Borges amaba el idioma alemán. Lo había aprendido por su cuenta en Suiza, a los diecisiete años, durante las largas noches en que la Primera Guerra Mundial imponía el toque de queda y él se refugiaba en los poemas de Heine. «Una vez que uno conoce el significado de Nachtigall, Liebe y Herz, puede leer a Heine sin la ayuda de un diccionario», afirmaba. Y gozaba con las opciones que ofrece el alemán, con las opciones de inventar vocablos como la Nebelglanz de Goethe: «el tenue brillo de la niebla». Solía dejar que las palabras resonasen en la pieza: «Füllest wider Bursch und Thal still Nebelglanz...» Elogiaba la transparencia del lenguaje y le reprochaba a Heidegger el haber inventado lo que para él era «un incomprensible dialecto alemán».
A Borges le gustaban enormemente las novelas policiales. En sus fórmulas hallaba las estructuras narrativas perfectas, que al autor de ficción le permitían trabajar dentro de ciertas fronteras y concentrarse en la eficacia de las palabras y de las imágenes. Le gustaban los detalles reveladores. Cierta vez observó, mientras leíamos una historia de Sherlock Holmes, «La liga de los pelirrojos», que la ficción policial se halla más próxima que cualquier otro género a la noción aristotélica de obra literaria. Según Borges, Aristóteles había sostenido que un poema sobre las labores de Hércules nunca podría poseer la unidad que hay en la Ilíada o en la Odisea, en virtud de que el único factor de unión sería el propio héroe emprendiendo las diversas tareas, mientras que en la novela detectivesca la unidad es dada por el misterio en sí mismo.
El melodrama no le era ajeno. Derramaba lágrimas con los westerns y las películas de gángsters. Sollozó al final de Ángeles con caras sucias, cuando James Cagney acepta comportarse como un cobarde a la hora de ser conducido a la silla eléctrica, para que los chicos que lo idolatran dejen de admirarlo. Frente a la vastedad de la pampa (cuya visión afecta a los argentinos —decía—, tanto como la del mar afecta a los ingleses), una lágrima rodaba por su mejilla y él murmuraba: «¡Carajo, la patria!». Su respiración podía quebrarse al llegar a ese verso en el que el marinero noruego le dice a su rey, mientras cruje el mástil del barco real: «¡Era Noruega la que se quebraba bajo tu mano, Rey!» (un poema de Longfellow, un verso —apuntaba Borges— luego usado por Kipling en la «La historia más bella del mundo»). En una ocasión recitó el Padrenuestro en inglés antiguo, en una ruinosa capilla sajona vecina al Lichfield del doctor Samuel Johnson, «para darle una sorpresita a Dios». Lloraba con cierto párrafo de Manuel Peyrou porque hacía mención a la calle Nicaragua, tan cercana a su lugar de nacimiento. Le encantaba recitar cuatro versos de Rubén Darío, «Boga y boga en el lago sonoro / donde el sueño a los tristes espera, / donde aguarda una góndola de oro / a la novia de Luis de Baviera», porque a pesar de las novias reales y de las góndolas caducas, el ritmo lo emocionaba. Muchas veces confesó que era desvergonzadamente sentimental.
También podía, sin embargo, ser muy cruel. Una vez que nos hallábamos en casa de Borges, un escritor cuyo nombre prefiero no evocar vino a leerle una historia que había escrito en su honor. Porque trataba de matones y de cuchilleros, pensó que a Borges le agradaría. Borges se preparó para escuchar: las manos en el bastón, los labios ligeramente entreabiertos, los ojos apuntando a lo alto sugerían, para quien no lo conociera, una especie de educada docilidad. El cuento transcurría en una pulpería llena de hampones. El inspector de policía del barrio, reputado por su valentía, llega desarmado y con la sola autoridad de su voz logra que los hombres entreguen sus armas. Entusiasmado con su propia prosa, el escritor se puso a enumerar: «Una daga, dos pistolas, una cachiporra de cuero...» Con su voz mortalmente monótona, Borges prosiguió: «Tres rifles, dos bazucas, un pequeño cañón ruso, cinco cimitarras, dos machetes, una pistola de aire comprimido...» El escritor, a duras penas, soltó una risita. Pero Borges, sin piedad, reanudó: «Tres hondas, un ladrillo, una ballesta, cinco hachas de mango largo, un ariete...» El escritor se puso de pie y nos deseó buenas noches. Nunca más lo volvimos a ver.
De vez en cuando se aburre de que le lean, se cansa de los libros y de las charlas literarias que, con ligeras variaciones, repite ante cada esporádico visitante. Entonces le gusta imaginar un universo en el que los libros no sean necesarios puesto que todo hombre es capaz de todo libro, de todo cuento y de todo verso. En dicho universo (que un día habría de describir bajo el título de «Utopía de un hombre que está cansado»), cada ser humano es un artista y por lo tanto el arte ya no es necesario: las galerías de arte, las librerías y los museos ya no existen; todo es fabulosamente anónimo y ningún libro es un fracaso ni un éxito. Está de acuerdo con Cioran, que, en un artículo sobre él, lamentó que la fama finalmente hubiese sacado a la luz al escritor secreto.
