23/3/18

Daniel Moyano y Adolfo Bioy Casares: Diálogo sobre Jorge Luis Borges







Moyano: –Bioy, ¿cuándo conociste a Borges?
Bioy Casares: –Borges fue mi amigo de siempre, lo conocí en 1932, en casa de Victoria Ocampo, que era muy autoritaria.
–¿Y cómo era esa relación en la que mezclaban la amistad y el trabajo?, ¿qué pasó con el encargo publicitario de una marca de yogur?
–Un día me pidieron a mí que hiciera un folleto sobre la cuajada y el yogur, y como pagaban muy bien –pagaban 17 pesos la página, que era mucha plata en esos momentos– le propuse a Borges que lo hiciéramos juntos. Entonces nos fuimos al campo para escribirlo, y como nos aburríamos empezamos a hacer bromas con aquella redacción. Yo creo que esas bromas fueron como una semilla que, tal vez, minó nuestra colaboración posterior. Éramos dos escritores partidarios de la literatura deliberada: no de escribir con el inconsciente, sino al contrario, nítidamente escrito y con la conciencia despierta, y nos propusimos escribir historias policíacas clásicas con un enigma y una solución. Nos dejábamos arrastrar por las bromas, de pronto, Borges me preguntaba: “Y qué vamos a hacer con este autor?, ¿y eso a dónde nos lleva?”. Vale decir que tuvimos una lección de humildad, tal vez por esas bromas que hacíamos mientras redactábamos el folleto sobre el yogur, en el que descubrías también frases pomposas, como si en esa época Borges y yo creyésemos que escribir bien era escribir pomposamente.
–¿Cómo se escriben relatos a cuatro manos?
–Nos veíamos por la noche, antes de la cena, y si a uno se le ocurría una historia le anunciaba al otro que tenía un cuento para que lo escribiésemos juntos. Si el otro aceptaba, lo conversábamos durante la cena y nos proponíamos no escribirlo hasta después de la tercera cena, para haber hablado bastante de él. Pero en la segunda cena Borges se impacientaba y entonces yo me ponía a la máquina de escribir y al que se le ocurría la primera frase la proponía; si al otro le parecía bien, la aceptaba, escribíamos esa frase y así seguíamos.
–¿Tenían algún secreto para que no se rompiera esa relación?
–El secreto –ya lo dijo Borges– era no tener amor propio, no tener vanidad, y no tener cortesía con el otro cuando las cosas iban por mal camino. Realmente resultaba mucho más fácil que escribir solo porque de esta manera hay que resolver las dificultades sin ayuda; en cambio, cuando son dos las personas que escriben es probable que la dificultad de uno no sea la del otro.
–El tono de los relatos relatos de ustedes es jocoso, divertido, paródico…
–Puedo decir que fuimos muy felices escribiendo juntos, que nos divertíamos mucho. Nos hicimos odiar por Silvina Ocampo y por los amigos que estaban en el otro lado del cuarto porque Borges se reía a carcajadas cuando estábamos escribiendo.
–¿Tuvieron más proyectos juntos?
–Después, cuando decidimos escribir en serio, teníamos planes para escribir un libro parecido a uno de Ezra Pound, ABC de la lectura. No pudimos hacerlo porque ya estábamos viciados con las bromas y de la única forma que podíamos escribir era burlescamente, así que, de algún modo, nuestro procedimiento nos castigó y nos obligó a dejar proyectos que tal vez hubieran sido buenos.



Fragmento del diálogo entre Daniel Moyano y Adolfo Bioy Casares
Convocado por Miguel Munárriz como parte del ciclo de Encuentros Hispanoamericanos,1991
Caricatura de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares por Antonio Antunes

