de 1734 y que desde esa fecha es parte indiscutida del canon. Hoy me sorprende el tono incivil de aquellas casi ajenas páginas. Hacia 1914 redacté, y no di a la imprenta, un estudio sobre las palabras compuestas que el helenista y dramaturgo George Chapman forjó para sus versiones homéricas y que retrotraen el inglés, sin que él pudiera sospecharlo, a su origen (Urprung) anglosajón. No pensé nunca que su voz, que he olvidado ahora, me sería familiar… Alguna separata firmada con iniciales completa, creo, mi biografía literaria. No sé si es lícito agregar una versión inédita de Macbeth, que emprendí para no seguir pensando en la muerte de mi hermano Otto Julius, que cayó en el frente occidental en 1917. No la concluí; comprendí que el inglés dispone, para su bien, de dos registros —el germánico y el latino— en tanto que nuestro alemán, pese a su mejor música, debe limitarse a uno solo.

  He nombrado ya a Daniel Thorpe. Me lo presentó el mayor Barclay, en cierto congreso shakespiriano. No diré el lugar, ni la fecha; sé harto bien que tales precisiones son, en realidad, vaguedades.

  Más importante que la cara de Daniel Thorpe, que mi ceguera parcial me ayuda a olvidar, era su notoria desdicha. Al cabo de los años, un hombre puede simular muchas cosas pero no la felicidad. De un modo casi físico, Daniel Thorpe exhalaba melancolía.

  Después de una larga sesión, la noche nos halló en una taberna cualquiera. Para sentirnos en Inglaterra (donde ya estábamos) apuramos en rituales jarros de peltre cerveza tibia y negra.

  —En el Punjab —dijo el mayor— me indicaron un pordiosero. Una tradición del Islam atribuye al rey Salomón una sortija que le permitía entender la lengua de los pájaros. Era fama que el pordiosero tenía en su poder la sortija. Su valor era tan inapreciable que no pudo nunca venderla y murió en uno de los patios de la mezquita de Wazil Khan, en Lahore.

  Pensé que Chaucer no desconocía la fábula del prodigioso anillo, pero decirlo hubiera sido estropear la anécdota de Barclay.

  —¿Y la sortija? —pregunté.

  —Se perdió, según la costumbre de los objetos mágicos. Quizás esté ahora en algún escondrijo de la mezquita o en la mano de un hombre que vive en un lugar donde faltan pájaros.

  —O donde hay tantos —dije— que lo que dicen se confunde. Su historia, Barclay, tiene algo de parábola.

  Fue entonces cuando habló Daniel Thorpe. Lo hizo de un modo impersonal, sin mirarnos. Pronunciaba el inglés de un modo peculiar, que atribuí a una larga estadía en el Oriente.

—No es una parábola —dijo—, y si lo es, es verdad. Hay cosas de valor tan inapreciable que no pueden venderse.

  Las palabras que trato de reconstruir me impresionaron menos que la convicción con que las dijo Daniel Thorpe. Pensamos que diría algo más, pero de golpe se calló, como arrepentido. Barclay se despidió. Lo dos volvimos juntos al hotel. Era ya muy tarde, pero Daniel Thorpe me propuso que prosiguiéramos la charla en su habitación. Al cabo de algunas trivialidades, me dijo:

  —Le ofrezco la sortija del rey. Claro está que se trata de una metáfora, pero lo que esa metáfora cubre no es menos prodigioso que la sortija. Le ofrezco la memoria de Shakespeare desde los días más pueriles y antiguos hasta los del principio de abril de 1616.

  No acerté a pronunciar una palabra. Fue como si me ofrecieran el mar.

  Thorpe continuó:

  —No soy un impostor. No estoy loco. Le ruego que suspenda su juicio hasta haberme oído. El mayor le habrá dicho que soy, o era, médico militar. La historia cabe en pocas palabras. Empieza en el Oriente, en un hospital de sangre, en el alba. La precisa fecha no importa. Con su última voz, un soldado raso, Adam Clay, a quien habían alcanzado dos descargas de rifle, me ofreció, poco antes del fin, la preciosa memoria. La agonía y la fiebre son inventivas; acepté la oferta sin darle fe.

  Además, después de una acción de guerra, nada es muy raro. Apenas tuvo tiempo de explicarme las singulares condiciones del don. El poseedor tiene que ofrecerlo en voz alta y el otro que aceptarlo. El que lo da lo pierde para siempre.

  El nombre del soldado y la escena patética de la entrega me parecieron literarios, en el mal sentido de la palabra.

