2/9/16

Jorge Luis Borges: A la efigie de un capitán de los ejércitos de Cromwell






No rendirán de Marte las murallas
a éste, que salmos del Señor inspiran;
desde otra luz (desde otro siglo) miran
los ojos, que miraron las batallas.

La mano está en los hierros de la espada.
Por la verde región anda la guerra;
detrás de la penumbra está Inglaterra,
y el caballo y la gloria y tu jornada.

Capitán, los afanes son engaños,
vano el arnés y vana la porfía
del hombre, cuyo término es un día;

todo ha concluido hace ya muchos años.
El hierro que ha de herirte se ha herrumbrado;
estás (como nosotros) condenado.



En El hacedor (1960)
Foto: Jorge Luis Borges en Palermo (Sicilia)
por Ferdinando Scianna (1984) Magnum Photos


1/9/16

Jorge Luis Borges: Juan Muraña








Durante años he repetido que me he criado en Palermo. Se trata, ahora lo sé, de un mero alarde literario; el hecho es que me crié del otro lado de una larga verja de lanzas, en una casa con jardín y con la biblioteca de mi padre y de mis abuelos. Palermo del cuchillo y de la guitarra andaba (me aseguran) por las esquinas; en 1930, consagré un estudio a Carriego, nuestro vecino cantor y exaltador de los arrabales. El azar me enfrentó, poco después, con Emilio Trápani. Yo iba a Morón; Trápani, que estaba junto a la ventanilla, me llamó por mi nombre. Tardé en reconocerlo; habían pasado tantos años desde que compartimos el mismo banco en una escuela de la calle Thames.
  Roberto Godel lo recordará.
  Nunca nos tuvimos afecto. El tiempo nos había distanciado y también la recíproca indiferencia. Me había enseñado, ahora me acuerdo, los rudimentos del lunfardo de entonces. Entablamos una de esas conversaciones triviales que se empeñan en la busca de hechos inútiles y que nos revelan el deceso de un condiscípulo que ya no es más que un nombre. De golpe Trápani me dijo:
  —Me prestaron tu libro sobre Carriego. Ahí hablás todo el tiempo de malevos; decime, Borges, vos, ¿qué podés saber de malevos?
  Me miró con una suerte de santo horror.
  —Me he documentado —le contesté.
  No me dejó seguir y me dijo:
  —Documentado es la palabra. A mí los documentos no me hacen falta; yo conozco a esa gente.
  Al cabo de un silencio agregó, como si me confiara un secreto:
  —Soy sobrino de Juan Muraña.
  De los cuchilleros que hubo en Palermo hacia el noventa y tantos, el más mentado era Muraña. Trápani continuó:
  —Florentina, mi tía, era su mujer. La historia puede interesarte.
  Algunos énfasis de tipo retórico y algunas frases largas me hicieron sospechar que no era la primera vez que la refería.
  —«A mi madre siempre le disgustó que su hermana uniera su vida a la de Juan Muraña, que para ella era un desalmado y para Tía Florentina un hombre de acción. Sobre la suerte de mi tío corrieron muchos cuentos. No faltó quien dijera que una noche, que estaba en copas, se cayó del pescante de su carro al doblar la esquina de Coronel y que las piedras le rompieron el cráneo. También se dijo que la ley lo buscaba y que se fugó al Uruguay. Mi madre, que nunca lo sufrió a su cuñado, no me explicó la cosa. Yo era muy chico y no guardo memoria de él.
  Por el tiempo del Centenario, vivíamos en el pasaje Russell, en una casa larga y angosta. La puerta del fondo, que siempre estaba cerrada con llave, daba a San Salvador. En la pieza del altillo vivía mi tía, ya entrada en años y algo rara. Flaca y huesuda, era, o me parecía, muy alta y gastaba pocas palabras. Le tenía miedo al aire, no salía nunca, no quería que entráramos en su cuarto y más de una vez la pesqué robando y escondiendo comida. En el barrio decían que la muerte, o la desaparición, de Muraña la había trastornado. La recuerdo siempre de negro. Había dado en el hábito de hablar sola.
  La casa era de propiedad de un tal señor Luchessi, patrón de una barbería en Barracas. Mi madre, que era costurera de cargazón, andaba en la mala. Sin que yo las entendiera del todo, oía palabras sigilosas: oficial de justicia, lanzamiento, desalojo por falta de pago. Mi madre estaba de lo más afligida; mi tía repetía obstinadamente: Juan no va a consentir que el gringo nos eche. Recordaba el caso —que sabíamos de memoria— de un surero insolente que se había permitido poner en duda el coraje de su marido. Éste, en cuanto lo supo, se costeó a la otra punta de la ciudad, lo buscó, lo arregló de una puñalada y lo tiró al Riachuelo. No sé si la historia es verdad; lo que importa ahora es el hecho de que haya sido referida y creída.
