30/8/18

Rodolfo Terragno: De Borges a Pamuk









Jorge Luis Borges se encontró, a los 70 años, con el Borges que había sido a los 18. El cruce fue "casi atroz mientras duró y más aún durante las desveladas noches que lo  siguieron”.

La ficción borgiana, publicada en 1972, no pudo haber inspirado a Orhan: el niño turco que, en la década del 50, supuso que tenía un doble:

“Sospeché la existencia de un mundo que no me era dado ver. En una calle de Estambul, en una casa parecida a la nuestra, vivía otro Orhan, tan parecido a mí que podía pasar por mi hermano gemelo”.

Pamuk cuenta en sus memorias (Istanbul, 2006) que la fantasmal duplicidad le causaba, también a él, “recurrentes desvelos”.

Sin embargo, los dos Orhan no eran  como ambos Borges— la misma persona. 

Eso ofrecía algún consuelo: “Cuando me sentía infeliz, imaginaba que iba al lugar donde el otro Orhan vivía”,  y entonces “me solazaba comprobando su felicidad”.

El desdoblamiento del yo es apenas una de las coincidencias entre Pamuk y Borges. Ambos padecieron, durante la infancia, arresto domiciliario en mansiones que semejaban museos. Borges se crió “en un jardín, detrás de una verja con lanzas, y en una biblioteca de ilimitados libros ingleses”. Pamuk creció encerrado en un enorme edificio, donde bargueños clausurados con llave atesoraban “porcelanas chinas, juegos de plata y copas de cristal que nadie tocó jamás”. Su mente infantil pensaba que había, en el edificio, cuartos que “no habían sido amoblados para los vivos, sino para los muertos”. Él sólo salía de aquella reclusión para trasladarse a otras, levantadas por su fantasía: como el submarino verniano que Orhan fingía tripular en la habitación de su abuela, haciendo que recorría 20.000 leguas de viaje bajo el mar.

Luego, vino el descubrimiento. Borges halló Buenos Aires; Pamuk, Estambul.

Se entregaron, entonces, a sus ciudades. En realidad, se dedicaron a glorificar la melancolía. No la tristeza individual. Pamuk habla de la hüzün, palabra turca que alude a la tristeza socializada. Hüzün es el sentimiento de los estambuliotas que deambulan entre ruinas, sin prestarles atención, pero sabiéndolas reliquias de una civilización prodigiosa, cuyas riquezas, poder y cultura son irrecuperables. Sin embargo, no hace falta un pasado heroico para  experimentar la hüzün. Borges dice, refiriéndose a Buenos Aires: 

“De hierro, no de oro, fue la aurora./ La forjaron un puerto y un desierto,/ unos cuantos señores y el abierto/ ámbito elemental de ayer y ahora".
            
Eso no previene la melancolía. En el caso de Estambul, el pretérito otomano no es el único fundamento de la hüzün.  Pamuk la asocia con viejos ferries del Bósforo, amarrados en el invierno a muelles desiertos. O con hombres apiñados frente a los burdeles del Estado.  O  con los restos de fuentes majestuosas: retazos de mármol, combinados con agujeros que denuncian el robo de grifos.

La melancolía está, también, en la música clásica otomana, en la música popular turca y en el arabesque de los 80. Como lo está en el tango borgiano. No el que gime por infortunios amorosos. Citando a un cuchillero misógino, Borges me dijo una vez: “Un hombre que piensa más de cinco minutos en una mujer, más que un hombre es un manflora”. Él se arrimaba a esa hüzün porteña, propia de los tangos primitivos y orilleros. Eran expresión de una cultura baladrona, que él evocaba con asumida admiración: “Tango que he visto bailar/ contra un ocaso amarillo/ por quienes eran capaces/ de otro baile, el del cuchillo”. Los duelos le provocaban un inocuo éxtasis literario. El mismo que sintió Pamuk, hasta los 45 años, cuando vagaba por una calle de Estambul y se imaginaba, a sí mismo, matando gente.

Pamuk es otro. Es Borges.

Resulta excesivo, pero tentador, extender de este modo la duplicidad que ambos cultivaron.

Algunos rasgos sostienen el espejismo.


Por Rodolfo Terragno, 14 de diciembre de 2006
Foto: María Kodama fotografíando a Borges en Estambul

28/8/18

Jorge Luis Borges: Baruch Spinoza [Conferencia en la Sociedad Hebraica Argentina, 1° de abril de 1985]









Señoras, señores. En una novela de Joseph Conrad, que para mí es el novelista, un navegante, que es el narrador, ve desde la proa de su nave algo. Una sombra, una claridad en los confines del horizonte. Y se dice que esa claridad, esa sombra, es de la costa de África. Y que más allá hay fiebres, imperios, ruinas, Sahara, los grandes ríos que exploraron Stanley, Livingstone, y luego palmeras, y lo que queda de Cartago, que Roma borró con el fuego y con la sal. Y luego la historia de portugueses, de holandeses, de zulúes, de bantúes, y también los compradores de esclavos, y ruinas, y pirámides. Es decir, un vastísimo mundo. De selvas, desde luego, de leopardos, de pájaros.

Bueno, a mí me sucede algo parecido. Me he comprometido a hablar de Spinoza. Me he pasado la vida explorando a Spinoza y, sin embargo, qué puedo decir de él. Puedo decir de él lo que dice el narrador de la novela de Conrad. Ha vislumbrado algo. Sabe que eso que vislumbra es vastísimo. Yo me propuse alguna vez un libro sobre Spinoza. Tengo en casa, bueno, varias ediciones de la Ethica, en alemán, en francés, en inglés. Y muchos estudios sobre Spinoza, y biografías. Sin embargo, qué puedo confesar ahora sino mi ignorancia, mi deslumbrada ignorancia. Pero tengo la impresión de algo no solo infinito sino esencial también. Algo que de algún modo me pertenece. Yo pensaba escribir un libro sobre Spinoza. Junté los materiales, y luego descubrí que no podía explicar a otros lo que yo mismo no puedo explicarme. Pero hay algo que puedo sentir, misterioso como la música, misterioso como su Dios.

Pero pensé en estos días que Spinoza había consagrado su vida a construir dos imágenes. Una es la que conocemos todos. Recuerdo aquellas palabras que en la presentación acaba de recitar un amigo mío: un hombre engendra a Dios... Ese fue Spinoza, que dedicó su vida no sólo a pulir lentes sino también a pulir lo que yo he llamado en un soneto ese otro claro laberinto de la Divinidad, ese ser infinito, que viene a ser el más complejo de los dioses.

Una de las tareas de la humanidad ha sido imaginar a Dios. Pero, de los casi infinitos dioses que se han imaginado, ninguno, ni siquiera el Dios de la Escolástica, el Dios de Santo Tomás, por ejemplo, puede competir en variedad, en insondabilidad (si se me permite el barbarismo), con el Dios de Spinoza. Bueno, esa imagen ha quedado y será parte de la memoria de todos los hombres. Más allá de los otros dioses del panteísmo, por ejemplo la esfera infinita de Parménides, por ejemplo el Brama de la India, que crea el mundo, Visnú, que lo conserva, y Siva, que lo destruye. Salvo que Siva es, a la vez, el que destruye y el que engendra, ya que la muerte y el acto sexual vienen a ser lo mismo, porque uno es causa del otro.

