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31/5/18

El ángel del Señor en los sueños de José






Habiéndose desposado María con José, antes de que conviviesen se halló María haber concebido del Espíritu Santo. José, siendo justo, no quiso denunciarla y resolvió repudiarla en secreto. Reflexionaba sobre esto, cuando se le apareció en sueños un ángel del Señor y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados. Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que el Señor había anunciado por el profeta[*], que dice:
«He aquí que una virgen concebirá y parirá un hijo, y se le pondrá por nombre Emmanuel, que quiere decir “Dios con nosotros.”» Al despertar José de su sueño hizo como el ángel del Señor le había mandado, y recibió en su casa a su esposa. No la conoció hasta que dio a luz un hijo, y le puso por nombre Jesús.
Partido que hubieron (los magos), el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto, y estate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo.» Levantándose de noche, tomó al niño y a la madre y se retiró hacia Egipto.
Muerto ya Herodes, el ángel del Señor se apareció en sueños a José en Egipto y le dijo: «Levántate, toma al niño y a su madre y vete a la tierra de Israel, porque son muertos los que atentaban contra la vida del niño.» Levantándose, tomó al niño y a la madre y partió para la tierra de Israel.
Evangelio de San Mateo

[*] Isaías, 7, 14
Antologado en Jorges Luis Borges: Libro de sueños (1975)
© 1995, María Kodama
© 2013, Buenos Aires, Random House Mondadori
© 2015, Buenos Aires, Debolsillo, segunda edición

También en Colección La Biblioteca de Babel, 32





Imagen arriba: Borges por Alicia D'Amico (¿?), tal vez Sara Facio, sin fecha
Fuente: El País




9/4/18

Olga Orozco: Jorge Luis Borges en su historia de la eternidad *






Soy de un país áspero, desmemoriado, indiferente y extendido, en el que las llanuras desnudan cada piedra, la señalan, la acusan, delatan al viajero solitario, y los crepúsculos son insoportables porque se prolongan hasta la extenuación amenazando con una eternidad sin sueño. Tal vez por lo primero Borges se nos antoja siempre desmesurado en su intemperie (como a los héroes, como a los espíritus de la visitación, nunca lo hemos visto de tamaño natural); y quizá por lo segundo el mismo Borges transgrede a cada rato el tiempo lineal para franquear la eternidad, esa «fatigada esperanza».

Es alguien que a fuerza de negar el destino comúnmente anecdótico de cualquier hombre —aunque datos no faltan— parece lograr que lo invada una sustancia neblinosa, un laborioso aire de vaguedad, pero tan imponente que logra perdurar con mayor fuerza que una cara tajante o un conjunto de contornos recortados, definidos. Nos quedamos mirando a ese Jorge Luis Borges de una hora precisa de cualquier día fijo como si igual que su obra estuviera hecho de infinitas superposiciones de tiempos y distancias. Sombras de pudor, de ironía, de perplejidad, de duda, de sabiduría, de humor, de inocencia, de placidez, de emoción contenida, agitan esa superficie de imágenes, «ese caos de apariencias», ese «simulacro en que la naturaleza lo ha encarcelado», como dice él mismo.

Ese hombre alto, esa especie de vacilante rapsoda casi ciego, para quien la estatura parece constituir una evidencia fastidiosa y cada movimiento una indecisa espera del azar, ha sido comparado con un barco en zozobra, con alguien a punto de naufragar en el mundo físico.

Y así es. Porque si bien la llamada realidad inmediata —la única que se nos ofrece sin buscarla— es prolija, organizada, aparentemente accesible y bastante fija, bien mirada es dudosa, colmada de duplicidades, de subterfugios, de enmascaramientos, de rupturas. Borges dice que hemos soñado el mundo como algo resistente, visible, ubicuo en el espacio y firme en el tiempo, pero que hemos consentido en su arquitectura tenues y eternos intersticios de sinrazón para saber que es falso. «La sustancia más firme de la felicidad de los hombres es una lámina interpuesta sobre ese abismo y que mantiene nuestro mundo ilusorio. No se requiere un terremoto para romperla. Basta apoyar el pie», agrega en Otras inquisiciones [+]. ¿Hemos consentido tales blancos, tales fisuras, tal abismo ininterrumpido? ¿Y ante quién? ¿Y desde qué realidad o irrealidad comenzamos a soñar o continuamos soñando? ¿Y esa débil lámina de la que habla encubre también dificultosamente la precariedad del universo, la limitación del yo, la inconsistencia del tiempo?

Y bien, allí está su obra como una refutación de toda esa engañosa intolerable realidad, como un alerta contra sus tergiversaciones, como una protesta contra sus regateos y también como una ampliación de sus alcances, aunque no se proponga crear un orbe paralelo. Es otro suelo infatigable, vertiginosamente significativo, el que nos ofrece. Un suelo de escritura donde podemos tratar de descubrir las verdaderas reglas del trazado del mundo, ordenar los mosaicos de las posibilidades en diferentes combinaciones, apostar a una u otra conjetura, multiplicar lo improbable y deslizarnos por todos los espejismos de la razón de manera ascendente y descendente, lateral, simultánea.

Sobre ese tablero vibrante y móvil, que gira y se desliza, se producen sorprendentes proliferaciones, permutas y anulaciones de la personalidad; sí, la personalidad, «esa superstición occidental», acota desdeñosamente el creador. El yo, la nada y el otro son intercambiables. A veces como si las dos caras de una moneda traspasaran el filo de la oposición y se fusionaran hasta identificarse, hasta suplantarse: así la víctima y el victimario, el traidor y el traicionado, los rivales encarnizados, los antagonistas irreconciliables. Inclusive llega a decir en el prólogo de su Obra Poética confirmando este juego de imprevisibles inversiones: «Nuestras nadas poco difieren: es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios y yo su redactor», lo cual, a semejanza de otros equivalentes postulados que nos descolocan, nos produce la vertiginosa sensación de ser usurpadores, de ser erróneos, de ser ficticios. Otras veces, como en «La forma de la espada», cuando asegura: «Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres... Yo soy los oíros, cualquier hombre es todos los hombres», amplía el margen de opciones llevándonos a participar en una unidad metafísica o a caer, alternadamente, en el vacío total, como en «El inmortal», cuando hace hablar a Homero: «Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy... Yo he sido Homero; en breve seré nadie, como Ulises; en breve seré todos: estaré muerto». Oscilación, suspenso y caída que no presuponen una fe, que aniquilan la individualidad en el anonimato y la borran definitivamente.

Tampoco el tiempo es aceptado como una entidad consistente, lineal, continua, con una dirección precisa en su fluir, sino que se interrumpe, admite intercalaciones de eternidad, cambios en el orden, inversiones, recorridos cíclicos y circulares, combinaciones del pasado, el presente y el porvenir, numerosas hipótesis acerca de su comportamiento y su perduración. El pretérito es tan dúctil, tan modificable, como el futuro. «El porvenir es inevitable, preciso, pero puede no acontecer. Dios acecha en los intervalos», asegura en Otras inquisiciones [+]. (¿Cuál dios? ¿Ese que es una creación de la literatura fantástica y que él desearía que lo fuera de la literatura realista, .aunque tampoco cree en ésta porque la «realidad no es verbal»?) Continuando, si bien «no hay hecho, por humilde que sea, que no implique la historia universal», se trata de destruir la duración corriente y la concatenación de causa a efecto. En Historia de la eternidad nos explica que una oscuridad, «no la más ardua ni la menos hermosa, es la que nos impide precisar la dirección del tiempo. Que fluye del pasado hacia el porvenir es la creencia común, pero no es más ilógica la contraria... Ambas son igualmente verosímiles e igualmente inverificables». Pero sobre todo existe el propósito de destruir la idea del tiempo, ya sea recurriendo a la repetición de lo cotidiano hasta anularlo en la prolongación de una sola jornada que se hace eterna, o a la forma de concentrar años en un minuto o dilatar un momento en varios años, o valiéndose de la identidad de sensaciones experimentadas por uno o varios protagonistas en distintos momentos, tal como sucede en «Refutación del tiempo», «El milagro secreto» y «Sentirse en muerte», respectivamente. Claro que el autor sabe que estos juegos intelectuales son impotentes para anular el tiempo y por lo tanto la muerte. Sus mismas declaraciones invalidan muchas de sus teorías más osadas, devolviéndoles su valor de pretextos para el pensamiento, de especulaciones mentales: «Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho... El mundo desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges» («Nueva refutación del tiempo»). Después de este reconocimiento llega el coherente pero patético enunciado con que abre las puertas de la duración en Otras Inquisiciones: «La vida es demasiado pobre para no ser también inmortal».

