15/2/16

Jorge Luis Borges: Los poetas






En 1855, Whitman había declarado que su obra no era otra cosa que un conjunto de sugestiones y de apuntes y que los poetas venideros la justificarían y cumplirían. Medio siglo tardada su patria arrebatada por la delicada música de Tennyson y de Swinburne en recoger la herencia de Leaves of Grass

Uno de los primeros innovadores fue Edgar Lee Masters (1868-1950). Nació en Garnett, Kansas, ejerció la abogacía en Chicago y a partir de 1898 publicó libros poéticos y dramáticos, sin mayor resonancia. En 1915 lo hizo bruscamente famoso la Spoon River Anthology, que le fue sugerida por una lectura casual de la Antología griega. Integran este libro, que es una suerte de comedia humana, doscientos cincuenta epitafios o, mejor dicho, confesiones de otros tantos muertos de un obscuro pueblo de provincia, que nos revelan su intimidad. Ahí está Anne Rutledge, "adorada en vida por Abraham Lincoln, desposada con él no por la unión sino por la separación"; ahí está el poeta Petit, que, insensible a la vida que lo rodea, fabrica polvorientos triolets, "mientras Homero y Whitman rugían en los pinos"; ahí está Benjamín Pantier, a quien ha sostenido siempre el amor de su mujer, que no lo quería. La obra está escrita en verso libre y es la única importante que nos ha legado este autor. 

Edwin Arlington Robinson (1869-1935) nació en Head Tide, Maine, se educó en Harvard y fue inspector municipal. Teodoro Roosevelt, impresionado por la lectura de sus poemas, le dio en 1905 un cargo en la aduana de Nueva York. Obtuvo tres veces el premio Pulitzer: la primera en 1922, por una reedición de poemas anteriores publicados a partir de 1896; la segunda en 1924, por The Man Who Died Twice (El hombre que murió dos veces); la última en 1927, por Tristram, que forma parte de una serie de obras sobre la leyenda del rey Arturo. Muchas de sus poesías son, como las de Masters, retratos psicológicos de personas imaginarias, pero ejecutados bajo la compleja influencia de Browning. Su estilo es tradicional; Robinson es un poeta elocuente en el buen sentido de la palabra. Ahora, casi olvidado, salvo por las historias de la literatura, ha sido juzgado por el crítico John Crowe Ransom uno de los tres mayores poetas de Norteamérica entre 1900 y 1950. Los otros dos eran T. S. Eliot y Robert Frost. En su obra perdura la severidad puritana, que lo llevaría después a un pesimismo materialista. 

Sin duda, el más respetado y querido de los poetas de su patria, Robert Lee Frost (1874-1963) no pertenece a la efusiva tradición de Walt Whitman sino más bien a la reticente pero no menos sensible de Emerson. Aunque nacido en San Francisco de California, es por su linaje, por su carácter y por los temas de su obra un poeta de Nueva Inglaterra, es decir de aquella región de los Estados Unidos de cultura más antigua y más asentada. Trabajó en una hilandería, estudió en Harvard, donde no se graduó, fue sucesivamente maestro, zapatero, periodista y, al fin, granjero. En 1912 se estableció con su familia en Inglaterra, donde se hizo amigo de Rupert Brooke, Lascelles Abercrombie y otros poetas. Descubrió tardíamente su vocación. Su primera obra importante, North of Boston (Al norte de Boston), data de 1914 y se publicó en Inglaterra. A este libro, que fijó su fama, siguieron muchos otros. En 1915 regresó a los Estados Unidos y fue nombrado profesor de Poesía en Harvard. Norteamérica ya reconocía en él a su poeta. Recibió cuatro veces el premio Pulitzer de poesía; en 1938, la medalla de la Academia Americana de Artes y Letras, y en 1941, la de la Sociedad de Poesía de América. Dieciséis universidades lo hicieron doctor honoris causa

Frost se ha definido como poeta de la sinécdoque o sea de aquella figura retórica que usa la parte por el todo. En efecto, hay composiciones de Frost, a primera vista triviales, que encierran un sentido complejo. Pueden leerse así, en varios planos, el de lo declarado y el de lo sugerido y latente. Ese procedimiento corresponde al understatement, al no decir del todo las cosas, que es tan característico de Inglaterra y de Nueva Inglaterra. Lo rural y lo cotidiano le sirven para la suficiente y lacónica sugestión de realidades espirituales. Es a la vez tranquilo y enigmático. Desdeñoso del verso libre, ha cultivado siempre las formas clásicas y las maneja con secreta maestría y sin apariencia de esfuerzo. Los poemas no son obscuros; cada uno de los planos que encierran y que podemos interpretar de diverso modo satisface nuestra imaginación, pero su número es indefinido. Así, para un lector Acquainted with the Night (Que ha conocido la noche) es una confesión de antiguas experiencias clandestinas en barrios bajos; para otro, la palabra noche puede no ser un emblema del mal sino de la miseria, de la muerte o del misterio. Stopping by Woods on a Snowy Evening (Detención entre los bosques una tarde de nieve) refiere un episodio verdadero o imaginarlo, de innegable gracia visual; es lícito leerlo literalmente, pero también como una larga metáfora. Lo mismo cabría decir del poema The Road not Taken (La senda no tomada), cuyo primer verso nos muestra un bosque amarillo, que empieza por ser real, y que al fin es también un símbolo de la nostalgia que hay en toda elección. 

Muerto Robert Frost, Carl Sandburg (1878), que de algún modo es su reverso, es ahora el poeta más conocido de los Estados Unidos, si bien una parte de su nombradía se debe a la monumental Vida de Abraham Lincoln en seis volúmenes, que le valió en 1950 el premio Pulitzer. Hijo de inmigrantes suecos, nació en Galesburg, Illinois. Fue sucesivamente repartidor de leche, camionero, albañil, cosechero, lavaplatos, soldado en Puerto Rico durante la guerra con España, periodista y estudiante de letras. Su primera obra In Reckless Ecstasy (En intrépido éxtasis), publicada en 1904, no halló eco. Diez años después le dieron fama sus colaboraciones en la revista Poetry de Harriet Monroe en Chicago. En 1916 dio a conocer sus Chicago Poems. Fue premiado por la Sociedad de Poesía de América en 1919 y 1920. Recorrió luego el país cantando, recitando y recogiendo coplas populares que reuniría en 1927 en el American Song Bag (Bolsa de los cantares americanos). Entre sus muchos libros citaremos Smoke and Steel (Humo y acero) (1920), Good Morning America (Buenos días, América) (1928), The People, Yes (El pueblo, sí) (1936). En 1950 sus Poesías completas merecieron el premio Pulitzer. 

En toda su obra es evidente el influjo de Whitman. Ambos manejan el verso libre y el slang, si bien éste último, en Sandburg, es más espontáneo y más rico. Al principio fue poeta de la energía y aun de la violencia y la vulgaridad; después lo fue de la melancolía y la nostalgia. Este proceso se cifra en una de sus páginas más famosas, Cool Tombs (Frescas sepulturas). 