Bueno, Spinoza dedicó su vida a imaginar a Dios con amor, con lo que él llamó amor intelectual, una expresión que tomó de Moisés Maimónides. Dedicó su vida a imaginar a Dios con imaginación, con amor y con una rigurosa razón que suele llamarse razón cartesiana. Salvo que Spinoza fue mucho más riguroso que Descartes, su maestro. Ya que si Descartes parte del rigor cartesiano y concluye en el Vaticano y en la Trinidad, no muchos podemos esperar de ese rigor. En cambio Spinoza llevó su voluntad, no diré de engendrar, sino de erigir a Dios, ese cristalino laberinto, hasta el fin.

Pero, mientras él se dedicaba a ese propósito, estaba creando otra imagen. Esa otra imagen no es menos inmortal que la de Dios. Es la imagen que ha dejado en cada uno de nosotros. La imagen de su propia vida. Recuerdo una expresión latina, vita umbratiles, vida en la sombra. Es la que buscó Spinoza y la que no ha logrado ciertamente, ya que ahora, tantos siglos después, estamos aquí, en el extremo de un continente que casi ignoró, estamos aquí pensando en él, yo tratando de hablar de él, y todos extrañándolo. Y, curiosamente, queriéndolo, lo cual es lo más importante.

Bueno, veamos primero esa imagen de la vida de Spinoza que sin duda ustedes conocen mejor que yo.

Suele leerse que Spinoza era un judío portugués. En todo caso, su familia se embarcó en Lisboa huyendo del quemadero inquisitorial y buscó refugio en la más tolerante de las naciones, Holanda. Y Spinoza fue un buen ciudadano holandés.

Leí hace años en una biografía de Spinoza un catálogo de su biblioteca. Y, curiosamente, no figuraban libros portugueses. Pero había ejemplares de Cervantes, y de Quevedo también.

Y leí en la admirable History of Western Philosophy, de Bertrand Russell, que Spinoza conocía el castellano, el portugués (su familia se embarcó en Lisboa, y además conocer un idioma es conocer a otros, las diferencias son mínimas, como yo lo he comprobado muchas veces), y supo también latín.

Es una lástima que hayamos perdido el latín. Todos sentimos la nostalgia del latín, y la literatura la siente. En versos de Quevedo, por ejemplo: Feroz, de tierra, el débil muro escalas. El hipérbaton latino. Quiere decir: feroz escalas el débil muro... Y otro hipérbaton famoso de «Elegía a las ruinas Itálicas»: Esto, Fabio, ay dolor, que ves ahora..., que parecen palabras casi amontonadas al azar, y luego todo se explica al empezar el segundo verso: campos de soledad, mustio collado. Y tendríamos ejemplos de Góngora más forzados y menos felices.

Pero, en fin. Spinoza llegó no solo a escribir en latín, sino, estoy casi seguro, a pensar en latín. Es una lástima que se haya perdido esa lengua universal. Y todos sentimos esa nostalgia. Es una característica de las literaturas. De todas. Querer volver al latín, ese idioma que Browning llamó el idioma de mármol: latin, marble language.

Pues bien. Spinoza conoció desde luego el holandés. Fue su lengua. Estudió quizás algo de griego, estudió el hebreo, y algo de le habrá alcanzado del italiano, y del francés también. Su familia era humilde. Mis fechas son vagas, pero espero no equivocarme al hablar de 1632- 1677, lo cual daría una vida bastante larga, cuarenta y cinco años, dada la tuberculosis que lo aquejó. Recuerdo haber escrito aquel soneto, donde me refiero a la tuberculosis, que dice así: Las traslúcidas manos del judío / Labran en la penumbra los cristales / Y la tarde que muere es miedo y frío / (Las tardes a las tardes son iguales). Luego explico que esos cristales son los lentes que él pulía, ya que existe esa buena tradición judía de que el rabino tenga un oficio manual. Y luego esos otros cristales que constituyen el laberinto de la Divinidad.

Spinoza estudió el hebreo, estudió la escritura, estudió el Talmud, estudió la filosofía de Maimónides y estudió la Cábala. En cuanto a la Cábala, la consideró un delirio. Y en cuanto a todo lo demás, esa idea de un Dios que es un ser personal, un Dios que elige un pueblo, un Dios que hace pacto con el pueblo, todo eso le resultó del todo extraño. El lo rechazó y divulgó sus dudas entre sus compañeros. Y eso se supo, y tiene que haber sido bastante importante su influencia, ya que quisieron sobornarlo con mil florines, que él rechazó, y, según se dice, trataron de asesinarlo. Pero como él persistía en sus opiniones heréticas, la Sinagoga lo excomulgó. En las biografías de él están las terribles palabras del Anatema: Anatema sea cuando está solo. Anatema sea en la calle. Anatema sen en el lecho. Que ningún hombre se acerque a él...

Una cosa terrible. Bueno, fue excomulgado, arrojado de Israel, y quizá lo atrajo la Escolástica, quizás habrá leído algo del teólogo irlandés del siglo IX Escoto Erígena. Escoto quiere decir irlandés. Erígena nacido en Erín, en Irlanda. Es decir, dos veces irlandés. Escoto llegó a la corte de Carlos el Calvo desde su monasterio en Irlanda, perseguido por los sajones, e inventó un sistema según el cual todas las cosas emanan de la Divinidad, y después del Juicio Final regresan a la Divinidad. Curiosamente, ese sistema es el mismo que otro irlandés más famoso, George Bernard Shaw, dramatiza en el pentateuco metabiológico Vuelta a Matusalén, en el cual dice que no hay hombres adultos, por lo menos en Occidente, y que la edad mínima debe ser de trescientos años. Ya la final, en el último acto, todas las cosas vuelven a la Divinidad.

Hay una expresión muy linda, admirable, de este sistema, en la obra Contemplations, de Víctor Hugo. El poema se titula hermosamente «Ce que dit la bouche d'ombre», Lo que dice la boca de sombra, y al final todos los seres, sin excluir al demonio, vuelven a Dios, y vuelven también los dragones, las serpientes, los reptiles que hemos hecho símbolos del mal, y todos ellos vuelven a la Divinidad y no se sabe qué sucede después.

Pues bien, Spinoza vive humildemente en distintas ciudades de Holanda, da pruebas de su valor en alguna circunstancia patriótica y rechaza dos sobornos. En un caso, le ofrecieron no sé qué cargo muy importante en Francia a condición de que él dedicara un libro a Luis XIV, el gran monarca. Pero Spinoza rechazó aquello. Y luego le ofrecieron también una cátedra de filosofía en Heidelberg, Alemania. Y le prometieron que tendría plena libertad de expresar su pensamiento. El rechazó este soborno también y siguió puliendo lentes, pensando y escribiendo. Escribiendo en un árido latín, como Swedenborg, el místico sueco que fue su contemporáneo.

Tenía muchos amigos. En Inglaterra, en Holanda, en Alemania. Decidió escribir su libro siguiendo el método geométrico de Euclides, y eso hace que su lectura sea muy difícil. Goethe dice que no se atrevió a entrar en ese laberinto que vendría a ser la Ethica de Spinoza porque leyó algunas páginas y no se sintió mejorado en ningún momento, pero que vio lo bastante de Spinoza para sentir su grandeza, para sentir que ahí había algo distinto.

Spinoza recibió la visita de Leibniz, y, según he leído, Leibniz habría tomado de él la doctrina de la armonía preestablecida, pero luego negó haberlo conocido. No se condujo bien con él. Pues bien, Spinoza llevaba su vida. Era una vida muy sencilla. Creo que le gustaba la sopa de lentejas, se retiraba muy temprano y su ocupación principal era el pensamiento.