22/3/18

Jorge Luis Borges - Alicia Jurado: El Gran Vehículo





La voluntad de ser leal, siquiera nominalmente, a un maestro; la ventaja de autorizar ideas nuevas con viejos nombres respetados; la oscura convicción de que en los sistemas la tendencia general es lo que importa, han motivado la atribución de doctrinas secretas a algunos pensadores famosos. De Aristóteles se dijo que por la mañana confiaba sus pensamientos íntimos a unos pocos alumnos; por la tarde, comunicaba a un grupo más amplio una versión popular. La primera doctrina era la esotérica; la otra, la exotérica. Lo mismo ocurre con Pitágoras y con Platón y, también, con el Buddha.
Poco antes de morir, el Buddha se limita a repetir a uno de sus discípulos la doctrina habitual, pero, además de lo enseñado en la tierra, se le atribuyó una doctrina esotérica predicada por él en el cielo y conservada en los archivos subterráneos de los Nagas, que la revelaron a Nagarjuna en el siglo II de la era cristiana (150 d. de C.). De esta doctrina surge el Mahayana.
El Buddha, como Cristo, no se propuso nunca fundar una religión. Su finalidad fue la salvación personal de un grupo de monjes que creían en la reencarnación y querían evitarla. El poeta francés Leconte de Lisle formuló, acaso sin saberlo, ese anhelo de aniquilación:
Délivre-nous du Temps, du Nombre et de l’Espace, et rends-nous le repos que la vie a troublé[11].
Pero la voluntad de no ser tiene menos de promesa que de amenaza para casi todos los hombres. Toda religión debe adaptarse a las necesidades de sus fieles, y el budismo, para sobrevivir, se resignó a lo largo del tiempo a profundas y complejas modificaciones. Mahayana quiere decir «Gran Vehículo»; la doctrina primitiva recibió el nombre de Pequeño Vehículo o Hinayana. Estas metáforas se refieren al caso de un incendio hipotético, del cual una persona se salva sola, en un carrito tirado por una cabra, mientras otra salva a una multitud en un carromato conducido por bueyes. La pregunta se plantea de este modo: ¿Cuál de las dos es más meritoria? Evidentemente, la segunda. El Mahayana propone a cada uno de sus adeptos la posibilidad, por cierto remota, de ser un Buddha al cabo de innumerables transmigraciones y de salvar a muchos; este largo proceso ofrece a los devotos la perspectiva de una serie de vidas, cada una de las cuales va aproximándose, sin mayor premura, al Nirvana. Mediante este artificio, la meta de la aniquilación se concilia con la voluntad de vivir. El Mahayana no exige de la mayoría de los fieles una transformación inmediata de los hábitos cotidianos.
Según ciertos autores, ya se habría producido el cisma antes del reinado del famoso emperador Asoka (264-228 a. de C.), que se convirtió a la fe del Buddha, pero no recurrió nunca a las armas para imponerla. Las guerras religiosas son privativas del judaísmo y de sus ramas —la fe de Cristo y el Islam—, que han heredado ese método de conversión. En Oriente, un individuo puede profesar a la vez diversas religiones, que no se estorban y cuyas ceremonias conviven.
Una de las mayores dificultades para la exposición del Mahayana es que su mecanismo lógico es abrumadoramente complejo y abunda en negaciones, afirmaciones, divisiones y subdivisiones, y que el resultado a que llega es la negación de la lógica, ya que su índole es mística. Usa y abusa de la lógica para la demolición de la lógica.
Ambos Vehículos tienen en común: las tres características del ser (impermanencia o fugacidad, sufrimiento e irrealidad del Yo), las Cuatro Nobles Verdades, la transmigración, el karma y la Vía Media. El Mahayana se distingue por el idealismo absoluto. El universo nos presenta continuamente formas, colores, olores, sonidos, sensaciones térmicas y espaciales, pero detrás de esas apariencias no hay nada. El universo es ilusorio: vivir es, precisamente, soñar. Shakespeare dirá mucho después:
We are such stuff as dreams are made on[12].
(TempestIV, 1)


