17/6/18

Jorge Luis Borges - Antonio Carrizo - Roy Bartholomew: «Mi padre era abogado y profesor de psicología. Era un hombre muy irónico y muy amigo de Macedonio Fernández...»







Carrizo. Volvemos a su padre. ¿Quién era?

Borges. Mi padre era abogado y profesor de psicología. Era un hombre muy irónico y muy amigo de Macedonio Fernández; sentía una veneración por Macedonio y los dos se querían mucho. Luego yo heredé la amistad de Macedonio Fernández de mi padre. Mi padre ha dejado una novela que debo volver a revisar y a reescribir, anotando cómo quería que fuera el libro. Esa novela se titula El caudillo. Es una novela sobre Entre Ríos, en la época de Urquiza; un poco antes del asesinato de Urquiza. Es una linda novela. El me encargó... me dijo: “ Yo puse ahí muchas metáforas para hacerte el gusto, pero realmente son malas, hay que eliminarlas.” (Ríe) Y es verdad. De modo que yo voy a escribir el libro, o a reescribir el libro, tal como él me lo encargó, suprimiendo aquellas vanidades ultraístas o alusiones a Lugones.

Carrizo. ¿Qué edad tenía usted cuando murió su padre?

Borges. Hay que sacar una cuenta. Bastante difícil.

Carrizo. ¿Cuarenta años?

Borges. A ver... Mi padre murió el año 38, yo nací en el 99: tenía treinta y nueve años. Y llegué a tiempo para verlo morir.

Bertholomew. ¿Me perdona, Borges?

Borges. Sí.

Bartholomew. Tu quisiste morir enteramente/ la carne y la gran alma.

Borges. Sí.

Bartholomew. Tu quisiste/ entrar en la otra sombra, sin la triste/ plegaria del medroso y del doliente.

Borges. Sí.

Bartholomew. Te hemos visto morir con el tranquilo/ ánimo de tu padre ante las balas./

Borges. Sí.

Bartholomew. La guerra no te dio su ímpetu de alas,/ la lenta parca fue cortando el hilo/.

Borges. A ver cómo concluye, tengo mucha curiosidad.

Bartholomew. Te hemos visto morir sonriente y ciego/ nada esperabas ver del otro lado/ pero tu sombra, acaso, ha divisado/ los arquetipos que Platón, el griego/, soñó y que me explicabas. Nadie sabe/ de qué mañana el mármol es la llave.

Borges. Caramba, son lindos versos aunque sean míos, ¿eh?

Bartholomew. Es un soneto a su padre.

Borges. Sí. Un soneto a mi padre. Sí.

Bartholomew. ¿El proceso de la ceguera, de su padre, fue lento...

Borges. Sí, fue lento, como el mío...

Bartholomew. ...progresivo, como el suyo?

Borges. Sí, como el mío, sí.

Bartholomew. Y a su vez, ¿había algún antecedente?

Borges. Sí. Había mi abuela, que murió ciega y mi bisabuelo, que murió ciego, también. Sí, del lado inglés.

Carrizo. ¿De qué manera marcó el carácter de su padre su propio carácter, Borges?

Borges. Mi padre era un hombre muy valiente y yo no. Pero los los dos aceptamos la ceguera. La ceguera se acepta si viene con lentitud. Es un crepúsculo: de verano, así, lento. No tiene mayor importancia. En cambio, la ceguera brusca puede ser terrible; uno puede pensar en matarse.

Bartholomew. Probablemente su padre le dio los dos impulsos, el nacional y el cosmopolita.

Borges. Es cierto.

Bartholomew. Así como su padre era tan amigo de Macedonio y de las cosas argentinas. . .

Borges. Es cierto. Las dos cosas.

Bartholomew. ...lo llevó a Ginebra para que usted se preparara para ser un ciudadano del mundo: un gran cosmopolita, la educación cosmopolita, ¿verdad?

Borges. Es lo que espero ser. En todo caso es lo que le pasó a Henry James y a William James. Los mandaron a Europa para que no fueran... bueno, provincianos, digamos.

(...)





En Borges el memorioso. Conversaciones de Jorge Luis Borges con Antonio Carrizo 
Fragmentos de Primera mañana (págs. 20-21) 
México D.F. - Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1982
Jorge Luis Borges en la SDDRA al finalizar una conferencia en 1982
Foto Cortesía ©Ramón Puga Lareo
Al pie: cover de la primera edición de Borges el memorioso

16/6/18

Borges profesor: Anexo anglosajón (II): La batalla de Brunanburh (con la traducción de Tennyson)






Traducciones del inglés antiguo por Martín Hadis
  

La mayoría de los textos anglosajones a los que Borges hace referencia durante este curso han sido traducidos por él mismo al castellano (esto se indica en cada caso a pie de página ante la primera mención de cada poema).
Varios de los poemas que el profesor menciona no se encuentran, sin embargo, en ninguno de sus libros. Este anexo intenta complementar las clases con traducciones de aquellos textos anglosajones que no han sido traducidos por Borges y que son de hecho muy difíciles —si no imposibles— de encontrar en castellano.
Estos textos son:

• Fragmento final de la Gesta de Beowulf
• La batalla de Brunanburh (con la traducción de Tennyson, «The Battle of Brunanburh»)
• La «Batalla de Maldon»
• La «Elegía del Hombre Errante»
• «La Visión de la Cruz»
• Tres conjuros anglosajones.