Como Masters y Sandburg, Nicholas Vachel Lindsay (1879-1931) nació en Springfield, Illinois, patria de Lincoln, cuyo ferviente culto compartieron. Siguió clases en el Instituto de Arte de Chicago; de día trabajaba en una tienda. Continuó esos estudios en la Facultad de Arte de Nueva York sin lograr vender sus dibujos. Abordó entonces la poesía. Hasta 1913, fecha de la publicación de su más famoso poema, General William Booth Enters into Heaven (El general Booth entra en el reino de los cielos), por Harriet Monroe, recorrió a pie el Oeste, ganándose la vida como juglar, recitando sus propios versos a cambio de comida y de teatro. En 1925 se casó y vivió en Spokane, Washington; seis años después se dio muerte en Springfield. Sus obras incluyen Handy Guide for Beggars (Guía para mendigos), The Chinese Nightingale (El ruiseñor chino), The Golden Whales of California (Las ballenas de oro de California) y Every Soul is a Circus (Cada alma es un circo). 

Lindsay quiso ser el poeta del Ejército de Salvación. Fue versificando una mitología de personajes populares: Andrew Jackson, héroe de la Guerra de la Independencia y de las guerras contra los indios; el abolicionista John Brown; Lincoln y Mary Pickford. Su obra es muy despareja; influyeron en ella el fervor religioso de los spirituals y el jazz. En ciertos poemas el autor indica los instrumentos y la melodía que deben acompañar las palabras. 

Hasta ahora, la contribución de los negros americanos a la poesía ha sido menos importante que su contribución a la música. Citaremos en primer término a James Langston Hughes (1902), nacido en Joplin, Missouri, que, como Sandburg, desciende literariamente de Whitman. Su obra, que usa ritmos de jazz, incluye Dear Lovely Death (Querida hermosa muerte), The Dream Keeper (El guardián de sueños), Shakespeare in Harlem, One Way Ticket (Pasaje de ida) y la autobiografía Big Sea (El mar grande). Sus versos son patéticos y no pocas veces sardónicos. 

Más trabajada y más sensible es la labor de Countee Cullen (1903-1946), que estudió en Nueva York, su ciudad natal, y en la Universidad de Harvard. Publicó entre otros libros, Copper Sun (Sol de cobre), The Black Christ (El Cristo negro) y una versión de la Medea de Eurípides. Compiló dos antologías de poesía negra, pero lo racial le interesó menos que lo íntimo. La crítica ha advertido en sus poemas el influjo de Keats.



En Borges, J. L.- Esther Zemborain de Torres Duggan:
Introducción a la literatura norteamericana (1967)
Incluido Obras completas en colaboración
© María Kodama, 1995
© Emecé Editores, 1979, 1991 y 1997
Barcelona,1997

Imagen: Caricatura de JLB por Hermenegildo Sábat
en The New York Times, septiembre 1970
Incluida en Horacio Jorge Becco:
J.L.Borges Bibliografía total 1923-1973
Buenos Aires, Casa Pardo, 1973



14/2/16

Jorge Luis Borges: Amorosa anticipación











Ni la intimidad de tu frente clara como una fiesta
ni la costumbre de tu cuerpo, aún misterioso y tácito y de niña,
ni la sucesión de tu vida asumiendo palabras o silencios
serán favor tan misterioso
como mirar tu sueño implicado
en la vigilia de mis brazos.
Virgen milagrosamente otra vez por la virtud absolutoria del sueño,
quieta y resplandeciente como una dicha que la memoria elige,
me darás esa orilla de tu vida que tú misma no tienes.
Arrojado a quietud,
divisaré esa playa última de tu ser
y te veré por primera vez, quizá,
como Dios ha de verte,
desbaratada la ficción del Tiempo,
sin el amor, sin mí.


En Luna de enfrente (1925)
Publicado primero como Antelación del amor
Borges en la calle Florida
Buenos Aires, década del '60
Foto ©Jorge Aguirre


13/2/16

Jorge Luis Borges: Anatomía de mi "Ultra"





La estética es el andamiaje de los argumentos edificados a posteriori para legitimar los juicios que hace nuestra intuición sobre las manifestaciones de arte. Esto, en lo referente al crítico. En lo que atañe a los artistas, el caso cambia. Puede asumir todas las formas entre aquellos dos polos antagónicos de la mentalidad, que son el polo impresionista y el polo expresionista. En el primero, el individuo se abandona al ambiente; en el segundo, el ambiente es el instrumento del individuo. (De paso, es curioso constatar que los escritores autobiográficos, los que más alarde hacen de su individualidad recia, son en el fondo los más sujetos a las realidades tangibles. Verbigracia, Baroja.) Sólo hay, pues, dos estéticas: la estética pasiva de los espejos y la estética activa de los prismas. Ambas pueden existir juntas. Así, en la renovación actual literaria —esencialmente expresionista— el futurismo, con su exaltación de la objetividad cinética de nuestro siglo, representa la tendencia pasiva, mansa, de sumisión al medio... 

Ya cimentadas estas bases, enunciaré las intenciones de mis esfuerzos líricos. 

Yo busco en ellos la sensación en sí, y no la descripción de las premisas espaciales o temporales que la rodean. Siempre ha sido costumbre de los poetas ejecutar una reversión del proceso emotivo que se había operado en su conciencia; es decir, volver de la emoción a la sensación, y de ésta a los agentes que la causaron. Yo —y nótese bien que hablo de intentos y no de realizaciones colmadas— anhelo un arte que traduzca la emoción desnuda, depurada de los adicionales datos que la preceden. Un arte que rehuyese lo dérmico, lo metafísico y los últimos planos egocéntricos o mordaces. 

Para esto —como para toda poesía— hay dos imprescindibles medios: el ritmo y la metáfora. El elemento acústico y el elemento luminoso. 

El ritmo: no encarcelado en los pentagramas de la métrica, sino ondulante, suelto, redimido, bruscamente truncado. 

La metáfora: esa curva verbal que traza casi siempre entre dos puntos —espirituales— el camino más breve.






En Ultra, Madrid, Año 1, Nº 11, 20 de mayo de 1921

Luego en Textos recobrados 1919-1929
© 1991, 2007 María Kodama


Imagen: Cover Revista Ultra (poesía-crítica-arte) 
cuyos 24 números se publicaron en Madrid en 1921 y 1922, 
como portavoz del movimiento ultraísta










12/2/16

Abelardo Castillo: Noche con Borges








11 de octubre de 1983

Este invierno, hará dos meses, volví a encontrarme con Borges. Mi Borges personal puede sintetizarse en tres o cuatro momentos separados por períodos de cinco o diez años.
El primero fue en 1960, cuando lo conocimos con Arnoldo Liberman en la Biblioteca Nacional; otro encuentro fue en un cine, con Egle y María Kodama. Egle nos obligó a darnos la mano, en la penumbra, sin que Borges tuviera la menor idea de por qué, ni con quién, estaba manteniendo tan inesperado contacto físico. Me preguntó si recordaba el Cantar de Fin, la parte aquella de las vigas ardiendo, y se puso a recitarlo en inglés, o en un idioma tremebundo que parecía inglés y sonaba como alemán. No abrí la boca. Nos separamos. Me agradeció el que hubiéramos mantenido una conversación tan interesante. Uno más, en la librería de Falbo, la vez que me dedicó los poemas y me dijo: “Los adjetivos póngalos usted”. En uno de esos encuentros, o en algún otro, reparó en mi apellido y dijo que debíamos ser parientes, porque Borges viene de burg, que antes de significar ciudad, o burgo, significó castillo, y que ésta también había sido una linda conversación.
El de este invierno fue en la casa de Ester de Izaguirre. Yo no tenía muchas ganas de ir. Ester me venía pidiendo que acompañara a Borges en la mesa, para una especie de diálogo o de entrevista, como cierre de las charlas y talleres de literatura que se dan en su casa. Sylvia, que fue alumna de Borges en la facultad, y que lo venera, insistía en que debíamos ir. La idea no terminaba de convencerme. Mi respeto y mi admiración por Borges son grandes, pero nuestras diferencias de todo tipo, también. Como sea, fuimos. Me tocó recibirlo, hecho que, por razones topográficas, sucedió en la cocina y fue bastante cómico. Pero antes quiero escribir lo que pasó en nuestro primer encuentro.