Yo me veía durmiendo en los huecos de la calle Serrano o pidiendo limosna o con una canasta de duraznos. Me tentaba lo último, que me libraría de ir a la escuela.
  No sé cuánto duró esa zozobra. Una vez, tu finado padre nos dijo que no se puede medir el tiempo por días, como el dinero por centavos o pesos, porque los pesos son iguales y cada día es distinto y tal vez cada hora. No comprendí muy bien lo que decía, pero me quedó grabada la frase.
  Una de esas noches tuve un sueño que acabó en pesadilla. Soñé con mi tío Juan. Yo no había alcanzado a conocerlo, pero me lo figuraba aindiado, fornido, de bigote ralo y melena. Íbamos hacia el sur, entre grandes canteras y maleza, pero esas canteras y esa maleza eran también la calle Thames. En el sueño el sol estaba alto. Tío Juan iba trajeado de negro. Se paró cerca de una especie de andamio, en un desfiladero. Tenía la mano bajo el saco, a la altura del corazón, no como quien está por sacar un arma, sino como escondiéndola. Con una voz muy triste me dijo: «He cambiado mucho». Fue sacando la mano y lo que vi fue una garra de buitre. Me desperté gritando en la oscuridad.
  Al otro día mi madre me mandó que fuera con ella a lo de Luchessi. Sé que iba a pedirle una prórroga; sin duda me llevó para que el acreedor viera su desamparo. No le dijo una palabra a su hermana, que no le hubiera consentido rebajarse de esa manera. Yo no había estado nunca en Barracas; me pareció que había más gente, más tráfico y menos terrenos baldíos. Desde la esquina vimos vigilantes y una aglomeración frente al número que buscábamos. Un vecino repetía de grupo en grupo que hacia las tres de la mañana lo habían despertado unos golpes; oyó la puerta que se abría y alguien que entraba. Nadie la cerró; al alba lo encontraron a Luchessi tendido en el zaguán, a medio vestir. Lo habían cosido a puñaladas. El hombre vivía solo; la justicia no dio nunca con el culpable. No habían robado nada. Alguno recordó que, últimamente, el finado casi había perdido la vista. Con voz autoritaria dijo otro: «Le había llegado la hora». El dictamen y el tono me impresionaron; con los años pude observar que cada vez que alguien se muere no falta un sentencioso para hacer ese mismo descubrimiento.
  Los del velorio nos convidaron con café y yo tomé una taza. En el cajón había una figura de cera en lugar del muerto. Comenté el hecho con mi madre; uno de los funebreros se rió y me aclaró que esa figura con ropa negra era el señor Luchessi. Me quedé como fascinado, mirándolo. Mi madre tuvo que tirarme del brazo.
  Durante meses no se habló de otra cosa. Los crímenes eran raros entonces; pensá en lo mucho que dio que hablar el asunto del Melena, del Campana y del Silletero. La única persona en Buenos Aires a quien no se le movió un pelo fue Tía Florentina. Repetía con la insistencia de la vejez:
  —Ya les dije que Juan no iba a sufrir que el gringo nos dejara sin techo.
  Un día llovió a cántaros. Como yo no podía ir a la escuela, me puse a curiosear por la casa. Subí al altillo. Ahí estaba mi tía, con una mano sobre la otra; sentí que ni siquiera estaba pensando. La pieza olía a humedad. En un rincón estaba la cama de fierro, con el rosario en uno de los barrotes; en otro, una petaca de madera para guardar la ropa. En una de las paredes blanqueadas había una estampa de la Virgen del Carmen. Sobre la mesita de luz estaba el candelero.
  Sin levantar los ojos mi tía me dijo:
  —Ya sé lo que te trae por aquí. Tu madre te ha mandado. No acaba de entender que fue Juan el que nos salvó.
  —¿Juan? —atiné a decir—. Juan murió hace más de diez años.
  —Juan está aquí —me dijo—. ¿Querés verlo?
  Abrió el cajón de la mesita y sacó un puñal.
  Siguió hablando con suavidad:
  —Aquí lo tenés. Yo sabía que nunca iba a dejarme. En la tierra no ha habido un hombre como él. No le dio al gringo ni un respiro.
  Fue sólo entonces que entendí. Esa pobre mujer desatinada había asesinado a Luchessi. Mandada por el odio, por la locura, y tal vez, quién sabe, por el amor, se había escurrido por la puerta que mira al sur, había atravesado en la alta noche las calles y las calles, había dado al fin con la casa y, con esas grandes manos huesudas, había hundido la daga. La daga era Muraña, era el muerto que ella seguía adorando.
  Nunca sabré si le confió la historia a mi madre. Falleció poco antes del desalojo».