¿Pobre, la vida? No lo es, ciertamente, la de quien puede construir arquitecturas fantásticas en el ojo de una cerradura, detener en el aire durante cincuenta años el hacha del verdugo, multiplicar alfabetos y sueños que lo incluyen, contemplar un tigre hecho de muchos tigres y de ejércitos de tigres que parecen revelar otros tigres, ser él y ser el otro, desplegar los ocasos del sur con el vuelo de un pájaro, desandar el infinito en el espejo, reconstruir años enteros con la memoria de las nubes, siempre frente al papel, siempre ante «la inminencia de una revelación» que él cree modestamente que no se produce.

Porque para Borges vivir es escribir. El sujeto sólo existe como motivo del texto, puesto que el hombre no es sino relato, vigilancia de la trama, búsqueda de la exactitud. «En cuanto el relato deja de ser necesario puede morir. Es el narrador quien lo mata, puesto que ya no cumple una función».

¿Y quién es el narrador de nuestra vida, sino el mismo que nos sueña, el mismo que nos hace trazar un laberinto con nuestros propios pasos?

Quien soñaba con Borges despertó y Borges completó el laberinto que dibujó paso tras paso; lo cerró en Ginebra, cerca, muy cerca del comienzo. Alguien puso un punto final en su largo, prodigioso relato, en esa singular aventura verbal que acercaba mágicamente dos puntos muy dispares, o encontraba el atajo más breve y sorprendente para llegar al lugar elegido, o descubriría las claves sintácticas más eficaces para entrar en cualquier territorio o se demoraba rítmica y minuciosamente en la palabra de poder para salir de cualquier encrucijada, porque él extendía las fronteras de nuestra heredad, fijaba nuestro linaje en el idioma.

No voy a contar la otra trayectoria, la de sus circunstancias. No voy a contar los pormenores de una biografía. Borges creía en la igualdad esencial de los destinos humanos, y por eso nos dijo: «Si los destinos de Edgar Allan Poe, de los vikingos, de Judas Iscariote y de mi lector, secretamente son el mismo destino —el único posible—, la historia universal es la de un solo hombre».

Tal vez se refiriera a nacer, a amar, a padecer, a ignorar y a morir. No a circunstancias, triunfos, frustraciones ni glorias.

Pero yo le digo a usted, Jorge Luis Borges, ahora en su incierta eternidad, en su nadie, en su todo, que vista desde nuestro despojado país esa historia universal de un solo hombre, de la que usted nos habla, tiene una gran fisura, un tajo que la atraviesa de lado a lado.





* Ponencia leída en el Palazzo Vecchio de Florencia, 
durante el Congreso Mundial de Poetas celebrado en esa ciudad, 
en julio de 1986.


Homenaje a Jorge Luis Borges
Cuadernos Hispanoamericanos 505/507
Esta publicación dirigida por Pedro Laín Entralgo, Luis Rosales y José Antonio Maravall 
Madrid, Julio-Septiembre 1992

Imagen: Olga Orozco por Sara Facio


30/12/17

Jorge Luis Borges: Una versión de Borges








Marcelino Menéndez y Pelayo —cuyo estilo, pese a la casi imposibilidad de pensar y al abuso de las hipérboles españolas, fue ciertamente superior al de Unamuno y al de Ortega y Gasset, pero no al que Groussac y Alfonso Reyes nos han legado— solía decir que de todas sus obras, la única de la que estaba medianamente satisfecho era su biblioteca: parejamente, yo soy menos un autor que un lector y ahora un lector de páginas que mis ojos ya no ven. Mi memoria es un archivo heterogéneo y sin duda inexacto de fragmentos en diversos idiomas, incluso en latín, en inglés antiguo y, muy pronto, lo espero, en nórdico antiguo. Alguna vez pensé que mi destino de mero lector era pobre; ahora, a los setenta años, he dado en sospechar que haber leído, y releído, la balada de Maldon es quizá una experiencia no menos vívida y valiosa que la de haber batallado en Maldon. “Están verdes las uvas” observaría Esopo, sonriendo.
El azar (tal es el nombre que nuestra inevitable ignorancia da al tejido infinito e incalculable de efectos y de causas) ha sido muy generoso conmigo. Dice que soy un gran escritor; agradezco esa curiosa opinión, pero no la comparto. El día de mañana, algunos lúcidos la refutarán fácilmente y me tildarán de impostor o de chapucero o de ambas cosas a la vez. Quiero dejar escrito que no he cultivado mi fama, que será efímera, y que no la he buscado ni alentado. Acaso una que otra pieza —“El Golem”, “Página para recordar al coronel Suárez”, “Poema de los dones”, “Una rosa y Milton”, “La intrusa”, “El Aleph”— perdure en las indulgentes antologías.
No soy un pensador. Me creo un hombre bueno y tal vez un santo, lo cual es prueba suficiente de que en realidad no lo soy. Fuera de Juan Manuel de Rosas, mi pariente lejano, y de otros dictadores cuyo nombre no quiero recordar, me cuesta comprender qué es el odio. He recorrido buena parte del mundo. Amo con amor personal a muchas ciudades: Montevideo, Ginebra, Palma de Mallorca, Austin, San Francisco de California, Cambridge, New York, Londres, Edimburgo, Estocolmo… En cuanto a Buenos Aires, la quiero mucho pero bien puede tratarse de un viejo hábito.




En Sara Facio y Alicia D’Amico, Retratos y autorretratos, Buenos Aires, Ediciones Crisis, 1973

Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé


Imagen arriba: Plazoleta del lector en Mar del Plata o Plazoleta Jorge Luis Borges
Esquina de La Rioja y San Martín (Mural de Miguel REP) Vía



14/12/17

Alberto Manguel: Con Borges [Parte 8]