Ilustre vida. Ahora, ese modo de escribir, en el cual sigue la geometría de Euclides, no es arbitrario, ya que veía todo el Universo como lógicamente justificable. Y. Si creía que la geometría podía justificarse lógicamente, no es un capricho (y además Descartes ya había hecho algo parecido) que explicara su filosofía de ese modo, mediante axiomas, definiciones, proposiciones, corolarios. En los Estados Unidos, tuve ocasión de manejar un libro titulado On God (De Dios), que es el nombre de otra obra de Spinoza, pero ese libro está construido de este modo: se suprime todo el incómodo andamio geométrico y está el texto de Spinoza. Y se han combinado la Ethica y el Tractatus con las cartas de él a sus amigos en las cuales explica sin aparato geométrico el sistema.

Pues bien, Spinoza llevó esa vida. Bertrand Russell dijo que quizá no es el más riguroso de los filósofos, pero, y esto es mucho más importante, sí The most lovely, el más querible de todos los filósofos, ya que otros pueden ser admirados, pero no queridos. Y es más importante ser querido que admirado.

El, quizá tomando esa idea de Maimónides, predicó el amor intelectual de Dios. Pero dice ( y esto no lo entendió bien Goethe) que ese amor no espera ser correspondido. Debemos querer a Dios, pero no debemos esperar que él nos quiera. Dios se quiere infinitamente a sí mismo y no tiene por qué querernos a nosotros, que somos atributos o modos muy parciales, casi infinitesimales, de la Divinidad.

Sabemos, entonces, que Spinoza vivió solo, que se retiraba temprano. Pero hay un rasgo un tanto ingrato que, sin embargo, no tengo por qué ocultar, ya que nos ayuda a tener una imagen suya. Ese rasgo es que le gustaba organizar y presenciar riñas de arañas. Veía en esos duelos símbolos de la maldad y las pasiones de los hombres. Siento haber tenido que recordar eso.

Bueno, ya tenemos esa vida que pasa de una ciudad a otra en Holanda, que rechaza honores ofrecidos en Heidelberg, ofrecidos también, creo, por La Sorbona, en París, y que prefiere el placer intelectual a cualquier otro.

Parece que siendo muy joven se enamoró, que su amor no fue correspondido, que él volvió a ese otro amor, el amor de Dios. Vivió cuarenta y cinco años, murió tísico, e inmediatamente se dijo que había sido ateo. Lo cual parece un castigo justo para un hombre que pensaba que solo Dios existe.

Hay un verso de Amado Nervo que vendría a ser una suerte de síntesis, quizás involuntaria, de la filosofía de Spinoza. Ese verso, si no me engaño, dice: Dios existe / nosotros somos los que no existimos.

He llegado a pensar que la filosofía de Spinoza puede llegar a desaparecer, pero que quedará su imagen. John Toland, unos cuarenta años después de la muerte de Spinoza, acuñó una palabra que parece imprescindible ahora y que él no conoció: la palabra panteísmo. Es lo contrario a ateísmo. Ateísmo quiere decir que no hay Dios, y panteísmo, que todo es Dios. Spinoza usa la frase Deus sive natura, (Dios o la Naturaleza). Es decir, ambas cosas son iguales. Dios o el Universo. Salvo que el universo no es solo el Universo material, el del espacio astronómico, sino lo que llamamos el proceso cósmico. Es decir, el Universo comprende todo lo que existe. Nos comprende, por ejemplo, a cada uno de nosotros, comprende esta tardía tarde posterior a la muerte de Spinoza, comprende toda nuestra vida, lo que soñamos, lo que entresoñamos, lo que hemos hecho, comprende la historia universal, y todo eso también es Dios.

Ahora, el panteísmo como sistema es antiguo. Lo encontramos por ejemplo en Parménides. Creía que solo existe una esfera, infinita, pero esa esfera es material. Y en la filosofía de la India, tenemos a Brama, que es también el Universo. Y luego hubo otras filosofías panteístas posteriores. Pero la más extraña es la de Baruch Spinoza, o Benedictus Spinoza. Para él hay un solo ser, y ese ser es Dios. Pero ese Dios es harto más complejo que las otras divinidades que nos han propuesto los teólogos de todas las sectas y de todas partes del mundo. La definición, creo, está en la primera página de la Ethica, aunque es de difícil comprensión y no estoy seguro de haberla entendido. Pero quizá podamos adelantar algo en la infinita exploración de esa frase. El define a Dios como una sustancia infinita, dotada de infinitos modos o a tributos. Y agrega que esa sustancia es su propia causa. Eso es lo más difícil, o en todo caso me resulta a mí lo más difícil. Pero podemos pensar en la definición ontológica de la Divinidad que da el escolástico San Anselmo. Según parece, era un italiano, arzobispo de Canterbury, y creía en Dios, y le pidió que, ya que había tanta gente que no creía en Él, le diera un prueba, y descubrió así lo que se ha dado en llamar la prueba ontológica, la prueba del Ser. Hay otras pruebas que dicen que Dios existe ya que en este mundo se observa un orden. Por ejemplo, las diversas edades del hombre, las diversas estaciones, el orden de los astros, el hecho de que las cosas se dividan en animales, minerales, vegetales. Ese vendría a ser el orden cosmológico, pero el ontológico es más raro. Voy a decirlo con las mismas palabras de San Anselmo, que quizá lo hagan más fácil, aunque no convincente. Empieza por preguntar: ¿Puedes tú concebir un ser perfecto? Y para seguir el juego tenemos que decir que sí. Entonces sigue: ¿Puedes concebir un Ser absolutamente poderoso, absolutamente omnisciente, absolutamente justo? Tenemos que contestar que sí. Luego San Anselmo nos pregunta: ¿Ese Ser existe o no? Entonces, si somos sinceros, contestamos que no sabemos. Y San Anselmo nos dice: Entonces, no has imaginado al Ser más perfecto, ya que le falta el atributo de existir. Y podemos imaginar otro más perfecto, que además exista. Luego, Dios existe.

Ahora, no entiendo esta prueba, porque me parece muy raro que una combinación de palabras pueda determinar la existencia de Dios. Porque al fin, lo que San Anselmo ha dicho, y Spinoza también, no son más que combinaciones de palabras dichas en latín, o en castellano, o en la lengua que ustedes quieran, en cierto orden.

Luego, Hegel toma ese argumento de un modo insolente que no puede convencer a nadie. Empieza por preguntarnos si una hormiga existe. Le contestamos, previsiblemente, que sí. Entonces, Hegel dice: Bueno, si una hormiga, que es un ser mínimo que podemos aniquilar de un pisotón, existe, cómo no va a existir Dios, que es un ser todopoderoso.

No sé si este es un juego de palabras o mucho más. A mí, personalmente, esto no me convence.