Berkeley y Schopenhauer razonaron más tarde esa filosofía de carácter onírico. El Samsara (el proceso de las infinitas transmigraciones) ya es el Nirvana; todos llegaremos al Nirvana al adquirir conciencia de ese estado y cada brizna de pasto alcanzará la condición del Buddha. Mientras tanto, recorreremos las seis posibilidades del ser, con la seguridad de ascender a la dignidad de los Devas y morar en paraísos.
La meta del budismo primitivo, dirigido a unos pocos monjes, fue la aniquilación, la firme voluntad de no reencarnarse, al morir, en un cuerpo distinto; la del Mayahana es retardar ese proceso en un orbe soñado, alucinatorio, pero no siempre desagradable. El ideal del Buddha ha sido reemplazado por el del Bodhisattva, un hombre que se propone llegar a Buddha al cabo de innumerables encarnaciones.
El Buddha había exhortado a sus discípulos a esforzarse por labrar su propia salvación; el Mahayana, en cambio, insiste en el poder de la gracia. El mérito se adquiere no sólo mediante el Óctuple Sendero, sino por la repetición del nombre del Buddha, por las ofrendas, por la oración, por la firmeza en la fe, por la meditación sobre los reinos que serán nuestros en el largo camino.
Como los gnósticos alejandrinos, que negaron la humanidad corporal de Cristo por no atribuirle las miserias de la fisiología y declararon que un fantasma había sido crucificado en su lugar, los teólogos del Mahayana piensan que el Buddha histórico fue una proyección del Buddha celeste (Dhyam Buddha) y que fue su fantasma el que bajó a la tierra y predicó la ley. El Dhyam Buddha sería, de este modo, una suerte de arquetipo platónico. El nombre del Dhyam Buddha de Gautama es Amitabha, que significa «Ilimitada Luz». Cada Dhyam Buddha tiene un Bodhisattva y un Buddha terrestre.
Al principio, los maestros del Hinayana y del Mahayana moraban y enseñaban en los mismos monasterios. Largas discusiones teológicas llevarían a influencias recíprocas, que ya no podemos desentrañar, y entre uno y otro hubo escuelas de transición.
El más famoso de los maestros del Mahayana, Nagarjuna el nihilista, reunió a sus prosélitos en Nalanda, en el sur de la India; después, como veremos, la doctrina se extendería a otros países asiáticos.
El Mahayana enseña la total irrealidad del universo; el Hinayana cree que los elementos o skandhas que componen las transitorias apariencias, son reales. Para el Mahayana, el monje y el Nirvana que anhela son parejamente ilusorios. Los opositores argumentaron que, si todo es nada, no hay Cuatro Verdades, ni Óctuple Sendero, ni karma, ni transmigración, ni orden monástica ni Buddha; Nagarjuna a su vez les replicó que son dos las verdades: una, convencional, que se sirve de los cotidianos fenómenos de la «vida real»; otra, absoluta, sin la cual el Nirvana es inalcanzable. Compara el universo con los espejismos, con los ecos y con los sueños. Debemos despojarnos del odio y del amor[13], de las cavilaciones, del apego, y ver los hechos como los ve el firmamento, que también es vacío. Nagarjuna redujo la Vía Media a las siguientes negaciones: no hay aniquilación, no hay generación, no hay destrucción, no hay permanencia, no hay unidad, no hay pluralidad, no hay entrada, no hay salida.
Ambas escuelas niegan la causalidad: un hecho simplemente sucede a otro sin influencia del anterior. El individuo, como tal, no existe. No hay un alma, pero hay el karma, que pasa de transmigración a transmigración.
Dado el budismo, era casi inevitable que éste arribara al nihilismo de Nagarjuna. Cabe citar la frase de David Hume: «Cuando razono soy un filósofo; en mi vida cotidiana debo aceptar que hay un Yo, un mundo interno y un mundo externo».
El Hinayana afirma que en el Nirvana desaparecerán la vista, el tacto, el olfato, el gusto y la audición, y compara al elegido con una lámpara apagada. Nagarjuna declara que lo que no existe no puede desaparecer ni continuar. El Nirvana equivale a la concepción de que nada existe; el Samsara ya es el Nirvana y se identifica con el principio absoluto que hay detrás de las apariencias. El hombre que sabe que no es ha alcanzado el Nirvana; el vasto universo astronómico no es menos irreal que ese hombre. Quien se confunde con los otros y con todo lo otro ya ha logrado la meta.
Se niega la posibilidad de todo proceso. En el capítulo segundo de su tratado, Nagarjuna escribe:
En lo andado ya no hay andar,
en lo por andar aún no hay andar;
sin lo andado y sin lo que está por andar, no hay un andar.
Radhakrishnan traduce:
No estamos recorriendo el trecho que ya hemos recorrido.
No estamos recorriendo el trecho que aún falta recorrer.
Un trecho no recorrido ni por recorrer es incomprensible.
Análogamente, Zenón de Elea, discípulo de Parménides, negó que una flecha pudiera llegar a la meta, ya que está inmóvil en cada uno de los instantes de su trayecto, y una serie de inmovilidades, aunque infinita, no será nunca un movimiento. Cuatro siglos antes de Cristo, Diodoro Cronos negó que un muro pueda demolerse: cuando los ladrillos están unidos el muro está en pie, cuando ya no lo están, el muro no existe. Tales argumentos no son laboriosas trivialidades: Diodoro Cronos, Zenón de Elea y Nagarjuna querían demostrar que la realidad es inconcebible y, por consiguiente, ilusoria.
Nagarjuna parece haber estado poseído por la necesidad de negar. Todos sus predecesores habían reiterado la omnisciencia del Buddha; él, en cambio, escribe: «Si hubiera tantos Ganges como hay granos de arena en el Ganges, y otra vez tantos Ganges como granos de arena en los nuevos Ganges, el número de granos de arena sería menor que el número de cosas que ignora el Buddha». En uno de los tratados que se titulan Ápice de la Sabiduría, se lee que todo, para el sabio, es mera vacuidad, mero nombre; también es mera vacuidad y mero nombre el Ápice de la Sabiduría.
El Hinayana propone como ideal del Arhat, el santo, el hombre cuyos actos, palabras y pensamientos no proyectan un karma; el hombre que no volverá a encarnar y que, al morir, entrará en el Nirvana. Tiene poderes mágicos: oye y comprende todos los sonidos del universo, ve todo, recuerda sus infinitas vidas anteriores. El Gran Vehículo, en cambio, propone el Bodhisattva, el hombre, ángel o animal destinado a ser Buddha al cabo de incontables siglos, de millares de nacimientos, vidas y muertes. Debe ejercer, en cada etapa, la compasión; una leyenda afirma que, en una de sus vidas anteriores, el futuro Buddha dio su cuerpo a un tigre para saciar el hambre del animal.
Hay una carrera intermedia, la del Pratyeka Buddha, el santo solitario que, sin ayuda de maestros, llega a ser Buddha, pero que no puede comunicar su iluminación. Los textos lo comparan a un mudo que ha soñado un sueño importante; también al rinoceronte que anda solitario en las selvas.
Aceptada la doctrina de muchos Buddhas, se procedió a inventarlos y a dotarlos de nombres. Se llegó asimismo a admitir la coexistencia de infinitos Buddhas en los infinitos mundos del universo. Los de nuestro planeta nacen invariablemente en la India, de castas de brahmanes o de guerreros, y logran, al pie de un árbol sagrado, su redención. Según el mundo al que pertenecen, son de estatura diversa y logran diversas edades. Algunos son longevos y gigantescos, pero todos tienen treinta y dos estigmas y ciento ocho marcas en cada pie. Todos predican la misma ley.
Uno de los anhelos del Mahayana es la fraternidad de todos los hombres. El próximo Buddha se llamará Maitreya y vendrá al mundo en el año 4457 de la era cristiana. Su nombre significa «el Compasivo», «el Lleno de Amor». Ahora está en el cielo, pero en la tierra hay libros sagrados revelados por él. Abundan sus imágenes; a principios del siglo VII el peregrino chino Hsuang Tsang vio, en un valle de la India, una estatua colosal labrada en madera y dorada; el artífice había subido al cielo tres veces para estudiar los rasgos del Redentor.
Las leyendas pictóricas parecen típicas de Maitreya; Hsuang Tsang refiere que en un templo necesitaban una imagen suya y que al cabo de muchos años un desconocido se comprometió a pintarla, a condición de que le trajeran una lámpara y una pala de tierra olorosa y cerraran la puerta. Pasaron varios días. Los sacerdotes entraron; el hombre había desaparecido y en el santuario estaba la imagen del Buddha. Uno de los sacerdotes soñó que el hombre era Maitreya.