  Un poco intimidado, le pregunté:

  —¿Usted, ahora, tiene la memoria de Shakespeare?

  Thorpe contestó:

  —Tengo, aún, dos memorias. La mía personal y la de aquel Shakespeare que parcialmente soy. Mejor dicho, dos memorias me tienen. Hay una zona en que se confunden. Hay una cara de mujer que no sé a qué siglo atribuir.

  Yo le pregunté entonces:

  —¿Qué ha hecho usted con la memoria de Shakespeare?

  Hubo un silencio. Después dijo:

  —He escrito una biografía novelada que mereció el desdén de la crítica y algún éxito comercial en los Estados Unidos y en las colonias. Creo que es todo. Le he prevenido que mi don no es una sinecura. Sigo a la espera de su respuesta.

  Me quedé pensando. ¿No había consagrado yo mi vida, no menos incolora que extraña, a la busca de Shakespeare? ¿No era justo que al fin de la jornada diera con él?

  Dije, articulando bien cada palabra:

  —Acepto la memoria de Shakespeare.

  Algo, sin duda, aconteció, pero no lo sentí.

  Apenas un principio de fatiga, acaso imaginaria.

  Recuerdo claramente que Thorpe me dijo:

  —La memoria ya ha entrado en su conciencia, pero hay que descubrirla. Surgirá en los sueños, en la vigilia, al volver las hojas de un libro o al doblar una esquina. No se impaciente usted, no invente recuerdos. El azar puede favorecerlo o demorarlo, según su misterioso modo. A medida que yo vaya olvidando, usted recordará. No le prometo un plazo.

  Lo que quedaba de la noche lo dedicamos a discutir el carácter de Shylock. Me abstuve de indagar si Shakespeare había tenido trato personal con judíos. No quise que Thorpe imaginara que yo lo sometía a una prueba. Comprobé, no sé si con alivio o con inquietud, que sus opiniones eran tan académicas y tan convencionales como las mías.

 A pesar de la vigilia anterior, casi no dormí la noche siguiente. Descubrí, como otras tantas veces, que era un cobarde. Por el temor de ser defraudado, no me entregué a la generosa esperanza. Quise pensar que era ilusorio el presente de Thorpe. Irresistiblemente, la esperanza prevaleció. Shakespeare sería mío, como nadie lo fue de nadie, ni en el amor, ni en la amistad, ni siquiera en el odio. De algún modo yo sería Shakespeare. No escribiría las tragedias ni los intrincados sonetos, pero recordaría el instante en que me fueron reveladas las brujas, que también son las parcas, y aquel otro en que me fueron dadas las vastas líneas:
  
    And shake the yoke of inauspicious stars
    From this worldweary flesh.
  
  Recordaría a Anne Hathaway como recuerdo a aquella mujer, ya madura, que me enseñó el amor en un departamento de Lübeck, hace ya tantos años. (Traté de recordarla y sólo pude recobrar el empapelado, que era amarillo, y la claridad que venía de la ventana. Este primer fracaso hubiera debido anticiparme los otros).

  Yo había postulado que las imágenes de la prodigiosa memoria serían, ante todo, visuales. Tal no fue el hecho. Días después, al afeitarme, pronuncié ante el espejo unas palabras que me extrañaron y que pertenecían, como un colega me indicó, al A, B, C, de Chaucer. Una tarde, al salir del Museo Británico, silbé una melodía muy simple que no había oído nunca.

  Ya habrá advertido el lector el rasgo común de esas primeras revelaciones de una memoria que era, pese al esplendor de algunas metáforas, harto más auditiva que visual.

  De Quincey afirma que el cerebro del hombre es un palimpsesto. Cada nueva escritura cubre la escritura anterior y es cubierta por la que sigue, pero la todopoderosa memoria puede exhumar cualquier impresión, por momentánea que haya sido, si le dan el estímulo suficiente. A juzgar por su testamento, no había un solo libro, ni siquiera la Biblia, en casa de Shakespeare, pero nadie ignora las obras que frecuentó. Chaucer, Gower, Spenser, Christopher Marlowe, la Crónica de Holinshed, el Montaigne de Florio, el Plutarco de North. Yo poseía de manera latente la memoria de Shakespeare; la lectura, es decir la relectura, de esos viejos volúmenes sería el estímulo que buscaba. Releí también los sonetos, que son su obra más inmediata. Di alguna vez con la explicación o con las muchas explicaciones. Los buenos versos imponen la lectura en voz alta; al cabo de unos días recobré sin esfuerzo las erres ásperas y las vocales abiertas del siglo dieciséis.

