13/2/17

Jorge Luis Borges: Sobre los clásicos







        Escasas disciplinas habrá de mayor interés que la etimología; ello se debe a las imprevisibles transformaciones del sentido primitivo de las palabras, a lo largo del tiempo. Dadas tales transformaciones, que pueden lindar con lo paradójico, de nada o de muy poco nos servirá para la aclaración de un concepto el origen de una palabra. Saber que cálculo, en latín, quiere decir piedrita y que los pitagóricos las usaron antes de la invención de los números, no nos permite dominar los arcanos del álgebra; saber que hipócrita era actor, y persona, máscara, no es un instrumento valioso para el estudio de la ética. Parejamente, para fijar lo que hoy entendemos por clásico, es inútil que este adjetivo descienda del latín classis, flota, que luego tomaría el sentido de orden. (Recordemos de paso, la formación análoga de ship-shape.)
¿Qué es, ahora, un libro clásico? Tengo al alcance de la mano las definiciones de Eliot, de Arnold y de Sainte-Beuve, sin duda razonables y luminosas, y me sería grato estar de acuerdo con esos ilustres autores, pero no los consultaré. He cumplido sesenta y tantos años; a mi edad, las coincidencias o novedades importan menos que lo que uno cree verdadero. Me limitaré, pues, a declarar lo que sobre este punto he pensado.
Mi primer estímulo fue una Historia de la literatura china (1901) de Herbert Allen Giles. En su capítulo segundo leí que uno de los cinco textos canónicos que Confucio editó es el Libro de los CambiosI King, hecho de sesenta y cuatro hexagramas, que agotan las posibles combinaciones de seis líneas partidas o enteras. Uno de los esquemas, por ejemplo, consta de dos líneas enteras, de una partida y de tres enteras, verticalmente dispuestas. Un emperador prehistórico los habría descubierto en la caparazón de una de las tortugas sagradas. Leibniz creyó ver en los hexagramas un sistema binario de numeración; otros, una filosofía enigmática; otros, como Wilhelm, un instrumento para la adivinación del futuro, ya que las sesenta y cuatro figuras corresponden a las sesenta y cuatro fases de cualquier empresa o proceso; otros, un vocabulario de cierta tribu; otros, un calendario. Recuerdo que Xul-Solar solía reconstruir ese texto con palillos o fósforos. Para los extranjeros, el Libro de los Cambios corre el albur de parecer una mera chinoiserie; pero generaciones milenarias de hombres muy cultos lo han leído y releído con devoción y seguirán leyéndolo. Confucio declaró a sus discípulos que si el destino le otorgara cien años más de vida, consagraría la mitad a su estudio y al de los comentarios o alas.
Deliberadamente he elegido un ejemplo extremo, una lectura que reclama un acto de fe. Llego, ahora, a mi tesis. Clásico es aquel libro que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término. Previsiblemente, esas decisiones varían. Para los alemanes y austríacos el Fausto es una obra genial; para otros, una de las más famosas formas del tedio, como el segundo Paraíso de Milton o la obra de Rabelais. Libros como el de Job, la Divina Comedia, Macbeth (y, para mí, algunas de las sagas del Norte) prometen una larga inmortalidad, pero nada sabemos del porvenir, salvo que diferirá del presente. Una preferencia bien puede ser una superstición.
No tengo vocación de iconoclasta. Hacia el año treinta creía, bajo el influjo de Macedonio Fernández, que la belleza es privilegio de unos pocos autores; ahora sé que es común y que está acechándonos en las casuales páginas del mediocre o en un diálogo callejero. Así, mi desconocimiento de las letras malayas o húngaras es total, pero estoy seguro de que si el tiempo me deparara la ocasión de su estudio, encontraría en ellas todos los alimentos que requiere el espíritu. Además de las barreras lingüísticas intervienen las políticas o geográficas. Burns es un clásico en Escocia; al sur del Tweed interesa menos que Dunbar o que Stevenson. La gloria de un poeta depende, en suma, de la excitación o de la apatía de las generaciones de hombres anónimos que la ponen a prueba, en la soledad de sus bibliotecas.
Las emociones que la literatura suscita son quizá eternas, pero los medios deben constantemente variar, siquiera de un modo levísimo, para no perder su virtud. Se gastan a medida que los reconoce el lector. De ahí el peligro de afirmar que existen obras clásicas y que lo serán para siempre.
Cada cual descree de su arte y de sus artificios. Yo, que me he resignado a poner en duda la indefinida perduración de Voltaire o de Shakespeare, creo (esta tarde de uno de los últimos días de 1965) en la de Schopenhauer y en la de Berkeley.
Clásico no es un libro (lo repito) que necesariamente posee tales o cuales méritos; es un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad.