Su asunto era la literatura. Y ningún escritor, en este ruidoso siglo, fue tan importante como él para cambiar nuestro vínculo con la literatura. Puede que otros escritores fuesen más arriesgados, más profundos en su exploración de nuestras geografías secretas. Hubo sin duda quienes documentaron con más fuerza que él nuestras miserias sociales y nuestros ritos, así como hubo quienes se aventuraron con mayor éxito en las regiones selváticas de nuestra mente. Borges nunca se preocupó de todo esto. En cambio, a lo largo de su extensa vida, nos trazó los mapas de otras exploraciones, sobre todo por los dominios de su género favorito, el fantástico, que para él se dividía, entre otras ramas, en religión, filosofía y altas matemáticas. Borges era un apasionado lector de teología. «Soy lo opuesto al católico argentino —decía—. Ellos son creyentes pero no están interesados; yo me intereso pero no creo.» Admiraba el uso metafórico que hizo San Agustín de los símbolos cristianos. «La cruz de Cristo nos salvó del laberinto circular de los estoicos.» Y Borges añadía: «Así y todo, yo prefiero aquel laberinto circular».
Incluso cuando leía libros de filosofía o religión, lo que le interesaba era la voz literaria que, a su juicio, debía ser siempre individual, nunca nacional, nunca parte de un grupo o de una escuela teórica. En esto solía invocar a Valéry, quien abogaba por una literatura sin fechas, nombres ni nacionalidades, en la cual todas las obras fueran vistas como el fruto de un solo y mismo espíritu, el Espíritu Santo. «En la universidad no se estudia literatura —se lamentaba Borges—. Se estudia la historia de la literatura.»
Casi sin proponérselo, Borges cambió para siempre la noción de literatura y también la de la historia de la literatura. En un célebre texto cuya primera versión fue publicada en 1932, escribió que «cada escritor crea sus propios precursores». Con esta afirmación, Borges hizo suyo un largo linaje de autores que ahora nos resultan borgianos avant la lettre: Platón, Novalis, Kafka, Schopenhauer, Rémy de Gourmont, Chesterton... Incluso ciertos escritores clásicos, que parecen más allá de toda reivindicación individual, pertenecen hoy a las lecturas de Borges, como Cervantes después de Pierre Menard. Para un lector de Borges, hasta Shakespeare o Dante suenan a veces con un marcado eco borgiano: la frase de Provost en Medida por medida, donde dice ser «insensible a la mortalidad y desesperadamente mortal»; o aquella estrofa en el quinto canto del Purgatorio que describe a Buonconte «fuggendo a piede e’nsanguinando il piano», parecen haber sido acuñadas por Borges.
En «Pierre Menard, autor del Quijote», Borges aseguró que un libro cambia de acuerdo con los atributos de su lector. Publicado el texto por primera vez en Sur, en mayo de 1939, muchos lectores creyeron que Pierre Menard era real; un lector llegó incluso a decirle a Borges que no había nada novedoso en lo que él había observado acerca de Menard, que todo había sido ya dicho por críticos precedentes. Pierre Menard, por supuesto, es una invención, una hilarante y soberbia fabulación; no así la afirmación de que un texto se modifica según quien lo lea. Los lectores siempre han leído siguiendo sus propias creencias y deseos: desde falsificaciones como el Ossian de Macpherson, sobre cuyos versos Werther vertió lágrimas como si perteneciesen a un antiguo bardo celta, hasta la «verídica» aventura de Robinson Crusoe que indujo a los aficionados a la arqueología a explorar la Isla de Juan Fernández; desde el «Cantar de los cantares», estudiado como un texto sagrado, hasta los Viajes de Gulliver, desdeñosamente etiquetados como literatura infantil.
En «Pierre Menard» Borges se limita a llevar esta idea hasta su extrema conclusión, y con firmeza inscribe el incierto concepto de autoría en el campo del lector que rescata las palabras de una página. Después de Borges, después de la revelación de que en realidad es el lector quien da vida y crédito a las obras literarias, resulta imposible una noción de literatura como mera creación autoral. Esta «muerte del autor» no era un hecho trágico para Borges. Se divertía con semejantes subversiones. «Imaginemos —decía— que se pueda leer el Quijote como una novela policial. En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme... El autor nos dice que no desea recordar el nombre del pueblo. ¿Por qué razón? ¿Qué pista quiere encubrir? Como lectores de una novela policial deberíamos, se supone, sospechar algo, ¿no?» Y soltaba una risa.
Otra de las subversiones de Borges es la noción de que cada libro, cualquier libro, encierra la promesa de todos los otros. Borges creía en este texto infinito, a condición de que la idea pudiese ser llevada hasta sus últimas consecuencias. Cada texto es la combinación de las veinticuatro letras del alfabeto; por consiguiente, una infinita combinación de estas letras debería proporcionarnos una biblioteca total, que incluiría todo libro concebible en el pasado, el presente y el futuro: «La historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de Basílides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos de Tácito». Esta versión del infinito se encuentra en «La biblioteca de Babel», cuya primera versión escribió en 1939.
Lo opuesto también es verdad. La biblioteca infinita puede resultar superflua (como una nota al pie del cuento lo sugiere, como lo manifiestan dos textos posteriores: «Undr» y «El libro de arena»), puesto que un simple libro, una sola palabra, pueden contener a todos los demás. Ésta es la idea detrás de «Examen de la obra de Herbert Quain», de 1941, donde un escritor imaginario inventa una serie infinita de novelas basadas en la noción de progresión geométrica. En cierta ocasión, después de indicar que hoy leemos a Dante de una forma que él no podría haber imaginado, lejos de los «cuatros niveles» de lectura pregonados en su carta a Can Grande della Scala, Borges recordó una observación del místico del siglo IX Escoto Erigena. Según el autor de Sobre las divisiones de la naturaleza, hay tantas lecturas posibles de un texto como lectores; y dicha multiplicidad de lecturas es comparada por Erigena con los matices en la cola de un pavo real. Texto tras texto, Borges exploró y sentó las leyes de esta multitudinaria gama de colores. 
Semejantes innovaciones y subversiones incomodaron a ciertos críticos. Cuando sus primeras ficciones aparecieron en Francia, Etiemble remarcó irónicamente que Borges era «un hombre que debía ser eliminado» ya que su obra amenazaba el concepto de autoría. Otros, especialmente en América Latina, se sintieron ofendidos por su falta de interés documental, por su rechazo a entender la literatura como reportaje. Ya desde 1926, los críticos lo acusaron de muchas cosas: de no ser argentino («ser argentino —había bromeado Borges— es un acto de fe»); de sugerir, como Oscar Wilde, la inutilidad del arte; de no exigirle a la literatura propósitos morales o pedagógicos; de ser demasiado aficionado a la metafísica y a lo fantástico; de preferir una teoría interesante a la verdad; de ahondar en ideas filosóficas y religiosas nada más que por su valor estético; de no comprometerse políticamente (pese a su firme postura contra el peronismo y el fascismo), o de apoyar al bando indebido, como cuando estrechó las manos tanto de Videla como de Pinochet, gestos por los cuales más tarde pidió disculpas y firmó una petición en favor de los desaparecidos. Borges desestimaba estas críticas como ataques a sus opiniones («el aspecto menos importante de un escritor») y a su posición política («la más miserable de las actividades humanas»). También decía que nadie podría acusarlo jamás de haber estado a favor de Hitler o de Perón.
Habla sobre Perón pero trata de no pronunciar su nombre. Me cuenta que ha oído decir que en Israel, cuando alguien prueba una nueva lapicera, en lugar de firmar con su apellido escribe el nombre de los antiguos enemigos de los Hebreos, los Amalequitas, y acto seguido lo tacha, miles de años después del agravio. Borges dice que él continuará tachando el nombre de Perón toda vez que pueda hacerlo. Según Borges, luego de que Perón llegase al poder en 1946, todo el que deseaba un empleo oficial era obligado a afiliarse al partido peronista. Por rehusar, Borges fue transferido de su puesto de asistente en una pequeña biblioteca municipal a un mercado local como inspector de aves. (Según otros, el traslado fue menos injurioso pero igualmente absurdo: a la Escuela Municipal de Apicultura.) Desde la muerte del padre, en 1938, Borges y su madre dependían por completo de ese sueldo de bibliotecario; luego de su renuncia tuvo que encontrar otro modo de ganarse la vida. A pesar de su timidez, empezó a dar conferencias en público y desarrolló un estilo y una voz que usa todavía. Observo cómo se prepara para una charla que debe dar en el Instituto Italiano de Cultura. La ha memorizado frase por frase, y repetido párrafo por párrafo, hasta que cada vacilación, cada aparente busca de la palabra correcta se haya asentado sonoramente en su cerebro. «Mis discursos públicos son como la venganza de un tímido», dice riendo.
No obstante su profundo humanismo, hubo veces en que sus prejuicios lo volvieron sorprendentemente pueril. A veces, por ejemplo, expresaba un vulgar racismo que transformaba de pronto al lector agudo e inteligente en un momentáneo tonto. Así ocurría cuando, como prueba de la inferioridad del hombre negro, invocaba la ausencia de una cultura africana de relevancia universal. En tales casos era inútil discutir con él o siquiera intentar disculparlo.
Lo mismo ocurría en el terreno de la literatura, donde era más sencillo achacar sus opiniones a una cuestión de simpatía o de capricho. Uno podía construir una historia perfectamente aceptable de la literatura basándose tan sólo en los autores que él despreciaba: Austen, Goethe, Rabelais, Flaubert (salvo el primer capítulo de Bouvard y Pécuchet), Calderón, Stendhal, Zweig, Maupassant, Boccaccio, Proust, Zola, Balzac, Galdós, Lovecraft, Edith Wharton, Neruda, Alejo Carpentier, Thomas Mann, García Márquez, Jorge Amado, Tolstoi, Lope de Vega, Lorca, Pirandello... Superados los experimentos de su juventud, a Borges no le interesaba la novedad por la novedad. Afirmaba que un escritor no debía tener la descortesía de sorprender al lector. Para él, la literatura debía permitir conclusiones a un mismo tiempo asombrosas y obvias. Luego de recordar que Ulises, harto ya de prodigios, lloró ante la visión de su verde Ítaca, concluía que «el arte es esa Ítaca: de verde eternidad, no de prodigios».