Lo conocí en 1960. La idea, que fue de Liberman, era hacerle una entrevista para El grillo de papel; entrevista, dicho sea de paso, que nunca se publicó.
Borges nos recibió en persona esa tarde; recuerdo perfectamente que no quiso grabar, porque desconfiaba “de esos misteriosos aparatos”. Era un salón grande, o me pareció a mí; en ciertos casos, uno magnifica los ámbitos y hasta a las personas, y todo le parece colosal. Una de las primeras cosas que dijo, fue: “Hay mucha luz aquí”, y cerró unas persianas. Borges ya era casi ciego; a partir de ese instante, la penumbra se abatió sobre los tres y estábamos en su mundo.
Esa tarde le preguntamos casi todo lo que puede preguntársele a un escritor como Borges, no sólo con referencia a la literatura. Habló sobre el peronismo, sobre Pablo Neruda, sobre el director de Cultura del gobierno de Frondizi, Blas González. En esa época, González había prohibido una representación de Bernard Shaw. Conociendo la admiración que Borges siente por Shaw, le preguntamos qué opinión le merecía que un director de Cultura hubiera censurado una pieza como Hombre y superhombre. Su respuesta fue: “Prescindiendo de las jerarquías, lo considero una estupidez”. Jerarquías significaba, humorísticamente, que de alguna manera él, Borges, era algo así como un subalterno de Blas González, ya que la Biblioteca pertenecía a la Nación y dependía de la Secretaría de Cultura.
Hablamos sobre Perón, al que Borges considera, y siempre consideró, una catástrofe nacional, sin alejarse mucho de mi propia opinión, aunque por razones tal vez opuestas. Para Borges, el peronismo fue un oprobio, y lo dijo esa tarde: “Nos levantábamos avergonzados cada mañana”, que es la frase que Espósito recuerda, de su profesor de Botánica, en el capítulo con el doctor Cantilo. Le pregunté si no cabría hacer una distinción entre lo que significaba el peronismo como movimiento popular, y la personalidad autoritaria y demagógica de Perón. Borges no tenía muchas ganas de entender y ya estaba un poco irritado. Habló del 17 de octubre del 45. Él juzgaba que había sido ficticio, que todo fue inventado, más o menos, supongo, como en el “Tema del traidor y del héroe”, como una gigantesca representación teatral. Me atreví a insinuar que nadie podía simular una cosa como el 17 de octubre; que la gente salió de verdad a la calle; que las mujeres, con sus hijos, cruzaron el puente Avellaneda. Borges dijo con inesperada violencia: “Como quieran, pero eso no tuvo nada que ver con Perón. Eso lo organizó Eva Duarte, que tenía muchos más cojones que Perón”. Textual.
Todo se normalizó, después, gracias a la literatura. Hablamos horas; pero sólo quiero recordar una respuesta sobre Sartre, una discusión, y que nos recitó a Neruda.
Le pregunté qué pensaba de Sartre.
—Bueno, caramba —dijo de inmediato, tartamudeante y sonriente—, yo no suelo pensar en Sartre.
La discusión fue sobre el truco. Borges le hace decir a un jugador imaginario, en Evaristo Carriego: “A ley de juego, todo está dicho: falta envido y truco, y si hay flor, ¡contraflor al resto!”. Le hice notar que eso era ilegal, que no se puede decir, que echar la falta envido equivale a negar la flor. Borges respondió: “¿Cómo que no se puede?; si yo lo escribí, se puede decir.” Insistí en que no. Borges dijo: “Vamos a preguntarle a Clemente, que tiene un truco más reciente”. No hizo falta. “¡Se puede!”, dijo de pronto. “Si uno todavía no ha visto las cartas, se puede, y si hay flor, vale”.
Liberman o yo le preguntamos qué opinaba de Neruda, y respondió de un modo tan sorprendente que sospeché que nos estaba tomando el pelo. Dijo que Neruda debía de ser un gran poeta, ya que tanta gente pensaba que era un gran poeta, porque a la larga, con los años, uno termina comprendiendo que la mayoría siempre tiene razón. Hoy, muchos años después, pienso que tal vez fue un eco de aquella famosa frase de Rubén Darío, que admiraba tanto, pero esa tarde sólo me pareció una tomadura de pelo. Momento en que Borges agregó: “¿Recuerdan aquel poema que dice: ‘Yo escribí sobre el tiempo y sobre el agua/ describí el luto y su metal morado/ escribí sobre el cielo y la manzana/ ahora escribo sobre Stalingrado’?”
Nos estaba recitando el Nuevo canto de amor a Stalingrado. O sea, conocía a Neruda tanto como para recitarlo de memoria, cosa que para Borges es la certidumbre del valor de los versos de un poeta.
Con este mismo Borges imprevisible, volví a encontrarme este invierno.
La casa de Ester de Izaguirre queda por Chacarita o Villa Crespo, en la calle Jufre. Se sube por una escalera lateral. Lo que antes se llamaba casa de altos y ahora PH. Para no entrar directamente en el living, donde habría unas treinta personas, a lo sumo, hay que hacer una curva y pasar por la cocina. Ahí estábamos con Borges. Él con un largo sobretodo oscuro, yo hablándole, no sé por qué, de la palabra felicidad y de la sucesión de los días y las noches. Cuando estábamos llegando a la mesa de la charla, lo primero que me dijo fue: “¿Dónde está el público?”, lo que era una manera de ir entrando en tema o una ironía. Hay que tener en cuenta que Borges venía de Estados Unidos, de disertar ante cientos de estudiantes. Me preguntó si había agua, sólo que lo preguntó así: “¿Hay H2O?”. Salvo una chica de la primera fila, la gente que lo esperaba no era especialista en literatura, más bien iba a ver, ni siquiera a oír, a una especie de fenómeno. La chica de la primera fila, que era, creo, María Rosa Lojo, casi sin esperar a que se sentara, le preguntó qué significaba para él la palabra símbolo. Borges dijo que en la antigüedad no había posadas; dijo que los antiguos partían un disco y le daban una de las mitades al forastero que había llegado a la casa, o al castillo. Muchos años después, si alguien volvía con ese fragmento de disco, aunque no fuera la misma persona —podía ser un hijo, un nieto, un amigo—, era recibido como un huésped que no se hubiera ido nunca de la casa. Ese disco partido era algo más que un objeto, significaba otra cosa, y ése era el origen de la palabra símbolo.
