2/1/16

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Mark Twain, Güiraldes y Kipling ("En diálogo", II, 81)







Osvaldo Ferrari: Usted ha encontrado correspondencias, Borges, entre tres novelas que provienen de escritores y lugares completamente distintos unos de otros. Me refiero a Huckleberry Finn, a Don Segundo Sombra y a Kim.

Jorge Luis Borges: Claro, serían los tres eslabones; el andamiaje, digamos, el framework: en los tres libros encontramos la idea de una sociedad y de un mundo vistos a través de dos personas distintas; que vendrían a ser en Huckleberry Finn el negro prófugo y el chico, y todo ese mundo de los Estados Unidos anterior a la Guerra Civil. Ahora, yo creo que Kipling, que profesaba el culto de Mark Twain, y que llegó a conocerlo —Twain le ofreció una pipa de marlo—... No recuerdo la fecha exacta de Huckleberry Finn, pero creo que es de mil ochocientos ochenta y tantos. Y luego, en el año 1901 se publica Kim; y ese libro lo escribió Kipling en Inglaterra, durante las lluvias, con la nostalgia de la India. Y ahí tenemos un mundo mucho más rico que el de Huckleberry Finn, porque se trata del vasto mundo de la India, y de los dos personajes —Kim y el lama—. Y hay, además, una especie de argumento, porque se entiende que los dos se salvan. Aunque Kipling, que era un hombre muy reservado, dice, sin embargo, que esa novela es evidentemente picaresca. Pero parece que no, ya que los dos personajes, al fin del libro, según la visión que tiene el lama, se salvan; esos dos personajes que son el lama y un chico de la calle: Kim. Bueno, y en cuanto a Güiraldes, que había leído Kim en la versión francesa —que según el mismo Kipling era excelente—, en su Don Segundo Sombra también tenemos un mundo: el mundo de la provincia de Buenos Aires —esa llanura que los literatos llaman la pampa— a través de esos dos personajes que son el viejo tropero y el chico (Fabio). De modo que el esquema sería el mismo, vale decir; pero es difícil, no obstante, imaginar tres libros más distintos que Huckleberry Finn de Mark Twain, que Kim de Kipling y que Don Segundo Sombra de Güiraldes.

—Es cierto.

—Emerson dijo que la poesía nace de la poesía. En cambio, Walt Whitman habló contra los libros destilados de libros; lo cual es negar la tradición. Me parece que es más exacta la idea de Emerson. Además, por qué no suponer que entre las muchas impresiones que recibe un poeta son frecuentes o son lícitas las impresiones que le producen otras poesías.

—Claro.

—Y eso se nota, yo creo que sobre todo, en el caso de los libros de Lugones; ya que como alguna vez habremos tenido ocasión de decir, detrás de cada libro de Lugones hay una lectura tutelar. Sin embargo, los libros de Lugones son personales. Esas lecturas a que me refiero estaban al alcance de todos, pero sólo Lugones escribió Las fuerzas extrañas, Lunario sentimental y Crepúsculos del jardín. Y detrás de otros libros, en fin, hay otras influencias; pero yo creo que eso no es un argumento contra nadie. Y, bueno, como yo descreo del libre albedrío, he llegado a suponer que cada acto nuestro, que cada sueño o que cada entresueño nuestro es obra de toda la historia cósmica anterior; o, más modestamente, de la historia universal. Y, sin duda, las palabras que yo digo ahora han sido causadas por los millares de inextricables hechos que las han precedido. De modo que estos antecedentes que yo encuentro en Don Segundo Sombra no son un argumento contra el libro. Por qué no suponer esa generación: de igual modo que todo hombre tiene padres, abuelos, trasabuelos; por qué no suponer que eso también ocurre con los libros. Rubén Darío lo dijo mejor que yo: “Homero tenía, sin duda, su Homero”, Es decir, que no hay poesía primitiva.

—Quiero apoyar su suposición, Borges, comentándole que Waldo Frank coincide con usted, ya que él advirtió la relación entre Don Segundo Sombra y Huckleberry Finn.

—Ah, yo no sabía.

—Sí, lo indica en el prefacio a la edición en inglés de Don Segundo Sombra.