Siguiendo el ejemplo de Borges, estas traducciones intentan ser literales; el uso de la prosa tiene la ventaja de preservar, además del sentido, la sencillez y la fuerza del verso original.

M.H.

En Borges profesor
Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires
Edición, investigación y notas: Martín Arias & Martín Hadis
Buenos Aires © María Kodama, 2000



Segundo anexo: La batalla de Brunanburh
con la traducción de Tennyson, «The Battle of Brunanburh».

Se incluye esta versión en inglés moderno que Borges califica como ejemplar.

Este poema conmemora la victoria de Aethelstan, rey de Wessex, y su hermano el príncipe Eadmund, contra una confederación de escoceses, pictos, britanos de Strathclyde y vikingos («hombres del norte») procedentes de Dublín. Brunanburh celebra la victoria de los sajones: Aethelstan y Eadmund regresan a sus hogares exultantes; el rey Anlaf se ve forzado a escapar humillado a Dublín; el rey de los escoceses, Constantino, el de los cabellos grises, debe huir lamentando la pérdida de amigos y parientes. Este poema aparece en el anal correspondiente al año 937 de la Crónica anglosajona. El lugar de la batalla, que da nombre al poema, no ha podido ser identificado nunca con precisión.

El rey Aethelstan, señor de guerreros, dador de anillos, y también su hermano, el príncipe Eadmund, obtuvieron gloria eterna en la batalla con el filo de sus espadas, cerca de Brunanburh. Los hijos de Eadweard partieron la muralla de escudos, hacharon los tilos de la batalla543 con los frutos de los martillos,544 como correspondía a su linaje, desde sus ancestros: que lucharan a menudo en la guerra contra cada enemigo, que defendieran tierra, riqueza y hogares.

Los atacantes cayeron, las gentes de Escocia y también los navegantes, destinados a morir. El campo se oscureció con la sangre de los hombres desde que el sol, esa famosa estrella, la brillante candela de Dios, saliera a la mañana y flotara sobre la tierra, hasta que la noble criatura del eterno Señor se hundió en el poniente: yacían allí entonces muchos hombres, destruidos por las lanzas, guerreros del norte heridos sobre sus escudos, y también escoceses, saciados del combate.

Los sajones del oeste habían avanzado durante el día entero, formados en tropa, siguiendo las huellas de esas gentes odiosas, matando ferozmente a los que escapaban con sus afiladas espadas. Las gentes de Mercia no retacearon el encuentro de hombres545 a ninguno de aquellos guerreros que junto con Anlaf habían navegado, sobre las embravecidas olas,546 en el seno de la nave —buscando la tierra—, destinados a morir en la guerra.

Cinco reyes jóvenes quedaron muertos en el campo de batalla, adormecidos por la espada, también quedaron tendidos siete condes de Anlaf, y otro sinnúmero de vikingos y escoceses.

Así, los sajones hicieron huir al rey de los hombres del norte,547 acuciado por el peligro, hacia la proa de su barco, con reducido ejército. La nave se apresuró sobre el mar. El rey escapó, navegando, sobre las oscuras corrientes: salvó su vida.

Así también escapó el sabio Constantino, ese guerrero gris, que huyó hacia el norte a su hogar. No pudo jactarse de aquel encuentro de espadas; en el combate fue despojado de amigos y su parentela se redujo, quedaron muertos en el campo de batalla. Tuvo que dejar atrás a su hijo en el lugar de la matanza, consumido por las heridas, joven en el combate. No pudo el canoso guerrero, el anciano traicionero, ufanarse de este choque de espadas; tampoco pudo Anlaf.

No pudieron alegrarse con lo que quedaba de sus ejércitos; no pudieron reír por haber sido los mejores en la lucha, en la guerra, en el choque de los estandartes, en el encuentro de las lanzas, en la reunión de los hombres, en el forcejeo de las armas al que habían jugado con los hijos de Eadweard.

Partieron entonces los hombres del norte en sus naves con clavos, apesadumbrados sobrevivientes de las lanzas, sobre las aguas profundas, por Dingesmere, hacia Dublín, buscando Irlanda con vergüenza.

Así también ambos hermanos, el príncipe y el rey, buscaron su hogar, la tierra de los Sajones del Oeste, exultantes. Dejaron atrás a los carroñeros que se repartían los cuerpos: el negro cuervo con su pico encorvado, vestido de oscuro, el águila marrón con plumas blancas en su cola, el codicioso halcón de la guerra,548 y aquella bestia gris, el lobo del bosque.

No había ocurrido hasta ahora a ninguna gente en esta isla matanza más grande por el filo de la espada, según nos dicen los libros y los sabios de antaño, desde que del este vinieron hacia aquí, sobre anchos mares, anglos y sajones: los orgullosos herreros de la guerra que vinieron a Bretaña, vencieron a los galeses, deseosos de gloria, y conquistaron su tierra.



The Battle of Brunanburh 549 
Traducción de la «Oda de Brunanburh» al inglés moderno de Lord Alfred Tennyson


Constantinus, King of the Scots, after having sworn allegiance to Athelstan, allied himself with the Danes of Ireland under Anlaf, and invading England, was defeated by Athelstan and his brother Edmund with great slaughter at Brunanburh in the year 937.