La gente le hacía preguntas, algunas insensatas, otras más o menos razonables, y él, como siempre, hablaba únicamente de lo que tenía ganas. Un rasgo asombroso de Borges, siendo ciego, es una cualidad de su memoria que podría llamarse visual. En algún momento comentó —o esto fue más tarde, cuando quedamos solos— que en los Estados Unidos había visitado una de las casas en que vivió Edgar Poe, y recordó que a la entrada, en una especie de jardín, había una alegoría con un cuervo dorado. ¿Me lo imaginaba?, un cuervo dorado. Un cuervo estridente que no tenía nada que ver con el cuervo luctuoso de Poe. Y se refería al color del pájaro como si lo hubiera visto. Habló de cine; habló de El gabinete del doctor Caligari y también de unos perros overos que aparecían en esa película. Volvió a llamarme la atención que reparara en el color de los perros; claro que esto, como el dorado del cuervo, debió contárselo María Kodama, pero lo raro es que él lo recordara como si los estuviera mirando. De sopetón, alguien del público, o de ese sector de Villa Crespo al que Borges llamó público, le preguntó con mucha descortesía —no era una pregunta, era casi una acusación—, cómo un hombre “con sus limitaciones” podía opinar sobre cine. No era una curiosidad inocente, era una interpelación cargada de insidia. En el mismo momento en que yo iba a intervenir —en toda esta charla hice un poco de campana neumática entre Borges y la gente—, antes de que yo pudiera emitir una palabra, Borges dijo a media voz: “Últimamente, además de ver muy mal, estoy oyendo muy poco”, y, como si no hubiera escuchado lo que le preguntaban, se volvió hacia el público y siguió imperturbable con su charla…
[…]
… [cuando por fin terminó] de firmar libros y se fue la gente, yo salí a la calle con la excusa de comprar cigarrillos porque tenía la cabeza hirviendo de la incomodidad y los nervios. Había estado haciendo todo el tiempo de pararrayos, evitándole las preguntas incómodas, traduciéndole las indescifrables, aclarando algunas cosas que a veces decía Borges como para nadie, en su particular murmullo. Cuando yo no estaba (me contó después Sylvia), se dio una pequeña escena lateral: Ester, con el sobre donde ponía los pagos de las charlas, que eran necesariamente modestos, y Borges, recibiéndolo con cierta torpeza o timidez o pudor. Hay que pensar, otra vez, en que venía de dar charlas en Inglaterra o Estados Unidos.
Ester acomodó después una pequeña mesa para cenar los cuatro junto a la ventana que da a la terraza. Fue entonces, en mi ausencia, cuando Borges le preguntó a Sylvia de dónde era yo, si era mendocino. Ella le dijo que no, que era de San Pedro, en la provincia de Buenos Aires.
Yo estaba entrando, cuando Borges desde la mesa me preguntó: “Así que usted es de San Pedro, y dígame: ¿qué piensa de Hormiga Negra?” Hormiga Negra, el famoso cuchillero o bandido de principios de siglo, de los pagos de San Nicolás, ciudad que está a unos cien kilómetros de San Pedro. En esa vaga geografía bonaerense que manejaba Borges, yo debía de ser, además, octogenario. Le dije que iba a contestarle del mismo modo que él me había contestado a mí, hacía veintitantos años, en la Biblioteca Nacional:
—Bueno, Borges, yo no suelo pensar en Hormiga Negra.
Le causó mucha gracia y quiso saber cuándo me había dicho algo parecido. Le conté lo de Sartre.
Hablamos de Rafael Barrett, de Baudelaire, de Leopoldo Lugones. Borges siente una gran admiración por Rafael Barrett. He visto una carta de cuando era muy joven, en la que le escribe a un amigo diciendo que había leído a un escritor que le parecía genial, Barrett, y le preguntaba quién era, de qué nacionalidad, qué libros había escrito. Mientras él tomaba sopa de arroz y yo fumaba, le conté que Barrett había dicho que los poemas de Lugones, como algunos países, eran pintorescos sólo por el borde. Dio una carcajada y quiso saber dónde estaba escrito eso; le dije que en Al margen. Borges había leído varios libros de Barrett y recordaba hasta el color de las tapas (“medio anaranjadas, con un cuadrado negro”) de las Obras Completas publicadas por Claridad. De Barrett saltamos a Lugones y de Lugones a Baudelaire. Ya había hablado de esto en la charla; repitió que no le gustaba Baudelaire, que él se había alejado de la poesía de Baudelaire. Lo dijo casi desdeñoso. Pero sin transición, por esos juegos de la memoria de Borges que es realmente inmediata —un nombre le provoca un recuerdo generalmente literario, en el sentido textual de la palabra, un recuerdo de palabras, no de situaciones ni de sentido—, se puso a recitar “Los faros”, en francés (“Rubens, fleuve d’oubli, jardin de la paresse”), y de golpe se interrumpió y dijo: “Bueno, no sé… O tal vez la poesía de Baudelaire se alejó de mí”. Algo parecido le pasó al referirse a García Lorca. Yo le había preguntado si conocía esa famosa anécdota, seguramente apócrifa pero muy divertida, acerca de que, oyendo el célebre “Responso” de Rubén Darío a Verlaine, al llegar al verso “que púberes canéforas te ofrenden el acanto”, Lorca parece que dijo: “Coño, que lo único que he entendido es que”. Borges se puso serio y dijo: “Pero, eso es una injusticia; el ‘Responso’ es un gran poema”. De inmediato se rió, se rió como a veces se ríe Borges, con una carcajada enorme, y dijo que esa frase era muy ingeniosa, pero que, a veces, por ser ingeniosos, podemos ser injustos. Yo no pude dejar de sentir, o no puedo dejar de sentir ahora, que Borges estaba pensando en él mismo, cuando declaró de Lorca que era un andaluz profesional y otros disparates que mejor no recordar. Hablando, antes o después, sobre las frases malévolas que ha dicho un escritor acerca de otro, intenté hacerle repetir aquella de Mark Twain sobre Jane Austen: que una biblioteca ya era buena por el hecho de no tener los libros de Jane Austen. Borges me corrigió en inglés y dijo:
—Vacía.
Lo que había dicho Mark Twain era que una biblioteca vacía ya era buena por el solo hecho de no tener los libros de Jane Austen.
Este encuentro empezó a eso de las ocho de la noche y terminó bastante después de la una de la madrugada. La charla con los invitados quedó registrada en dos casetes que desgrabaré, o no, algún día. De nuestra conversación a solas, me quedan unos fragmentos bastante audibles, otros irrecuperables, porque las pilas eran viejas y se fueron descargando.
Anoto dos cosas más.
Borges, según Ester, inusualmente contento, daba la impresión de no querer irse. Canturreó estrofas del Martín Fierro, imitando la voz de Ricardo Güiraldes y acompañándose con una guitarra ilusoria; le contó a Sylvia anécdotas de Macedonio Fernández, de Xul Solar, de Soto y Calvo, de no sé qué traductor intuitivo de Poe, que, casi sin saber inglés, entraba en una suerte de trance extático y sentía que las palabras de “Ulalume” llegaban a él. Al fin, se despidió.
Sylvia bajó con él hasta la calle. Mientras yo me quedaba arriba con Ester, los oí hablar y reír por la escalera. Frente a la puerta, me dijo Sylvia más tarde, había un taxi o un remisse. Nadie lo esperaba.
Todavía no alcanzo a entender cómo no se nos ocurrió acompañarlo. Hoy, mientras conversábamos sobre esto, volví a pensar lo mismo que esa noche: en la encubierta soledad que había detrás de esa alegría de Borges, en ese volver de madrugada, solo, a su casa.