—Bueno, yo no conocía esa edición, pero me agrada esa coincidencia con Frank. Además, quiere decir que lo que yo he dicho es verosímil, porque si la misma cosa se les ocurre a dos personas distintas es probable que sea cierto.

—Sí...

—Y, sin embargo, el hecho de que el framework (estructura) sea el mismo, no impide que los libros sean completamente distintos. Desde luego, los Estados Unidos de antes de la Guerra Civil, de antes de “The war between the States” (La guerra entre los Estados), como dicen en el Sur, que es el mundo de Huckleberry Finn, nada tiene que ver con ese pobladísimo e infinito mundo de la India —el de Kim—, que a su vez tampoco se parece, bueno, a la elemental provincia de Buenos Aires de Don Segundo Sombra.

—Ahora, respecto a la posible inversión en la relación de autoridad entre el mayor y el menor, yo recuerdo que usted mismo ha dicho que un hombre mayor puede aprender de otro menor, de otro más joven.

—Mi padre decía que son los hijos los que educan a los padres, pero en mi caso yo creo, que no; mi padre me ha educado a mí, yo no lo he educado a él. Él decía eso —posiblemente lo dijera como una frase así, ingeniosa— pero quizá alguna verdad habría en ello, ¿no?

—Usted ha hecho una asociación parecida respecto de su amistad con Bioy Casares.

—Ah, claro, sí, en el sentido de que Bioy ha influido en mí, y que Bioy es menor. Siempre se supone que el mayor influye en el menor, pero sin duda es recíproco eso.

—Claro, usted atribuye a cada uno de los tres escritores que hemos mencionado una finalidad, un objetivo. Pero, a la vez, siempre reitera que no es lo más importante el propósito que un escritor se haya trazado.

—Bueno, en el caso de Mark Twain no creo que él tuviera una idea pedagógica, ¿no?

—No.

—Yo creo que él muestra ese mundo, nada más. Y hay un rasgo que es muy lindo, y que es curioso; ese rasgo es que el chico ayuda al esclavo prófugo, pero eso no quiere decir que intelectualmente, que mentalmente, esté en contra de la esclavitud. Al contrario, él siente remordimientos porque ha ayudado a ese esclavo a huir; y ese esclavo es propiedad de alguien en el pueblo. Y no creo que eso haya sido puesto como un rasgo irónico de Mark Twain; tiene que haber sido porque él pensó: “el chico tiene que haber sentido eso”; él no puede haber sentido que estaba trabajando por una causa noble, que era la abolición de la esclavitud. Eso hubiera sido del todo absurdo. En el caso de Kim, la idea de Kipling es que un hombre puede salvarse de muchos modos; y entonces el lama se salva por la vida contemplativa, y Kim se salva por la disciplina que le impone la vida activa, ya que Kim no se ve como un espía sino como un soldado. Y en el caso de Don Segundo Sombra, y bueno, el muchacho va agauchándose, y va aprendiendo muchas cosas. Y precisamente Enrique Amorim escribió una novela: El paisano Aguilar, que está escrita contra Don Segundo Sombra, y ahí el protagonista va agauchándose y embruteciéndose.

—La otra posibilidad.

—La otra posibilidad, pero yo creo que ambas son verosímiles, y ambas son artísticamente lícitas.

—Claro, pero en el caso de Huckleberry Finn usted dice que se trata de un libro solamente feliz; es decir, yo pensé en la felicidad de la aventura.

—Sí.

—Y me parece acertado, porque ese deleite en la aventura se da en los relatos de Twain.

—Sí, y además, es como si el río del relato fluyera como el Mississippi, ¿no?

—Ah, claro.

—Aunque yo creo que allí ellos navegan contra corriente, no estoy seguro.

—De cualquier manera, Twain era piloto en el Mississippi.

—Sí, de modo que el río tiene que haberlo atraído a él. Lo que no recuerdo es si ellos navegan hacia el Sur o hacia el Norte.

—La vida personal de Twain parece haber sido múltiple; buscador de oro...

—Es cierto, buscador de oro en California, piloto en el Mississippi.

—Viajero...