Otras inquisiciones (1952)
Tomado de Obras completas (Tomo II 1952-1972)
© María Kodama, 1996
© Emecé Editores, 1996
Barcelona, Emecé Editores, 2000

Foto: Borges en 1983 por Graziano Arici


12/2/17

Antonio Cajero: Un texto desconocido de Borges en sus contextos







No obstante la búsqueda exhaustiva y la valiosa recuperación de los textos que fueron relegados de las Obras completas, de Borges (como lo confirman las Cartas del fervor, los tres tomos de Textos recobradosMuseoBorges en Revista MulticolorBorges en Sur o Borges en El Hogar, herederos directos de los Textos cautivos que Rodríguez Monegal preparó poco antes de su muerte, en 1987), todavía es posible hallar documentos de factura borgeana que no han sido registrados en ninguna de las bibliografías sobre la obra del autor de El Aleph; no puede ponerse punto final a esta labor casi detectivesca a la cual Borges condenó a sus lectores con las manías de utilizar seudónimos, de no firmar sus traducciones o de renegar de su propia obra. Además, considero que hay un rasgo que bien merecería un estudio detallado en el proceso creativo de Borges: me refiero al reciclaje de textos que, en la medida en que se adecuan a un nuevo contexto, se hallan en constante resignificación. El mejor intento en esta línea de investigación es el de Michel Lafon, autor de Borges ou la réécritureAsí, con la premisa de que el contexto contribuye al sentido del texto, querría ilustrar cómo un escrito desconocido de Borges resulta más bien una suerte de fase intermedia de una serie de reciclajes. Me explico: el texto "Dos hombres rememoran sus vidas", que por su peculiaridad habría pertenecido a la sección de Museo, en Los Anales de Buenos Aires, y firmada por B. Suárez Lynch, debido a algún error de composición o a una intención deliberada, se halla entre anuncios de flores, plantas y pieles, enseguida de un recuento de las actividades de Anales de Buenos Aires en Argentina y Uruguay. Copio el hallazgo que, por cierto, pasan por alto las editoras de Museo. Textos inéditos:


Dos hombres rememoran sus vidas

Empédocles de Agrigento, del siglo v antes de Cristo:


         Yo he sido mancebo, doncella, arbusto, pájaro y mudo pez que surge del mar.


Taliessin, bardo galense del siglo v de la era cristiana:

Yo he sido la hoja de una espada,
Yo he sido una gota en el aire,
Yo he sido una estrella luciente,
Yo he sido una palabra en un libro,
Yo he sido un libro en el principio,
Yo he sido una luz en una linterna,
Yo he sido un puente que atraviesa sesenta ríos,
Yo he viajado como un águila,
Yo he sido una barca en el mar,
Yo he sido un capitán en la batalla,
Yo he sido una espada en la mano,
Yo he sido un escudo en la guerra,
Yo he sido la cuerda de un arpa,
Durante un año estuve hechizado en la espuma del agua.


Sin firma y fuera de paginación, se encuentra esta suerte de analogía que atribuyo a Borges y a Bioy Casares, pues los mismos textos de Empédocles y Taliesin son citados en una nota de la traducción que aquellos hicieron del "Quinto capítulo de la ‘Hydriotaphia’ (1658)", Sur, 1944, núm. 111. En la nota 1 de la página 21 pueden verse, como documentos sobre la trasmigración de las almas a que alude sir Thomas Browne, los textos de estos ilustres ejemplares separados por diez siglos, pero reunidos precisamente porque escriben sobre un tema semejante y mediante un procedimiento que Borges frecuentó una y otra vez, en prosa y en verso: la enumeración.

Ahora bien, entre la versión de Sur y la de Los Anales de Buenos Aires hay una diferencia radical de sentido, porque la primera sólo aparece como un registro que ayuda a explicar "la trasmigración de las almas" de manera colateral:

[Browne] alude –dicen los traductores– tal vez a los pitagóricos. Tal vez a Empédocles de Agrigento, que dijo: "Yo he sido mancebo, doncella, arbusto, pájaro y mudo pez que surge del mar." Compárese, en los Mabinogion, la enumeración de Taliesin:

Yo he sido la hoja de una espada,
Yo he sido una gota en el aire,
Yo he sido una estrella luciente
Yo he sido una palabra en un libro,
Yo he sido un libro en el principio,
Yo he sido una luz en una linterna,
Yo he sido un puente que atraviesa sesenta ríos,
Yo he viajado como un águila,
Yo he sido una barca en el mar,
Yo he sido un capitán en la batalla,
Yo he sido una espada en la mano,
Yo he sido un escudo en el combate,
Yo he sido la cuerda de un arpa,
Durante un año estuve hechizado en la espuma del agua.


A simple vista, es posible registrar una variante en el v. 12: en lugar de "Yo he sido un escudo en la guerra" de Los Anales, en Sur decía "Yo he sido un escudo en el combate." Además, la ortografía de "Taliessin" era diferente, "Taliesin".