Pues bien, Spinoza nos propone ese ser que es causa de sí mismo, y luego de dedica a explorarlo. Y ya que ese ser es Dios, tiene que ser infinito. Y Spinoza piensa en una sustancia infinita, dotada de infinitos modos o atributos. Y aquí viene quizá lo más sorprendente de su concepto de Dios. Sé que todo esto es raro, para ustedes y para mí, pero tengo que explicarlo de algún modo. Pues bien, Spinoza imagina esa sustancia infinita, dotada de infinitos atributos. Y al decir infinito no quiero decir múltiple, quiero decir estrictamente infinito. Por ejemplo, si pensamos en el tiempo, el tiempo es estrictamente infinito, ya que no podemos concebir ni un principio ni un fin. Ya lo mismo ocurre con la idea de Spinoza. Pero dos de los atributos, y aquí prepárense para algo muy asombroso también, son lo que él llama la extensión y el pensamiento. Pero quizá más fácil para nosotros sea decir el espacio y el tiempo. Esos vendrían a ser dos de los atributos de Dios. Ahora, Leibniz tomó su idea de la armonía preestablecida de Spinoza, y esto podría explicarse así: imaginemos dos cosas tan distintas como la materia y el espíritu. ¿Cómo puede una influir en la otra? Por ejemplo: alguien clava una aguja en mi carne. Ese es un hecho físico. Yo siento dolor. Ese es un hecho mental, o espiritual. ¿Cómo puede ser que uno esté causado por el otro? O, por ejemplo, en este momento alguien saca una fotografía. Yo, a pesar de mi ceguera, veo el flash. ¿Cómo puede ese flash, que es meramente físico, ser percibido por mi mente, que es espiritual? Todos tendemos a pensar, quizá sea imposible no pensar, que lo material influye en lo físico. Por ejemplo, yo estoy pronunciando estas palabras. Ustedes las oyen. Es difícil suponer que mi pronunciación de estas explicativas y torpes palabras no sea la causa de lo que ustedes oyen. Pero, según Leibniz, y según Spinoza, el hecho no es ese. El hecho vendría a ser que son dos cosas paralelas, pero no una, causa de la otra. El ejemplo que da Leibniz es este: él imagina dos relojes. Los dos funcionan perfectamente. Les dan cuerda. En el mismo momento en que uno marca las siete de la tarde, el otro marca las siete. Pero ninguno de esos dos relojes ejerce una influencia en el otro. Los dos han sido condicionados para ese hecho. Pues bien, según Leibniz, y según Spinoza, cada uno de nosotros ha sido condicionado por la Divinidad para una serie de hechos. Y esos hechos son paralelos. En el momento en que yo golpeo la mesa, ustedes oyen el golpe. Pero no se trata de que el golpe haya producido esa impresión en ustedes. Se trata de que cada uno de nosotros ha sido condicionado inconcebiblemente para ese fin.

Yo tengo 85 años. Posiblemente, me he muerto hace unos días, y ustedes han sido condicionados para seguir escuchándome. O ustedes no han venido, han ido todos a oír la conferencia sin duda muy superior de Octavio Paz, pero yo he sido condicionado para oírlos a ustedes y sentir que están aquí.

No sé si ustedes pueden aceptar eso. Pero eso no es nada. Yo creo que la filosofía y la teología son las formas más extravagantes y más admirables de la literatura fantástica. Ahora viene algo aún más raro que las muchas cosas raras que he dicho.

Según Spinoza, Dios es una sustancia infinita que consta de un número infinito de atributos. Uno de ellos es el espacio, o lo que llama la extensión, y el otro el tiempo, o lo que llama el pensamiento. Pero, además, hay un número infinito de otros atributos. A nosotros solo se nos ha dado sentir dos: el espacio y el tiempo. Entonces, yo decido abrir los dedos de esta manos, y eso es el pensamiento. Luego, yo abro lentamente los dedos, y esa es la extensión, el espacio. Pero, paralelamente, en otra serie ocurren infinitas otras cosas que ni siquiera podemos concebir. Y eso vendría a ser el Universo.

Si eso es así, cada uno de nosotros ha sido condicionado, y ninguno de nosotros merece ser castigado, o premiado. Con eso se borra la idea de un establecimiento penal, el Infierno, y un establecimiento premial, el Cielo. Somos autómatas condicionados para un fin, y nuestro arduo deber es el amor de Dios, que vendría a ser no el amor de un Ser, sino el amor de todo este sistema.

Ahora, en cuanto a Dios, Spinoza le concede la imaginación, Dios imagina hasta el más ínfimo detalle de nuestras vidas, que además conciernen a todos los atributos infinitos. Pero, curiosamente, le niega dos posibilidades. Una, la de comprender, ya que, si yo comprendo algo, el instante anterior fue de incomprensión. Yo, de golpe, comprendo que estoy hablando demasiado tiempo, o que no he hablado bastante, pero hay un momento anterior. Y luego, Spinoza le niega también a Dios la voluntad, ya que querer algo es carecer de algo. Si yo quiero salir de aquí, si yo quiero haber llegado, quiere decir que hubo un momento en que no estuve aquí, un momento en el cual decidiré irme. Y Dios, que es todas las cosas, Dios, que agota todas las posibilidades, no puede desear nada y no puede comprender nada. El es todas las cosas.

Y entonces Spinoza aconseja a los hombres, si es que cabe aconsejar algo a alguien que ha sido condicionado, no arrepentirse, porque el arrepentimiento es un error, ya que obrar mal es un error, y arrepentirse es agregar una tristeza también. De modo que él aconsejaría la serenidad, si es que depende de nosotros la serenidad.

Y recuero aquí inesperadamente una estrofa de un gran poeta español, de origen judío también como su nombre lo indica, Fray Luis de León (los toponímicos corresponden a apellidos judíos), que dice: Vivir quiero conmigo / gozar quiero del bien que debo al Cielo / a solas sin testigo / libre de amor, de celo / de odio, de esperanza, de recelo.

Libre de amor, ya que el amor es una pasión, una pasión que nos inquieta, y puede aniquilarnos. Luego, de celos, de odio, de esperanza, de recelo. Pero, como esos atributos son de algún modo imaginarios, ya que no agotan la sustancia divina, Spinoza dice que los hombres deben tratar de liberarse de la esperanza y del temor, que se parecen tanto. El que espera desespera. Además, ambas cosas se refieren al tiempo. Esperar algo es esperar algo del tiempo, suponer que mañana puede suceder algo. Temer algo es, de algún modo, lo mismo, y todo eso está contra la idea de Spinoza de que el tiempo es ilusorio, como lo es el espacio. Son dos de los atributos de la Divinidad, pero los dos, y queda un número estrictamente infinito de otros. Bueno... cuando vine aquí me recordaron una frase de Spinoza que dice algo así como no llorar, no esperar, no temer. Sí tratar de comprender, ya que es tan vasto ese territorio que llamamos la Divinidad que no acabaremos de recorrerlo.


No sé si he logrado darles a ustedes una idea de ese querible ser humano Baruch Spinoza. Fue anatemizado, la Sinagoga lo rechazó, ahora ha vuelto póstumamente a anexarlo, no sé si eso puede importarle a él... Él no creía en la inmortalidad personal. Spinoza escribió: sentimos, experimentamos ser inmortales. Pero no se refería a su yo, sino a esa sustancia que somos. De algún modo sentimos la inmortalidad de esa sustancia anterior en el tiempo a nuestro nacimiento, posterior a nuestra muerte en el tiempo.