—Viajero dentro y fuera de su país, porque él describe viajes por el Pacífico en otros libros. Y luego, finalmente el destino lo lleva a Inglaterra, a Alemania; él siente un gran cariño por Alemania. Y creo que murió en el año 1910... Sí, porque él dijo que iba a morir cuando volviera el cometa Halley. Yo recuerdo que ese año fue el de 1910, y que todos sentíamos aquí que el cometa era una de las iluminaciones del Centenario. Todos lo sentimos así, aunque, naturalmente, no lo dijimos; todos pensamos: ya que todo está iluminado, está bien que el cielo esté iluminado. No sé si llegamos a expresarlo, o si nos dimos cuenta de que era una idea absurda, pero, sin embargo, fue sentido y agradecido así el cometa Halley aquí.

—En 1910.

—Sí, y es el año en que muere Mark Twain en los Estados Unidos. Y un biógrafo suyo, Bernard Devoto, dice: “Ese ardiente polvo del cometa ha desaparecido del cielo, y la grandeza de nuestra literatura con él”.

—Relacionando el paso del cometa con la muerte de Twain.

—Sí, justamente.



Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: En diálogo, II, 81
Prólogo por Jorge Luis Borges (1985)
Prólogo por Osvaldo Ferrari (1998)
México, Siglo XXI, 2005
Foto: Borges y Kodama en la casa de Mark Twain (sin atribución de autor)
Tomado Homenaje a Borges, en La Maga Colección, febrero 1996, pág.46


1/1/16

Jorges Luis Borges: Mi prosa








El 14 de junio se cumplieron diez años de la muerte de Jorge Luis Borges. Ningún otro autor del idioma cuenta con mayor influencia cultural. En este momento, alguien lo sueña en Finlandia y alguien lo cita en japonés. Sobre él se han escrito varias bibliotecas, cada una de proporciones borgeanas. Maurice Blanchot vio en su obra "la infinita multiplicidad de lo imaginario''. En el laberinto de los efectos y las causas que llevan a Jorge Luis Borges, hemos encontrado su propia voz. En 1973 dio dos conferencias, una dedicada a su poesía y otra a su prosa. Ofrecemos una refutación del tiempo: Borges tiene la palabra.

El estilista admirable y novelista ilegible Walter Pater dijo o escribió que todas las artes aspiran a la condición de la música. No dio sus razones, o mi memoria las ha olvidado en este momento. Yo creo que una razón de esta afirmación podría ser que en la música el fondo y la forma se confunden. Buscaré un ejemplo muy sencillo, la más pobre de las melodías: la milonga (soy argentino). Si yo recuerdo una milonga y me preguntan cómo es, sólo puedo silbarla, ni siquiera estoy seguro de que pueda silbarla bien, digamos tararearla; el fondo y la forma son lo mismo. En cambio nos creemos que en prosa, por ejemplo, hay un fondo y hay una forma y pensamos que en la filosofía ocurre lo mismo. Yo he llegado a sospechar que esto puede ser un error. Desde luego podemos contar el argumento del Quijote, podemos creer que podemos contarlo, pero el argumento del Quijote, contado, es quizás el argumento más pobre, y el libro es quizás el libro más rico de la literatura, es decir, nos equivocamos al pensar que un argumento puede referirse. Stevenson dijo que "un personaje de ficción es una hilera de palabras" pero algo en nosotros se rebela contra esa afirmación. Es verdad que (sigamos con el mismo ejemplo) Alonso Quijano soñó ser Don Quijote y llegó, a veces, a serlo. Es verdad que Alonso Quijano parece ser la "hilera de palabras" que para siempre escribió Cervantes, pero todos sabemos, o mejor dicho, lo sentimos, que es la mejor forma de saber, que Don Quijote no consta únicamente de las palabras escritas por Cervantes. Una prueba de esto la tendríamos en La vida de Don Quijote y Sancho, de Miguel de Unamuno. Cervantes no nos dice qué soñó Don Quijote entre una y otra aventura, quizá lo dijo una vez cuando habló de la cueva de Montesinos, pero, en general, no lo dice, y sin embargo sabemos que Don Quijote entre una y otra aventura durmió, y sin duda soñó. Quizá soñó con Don Quijote, quizá soñó con la época en que era Alonso Quijano, quizá soñó con Dulcinea que empezó siendo un sueño, y no Aldonza Lorenzo, pero, en fin, nosotros sabemos que no sólo en el Quijote sino en toda novela digna de ese nombre los personajes existen no sólo cuando están en escena, sino que viven durante su ausencia, por ejemplo en la tragedia de Macbeth (busco un ejemplo ilustre): si aceptamos que la obra está dividida en cinco actos, y esas divisiones son posteriores, debemos suponer que, entre esos actos, los personajes siguen viviendo. Si no suponemos eso, el libro no existe, los personajes son "hileras de palabras''.