Athelstan King, Lord among Earls, Bracelet-bestower and Baron of Barons,
He with his brother,
Edmund Atheling,
Gaining a lifelong
Glory in battle,
Slew with the sword-edge
There by Brunanburh,
Brake the shield-wall,
Hew’d the lindenwood,
Hack’d the battleshield,
Sons of Edward with hammer’d brands.
Theirs was a greatness
Got from their Grandsires-
Theirs that so often in
Strife with their enemies
Struck for their hoards and their hearths and their homes.
Bow’d the spoiler,
Bent the Scotsman,
Fell the ship crews
Doom’d to the death.
All the field with blood of the fighters
Flow’d from when first the great
Sun-star of morning tide,
Lamp of the Lord God
Lord everlasting,
Glode over earth till the glorious creature
Sank to his setting.
There lay many a man
Marr’d by the javelin,
Men of the Northland
Shot over shield.
There was the Scotsman
Weary of war.
We the West-Saxons,
Long as the daylight
Lasted, in companies
Troubled the track of the host that we hated
Grimly with swords that were sharp from the grindstone
Fiercely we hack’d at the flyers before us.
Mighty the Mercian,
Hard was his hand-play,
Sparing not any of
Those that with Anlaf,
Warriors over the
Weltering waters
Borne in the bark’s-bosom
Drew to this island
Doom’d to the death.
Five young kings put asleep by the sword-stroke,
Seven strong earls of the army of Anlaf
Fell on the war-field, mimberless numbers,
Shipmen and Scotsmen.
Then the Norse leader-
Dire was his need of it,
Few were his following,
Fled to his war ship:
Fleeted his vessel to sea with the king in it,
Saving his life on the fallow flood.
Also the crafty one,
Constantinus,
Crept to his north again,
Hoar-headed hero!
Slender warrant had
He to be proud of
The welcome of war-knives-
He that was reft of his
Folie and his friends that had
Fallen in conflict,
Leaving his son too
Lost in the carnage,
Mangled to morsels,
A youngster in war!
Slender reason had
He to be glad of
The clash of the war glaive-
Traitor and trickster
And spurner of treaties-
He nor had Anlaf
With armies so broken
A reason for bragging
That they had the better
In perils of battle
On places of slaughter,
The struggle of standards,
The rush of the javelins,
The crash of the charges,
The wielding of weapons-
The play that they play’d with
The children of Edward.
Then with their nail’d prows
Parted the Norsemen, a
Blood-redden’d relic
of javelins over
The jarring breaker, the deep-sea billow,
Shaping their way toward Dyflen again,
Shamed in their souls.
Also the brethren,
King and Atheling,
Each in his glory,
Went to his own in his own West-Saxonland,
Glad of the war.
Many a carcase they left to be carrion,
Many a livid one, many a sallow-skin-
Left for the white tail’d eagle to tear it, and
Left for the horny nibb’d raven to rend it, and
Gave to the garbaging war-hawk to gorge it, and
That gray beast, the wolf of the weald.
Never had huger
Slaughter of heroes
Slain by the sword-edge-
Such as old writers
Have writ of in histories-
Hapt in this isle, since
Up from the East hither
Saxon and Angle from
Over the broad billow
Broke into Britain with
Haughty war-workers who
Harried the Welshman, when
Earls that were lured by the
Hunger of glory gat
Hold of the land.

Notas a la segunda parte del Anexo Anglosajón


543 En el original, heaðolinde, de heado, batalla y linde, tilos: «Los escudos».
544 La expresión original en el poema es «hamora lafum». La palabra laf, «resto, herencia, lo que se deja o queda», está relacionada con el verbo anglosajón laefan, «dejar», del que proviene el verbo «to leave» del inglés moderno; hamora es el genitivo plural de hamor, «martillo», «Hamora lafum» significa entonces literalmente «con lo que dejan, con lo que producen los martillos», es decir, «con las espadas».
545 Kenning para «la batalla».
546 En el poema: eargebland, literalmente: «conmoción de las aguas».
547 En el poema: «norðmanna bregu». Se trata obviamente del rey Anlaf.
549 Se incluye esta versión en inglés que Borges califica como ejemplar.


Imagen: Exposición Borges en Buenos Aires Cosmópolis, Borges y Buenos Aires 2011
a 25 años de su muerte, en la Casa de Cultura de Buenos Aires
Instalación multimedia dedicada a Jorge Luis Borges en el marco de “Buenos Aires Capital Mundial del Libro 2011”
Foto: PD 16 septiembre 2011

14/6/18

Jorge Luis Borges: 1986 —14 de junio— 2018





Fecha para conmemorar. No una celebración.
Los creadores no mueren. Únicamente sus cuerpos son el último atavío y el final.
Nos queda la obra.

Y tal vez valga celebrar que el 14 de junio de 1986 es su regreso a casa.