La versión de Los Anales hace énfasis en las coincidencias desde el mismo título, independientemente de si tienen que ver o no con la trasmigración: la intención es contrastar a dos sujetos que, más allá de la arbitrariedad del tiempo, resultan espíritus paralelos, según se desprende de los escritos reunidos y, seguramente, traducidos por Borges y Bioy; la inclusión de las fechas, "siglo v antes de Cristo" y "siglo v de la era cristiana", confirma este juego de las analogías borgeanas.

Si se observa bien, "Dos hombres rememoran sus vidas" vendría a ser el texto reciclado de la nota sobre Browne; pero no queda ahí el experimento, si puede llamársele así, porque casi dos décadas después Borges recurrirá a Taliesin nuevamente, aunque en este caso parece hacerlo de memoria. Se trata de un fragmento del discurso de recepción que Borges leyó en la Academia Argentina de Letras donde, antes de referirse al bardo galés, Borges alude al asunto de la trasmigración en otros escritores, como Rubén Darío y, a la vez, lo enlaza con la tradición occidental:

Todos ustedes recordarán poemas en que un poeta rememora sus encarnaciones anteriores; tenemos a mano uno espléndido de Rubén Darío:
Yo fui un soldado que durmió en el lecho
     de Cleopatra, la reina…
 y luego aquello de:
¡Oh la rosa marmórea omnipotente!
Y tenemos ejemplos antiguos, como el de Pitágoras, que declaró haber reconocido en otra vida el escudo con el cual combatió en Troya.

E inmediatamente después, el ejemplo de Taliesin:

Veamos ahora qué hizo Taliesin, poeta galés del siglo VI de nuestra era. Taliesin recuerda hermosamente haber sido muchas cosas; nos dice: 'he sido un jabalí, un jefe en la batalla, una espada en la mano de un jefe, un puente que atraviesa setenta ríos, estuve en Cartago, en la espuma del agua; he sido una palabra en un libro, he sido un libro en un principio'. Es decir que estamos ante un poeta perfectamente consciente, digamos, de los privilegios, de los méritos que puede dar este tipo de diversión incoherente. Yo creo que Taliesin debió de querer ser todas estas cosas; pero supo que una lista, para ser bella, tiene que constar de elementos heterogéneos, y así recuerda haber sido una palabra en un libro y un libro en un principio.

Como dije, en esta ocasión Borges parece hacerlo de memoria, cuya porosidad lo vuelve un recreador del poema de Taliesin, pues menciona datos que no se encuentran en los dos testimonios anteriores: lo sitúa en "el siglo VI de nuestra era"; la mención del jabalí no aparece insinuada siquiera en las versiones de 1944 y 1947, aunque bien pudo caber, en cuyo caso Borges ya se encargó de agregarlo; en otro que podría llamarse acto creativo, Borges habla de Cartago, no mencionada en los textos de los años cuarenta ("estuve en Cartago"); en lugar de "un capitán en la batalla", Borges se refiere a "un jefe en la batalla", que si bien no afecta mayormente el sentido del verso, en el jefe caben diferentes grados de jefatura. Aunque habría que constatarlo con la versión original, en este segundo reciclaje Borges atribuye un mayor alcance al puente que, en las versiones previas, "atraviesa sesenta ríos" y ahora "setenta". Lo mismo que en la nota de 1944, Borges hace énfasis no sólo en el tema sino en el procedimiento de la enumeración caótica, que tantas veces aparece en la producción borgeana.

En este último testimonio hay más una intención de abarcar, de la manera más fluida posible, a brochazos se diría, múltiples aspectos de la cultura celta que se relacionen con la moderna academia. Por ello reflexiona sobre el caso de las escuelas en que se requería tiempo y rigor para seguir, por ejemplo, la carrera de letras, que exigía más de doce años de estudios de mitología, historia legendaria, topografía, gramática y retórica.

Además, el trabajo de memoria obliga a Borges a reescribir el texto de Taliesin y a presentarlo de manera fragmentaria. Como puede notarse, un solo texto, si bien ajeno, sirve a Borges para practicar el postulado de que el contexto determina en alguna medida el sentido del texto, así como la lectura de un texto adquirirá tantos sentidos como lectores tengan acceso a ella: Menard en ciernes, Borges supo siempre sacar provecho de estos artificios de lector empedernido.


En La Jornada Semanal

Universidad Nacional de México
Domingo 6 de agosto de 2006, Número 596
Caricatura de Jorge Luis Borges por Pablo Lobato



10/2/17

Jorge Luis Borges: Biografía sintética y poemas de Carl Sandburg








16 de octubre de 1936

Carl Sandburg —acaso el primer poeta de Norteamérica y sin duda el más norteamericano— nació en Galesburg, estado de Illinois, el 6 de enero de 1878. Su padre era un herrero sueco, August Jonsson, empleado en los talleres del Ferrocarril de Chicago. Como los Jonsson, Johnson, Jensen, Johnston, Johnstone, Jason, Janssen y Jansen abundaban en el taller, su padre se mudó a otro apellido más inequívoco y optó por el de Sandburg.