En Abelardo Castillo, Diarios (1954-1991)
Buenos Aires, 
Editorial Alfaguara, 2014
Foto: Sylvia Iparraguirre, Jorge Luis Borges y Abelardo Castillo


11/2/16

Jorge Luis Borges: Han condenado el pecado de sinceridad






Jorge Luis Borges, el autor de El Idioma de los Argentinos y Luna de Enfrente, se ha expresado así con respecto a la sorpresiva medida adoptada en contra de "Carina" por la Intendencia Municipal*.


Se ha repetido con alguna facilidad que la República Argentina es un país joven. Estoy de acuerdo, si con ello se quiere manifestar que no es un país adulto. Estoy con entusiasmo de acuerdo, si con ello se quiere manifestar que no es todavía un país de adultos.

La hombría argentina reside meramente en el ejercicio sexual y en la incesante articulación de malas palabras. La cultura argentina reside meramente en el elogio de las sanas costumbres y en vigilarse para no articular esas malas palabras. Fiel a esta segunda superstición, la Inspección de Teatros ha decretado que los oídos familiares porteños no serán injuriados otra vez (ya lo fueron otra) por las palabras malsonantes que obstruyen cierta incriminada pieza de Crommelynck. El pudor municipal es maravilloso, si tenemos en cuenta que esas palabras son el imprescindible repertorio de toda conversación argentina, que se desmoronaría sin ellas en la mudez o en el vago vuelo político o en el "este" inicial y el "¿qué me dice?" y otros expletivos afines.

La culpa de Crommelynck, por lo demás, no es únicamente verbal. Se trata de una falta más grave, que el argentino no perdona y no entiende: la discusión o la presentación de lo erótico sin picardía. Esa fundamental seriedad, esa carencia de guiñadas y burlas, es el pecado verdadero de Crommelynck para la mente municipal: el mismo que antes le imputara a Lawrence y antes a Henri Barbusse, y antes de todos ellos, a Whitman.




(*) El Intendente Municipal por medio de la Inspección de Teatros decidió prohibir la representación de "Carina" de Crommelynck en el teatro Odeón. Opinan también: Concepción Ríos, Alejandro E. Beruti, Vicente Martínez Cuitiño y Enrique Amorim.

En: diario Crítica
Buenos Aires, Año XX, N° 6881,16 de junio de 1933
Luego, en Textos recobrados 1931-1955
Buenos Aires, Emecé, 2001
Foto: Borges 1980 by Francois Le Diascorn/Gamma Rapho Via Getty Images


10/2/16

Jorge Luis Borges: Mil novecientos veintitantos








La rueda de los astros no es infinita 
y el tigre es una de las formas que vuelven, 
pero nosotros, lejos del azar y de la aventura, 
nos creíamos desterrados a un tiempo exhausto, 
el tiempo en el que nada puede ocurrir. 
El universo, el trágico universo, no estaba aquí 
y fuerza era buscarlo en los ayeres;
yo tramaba una humilde mitología de tapias y cuchillos 
y Ricardo pensaba en sus reseros. 
No sabíamos que el porvenir encerraba el rayo, 
no presentimos el oprobio, el incendio y la tremenda noche de la Alianza; 
nada nos dijo que la historia argentina echaría a andar por las calles, 
la historia, la indignación, el amor, 
las muchedumbres como el mar, el nombre de Córdoba, 
el sabor de lo real y de lo increíble, el horror y la gloria.


En El hacedor (1960)
Foto Jorge Aguirre
Borges en la Plaza San Martín
Buenos Aires, década del '60

9/2/16

Jorge Luis Borges: Vindicación de "Bouvard et Pécuchet"