Notas

[11] Líbranos del Tiempo, del Número y del Espacio / y devuélvenos el reposo que la vida ha turbado.
[12] Estamos hechos de la materia de los sueños. 
[13] Recordemos la estrofa de Fray Luis:
Vivir quiero conmigo,
gozar quiero del bien que debo al cielo,
a solas, sin testigo,
libre de amor, de celo,
de odio, de esperanzas, de recelo.
Título original: Qué es el budismo Jorge Luis Borges y Alicia Jurado, 1976

Luego en J. L. Borges: Obras completas en colaboración
© María Kodama 1995

©Emecé Editores 1979 y ss. 

Imagen: Alicia Jurado en 1988 por Aldo Sessa


21/3/18

Jorge Luis Borges: Crítica literaria





Yo diría que la crítica literaria enriquece la literatura. Creo que un personaje tan complejo como Hamlet (the Dead) es más complejo después de haber pasado por Coleridge, por ejemplo. Creo que una de las funciones de la crítica no es tanto analizar los motivos del autor, sino enriquecer la obra.
Jasso, 1972
Yo creí en un tiempo que la crítica era el análisis de los textos, idea bastante corriente en Francia. Ahora creo que no, creo que lo importante es ubicar al crítico como creador y a la crítica como un hecho creativo. Hoy, por ejemplo, después de la obra de De Sanctis, de diversos críticos, no se puede ignorar el cambio que se ha operado en la crítica. Además, mi idea anterior correspondía a un concepto mecánico de la literatura que creía que la crítica era el análisis de los procedimientos literarios. Ahora descreo de los procedimientos y creo que lo importante es la ilusión que se produce detrás de los procedimientos. Este es mi concepto singular y que pertenece a Borges.
Espejo, 1976



En Borges A/Z 
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges (1988)
Jorge Luis Borges en una conferencia en la SADE
A su izquierda, Antonio de la Torre
Foto Herederos Antonio de la Torre
Al pie: Portada del libro Borges A/Z  
Colección La Biblioteca de Babel

20/3/18

Jorge Luis Borges: Para el centenario de Góngora







Yo siempre estaré listo a pensar en don Luis de Góngora cada cien años. El sentimiento es mío y la palabra Centenario lo ayuda. Noventa y nueve años olvidadizos y uno de liviana atención es lo que por centenario se entiende: buen porcentaje del recuerdo que apetecemos y del mucho olvido que nuestra flaqueza precisa.
Góngora ha ascendido a abstracción. La dedicación a las letras, la escritura esotérica y pudorosa, las actas martiriales de la incomprensión ajena y de la finura, están simbolizadas en él. El ocurrente cordobés Luis de Argote —hombre de amargura en los labios y de juventud empleada en amores— ahora se llama Góngora, de igual manera que dos palitos atados por el medio se llaman cruz. A ese alguien no lo juzgo. Parece horrenda cosa que un hombre se constituya en Juicio Final de otros hombres y quiera declarar inválidos, nulos y de ningún valor y efecto sus días. Yo a esa judicatura no la codicio.
Llego, pues, a su valor guarismal. Góngora —ojalá injustamente— es símbolo de la cuidadosa tecniquería, de la simulación del misterio, de las meras aventuras de la sintaxis. Es decir, del academismo que se porta mal y es escandaloso. Es decir, de esa melodiosa y perfecta no literatura que he repudiado siempre.
Consigno mi esperanza —demasiadas veces satisfecha— de no tener razón.




Esta nota titulada “Para el centenario de Góngora”, publicada en la revista Síntesis
Buenos Aires, Año I, Nº 1, junio de 1927, fue omitida por error ya que fue encontrado con posterioridad 
a la publicación de los volúmenes de Textos recobrados 1919-1929 y 1931-1955

En 1928 se incluyó en El idioma de los argentinos

Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé

Imagen: Góngora y Argote por Diego de Velázquez (1622)
Museum of Fine Arts, Boston