Sin recurrir a la transmigración, Carl Sandburg —como Walt Whitman, como Mark Twain, como su compañero Sherwood Anderson— ha cursado muchos destinos, algunos de lo más laboriosos. De los trece a los diecinueve años fue sucesivamente portero en una barbería, carrero, tramoyista, peón en un horno de ladrillos, carpintero, lavaplatos en hoteles de Kansas City, Omaha y Denver, peón de chacra, atorrante, pintor de estufas y pintor de paredes. En el 98 se alistó como voluntario en el seis de infantería de Illinois, y sirvió casi un año en Puerto Rico, contra los españoles. Un compañero de armas lo instó a educarse. A su vuelta ingresó en el Colegio de Galesburg. De esa fecha (1899-1902) datan sus primeros escritos: algunos ejercicios en prosa y verso que no se parecen a él. En aquel tiempo, Sandburg creía que le interesaba más el basketball que las letras. Su primer libro —que es de 1904— ya contiene algunos renglones que un discípulo suyo no rehusaría. El Sandburg esencial tarda diez años más en aparecer, en el poema «Chicago». Casi inmediatamente, América lo reconoce, lo aplaude, lo aprende de memoria, y también lo insulta. Como su poesía no tiene rimas, los opositores resuelven que no es poesía. Los partidarios contraatacan, invocando los nombres y los ejemplos de Enrique Heine, del rey David y de Walt Whitman. Inútil repetir la discusión, todavía corriente en Buenos Aires, aunque ya del todo arrumbada en los otros países del mundo...

En 1908, Sandburg (entonces periodista en Milwaukee) se casó. En 1917 entró en el Daily News; en 1918 hizo un piadoso viaje a Suecia y Noruega, tierras de sus mayores. Un par de años después publicó Smoke and Steel (Humo y Acero). La dedicatoria es así: «Al coronel Eduardo J. Steichen, pintor de nocturnos y rostros, grabador de vislumbres y de momentos, oyente de vientos azules de la tarde y frescas rosas amarillas, soñador y hallador, jinete de grandes mañanas en jardines, valles, batallas».

Sandburg ha recorrido los diversos estados de la Unión, dando conferencias, leyendo con lenta intensidad sus poemas, recogiendo y cantando viejos cantares. Hay discos de fonógrafo que registran la seria voz y la guitarra de Sandburg. Las poesías de Sandburg están compuestas en un inglés que se parece a su voz y a su modo de hablar: un inglés oral, conversado, con palabras que no están en los diccionarios y que están en las calles americanas, un inglés criollo en suma. En sus poemas hay un juego incesante de falsas torpezas, de habilidades que quieren pasar por descuidos.

Hay en Carl Sandburg una fatigada tristeza, una tristeza de atardecer en la llanura, de ríos barrosos, de recuerdos inútiles y precisos, de hombre que siente día y noche el desgaste del tiempo. Whitman, en un Nueva York de tres o cuatro pisos, celebró las ciudades verticales que se tiran al cielo; Sandburg, en la vertiginosa Chicago, suele prever el tiempo remoto en que la soledad, las ratas y la llanura se repartirán los escombros de su ciudad.

Sandburg ha publicado seis libros de poemas. Uno de los últimos se titula Buenos días, América. Es autor, asimismo, de tres libros de cuentos para niños y de una minuciosa biografía de los años mozos de Lincoln, otro hombre de Illinois. En septiembre de este año ha publicado un largo poema épico: El pueblo, sí.

Un poema de Sandburg: Calles demasiado viejas

Caminé por las calles de una vieja ciudad, y eran flacas las calles como gargantas de pescados duros del mar, salados y guardados en barriles por muchos años.

¡Qué viejas, qué viejas, qué viejas somos! —seguían diciendo las paredes, arrimadas unas a otras como mujeres viejas del pueblo, como viejas comadres que están cansadas y que hacen lo indispensable.

Lo más grande que la ciudad podía ofrecerme a mí, un forastero, eran estatuas de los reyes, en cada esquina bronces de reyes, viejos reyes barbudos que escribían libros y hablaban del amor de Dios para todos los pueblos, y reyes jóvenes que atravesaron con ejércitos las fronteras, rompiendo la cabeza de los contrarios y agrandando sus reinos.

Lo más extraño de todo para mí, un extraño en esta vieja ciudad, era el ruido del viento que serpeaba en las axilas y en los dedos de los reyes de bronce: ¿No hay evasión? ¿Esto durará para siempre?

Temprano, en una racha de nieve, uno de los reyes gritó: «Échenme abajo, donde no me puedan mirar las comadres cansadas; tiren el bronce mío a un fuego feroz, y fúndanme en collares para niños que bailan».