12/6/18

Jorge Luis Borges: Buenos Aires (1925)








Ni de mañana ni en la diurnalidad ni en la noche vemos de veras la ciudad. La mañana es una prepotencia de azul, un asombro veloz y numeroso atravesando el cielo, un cristalear y un despilfarro manirroto de sol amontonándose en las plazas, quebrando con ficticia lapidación los espejos y bajando por los aljibes insinuaciones largas de luz. El día es campo de nuestros empeños o de nuestra desidia, y en su tablero de siempre sólo ellos caben. La noche es el milagro trunco: la culminación de los macilentos faroles y el tiempo en que la objetividad palpable se hace menos insolente y menos maciza. La madrugada es una cosa infame y rastrera, pues encubre la gran conjuración tramada para poner en pie todo aquello que fracasó diez horas antes, y va alineando calles, decapitando luces y repintando colores por los idénticos lugares de la tarde anterior, hasta que nosotros —ya con la ciudad al cuello y el día abismal unciendo nuestros hombros— tenemos que rendirnos a la desatinada plenitud de su triunfo y resignarnos a que nos remachen un día más en el alma.
Queda el atardecer. Es la dramática altercación y el conflicto de la visualidad y de la sombra, es como un retorcerse y un salirse de quicio de las cosas visibles. Nos desmadeja, nos carcome y nos manosea, pero en su ahínco recobran su sentir humano las calles, su trágico sentir de volición que logra perdurar en el tiempo, cuya entraña misma es el cambio. La tarde es la inquietud de la jornada, y por eso se acuerda con nosotros que también somos inquietud. La tarde alista un fácil declive para nuestra corriente espiritual y es a fuerza de tardes que la ciudad va entrando en nosotros.
A despecho de la humillación transitoria que logran infligirnos algunos eminentes edificios, la visión total de Buenos Aires nada tiene de enhiesta. No es Buenos Aires una ciudad izada y ascendente que inquieta la divina limpidez con éxtasis de asiduas torres o con chusma brumosa de chimeneas atareadas. Es más bien un trasunto de la planicie que la ciñe, cuya derechura rendida tiene continuación en la rectitud de calles y casas. Las líneas horizontales vencen las verticales. Las perspectivas —de moradas de uno o dos pisos, enfiladas y confrontándose a lo largo de las leguas de asfalto y piedra— son demasiado fáciles para no parecer inverosímiles. Atraviesan cada encrucijada cuatro infinitos. En la alta noche, al recorrer la ciudad que simplifican la dura sombra y nuestro rendimiento quejoso, nos hemos azorado a veces ante las interminables calles que cruzan nuestro camino y hemos desfallecido apuñalados, mejor dicho alanceados y aun tiroteados por la distancia. ¡Y en los alrededores del crepúsculo! Acontecen gigantescas puestas de sol que sublevan la hondura de la calle y apenas caben en el cielo. Para que nuestros ojos sean flagelados por ellas en su entereza de pasión, hay que solicitar los arrabales que oponen su mezquindad a la pampa. Ante esa indecisión de la urbe donde las casas últimas asumen un carácter temerario como de pordioseros agresivos frente a la enormidad de la absoluta y socavada llanura, desfilan grandemente los ocasos como maravilladores barcos enhiestos. Quien ha vivido en serranía no puede concebir esos ponientes, pavorosos como arrebatos de la carne y más apasionados que una guitarra. Ponientes y visiones de suburbio que están aún —perdónenme la pedantería— en su aseidad, pues el desinterés estético de los arrabales porteños es patraña divulgadísima entre nosotros. Yo, que he enderezado mis versos a contradecir esa especie, sé demasiado acerca del desvío que muestran todos en alabándoles la desgarrada belleza de tan cotidianos lugares…
He mentado hace unos renglones las casas. Ellas constituyen lo más conmovedor que existe en Buenos Aires. Tan lastimeramente iguales, tan incomunicadas en su apretujón estrechísimo, tan únicas de puerta, tan petulantes de balaustradas y de umbralitos de mármol, se afirman a la vez tímidas y orgullosas. Siempre campea un patio en el costado, un pobre patio que nunca tiene surtidor y casi nunca tiene parra o aljibe, pero que está lleno de patricialidad y de primitiva eficacia, pues está cimentado en las dos cosas más primordiales que existen: en la tierra y el cielo.
Estas casas de que hablo son la traducción, en cal y ladrillo, del ánimo de sus moradores y expresan: Fatalismo. No el fatalismo rencoroso y anárquico que se esgrime en España, sino el burlón y criollo que informa el Fausto de Estanislao del Campo y aquellas estrofas del Martín Fierro que no humilla un prejuicio de barata doctrina liberal. Un fatalismo que no detiene la acción, pero que se ve en las lindes de todo esfuerzo el fracaso…
Quiero hablar también de las plazas. Y en Buenos Aires las plazas —nobles piletas abarrotadas de frescor, congresos de árboles patricios, escenarios para las citas románticas— son el remanso único donde por un instante las calles renuncian a su geometralidad persistente y rompen filas y se dispersan corriendo como después de una pueblada.
Si las casas de Buenos Aires son una afirmación pusilánime, las plazas son una ejecutoria de momentánea nobleza concedida a todos los paseantes que cobija.
Casas de Buenos Aires con azoteas de baldosa colorada o de cinc, desprovistas de torres excepcionales y de briosos aleros, comparables a pájaros mansos con las alas cortadas. Calles de Buenos Aires profundizadas por el transitorio organillo que es la vehemente publicidad de las almas, calles deleitables y dulces en la gustación del recuerdo, largas como la espera, calles donde camina la esperanza que es la memoria de lo que vendrá, calles enclavadas y firmes tan para siempre en mi querer. Calles que silenciosamente se avienen con la noble tristeza de ser criollo. Calles y casas de la patria. Ojalá en su ancha intimidad vivan mis días venideros.