18/3/18

Jorge Luis Borges - Adolfo Bioy Casares: El gremialista






Deploraríamos que este ensayo, cuyo único fin es la información y el elogio, apenara al desprevenido lector. Sin embargo, según reza el adagio en latín: Magna est veritas et provalebit. Treparémonos, pues, para el rudo golpe[1]. Atribúyese a Newton la adocenada historia de la manzana, cuya caída le sugiriera el descubrimiento de la ley de gravedad; al doctor Baralt, el calzado invertido. Quiere el fabulario que nuestro héroe, impaciente por oír a la Moffo en Traviatta, se indumentó con tanta prisa que calzó el pie derecho en el zapato izquierdo y, asimismo, el pie izquierdo en el zapato derecho: Esta distribución dolorosa, que le estorbó gozar con plenitud la avasalladora magia de la música y de la voz, le habría revelado, en la propia ambulancia que lo alejara por fin de la cazuela del Colón, su hoy famosa doctrina del gremialismo. Baralt, al sentir el traspié, habría pensado que en diversos puntos el mapa otros estarían padeciendo inconveniente análogo. La quisicosa, dice el vulgo, le inspiró la teoría. Pues bien, he aquí que nosotros departiésemos, en ocasión que no se repetiría, con el doctor en persona, en su ya clásico bufete de la calle Pasteur, y que éste disipara no sin hidalguía el popular infundio, asegurándonos que el gremialismo era fruto de luenga meditación sobre los aparentes azares de la estadística y el Arte Combinatorio de Ramón Lull y que él no salía nunca de noche, para capear mejor la bronquitis. Tal es la descarnada verdad. El acíbar es amargo, pero innegable.
Los seis volúmenes, que bajo la rúbrica Gremialismo (1947-54), diera a la prensa el doctor Baralt, comportan una introducción exhaustiva a la pertinente temática; junto al Mesonero Romano y a la novela polonesa Quo vadis? de Ramón Novarro[2] figuran en toda biblioteca que se precie de tal, pero se observa que a la turbamulta de compradores corresponde, como cuociente, cero lector. Pese al estilo subyugante, al acopio de tablas y de apéndices, y a la imantación implícita en el sujeto, los más se han atenido al vistazo de la sobrecubierta y del índice, sin internarse como el Dante en la selva oscura. A fuer de ejemplo, el propio Cattaneo, en su laureado Análisis, no pasa de la página 9 del A modo de prólogo, confundiendo progresivamente la obra con cierta novelita pornográfica de Cottone. Por ende, no estimamos superfluo este artículo breve, de pionero, que servirá para situacionar a los estudiosos. Las fuentes por lo demás son de primer agua; al examen prolijo de la mole, hemos preferido el impacto conversacional, en carne viva, con el cuñado de Baralt, Gallach y Gasset, quien a la vuelta de no pocas demoras allanose a admitirnos en su ya clásica escribanía de la calle Matheu.
Con una velocidad realmente notable puso el gremialismo al alcance de nuestros cortos medios. El género humano, me explicitó, consta, malgrado las diferencias climáticas y políticas, de un sinfín de sociedades secretas, cuyos afiliados no se conocen, cambiando en todo momento de status. Unas duran más que otras; verbi gratia, la de los individuos que lucen apellido catalán o que empieza con G. Otras presto se esfuman, verbi gratia, la de todos quienes ahora, en el Brasil o en África, aspiran el olor de un jazmín o leen, más aplicados, un boleto de micro. Otras permiten la ramificación en subgéneros que de suyo interesan; verbi gratia, los atacados de tos de perro pueden calzar, en este preciso instante, pantuflas o darse, raudos, a la fuga en su bicicleta o transbordar en Témperley. Otra rama la integran los que se mantienen ajenos a esos tres rasgos tan humanos, inclusive la tos.
El gremialismo no se petrifica, circula como savia cambiante, vivificante; nosotros mismos, que pugnamos por mantener bien alta una equidistancia neutral, hemos pertenecido esta tarde a la cofradía de los que suben en ascensor y, minutos luego, a la de quienes bajan al subsuelo o quedan atrancados con claustrofobia entre bonetería y menaje. El mínimo gesto, encender un fósforo o apagarlo, nos expele de un grupo y nos alberga en otro. Tamaña diversidad comporta una preciosa disciplina para el carácter: el que blande cuchara es el contrario del que maneja tenedor, pero a poco ambos a dos coinciden en el empleo de la servilleta para diversificarse al instante en la peperina y el boldo. Todo esto, sin una palabra más alta que otra, sin que la ira nos deforme la cara, ¡qué armonía!, ¡qué lección interminable de integración! Pienso que usted parece una tortuga y mañana me toman por un galápago, ¡etcétera, etcétera!
Inútil acallar que a ese panorama tan majestuoso lo enturbian, siquiera periféricamente, los palos de ciego de algunos Aristarcos. Como siempre suele pasar, la oposición echa a rodar los más contradictorios peros. El Canal 7 difunde que chocolate por la noticia, que Baralt no inventó nada, ya que ahí están, desde in aeternum, la C.G.T., los manicomios, las sociedades de socorros mutuos, los clubes de ajedrez, el álbum de estampillas, el Cementerio del Oeste, la Maffia, la Mano Negra, el Congreso, la Exposición Rural, el Jardín Botánico, el PEN Club, las murgas, las casas de artículos de pesca, los Boy Scouts, la tómbola y otras agrupaciones, no por conocidas menos útiles, que pertenecen al dominio público. La radio, en cambio, lanza a todo escape que el gremialismo, por inestabilidad en los gremios, resulta carente de practicidad. A uno la idea le parece rara; otro ya la sabía. El hecho irrefutable resta que el gremialismo es el primer intento planificado de aglutinar en defensa de la persona todas las afinidades latentes, que hasta ahora como ríos subterráneos han surcado la historia. Estructurado cabalmente y dirigido por experto timón, constituirá la roca que se oponga al torrente de lava de la anarquía. No cerremos los ojos a los inevitables brotes de pugna que la benéfica doctrina provocará: el que baja del tren asestará una puñalada al que sube, el desprevenido comprador de pastillas de goma querrá estrangular al idóneo que las expende.
Ajeno por igual a detractores y apologistas, prosigue su camino Baralt. Nos consta, por información del cuñado, que tiene en compilación una lista de todos los gremios posibles. Obstáculos no faltan: pensemos, por ejemplo, en el gremio actual de individuos que están pensando en laberintos, en los que hace un minuto los olvidaron, en los que hace dos, en los que hace tres, en los que hace cuatro, en los que hace cuatro y medio, en los que hace cinco… En vez de laberintos, pongamos lámparas. El caso se complica. Nada se gana con langostas o lapiceras.
A manera de rúbrica, deponemos a nuestra adhesión fanática. No sospechamos cómo Baralt sorteará el escollo; sabemos, con la tranquila y misteriosa esperanza que da la fe, que el Maestro no dejará de suministrar una lista completa.