16 de octubre de 1936

Poemas del norteamericano Carl Sandburg*

Sombreros

¿A quiénes pertenecen, sombreros?
¿Quién está debajo de ustedes?
Desde el borde de la frente de un rascacielos
Miré y vi: sombreros: cincuenta mil,
hormigueando con un rumor de abejas y de rebaños, de hacienda y de cascadas,
parándose con un silencio de musgo marino, un silencio de trigo en la llanura.
Sombreros: contadme vuestras grandes esperanzas.



Plegaria después de la guerra mundial

Errante soñadora de ultramar,
que buscas y estás ronca, ¡oh, hija y madre!,
¡Oh, hija de cenizas y madre de sangre!
Niña del pelo suelto y las lágrimas,
Niña de la cruz en el Sur
y de la estrella en el Norte,
Guardiana del Egipto y de Rusia y de Francia,
Guardiana de Inglaterra y de Polonia y de España,
te pedimos un canto para mañana,
un nuevo sueño para nosotros que olvidamos,
que de la tormenta salga una estrella.
Luchen, ¡oh, yunques!, y ayúdenla.
Tejan con su lana ¡oh, vientos y cielos!
Que tu hierro y tu cobre colaboren,
¡oh, cieno de la vieja tierra obscura!
Errante soñadora de ultramar,
que cantas cenizas y sangre,
niña de las cicatrices de fuego,
los que olvidamos te pedimos un sueño,
que de la tormenta salga una estrella.

6 de enero de 1939


En Textos cautivos (1986)
© 1995 María Kodama

© 2016 Penguin House Mondadori
* En esta sección no se incluyen los poemas Sombrero
y Plegaria después de la guerra mundial

También en Borges en El Hogar (2000)
Publicación original en revista El Hogar 
16 de octubre de 1936 y 6 de febrero de 1939

Imagen: Carl Sandburg y Marilyn Monroe 
fotografiados por Arnold Newman en 1962 Vía



8/2/17

Jorge Luis Borges: Blind pew







     Lejos del mar y de la hermosa guerra,
     que así el amor lo que ha perdido alaba,
     el bucanero ciego fatigaba
     los terrosos caminos de Inglaterra.
     Ladrado por los perros de las granjas,
     pifia de los muchachos del poblado,
     dormía un achacoso y agrietado
     sueño en el negro polvo de las zanjas.
     Sabía que en remotas playas de oro
     era suyo un recóndito tesoro
     y esto aliviaba su contraria suerte;
     a ti también, en otras playas de oro,
     te aguarda incorruptible tu tesoro:
     la vasta y vaga y necesaria muerte.


      En El hacedor (1960)
          Foto: Borges en su casa, Diario La Tercera

6/2/17

Jorge Luis Borges: Historia






Profesores de olvido anhelaba Butler para que no se convirtiera el planeta en un interminable museo, sin otra perspectiva que un porvenir dedicado a conservar el pasado (…). Lo innegable es que todas las disciplinas están contaminadas de historia. Básteme citar dos: la literatura y la metafísica. Quienes estudian metafísica se ven forzados a encarar la repulsiva tesis platónica de las formas universales, cuando ignoran aún el límpido sistema de Berkeley, que (lógica, no cronológicamente) la precede; quienes ensayan con alguna esperanza las letras tienen que digerir fragmentos salvajes (pero no pintorescos) del remoto Cantar de Mio Cid o boberías de Valera o Miguel Cané… Quizá una enciclopedia sin nombres propios, dedicada a exponer y a discutir, sea el instrumento que requerimos. Sugiero ese proyecto (cuya ejecución es difícil pero no costosa) a las editoriales de Buenos Aires.
  «H. G. Wells, Travels…», 1940


  La historia no es un frígido museo; es la trampa secreta de la que estamos hechos, el tiempo. En el hoy están los ayeres. ¿Quién podrá sentir esa eternidad mejor que un poeta?
    «Prólogo» a G. García Saraví; Del amor y los otros desconsuelos, 1968






En Borges A/Z
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges, 1988
Foto: Jorge Luis Borges Borges en Adrogué
29 de noviembre de 1980, ©Julie Méndez Ezcurra 
Portada del libro Borges A/Z
Colección La Biblioteca de Babel