Desde luego, hay personajes que viven unas pocas líneas, pero viven para siempre. Y aquí otra vez vuelvo a ser argentino, aunque lo soy siempre, y recuerdo aquella estrofa de Hernández: "Había un gringuito cautivo / que siempre hablaba de un barco / y lo ahogaron en un charco / por causante de la peste. / Tenía los ojos celestes / como potrillito zarco." Pues bien, ese personaje, ese niño que ha atravesado el mar para morir en la pampa ahogado en un charco, tiene una vida de exactamente seis versos de ocho sílabas cada uno, pero quizá esa vida sea una vida más plena que la vida (seamos irreverentes, ¿por qué no?, ya que estamos entre amigos) de los dos personajes de Joyce: la de Bloom y la de Dédalus. Sobre Bloom y sobre Dédalus sabemos un número casi infinito, o suficientemente infinito o, bueno, fatigadoramente infinito de circunstancias, pero no sé si realmente los conocemos. Joyce contesta a una serie de preguntas, pero no sé si nos da un personaje; y aquí vuelvo a uno de mis hábitos, que es la literatura escandinava medieval. Recuerdo un personaje de la saga de Grettir. Ese personaje tenía una chacra en lo alto de un cerro, en Islandia. Yo puedo imaginármelo bien, he estado en Islandia, conozco esa luz de atardecer que dura desde el alba hasta la noche con el sol siempre bajo, siempre nublado, y que produce una grata melancolía. Ese hombre vive en su granja en lo alto de un cerro y sabe que tiene un enemigo. El enemigo (todo esto ocurre en el siglo XII) va a caballo hasta la casa, descabalga y llama, y entonces el héroe de este capítulo, que se llama "De la muerte de Gúnar", creo, no estoy seguro del nombre (bueno, puede llamarse Gúnar por algunos pocos minutos, los que tardará la referencia), dice: "No, ese golpe es muy débil: no voy a abrir"; luego el otro golpea con más fuerza en la puerta, y entonces Gúnar dice: "Este golpe es fuerte: voy a abrir." Sale y está lloviendo; una lluvia fina, como la que está cayendo en este momento, cae en la página de aquel capítulo de aquella saga, y entonces abre la puerta y mira, pero al mismo tiempo no se asoma mucho, quiere resguardarse de la lluvia. Como nosotros sabemos que va a morir, el hecho de que él quiera guarecerse de la lluvia hace que ese acto común, de medio asomarse a la puerta, sea un acto patético. El otro, que se ha escondido a la vuelta de la casa (es una casa estrecha, una pequeña granja, como las que yo he visto en Islandia), sale corriendo y lo mata de una puñalada. El héroe cae muerto y al morir dice estas palabras que me parecen admirables, que me estremecieron cuando las leí: "Ahora se usan estas hojas tan anchas.'' Es decir, el hombre está muriendo y ni siquiera dice algo referente a su muerte. En estas palabras, "ahora se usan estas hojas tan anchas", supongamos que sean siete en islandés, aunque no estoy seguro que sean siete como en español, en esas palabras está dado el hombre entero, porque vemos su valentía, vemos el interés que le inspiraban las armas, tiene que haber sido un guerrero por el hecho de que le interesa más ese pormenor del arma que su propia muerte. Es decir, el personaje está creado para siempre en esa línea.