[1] Léase: «Trepanémonos, pues,…»* (Nota del autor)
* Sugerimos la lección «Preparémonos». (Nota del corrector de pruebas)
[2] Léase: H. Sienkiewicz. (Nota del corrector de pruebas)


En Crónicas de Bustos Domecq (1967)

Luego en Jorge Luis Borges. Obras completas en colaboración (con Adolfo Bioy Casares)
© María Kodama, 1995
© Emecé Editores 1979, 1991 y 1997
Barcelona, Emecé, 1997


Imagen: Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares 

Caricatura de Carlos Avallone PROA Borges: cien años (1999)


17/3/18

Jorge Luis Borges: «Europe in arms», de Liddell Hart








Revisando mi biblioteca, veo con admiración que las obras que más he releído y abrumado de notas manuscritas son el Diccionario de la filosofía de Mauthner, El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer, y la Historia de la guerra mundial de B. H. Liddell Hart. Preveo que frecuentaré con el mismo goce la obra nueva de este último: Europa en armas. Goce desengañado, goce lúcido, goce pesimista.

Según el capitán Liddell Hart, casi todos los ejércitos europeos adolecen de gigantismo. Han olvidado la famosa advertencia del conde de Sajonia —fino guerrero clásico al fin, coetáneo de Voltaire y de Philidor—: “Las muchedumbres no son más que un estorbo”. Adolecen de arcaísmos, también. El ejército ruso, uno de los más innovadores de Europa, conserva dieciséis divisiones de caballería. “En las maniobras, esas confusas masas de jinetes parecen un enorme circo; en el campo de batalla, pueden suministrar un buen cementerio.” El ejército alemán sigue profesando la doctrina de Clausewitz: “El combate apretado, cuerpo a cuerpo, es el fundamental”. Se trata de un prejuicio romántico; Liddell Hart cita el testimonio del general Antoine Jomini, que militó en las guerras de Napoleón y después en las de Alejandro III y que vio muchísimas cosas, pero nunca dos bayonetas cruzadas… En cuanto al breve ejército inglés —menos de ciento cuarenta mil hombres— Liddell Hart asevera que éste debería sobresalir material y tácticamente “y que por ahora no sobresale”. Tal no era el caso en 1914. Entonces —“un fino estoque entre guadañas”— era el único ejército que tenía un conocimiento práctico de la guerra.

La defensa (arguye el autor) es cada día más mecánica y fácil; la ofensiva, casi imposible. Una ametralladora y su hombre pueden aniquilar a cien agresores —a trescientos, a mil— de rifle y bayoneta. Una emisión de gas puede inmovilizar un ataque. De ahí la conveniencia de fuerzas motorizadas, ubicuas. De ahí también la de buscar el favor de la sombra, ya en las apretadas noches sin luna, ya en las neblinas de la naturaleza o del arte.

“Sin duda, hay una ciencia de la guerra”, concluye el capitán Liddell Hart. “Sólo nos falta descubrirla.”

Nota de Florencia Giani: La obra de Liddell Hart sería luego citada por Borges como punto de partida narrativo de El jardín de senderos que se bifurcan: "En la página 242 de la Historia de la Guerra Europea de Liddell Hart, se lee que una ofensiva de trece divisiones británicas (apoyadas por mil cuatrocientas piezas de artillería) contra la línea Serre Montauban había sido planeada para el veinticuatro de julio de 1916 y debió postergarse hasta la mañana del día veintinueve. Las lluvias torrenciales (anota el capitán Liddell Hart) provocaron esa demora —nada significativa, por cierto—. La siguiente declaración, dictada, releída y firmada por el doctor Yu Tsun, antiguo catedrático de inglés en la Hochschule de Tsingtao, arroja una insospechada luz sobre el caso..."


En Miscelánea (1995, 2011)
Publicación original en El Hogar, Buenos Aires, 4 de febrero de 1938
También en: Textos Cautivos (1986) y en Borges en El Hogar (2000)
Foto: Jorge Luis Borges visitado en Buenos Aires por el reportero uruguayo Rubén Loza Aguerrebere

16/3/18

Jorge Luis Borges: Sir James George Frazer. The fear of the dead in primitive religion







No es imposible que las ideas antropológicas del doctor Frazer caduquen irreparablemente algún día, o ya estén declinando; lo imposible, lo inverosímil es que su obra deje de interesar. Rechacemos todas sus conjeturas, rechacemos todos los hechos que las confirman y la obra seguirá inmortal: no ya como lejano testimonio de la credulidad de los primitivos, sino como documento inmediato de la credulidad de los antropólogos, en cuanto les hablan de primitivos. Creer que en el disco de la luna aparecerán las palabras que se escriben con sangre sobre un espejo es apenas un poco más extraño que creer que alguien lo cree. 