  Hasta aquí el relato de Trápani, con el cual no he vuelto a encontrarme. En la historia de esa mujer que se quedó sola y que confunde a su hombre, a su tigre, con esa cosa cruel que le ha dejado, el arma de sus hechos, creo entrever un símbolo o muchos símbolos. Juan Muraña fue un hombre que pisó mis calles familiares, que supo lo que saben los hombres, que conoció el sabor de la muerte y que fue después un cuchillo y ahora la memoria de un cuchillo y mañana el olvido, el común olvido.


En El Informe de Brodie (1970)
Retrato de Borges en su biblioteca
Foto Archivo General de la Nación 


31/8/16

Jorge Luis Borges: La suma








Ante la cal de una pared que nada
nos veda imaginar como infinita
un hombre se ha sentado y premedita
trazar con rigurosa pincelada

en la blanca pared el mundo entero:
puertas, balanzas, tártaros, jacintos,
ángeles, bibliotecas, laberintos,
anclas, Uxmal, el infinito, el cero.

Puebla de formas la pared. La suerte,
que de curiosos dones no es avara,
le permite dar fin a su porfía.

En el preciso instante de la muerte
descubre que esa vasta algarabía
de líneas es la imagen de su cara.





En Los conjurados (1985)
Foto expuesta en Cosmópolis, Borges y Buenos Aires 
25° aniversario de la muerte (2011) 
Casa de Cultura del Gobierno de la Ciudad de Bs. As.
Vía y Vía  



30/8/16

Jorge Luis Borges: Simón Carbajal








En los campos de Antelo, hacia el noventa
mi padre lo trató. Quizá cambiaron
unas parcas palabras olvidadas.
No recordaba de él sino una cosa:
el dorso de la oscura mano izquierda
cruzado de zarpazos. En la estancia
cada uno cumplía su destino:
éste era domador, tropero el otro,
aquél tiraba como nadie el lazo
y Simón Carbajal era el tigrero.
Si un tigre depredaba las majadas
o lo oían bramar en la tiniebla,
Carbajal lo rastreaba por el monte.
Iba con el cuchillo y con los perros.
Al fin daba con él en la espesura.
Azuzaba a los perros. La amarilla
fiera se abalanzaba sobre el hombre
que agitaba en el brazo izquierdo el poncho,
que era escudo y señuelo. El blanco vientre
quedaba expuesto. El animal sentía
que el acero le entraba hasta la muerte.
El duelo era fatal y era infinito.
Siempre estaba matando al mismo tigre
inmortal. No te asombre demasiado
su destino. Es el tuyo y es el mío,
salvo que nuestro tigre tiene formas
que cambian sin parar. Se llama el odio,
el amor, el azar, cada momento.



En La rosa profunda (1975)
Fotograma de Jorge Luis Borges,
©Juan Carlos Piovano, Buenos Aires, 1985

29/8/16

Jorge Luis Borges: La censura






El estilo directo es el más débil. La censura puede favorecer la insinuación o la ironía, que son más eficaces. Anatole France observó que la ley, con majestuosa imparcialidad, prohíbe tanto a los ricos como a los pobres dormir bajo los puentes; si hubiera escrito que hay mucha gente sin hogar que tiene que dormir bajo los puentes, el dictamen sería menos feliz. Recordemos a otros ironistas, recordemos a Luciano de Samosata, a Swift, a Voltaire, a Gibbon y a Heine. Que yo sepa, este argumento de orden estético es el único que puede alegarse en pro de la censura.
La cifra de los argumentos adversos linda con lo infinito. La censura depende, según se sabe, de los Estados o de la Iglesia; no hay ninguna razón para suponer que esas instituciones sean invariablemente imparciales. El individuo tiene el derecho de elegir el libro o el espectáculo que le place; no debe delegar esa elección a personas desconocidas y anónimas. Por lo demás, un censor tiene la obligación de prohibir, ya que si no lo hace, pierde su puesto. Confiscar un texto cualquiera es una operación arbitraria que se parece menos a la inteligencia que refutarlo o discutirlo.
Me aseguran que un libro de Salvador de Madariaga sobre Simón Bolívar ha sido vedado en Buenos Aires porque se opone a la canonización oficial del general José de San Martín. Ojalá este dato sea falso.
Creo, como el tranquilo anarquista Spencer, que uno de nuestros máximos males, acaso el máximo, es la preponderancia del Estado sobre el individuo. No hay ejemplo más evidente que la censura.
El individuo es real; los Estados son abstracciones de las que abusan los políticos, con o sin uniforme.