  Escribí en la Zeitschrift für germanische Philologie que el soneto 127 se refería a la memorable derrota de la Armada Invencible. No recordé que Samuel Butler, en 1899, ya había formulado esa tesis.

  Una visita a Stratford-on-Avon fue, previsiblemente, estéril.

   Después advino la transformación gradual de mis sueños. No me fueron deparadas, como a De Quincey, pesadillas espléndidas, ni piadosas visiones alegóricas, a la manera de su maestro, Jean Paul. Rostros y habitaciones desconocidas entraron en mis noches. El primer rostro que identifiqué fue el de Chapman; después, el de Ben Jonson y el de un vecino del poeta, que no figura en las biografías, pero que Shakespeare vería con frecuencia.

  Quien adquiere una enciclopedia no adquiere cada línea, cada párrafo, cada página y cada grabado; adquiere la mera posibilidad de conocer alguna de esas cosas. Si ello acontece con un ente concreto y relativamente sencillo, dado el orden alfabético de las partes, ¿qué no acontecerá con un ente abstracto y variable, ondoyant et divers, como la mágica memoria de un muerto?

  A nadie le está dado abarcar en un solo instante la plenitud de su pasado. Ni a Shakespeare, que yo sepa, ni a mí, que fui su parcial heredero, nos depararon ese don. La memoria del hombre no es una suma; es un desorden de posibilidades indefinidas. San Agustín, si no me engaño, habla de los palacios y cavernas de la memoria. La segunda metáfora es la más justa. En esas cavernas entré.

 Como la nuestra, la memoria de Shakespeare incluía zonas, grandes zonas de sombra rechazadas voluntariamente por él. No sin algún escándalo recordé que Ben Jonson le hacía recitar hexámetros latinos y griegos y que el oído, el incomparable oído de Shakespeare, solía equivocar una cantidad, entre la risotada de los colegas.

  Conocí estados de ventura y de sombra que trascienden la común experiencia humana. Sin que yo lo supiera, la larga y estudiosa soledad me había preparado para la dócil recepción del milagro.

  Al cabo de unos treinta días, la memoria del muerto me animaba. Durante una semana de curiosa felicidad, casi creí ser Shakespeare. La obra se renovó para mí. Sé que la luna, para Shakespeare, era menos la luna que Diana y menos Diana que esa obscura palabra que se demora: moon. Otro descubrimiento anoté. Las aparentes negligencias de Shakespeare, esas absence dans l'infini de que apologéticamente habla Hugo, fueron deliberadas. Shakespeare las toleró, o intercaló, para que su discurso, destinado a la escena, pareciera espontáneo y no demasiado pulido y artificial (nicht allzu glatt und gekunstelt). Esa misma razón lo movió a mezclar sus metáforas:

   my way of life
   Is fall'n into the sear, the yellow leaf.
  

  Una mañana discerní una culpa en el fondo de su memoria. No traté de definirla; Shakespeare lo ha hecho para siempre. Básteme declarar que esa culpa nada tenía en común con la perversión.

  Comprendí que las tres facultades del alma humana, memoria, entendimiento y voluntad, no son una ficción escolástica. La memoria de Shakespeare no podía revelarme otra cosa que las circunstancias de Shakespeare. Es evidente que éstas no constituyen la singularidad del poeta; lo que importa es la obra que ejecutó con ese material deleznable.

  Ingenuamente, yo había premeditado, como Thorpe, una biografía. No tardé en descubrir que ese género literario requiere condiciones de escritor que ciertamente no son mías. No sé narrar. No sé narrar mi propia historia, que es harto más ordinaria que la de Shakespeare. Además, ese libro sería inútil. El azar o el destino dieron a Shakespeare las triviales cosas terribles que todo hombre conoce; él supo transmutarlas en fábulas, en personajes mucho más vívidos que el hombre gris que los soñó, en versos que no dejarán caer las generaciones, en música verbal. ¿A qué destejer esa red, a qué minar la torre, a qué reducir a las módicas proporciones de una biografía documental o de una novela realista el sonido y la furia de Macbeth?

  Goethe constituye, según se sabe, el culto oficial de Alemania; más íntimo es el culto de Shakespeare, que profesamos no sin nostalgia. (En Inglaterra, Shakespeare, que tan lejano está de los ingleses, constituye el culto oficial; el libro de Inglaterra es la Biblia).

  En la primera etapa de la aventura sentí la dicha de ser Shakespeare; en la postrera, la opresión y el terror. Al principio las dos memorias no mezclaban sus aguas. Con el tiempo, el gran río de Shakespeare amenazó, y casi anegó, mi modesto caudal. Advertí con temor que estaba olvidando la lengua de mis padres. Ya que la identidad personal se basa en la memoria, temí por mi razón.