En el peor de los casos, la obra de Frazer perdurará como una enciclopedia de noticias maravillosas, una «silva de varia lección» redactada con singular elegancia. Perdurará como perduran los treinta y siete libros de Plinio o la Anatomía de la melancolía de Robert Burton.

El presente volumen trata del temor de los muertos. Abunda, como todos los de Frazer, en curiosísimos rasgos. Por ejemplo: es fama que Alarico fue sepultado en el cauce de un río por los visigodos, que desviaron el curso de las aguas y luego las hicieron volver y dieron muerte a los prisioneros romanos que habían ejecutado el trabajo.

La interpretación habitual es el temor de que los enemigos del rey profanaran su tumba. Sin rechazarla, Frazer nos propone otra clave: el temor de que su alma despiadada surgiera de la tierra para tiranizar a los hombres.

Frazer atribuye el mismo propósito a las máscaras de oro funerarias del acrópolis de Micenas: todas sin orificios para los ojos, salvo una, que es de un niño.


En Revista El Hogar, 11 de diciembre de 1936
Luego en Obra crítica (2000)




Imagen: Sir James George Frazer by Lafayette
Whole-plate glass negative, 22 April 1926
Given by Pinewood Studios via Victoria and Albert Museum, 1989
© National Portrait Gallery, London




15/3/18

Jorge Luis Borges: Los caballos [Publicidad de Fiat Concord 1971]







Los caballos, los fortuitos caballos que el conquistador olvidó, hacia los vagos términos de un desierto de polvo y de peligros, engendrarían, para el mal y el bien, esa cosa viva que ahora es inseparable de la patria. Para el bien, porque el jinete pudo fatigar y gastar las largas distancias y rescatar las tierras de América; para el mal, porque fueron instrumento del abigeato, de las tropelías del araucano y del pampa y de las crueles, y ahora cicatrizadas, guerras civiles. El desierto era pardo, con una que otra lonja verde; la hacienda, según ha declarado Groussac, se nutrió de la pampa y fue abandonándola, en un proceso cíclico. Caballos y hacienda se multiplicaron bíblicamente y contribuyeron a convertir el virreinato más modesto y más indigente en una de las primeras repúblicas latinoamericanas.

El tiempo humano es sucesivo y lo enriquecen la memoria, cuyo segundo nombre es el mito, y la esperanza  y  el  temor  y  la  duda,  que  son  formas  del  porvenir;  el  tiempo  animal  Séneca ya lo señaló es una serie de inconexos presentes. ¿Cómo escribir la historia de quienes no tienen historia? Fuera del tiempo, anónimos, los caballos vivieron y murieron, innumerables y únicos. Algunos, el moro brujo de Quiroga, el overo y colorado de los paisanos de Estanislao del Campo, están en el recuerdo de todos. Cada país busca su imagen arquetípica; la nuestra es el jinete, el hombre firme en el caballo.

Todas las cosas tienden al símbolo. Nuestras dilatadas regiones pasan de la ganadería a la agricultura y de la agricultura a la industria, de los seres vivientes de carne y hueso que el duro gaucho debeló y que los indios cabalgaron en pelo, sin rebenque ni espuela, a esas inconcebibles unidades que son los caballos de fuerza y que presagian la prosperidad y la paz.






En Obra Crítica (2000)
Textos de Jorge Luis Borges
Y acuarelas de Juan Carlos Castagnino
Gráfica publicidad Fiat Concord, 1971