En diario Clarín, Buenos Aires, 14 de abril de 1983
Luego en Textos recobrados 1956-1985
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi 
© 2003 Maria Kodama 
© Emecé editores Buenos Aires 2003 
Foto: Retrato de Borges por William Caskey, incluida en
Christopher Isherwood, The Condor and the Cows
Londres, Meuthen & Co., 1949
Data en Nicolás Helft: Borges. Postales de una biografía
Buenos Aires, Emecé, 2013





28/8/16

Jorge Luis Borges: Inscripción sepulcral [Para mi bisabuelo, el coronel Isidoro Suárez]






Para mi bisabuelo, el coronel Isidoro Suárez

Dilató su valor sobre los Andes.
Contrastó montañas y ejércitos.
La audacia fue costumbre de su espada.
Impuso en la llanura de Junín
término venturoso a la batalla
y a las lanzas del Perú dio sangre española.
Escribió su censo de hazañas
en prosa rígida como los clarines belísonos.
Eligió el honroso destierro.
Ahora es un poco de ceniza y de gloria.

En Fervor de Buenos Aires (1923)
Caricatura de Jorge Luis Borges por Andrés Casciani

27/8/16

Jorge Luis Borges: El idioma infinito




Dos conductas de idioma (ambas igualmente tilingas e inhábiles) se dan en esta tierra: una, la de los haraganes galicistas que a la rutina castellana quieren anteponer otra rutina y que solicitan para ello una libertad que apenas ejercen; otra, la de los casticistas, que creen en la Academia como quien cree en la Santa Federación y a cuyo juicio ya es perfecto el lenguaje. (Esto es, ya todo está pensado y ojalá fuera así.) Los primeros invocan la independencia y legalizan la dicción ocuparse de algo; los otros quieren que se diga ocuparse con algo y por los ruiditos del con y el de —faltos aquí de toda eficacia ideológica, ya que no aparejan al verbo sus dos matices de acompañamiento, y de posesión— se arma una maravillosa pelea. Ese entrevero no me importa: oigo el ocuparse de algo en boca de todos, leo en la gramática que ello equivale a desconocer la exquisita filosofía y el genio e índole del castellano y me parece una zoncera el asunto. Lo grandioso es amillonar el idioma, es instigar una política del idioma.
Alguien dirá que ya es millonario el lenguaje y que es inútil atarearnos a sumarle caudal. Esa agüería de la perfección del idioma es explicable llanamente: es el asombro de un jayán ante la grandeza del diccionario y ante el sinfín de voces enrevesadas que incluye. Pero conviene distinguir entre riqueza aparencial y esencial. Derecha (y latina)mente dice un hombre la voz que rima con prostituta. El diccionario se le viene encima enseguida y le tapa la boca con meretriz, buscona, mujer mala, peripatética, cortesana, ramera, perendeca, horizontal, loca, instantánea y hasta con tronga, marca, hurgamandera, iza y tributo. El compadrito de la esquina podrá añadir yiro, yiradora, rea, turra, mina, milonga… Eso no es riqueza, es farolería, ya que ese cambalache de palabras no nos ayuda ni a sentir ni a pensar. Sólo en la baja, ruin, bajísima tarea de evitar alguna asonancia y de lograrle música a la oración (¡valiente música, que cualquier organito la aventaja!) hallan empleo los sinónimos. (Yo sé que la Academia los elogia y también que transcribe en serio una sentencia en broma de Quevedo, según la cual remudar vocablos es limpieza. Ese chiste o retruécano está en la Culta latiniparla y su intención no es la que suponen los académicos, sino la adversa. Quiero añadir que nunca hubo en Quevedo el concepto auditivo del estilo que sojuzgó a Flaubert y señalar que don Francisco dijo remudar frases, no vocablos, como le hace escribir la Academia. He compulsado algunas impresiones: entre ellas, una de Verdussen, del 1699).
Yo he procurado, en los pormenores verbales, siempre atenerme a la gramática (arte ilusoria que no es sino la autorizada costumbre) y en lo esencial del léxico he imaginado algunas trazas que tienden a ensanchar infinitamente el número de voces posibles. He aquí alguna de esas trazas, levantada a sistema y con sus visos de política:
a) La derivación de adjetivos, verbos y adverbios, de todo nombre sustantivo. Así de lanza ya tenemos las derivaciones lanceolado, lanceado, alancear, lanzarse, lanzar y otras que callo. Pero esas formaciones en vez de ser privilegiadas deberían ser extensivas a cualquier voz.
   