  Mis amigos venían a visitarme; me asombró que no percibieran que estaba en el infierno.

  Empecé a no entender las cotidianas cosas que me rodeaban (die alltägliche Umwelt). Cierta mañana me perdí entre grandes formas de hierro, de madera y de cristal. Me aturdieron silbatos y clamores. Tardé un instante, que pudo parecerme infinito, en reconocer las máquinas y los vagones de la estación de Bremen.

  A medida que transcurren los años, todo hombre está obligado a sobrellevar la creciente carga de su memoria. Dos me agobiaban, confundiéndose a veces: la mía y la del otro, incomunicable.

  Todas las cosas quieren perseverar en su ser, ha escrito Spinoza. La piedra quiere ser una piedra, el tigre un tigre, yo quería volver a ser Hermann Soergel.

  He olvidado la fecha en que decidí liberarme. Di con el método más fácil. En el teléfono marqué números al azar. Voces de niño o de mujer contestaban. Pensé que mi deber era respetarlas. Di al fin con una voz culta de hombre. Le dije:

  —¿Quieres la memoria de Shakespeare? Sé que lo que te ofrezco es muy grave. Piénsalo bien.

  Una voz incrédula replicó:

  —Afrontaré ese riesgo. Acepto la memoria de Shakespeare.

  Declaré las condiciones del don. Paradójicamente, sentía a la vez la nostalgia del libro que yo hubiera debido escribir y que me fue vedado escribir y el temor de que el huésped, el espectro, no me dejara nunca.

  Colgué el tubo y repetí como una esperanza estas resignadas palabras:
  
    Simply the thing I am shall make me live.

Yo había imaginado disciplinas para despertar la antigua memoria; hube de buscar otras para borrarla. Una de tantas fue el estudio de la mitología de William Blake, discípulo rebelde de Swedenborg. Comprobé que era menos compleja que complicada.

  Ese y otros caminos fueron inútiles; todos me llevaban a Shakespeare.

  Di al fin con la única solución para poblar la espera: la estricta y vasta música: Bach.

  P.S. 1924 —Ya soy un hombre entre los hombres. En la vigilia soy el profesor emérito Hermann Soergel, que manejo un fichero y que redacto trivialidades eruditas, pero en el alba sé, alguna vez, que el que sueña es el otro. De tarde en tarde me sorprenden pequeñas y fugaces memorias que acaso son auténticas.


En La memoria de Shakespeare, 1983
Foto: Borges entrevistado por Rita Guibert
por Charles H. Pilips LIFE 1968 para Getty Images



23/5/14

Jorge Luis Borges: La noche cíclica








A Silvina Bullrich

Lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras:
los astros y los hombres vuelven cíclicamente;
los átomos fatales repetirán la urgente
Afrodita de oro, los tebanos, las ágoras.

En edades futuras oprimirá el centauro
con el casco solípedo el pecho del lapita;
cuando Roma sea polvo, gemirá en la infinita
noche de su palacio fétido el minotauro.

Volverá toda noche de insomnio: minuciosa.
La mano que esto escribe renacerá del mismo
vientre. Férreos ejércitos construirán el abismo.
(David Hume de Edimburgo dijo la misma cosa.)

No sé si volveremos en un ciclo segundo
como vuelven las cifras de una fracción periódica;
pero sé que una oscura rotación pitagórica
noche a noche me deja en un lugar del mundo

que es de los arrabales. Una esquina remota
que puede ser del norte, del sur o del oeste,
pero que tiene siempre una tapia celeste,
una higuera sombría y una vereda rota.

Ahí está Buenos Aires. El tiempo que a los hombres
trae el amor o el oro, a mí apenas me deja
esta rosa apagada, esta vana madeja
de calles que repiten los pretéritos nombres

de mi sangre: Laprida, Cabrera, Soler, Suárez...
Nombres en que retumban (ya secretas) las dianas,
las repúblicas, los caballos y las mañanas,
las felices victorias, las muertes militares.

Las plazas agravadas por la noche sin dueño
son los patios profundos de un árido palacio
y las calles unánimes que engendran el espacio
son corredores de vago miedo y de sueño.

Vuelve la noche cóncava que descifró Anaxágoras;
vuelve a mi carne humana la eternidad constante
y el recuerdo ¿el proyecto? de un poema incesante:
«Lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras...»