14/3/18

Jorge Luis Borges: Un argumento





He imaginado el argumento de una novela que por razones de ceguera y de ocio no escribiré, y que sería el reverso de la admirable Diario de la guerra del cerdo, de Bioy Casares. El tema de ese libro es una conjuración de los jóvenes contra los viejos; el tema del mío, cuya redacción queda a cargo de cualquiera de mis lectores, es una conjuración de los viejos contra los jóvenes, de los padres contra los hijos. Examinemos las diversas y atroces posibilidades de ese argumento, que acaso nadie escribiría. Ojalá nadie, ya que sería un libro muy triste. Quizá lo habría aceptado Léon Bloy.
¿Qué fecha conviene elegir? Si es muy remota el lector sentirá que es cifra de un tiempo que no podemos imaginar o que sólo podemos imaginar de manera vaga y errónea; si optamos por el hoy, el lector se convertirá fatalmente en un inspector de equivocaciones. El dilema del tiempo se repite en lo que se refiere al espacio. Digamos, pues, Lomas de Zamora o Morón, en la última o penúltima década del siglo diecinueve.
¿Cuántos personajes convienen? El argumento, una vez fijado, nos dará una cifra aproximativa; de antemano repruebo las muchedumbres de la novela rusa. Digamos nueve o diez, ya que nuestro plan requiere individuos de dos generaciones. De esos nueve o diez, dos deben parecerse para que el lector los confunda y se figure a muchos innominados.
Los esenciales protagonistas de la obra son los ancianos. Deben ser muy diversos; más allá de las necesidades argumentales deben ser quienes son. También podrían ser vagos; también podrían arrojar una indefinida sombra temida. Algunos, postrados o impotentes o enfermos, envidian la salud normal de los jóvenes; otros, avaros, no quieren que sus hijos hereden la fortuna que les ha costado tanto trabajo; otro, frustrado, no se resigna a la buena suerte del hijo; uno, sereno y lúcido, piensa sinceramente que los jóvenes pueden ser presa de cualquier fanatismo y son incapaces de la cordura.
En el decurso de esas páginas todavía no escritas, los jóvenes pueden ser cómplices de los viejos que han resuelto destruirlos. Un anciano, desde la pobre habitación en que está muriéndose ordena a su hijo el envenenamiento de un compañero, con un pretexto más o menos creíble; el hijo lo obedece sin sospechar que él será también una víctima. La obra podría comenzar por este sórdido episodio. Podría asimismo comenzar describiendo a un anciano que largamente vela el sueño de su hijo; los capítulos ulteriores nos llevarán a comprender la causa. Este argumento de hombres débiles y malvados, que se juntan, acaso odiándose, para ultimar a jóvenes fuertes, corre el albur de parecer ridículo y de provocar la parodia; el deber del autor, del eventual autor, es hacerlo atroz. La flaqueza de los verdugos, el hecho de que tengan que ser muchos para matar a uno, les impone la obligación de ser espantosos y al mismo tiempo dignos de lástima, ya que se entiende que los años les han dado locura.
Un padre puede convertir a su hijo e iniciarlo en la secta, para sacrificarlo después. Los primeros capítulos registrarán muertes misteriosas; los últimos, como en la obra ejemplar de Bioy, nos darán la clave. Alguna vez asistiremos a un conciliábulo, interrumpido por la brusca entrada de un joven. Un padre denuncia a las autoridades el asesinato de su hijo; el culpable es él o sus cómplices. Un personaje alude al trunco sacrificio de Abraham o al canto trigésimo tercero del Inferno. Al borde del suicidio, un hombre joven acepta con alivio la sentencia de los mayores.
Quizá convenga renunciar al concepto de una conspiración y reducir a dos el número de los protagonistas. Uno, el anciano que comprende que aborrece a su hijo; el otro, el hijo que se sabe odiado y culpable. La novela concluye cuando el fin no ha llegado aún. Ambos esperan.
* En Jorge Luis Borges, Un argumento, Buenos Aires, Ediciones Dos Amigos, 24 de febrero de 1983. Esta edición consta de treinta y seis ejemplares.
Y en
Diario Clarín, Buenos Aires, jueves 7 de abril de 1983
Y en:
Sábado, suplemento de Unomásuno, México, 14 de mayo de 1983, con el título “Argumento de una novela que no escribiré”.
Y en:
Los novelistas como críticos, Norma Klahn y Wilfredo H. Corral (compiladores), México, Ediciones del Norte-Fondo de Cultura Económica, 1991, tomo II, pág. 650.




Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé


Imagen: Caricatura de Bioy y Borges (1999)
Biblioteca Nacional Digital de Chile


13/3/18

Ernst Jünger: Conversación con Jorge Luis Borges








Hemos tenido el placer y el honor de agasajar aquí a Jorge Luis Borges: tener un encuentro con un poeta se ha vuelto casi tan raro como topar con un animal al borde de la extinción o incluso mítico, con el unicornio, por ejemplo.

Borges está casi totalmente ciego desde hace años; llegó acompañado por un joven, que le había sido asignado por el Ministerio del Exterior, y por la dama de su cuidado. En las pocas horas que estuvieron en esta casa pudimos apreciar que ella no sólo es una ayuda inmensa para el hombre ciego sino que se ha convertido en su otro yo. Le llevaba la mano a la copa cuando quería beber, y a un trozo de tarta, antes de que él lo pidiera, y hacía el efecto, en todos los aspectos, de ser un órgano adherido a él.

La conversación entre los cinco que estábamos en la biblioteca fue políglota; se entrecruzaban frases alemanas, españolas, francesas e inglesas. Borges recitó en alemán a Angelus Silesius, también versos en inglés antiguo; al hacerlo, su lenguaje se volvía más claro, como si retornara a su juventud. Yo lamenté no haber aprendido español para poder leer a Cervantes y a Quevedo en el texto original: y a Borges también, evidentemente.

Conversación sobre Schopenhauer, al que ambos debemos mucho desde muy jóvenes, luego sobre Kafka, Don Quijote, Las mil y una noches, Walt Whitman, Flaubert. Hojas de hierba, de Whitman, presenta la democracia en su fuerza, Bouvard y Pécuchet, de Flaubert, su infamia.

Luego sobre Huxley: yo opiné que el Espíritu del Tiempo había resuelto el orden político de los insectos mejor que el nuestro. Borges, a eso: "Seguramente en lo relativo al Estado, pero la hormiga individual no cuenta".

Sin embargo, podría objetarse, todas están atendidas. Tienen vivienda, alimento y trabajo en abundancia, además un sueño hibernal. La mayoría está excluida de la vida sexual, lo que tal vez sea incluso un alivio. ¿Pero también del amor? Cuando estoy al sol del mediodía delante de uno de sus montículos y les pongo encima la mano, que se humedece mientras van y vienen y mueven los tentáculos, creo sentir que son felices. Habría que investigarlo; convinimos en que los zoólogos apenas están capacitados para ello.

Borges sigue mi evolución desde hace sesenta años. El primer libro mío que leyó fue Tempestades de acero, que fue traducido en 1922 por encargo del Ejército argentino. "Eso fue para mí una erupción volcánica".



En Jünger, Ernst; Pasados los setenta III, Ed. Tusquets (2007)
Texto e imagen de la entrevista aludida en Wulflingen el 27 de octubre de 1982
Ernst Jünger y su esposa Liselotte con Jorge Luis Borges y entrevistador 

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