4/2/17

Jorge Luis Borges: Eduardo Gutiérrez, escritor realista








Descartada la guerra con España, cabe afirmar que las dos tareas capitales de Buenos Aires fueron la guerra sin cuartel con el gaucho y la apoteosis literaria del gaucho. Setenta despiadados años duró esa guerra. La encendieron, en los campos quebrados del Uruguay, los hombres de Artigas. All the sad variety of Hell, toda la triste variedad del infierno, cabe en su evolución. Laprida es ultimado en el Pilar y su muerte es oscura; Mariano Acha es decapitado en Angaco; la cabeza de Rauch pende del arzón de un caballo en las pampas del sur; Estomba, enloquecido por el desierto, teje y desteje con sus tropas hambrientas un insensato laberinto de marchas; Lavalle, hastiado, muere en el patio de una casa en Jujuy. Buenos Aires les concede un bronce, una calle, y los olvida. Buenos Aires prefiere pensar en un mito cuyo nombre es el gaucho. La vigilia y los sueños de Buenos Aires producen lentamente el doble mito de la pampa y el gaucho. 
¿Qué aporte peculiar el de Gutiérrez en la formación de ese culto? El primer tomo de la Literatura argentina de Rojas casi no le reconoce otro mérito que el de ser "la personalidad que eslabona el ciclo épico de Hernández, o sea la tradición de los gauchescos en verso, con el nuevo ciclo de los gauchos en la novela y el teatro". 
Luego denuncia "la superficialidad del modelado, la pobreza del color, la vulgaridad del movimiento y, sobre todo, la trivialidad del lenguaje" y deplora, en el mismo dialecto pictórico y pintoresco, "que la cercanía del modelo, y un exceso de realismo en la perspectiva, unido a la ligereza de la forma, le impidiesen dejarnos en sus vigorosas crónicas rurales verdaderas novelas, dignas de ese nombre por el argumento y por la forma". Además, pondera la simpatía de Gutiérrez "por el noble hijo del desierto", saluda de paso a su hermano Carlos, "un bello espíritu, nutrido y gentil" y anota que "la influencia del Martín Fierro sobre sus argumentos gauchescos es evidente en el paralelismo de ambas creaciones".
El último rasgo es, tal vez, injusto. El favor alcanzado por Martín Fierro había indicado la oportunidad de otros gauchos no menos acosados y cuchilleros. Gutiérrez se encargó de suministrarlos. Sus novelas, ahora, pueden parecer un infinito juego de variaciones sobre los dos temas de Hernández "pelea de Martín Fierro con la partida" y "pelea de Martín Fierro y de un negro". Cuando se publicaron, sin embargo, nadie imaginó que esos temas fueran privativos de Hernández; todos conocían la pública realidad que los abastecía a los dos. Además, ciertas peleas de Gutiérrez son admirables. Recuerdo una, creo que la de Juan Moreira y Leguizamón. Las palabras de Gutiérrez se me han borrado; queda la escena. A puñaladas pelean dos paisanos en una esquina de una calle en Navarro. Ante los hachazos del otro, uno de los dos retrocede. Paso a paso, callados, aborreciéndose, pelean toda la cuadra. En la otra esquina, el primero hace espalda en la pared rosada del almacén. Ahí el otro, lo mata. Un sargento de la policía provincial ha visto ese duelo. El paisano, desde el caballo, le ruega que le alcance el facón que se le ha olvidado. El sargento, humilde, tiene que forcejear para arrancarlo del vientre muerto... Descontada la bravata final, que es como una rúbrica inútil, ¿no es memorable esa invención de una pelea caminada y callada? ¿No parece imaginada para el cinematógrafo? 
Moreira, sin embargo, no es la novela de Gutiérrez que yo suelo recomendar o prestar. Prefiero una que es casi desconocida y que debió de desconcertar vagamente a su honesta clientela de compadritos, tan veneradores del gaucho. Hablo de la sincera biografía de Guillermo Hoyo, cuchillero que fue de San Nicolás, alias Hormiga Negra. Quienes no se dejen desalentar por la incivilidad del estilo (que harto merece todas las reprobaciones de Rojas) percibirán en esa novela el satisfactorio, el no usado, el casi escandaloso sabor de la veracidad. Es verosímil que le dé valor el contraste con la pompa sentimental de todas las ulteriores novelas gauchas, sin excluir a las otras de Gutiérrez y al Don Segundo Sombra. 
Lo cierto es que de todos los gauchos malos en que nuestras letras abundan, ninguno me parece tan real como el hosco muchacho atravesado Guillermo Hoyo, que vistea por broma con su padre y acaba por marcarle una puñalada, que es el orgullo de éste. Moreira, en las páginas de Gutiérrez, es un lujoso personaje de Byron que dispensa con pareja solemnidad la muerte y la lágrima; Hormiga Negra es el muchachuelo perverso que empieza por golpear a una vieja y que la amenaza de muerte "la primera vez que usté se limpie las manos o el arreador en el cuerpo de su hija, que es cosa mía". Luego se va enviciando en el crimen, en el gratuito goce físico de matar. En su enconada historia hay capítulos que no olvidaré: por ejemplo, su pelea con el guapo santafecino Filemón Albornoz, pelea que los dos casi rehúyen y a la que los empuja su fama. 
Sarmiento, en el Facundo, compone una acusación; Hernández, en el Martín Fierro, un alegato: Güiraldes, en el Don Segundo Sombra, un acto de fe... 
A Gutiérrez le basta mostrar un hombre, le basta "darnos la certidumbre de un hombre", para decirlo con las palabras duraderas de Hamlet. No sé si el "verdadero" Guillermo Hoyo fue el hombre de viaraza y de puñalada que describe Gutiérrez; sé que el Guillermo Hoyo de Gutiérrez es verdadero. He interrogado: ¿Qué aporte peculiar el de Gutiérrez en el mito del gaucho? Acaso puedo contestar: Refutarlo. Eduardo Gutiérrez (cuya mano escribió treinta y un libros) ha muerto, quizá definitivamente. Ya las obras "del renombrado autor argentino" ralean en los quioscos de la calle Brasil o de Leandro Alem. Ya no le quedan otros simulacros de vida que alguna tesis de doctorado o que un artículo como este que escribo: también, modos de muerte. 
Inútil pretender que perdura en el corazón de su pueblo. Acaso su epitafio más firme sea esta nota marginal de Lugones, que es del año 1911: "...aquel ingenioso Eduardo Gutiérrez, especie de Ponson du Terrail de nuestro folletín, mordiente como una chaira para sacar filo de epigrama a lo ridículo, a crédito ilimitado con la jovialidad, musa, entonces, de las gacetas porteñas; y, en medio de todo, el único novelista nato que haya producido el país, si bien malgastado por nuestra eterna dilapidación de talento". 
Eduardo Gutiérrez, autor de folletines lacrimosos y ensangrentados, dedicó buena parte de sus años a novelar el gaucho según las exigencias románticas de los compadritos porteños. Un día, fatigado de esas ficciones, compuso un libro real, el Hormiga Negra. Es, desde luego, una obra ingrata. Su prosa es de una incomparable trivialidad. La salva un solo hecho, un hecho que la inmortalidad suele preferir: se parece a la vida.