Y lo mismo diríamos de Yorick. Yorick es un poco más longevo porque tiene unas siete u ocho líneas de vida, o mejor dicho, su calavera tiene siete u ocho líneas de vida, pero nos está dado para siempre. En cambio, cuando Hamlet muere (vuelvo a ser irreverente), Shakespeare, que fue muchos hombres y entre ellos un empresario de teatro, un hombre de Hollywood que buscaba buenos efectos, le hace decir: "Lo demás es silencio.'' Es una de las frases más huecas de la literatura, me parece, por que no está dicha por Hamlet, está dicha por un actor que quiere impresionar al público. Y ahora tomemos otra muerte, volvamos a nuestro amigo Alonso Quijano. Alonso Quijano, que soñó ser Don Quijote y luego al morir comprendió (no como moraleja: esto hace más patética la fábula) que no era don Quijote, sino Alonso Quijano el Bueno. Entre plegarias y quejumbres de quienes le rodeaban, "dio su espíritu, quiero decir que se murió". (Cito de memoria, es decir, cito mal. Conozco tan bien el libro que no he buscado referencias en él.) Esta frase, 'quiero decir que se murió', puede haber sido escrita deliberadamente, no lo creo, y además no importa. Puede haber sido escrita para recordar otra alta agonía, la de aquel judío crucificado, la de Jesucristo, que "dio su espíritu'' también. Pero no creo que Cervantes haya pensado en Jesús, en aquel momento. Creo que esa frase, que al principio podría parecer una torpeza, que para un académico (y soy académico también) puede parecer una torpeza: "¿Cómo? ¿Fulano dio su espíritu, quiero decir que se murió? ¿Qué es esa explicación en el momento más alto de la obra?'', yo creo, es verdad, en esa explicación, si es que los hechos estéticos tienen explicación, ya que de suyo son milagrosos. Pensemos en Cervantes. Cervantes había soñado a Don Quijote, mejor dicho: Alonso Quijano soñó ser Don Quijote; Cervantes fue, de algún modo, Alonso Quijano y Don Quijote. Fueron amigos, ya que un personaje escrito se nutre de su autor, porque si no, es nada, es la mera "serie de palabras" de Stevenson (que no sé por qué escribió eso). Entonces, Cervantes tiene que despedirse de él, de ese amigo suyo, y no menos amigo nuestro: Alonso Quijano, que reconoce su fracaso, que reconoce no ser el Don Quijote del siglo de Lanzarote que él hubiera querido ser. En ese momento Cervantes está conmovido y por eso da con esa frase de una tan eficaz torpeza: "el cual dio su espíritu, quiero decir que se murió''.

Todo esto nos llevaría a una conclusión acaso aventurada, pero no hay razón alguna para que no seamos aventurados: lo importante es la entonación. En esa frase, "dio su espíritu, quiero decir que se murió'', en la torpeza de esa frase, en esa traducción, en esa variación que puede parecer inútil, está la emoción de Cervantes y nuestra emoción ante la muerte del héroe. Es natural que el autor esté turbado, es natural que no dé con una frase brillante, porque las frases brillantes corresponden a la retórica y no a la emoción.

Creo que este pasaje es uno de los más admirables de la literatura, y quizá sea uno de los más admirables porque no fue hecho deliberadamente. No creo que Cervantes pensara en la ventaja de una frase ligeramente torpe para corresponder a la emoción que lo trataba. Dio con esa frase porque estaba emocionado. Con esto vuelvo a lo que dije antes: lo importante en verso y en prosa es dar con la entonación justa, es decir, no hay que alzar demasiado la voz ni bajarla demasiado. Por ejemplo: "¿Cuándo te veo?, dicen el Mosel, el Rhin, el Tajo y el Danubio llorando su desventura'' en aquel espléndido soneto al Duque de Osuna. Sentimos que hay algo falso, ya que a los ríos poco puede importarles su muerte, es un efecto, nada más que literario, aunque no sólo en el mejor sino en el peor sentido de la palabra.