b) La separabilidad de las llamadas preposiciones inseparables. Esta licencia de añadirle prefijos a cualquier nombre sustantivo, verbo o epíteto, ya existe en alemán, idioma siempre enriquecible y sin límites que atesora muchas preposiciones de difícil igualación castellana. Así hay, entre otras, el zer que indica dispersión, desparramamiento, el all universalizador, el ur que aleja las palabras con su sentido primordial y antiquísimo (Urkunde, Urwort, Urhass). En nuestra lengua medra la anarquía y se dan casos como el del adjetivo inhumano con el cual no hay sustantivo que se acuerde. En alemán coexisten ambas formas: unmenschlich (inhumano) y Unmensch (deshombre, inhombre).

c) La traslación de verbos neutros en transitivos y lo contrario. De esta artimaña olvido algún ejemplo en Juan Keats y varios de Macedonio Fernández. Hay uno mentadísimo (pienso que de don Luis de Góngora y por cierto, algo cursilón) que así reza: Plumas vestido, ya las selvas mora. Mejor es este de Quevedo que cambia un verbo intransitivo en verbo reflejo: Unas y otras iban reciennaciéndose, callando la vieja (esto es, la muerte) como la caca, pasando a la arismética de los ojos los ataúdes por las cunas. Aquí va otro, de cuya hechura me declaro culpable: Las investigaciones de Bergson, ya bostezadas por los mejores lectores, etc., etc.

d) El emplear en su rigor etimológico las palabras. Un goce honesto y justiciero, un poquito de asombro y un mucho de lucidez, hay en la recta instauración de voces antiguas. Aconsejado por los clásicos y singularmente por algunos ingleses (en quienes fue piadosa y conmovedora el ansia de abrazar latinidad) me he remontado al uso primordial de muchas palabras. Así yo he escrito perfección del sufrir sin atenerme a la connotación favorable que prestigia esa voz, y desalmar por quitar alma y otras aventuritas por el estilo. Lo contrario hacen los escritores que sólo buscan en las palabras su ambiente, su aire de familia, su gesto. Hay muchas voces de diverso sentido, pero cuyo ademán es común. Para Rubén, para un momento de Rubén, vocablos tan heterogéneos como maravilloso, regio, azul, eran totalmente sinónimos. Otras palabras hay cuyo sentido depende del escritor que use de ellas: así, bajo la pluma de Shakespeare, la luna es un alarde más de la magnificencia del mundo; bajo la de Heine, es indicio de exaltación; para los parnasianos era dura, como luna de piedra; para don Julio Herrera y Reissig, era una luna de fotógrafo, entre aguanosas nubes moradas; para algún literato de hoy será una luna de papel, alegrona, que el viento puede agujerear.
Un puñadito de gramatiquerías claro está que no basta para engendrar vocablos que alcancen vida de inmortalidad en las mentes. Lo que persigo es despertarle a cada escritor la conciencia de que el idioma apenas si está bosquejado y de que es gloria y deber suyo (nuestro y de todos) el multiplicarlo y variarlo. Toda consciente generación literaria lo ha comprendido así.
Estos apuntes se los dedico al gran Xul-Solar, ya que en la ideación de ellos no está limpio de culpa.









En El tamaño de mi esperanza (1926)
©1995 María Kodama
©2016 Buenos Aires, Penguin Random House

Foto: PD, 2013


26/8/16

Jorge Luis Borges - Adolfo Bioy Casares: Prólogo a «Un modelo para la muerte» de Benito Suárez Lynch







A manera de prólogo

¡Tan luego a mí pedirme un "A manera de prólogo"! En balde hago valer mi condición de hombre de letras jubilado, de trasto viejo. Con el primer mazazo amputo las ilusiones de mi joven amigo; el novato, quieras que no, reconoce que no hay tu tía, que mi pluma, ¡como la de Cervantes, qué pucha!, cuelga de la espetera y que yo he pasado de la amena literatura al Granero de la República; del Almanaque del Mensajero al Almanaque del Ministerio de Agricultura; del verso en el papel al verso que el arado virgiliano firma en la pampa. (¡Qué manera de redondearla, muchachos! Todavía manda fuerza el viejito). Pero con paciencia y saliva, Suárez Lynch salió con la suya: aquí me tienen rascándome la calvicie ante ese compañerazo que se llama Anotador. 

(¡Los sustos que nos da el viejito! No embromen, y reconozcan que es poeta). 