Conferencia en la Sociedad Hebraica Argentina, 1° de abril de 1985
Publicada luego en diario Clarín, 27 de octubre de 1988
Imagen: Jorge Luis Borges
Captura documental Archivo Antología, A propósito de Borges
Exhibido en RTVE el 18 de julio de 2010

26/8/18

Julio Cortázar: Carta a Francisco Porrúa sobre Borges y otros escritores [París, 30 de noviembre de 1964]







París, 30 de noviembre de 1964
Mi querido Paco:

Gracias por tu larga carta, que me ha consternado y aliviado por partes iguales. Tenés mucha razón: todo esto habría que conversarlo con mate y caña, mirándose a los ojos. Pero ya que no se puede, me alegro de que me hayas enviado una reseña lo bastante detallada del último capítulo de la triste historia. Nada, te aseguro, me ha tomado de sorpresa, porque conozco esos mecanismos de challenge and response, y en materia de objetos que vuelan por el aire tuve mi buena experiencia en su momento. Sólo me duele que hayas sido vos quien, sin tener otra culpa que la de ser amigo mío (y también buen amigo de Edith, pero andá a hacerle entender eso en momentos parecidos), hayas tenido que soportar una reacción tan brutal. Como la conozco un poco, sé que su actitud, una vez que vaya comprendiendo las razones de todo esto, será positiva; pero poco puede importarte ya a vos que lo sea o no, después de un episodio tan desagradable y sobre todo tan injusto. Me siento como sucio y como culpable frente a vos, y quisiera poder hacerme perdonar, no sé exactamente qué, pero siento que tanto Sara como vos tienen que sentirse como el diablo después de una cosa así. Te escribo mal, al voleo y repitiéndome, pero tu carta me ha dejado muy jodido. Y a la vez me siento aliviado de que las cosas se hayan definido de una vez por todas, aunque haya sido a las patadas, porque ahora no tendrás que seguir pensando en el asunto, y yo me desentenderé a mi vez de una cuestión que me tiene exasperado y afligido desde hace qué sé yo cuántos meses.


Desde luego, ya recibí una untuosa carta del Dr. Promies en la que me anuncia que la editorial le ha hecho el insigne honor de confiarle la traducción de los Cronopios. Por mí la Luchterhand y el Dr. Promies se pueden ir al quinto carajo; me importa un bledo lo que suceda del lado de Alemania, siempre que me dejen en paz. Y sobre todo que te dejen en paz a vos.


Ah, una cosa para dejar terminado este asunto: Vos te has creído obligado a explicarme en algún momento “y de una vez por todas mi posición en este asunto de Los premios y Edith”. Mirá, Paco, si a alguien no tenés nada que explicarle, es a mí. Tu posición es absolutamente clara, ecuánime y generosa. Has hecho todo lo que has podido, como yo en mi momento hice todo cuanto pude para defender las traducciones de Edith. Ni vos ni yo podemos hacer más nada, y ella lo sabe. No sé si tengo doble vista, pero podría asegurar que conozco perfectamente cada una de tus actitudes en este asunto, desde el día en que empezó a envenenarse, y que yo no hubiera podido hacer nada mejor si hubiera estado en tu lugar. Todo el error empezó cuando yo, convencido de que Edith me traducía bien, insistí a pedido de ella en que los contratos de ustedes llevaran la famosa cláusula sobre quién haría las traducciones. Con los elementos que tenías a mano, has hecho todo lo que estaba en tu poder para ayudarla a Edith y para ayudarme a mí. La cosa está liquidada; queda el mal gusto en la boca, pero eso no es culpa ni tuya ni mía. Yo te agradeceré siempre lo mucho que te has ocupado de este asunto, y la forma en que lo has piloteado hasta un desenlace que Edith precipitó afortunadamente al sugerir el peritaje de sus trabajos. Y no hablemos más, y por favor quedate tranquilo.


Che, está bien lo que me contás de ELLOS. Lamento mucho lo del viejo, aunque cualquier tabla de vida de una compañía de seguros me demostraría que es lógico; pero hiciste muy bien en tener esa conversación y conseguir que te dieran el empujón hacia arriba. Comprendo de sobra que a pesar de eso no estés contento, porque tu trabajo te agota y el Minotauro anda anémico. Pero me pregunto, dadas las condiciones que reinan por allá (a veces leo las crónicas de Henri Janières, en Le Monde, y se me paran los pelos) si habría para vos alguna apertura más interesante en este momento. Como siempre, cuando uno ha llegado a una edad determinada (que varía en cada caso, en el mío fueron los 38 años exactamente) se empieza a sentir de una manera gástrica, existencial, casi palpable, la culpabilidad frente al tiempo “perdido”. Es inevitable, es necesario, y a veces eso ayuda a encontrar una solución, como quien pasa por una puerta sin abrirla, dejando varios dientes en las astillas. Me alegro de que digas, sin embargo, que no has perdido las esperanzas de encontrar una solución más armónica. Lo malo del sistema capitalista de trabajo (y peor todavía del sistema socialista) es que parecen dar por supuesto que el tiempo libre no sirve para nada. Me acuerdo de mi primer patrón en París; me anunció que me doblaría el sueldo si yo iba a trabajar todo el día en vez de medio como hasta el momento. Cuando me negué, me preguntó: “Pero usted, ¿para qué quiere medio día libre?”. El hombre no entendía, directamente no podía entender que entre la guita y el tiempo yo eligiera el tiempo. Los de la Unesco tampoco me han entendido nunca; pero yo [tengo] la suerte de contar con una profesión que me permitió finalmente imponer mis condiciones. En fin, bien puede ser (pero quizá es un wishful thinking nomás) que consigas organizar tu trabajo de manera que te queden algunos globos de aire puro entre ladrillo y ladrillo.


Claro, tenés mucha razón en tu crítica del “estilo” de Tomás, pero qué le vamos a hacer. La omisión del viaje a Cuba fue idiota, pero ya colmé la laguna al contestar a un cuestionario de Tiempos modernos en que me preguntan si el hecho de formar parte del consejo de redacción de la Revista de la Casa de las Américas es una forma de mi “compromiso”. Verás que a partir de eso no habrá más malentendidos: seré un apestado completo, y se acabarán las apropiaciones y las reinvindicaciones. Si tenés por ahí la andanada de Hoy en la cultura y me la querés mandar, quizá me venga bien. Me alegro de que Álvarez publique Reunión; ya es tiempo de que Dios empiece a reconocer a los suyos.


Me alegro mucho de todo lo que me contás de Alejandra, y sobre todo de que le publiquen el libro. Tu reacción con respecto a la petisa me parece perfecta. Yo también encuentro muy natural que un autor de libros procure que un editor se los publique y si ella te fue a ver con esa intención, la conozco lo bastante para saber que, además, te fue a ver porque sabe por mí quién sos vos, y porque tiene una gran admiración por vos y por Esteban; de modo que por una vez lo útil se une a lo agradable, si me permitís esta audaz forma de expresarme.


Sí, el reportaje que me hizo la gorda (Alejandra) era estupendo; vos decís que se debe a que yo contesto bien las preguntas, pero reconocerás que las preguntas son muy buenas y que estimulan cualquier imaginación. En cambio a los de Tiempos modernos les boché un montón de preguntas a cual más pava, que además parecen dar por supuesto que yo estoy enteradísimo de las actualidades porteñas y que me paso la noche sentado mirando hacia el sur y llorando de nostalgia. Nostalgia my foot.

Me rindo ante el problema de las tapas, y reconozco que en esa materia la editorial me ha puesto una de tamaño natural. Que Final del juego salga como quiera, total lo bueno de los sándwiches es siempre el relleno, no te parece.


Muchas gracias, oficial y privadamente, por dejarme en libertad frente a Einaudi por la historia de esos 4 cuentos. Le escribiré para hacerle saber que se los pienso cobrar como corresponde. Che, lo que me deja perplejo es tu deseo de que yo pre-anuncie mi “nuevo libro”. Viejo, pero es que no hay nuevo libro. Hay esos 4 cuentos y bien podría ser que una de estas noches yo me arranque por peteneras, como dice nuestra fabulosa Pepita (la femme de ménage, de la que te contaré alguna vez anécdotas delirantes) y escriba otros cuatro y entonces haya libro. Pero cómo saberlo desde ahora, si en este momento no tengo la menor idea ni gana en materia de cuentos. Suponiendo que escriba dos cuentos más (puede ser, porque me voy 10 días a Londres, solo, y eso puede dar cuentos, I feel it in my bones), entonces sí, entonces ya pensaré en un libro terminado y te lo avisaré con toda la antelación posible.