En Textos Cautivos (1986)
En Miscelánea (1995, 2011)
Primera publicación en El Hogar
9 de abril de 1937, Año 33, Número 1434
Borges en el Ateneo Esteban Echeverría de San Fernando, 24 de octubre de 1975
Foto Cortesía de Esteban Gilardoni



3/2/17

Jorge Luis Borges: "La balada de la cárcel de Reading"





En su final declinación, la primavera suele ostentar jornadas dulcísimas que no son menos asombrosas y bienquistadas de todos que las que en su comienzo atendieron y cuyo agrado consabido se enriquece de todas las memorias que las bonanzas de septiembre legaron. Jornadas hay que abrevian en su don último la plenitud de una estación. También en los descensos y diciembres de las épocas literarias hay escritores que resumen la entereza de gracia que hubo en su siglo y en cuya voz se clarifica esa gracia. No de otra suerte Heine (letzter Fabelkónig der Romantik, último soberano legendario del imperio romántico, según reza su dicho) reinó sobre los altos ruiseñores y las rosas pesadas y las lunas innumerables que fueron insignias de su época. 

En la labor de Wilde confluyen asimismo dos fuertes ríos, el prerrafaelismo y el simbolismo, ríos que informaron corrientes de una más indudable manantialidad que la suya y de una voz más entrañal en el canto. Básteme citar, entre los ingleses, los magistrales nombres de Swinburne, de Rossetti y hasta del propio Tennyson. Los tres lo aventajaron fácilmente en intensidad y además el primero en la invención de altivas metáforas, el segundo en tecniquería y el último en halago sonoro. Al recordar estas notorias verdades, no es mi intención contradecir la agradabilidad peculiar que hay en los escritos de Wilde, sino ubicarlo con justicia en su tiempo. Wilde no fue un gran poeta ni un cuidadoso de la prosa, pero sí un irlandés vivísimo que encerró en epigramas un credo estético que otros anteriormente diluyeron en largas páginas. Fue un agitador de ideas ambientes. Su actividad fue comparable a la que hoy ejerce Cocteau, si bien su gesto luce más suelto y travieso que el del citado francesito. Obra de pura travesura la suya, suscitó siempre el ajeno asombro sin incurrir jamás en el solemnismo ni en las grandiosas vaguedades que tan comunes son en los artistas que sólo quieren asustar y de las que hay sobrados ejemplos en Almafuerte y en Hugo. Esa teatralidad wildeana que nunca se embaucó a sí misma y que jamás degenero en sermón, es cosa plausible y más aún si recordamos la petulante vanidad que hubo en él. Es sabido que Wilde pudo haberse zafado de la condena que el pleito Queensberry le infligió y que no lo hizo por creer que su nombradía bastaba a defenderlo de la ejecución de ese fallo. Una vez condenado, estaba satisfecha la justicia y no había interés alguno en que la sentencia se realizase. Le dejaron pues una noche para que huyese a Francia y Wilde no quiso aprovechar el pasadizo largo de esa noche y se dejó arrestar en la mañana siguiente. Muchas motivaciones pueden explicar su actitud: la egolatría, el fatalismo o acaso una curiosidad de apurar la vida en todas sus formas o hasta una urgencia de leyenda para su fama venidera. 