En Inquisiciones (1925)


Imágenes: Buenos Aires por Horacio Coppola
Abajo: Cover primera edición Inquisiciones (Proa, 1925)

Fuente: Nicolás Helft: Borges. Postales de una biografía, Cap. 3
Buenos Aires, Grupo editorial Planeta, bajo el sello Emecé, 2013



11/6/18

Jorge Luis Borges: Los escritores y la palabra









Con motivo de la Novena Feria del Libro en Buenos Aires, dedicada a la palabra escrita, el diario La Prensa formula a algunos de nuestros escritores estas preguntas:

1. La relación del escritor con la palabra escrita: a) en general, b) en su caso particular.

Creo que la literatura es más misteriosa que la música. Siendo de algún modo música —lo que Bernard Shaw llama “música de palabras”—, es también otras cosas, ya que puede referir un cuento, puede señalar millares de ideas.
La relación del escritor con la palabra es en mi caso una relación que no sé si puedo definir. Ahora yo trato de respetar el lenguaje. Además pienso en mi comodidad y en la comodidad del lector y trato de usar las palabras más sencillas, palabras que no obligan al lector a interrogar el diccionario. Stevenson dijo que en una página bien escrita todas las palabras deben mirar hacia el mismo lado.
Creo también que cada lenguaje es un modo de transmitir el Universo. Cuando escribo y se me ocurre algo, siempre lo recibo con sorpresa como si esa palabra útil en ese momento fuera un don, un regalo.
2. La palabra en el mundo de hoy: a) ¿hay desvalorización de la palabra escrita con respecto a la imagen?, b) ¿cree usted que se está produciendo un vaciamiento del sentido de las palabras?

La gente se pasa el día entero viendo imágenes no demasiado hermosas y oyendo palabras disparatadas. Si uno lee tiene más tiempo para pensar, lo que es hermoso. Pero la gente prefiere oír.
Se ha exagerado tanto que las palabras han perdido sentido y hasta llegamos al disparate de que la palabra “bárbaro”, se use como elogio. Cuando alguien habla en francés uno oye matices. Aquí cuando la gente habla uno oye simplemente palabras hostiles o palabras favorables. Tendemos al lenguaje interjectivo. Me cuentan que en otros países también las palabras están perdiendo valor. Quizá sea uno de los signos de lo que Spengler llamó “la declinación de Occidente”.
3. La palabra como fijación de emociones e ideas: a) ¿qué encontró usted en los libros?, b) como hipótesis para el futuro, ¿cree en la posibilidad de una literatura cibernética?


Yo he encontrado casi todo en los libros. No sé si soy un buen escritor o un mediocre escritor pero creo que soy un buen lector, es decir un lector atento a las sugestiones del texto, a lo que no se ha dicho, pero que puede leerse entre líneas, y quizá un buen crítico. Emerson dice: “Una biblioteca es como un gabinete mágico que está lleno de espíritus que duermen en los libros”. Un libro es una cosa entre las cosas. Pero cuando alguien abre un libro y lo lee con unción y con generosidad, entonces resucita Heráclito, resucita Quevedo, y para nosotros resucita Emerson también.

Que en el futuro haya una literatura cibernética me parece una hipótesis melancólica. El libro es necesario. Conviene no ver a la literatura como juego combinatorio. Conviene pensar que todo texto tiene que estar respaldado por la emoción, si no no tiene ningún valor.


En La Prensa, Buenos Aires, 10 de abril de 1983
Luego, en Textos Recobrados 1956-1986 (2007)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
Emecé, Buenos Aires (2003)
Foto: Borges durante una disertación en San Fernando, mayo de 1985

10/6/18

Jorges Luis Borges: Colonia del Sacramento








Por aquí también anduvo la guerra. Escribo también porque la sentencia puede aplicarse a casi todos los lugares del orbe. Que el hombre mate al hombre es uno de los hábitos más antiguos de nuestra singular especie como la generación o los sueños. Aquí, desde el otro lado del mar, se proyectó la vasta sombra de Aljubarrota y de esos reyes que ahora son polvo. Aquí se batieron los castellanos y los portugueses, que asumirían después otros nombres. Sé que, durante la guerra del Brasil, uno de mis mayores sitió esta plaza.
Aquí sentimos de manera inequívoca la presencia del tiempo, tan rara en estas latitudes. En las murallas y en las casas está el pasado, sabor que se agradece en América. No se requieren fechas ni nombres propios; basta lo que inmediatamente sentimos, como si se tratara de una música.



En Atlas, con María Kodama
©1984, Borges, Jorge Luis
©1984, Edhasa
Imagen incluida en esta edición. Foto María Kodama


9/6/18

Jorge Luis Borges: El Simurg






El Simurg es un pájaro inmortal que anida en las ramas del Árbol de la Ciencia. Burton lo equipara con el águila escandinava que, según la Edda Menor, tiene conocimiento de muchas cosas y anida en las ramas del Árbol Cósmico, que se llama Yggdrasill.

El Thalaba (1801) de Southey y la Tentación de San Antonio (1874) de Flaubert hablan del Simorg Anka; Flaubert lo rebaja a servidor de la reina Belkis y lo describe como un pájaro de plumaje anaranjado y metálico, de cabecita humana, provisto de cuatro alas, de garras de buitre y de una inmensa cola de pavo real. En las fuentes originales el Simurg es más importante. 