En El otro, el mismo (1964)
Retrato de Jorge Luis Borges
Foto ©picture-alliance/dpa

22/5/14

Jorge Luis Borges: El ruiseñor de Keats





Quienes han frecuentado la poesía lírica en Inglaterra no olvidan la Oda a un ruiseñor que John Keats, tísico, pobre y acaso infortunado en amor, compuso en un jardín de Hamppstead, a la edad de veintitrés años, en una de las noches del mes de abril de 1819. Keats, en el jardín suburbano, oyó el eterno ruiseñor de Ovidio y de Shakespeare y sintió su propia mortalidad y la contrastó con la tenue voz imperecedera del invisible pájaro. Keats había escrito que el poeta debe dar poesías naturalmente, como el árbol da hojas; dos o tres horas le bastaron para producir esas páginas de inagotable e insaciable hermosura, que apenas limaría después; su virtud, que yo sepa, no ha sido discutida por nadie, pero sí la interpretación. El nudo del problema está en la penúltima estrofa. El hombre circunstancial y mortal se dirige al pájaro, «que no huellan las hambrientas generaciones» y cuya voz, ahora, es la que en campos de Israel, una antigua tarde, oyó Ruth la moabita.

En su monografía sobre Keats, publicada en 1887, Sidney Colvin (corresponsal y amigo de Stevenson) percibió o invento una dificultad en la estrofa de que hablo. Copio su curiosa declaración: «Con un error de lógica, que a mi parecer, es también una falla. Keats opone a la fugacidad de la vida humana, por la que entiende la vida del individuo, la permanencia de la vida del pájaro, por la que entiende la vida de la especie.» El 1895, Bridges repitió la denuncia: F.R Leavis la aprobó en 1936 y le agregó el escolio: «Naturalmente, la falacia incluida en este concepto prueba la intensidad del sentimiento que la prohijó…» Keats en la primera estrofa de su poema, había llamado dríade al ruiseñor; otro crítico, Garrod, seriamente alegó ese epíteto para dictaminar que en la séptima, el ave es inmortal porque es una dríade, una divinidad de los bosques. Amy Lowell escribió con mejor acierto: «El lector que tenga una chispa de sentido imaginativo o poético intuirá inmediatamente que Keats no se refiere al ruiseñor que cantaba en ese momento, sino a la especie.»


Cinco dictámenes de cinco críticos actuales y pasados he recogido; entiendo que de todos el menos vano es el de la norteamericana Amy Lowell, pero niego la oposición que en él se postula entre el efímero ruiseñor de esa noche y el ruiseñor genérico. La clave, la exacta clave de la estrofa, está, lo sospecho, en un párrafo metafísico de Schopenhauer, que no la leyó nunca.

La Oda a un ruiseñor data de 1819; en 1844 apareció el segundo volumen de El mundo como voluntad y representación. En el capítulo 41 se lee: «Preguntémonos con sinceridad si la golondrina de este verano es otra que la del primero y si realmente entre las dos el milagro de sacar algo de la nada ha ocurrido millones de veces para ser burlado otras tantas por la aniquilación absoluta. Quien me oiga asegurar que este gato que está jugando ahí es el mismo que brincaba y que traveseaba en este lugar hace trescientos años pensará de mí lo que quiera, pero locura más extraña es imaginar que fundamentalmente es otro». Es decir, el individuo es de algún modo la especie, y el ruiseñor de Keats es también el ruiseñor de Ruth Keats, que sin exagerada injusticia pudo escribir: «No sé nada, no he leído nada», adivinó, a través de las páginas de algún diccionario escolar, el espíritu griego; sutilísima prueba de esa adivinación o recreación es haber intuido en el oscuro ruiseñor de una noche el ruiseñor platónico. Keats, acaso incapaz de definir la palabra arquetipo se anticipó en un cuarto de siglo a una tesis de Schopenhauer.

Aclarada así la dificultad, queda por aclarar una segunda, de muy diversa índole. ¿Cómo no dieron con esta interpretación evidente Garrod y Leavis y los otros? Leavis es profesor de uno de los colegios de Cambridge; —la ciudad que, en el siglo XVII, congregó y dio nombre a los Cambridge Platonists—; Bridges escribió un poema platónico titulado The Fourth Dimension; la mera enumeración de estos hechos parece agravar el enigma. Si no me equivoco, su razón deriva de algo esencial en la mente británica.