Aprovecho para preguntarte tu opinión sobre lo siguiente. Hay aquí un muchacho muy inteligente, Luis Harss, que ha vivido en todas partes luego de educarse en Buenos Aires, y que conoce a fondo los USA. La casa Harper’s le ha confiado un libro que consistiría en “conversaciones con los 8 o 10 escritores latinoamericanos más significativos del momento”. El hombre ha hecho una lista en la que entramos Fuentes, Asturias, Rulfo, Vargas Llosa, Paz, yo, etc. Armado de un grabador y una gran sensibilidad (es de los que conocen toda mi obra a fondo, ¡hángel de hamor!) está recogiendo nuestras genialidades. El libro saldrá a fines del año que viene en Harper’s, y la idea sería hacerlo publicar aquí por Gallimard y en Latinoamérica por... ¿por quién? Yo te paso el scoop, y además Harss estaría dispuesto a facilitar llegado el caso el texto en español y en inglés de algunas de esas conversaciones, para que se vea el tono del libro. Sus diálogos conmigo dieron unas 50 páginas, es decir que es el primer trabajo bastante exhaustivo que se hace sobre mis cosas; Harss, con mucha inteligencia, fue variando el ángulo de ataque (literatura, background personal, opiniones, política, tendencias, etc.). El resultado me parece ágil y sobre todo muy veraz, porque lo que yo digo es, eliminadas las muletillas y las tonterías mayores, exactamente lo que dije delante del grabador. El libro de Harper’s saldrá con fotos, bibliografía, etc. Desde luego para los USA será muy útil. Y para los franceses, que están à l’heure sudaméricaine. No sé en nuestro país, pero es justamente eso lo que te pregunto.


Che, espero humildemente que no sea un acto fallido, pero en la nómina me comí a Borges. Oh, no creo que sea un acto fallido, porque no te podés imaginar cómo se me llena el corazón de azúcar y de agua florida y de campanitas, cuando, al cruzar el hall de la Unesco con Aurora para ir a tomarnos un café a la hora en que está terminantemente prohibido y por lo tanto es muchísimo más sabroso, lo vimos a Borges con María Elena Vázquez*, muy sentaditos en un sillón, probablemente esperando a Caillois. Cuando me di cuenta, cuando reaccioné, ya nos estábamos abrazando con un afecto que me dejó sin habla. Mirá, fue algo maravilloso. Borges me apretó fuerte, ahí nomás me dijo: “Ah, Cortázar, a lo mejor, ¿no?, usted se acuerda, ¿no?, que yo le publiqué cosas suyas en aquella revista, ¿no? ¿Cómo se llamaba la revista, che, cómo se llamaba?”. Yo casi no podía hablar, porque el grado de idiotez a que llego en momentos así es casi sobrenatural, pero me emocionó tanto que se acordara con un orgullo de chico de esa labor de pionero que había hecho conmigo. Entonces le recordé a mi vez todo lo que eso había significado para mí, sobre todo porque él me había publicado sin conocerme personalmente, lo que le daba muchísimo más valor a la cosa. Y entonces Borges dijo: “Ah, sí, claro... Y usted a lo mejor se acuerda, ¿no?, que mi hermana Norah le hizo unos dibujos muy preciosos, ¿no?”. En fin, che, yo estaba hecho un pañuelo. Después lo escuchamos a Borges en su conferencia sobre literatura fantástica, dicha en un francés excelente, y a los días vino a la Unesco y les rajó una charla sobre Shakespeare que los dejó a todos mirando estrellas verdes. La chica Vázquez me arrancó la lectura de dos cuentos para una emisión de Radio Municipal, y se fueron a España. Por supuesto, los periodistas se ingeniaron como siempre para hacerle decir a Borges cuatro pavadas sobre política, pero qué poco importa, o en todo caso, qué poco me importa.


Bueno, viejo, esto sí que es una KARTA. Un dato para el libro de Harss: ¿de cuántos ejemplares son las tiradas exitosas de una colección popular como Piragua? No es obligatorio contestar, pero se trata de mostrar la diferencia entre los best-sellers latinoamericanos y los europeos y yanquis. Aurora calculó que una tirada popular debe ser de diez mil; yo realmente no sé.


Chau, Paco, con mis afectos para Sara (pienso en su expedición con la maldita carta, y se me aprieta el corazón). Dale un abrazo a Esteban cuando lo veas. Aurora les manda a todos sus cariños; está fabricando una tortilla de queso que se insinúa ya olfativamente hasta mi cuarto. Hace mucho frío, pero hay sol. Ya te contaré de Londres a la vuelta.


Te abrazo muy fuerte,



Julio 

*Textual en el original. Se refiere a María Esther Vázquez.

En Cortázar, JulioCartas 2 (1955-1964)
Edición a cargo de Aurora Bernárdez y Carles Álvarez Garriga
Segunda Edición, Alfaguara, Buenos Aires, 2016
Jorge Luis Borges y Julio Cortázar, Ilustración de Víctor Gallardo

25/8/18

Jorge Luis Borges: The Mandaeans of Iraq and Irán, de E. S. Drower






[Reseña, 1938]

Omisión hecha del budismo (que es menos una fe o una teología que un procedimiento de redención), todas las religiones tratan vanamente de conciliar la notoria y a veces intolerable imperfección del mundo y la tesis o hipótesis de un dios todopoderoso y benévolo. Por lo demás, esa conciliación es tan frágil que el escrupuloso cardenal Newman (Ensayo de una gramática del asentimiento, parte segunda, capítulo séptimo) declara que preguntas como ésta: "Si es todopoderoso el Señor, ¿cómo tolera que haya sufrimiento en la tierra?" son callejones sin salida que no nos deben distraer del camino real ni entorpecer el curso directo de la investigación religiosa.

En los principios de la era cristiana, los gnósticos miraron de frente el problema. Intercalaron entre el mundo imperfecto y el Dios perfecto una casi infinita jerarquía de divinidades graduales. Busco un ejemplo: la vertiginosa cosmogonía que Ireneo atribuye a Basílides. En el principio de esa cosmogonía hay un dios inmóvil. De su reposo emanan siete divinidades subalternas que dotan y presiden un primer cielo. De esa primera corona demiúrgica procede una segunda, también con ángeles, potestades y tronos, que fundan otro cielo más bajo, que es el duplicado simétrico del inicial. El segundo círculo se desdobla a su vez, y el tercero también, y el cuarto también (siempre con disminución de divinidad) y de ese modo hasta 365. El cielo del fondo es el nuestro. Es obra de demiurgos degenerados en cuyos pechos la fracción de divinidad tiende a cero... En esa fe vivieron hace diecinueve siglos los gnósticos: en una fe de tipo análogo viven ahora los sabianos de Persia y del Irak.

Abathur, dios inmóvil de los sabianos, se mira en un abismo de agua barrosa; al cabo de cierto número de eternidades, su reflejo impuro se anima y crea nuestro cielo y nuestra tierra con el socorro de los siete ángeles planetarios. De ahí las imperfecciones del mundo, obra de un mero simulacro de Dios.

Cinco mil sabianos hay en el Iraq y unos dos mil en Persia. Este libro es sin duda el más minucioso de cuantos se han escrito sobre ellos. La autora, Mrs. Drower, ha convivido con los sabianos desde 1926. Ha presenciado casi todas sus ceremonias: proeza más bien ardua si recordamos que las de mayor pompa suelen durar dieciocho horas seguidas. Ha compulsado y traducido también muchos textos canónicos.