La historia de Bouvard y de Pécuchet es engañosamente simple. Dos copistas (cuya edad, como la de Alonso Quijano, frisa con los cincuenta años) traban una estrecha amistad. Una herencia les permite dejar su empleo y fijarse en el campo, ahí ensayan la agronomía, la jardinería, la fabricación de conservas, la anatomía, la arqueología, la historia, la mnemónica, la literatura, la hidroterapia, el espiritismo, la gimnasia, la pedagogía, la veterinaria, la filosofía y la religión; cada una de esas disciplinas heterogéneas les depara un fracaso al cabo de veinte o treinta anos. Desencantados (ya veremos que la "acción" no ocurre en el tiempo sino en la eternidad), encargan al carpintero un doble pupitre, y se ponen a copiar, como antes.[20]
Seis años de su vida, los últimos, dedicó Flaubert a la consideración y a la ejecución de ese libro, que al fin quedó inconcluso, y que Gosse, tan devoto de Madame Bovary, juzgaría una aberración, y Rémy de Gourmont, la obra capital de la literatura francesa, y casi de la literatura.
Emile Faguet (“el grisáceo Faguet” lo llamó alguna, vez Gerchunoff) publicó en 1899 una monografía, que tiene la virtud de agotar los argumentos contra Bouvard et Pécuchet, lo cual es una comodidad para el examen crítico de la obra. Flaubert según Faguet, soñó una epopeya de la idiotez humana y superfinamente le dio (movido por recuerdos de Pangloss y Candide y, tal vez de Sancho y Quijote) dos protagonistas que no se complementan y no se oponen y cuya dualidad no pasa de ser un artificio verbal. Creados o postulados esos fantoches, Flaubert les hace leer una biblioteca, para que no la entiendan. Faguet denuncia lo pueril de este juego, y lo peligroso, ya que Flaubert, para idear las reacciones de sus dos imbéciles, leyó mil quinientos tratados de agronomía, pedagogía, medicina, física, metafísica, etc., con el propósito de no comprenderlos, Observa Faguet: “Si uno se obstina en leer desde el punto de vista de vista de un hombre que lee sin entender, en muy poco tiempo se logra no entender absolutamente nada y ser obtuso por cuenta propia.” El hecho es que cinco años de convivencia fueron transformando a Flaubert en Pécuchet y Bouvard o (más precisamente) a Pécuchet y Bouvard en Flaubert. Aquéllos, al principio, son dos idiotas, menospreciados y vejados por el autor, pero en el octavo capítulo ocurren las famosas palabras: “Entonces una facultad lamentable surgió en su espíritu, la de ver la estupidez y no poder, ya, tolerarla.” Y después: “Los entristecían cosas insignificantes: los avisos de los periódicos, el perfil de un burgués, una tontería oída al azar.” Flaubert, en este punto, se reconcilia con Bouvard y con Pécuchet, Dios con sus criaturas. Ello sucede acaso en toda obra extensa, o simplemente viva (Sócrates llega a ser Platón; Peer Gynt a ser Ibsen), pero aquí sorprendemos el instante en que el soñador, para decirlo con una metáfora afín, nota que está soñándose y que las formas de su sueño son él.
La primera edición de Bouvard et Pécuchet es de marzo de 1881. En abril, Henry Céard ensayó esta definición: “Una especie de Fausto en dos personas”. En la edición de la Pléiade, Dumesnil confirma: “Las primeras palabras del monólogo de Fausto, al comienzo de la primera parte, son todo el plan de Bouvard et Pécuchet." Esas palabras en que Fausto deplora haber estudiado en vano filosofía, jurisprudencia, medicina y ¡ay! Teología. Faguet, por lo demás, ya había escrito: “Bouvard et Pécuchet es la historia de un Fausto que fuera también un idiota.” Retengamos este epigrama, en el que de algún modo se cifra toda la intrincada polémica.
Flaubert declaró que uno de sus propósitos era la revisión de todas las ideas modernas; sus detractores argumentan que el hecho de que la revisión esté a cargo de dos imbéciles basta, en buena ley, para invalidarla. Inferir de los percances de estos payasos la vanidad de las religiones, de las ciencias y de las artes, no es otra cosa que un sofisma insolente o que una falacia grosera. Los fracasos de Pécuchet no comportan un fracaso de Newton.
Para rechazar esta conclusión, lo habitual es negar la premisa. Dígeon y Dumesnil invocan, así, un pasaje de Maupassant, confidente y discípulo de Flaubert, en el que se lee que Bouvard y Pécuchet son “dos espíritus bastante lúcidos mediocres y sencillos”. Dumesnil subraya el epíteto— “lúcidos”, pero el testimonio de Maupassant —o del propio Flaubert, si se consiguiera— nunca será tan convincente como el texto mismo de la obra que parece imponer la palabra “imbéciles.
La justificación de Bouvard et Pécuchet me atrevo a sugerir, es de orden estético y poco o nada tiene que ver con las cuatro figuras y los diecinueve modos del silogismo, Una cosa es el rigor lógico y otra la tradición ya casi instintiva de poner las palabras fundamentales en boca de los simples y de los locos. Recordemos la reverencia que el Islam tributa a los idiotas, porque se entiende que sus almas han sido arrebatadas al cielo: recordemos aquellos lugares de la Escritura en que se lee que Dios escogió lo necio del mundo para avergonzar a los sabios. O, sí los ejemplos concretos son preferibles, pensemos en Manalive de Chesterton, que es una visible montaña de simplicidad y un abismo de divina sabiduría, o en aquel Juan Escoto, que razonó que el mejor nombre de Dios esNihilum (Nada) y que “el mismo no sabe qué es, porque no es un qué...” El emperador Moctezuma dijo que los bufones enseñan más que los sabios, porque se atreven a decir la verdad; Flaubert (que, al fin y al cabo, no elaboraba una demostración rigurosa, una Destructío Philosophorum, sino una sátira) pudo muy bien haber tomado la precaución de confiar sus últimas dudas y sus más secretos temores a dos irresponsables.
Una justificación más profunda cabe entrever. Flaubert era devoto de Spencer; en los First Principles del maestro se lee que el universo es incognoscible, por la suficiente y clara razón de que explicar un hecho es referirlo a otro más general y de que ese proceso no tiene fin [21] nos conduce a una verdad ya tan general que no podemos referirla a otra alguna; es decir, explicarla. La ciencia es una esfera finita que crece en el espacio infinito; cada nueva expansión le hace comprender una zona mayor de lo desconocido, pero lo desconocido es inagotable. Escribe Flaubert: “Aún no sabemos casi nada y queríamos adivinar esa última palabra que no nos será revelada nunca. El frenesí de llegar a una conclusión es la más funesta de las manías.” El arte opera necesariamente con símbolos, la mayor esfera es un punto en el infinito; dos absurdos copistas pueden representar a Flaubert y también a Schopenhauer o a Newton.
Taine repitió a Flaubert que el sujeto de su novela, exigía una pluma del siglo XVIII, la concisión y la mordacidad (le mordant) de un Jonathan Swift. Acaso habló de Swift, porque sintió de algún modo la afinidad de los dos grandes y tristes escritores. Ambos odiaron con ferocidad minuciosa la estupidez humana; ambos documentaron ese odio, compilando a lo largo de los años frases triviales y opiniones idiotas; ambos quisieron abatir las ambiciones de la ciencia. En la tercera parte de Gulliver, Swift describe una venerada y vasta academia, cuyos individuos proponen que la humanidad prescinda del lenguaje oral para no gastar los pulmones. Otros ablandan el mármol para la fabricación de almohadas y de almohadillas; otros aspiran a propagar una variedad de ovejas sin lana; otros creen resolver los enigmas del universo mediante una armazón de madera con manijas de hierro, que combina palabras al azar. Esta invención va contra el Arte magna de Lulio...
René Descharmes ha examinado, y reprobado, la cronología de Bouvard et Pécuchet. La acción requiere unos cuarenta años; los protagonistas, tienen sesenta y ocho cuando se entregan a la gimnasia, el mismo año en que Pécuchet descubre el amor. En un libro tan poblado de circunstancias, el tiempo, sin embargo, está inmóvil; fuera de los ensayos y fracasos de los dos Faustos (o del Fausto bicéfalo) nada ocurre; faltan las vicisitudes comunes y la fatalidad y el azar. “Las comparsas del desenlace son las del preámbulo; nadie viaja, nadie se muere”, observa Claude Digeon. En otra página concluye: “La honestidad intelectual de Flaubert le hizo una terrible jugada: lo llevó a recargar su cuento filosófico, a conservar su pluma de novelista para escribirlo”.
Las negligencias o desdenes o libertades del último Flaubert han desconcertado a los críticos; yo creo ver en ellas un símbolo. El hombre que con Madame Bovary forjó la novela realista fue también el primero en romperla. Chesterton, apenas ayer, escribía: “La novela bien puede morir con nosotros”. El instinto de Flaubert presintió esa muerte, que ya está aconteciendo —¿no es el Ulises, con sus planos y horarios y precisiones, la espléndida agonía de un género?—, y en el quinto capítulo de la obra condenó las novelas “estadísticas o etnográficas” de Balzac y, por extensión, las de Zola. Por eso, el tiempo de Bouvard et Pécuchet se inclina a la eternidad; por eso, los protagonistas no mueren y seguirán copiando, cerca de Caen, su anacrónico Sottisier, tan ignorantes de 1914 como de 1870; por eso, la obra mira, hacia atrás, a las parábolas de Voltaire y de Swift y de los orientales y, hacia adelante, a las de Kafka.

Hay, tal vez, otra clave. Para escarnecer los anhelos de la humanidad, Swift los atribuyó a pigmeos o a simios; Flaubert, a dos sujetos grotescos. Evidentemente, si la historia universal es la historia de Bouvard y de Pécuchet, todo lo que la integra es ridículo y deleznable.



Notas


[20] Creo percibir una referencia irónica al propio destino de Flaubert.
[21] Agripa el Escéptico argumentó que toda prueba exige a su vez una prueba, y así hasta lo infinito.



En Discusión (1932)
Luego en OOCC Tomo I (1923-1949)
Buenos Aires, Emecé, 1996
Foto: Borges at home in 1983, by Christopher Pillitz-Getty Images


8/2/16

Jorge Luis Borges: El rey de la selva [publicación infantil, 1912]








En lo más espeso del bosque donde los frondosos árboles extendían sus ramas y los altos bambúes crecían, corría un arroyuelo de límpidas aguas. Aunque el sitio era apacible y fresco, ningún animal se aventuraba ahí, sabían que tras el ramaje estaba la caverna del gran tigre, del Rey de la Selva, del tiránico señor de los bosques.

