Hay un curioso género literario que independientemente se ha dado en diversas épocas y naciones: la guía del muerto en las regiones ultraterrenas. El Cielo y el Infierno de Swedenborg, las escrituras gnósticas, el Bardo Thödol de los tibetanos (título que, según Evans-Wentz, debe traducirse "Liberación por audición en el plano de la posmuerte") y el Libro egipcio de los Muertos no agotan los ejemplos posibles. Las "semejanzas y diferencias" de los dos últimos han merecido la atención de los eruditos; bástenos aquí repetir que para el manual tibetano el otro mundo es tan ilusorio como éste, y para el egipcio es real y objetivo.
En los dos textos hay un tribunal de divinidades, algunas con cabeza de mono; en los dos, una ponderación de las virtudes y de las culpas. En el Libro de los Muertos, una pluma y un corazón ocupan los platillos de la balanza; en el Bardo Thödol, piedritas de color blanco y de color negro. Los tibetanos tienen demonios que ofician de furiosos verdugos; los egipcios, el Devorador de las Sombras.
El muerto jura no haber sido causa de hambre o causa de llanto, no haber matado y no haber hecho matar, no haber robado los alimentos funerarios, no haber falseado las medidas, no haber apartado la leche de la boca del niño, no haber alejado del pasto a los animales, no haber apresado los pájaros de los dioses.
Si miente, los cuarenta y dos jueces lo entregan al Devorador "que por delante es cocodrilo, por el medio, león y, por detrás, hipopótamo". Lo ayuda otro animal, Babaí, del que sólo sabemos que es espantoso y que Plutarco identifica con "un titán, padre de la Quimera".
En El libro de los seres imaginarios, 1967
Imagen: Horst Tappe Archive Photos Getty Images
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