Con Borges
Madrid, Alianza Editorial, 2004, Págs. 82-95
Título original: Chez Borges
Alberto Manguel, 2001

Las fotos incluidas en el libro son de Sara Facio
Presente foto arriba: pág. 83
Traducción: Traducido del inglés por Eduardo Berti
Al pie: cover de la edición papel





16/8/17

Alberto Manguel: Con Borges [Parte 7]








[...]

Los tigres eran su bestia emblemática, desde los primeros años de su infancia. «Qué lástima no haber nacido tigre», me dijo una tarde mientras leíamos un cuento de Kipling en el que aparecía el fantasma de ese animal. Su madre recordaba la vez en que, a los tres o cuatro años, había tenido que apartarlo a gritos de la jaula del tigre, llegado el momento de volver a casa; y uno de sus primeros garabatos, que ella guardaba, presentaba un tigre a rayas, hecho con lápices de cera en la doble página de un cuaderno. Tiempo después, las manchas de un jaguar que vio en el Jardín Zoológico de Buenos Aires lo llevaron a imaginar un sistema de escritura impreso en la piel de la fiera: el espléndido resultado fue el cuento «La escritura de Dios». La sola mención de la palabra tigre lo llevaba muchas veces a repetir una observación hecha por su hermana Norah, cuando ambos eran niños: «Los tigres parecen creados para el amor». Pocos meses antes de su muerte, un rico estanciero argentino lo invitó a su finca y le prometió «una sorpresa». Borges se sentó en un banco, al aire libre, y de súbito sintió muy cerca el calor de un gran cuerpo y unas fuertes garras contra sus hombros. El doméstico tigre del estanciero rendía así homenaje a su soñador. Borges no tuvo miedo. Sólo le molestó el aliento caliente, con olor a carne cruda. «Había olvidado que los tigres son carnívoros.»
Vamos en taxi a casa de Bioy y Silvina, un departamento espacioso que ofrece la visión de un parque. Desde hace décadas, Borges pasa varias tardes por semana en este departamento. La comida es horrible (verdura hervida y, de postre, unas cucharadas de dulce de leche), pero Borges no se da cuenta. Esta noche, cada uno de ellos, Bioy, Silvina Ocampo y Borges, se cuentan sus sueños. Con su voz áspera y grave, Silvina dice que ha soñado que se ahogaba, pero que el sueño no fue una pesadilla: no hubo dolor, no tuvo miedo, simplemente sintió que estaba disolviéndose, volviéndose agua. Luego Bioy menciona que en su sueño él se encontraba frente a un par de puertas. Sabía, con esa certeza que uno posee a menudo en sueños, que la puerta de la derecha lo llevaría a una pesadilla; resolvió franquear la de la izquierda y tuvo un sueño sin incidentes. Borges observa que ambos sueños, el de Silvina y el de Bioy, son en cierto aspecto idénticos, ya que ambos soñadores han sorteado la pesadilla con éxito, uno rindiéndose a ella, el otro negándose a penetrarla. Luego relata un sueño descrito por Boecio en el siglo V. En él, Boecio asiste a una carrera de caballos: ve los caballos, la línea de salida y los diferentes y sucesivos momentos de la carrera hasta que un caballo cruza la meta. Entonces Boecio ve a otro soñador: uno que lo observa a él, observa los caballos, la carrera, todo al mismo tiempo, en un solo instante. Para aquel soñador, que es Dios, el resultado de la carrera depende de los jinetes, pero ese resultado ya es sabido por el Soñador. Para Dios —dice Borges—, el sueño de Silvina sería a la vez placentero y digno de una pesadilla, mientras que en el sueño de Bioy el protagonista habría atravesado al mismo tiempo ambas puertas. «Para ese soñador colosal todo sueño equivale a la eternidad, en la cual están contenidos cada sueño y cada soñador.»
Borges conoció a Bioy en 1930. Fue Victoria Ocampo quien introdujo ante el tímido Borges de treinta y un años al brillante joven de diecisiete. Su amistad —contaba Borges— se convirtió en el vínculo más importante de su vida, proporcionándole no sólo un compañero intelectual sino alguien que, por su interés en la psicología y en las menudencias sociales de la literatura, atemperaría el gusto de Borges por la pura imaginación. Borges jugaba con la ironía y con el sobrentendido. Bioy, con una engañosa ingenuidad que induce al lector a creer que las intenciones de tal o cual personaje reflejan la verdad de alguna situación, cuando, de hecho, la traicionan o la ignoran. Borges consignó el método de trabajo de su amigo al comienzo de «Tlön Uqbar, Urbis Tertius», relato en el que Bioy es uno de los personajes: «Bioy Casares había cenado conmigo esa noche y nos demoró una vasta polémica sobre la ejecución de una novela en primera persona cuyo narrador omitiera o desfigurara los hechos e incurriera en diversas contradicciones, que permitieran a unos pocos lectores —a muy pocos lectores— la adivinación de una realidad atroz o banal». «Quisiera escribir una historia que tuviese las cualidades de un sueño —decía Borges—. Lo he intentado muchas veces pero dudo que alguna vez lo consiga.»
Borges era un soñador apasionado y le entusiasmaba narrar sus sueños. En ellos, en su «esfera ilimitada», sentía que le era dado sobrepasar los límites de sus pensamientos y de sus temores, y que en total libertad podía representar sus propias tramas. Disfrutaba especialmente de esos minutos antes de caer dormido, ese lapso entre vigilia y sueño durante el cual, como decía, era «consciente de estar perdiendo la conciencia». «Me digo cosas sin sentido, veo lugares desconocidos, y me dejo deslizar por la pendiente de los sueños.» En ocasiones un sueño le prodigaba una pista o un punto de partida para un texto: «La memoria de Shakespeare», por ejemplo, empezó con una frase que oyó en un sueño: «Le vendo la memoria de Shakespeare». «Las ruinas circulares» (la historia de un hombre que sueña con otro, hasta descubrir que él también es soñado) empezó con otro sueño que le deparó una semana de absoluto arrobamiento: el único momento —dijo—, en que llegó a sentirse realmente «inspirado», sin dominio consciente sobre su obra. (Puede ser que el argumento, y acaso el sueño, se inspiren en un pasaje de la Eneida, ya que el desembarco de Eneas en el mundo de los muertos, «en medio de las pálidas cortaderas de una cenicienta ribera de fango», es indudablemente igual al desembarco del soñador en la isla de las Ruinas Circulares.)
Dos pesadillas acecharon a Borges a lo largo de su vida: los espejos y el laberinto. El laberinto, que de niño descubrió en una lámina de cobre con el grabado de las «Siete maravillas del mundo», le inspiraba el temor a una «casa sin puertas» en cuyo centro lo esperara un monstruo; los espejos le despertaban la aterradora sospecha de que un día reflejarían un rostro que no fuese el suyo o, peor aún, absolutamente ninguno. Héctor Bianciotti recuerda que Borges, enfermo en Ginebra poco antes de su muerte, le pidió a Marguerite Yourcenar, que había ido a visitarlo, que fuera a ver el piso que su familia había ocupado durante su estancia en Suiza y que volviera para describírselo en su estado actual. Ella cumplió con el encargo, pero piadosamente omitió un detalle: ahora, cuando uno franqueaba el umbral, un inmenso espejo con marco de oro duplicaba al sorprendido visitante, de la cabeza a los pies. Yourcenar le ahorró a Borges esa angustiosa intrusión.
Sin duda alguna, Bioy encarnaba uno de los numerosos hombres que Borges sabía que nunca podría ser. Los dos compartían la pasión intelectual, pero Bioy, a diferencia de Borges, era buen mozo, rico y consumado deportista. Cuando Borges escribió: «Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca / Aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach», quizá pensaba en Bioy, el seductor. Bioy nunca ocultó el hecho de que las mujeres eran su mayor pasión (si de algo se ocupan sus diarios es de mujeres, más que de libros). Para Borges, el conocimiento del amor provenía de la literatura: de las palabras del Antonio de Shakespeare, de las del soldado de Kipling en «Without Benefit of Clergy», de los poemas de Swinburne y Enrique Banchs. Para Bioy se trataba de un ejercicio diario, al cual se dedicaba con la devoción de un entomólogo. Solía citar a Víctor Hugo: «aimer, c’est agir», pero agregaba que ésta era una verdad que debía escondérseles a las mujeres. Amaba a Francia y su literatura, tanto como Borges amaba a Inglaterra y la literatura anglosajona. Esto no era motivo de discordia sino punto de inicio para incontables conversaciones. De hecho, todo entre estos dos hombres parecía conducir a un intercambio de ideas. Verlos trabajar juntos en una de las habitaciones traseras del departamento de Bioy me hacía pensar en alquimistas dispuestos a crear un homúnculo: de su colaboración nacía algo que era la combinación de los rasgos de ambos y que, no obstante, no se parecía a ninguno de los dos. Con esa nueva voz, que no era ni tan satírica como la de Bioy ni tan lógica como la de Borges, concibieron las historias y los ensayos burlones de H. Bustos Domecq, un hombre de letras argentino que observa con aparente inocencia lo absurdo de su sociedad. Bustos Domecq se entretenía sobre todo con los caprichos y las infelicidades del idioma argentino, y uno de sus relatos lleva como epígrafe únicamente la fuente de la cita: Isaías, VI, 5. El lector curioso (o erudito) averiguará que la cita comienza textualmente: «¡Ay de mí!, que soy muerto, que siendo hombre inmundo de labios y habitando en medio de un pueblo que tiene labios inmundos...» Bioy compartía con Borges todas las cosas que oía entre la gente de «labios inmundos» y ambos se desternillaban de risa.
Su vínculo con Silvina era distinto. Durante la cena, Borges y Bioy evocaban, alteraban o inventaban un vasto surtido de anécdotas literarias, recitaban pasajes de la mejor y la peor literatura y más que nada pasaban un buen rato, riendo estrepitosamente. Sólo en raras ocasiones se sumaba al diálogo Silvina. Aunque había compilado con Borges y Bioy una antología fundamental de la literatura fantástica, aunque había escrito con Bioy la novela policial Los que aman, odian, su sensibilidad literaria difería claramente de la de ellos, y se hallaba más próxima al humor negro de los surrealistas, por quienes Borges sentía escasa simpatía. Curiosamente, para alguien que admiraba a los cuchilleros y a los gángsters, Borges encontraba sus cuentos demasiado crueles. Silvina era poeta, dramaturga y pintora también, pero será sin duda recordada por sus cuentos breves, sardónicos y falazmente simples, que en su mayoría pertenecen a la ficción fantástica pero que ella construía con la minuciosa atención de un cronista de la vida cotidiana. Italo Calvino, que prologó la edición italiana de su obra, confesó que no sabía de «otro escritor que capte mejor la magia de los rituales de todos los días, la cara oscura que nuestros espejos nos ocultan».
Una tarde, mientras Bioy y Borges trabajaban en una de las habitaciones del fondo, desde donde llegaban muy a menudo erupciones de risas compartidas, Silvina extrajo un ejemplar de Alicia y leyó un par de sus fragmentos predilectos con su voz cadenciosa y lúgubre. De pronto, en medio de «La morsa y el carpintero», me sugirió que escribiésemos juntos una novela policial fantástica para la cual ya había escogido el título perfecto, Una tarea bochornosa, basándose en el «a dismal thing to do» del alegato de las ostras. El proyecto nunca avanzó más allá de la planificación de un homicidio horripilante; sin embargo, condujo a extensas polémicas sobre el humor de Emily Dickinson, sobre la influencia de la ficción policíaca en la obra de Kafka, sobre si la literatura puede ser modernizada a través de la traducción, sobre la circunstancia de que Andrew Marvell sólo escribió un buen poema, sobre el consejo que Giorgio De Chirico le había dado cuando era su maestro de pintura: que un pintor nunca debe mostrar los trazos de pincel, o sobre el curiosamente feo poema de amor que Pablo Neruda abre diciendo: «Eras la boina gris...». «Boina, boina», no paraba de repetir Silvina. Y preguntaba, grave y temblorosa: «¿Te gusta esa palabra?» Durante la charla, en la cual llevaba la voz principal con una especie de mágico ritmo que horas después a uno lo seguía hechizando, Silvina solía ocultar su cara en la penumbra y sus ojos tras unas lentes ahumadas porque pensaba que era fea. En cambio, le gustaba mostrar sus hermosas piernas, que cruzaba y descruzaba sin cesar.
Borges nunca vio en Silvina a alguien de igual peso intelectual: los intereses y los escritos de ella estaban lejos de los suyos. Los poemas de Silvina tienen algo de Emily Dickinson y algo de Ronsard; la temática, no obstante, es inequívocamente suya: el país imperfecto al que amaba, los jardines de la ciudad y también los pequeños momentos de dicha, perplejidad o venganza. Sus cuadros —en su mayoría retratos— poseen los colores y las superficies planas de De Chirico, pero muestran extrañas diferencias en relación con el modelo original, revelando algo prohibido o siniestro. En sus cuentos se narra algo fantástico cotidiano: una moribunda pasa revista de repente a todos los objetos que poseyó en su vida y se da cuenta de que ellos constituyen su infierno privado; una niña invita a su fiesta de cumpleaños a los siete pecados capitales, que aparentan ser otras siete niñitas; un bebé es abandonado en un hotel por horas y se convierte en el instrumento involuntario para la venganza de una mujer; dos colegiales intercambian sus destinos pero no consiguen escapar de ellos. En la mayor parte de su obra de ficción, los protagonistas son niños o animales, en los cuales Silvina creía ver una inteligencia más allá de la razón. Adoraba a los perros. Cuando su perro favorito murió, Borges la encontró llorando e intentó consolarla diciéndole que existía, más allá de todos los perros, un perro platónico, y que cada perro era, a su modo, ese Perro. Silvina se enfureció y le dijo bruscamente adónde podía irse con su perro arquetípico.
Al final de su vida (murió en 1993, a los ochenta y ocho años), Silvina sufría de Alzheimer y deambulaba por su vasto departamento incapaz de recordar quién era o en dónde se hallaba. Un día, un amigo la vio leyendo un libro de cuentos. Llena de entusiasmo, miró a su amigo (al que no reconocía, desde luego, si bien para entonces ya se había habituado a la presencia de extraños) y le dijo que quería leerle algo maravilloso que acababa de descubrir. Era un cuento de uno de sus primeros y más famosos libros: Autobiografía de Irene. El amigo le dijo que estaba en lo cierto. Era una obra maestra.