Observa Coleridge que todos los hombres nacen aristotélicos o platónicos. Los últimos sienten que las clases, los órdenes y los géneros son realidades; los primeros, que son generalizaciones; para éstos, el lenguaje no es otra cosa que un aproximativo juego de símbolos; para aquéllos es el mapa del universo. El platónico sabe que el universo es de algún modo un cosmos, un orden; ese orden, para el aristotélico, puede ser un error o una ficción de nuestro conocimiento parcial. A través de las latitudes y de las épocas, los dos antagonistas inmortales cambian de dialecto y de nombre: uno es Parménides, Platón, Spinoza, Kant, Francis Bradley; el otro, Heráclito, Aristóteles, Locke, Hume, William James. En las arduas escuelas de la Edad Media, todos invocan a Aristóteles, maestro de la humana razón (Convivio, IV, 2), pero (p.719) los nominalistas son Aristóteles; los realistas, Platón. El nominalismo inglés del siglo XIV resurge en el escrupuloso idealismo inglés del siglo XVIII; la economía de la fórmula de Occam, entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem permite o prefigura el no menos taxativo esse est percipi. Los hombres, dijo Coleridge, nacen aristotélicos o platónicos; de la mente inglesa cabe afirmar que nació aristotélica. Lo real, para esa mente, no son los conceptos abstractos, sino los individuos; no el ruiseñor genérico, sino los ruiseñores concretos. Es natural, es acaso inevitable, que en Inglaterra no sea comprendida rectamente la Oda a un ruiseñor.

Que nadie lea una reprobación o un desdén en las anteriores palabras. El inglés rechaza lo genérico porque siente que lo individual es irreductible, inasimilable e impar. Un escrúpulo ético, no una incapacidad especulativa, le impide traficar en abstracciones, como los alemanes. No entiende la Oda a un ruiseñor; esa valiosa incomprensión le permite ser Locke, ser Berkeley y ser Hume, y redactar, hará setenta años, las no escuchadas y proféticas advertencias del Individuo contra el Estado. El ruiseñor, en todas las lenguas del orbe, goza de nombres melodiosos (nightingale, nachtigall, usignolo), como si los hombres instintivamente hubieran querido que éstos no desmerecieran del canto que los maravilló. Tanto lo han exaltado los poetas que ahora es un poco irreal; menos afín a la calandria que al ángel. Desde los enigmas sajones del Libro de Exeter («yo, antiguo cantor de la tarde, traigo a los nobles alegría en las villas») hasta la trágica Atalanta de Swinburne, el infinito ruiseñor ha cantado en la literatura británica; Chaucer y Shakespeare lo celebran, Milton y Matthew Arnold, pero a John Keats unimos fatalmente su imagen como a Blake la del tigre. 


En Otras inquisiciones (1952) 



21/5/14

Jorge Luis Borges: Magias parciales del Quijote





Es verosímil que estas observaciones hayan sido enunciadas alguna vez y quizá muchas veces; la discusión de su novedad me interesa menos que la de su posible verdad. Cotejado con otros libros clásicos (la Ilíada, la Eneida, la Farsalia, la Comedia dantesca, las tragedias y comedias de Shakespeare), el Quijote es realista; este realismo, sin embargo, difiere esencialmente del que ejerció el siglo XIX. Joseph Conrad pudo escribir que excluía de su obra lo sobrenatural, porque admitirlo parecía negar que lo cotidiano fuera maravilloso: ignoro si Miguel de Cervantes compartió esa intuición, pero sé que la forma del Quijote le hizo contraponer a un mundo imaginario poético, un mundo real prosaico. Conrad y Henry James novelaron la realidad porque la juzgaban poética; para Cervantes son antinomias lo real y lo poético. A las vastas y vagas geografías del Amadís opone los polvorientos caminos y los sórdidos mesones de Castilla; imaginemos a un novelista de nuestro tiempo que destacara con sentido paródico las estaciones de aprovisionamiento de nafta Cervantes ha creado para nosotros la poesía de la España del siglo XVII, pero ni aquel siglo ni aquella España eran poéticas para él; hombres como Unamuno o Azorín o Antonio Machado, enternecidos ante la evocación de la Mancha, le hubieran sido incomprensibles. El plan de su obra le vedaba lo maravilloso; éste, sin embargo, tenía que figurar, siquiera de manera indirecta, como los crímenes y el misterio en una parodia de la novela policial. Cervantes no podía recurrir a talismanes o a sortilegios, pero insinuó lo sobrenatural de un modo sutil, y, por ello mismo, más eficaz. Intimamente, Cervantes amaba lo sobrenatural. Paul Groussac, en 1924, observó: «Con alguna mal fijada tintura de latín e italiano, la cosecha literaria de Cervantes provenía sobre todo de las novelas pastoriles y las novelas de caballería, fábulas arrulladoras del cautiverio.» El Quijote es menos un antídoto de esas ficciones que una secreta despedida nostálgica.