Jorge Luis Borges: Textos cautivos (1986)
Antología de trabajos publicados por JLB en la revista El Hogar entre 1936 y 1940
Edición de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal
© María Kodama, 1995
© Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016


Images: 
Front row, left to right: Stefana Drower, Morag Tainsh 
and Colonel J. Ramsey Tainsh, Director of The Railway
Irak c. 1920s (Ms. Or. Drower)
Bodeian Libraries, University of Oxford Source

And cover (Publisher: Gorgias Press LLC)



24/8/18

Jorge Luis Borges: Obras Completas [Epílogo]








A riesgo de cometer un anacronismo, delito no previsto por el código penal, pero condenado por el cálculo de probabilidades y por el uso, transcribiremos una nota de la Enciclopedia Sudamericana, que se publicará en Santiago de Chile, el año 2074. Hemos omitido algún párrafo que puede resultar ofensivo y hemos anticuado la ortografía, que no se ajusta siempre a las exigencias del moderno lector. Reza así el texto:

"BORGES, JOSÉ FRANCISCO ISIDORO LUIS: autor autodidacta, nació en la ciudad de Buenos Aires, a la sazón capital de la Argentina, en 1899. La fecha de su muerte se ignora, ya que los periódicos, género literario de la época, desaparecieron durante los magnos conflictos que los historiadores locales ahora compendian. Su padre era profesor de psicología. Fue hermano de Norah Borges (q.v.). Sus preferencias fueron la literatura, la filosofía y la ética. Prueba de lo primero es lo que nos ha llegado de su labor, que sin embargo deja entrever ciertas incurables limitaciones. Por ejemplo, no acabó nunca de gustar de las letras hispánicas, pese al hábito de Quevedo. Fue partidario de la tesis de su amigo Luis Rosales, que argüía que el autor de los inexplicables Trabajos de Persiles y Segismunda no pudo haber escrito el Quijote. Esta novela, por lo demás, fue una de las pocas que merecieron la indulgencia de Borges; otras fueron las de Voltaire, las de Stevenson, las de Conrad y las de Eça de Queiroz. Se complacía en los cuentos, rasgo que nos recuerda el fallo de Poe, There is no such thing as a long poem que confirman los usos de la poesía de ciertas naciones orientales. En lo que se refiere a la metafísica, bástenos recordar cierta Clave de Baruch Spinoza, 1975. Dictó cátedras en las universidades de Buenos Aires, de Texas y de Harvard, sin otro título oficial que un vago bachillerato ginebrino que la crítica sigue pesquisando.

Fue doctor honoris causa de Cuyo y de Oxford. Una tradición repite que en los exámenes no formuló jamás una pregunta y que invitaba a los alumnos a elegir y considerar un aspecto cualquiera del tema. No exigía fechas, alegando que él mismo las ignoraba. Abominaba de la bibliografía, que aleja de las fuentes al estudiante.

Le agradaba pertenecer a la burguesía, atestiguada por su nombre. La plebe y la aristocracia, devotas del dinero, del juego, de los deportes, del nacionalismo, del éxito y de la publicidad, le parecían idénticas. Hacia 1960 se afilió al Partido Conservador, porque (decía) ‘es indudablemente el único que no puede suscitar fanatismos’.

El renombre de que Borges gozó durante su vida, documentado por un cúmulo de monografías y de polémicas no deja de asombrarnos ahora. Nos consta que el primer asombrado fue él y que siempre temió que lo declararan un impostor o un chapucero o una singular mezcla de ambos. Indagaremos las razones de ese renombre, que hoy nos resulta misterioso.

No hay que olvidar, en primer término, que los años de Borges correspondieron a una declinación del país. Era de estirpe militar y sintió la nostalgia del destino épico de sus mayores. Pensaba que el valor es una de las pocas virtudes de que son capaces los hombres, pero su culto lo llevó, como a tantos otros, a la veneración atolondrada de los hombres del hampa. Así, el más leído de sus cuentos fue El hombre de la esquina rosada, cuyo narrador es un asesino. Compuso letras de milonga, que conmemoran a homicidas congéneres. Sus estrofas de corte popular, que son un eco de Ascasubi, exhuman la memoria de cuchilleros muy razonablemente olvidados. 

Redactó una piadosa biografía de cierto poeta menor, cuya única proeza fue descubrir las posibilidades retóricas del conventillo. Los saineteros ya habían armado un mundo que era esencialmente de Borges, pero la gente culta no podía gozar de sus espectáculos con la conciencia tranquila. Es imperdonable que aplaudieran a quien les autorizaba ese gusto. Su secreto y acaso inconsciente afán fue tramar la mitología de un Buenos Aires, que jamás existió. Así, a lo largo de los años, contribuyó sin saberlo y sin sospecharlo a esa exaltación de la barbarie que culminó en el culto del gaucho, de Artigas y de Rosas.

Pasemos al anverso. Pese a Las fuerzas extrañas (1906) de Lugones, la prosa narrativa argentina no rebasaba, por lo común, el alegato, la sátira y la crónica de costumbres; Borges, bajo la tutela de sus lecturas septentrionales, la elevó a lo fantástico. Groussac y Reyes le enseñaron a simplificar el vocabulario, entorpecido entonces de curiosas fealdades: acomplejado, agresividad, alienación, búsqueda, concientizar, conducción, coyuntural, generosidad, grupal, negociado, promocionarse, recepcionar, sentirse motivado, sentirse realizado, situacionismo, verticalidad, vivenciar… Las academias, que hubieran podido desaconsejar el empleo de tales adefesios, no se animaron. Quienes condescendían a esa jerga exhalaban públicamente el estilo de Borges.

¿Sintió Borges alguna vez la discordia íntima de su suerte? Sospechamos que sí. Descreyó del libre albedrío y le complacía repetir esta sentencia de Carlyle: 'La historia universal es un texto que estamos obligados a leer y a escribir incesantemente y en el cual también nos escriben'.

Puede consultarse su Obra Completa, Emecé Editores, Buenos Aires, 1974, que sigue con suficiente rigor el orden cronológico".


En: Obras Completas, Emecé Editores
Buenos Aires, 1974

23/8/18

Jorge Luis Borges: Tranvías (1921)








Con el fusil al hombro      los tranvías
patrullan las avenidas
Prora del imperial bajo el velamen
de cielos de balcones y fachadas

               verticales cual gritos

Carteles clamatorios ejecutan
su prestigioso salto mortal desde arriba
Dos estelas estiran el asfalto
y el trolley violinista

va pulsando el pentagrama en la noche
y los flancos desgranan
paletas momentáneas y sonoras.





En Ultra, Madrid, Año I, N° 6, 30 marzo de 1921

Luego, en Textos recobrados 1919-1929
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé


Imágenes: 

  • Manuscrito de Tranvías dictado a Norah Borges para Proa: "Borges cien años", julio/agosto 1999
  • Cover y página con el poema en  Proa, Madrid, Año I, N° 6, 30 marzo de 1921


21/8/18

Yonah Kranz: Donde se osará interpretar y amplificar a Borges






Parafraseando (plagiando) a Jorge Luis Borges, “empezaré con unas consideraciones que corren el albur de parecer digresivas, pero que, sin embargo, nos llevarán al tema esencial” – sus apreciaciones acerca de cómo se reconocen en la obra de Shmuel Yosef Agnón, Premio Nobel de Literatura 1966, los elementos constituyentes del concepto de nación (la nación judía, en este caso particular), y de cómo Israel es, a su juicio, el paradigma de ese concepto.