Borges no habla mucho de sus relaciones amistosas con los escritores que conoce, pero a veces confiesa que es su lector, como si ellos perteneciesen menos al mundo cotidiano que al mundo del bibliotecario. Hasta en el reino de la amistad predomina la función de lector. Lector, y no escritor. Según Borges, el lector usurpa la tarea del escritor. «Uno no puede saber si un poeta es bueno o es malo si no tiene idea de lo que se propuso hacer», me dice mientras recorremos la calle Florida, deteniéndonos cada vez que alguna frase lo exige. La multitud pasa apresurada y muchos reconocen al viejo ciego. «Y si uno no puede entender un poema, no puede adivinar cuál ha sido la intención.» Luego cita un verso de Corneille, un autor al que no admira, para elogiar el elegante oxímoron: «Esa oscura claridad que cae de las estrellas». «Bueno —dice—, ahora somos un poco Corneille.» Y se ríe antes de reanudar la marcha. Corneille o Shakespeare, Homero o los soldados de Hastings: para Borges la lectura es una forma de ser todos esos hombres que él supo que no sería jamás: hombres de acción, grandes amantes, valientes guerreros. Para él, la lectura es una suerte de panteísmo, esa antigua escuela filosófica que tanto interesó a Spinoza. Le menciono su cuento «El inmortal», en el que Homero vive a través de los siglos, incapaz de morir y bajo diferentes nombres. Borges se detiene una vez más y dice: «Los panteístas imaginaban un mundo habitado por un solo individuo, Dios, y en él Dios sueña con todas las criaturas del mundo, incluyéndonos a nosotros. Para esta filosofía, todos somos el sueño de Dios y lo ignoramos». Y en seguida: «¿Acaso sabe Dios que unos pedacitos de Él están caminando ahora mismo entre la muchedumbre, por la calle Florida?» Y deteniéndose otra vez: «Pero tal vez esto no sea asunto nuestro. ¿No le parece?»
[...]