En la realidad, cada novela es un plano ideal; Cervantes se complace en confundir lo objetivo y lo subjetivo, el mundo del lector y el mundo del libro. En aquellos capítulos que discuten si la bacía del barbero es un yelmo y la albarda un jaez, el problema se trata de modo explícito; otros lugares, como ya anoté, lo insinúan. En el sexto capítulo de la primera parte, el cura y el barbero revisan la biblioteca de Don Quijote; asombrosamente uno de los libros examinados es la Galatea de Cervantes, y resulta que el barbero es amigo suyo y no lo admira demasiado, y dice que es más versado en desdichas que en versos y que el libro tiene algo de buena invención, propone algo y no concluye nada. El barbero, sueño de Cervantes o forma de un sueño de Cervantes, juzga a Cervantes… También es sorprendente saber, en el principio del noveno capítulo, que la novela entera ha sido traducida del árabe y que Cervantes adquirió el manuscrito en el mercado de Toledo, y lo hizo traducir por un morisco, a quien alojó más de mes y medio en su casa, mientras concluía la tarea. Pensamos en Carlyle, que fingió que el Sartor resartus era versión parcial de una obra publicada en Alemania por el doctor Diógenes Teufelsdroeckh; pensamos en el rabino castellano Moisés de León, que compuso el Zohar o Libro del Esplendor y lo divulgó como obra de un rabino palestiniano del siglo III.

Ese juego de extrañas ambigüedades culmina en la segunda parte; los protagonistas han leído la primera, los protagonistas del Quijote son, asimismo, lectores del Quijote. Aquí es inevitable recordar el caso de Shakespeare, que incluye en el escenario de Hamlet otro escenario, donde se representa una tragedia, que es más o menos la de Hamlet; la correspondencia imperfecta de la obra principal y la secundaria aminora la eficacia de esa inclusión. Un artificio análogo al de Cervantes, y aun más asombroso, figura en el Ramayana, poema de Valmiki, que narra las proezas de Rama y su guerra con los demonios. En el libro final, los hijos de Rama, que no saben quién es su padre, buscan amparo en una selva, donde un asceta les enseña a leer. Ese maestro es, extrañamente, Valmiki; el libro en que estudian, el Ramayana. Rama ordena un sacrificio de caballos; a esa fiesta acude Valmiki con sus alumnos. Estos acompañados por el laúd, cantan el Ramayana. Rama oye su propia historia, reconoce a sus hijos y luego recompensa al poeta… Algo parecido ha obrado el azar en Las Mil y Una Noches. Esta compilación de historias fantásticas duplica y reduplica hasta el vértigo la ramificación de un cuento central en cuentos adventicios, pero no trata de graduar sus realidades, y el efecto (que debió ser profundo) es superficial, como una alfombra persa. Es conocida la historia liminar de la serie: el desolado juramento del rey, que cada noche se desposa con una virgen que hace decapitar en el alba, y la resolución de Shahrazad, que lo distrae con fábulas, hasta que encima de los dos han girado mil y una noches y ella le muestra su hijo. La necesidad de completar mil y una secciones obligó a los copistas de la obra a interpolaciones de todas clases. Ninguna tan perturbadora como la de la noche DCII, mágica entre las noches. En esa noche, el rey oye de boca de la reina su propia historia. Oye el principio de la historia, que abarca a todas las demás, y también —de monstruoso modo—, a sí misma. ¿Intuye claramente el lector la vasta posibilidad de esa interpolación, el curioso peligro? Que la reina persista y el inmóvil rey oirá para siempre la trunca historia de Las Mil y Una Noches, ahora infinita y circular .. Las invenciones de la filosofía no son menos fantásticas que las del arte: Josiah Royce, en el primer volumen de la obra The world and the individual (1899), ha formulado la siguiente: «Imaginemos que una porción del suelo de Inglaterra ha sido nivelada perfectamente y que en ella traza un cartógrafo un mapa de Inglaterra. La obra es perfecta; no hay detalle del suelo de Inglaterra, por diminuto que sea, que no este registrado en el mapa; todo tiene ahí su correspondencia. Ese mapa, en tal caso, debe contener un mapa del mapa; que debe contener un mapa del mapa del mapa, y así hasta lo infinito.»

¿Por qué nos inquieta que el mapa esté incluido en el mapa y las mil y una noches en el libro de Las Mil y Una Noches? ¿Por qué nos inquieta que Don Quijote sea lector del Quijote y Hamlet espectador de Hamlet? Creo haber dado con la causa: tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios. En 1833, Carlyle observo que la historia universal es un infinito libro sagrado que todos los hombres escriben y leen y tratan de entender, y en el que también los escriben.