Y ahora, al fin, dirán ustedes, llego al tema de mi conferencia. Creo haberles preparado con estas cavilaciones previas. El tema es Mi prosa. Esa palabra, la prosa, puede entenderse de dos modos. Podemos pensar en la técnica de la prosa y entonces vendrían aquellas diferencias entre el fondo y la forma, aunque si creemos que un libro puede ser referido nos equivocamos. Tomemos un ejemplo literario en el cual el argumento es importante, "La carta robada", de Poe. Alguien tiene que esconder una carta y la esconde dejándola al desgaire en un escritorio, en un lugar muy evidente, y es ahí donde la policía, con sus microscopios, lupas y medidas de las pulgadas cúbicas, no la encuentra. Luego Dupin entra allí, ve una carta desgarrada encima de la mesa y sabe que ésa es la carta que ha buscado la policía, engañada por la superstición de que si uno quiere esconder una cosa, donde debe ocultarla es en una rendija, en un escondrijo, en un resquicio. Pues bien, tenemos una idea bastante evidente, la idea de esconder algo mostrándolo de un modo demasiado visible. Es la idea que usó Wells también en El hombre invisible. Yo he contado a la ligera el argumento de Poe que me leyó mi madre, hará unos diez días, y estoy seguro de que ese relato mío no equivale al texto, porque en el texto hay otras cosas, por ejemplo, hay una discusión sobre el ajedrez, sobre la virtud del juego de las damas frente al juego del ajedrez, sobre la amistad de Dupin y el narrador, hay un personaje cómico, el prefecto de policía. Hay la sorpresa de que Dupin encontrará la carta cuando creímos que ni siquiera había emprendido la empresa de buscarla. No sé hasta dónde un libro, un cuento, puede referirse, siempre pierde algo, salvo en el caso de textos muy breves; es decir, el libro aspira a la condición de la música, porque en la música la forma es el fondo y el fondo es la forma. Desde luego, yo puedo contar el argumento de un libro, y no puedo contar el argumento de una melodía muy sencilla, es decir, puedo simplemente repetirla, pero hay algo más en el libro de lo que puede ser referido, hay algo más en un libro que su índice, que su resumen: hay el libro mismo. Esto nos lleva al misterio central de la literatura: ¿qué es la literatura? Ante todo, ¡qué extraña es esa idea del hombre de querer crear otro mundo! Ya Platón se asombraba de esto, un mundo de palabras, además del mundo de percepciones y meditaciones, de perplejidades, de angustias, de dudas. Eso ya es raro, pero además, las palabras no sólo son su sentido. Los diccionarios nos engañan, los diccionarios nos hacen creer que un símbolo es traducible en otro, y no es exactamente traducible. Por ejemplo, si yo digo en español: 'estaba sentadita', en la palabra "sentadita" hay no sólo la idea de una criatura sentada sino una simpatía por ella, un compenetrarse con ella, un sentir la soledad. O "estaba solita": esto no puede decirse en otros idiomas, quizás en inglés podríamos decir: "she was all by herself'', eso puede acercarse al diminutivo "solita", pero no del todo. Tenemos además otras cosas: podemos decir 'Thor era para los escandinavos el Dios del Trueno'', ya que la palabra Thor significa trueno y significa Dios, o para los sajones Thunor, que tiene ambos sentidos. Pero esta idea del Dios del Trueno es demasiado compleja para los germanos. Sin duda, para ellos Thor o Thunor eran ambas cosas, era el estruendo y era la divinidad, no eran el Dios del estruendo, eran las dos cosas, es decir, las palabras tenían un sentido mágico. Después fuimos haciéndonos más razonables, pero uno de los deberes del poeta, una de las ambiciones del poeta, es restituir la palabra a la magia primordial, hacer que la palabra sea un mito.

Y ahora que creo haber abundado con exceso en reflexiones generales, hablaré con toda humildad de mi comercio con la prosa. Empezaré por una confesión personal. En cada época hay un género literario que se supone superior a los otros. Por ejemplo, en el siglo XVIII todo escritor tenía que escribir una tragedia en cinco actos, eso era obligatorio. Cuando Anatole France empezó a escribir, publicó un libro, creo titulado algo así como Poeme Doré; se entendía que había que empezar por un libro de versos. Luego, felizmente para él y para nosotros, se dio cuenta de su error y nos dejó libros de otro tipo. Ahora parece que la novela es el género. Yo soy un escritor que ha logrado algún renombre, demasiado renombre, un inmerecido renombre por sus libros y, sin embargo, no he escrito ninguna novela y no pienso escribirla. La gente siempre me pregunta: "¿Cuándo va a escribir usted una novela?" Yo les digo que nunca, y les explico la razón, que es muy sencilla, y es que la novela, fuera de algunos ilustres ejemplos (no voy a enumerarlos) no me interesa profundamente, y en cambio el cuento y la poesía me han interesado siempre, desde que yo era niño.