Pero antes de entrar en materia me es preciso apartar del camino una roca bastante grande con la que uno tropieza ya en los prolegómenos de la conferencia que sobre Agnón dio Borges en el Instituto Cultural Argentino Israelí de Buenos Aires, en 1967.

Se trata de un error descomunal que aparece en la transcripción de la grabación de la conferencia, y que quiero atribuir principalmente a quien realizó esa transcripción. En sus palabras iniciales acerca de la obra de Agnón, Borges confía a la audiencia: “poco he alcanzado de esa obra, ya que mi ignorancia del hebreo ignorancia que deploro, pero es un poco tarde para corregirla me ha obligado a juzgarlo a través de una versión inglesa de aquel libro suyo que recuerdo 'Los fastos de Ovidio', ese libro sobre el año litúrgico de los judíos…” (el énfasis es mío). Pues bien, lo cierto es que el libro de marras se llama Los fastos, no lo escribió Agnón (1888-1970 EC) sino el poeta romano clásico Publio Ovidio Nasón (43 AEC a 17 o 18 EC) y no trata en absoluto del año litúrgico de los judíos sino del de los romanos… Es perfectamente comprensible que quien realizó la transcripción haya creído oír que Borges decía “Los fastos de Ovidio”, cuando en realidad él estaba diciendo “ Los fastos ”, de Ovidio. Menos (nada…) comprensible para mí es la mención misma del libro de Ovidio en el contexto de que se trata, y todo lo demás que Borges supuestamente dijera al respecto.

Dejémoslo aquí y vayamos al grano.

Es trivial decir que Borges era oceánico, como lo es hablar de lo inmenso de la envergadura de alas de su erudición y su pensamiento. Si ahora cambiáramos el nombre y en lugar de Borges dijéramos Agnón, el aserto sería igualmente válido y correcto. En la obra de ambos están presentes ubicuas reminiscencias de otros textos, niveles múltiples de percepción de lo real y cotidiano que comunican con lo fantástico y esotérico. Puede decirse, en cierto modo, que salvando las brechas del lenguaje y las referencias culturales, ambos hablan esencialmente el mismo idioma conceptual. 

No sorprende, entonces, que habiendo leído sólo una recopilación de relatos de Agnón –y eso en traducción al francés–, Borges haya sabido captar tan cabalmente la esencia de la obra, percibiendo allí los múltiples y a veces tenues hilos que unen a los integrantes de una comunidad y la convierten en nación. 

En efecto, dice Borges en su disertación: 

¿Y entonces cómo podríamos definir “una nación”? Creo que no hay un ejemplo más claro de “nación” que el de Israel, cuyos orígenes casi se confunden con los del mundo y que llega, a través de la desdicha, del exilio, de la diáspora, a nuestros días.
¿Qué es, entonces esa nación? Es la memoria de las sucesivas generaciones. Esa memoria puede estudiarse de dos modos; como lo estudian los historiadores, reducidos a una árida serie de fechas y de nombres geográficos, o como una suerte de museo de curiosidades, como una colección.
Pero hay otra tradición, que no se limita a las fechas del historiador, ni a las curiosidades del folklore. Es algo más profundo, que no se repite, sino que florece de un modo vivo y eso es, precisamente, lo que encontramos en la obra de Agnón.
Me parece relevante considerar aquí el aporte teórico de dos investigadores que dedicaron gran parte de sus trabajos al tema de la nación y el nacionalismo. Uno es el historiador y teorizador de las ciencias sociales Benedict Anderson, inglés, quien en su magnum opusComunidades imaginadas” (1993) postula que las naciones y el nacionalismo son productos de la modernidad y han sido creados como medios para fines políticos y económicos. Según Anderson tendemos a hipostasiar o reificar la existencia del nacionalismo (prueba de ello sería que muchos tienden a escribir dicho término con mayúscula) al considerarlo como una ideología. Sería mejor, sugiere, entenderlo como una relación social o antropológica, al nivel de las relaciones familiares o religiosas, y no como una ideología, ya que no tiene la consistencia de teorías políticas como, por ejemplo, el “liberalismo” o, incluso, el “fascismo”. Anderson propondrá un enfoque de corte antropológico que tome como punto de partida la siguiente definición: una nación es una comunidad política (a) que se imagina (b) como inherentemente limitada (c) y como soberana (d). La nación es una comunidad política imaginada porque aunque los miembros de las naciones no se conocen entre ellos, aun así tienen en sus mentes una cierta imagen de su comunión. Cuando el filósofo y antropólogo social Ernest Gellner afirma que el nacionalismo “inventa naciones donde no existen” está suponiendo la existencia de “comunidades verdaderas”, como la clase social, por ejemplo, frente a “comunidades falsas”, como la nación, cuando lo cierto, dirá Anderson, es que todas las comunidades lo suficientemente grandes como para que no sea posible el contacto cara a cara –e incluso éstas– son imaginadas. De modo que no debemos distinguir las comunidades en función de su verdad o falsedad sino por el modo en cómo se las imagina. Las comunidades imaginadas pueden ser vistas como una forma de construccionismo social
 

Distinta es la opinión de otro inglés, el sociólogo Anthony D. Smith, quien en numerosos trabajos (como sus libros The Ethnic Origin of Nations, 1986, y National and Other Communities, 1998), afirma que incluso cuando las naciones son el producto de la modernidad, es posible encontrar elementos étnicos que sobreviven en las naciones modernas, comunidades étnicas a los que él denomina etnias. Las etnias difieren de las naciones, ya que estas últimas son el resultado de una triple revolución que comienza con el desarrollo del capitalismo y lleva a la centralización burocrática y cultural, junto a la pérdida de poder de la Iglesia católica; sin embargo, Smith sostiene que existen muchos casos de naciones que poseen elementos premodernos, es decir elementos étnicos anteriores al proceso de modernización. Es así como la construcción de una nación depende de la preexistencia de una comunidad. El fundamento de la etnia, propone Smith, no está supeditado a la existencia entre sus integrantes de un vínculo biológico-orgánico, racial o territorial, sino a la de una tradición cultural común que se apoya en mitos ancestrales y memoria colectiva comunes, elementos de cultura e historia compartidos, y cierto grado de solidaridad, al menos entre las élites.

Volviendo a Borges, he aquí que él entreteje alusiones a sus propios textos con los de Agnón, poniendo sobre la mesa el mito de la imploración al cielo de un individuo disidente, que reza “contra la corriente” (en uno de los relatos de Agnón que cita Borges), el de los 36 Justos que salvan al mundo, el de la creación a partir de la palabra (el Gólem de Praga) –todos los cuales forman parte del acervo cultural colectivo y reúnen los elementos que según Smith constituyen los ladrillos y la argamasa con que se forma una nación. “La memoria de Israel está en Agnón” exclama Borges, y ésa “no es una memoria erudita; es una memoria viva”. Porque con el resurgimiento de Israel como nación, la memoria de una “civilización fósil”, al decir de Arnold Toynbee, volvió a ser una memoria viva.

Creo que eso es lo que quiso decir Borges cuando afirma que “[Agnón] sabía que era, de algún modo, la memoria viviente de ese pueblo admirable al cual todos pertenecemos más allá de las vicisitudes de la sangre. He hablado de Israel. Es todo”.





Photos:


Facing microphones at his first American press conference, Shmuel Yosef Agnon, co-winner of the 1966 Nobel Prize for Literature, answers a newsman's question. Agnon, 78, spoke in Hebrew (Getty-Images)


Véase también Borges: Agnon [Conferencia en el Instituto Cultural Argentino-Israelí de Buenos Aires, 1967]


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