Con Borges
Madrid, Alianza Editorial, 2004, Págs. 65-82
Título original: Chez Borges
Alberto Manguel, 2001

Las fotos incluidas en el libro son de Sara Facio
Traducción: Traducido del inglés por Eduardo Berti
Al pie: cover de la edición papel



Fotos Patricia Damiano: Ex Biblioteca Nacional de Buenos Aires
México 564, en restauración, año 2013
Fuente: Visto en Baires



7/8/17

Jorge Luis Borges: Los Trolls






En Inglaterra, las Valquirias quedaron relegadas a las aldeas y degeneraron en brujas; en las naciones escandinavas los gigantes de la antigua mitología, que habitaban en Jotunheim y guerreaban con el dios Thor, han decaído en rústicos Trolls. En la cosmogonía que da principio a la Edda Mayor, se lee que, el día del Crepúsculo de los Dioses, los gigantes escalarán y romperán Bifrost, el arco iris, y destruirán el mundo, secundados por un lobo y una serpiente; los Trolls de la superstición popular son Elfos malignos y estúpidos, que moran en las cuevas de las montañas o en deleznables chozas. Los más distinguidos están dotados de dos o tres cabezas.
El poema dramático Peer Gynt (1867) de Henrik Ibsen les asegura su fama. Ibsen imagina que son, ante todo, nacionalistas; piensan, o tratan de pensar que el brebaje atroz que fabrican es delicioso y que sus cuevas son alcázares. Para que Peer Gynt no perciba la sordidez de su ámbito, le proponen arrancarle los ojos.


En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Con la colaboración de Margarita Guerrero
Foto: Jorge Luis Borges en la Biblioteca Nacional, por Sara Facio

10/5/17

Alberto Manguel: Con Borges [Parte 6]








A partir del siglo XVII los escritores españoles vacilaron entre dos extremos lingüísticos: el barroco de Góngora o la severidad de Quevedo. Borges desarrolló, simultáneamente, un rico vocabulario, de niveles múltiples y de nuevos significados, y también un estilo descarnadamente simple que intentaba (así lo dijo hacia el final de su vida) imitar el del joven Kipling en Plain Tales from the Hills. Prácticamente todos los grandes escritores en lengua española del siglo último han admitido su deuda con Borges, de Gabriel García Márquez a Julio Cortázar, de Carlos Fuentes a Severo Sarduy. Su voz literaria ha resonado tanto en las generaciones más jóvenes que Manuel Mujica Láinez, abrumado, escribió los versos siguientes:
A un joven escritor
Inútil es que te forjes
idea de progresar
porque aunque escribas la mar
antes lo habrá escrito Borges.
A los treinta años, Borges ya lo había descubierto todo. Incluso las sagas anglosajonas que tanto ocuparían su vejez: ya en 1932 había explorado este lejano territorio literario en «Los Kenningar», reflexión sobre la artificialidad y el efecto de las metáforas. Fiel a los temas de su juventud, volvió continuamente a ellos a lo largo de décadas de destilación, interpretación y reinterpretación.


Su lenguaje (y el estilo en el cual elaboraba ese lenguaje) provenía mayormente de sus lecturas y de sus traducciones al español de autores como Chesterton o Schwob. Pero también nacía de las conversaciones diarias, de los civilizados ritos de una mesa de café o de una sobremesa entre amigos, discutiendo las eternas y grandes cuestiones con una mezcla de humor e ingenuidad. Tenía poca paciencia con la estupidez. Un día, tras conocer a un muy mediocre y aburrido profesor universitario, dijo: «Hubiese preferido conversar con un sinvergüenza inteligente». Poseía un don especial para la paradoja, para las expresiones reveladoras y para los elegantes galimatías, como cuando le advertía a su sobrino de cinco o seis años: «Si te portás bien, te voy a dar permiso para que imagines un oso».
Siempre hubo en la Argentina un talento natural para la conversación, para poner en palabras la vida. Las discusiones metafísicas en torno a una taza de café podrán resultar pretenciosas o aburridas en otras sociedades, no así en la Argentina. A Borges le apasionaba charlar, y a la hora de comer solía elegir lo que él llamaba «un plato circunspecto», arroz o pastas con manteca y queso, para que la actividad de comer no lo distrajese de la de hablar. Convencido de que aquello que cierto hombre ha experimentado lo puede experimentar cualquier hombre, no le sorprendió conocer, en sus días de juventud, entre los amigos de sus padres, a un escritor que por su propia cuenta había redescubierto las ideas de Platón y de tantos otros filósofos. Macedonio Fernández escribía y leía poco, pero pensaba mucho y conversaba admirablemente. Se volvió, para Borges, en la encarnación del pensamiento puro: en sus largas charlas de café solía plantearse, y hasta hacer el intento de resolver, los viejos interrogantes metafísicos sobre el tiempo y el espacio, los sueños y la realidad, los mismos que más adelante Borges retomaría en sus sucesivos libros. Con una cortesía digna de Sócrates, Macedonio otorgaba a sus oyentes la paternidad de sus propias ideas. Solía decir: «Usted habrá notado, Borges...» o «Usted se habrá dado cuenta, Fulano...», para luego atribuirles a Fulano o a Borges el hallazgo que él acababa de hacer. Macedonio tenía un muy fino sentido del absurdo y un humor mordaz. Una vez, para sacarse de encima a un fanático de Víctor Hugo, al que Macedonio encontraba farragoso, exclamó: «Víctor Hugo, che, ese gallego insoportable; el lector se ha ido y él sigue hablando». En otra oportunidad, al preguntársele si había ido mucha gente a cierto olvidable acto cultural, Macedonio contestó: «Faltaron tantos, que si faltaba uno más ya no cabía». (Aunque la autoría de esta festejada frase está en disputa... Según confesó Borges años más tarde, habría sido acuñada por su primo, Guillermo Juan Borges, «inspirado» en Macedonio). Borges siempre recordaba a Macedonio como el porteño arquetípico.
Desde la barroca riqueza del Evaristo Carriego, uno de sus primeros libros, hasta el tono lacónico de cuentos como «La muerte y la brújula» y «El muerto», o la posterior y más extensa fábula «El Congreso», Borges construyó para Buenos Aires una cadencia y una mitología con las cuales la ciudad está hoy identificada. Cuando Borges empezó a escribir, se creía que Buenos Aires (tan lejana de esa Europa concebida como el centro de la cultura) era tan imprecisa e indiferenciada que exigía una imaginación literaria para imponerse sobre la realidad. Borges rememoraba que cuando el ahora olvidado Anatole France visitó la Argentina en los años veinte, Buenos Aires pareció «un poquito más real» porque Anatole France sabía de su existencia. Hoy, si Buenos Aires parece más real, es porque existe en las páginas de Borges. El Buenos Aires que él le ofreció a sus lectores nace en el barrio de Palermo, donde se hallaba la casa familiar. Borges ambientó más allá de las rejas de aquel antejardín sus relatos y poemas acerca de esos compadritos a quienes imaginaba como aguerridos maleantes, y en cuyas rudas existencias percibía ecos modestos de la Ilíada y de antiguas historias de vikingos.