Además, ¿quién dijo que le faltan méritos al bambino? Es verdad que como todos los escribas de la clase del 19, recibió de lleno la indeleble marca de fuego que deja para siempre en el espíritu la lectura de un folletito de ese, donde ahí lo ven, todo un literato de campanillas, doctor Tony Agita. Pobre mamón, el encontronazo lírico se le subió a la cabeza. Chocho, al principio, al ver que le bastaba romperse todo para evacuar una parrafada que hasta el mismo doctor Basilio, experto calígrafo, atribuía, si no estaba en su sano, a la acreditada Sónnecken del maestro; luego, con los pies echando humo, cuando constató la partenza de la más aquilatada joya del escritor: el sello personal. Al que madruga, Dios lo ayuda; al año, mientras esperaba turno en la razón social de Montenegro, una feliz casualidad le puso en los carpinchos un ejemplar de la provechosa obrita sesuda Bocetos biográficos del doctor Ramón S. Castillo; la abrió en la página 135 y, sin más, tropezó con estas palabras que no tardó en copiar con el lápiz-tinta: "El general Cortés, dijo, que traía la palabra de los altos estudios militares del país, para hacer llegar a los elementos intelectuales civiles algo de los problemas atinentes a estos estudios que en las épocas actuales han dejado de ser un asunto de incumbencia exclusivamente profesional, para convertirse en cuestiones de vastos alcances de orden general". Leer esta bonitura y salir como portazo de una obsesión para entrar en otra fue... Raúl Riganti, el hombre torpedo. Antes que el reloj del Central de Frutos diera la hora del mondongo a la española, el ragazzo ya se había remachado en el caletre el primer borrador a grandes rasgos de otros bocetos casi idénticos sobre el general Ramírez, opus que no tardó en rematar pero que al corregir las pruebas de página le perlaba la frente un sudor frío ante la evidencia en letras de molde de que ese trabajito de preso era carente de toda fecunda originalidad y más bien resultaba un calco de la página 135, arriba especificada. 

Con todo, no se dejó marear por el incienso de una crítica proba y constructiva; se repitió ¡qué diantre! que la consigna de la hora presente era la robusta personalidad y, a renglón seguido, se arrancó la túnica de Neso del estilo biográfico para calzar la bota Simón de una prosa más acorde a las exigencias del hombre al día: la que le brindara un párrafo medular del Príncipe que mató al dragón, de Alfredo Duhau. Agárrense, marmotas, que ahora les enseño el dulce de leche: "Para una animada y vibrante creación de la pantalla daría seguramente esta pequeña historia, nacida y desarrollada en los barrios más céntricos de nuestra metrópoli, historia de amor, palpitante y conmovedora. Son sus fases tan hondas e inesperadas como las que triunfan en el afortunado cinema". No se hagan la ilusión que ese lingote lo escarbó con sus propias uñas; se lo cedió una testa coronada de nuestras letras, Virgilio Guillermone, que lo había retenido en la memoria para uso personal y que ya no lo precisaba por haber engrosado la cofradía del bardo Gongo. ¡Presente griego! El parrafito resultó a las cansadas uno de esos paisajes ante los que rompe la paleta el pintor; el cadete sudaba tinta para revivir los primores que destaca esa muestra en una novelita de primera comunión, que ya estaba a la firma de ese gran incansable que se llama Bruno De Gubernatis. Pero más adelante don Cangrejo: la novelita le salió más bien un informe sobre el Estatuto del Negro Falucho, que le valió ingresar en la comparsa Los morenos de Balvanera, amén del Gran Premio de Honor de la Academia de la Historia. ¡Pobre lechón! Lo mareó ese halago de la fortuna y antes que amaneciera el Día del Reservista se permitió un articulejo sobre la "muerte propia" de Rilke, escritor de raigambre superficial en la República, católico eso sí.

No me tiren con la tapa de la olla y con el puchero después. Esas cosas pasaban —no lo digo con más voz porque estoy afónico— antes del día que los coroneles, escoba en mano, pusieron un poquito de orden en la gran familia argentina. Hablo, pónganlo en baño María, del 4 de junio (un alto en el camino, muchachos, que vengo con el papel de seda y el peine y les toco la marchita). Cuando brilló esa fecha, ni el más abúlico pudo sustraerse a la ola de actividad con que el país vibraba al unísono; Suárez Lynch, ni lerdo ni perezoso, inició la vuelta al pago, tomándome de cicerone.* Mis Seis problemas para don Isidro Parodi le indicaron el rumbo de la verdadera originalidad. El día menos pensado, mientras me desentumecía el cacumen con la columna de policiales, pegué un respingo al divisar, entre mate y mate, las primeras noticias del misterio del bajo de San Isidro, que muy luego sería otro galón en la jineta de don Parodi. La redacción de la novelita pertinente era un deber de mi exclusiva incumbencia; pero estando metido hasta el resuello en unos bocetos biográficos del presidente de un povo irmão, le cedí el tema del misterio al catecúmeno.