En Otras inquisiciones, 1952
Fuente foto (s/d)

20/5/14

Jorge Luis Borges: Abramowicz






Esta noche, no lejos de la cumbre de la colina de Saint Pierre, una valerosa y venturosa música griega nos acaba de revelar que la muerte es más inverosímil que la vida y que, por consiguiente, el alma perdura cuando su cuerpo es caos. Esto quiere decir que María Kodama, Isabelle Monet y yo no somos tres, como ilusoriamente creíamos. Somos cuatro, ya que tú también estás con nosotros, Maurice. Con vino rojo hemos brindado a tu salud. No hacía falta tu voz, no hacía falta el roce de tu mano ni tu memoria. Estabas ahí, silencioso y sin duda sonriente, al percibir que nos asombraba y maravillaba ese hecho tan notorio de que nadie puede morir. Estabas ahí, a nuestro lado, y contigo las muchedumbres de quienes duermen con sus padres, según se lee en las páginas de tu Biblia. Contigo estaban las muchedumbres de las sombras que bebieron en la fosa ante Ulises y también Ulises y también todos los que fueron o imaginaron los que fueron. Todos estaban ahí, y también mis padres y también Heráclito y Yorick. Cómo puede morir una mujer o un hombre o un niño, que han sido tantas primaveras y tantas hojas, tantos libros y tantos pájaros y tantas mañanas y noches.

Esta noche puedo llorar como un hombre, puedo sentir que por mis mejillas las lágrimas resbalan, porque sé que en la tierra no hay una sola cosa que sea mortal y que no proyecte su sombra. Esta noche me has dicho sin palabras, Abramowicz, que debemos entrar en la muerte como quien entra en una fiesta.


Los conjurados
Buenos Aires, 1985
Foto s-d vía

19/5/14

Jorge Luis Borges: Doomsday






Será cuando la trompeta resuene, como escribe San Juan el Teólogo.
Ha sido en 1757, según el testimonio de Swedenborg.
Fue en Israel cuando la loba clavó en la cruz la carne de
Cristo, pero no sólo entonces.
Ocurre en cada pulsación de tu sangre.
No hay un instante que no pueda ser el cráter del Infierno.
No hay un instante que no pueda ser el agua del Paraíso.
No hay un instante que no esté cargado como un arma.
En cada instante puedes ser Caín o Siddharta, la máscara o el rostro.
En cada instante puede revelarte su amor Helena de Troya.
En cada instante el gallo puede haber cantado tres veces.
En cada instante la clepsidra deja caer la última gota.



En Los conjurados (1985)
Buenos Aires, 1985
Foto 1969 sin atribución
© Archivo Chelle/Semanario Brecha, Montevideo



18/5/14

Jorge Luis Borges: El Devorador de las sombras







Hay un curioso género literario que independientemente se ha dado en diversas épocas y naciones: la guía del muerto en las regiones ultraterrenas. El Cielo y el Infierno de Swedenborg, las escrituras gnósticas, el Bardo Thödol de los tibetanos (título que, según Evans-Wentz, debe traducirse "Liberación por audición en el plano de la posmuerte") y el Libro egipcio de los Muertos no agotan los ejemplos posibles. Las "semejanzas y diferencias" de los dos últimos han merecido la atención de los eruditos; bástenos aquí repetir que para el manual tibetano el otro mundo es tan ilusorio como éste, y para el egipcio es real y objetivo.

En los dos textos hay un tribunal de divinidades, algunas con cabeza de mono; en los dos, una ponderación de las virtudes y de las culpas. En el Libro de los Muertos, una pluma y un corazón ocupan los platillos de la balanza; en el Bardo Thödol, piedritas de color blanco y de color negro. Los tibetanos tienen demonios que ofician de furiosos verdugos; los egipcios, el Devorador de las Sombras.

El muerto jura no haber sido causa de hambre o causa de llanto, no haber matado y no haber hecho matar, no haber robado los alimentos funerarios, no haber falseado las medidas, no haber apartado la leche de la boca del niño, no haber alejado del pasto a los animales, no haber apresado los pájaros de los dioses.

Si miente, los cuarenta y dos jueces lo entregan al Devorador "que por delante es cocodrilo, por el medio, león y, por detrás, hipopótamo". Lo ayuda otro animal, Babaí, del que sólo sabemos que es espantoso y que Plutarco identifica con "un titán, padre de la Quimera".



En El libro de los seres imaginarios, 1967
Imagen: Horst Tappe Archive Photos Getty Images

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