Con Borges
Madrid, Alianza Editorial, 2004, Págs. 59-65
Título original: Chez Borges
Alberto Manguel, 2001
Traducción: Traducido del inglés por Eduardo Berti
Fotos: Sara Facio pág. 60
Al pie: cover de la edición papel




17/2/17

Alberto Manguel: Con Borges [Parte 5]








Borges amaba el idioma alemán. Lo había aprendido por su cuenta en Suiza, a los diecisiete años, durante las largas noches en que la Primera Guerra Mundial imponía el toque de queda y él se refugiaba en los poemas de Heine. «Una vez que uno conoce el significado de Nachtigall, Liebe y Herz, puede leer a Heine sin la ayuda de un diccionario», afirmaba. Y gozaba con las opciones que ofrece el alemán, con las opciones de inventar vocablos como la Nebelglanz de Goethe: «el tenue brillo de la niebla». Solía dejar que las palabras resonasen en la pieza: «Füllest wider Bursch und Thal still Nebelglanz...» Elogiaba la transparencia del lenguaje y le reprochaba a Heidegger el haber inventado lo que para él era «un incomprensible dialecto alemán».
A Borges le gustaban enormemente las novelas policiales. En sus fórmulas hallaba las estructuras narrativas perfectas, que al autor de ficción le permitían trabajar dentro de ciertas fronteras y concentrarse en la eficacia de las palabras y de las imágenes. Le gustaban los detalles reveladores. Cierta vez observó, mientras leíamos una historia de Sherlock Holmes, «La liga de los pelirrojos», que la ficción policial se halla más próxima que cualquier otro género a la noción aristotélica de obra literaria. Según Borges, Aristóteles había sostenido que un poema sobre las labores de Hércules nunca podría poseer la unidad que hay en la Ilíada o en la Odisea, en virtud de que el único factor de unión sería el propio héroe emprendiendo las diversas tareas, mientras que en la novela detectivesca la unidad es dada por el misterio en sí mismo.
El melodrama no le era ajeno. Derramaba lágrimas con los westerns y las películas de gángsters. Sollozó al final de Ángeles con caras sucias, cuando James Cagney acepta comportarse como un cobarde a la hora de ser conducido a la silla eléctrica, para que los chicos que lo idolatran dejen de admirarlo. Frente a la vastedad de la pampa (cuya visión afecta a los argentinos —decía—, tanto como la del mar afecta a los ingleses), una lágrima rodaba por su mejilla y él murmuraba: «¡Carajo, la patria!». Su respiración podía quebrarse al llegar a ese verso en el que el marinero noruego le dice a su rey, mientras cruje el mástil del barco real: «¡Era Noruega la que se quebraba bajo tu mano, Rey!» (un poema de Longfellow, un verso —apuntaba Borges— luego usado por Kipling en la «La historia más bella del mundo»). En una ocasión recitó el Padrenuestro en inglés antiguo, en una ruinosa capilla sajona vecina al Lichfield del doctor Samuel Johnson, «para darle una sorpresita a Dios». Lloraba con cierto párrafo de Manuel Peyrou porque hacía mención a la calle Nicaragua, tan cercana a su lugar de nacimiento. Le encantaba recitar cuatro versos de Rubén Darío, «Boga y boga en el lago sonoro / donde el sueño a los tristes espera, / donde aguarda una góndola de oro / a la novia de Luis de Baviera», porque a pesar de las novias reales y de las góndolas caducas, el ritmo lo emocionaba. Muchas veces confesó que era desvergonzadamente sentimental.
También podía, sin embargo, ser muy cruel. Una vez que nos hallábamos en casa de Borges, un escritor cuyo nombre prefiero no evocar vino a leerle una historia que había escrito en su honor. Porque trataba de matones y de cuchilleros, pensó que a Borges le agradaría. Borges se preparó para escuchar: las manos en el bastón, los labios ligeramente entreabiertos, los ojos apuntando a lo alto sugerían, para quien no lo conociera, una especie de educada docilidad. El cuento transcurría en una pulpería llena de hampones. El inspector de policía del barrio, reputado por su valentía, llega desarmado y con la sola autoridad de su voz logra que los hombres entreguen sus armas. Entusiasmado con su propia prosa, el escritor se puso a enumerar: «Una daga, dos pistolas, una cachiporra de cuero...» Con su voz mortalmente monótona, Borges prosiguió: «Tres rifles, dos bazucas, un pequeño cañón ruso, cinco cimitarras, dos machetes, una pistola de aire comprimido...» El escritor, a duras penas, soltó una risita. Pero Borges, sin piedad, reanudó: «Tres hondas, un ladrillo, una ballesta, cinco hachas de mango largo, un ariete...» El escritor se puso de pie y nos deseó buenas noches. Nunca más lo volvimos a ver.
De vez en cuando se aburre de que le lean, se cansa de los libros y de las charlas literarias que, con ligeras variaciones, repite ante cada esporádico visitante. Entonces le gusta imaginar un universo en el que los libros no sean necesarios puesto que todo hombre es capaz de todo libro, de todo cuento y de todo verso. En dicho universo (que un día habría de describir bajo el título de «Utopía de un hombre que está cansado»), cada ser humano es un artista y por lo tanto el arte ya no es necesario: las galerías de arte, las librerías y los museos ya no existen; todo es fabulosamente anónimo y ningún libro es un fracaso ni un éxito. Está de acuerdo con Cioran, que, en un artículo sobre él, lamentó que la fama finalmente hubiese sacado a la luz al escritor secreto.

Lo estudiábamos en el colegio. Aunque en la década del sesenta no había adquirido todavía la fama universal de sus últimos años, era considerado entre los escritores «clásicos» de la Argentina, y los profesores de literatura se internaban obedientemente en los laberintos de sus ficciones y en la precisión de sus poemas. Estudiar las peculiaridades gramaticales de la escritura de Borges (nos daban párrafos de sus cuentos para que analizásemos su sintaxis) era un ejercicio misteriosamente fascinante. Nunca estuve más cerca de entender cómo operaba su imaginación verbal. El acto de desentrañar una frase nos mostraba lo simples y certeros que eran sus mecanismos de trabajo, con qué eficacia concordaban los verbos con los sustantivos y cómo se iban hilando las oraciones. Su empleo de los adjetivos y los adverbios, un empleo que fue volviéndose más parco con el correr del tiempo, creaba nuevos significados a partir de palabras gastadas, significados estos menos sorprendentes por su novedad que por su justeza. Una extensa frase como la que abre «Las ruinas circulares» (cuento que Alejandra Pizarnik podía recitar de memoria, como un poema) crea una atmósfera, un tono, una realidad de ensueño mediante la reiteración de un sustantivo y la notación de unos pocos epítetos sorprendentes: «Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra». El espacio geográfico está poblado por ese omnisciente Nadie; «noche» y «sagrado» unidos a «unánime» producen una abrumadora oscuridad y una impresión de terror divino; el Sur es definido por medio de la palabra «violento» (en el sentido de «áspero») aplicada al flanco de una montaña y por medio de dos ausencias más: la de la contaminante lengua griega y la de la enfermedad arquetípica. Poco debe sorprender que, en mi adolescencia colmada de libros, frases como éstas se me apareciesen, como un ensalmo, justo antes de caer dormido.
Lo cierto es que Borges renovó el idioma. En parte, sus amplios métodos de lectura le permitieron incorporar al español hallazgos de otras lenguas: del inglés, giros de frases; del alemán, la habilidad para mantener hasta el fin el tema de una oración. Tanto al escribir como al traducir, se valía de su notable sentido común para alterar o aligerar un texto. Cuando, por ejemplo, Bioy Casares y él se propusieron una nueva y nunca concluida traducción de Macbeth [*], Borges sugirió que la célebre cita de las brujas, «When shall we three meet again / In thunder, lightening or in rain?» («¿Cuándo volveremos a vernos las tres, / en medio de los truenos, de los rayos o de la lluvia?») se transformase en «Cuando el fulgor del trueno otra vez / seremos una sola cosa las tres». «Si uno se propone traducir a Shakespeare —dijo—, debe hacerlo tan libremente como Shakespeare escribía. Es así que nosotros inventamos una especie de Trinidad diabólica para sus tres brujas.»