Firdusi, en el Libro de reyes, que recopila y versifica antiguas leyendas del Irán, lo hace padre adoptivo de Zal, padre del héroe del poema; Farid al-Din Attar, en el siglo XIII, lo eleva a símbolo o imagen de la divinidad. Esto sucede en el Mantiq al-Tayr (Coloquio de los Pájaros). El argumento de esta alegoría, que integran unos cuatro mil quinientos dísticos, es curioso. El remoto rey de los pájaros, el Simurg, deja caer en el centro de China una pluma espléndida; los pájaros resuelven buscarlo, hartos de su presente anarquía. Saben que el nombre de su rey quiere decir "treinta pájaros"; saben que su alcázar está en el Kaf, la montaña o cordillera circular que rodea la tierra. Al principio, algunos pájaros se acobardan: el ruiseñor alega su amor por la rosa; el loro, la belleza que es la razón de que viva enjaulado; la perdiz no puede prescindir de las sierras, ni la garza de los pantanos, ni la lechuza de las ruinas. Acometen al fin la desesperada aventura; superan siete valles o mares; el nombre del penúltimo es Vértigo; el último se llama Aniquilación. Muchos peregrinos desertan; otros mueren en la travesía. Treinta, purificados por sus trabajos, pisan la montaña del Simurg. Lo contemplan al fin: perciben que ellos son el Simurg, y que el Simurg es cada uno de ellos y todos ellos.

El cosmógrafo AI-Qazwiní, en sus Maravillas de la creación, afirma que el Simorg Anka vive mil setecientos años y que, cuando el hijo ha crecido, el padre enciende una pira y se quema. "Esto observa Lane recuerda la leyenda del Fénix".


En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Con la colaboración de Margarita Guerrero
Imagen: Borges en su casa con su gato Beppo
Foto s/d publicada en diario El Día, La Plata



8/6/18

Jorge Luis Borges: Publio Virgilio Marón, «Eneida» [Prólogo]







Una parábola de Leibniz nos propone dos bibliotecas: una de cien libros distintos, de distinto valor, otra de cien libros iguales todos perfectos. Es significativo que la última conste de cien Eneidas. Voltaire escribe que, si Virgilio es obra de Homero, éste fue de todas sus obras la que le salió mejor. Diecisiete siglos duró en Europa la primacía de Virgilio; el movimiento romántico lo negó y casi lo borró. Ahora lo perjudica nuestra costumbre de leer los libros en función de la historia, no de la estética.
La Eneida es el ejemplo más alto de lo que se ha dado en llamar, no sin algún desdén, la obra épica artificial, es decir la emprendida por un hombre, deliberadamente, no la que erigen, sin saberlo, las generaciones humanas. Virgilio se propuso una obra maestra; curiosamente la logró.
Digo curiosamente; las obras maestras suelen ser hijas del azar o de la negligencia.
Como si fuera breve, el extenso poema ha sido limado, línea por línea, con esa cuidadosa felicidad que advirtió Petronio, nunca sabré por qué, en las composiciones de Horacio. Examinemos, casi al azar, algunos ejemplos.
Virgilio no nos dice que los aqueos aprovecharon los intervalos de oscuridad para entrar en Troya; habla de los amistosos silencios de la luna. No escribe que Troya fue destruida; escribe «Troya fue». No escribe que un destino fue desdichado; escribe «De otra manera lo entendieron los dioses». Para expresar lo que ahora se llama panteísmo nos deja estas palabras: «Todas las cosas están llenas de Júpiter».
Virgilio no condena la locura bélica de los hombres; dice «El amor del hierro». No nos cuenta que Eneas y la Sibila erraban solitarios bajo la oscura noche entre sombras; escribe:
Ibant obscuri sola sub nocte per umbram.
No se trata, por cierto, de una mera figura de la retórica, del hipérbaton; solitarios y oscura no han cambiado su lugar en la frase; ambas formas, la habitual y la virgiliana, corresponden con igual precisión a la escena que representan.
La elección de cada palabra y de cada giro hace que Virgilio, clásico entre los clásicos, sea también, de un modo sereno, un poeta barroco. Los cuidados de la pluma no entorpecen la fluida narración de los trabajos y venturas de Eneas. Hay hechos casi mágicos; Eneas, prófugo de Troya, desembarca en Cartago y ve en las paredes de un templo imágenes de la guerra troyana, de Príamo, de Aquiles, de Héctor y su propia imagen entre las otras. Hay hechos trágicos; la reina de Cartago, que ve las naves griegas que parten y sabe que su amante la ha abandonado. Previsiblemente abunda lo heroico; estas palabras dichas por un guerrero: «Hijo mío, aprende de mí el valor y la fortaleza genuina; de otros, la suerte».
Virgilio. De los poetas de la tierra no hay uno solo que haya sido escuchado con tanto amor. Más allá de Augusto, de Roma y de aquel imperio que a través de otras naciones y de otras lenguas, es todavía el Imperio. Virgilio es nuestro amigo. Cuando Dante Alighieri hace de Virgilio su guía y el personaje más constante de la Comedia, da perdurable forma estética a lo que sentimos y agradecemos todos los hombres.