El enorme tigre se alzó pausadamente y abriéndose paso, entre el ramaje que obstruía la entrada de su cueva se internó en el bosque. Al cabo de una hora se encontró frente a un gran claro rodeado de pinos en cuyo centro había una laguna. El Rey de la Selva se agazapó tras un árbol, era media noche y esperaba que algún animal viniese a saciar su sed. Pasó un rato... de pronto en medio del silencio de la noche oyó un rugido y vio una larga pantera negra que se acercaba.

Se miraron... un nubarrón obscureció la luna, y durante diez terribles segundos sólo se oyeron los gruñidos y el jadeo de la lucha. Pronto se disipó el nubarrón y la luna iluminó una espantosa escena. La pantera yacía al borde de la laguna, los crueles ojos abiertos todavía y agitando su larga cola como una víbora. Con una garra sobre su pecho y la otra levantada para ultimar la pantera, estaba el tigre, excitado hasta el frenesí por el olor a sangre... y ocurrió una cosa extraña, nunca vista... del negro ramaje partió algo brillante, una flecha, la primera que al hundirse en un tronco de árbol paralizó a la fiera con la sorpresa de lo inesperado... El Rey de la Selva olfateó a su alrededor, agachó la pesada cabeza y volvió lentamente a su guarida, penetró en el rincón más obscuro y pronto estuvo profundamente dormido... Amanecía, los rayos del sol penetraron oblicuamente en la cueva del Rey de la Selva; éste oyó de pronto ruido fuera... ¿Quién era el audaz que se aventuraba en su dominios?... Se irguió pesadamente e iba a saltar cuando por segunda vez una larga flecha relampagueó ante sus ojos y vino a enterrarse en su rayado pelaje! El tigre lanzó un fuerte rugido y vio en la entrada de la caverna la silueta extraña de su adversario. Era un ser débil, pequeño, envuelto en una sangrienta piel negra-un hombre!

    El Rey de la Selva se agazapó, fijó su feroz mirada en el intruso, reunió sus fuerzas, y saltó. Diez pasos separaban a los adversarios, otra flecha se hundió en el ancho pecho del Rey de la Selva, quien lanzó un terrible rugido: el rugido de la fiera vencida. Y cayó... sangriento cadáver, a los pies del hombre...




En publicación escolar, Buenos Aires, 1912
Firmado bajo el seudónimo Nemo
Facsímil de la publicación original
En Borges. Una biografía en imágenes
Alejandro Vaccaro, Ediciones B
Buenos Aires, 2005 

7/2/16

Fernando Sorrentino: El kafkiano caso de la "Verwandlung" que Borges jamás tradujo






Factor desencadenante

Acabo de leer el artículo Intertextualidad de F. Kafka en J. L. Borges, de Cristina Pestaña Castro (Espéculo, año III, nº 7, noviembre 1997 - febrero 1998). En él encuentro la siguiente afirmación: " [... 1 ya en 1938, doce años tan sólo después de la muerte de Kafka, Borges traduce al castellano La metamorfosis [...]".
En rigor, debo decir que, puesto que Kafka falleció en 1924, los años transcurridos hasta 1938 no fueron doce sino catorce. Pero éste es sólo un error pequeño. Equivocación más seria es creer que Borges tradujo tal texto. Por lo tanto, me gustaría elucidar esta cuestión en las próximas líneas.


Explicación

Compré el libro -pequeño formato, tapas desvaídamente anaranjadas- en abril de 1962. La portada dice textualmente: FRANZ KAFKA / LA / METAMORFOSIS / Traducción y Prólogo de / JORGE LUIS BORGES / (CUARTA EDICIÓN) / EDITORIAL LOSADA, S. A. / BUENOS AIRES. Es el nº 118 de la muy popular y agradable Biblioteca Contemporánea; esta cuarta edición data del 29 de enero de 1962 y reproduces el texto aparecido por primera vez (15 de agosto de 1938) en la colección La Pajarita de Papel, que dirigía Guillermo de Torre.

En aquel entonces (1962), yo tenía diecinueve años, un ilimitado entusiasmo literario y una no ilimitada facultad de discernimiento. De modo que leí el libro con el asombrado placer que, ante el mundo kafkiano, ya no me abandonaría nunca, pero sin notar ninguna curiosidad estilística. Claro que, en esos años, yo apenas estaba comenzando a conocer las obras de Kafka y de Borges.
A medida que fui acumulando más años, se produjeron también otros dos fenómenos paralelos y complementarios: el entusiasmo fue tendiendo a disminuir y la facultad de discernimiento fue tendiendo a incrementarse (y, posiblemente, cada término del binomio fuera, a la vez, causa y efecto del otro término).
Por estas razones, no es raro que, algún tiempo después, en una de las tantas relecturas que hice de dicho libro, advirtiera que la traducción de Die Verwandlung no respondía a las costumbres léxicas y sintácticas de Borges.
No se trataba sólo de la inevitable presión que el texto original ejerce sobre la tarea del traductor, obligándolo a adecuarse, en mayor o menor medida, a las características del autor traducido. No: era una divergencia estilística tan evidente, que lo extraño no consiste en que yo la hubiera advertido (digamos, unos veinticinco años después de su primera edición, de 1938): lo extraño resulta que -en ese cuarto de siglo en que tantos y tan espectables intelectuales se dedicaron a hablar y/o escribir sobre Borges y los diversos aspectos de su actividad literaria- nadie, que yo sepa, se haya dado cuenta de que tal traducción no era obra, ni podía ser, de nuestro mayor escritor del siglo XX.
En primer lugar, la simple lectura me indicaba dos cosas: l) la traducción no pertenecía a Borges, y 2) tampoco pertenecía a ningún traductor argentino: había una importante cantidad de rasgos que la ubicaban como perteneciente a un traductor español, y de gustos quizás un poco anticuados. Por ejemplo:
a) Uso de pronombres enclíticos: encontróse hallábase; sentíase; infundióle; díjose.
b) Uso de léxico o de giros no argentinos: aparecía como de ordinario; una estampa ha poco recortada; Mas era esto algo de todo punto irrealizable; Y entonces, sí que me redondeo; Eran las seis y media, y las manecillas seguían avanzando; concentró toda su energía y, sin pararse en barras, se arrastró hacia adelante.
e) Uso del pronombre le como objeto directo (leísmo): un dolor comenzó a aquejarle en el costado; Estos madrugones le entontecen a uno por completo; Celebro verle a usted, señor principal; motivo suficiente para despedirle sin demora; harto mejor que molestarle con llantos y discursos era dejarle en paz.(2)

En la edición a que me refiero, el relato corre entre las páginas 15 y 89. Los ejemplos que doy podrían hipermultiplicarse, pero, como -según sentencian los hombres dignos de fe- para muestra basta un botón, no quiero pasar más allá de la página 26.
Cuando, unos pocos años más tarde, tuve la inolvidable experiencia de realizar el libro de entrevistas Siete conversaciones con Jorge Luis Borges(3) no quise, desde luego, desaprovechar la oportunidad de interrogarlo sobre este punto. El diálogo fue así:
F.S.: Me pareció notar en su versión de La metamorfosis, de Kafka, que usted difiere de su estilo habitual...
J.L.B.: Bueno: ello se debe al hecho de que yo no soy el autor de la traducción de ese texto. Y una prueba de ello -además de mi palabra- es que yo conozco algo de alemán, sé que la obra se titula Die Verwandlung y no Die Metamorphose, y sé que hubiera debido traducirse como La transformación. Pero, como el traductor francés prefirió -acaso saludando desde lejos a Ovidio- La métamorphose, aquí servilmente hicimos lo mismo. Esa traducción ha de ser -me parece por algunos giros- de algún traductor español. Lo que yo sí traduje fueron los otros cuentos de Kafka que están en el mismo volumen publicado por la editorial Losada. Pero, para simplificar -quizá por razones meramente tipográficas-, se prefirió atribuirme a mí la traducción de todo el volumen, y se usó una traducción acaso anónima que andaba por ahí.