Con Borges
Madrid, Alianza Editorial, 2004, Págs. 50-59
Título original: Chez Borges
Alberto Manguel, 2001
Traducción: Traducido del inglés por Eduardo Berti
Fotos: Sara Facio
Al pie: cover de la edición papel



5/1/17

Jorge Luis Borges: El sueño de Pedro Henríquez Ureña







El sueño que Pedro Henríquez Ureña tuvo en el alba de uno de los días de 1946 curiosamente no constaba de imágenes sino de pausadas palabras. La voz que las decía no era la suya pero se parecía a la suya. El tono, pese a las posibilidades patéticas que el tema permitía, era impersonal y común. Durante el sueño, que fue breve, Pedro sabía que estaba durmiendo en su cuarto y que su mujer estaba a su lado. En la oscuridad del sueño, la voz le dijo:
"Hará unas cuantas noches, en una esquina de la calle Córdoba, discutiste con Borges la invocación del anónimo Sevillano Oh muerte, ven callada / como sueles venir en la saeta. Sospecharon que era el eco deliberado de algún texto latino, ya que esas traslaciones correspondían a los hábitos de la época, del todo ajena a nuestro concepto del plagio, sin duda menos literario que comercial. Lo que no sospecharon, lo que no podían sospechar, es que el diálogo era profético. Dentro de unas horas, te apresurarás por el último andén de Constitución, para tu clase en la Universidad de La Plata. Alcanzarás el tren, pondrás la cartera en la red y te acomodarás en tu asiento, junto a la ventanilla. Alguien, cuyo nombre no sé pero cuya cara estoy viendo, te dirigirá unas palabras. No le contestarás, porque estarás muerto. Ya te habrás despedido para siempre de tu mujer y de tus hijas. No recordarás este sueño porque tu olvido es necesario para que se cumplan los hechos."


En El oro de los tigres (1972)
Y en Libro de sueños (1975)
Foto: Borges en su casa, por ©Sara Facio

27/12/16

Alberto Manguel: Con Borges [Parte 4]





Para Borges la realidad yacía en los libros; en leer libros, en escribir libros, en hablar de libros. Íntimamente tenía conciencia de estar prolongando un diálogo iniciado miles de años atrás. Un diálogo, a su juicio, interminable. Los libros restauraban el pasado. «Con el tiempo —me decía—, todo poema se convierte en una elegía.» No tenía paciencia con las teorías literarias en boga y acusaba en especial a la literatura francesa de no concentrarse en libros sino en escuelas y camarillas. Adolfo Bioy Casares me dijo una vez que Borges era el único individuo que, en lo que respecta a la literatura, «nunca se entregó a las convenciones, al hábito o a la pereza». Fue un lector desordenado que se contentaba, muchas veces, con resúmenes del argumento y con artículos enciclopédicos, y que por mucho que admitiera no haber terminado el Finnegans Wake, podía dar alegremente una conferencia sobre el monumento lingüístico de Joyce. Jamás se sintió obligado a leer un libro hasta la última página. Su biblioteca (que, como la de cualquier otro lector, era asimismo su autobiografía) reflejaba su creencia en el azar y en las leyes de la anarquía. «Soy un lector hedónico: jamás consentí que mi sentimiento del deber interviniera en una afición tan personal como la adquisición de libros.»
Este enfoque generoso de la literatura (que compartía con Montaigne, con Sir Thomas Browne, con Laurence Sterne) a su vez explica su aparición en tantas y tan variadas obras, hoy agrupadas bajo el denominador común de su presencia: la página inicial de Las palabras y las cosas de Michel Foucault, donde se cita una famosa enciclopedia china (concebida por Borges) en la cual los animales se dividen en varias sorprendentes categorías, como los «pertenecientes al Emperador» y los que «de lejos parecen moscas»; el personaje del bibliotecario ciego y asesino que, bajo el nombre de Jorge de Burgos, ronda la biblioteca monástica de El nombre de la rosa de Umberto Eco; la referencia esclarecedora y admirativa a un texto de 1932, «Los traductores de  las 1001 Noches», en Después de Babel, el insoslayable libro de George Steiner sobre la traducción; las palabras finales de «Nueva refutación del tiempo» pronunciadas por la máquina moribunda en Alphaville de Godard; las facciones de Borges fundiéndose con las de Mick Jagger en la escena culminante del fallido film Performance (1968) de Roeg y Cammel; el encuentro con el Viejo Sabio de Buenos Aires en Dead Man’s Chest de Nicholas Rankin y En la Patagonia de Bruce Chatwin. Durante los últimos años de su vida, Borges intentó escribir un cuento llamado «La memoria de Shakespeare» (el cual, si bien lo publicó a la larga, nunca juzgó a la altura de sus intenciones), la historia de un hombre que hereda la memoria del autor de Hamlet. Desde Foucault y Steiner hasta Godard y Eco o los más anónimos lectores, todos hemos heredado la vasta memoria literaria de Borges.
Se acordaba de todo. No necesitaba ejemplares de los libros escritos por él: aun cuando sostuviese que pertenecían al pasado olvidable, era capaz de recitar de memoria cada uno de sus textos para la frecuente estupefacción y delicia de sus oyentes. El olvido era un deseo recurrente, quizá porque lo sabía imposible; las lagunas de memoria, una afectación. A menudo le decía a un periodista que ya no recordaba su obra temprana; el periodista, para lisonjearlo, citaba algunos versos de un poema, y a veces se equivocaba; Borges corregía con paciencia la cita para continuar el poema de memoria y hasta el fin. Había escrito el cuento «Funes, el memorioso», que era, según decía, «una larga metáfora del insomnio»; también era una metáfora de su memoria implacable. «Mi memoria, señor —le dice Funes al narrador—, es como un vaciadero de basuras». Este «vaciadero» le permitía asociar versos caídos en desuso con otros textos más conocidos, y también disfrutar de ciertas páginas por el mérito de una sola palabra o de la mera música del texto. Debido a su colosal memoria, toda lectura era, en su caso, re-lectura. Sus labios se movían dibujando las palabras leídas, repitiendo frases que había aprendido hacía décadas. Se acordaba de las letras de los primeros tangos, recordaba versos atroces de poetas muertos hacía mucho, fragmentos de diálogos y descripciones tomadas de novelas y cuentos, así como adivinanzas, juegos de palabras o acertijos, largos poemas en inglés, alemán y español, a veces en portugués e italiano, ocurrencias y chistes y coplas humorísticas, versos de las sagas nórdicas, injuriosas anécdotas sobre personas conocidas o pasajes de Virgilio. Decía que admiraba las memorias inventivas, como la de De Quincey, quien podía transformar una traducción alemana de unos versos de un poema ruso sobre los tártaros en Siberia en setenta páginas «espléndidamente inolvidables», o como también la de Andrew Lane, quien, al volver a contar la historia de Aladino en Las mil y una noches, recuerda al malvado tío de Aladino apoyando una oreja contra el suelo a fin de oír los pasos de su enemigo al otro lado de la tierra: un episodio nunca imaginado por el autor original.
En ocasiones, cuando lo asalta un recuerdo, y más para su propia diversión que para la mía, empieza a contar una historia y acaba en alguna confesión. Discutiendo el «culto del coraje», como llama al código de los viejos cuchilleros porteños, Borges rememora a un tal Soto, matón de profesión, que oye decir al dueño de una pulpería que en el pago hay otro hombre con su mismo apellido. El otro resulta ser un domador de leones, miembro de un circo itinerante que ha venido al barrio a dar una función. Soto entra en la pulpería donde el domador está tomando un trago y le pregunta su nombre. «Soto», contesta el domador de leones. «El único Soto de este lugar soy yo —dice el malevo—, así que agarrá el cuchillo y salí pa’ fuera.» El aterrado domador es forzado a comparecer y es asesinado en aras de un código del que nada sabe. «Ese episodio —me confiesa Borges— lo robé para el final de “El Sur”.»
Si tenía preferencia por un género literario (aunque no creía en tal cosa), ese género era la épica. En las sagas anglosajonas, en Homero, en las películas de gángsters y en los westerns de Hollywood, en Melville y en la mitología del submundo de Buenos Aires, reconocía los mismos temas: el coraje y el duelo. El tema épico era para Borges una necesidad primordial, como la necesidad de amor, de felicidad o de infortunio. «Todas las literaturas siempre empiezan por la épica —solía afirmar—, y no por una poética intimista o sentimental.» Y citaba como ejemplo la Odisea. «Los dioses les tejen adversidades a los hombres para que las futuras generaciones tengan algo que cantar.» La poesía épica le llenaba de lágrimas los ojos.





Con Borges
Madrid, Alianza Editorial, 2004, Págs. 42-50
Título original: Chez Borges
Alberto Manguel, 2001
Traducción: Traducido del inglés por Eduardo Berti
Fotos: Sara Facio. Ésta en pág. 47
Al pie: cover de la edición papel


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