Antologado en Prólogos con un prólogo de prólogos (1975)
© 1995 María Kodama
© 2016 Buenos Aires, Penguin House Mondadori

También en Jorge Luis Borges: Biblioteca personal (1988)
1995 María Kodama
2011, Buenos Aires, Editorial Sudamericana
2016, Barcelona, Penguin Random House Grupo Editorial

Y en Obras Completas IV, Barcelona, 1996, p. 521

Imagen: Borges y uno de sus ilustradores, el pintor Juan Carlos Liberti (1981)
En Proa en las Letras y en las Artes: Borges: cien años
Buenos Aires, julio/agosto 1999, n° 42


6/6/18

Alberto Manguel: Con Borges [Parte 9 - final]





La víspera del Año Nuevo de 1967, en una sofocante y ruidosa Buenos Aires, me encuentro cerca del departamento de Borges y decido visitarlo. Está en su hogar. Ha bebido un vaso de sidra en casa de Bioy y Silvina y ahora, de regreso, se ha puesto a trabajar. No le presta atención alguna a los silbatos y petardos («la gente celebra obedientemente, como si una vez más el fin del mundo se avecinase») porque está escribiendo un poema. Su amigo Xul Solar le dijo, muchos años atrás, que lo que uno hace en Año Nuevo refleja y marca la actividad de los meses por venir, y Borges ha seguido fielmente esta admonición. Cada víspera de Año Nuevo, supersticiosamente, comienza un texto para que el año que se inicia le conceda más escritura. «A ver, ¿me puede anotar unas frases?», pregunta. Como en muchos de sus textos, las palabras componen un catálogo porque, dice, «hacer listas es una de las más viejas actividades del poeta»: «El bastón, las monedas, el llavero...» Ya no recuerdo los otros objetos que, amorosamente evocados, llevaban a la frase final: «No sabrán nunca que nos hemos ido».

La última vez que le leí fue en 1968; su elección de esa noche fue el cuento de Henry James «The Jolly Corner». La última vez que lo vi fue años más tarde, en 1985/en el sótano que hacía de comedor en L’Hôtel de París. Habló con amargura sobre la Argentina y dijo que aun cuando alguien dice que un lugar es el suyo y sostiene que vive allí, en verdad se está refiriendo no al lugar sino a un grupo de pocos amigos cuya compañía lo define como propio. Luego habló de las ciudades que consideraba suyas —Ginebra, Montevideo, Nara, Austin, Buenos Aires— y se preguntó (hay un poema en el que habla de esto) en cuál de ellas habría de morir. Descartó Nara, en Japón, donde había «soñado con una terrible imagen de Buda, a quien no vi sino toqué». «No quiero morir en un idioma que no puedo entender», dijo. No concebía por qué Unamuno había dicho que anhelaba la inmortalidad. «Alguien que desea ser inmortal debe estar loco, ¿eh?»
La inmortalidad, para Borges, residía en las obras, en los sueños de su universo, y por eso no sentía la necesidad de una existencia eterna. «El número de temas, de palabras, de textos es limitado. Por lo tanto nada se pierde para siempre. Si un libro llega a perderse, alguien volverá a escribirlo. Eso debería ser suficiente inmortalidad para cualquiera», me dijo cierta vez al referirse a la destrucción de la Biblioteca de Alejandría.
Hay escritores que tratan de reflejar el mundo en un libro. Hay otros, más raros, para quienes el mundo es un libro, un libro que ellos intentan descifrar para sí mismos y para los demás. Borges fue uno de estos últimos. Creyó, a pesar de todo, que nuestro deber moral es el de ser felices, y creyó que la felicidad podía hallarse en los libros. «No sé muy bien por qué pienso que un libro nos trae la posibilidad de la dicha —decía—. Pero me siento sinceramente agradecido por ese modesto milagro.» Confiaba en la palabra escrita, en toda su fragilidad, y con su ejemplo nos permitió a nosotros, sus lectores, acceder a esa biblioteca infinita que otros llaman el Universo. Murió el 14 de junio de 1986 en Ginebra, ciudad en la que había descubierto a Heine y a Virgilio, a Kipling y a De Quincey, y en la cual leyó por primera vez a Baudelaire, a quien entonces admiraba (llegó a saber de memoria Las flores del mal) y de quien luego abominó. El último libro que le fue leído, por una enfermera del hospital suizo, fue el Heinrich von Ofterdingen de Novalis, que había leído por vez primera durante su adolescencia en Ginebra.
* * *
Éstos no son recuerdos; son recuerdos de recuerdos de recuerdos, y los hechos que los justifican se han desvanecido, dejando apenas unas escasas imágenes, unas pocas palabras que ni siquiera estoy seguro de recordar con exactitud. «Me conmueven las menudas sabidurías / que en todo fallecimiento se pierden», escribió sabiamente un joven Borges. El niño que trepaba los peldaños se ha perdido en algún punto del pasado, lo mismo que el viejo sabio que adoraba los relatos. Al hombre viejo le gustaban las metáforas inmemoriales —el tiempo como un río, la vida como un viaje y como una batalla—, y esa batalla y ese viaje han terminado para él, y el río ha arrastrado consigo cuanto hubo en esas tardes, excepto la literatura que (y él, en esto, citaba a Verlaine) es lo que queda después de que se ha dicho lo esencial, siempre fuera del alcance de las palabras.
La lectura llega a su fin. Borges hace un último comentario: sobre el talento de Kipling; sobre la sencillez de Heine; sobre la interminable complejidad de Góngora, tan diferente de la complejidad artificial de Gradan; sobre la ausencia de descripciones de la pampa en el Martín Fierro; sobre la música de Verlaine; sobre la bondad de Stevenson. Observa que todo escritor deja dos obras: lo escrito y la imagen de sí mismo, y que hasta la hora final ambas creaciones se acechan una a otra. «Un escritor sólo puede anhelar la satisfacción de haberlo guiado a uno por lo menos hacia una conclusión digna, ¿eh?» Y después, con una sonrisa: «¿Pero con cuánta convicción?». Se pone de pie. Ofrece por segunda vez su mano anodina. Me acompaña hasta la puerta. «Buenas noches. Hasta mañana, ¿no?», me dice, sin esperar respuesta. Luego la puerta se cierra, lentamente.