En época reciente, al preparar y revisar las notas destinadas a la nueva edición de las Siete conversaciones, obtuve, gracias a Miguel de Torre (devoto de su ilustre tío materno y conocedor de muchísimos detalles de su vida), una información nueva: tampoco pertenecen a Borges las versiones de "Un artista del hambre" (Ein Hungerkünstler) y "Un artista del trapecio" (Erstes Leid)(4) cosa que, en su momento, yo no había advertido, seguramente por no haberlas leído con atención.
En efecto, la lectura de ambos textos (páginas 113-127 y 131-134) nos ofrece las mismas peculiaridades de la lectura de La metamorfosis que encabeza dicho volumen. Con la suma de estas tres seguridades (mi propia observación de las divergencias estilísticas, la taxativa declaración de Borges de no ser él el autor de la traducción y la ratificación ulterior de Miguel de Torre), consigné la información en una nota de la página 256 de la reciente edición de las Siete conversaciones y di por concluido el asunto.
Sin embargo, la alarmada consulta que recibí de una estudiante que, en Alemania, estaba preparando un trabajo académico sobre la traducción que "Borges" hizo de Die Verwandlung por un lado, y la lectura de una dubitativa publicación (5) por el otro, me impulsaron a avanzar más allá y tratar de encontrar la "traducción acaso anónima que andaba por ahí" (y que, sin duda, Borges siempre supo cuál era y dónde estaba).
Como me resulta más sencillo aportar gris información verdadera que elaborar brillantes hipótesis falsas, cumplí de inmediato la búsqueda necesaria (además, muy simple y nada misteriosa) y pude así encontrar en letras de molde las versiones de "La metamorfosis", "Un artista del hambre" y "Un artista del trapecio", que, transcriptas con las mismísimas palabras, fueron atribuidas a Borges, desde 1938 hasta hoy, en las ediciones mencionadas.
Las tres constan en la Revista de Occidente, que en Madrid dirigía José Ortega y Gasset, y las tres se hallan -de una manera muy de entrecasa- sin mención del traductor(6) sin mención del título original y sin mención de la publicación de donde fueron traducidas. He aquí los datos precisos:

l) "La metamorfosis", de Franz Kafka (la parte), Revista de Occidente, tomo VIII, abril-mayo-junio de 1925, nº XXIV, págs. 273-306.
2) "La metamorfosis", de Franz Kafka (2ª parte), Revista de Occidente, tomo IX, julio-agosto-septiembre de 1925, nº XXV, págs. 33-79.
3) "Un artista del hambre", de Franz Kafka, Revista de Occidente, tomo XVI, abril-mayo-junio de 1927, nº XLVII, págs. 204-219.
4) "Un artista del trapecio", de Franz Kafka, Revista de Occidente, tomo II, octubre-noviembre-diciembre de 1932, nº CXIII, págs. 209-213.

Con estas precisiones, tan fáciles de verificar, ya no será razonable seguir diciendo que Borges tradujo al español Die Verwandlung, Ein Hungerkünstler y Erstes Leid, afirmación errónea que se repite, con inmerecido éxito, desde hace sesenta años.(7)


Notas
1. En la página 6 de la edición de La Pajarita de Papel dice "Traducción directa del alemán y prólogo por Jorge Luis Borges". Sin embargo, el título de la introducción de Borges es "Prefacio".
2. En Relatos completos (2 tomos), Buenos Aires, Losada, 1980-1981, vuelven a incluirse 'La metamorfosis", "Un artista del trapecio" y "Un artista del hambre" en las versiones de "Borges". Pero, ahora, se presentan con notables correcciones estilísticas, de voluntad deshispanizante, entre las que cabe citar la extirpación de muchos enclíticos y del leísmo. Entre tantos posibles, he aquí algunos ejemplos: una estampa ha poco recortada se ha convertido en una estampa que poco antes había recortado; Mas era esto algo de todo punto irrealizable, en Pero era esto algo enteramente irrealizable; Y entonces, sí que me redondeo, en Y entonces, sí que me pondría a salvo; concentró toda su energía y, sin pararse en barras, se arrastró hacia adelante, en concentró toda su energía y, sin miramiento alguno, se arrastró hacia adelante; -Estos madrugones -díjosele entontecen a uno por completo, en "Estos madrugones -pensó- lo atontan a uno por completo".
3. Primera edición: Buenos Aires, Casa Pardo, 1974; nueva edición, con notas revisadas y actualizadas: Buenos Aires, El Ateneo, 1996.
4. Dicho sea de paso, el título "Un artista del trapecio" es del todo arbitrario, pues Erstes Leid debió traducirse como "Primera tristeza" (o, quizá, "Primera pena"), que es, precisamente, lo que se ha hecho en la edición de La Biblioteca de Babel (Franz Kafka, El buitre, selección y prólogo de Jorge Luis Borges, Buenos Aires, Ediciones Librería La Ciudad, 1979).
5. "Homenaje a Jorge Luis Borges", en Voces (revista del Colegio de Traductores Públicos de la Ciudad de Buenos Aires), nº 15, septiembre de 1995.
6. Sobre quién será tal anónimo, se podría conjeturar que esa versión se ha hecho, no sobre el texto alemán de Kafka, sino sobre el texto de alguna traducción francesa.
7. A mayor abundamiento, las ediciones españolas de Alianza Editorial reproducen esa misma traducción de la Revista de Occidente, pero no caen en el error de atribuírsela a Borges.





© Fernando Sorrentino 1998
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid

Link fuente
Sitio web de Fernando Sorrentino 

Foto original color: Fernando Sorrentino en su casa (2012)
en Prensa Libre Literario

Al pie: Cover Kafka, Die Verwandlun, 1916




6/2/16

Jorge Luis Borges: 1985









No en el clamor de una famosa fecha,
roja en el calendario, ni en la breve
furia o fervor de la azarosa plebe,
la pudorosa patria nos acecha.
La siento en el olor de los jazmines,
en ese vago rostro que se apaga
en un daguerrotipo, en esa vaga
sombra o luz de los últimos jardines.
Un sable que ha servido en el desierto,
una historia anotada por un muerto,
pueden ser un secreto monumento.
Algo que está en mi pecho y en tu pecho,
algo que fue soñado y no fue hecho,
algo que lleva y que no pierde el viento.




En Textos Recobrados 1956-1986
Primera publicación en Catálogo Borges
Biblioteca Nacional, Madrid, 1986
Retrato de Borges junto a Epifanía Úveda (Fani)
En su depto. de la calle Maipú, Buenos Aires
Imagen incluida en El señor Borges, Alejandro Vaccaro
Buenos Aires, 2004

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