Todo es posible en tratándose de él y en el aclaramiento de ese gesto está la solución del otro enigma psicológico que resalta en su vida: el de la conversión de Wilde. Hay quien ha puesto en duda la veracidad de esa conversión; yo estoy casi seguro de ella. Un hecho para mí es indubitable: la transformación total de su estilo, su abandono de frases ornamentales, su dicción simple, casi familiar y vernácula. En la conmovedora "Ballad of Reading Gaol" abundan los pormenores realistas y hay una involuntaria y áspera dejadez de expresión. We banged the tins and bawled the hymns (Golpeamos las latas y aullamos los rezos) dice en el tercer canto, frase tan imposible en el autor de Salomé como pudiera serlo un chiste en las composiciones de Oyuela. 

Erraría sin embargo quien arbitrase que el único interés de la famosa "Balada" está en el tono autobiográfico y en las inducciones que sobre el Wilde final podemos sacar de ella. Nada más lejos de mi pensar; la "Balada" es poesía de veras y éste es dictamen que la emoción de todo lector confiesa y repite. Su austeridad es notabilísima; casi nada sabemos del personaje central y casi lo primero que sabemos es que va a ser ajusticiado, que es una inexistencia. Sin embargo, su muerte nos conmueve. Poder inexistir con eficacia a un personaje que apenas se ha hecho existir, es hazaña de gran valía. Wilde ha cumplido esa proeza.





En El tamaño de mi esperanza (1926)
Foto:Jorge Luis Borges en conferencia en el Ateneo Esteban Echeverría de San Fernando 27 de octubre 1971
Cortesía de Esteban Gilardoni
Al pie: primera edición de "The Ballad of Reading Gaol" (1898), 
publicada bajo el seudónimo C. 3. 3. 

2/2/17

Jorge Luis Borges: On his blindness






Indigno de los astros y del ave
que surca el hondo azul, ahora secreto,
de esas líneas que son el alfabeto
que ordenan otros y del mármol grave
cuyo dintel mis ya gastados ojos
pierden en su penumbra, de las rosas
invisibles y de las silenciosas
multitudes de oros y de rojos
soy, pero no de las Mil Noches y Una
que abren mares y auroras en mi sombra
ni de Walt Whitman, ese Adán que nombra
las criaturas que son bajo la luna,
ni de los blancos dones del olvido
ni del amor que espero y que no pido.


En El oro de los tigres (1972)
Imagen: Jorge Luis Borges por ©Hugo

31/1/17

Jorge Luis Borges: Arte, arte puro, arte propaganda... ¿El arte debe estar al servicio del problema social?






Es una insípida y notoria verdad que el arte no debe estar al servicio de la política. Hablar de arte social es como hablar de geometría vegetariana o de artillería liberal o de repostería endecasílaba.
Tampoco el Arte por el Arte es la solución. Para eludir las fauces de ese aforismo, conviene distinguir los fines del arte de las excitaciones que lo producen. Hay excitaciones formales, id est artísticas. Es muy sabido que la palabra azul en punta de verso produce al rato la palabra abedul y que ésta engendra la palabra Estambul que luego exige las reverberaciones de tul. Hay otros menos evidentes estímulos. Parece fabuloso, pero la política es uno de ellos. Hay constructores de odas que beben su mejor inspiración en el Impuesto Único, y acreditados sonetistas que no segregan ni un primer hemistiquio sin el Voto Secreto y Obligatorio. Todos ya saben que éste es un misterioso universo, pero muy pocos de esos todos lo sienten.


En: Contra, la revista de los franco-tiradores, Buenos Aires, Año 1, № 3, Julio de 1933*.
Y en: La Rosa Blindada, Buenos Aires, Año I, № 2, noviembre de 1964.
Luego en: Textos Recobrados 1931-1955 (2007)
Caricatura de Borges en Revista Sudestada, Nro. 9, Edición Especial 

*En este número responden la encuesta Nydia Lamarque y Luis Waismann.

29/1/17

Jorge Luis Borges: Coronel Suárez





Alta en el alba se alza la severa
faz de metal y de melancolía.
Un perro se desliza por la acera.
Ya no es de noche y no es aún de día.
Suárez mira su pueblo y la llanura
ulterior, las estancias, los potreros,
los rumbos que fatigan los reseros,
el paciente planeta que perdura.
Detrás del simulacro te adivino,
oh joven capitán que fuiste el dueño
de esa batalla que torció el destino:
Junín, resplandeciente como un sueño.
En un confín del vasto Sur persiste
esa alta cosa, vagamente triste


En La moneda de hierro (1976)
Jorge Luis Borges y Alicia Jurado en visita a la ciudad y monumento de Coronel Suárez 
Foto Estilo Dégele


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