Con Borges
Madrid, Alianza Editorial, 2004, Págs. 95-102
Título original: Chez Borges
Alberto Manguel, 2001
Las fotos incluidas en el libro son de Sara Facio
Traducción del inglés por Eduardo Berti
Al pie: cover de la edición papel aludida
Imagen arriba: Borges en su casa. Pág.30


4/6/18

Hasta en "La decadencia de Nerón Golden" de Salman Rushdie: Borges y Funes








  Petya percibía demasiadas cosas. Era uno de sus mayores obstáculos en la vida. Durante una de mis visitas a la habitación de la luz azul en la que él pareció dispuesto por una vez a hablar del Asperger, yo le mencioné el famoso cuento de Borges «Funes el memorioso», la historia de un hombre incapaz de olvidarse de nada, y él me dijo:

  —Sí, yo soy así, salvo por el hecho de que no me pasa solamente con lo que ha sucedido o lo que ha dicho la gente. Ese escritor que dices está demasiado atrapado por las palabras y las acciones. En mi caso hay que añadir también los olores, los sabores, los sonidos y las sensaciones. Y las miradas y las formas y la disposición de los coches de la calle y el movimiento relativo de los peatones y los silencios que hay entre notas musicales y los efectos que los silbatos para perros tienen en los perros. Todo eso me pasa todo el tiempo por el cerebro.

  Una especie de super-Funes, por tanto, cuya maldición era la sobrecarga sensorial múltiple. Costaba imaginar cómo era su mundo interior, cómo podía alguien hacer frente a aquella avalancha de sensaciones que entraban como los usuarios del metro en hora punta, a la cacofonía ensordecedora de sollozos, bocinas, explosiones y susurros, al estallido calidoscópico de imágenes, al revoltijo maloliente de hedores. El infierno, el carnaval de los condenados, debía de ser así. Entendí entonces que la idea de que Petya vivía en una especie de infierno era justamente lo contrario de la realidad: una especie de infierno vivía en él. Este descubrimiento me permitió reconocer, y avergonzarme de no haberla reconocido antes, la inmensa fuerza y valentía con que Petronio Golden hacía frente al mundo a diario, y sentir una compasión todavía mayor por sus ocasionales protestas salvajes contra su propia vida, como los episodios de la cornisa y del metro de Coney Island. Y también me permití preguntarme: si a Petya le daba por invertir aquella fuerza enorme de su carácter en la animosidad contra su inminente medio hermano nonato (que en realidad, como sabemos, no era hermano suyo en absoluto, pero dejemos de por las palabras y las acciones. En mi caso hay que añadir también los olores, los sabores, los sonidos y las sensaciones. Y las miradas y las formas y la disposición de los coches de la calle y el movimiento relativo de los peatones y los silencios que hay entre notas musicales y los efectos que los silbatos para perros tienen en los perros. Todo eso me pasa todo el tiempo por el cerebro.

  Una especie de super-Funes, por tanto, cuya maldición era la sobrecarga sensorial múltiple. Costaba imaginar cómo era su mundo interior, cómo podía alguien hacer frente a aquella avalancha de sensaciones que entraban como los usuarios del metro en hora punta, a la cacofonía ensordecedora de sollozos, bocinas, explosiones y susurros, al estallido calidoscópico de imágenes, al revoltijo maloliente de hedores. El infierno, el carnaval de los condenados, debía de ser así. Entendí entonces que la idea de que Petya vivía en una especie de infierno era justamente lo contrario de la realidad: una especie de infierno vivía en él. Este descubrimiento me permitió reconocer, y avergonzarme de no haberla reconocido antes, la inmensa fuerza y valentía con que Petronio Golden hacía frente al mundo a diario, y sentir una compasión todavía mayor por sus ocasionales protestas salvajes contra su propia vida, como los episodios de la cornisa y del metro de Coney Island. Y también me permití preguntarme: si a Petya le daba por invertir aquella fuerza enorme de su carácter en la animosidad contra su inminente medio hermano nonato (que en realidad, como sabemos, no era hermano suyo en absoluto, pero dejemos de lado eso de momento), su afligido medio hermano y su traicionero hermano de padre y de madre, ¿de qué actos de venganza podía ser capaz? ¿Acaso tenía yo que preocuparme por el bienestar de mi hijo, o acaso este instinto únicamente demostraba mi intolerancia irreflexiva hacia la enfermedad de Petya? (¿Acaso era incorrecto llamarlo enfermedad? Quizá sería mejor decir «la realidad de Petya». Qué difícil se había vuelto el lenguaje, era como un campo de minas. Las buenas intenciones ya no eran ninguna defensa)



Fragmento de La decadencia de Nerón Golden
Cap. 20 Pág.216 (en todo el libro hay permanente alusión a Borges, aun sin nombrarlo)
Título original: The Golden House 
Salman Rushdie, 2017 
Traducción: Javier Calvo

Imagen: Salman Sushdie en New York
Foto de Pascal Perich y nota valiosa en El País



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