Me dirán ustedes que yo he citado dos veces el Quijote, pero no sé hasta dónde el Quijote es una novela en el sentido actual de la palabra; es una sucesión de aventuras, más o menos parejas, que sirven para definir el carácter de los héroes; el orden puede invertirse. Podemos abrirla por cualquier página, sobre todo en la segunda parte, que me parece muy superior a la primera, y seguir leyendo. Ya conocemos a Don Quijote, ya conocemos a Sancho, ya conocemos a sus enemigos, lo demás no importa. Lo importante es el diálogo, que no siempre es un diálogo de palabras sino de silencios o de hechos y hasta de pequeñas hostilidades también, el diálogo de esos dos amigos, Don Quijote y Sancho; es decir, no sé hasta donde esta novela es una novela. Pero al hablar de la novela querría recordar a Joseph Conrad, para mí uno de los mayores novelistas, ahora injustamente olvidado. Se debe a que la fama de todo autor es un periodo, es una sucesión de claridades y de eclipses, de suerte que no importa que en este momento Conrad esté olvidado, y si es que está olvidado ya le llegará su turno. Pues bien, yo siempre fui lector de cuentos. Uno de los primeros libros que leí fue Las mil y una noches en la versión inglesa de Lang. Después he leído otras traducciones, que son más exactas, me dicen, digamos la de Burton, la de Rafael Cansinos Asséns, que quizá sea, literariamente, superior a las otras, pero he tenido siempre la impresión de que todas las versiones que he leído son traducciones de la de Lang, porque la de Lang, simplemente, fue la primera que leí, de modo que para mí la versión árabe (no conozco el árabe) tiene que ser una traducción más o menos buena de la traducción inglesa de Lang. Luego leí también los cuentos de Poe. Es curioso que ese escritor, que quiso ser escritor para pocos, que fue un hombre de genio extraordinario, sea ahora, sobre todo cuando uno empieza a leer, un autor para niños. Los niños leen los cuentos de Poe y sienten su horror. En cambio, un lector más maduro puede sentir que hay un exceso de pompa, de pompa fallida en su prosa, que las decoraciones, las bambalinas están un poco envejecidas. Ya "el negro cuervo sobre el blanco mármol'' no nos emociona, ya lo conocemos demasiado, ya sabemos que va a decirnos "never more": nunca más, y preferimos buscar nuevos poetas.