Lo estudiábamos en el colegio. Aunque en la década del sesenta no había adquirido todavía la fama universal de sus últimos años, era considerado entre los escritores «clásicos» de la Argentina, y los profesores de literatura se internaban obedientemente en los laberintos de sus ficciones y en la precisión de sus poemas. Estudiar las peculiaridades gramaticales de la escritura de Borges (nos daban párrafos de sus cuentos para que analizásemos su sintaxis) era un ejercicio misteriosamente fascinante. Nunca estuve más cerca de entender cómo operaba su imaginación verbal. El acto de desentrañar una frase nos mostraba lo simples y certeros que eran sus mecanismos de trabajo, con qué eficacia concordaban los verbos con los sustantivos y cómo se iban hilando las oraciones. Su empleo de los adjetivos y los adverbios, un empleo que fue volviéndose más parco con el correr del tiempo, creaba nuevos significados a partir de palabras gastadas, significados estos menos sorprendentes por su novedad que por su justeza. Una extensa frase como la que abre «Las ruinas circulares» (cuento que Alejandra Pizarnik podía recitar de memoria, como un poema) crea una atmósfera, un tono, una realidad de ensueño mediante la reiteración de un sustantivo y la notación de unos pocos epítetos sorprendentes: «Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra». El espacio geográfico está poblado por ese omnisciente Nadie; «noche» y «sagrado» unidos a «unánime» producen una abrumadora oscuridad y una impresión de terror divino; el Sur es definido por medio de la palabra «violento» (en el sentido de «áspero») aplicada al flanco de una montaña y por medio de dos ausencias más: la de la contaminante lengua griega y la de la enfermedad arquetípica. Poco debe sorprender que, en mi adolescencia colmada de libros, frases como éstas se me apareciesen, como un ensalmo, justo antes de caer dormido.
Lo estudiábamos en el colegio. Aunque en la década del sesenta no había adquirido todavía la fama universal de sus últimos años, era considerado entre los escritores «clásicos» de la Argentina, y los profesores de literatura se internaban obedientemente en los laberintos de sus ficciones y en la precisión de sus poemas. Estudiar las peculiaridades gramaticales de la escritura de Borges (nos daban párrafos de sus cuentos para que analizásemos su sintaxis) era un ejercicio misteriosamente fascinante. Nunca estuve más cerca de entender cómo operaba su imaginación verbal. El acto de desentrañar una frase nos mostraba lo simples y certeros que eran sus mecanismos de trabajo, con qué eficacia concordaban los verbos con los sustantivos y cómo se iban hilando las oraciones. Su empleo de los adjetivos y los adverbios, un empleo que fue volviéndose más parco con el correr del tiempo, creaba nuevos significados a partir de palabras gastadas, significados estos menos sorprendentes por su novedad que por su justeza. Una extensa frase como la que abre «Las ruinas circulares» (cuento que Alejandra Pizarnik podía recitar de memoria, como un poema) crea una atmósfera, un tono, una realidad de ensueño mediante la reiteración de un sustantivo y la notación de unos pocos epítetos sorprendentes: «Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra». El espacio geográfico está poblado por ese omnisciente Nadie; «noche» y «sagrado» unidos a «unánime» producen una abrumadora oscuridad y una impresión de terror divino; el Sur es definido por medio de la palabra «violento» (en el sentido de «áspero») aplicada al flanco de una montaña y por medio de dos ausencias más: la de la contaminante lengua griega y la de la enfermedad arquetípica. Poco debe sorprender que, en mi adolescencia colmada de libros, frases como éstas se me apareciesen, como un ensalmo, justo antes de caer dormido.
Lo cierto es que Borges renovó el idioma. En parte, sus amplios métodos de lectura le permitieron incorporar al español hallazgos de otras lenguas: del inglés, giros de frases; del alemán, la habilidad para mantener hasta el fin el tema de una oración. Tanto al escribir como al traducir, se valía de su notable sentido común para alterar o aligerar un texto. Cuando, por ejemplo, Bioy Casares y él se propusieron una nueva y nunca concluida traducción de Macbeth [*], Borges sugirió que la célebre cita de las brujas, «When shall we three meet again / In thunder, lightening or in rain?» («¿Cuándo volveremos a vernos las tres, / en medio de los truenos, de los rayos o de la lluvia?») se transformase en «Cuando el fulgor del trueno otra vez / seremos una sola cosa las tres». «Si uno se propone traducir a Shakespeare —dijo—, debe hacerlo tan libremente como Shakespeare escribía. Es así que nosotros inventamos una especie de Trinidad diabólica para sus tres brujas.»
Con Borges
Madrid, Alianza Editorial, 2004, Págs. 50-59
Título original: Chez Borges
Alberto Manguel, 2001
Traducción: Traducido del inglés por Eduardo Berti
Fotos: Sara Facio
Al pie: cover de la edición papel