Soy el primero en reconocer que el mocito ha hecho una labor encomiable, maleada, claro está, por ciertos lunares que traicionan la mano temblona del aprendiz. Se ha permitido caricatos, ha cargado las tintas. Algo más grave, compañeros: ha incurrido en errores de detalle. No finiquitaré este prólogo sin el doloroso deber de sentar que el doctor Kuno Fingermann, en su calidad de presidente del Socorro Antihebreo, me encarga desmentir, sin perjuicio de la acción legal ya iniciada, "la insolvente y fantástica indumentaria que el capítulo numerado cinco le imputa".

Hasta más ver. Que les garúe finito.

H . Bustos Domecq
Pujato, 11 de octubre de 1945

* ¡El viejito las canta claro! (Nota del prologuista)








En Benito Suárez Lynch: Un modelo para la muerte (1946)
Benito Suárez Lynch era seudónimo de Borges-Bioy
Foto de Borges y Bioy Casares la última vez que se vieron 
(y a su vez en vidriera) de Librería Alberto Casares Vía
Al pie: Portadilla de la primera edición de Un modelo para la muerte Vía 
Y edición autografiada por los autores, la primera parte por Bioy y, a partir de "Domecq", por Borges Vía


25/8/16

Jorge Luis Borges: La cultura en peligro





Es raro que alguien quiera haber sido objeto de una broma; tal es, inverosímilmente, mi caso. Ha llegado a mis manos un manuscrito cuya materia es la reforma —llamémosla así—, de los estudios de la Facultad de Letras de la Universidad de Buenos Aires. Soy doctor emérito de esa casa. En esta ocasión, como en otras, no he sido consultado, pero me creo con derecho a opinar. Transcribo el asombroso texto:
Todas las literaturas extranjeras podrán ser optativas y pueden sustituirse, por ejemplo por:

Literatura media y popular
Medios de comunicación
Folklore literario
Sociología de la literatura
Sociolingüística
Psicolingüística
Prefiero creer que este misterioso proyecto es jocoso, o trata de serlo; si ha sido escrito para ser leído literalmente, es alarmante o terrorífico. Abolir las literaturas extranjeras es, de hecho, abolir las humanidades, es decir, la cultura. El verbo sustituir ha sido empleado de manera indebida. Puede sustituirse una cosa por otra análoga. Puede sustituirse una taza de café por una de té, pero no el estudio de Virgilio, o el de Voltaire, por el del Canal 13. En cuanto a “literatura media” confieso mi invencible ignorancia; quizá se trate simplemente de literatura mediocre, acaso la de autores que asimismo son funcionarios. En lo que se refiere a “folklore” (voz acuñada en Inglaterra, en 1846) contaré una anécdota personal.
Hace ya muchos años, Néstor Ibarra y yo conversábamos con un amigo común, el tropero Soto.
Ibarra le dijo:
—Usted es entrerriano. Usted creerá, sin duda, en los lobizones.
El paisano le contestó:
—No crea, señor. Ésas son fábulas.
Como se ve, el pueblo es menos crédulo que los crédulos folkloristas. Si el folklore me interesara, lo buscaría en tierras muy antiguas, como la India, o primitivas como el Senegal, no en las provincias argentinas, de tradición reciente. Me dicen, sin embargo, que gracias a las autoridades, el folklore ha llegado ya a la campaña.
¿Qué será la sociología de la literatura? El hecho estético es un brusco milagro. No puede ser previsto. Me place recordar que el pintor Whistler dijo una vez Art happens, el Arte sucede. Ya el místico alemán Angelus Silesius había declarado: Die Rose ist ohne Warum, la rosa es sin porqué.
¿Qué serán la sociolingüística y la psicolingüística? Como del resto del universo, nada sé de esas disciplinas o neologismos, pero sé que no pueden “sustituir” a Las mil y una noches o a las aventuras de Alicia.
Según es fama, los argentinos somos ingenuos. Para acallar toda sospecha convendría que algún personaje oficial desmintiera en letras de molde el estrafalario catálogo que denuncio.






En diario Clarín, Buenos Aires, 13 de diciembre de 1984
Y en Diario El Día, Montevideo, 12-18 de enero de 1985
Y en Papel literario, Caracas, 23 de febrero de 1986
Y en El Aleph Borgiano, Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá, Colombia, julio de 1987

Luego en Textos recobrados 1956-1985
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi 
© 2003 María Kodama 
© Emecé editores Buenos Aires 2003

Foto (IG) del 30 de junio de 2013: Monumento a Jorge Luis Borges (inaugurado el 14 de junio de 2013)
Nótese destrucción de la mano derecha [+]
Biblioteca Nacional de Buenos Aires, sobre la calle Austria 
Escultura de Antonio Oriana 



24/8/16

Borges rechazó homenajes por su cumpleaños 77. Envió a la basura telegramas y felicitaciones [Diario Excelsior, 26 de agosto de 1976]






BUENOS AIRES, 26 de agosto. (Latin) — Jorge Luis Borges, orgullo intelectual de la Argentina, reconocido como uno de los más grandes prosistas vivientes del idioma castellano, cumplió 77 años alejado de homenajes que dice desmerecer. 
Anciano y casi ciego, Borges rechazó ayer saludos y visitas en el céntrico departamento que habita —solitario— en esta capital. 
"No quiero fotos y además no tengo nada importante que decir. Mis cumpleaños ya no los festejo", respondió, malhumorado, a quienes pretendieron felicitarlo telefónica o personalmente. El redactor de un vespertino, el único periodista que logró conversar ayer con él, dijo que el escritor envió al canasto todos los telegramas que instituciones y admiradores le dirigieron.
''Yo no soy un político para que me saquen fotos, hay muchas otras personas que merecen la atención de los periodistas", insistió en tajantes respuestas. 
Transitando por una ceguera solitaria, Borges continúa creando, "trabajando sin horario", como define su actual actividad. 
"Como ya no veo, necesito a alguien que me escriba. Sólo hago ejercicios de memoria, hasta que llega algún amigo y le dicto". 
Resignado tras el peor golpe que pudo ocurrirle —la muerte de su madre, hace casi un año—, el autor de El Aleph anunció la conclusión de su más reciente obra: La moneda de hierro, un libro de 36 composiciones en prosa y verso cuyos originales ya entregó a una editorial local. 
Profundo conocedor de la literatura de todas las épocas y latitudes, estudioso de la metafísica, el maestro se definió recientemente a sí mismo: "'Pocas cosas me han ocurrido y muchas he leído. Mejor dicho, pocas cosas me han ocurrido más dignas de la memoria que el pensamiento de Schopenhauer, o la música verbal de Inglaterra". 
Tímido, encogido en laberintos de sueños, reclamó ayer, al cumplir los 77 años, por su soledad.  
"Para mí es lo mismo 77 que cualquier otro número. La única cábala que conozco es la de estar tranquilo y sin que me molesten. No quiero rodearme de gente. Quiero estar solo". Candidato en 1972 al Premio Nobel de Literatura junto a otro latinoamericano, el galardonado poeta Pablo Neruda, Borges se preguntó alguna vez: "El premio Nobel, yo creo que no lo merezco. ¿Cómo podrían concederme a mí un premio que una vez fue de Kipling y de Bernard Shaw?". 
Con excepcional dote de ironía, entonces recordó aquella anécdota de Groucho Marx, a quien le habían comunicado su inclusión como socio en un club: "Yo no puedo ser miembro de un club que admite como socio a una persona como yo". 
Nacido en esta metrópoli el 24 de agosto de 1899, su biografía no registra sucesos espectaculares. En 1914 viajó a Europa con sus padres y hasta 1918 estudió bachillerato en Ginebra. Luego conoció España y a su regreso a Buenos Aires en 1921 comenzó a difundir su vasta obra creativa en cuento, ensayo y poesía. 
A los 77 años cumplidos dijo estar preparando un "libro de cuentos fantásticos", pero evitó especulaciones previas. Jorge Luis Borges ratificó ayer la deliberada extravagancia de sus declaraciones públicas. 
Acérrimo antiperonista en su país, intransigente defensor de los derechos judíos, Borges prepara un nuevo viaje al exterior, después de una reciente gira por Estados Unidos en la que levantó los más enconados y controvertidos comentarios. 
Irá a España, posiblemente a Italia y hará escala a su retorno, en Santiago de Chile, donde recibirá el título de "Doctor Honoris Causa" de la universidad de ese país. 
Posteriormente, junto a Luis Federico Leloir, Premio Nobel Argentino de Química en 1970, será condecorado por el gobierno militar chileno con la Gran Cruz al Mérito O'Higgins
Tanteando con su bastón, solitario en su ceguera, Jorge Luis Borges comenzó ayer un nuevo año, urdiendo laberintos y nuevos sueños.


En diario Excelsior, México DF
Ejemplar del 26 de agosto de 1976


Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...