Pues bien, a lo largo de mi vida yo leía cuentos, y recuerdo en mi infancia el agradable horror de los primeros hombres en la luna. Cuando los hombres llegaron a la luna me sentí emocionado, lloré, pero me emocionaron más los dos personajes de Wells que habían llegado a la luna unos setenta y tantos años antes. Es verdad que no habían llegado, o mejor dicho: habían llegado del único modo verdadero, que es el de la imaginación, tan superior a los meros hechos, que son de suyo, como diría Lugones, efímeros. Pues bien, yo leía a Poe, leía The Jungle Book de Kipling. Eso no me gustaba tanto porque a mí me gustaban mucho los tigres, y el tigre de The Jungle Book no es precisamente el héroe de esa serie, sino la pantera Baghera; eso me molestaba un poco. Pero Kipling no tenía por qué adivinar mis preferencias, de suerte que yo leí las Mil y una noches, las nuevas Mil y una noches de Stevenson, que de algún modo se acerca al Hombre fantasma de Chesterton. También leí libros de un valor literario muy inferior, las novelas gauchescas de Eduardo Gutiérrez, Juan Moreira, Los hermanos Barrientos, Hormiga negra; una biografía de mi abuelo que él escribió, Siluetas militares, que he releído muchas veces y que he plagiado muchas veces también en verso; El tigre de Malasia, de Emilio Salgari. Eso de que el plagio es la forma más sincera de la admiración, creo que es cierto. Bueno, toda mi vida leía cuentos y leía también, como es natural, novelas, pero fui derrotado, estoy resuelto a deshonrarme literariamente ante ustedes. Fui derrotado por Madame Bovary. Nunca me interesó. Fui derrotado por la aburrida familia Karamazov. No me interesaron nunca. Pero seguía leyendo cuentos y creo que quizá los primeros que leí pudieron haber sido, después de los cuentos de Grimm, que sigo admirando, los cuentos de Kipling, que pueden haber sido los últimos que leo y releo sin penetrarlos del todo; hay en ellos siempre un trasfondo de misterio. Pues bien, yo era por aquellos años de 1920, tan lejos ahora, un joven poeta ultraísta, quería renovar la literatura, quería ser el Adán de la literatura, quería abolir toda la literatura anterior, sin comprender que el lenguaje mismo en que escribía ya es una tradición, porque un idioma es una tradición y los autores que influyen más en un escritor son los autores que no he leído nunca, los autores que han creado el lenguaje, los desconocidos autores de la Biblia, pero también autores mediocres, autores humildes, todos esos van impresionándonos, y además la vida, la vida que nos da continuamente belleza. Ayer recordé aquella frase de Cansinos Asséns: "Dios mío, ¡que no haya tanta belleza!" El sentía la belleza de todo y de todos los momentos. Yo escribía malos versos, escribía artículos, crítica, en una insufrible prosa arcaica. Y luego sucedió algo, ese algo ocurrió en 1929, puedo dar la fecha precisa. En 1929 murió un amigo mío, que yo no osé nunca llevar a mi casa, mi madre no lo hubiera admitido, don Nicolás Paredes, que fue caudillo del barrio de Palermo. Debía dos muertes. Esto lo supe por el comisario o por dos comisarios que me lo contaron, él no se jactaba nunca de ello. Además, él solía decir: "¿Quién no debía una muerte en mi tiempo?, hasta el más infeliz." Yo le vi desafiar a hombres más vigorosos que él, más jóvenes, vi los dos cuchillos sobre la mesa, vi el desafío y luego, cuando esperaba ver el duelo, el otro, el joven, el fuerte, se achicaba, pedía perdón. Entonces, Paredes simulaba tener miedo de él y me decía: "Caramba, este mozo por poco me mata''; me decía eso después de haberle provocado en duelo a muerte.

Bueno, podría contar muchos recuerdos de ese excelente amigo mío, de ese benévolo asesino que conocí, porque no era otra cosa; pero él murió, murió de muerte natural, cosa que no le hubiera gustado mucho, murió de una comilona, desgraciadamente, el año 1929. A él le gustaban las comilonas. Cuando alguno le preguntaba cómo le había ido en una comilona, decía: "Bueno, di cuenta de dos bifes, un pato asado y de nueve empanadas.'' Era un gastrónomo, además, a su modo. Cuando Paredes murió yo sentía la nostalgia de que Paredes había muerto, de que con él, como diría en una milonga mucho tiempo después, había desaparecido "Aquel Palermo perdido del baldío y del cuchillo". Y entonces pensé que un modo de hacer que muriera menos sería escribir un cuento tejiendo, entretejiendo las diversas anécdotas que él me había contado, y otras que me había contado un tío mío, que conoció ese tipo de vida, que había muerto también, entonces, en el Hotel Doré (ustedes ven que vuelvo siempre a ciertos lugares y a ciertos temas). Me senté a escribir un cuento que obtuvo una fama inmerecida y que se tituló al principio "Hombre de las orillas". Orillas quiere decir los arrabales, no necesariamente del mar sino también las orillas de la llanura, las orillas de la pampa, como dicen los literatos, ya que en el campo nadie conoce la palabra "pampa". Yo no he oído a ningún gaucho usar la palabra "pampa'', eso pertenece a la mitología urbana, tejida por hombres de letras de la ciudad.

Pues bien, yo inventé el argumento; me inspiraron los cuentos de Chesterton, los filmes de Joseph von Sternberg, el recuerdo de Stevenson y, sobre todo, la voz de Paredes, porque quizá la voz de un hombre sea más importante que lo que dice esa voz. Admiraba el uso que de ella hacía Paredes, esa mezcla de sorna y de cortesía, esa humildad exagerada, sobre todo cuando estaba a punto de provocar a alguien a un duelo. Yo quise escribir todo eso, y escribí un cuento que se llamaría después "Hombre de la esquina rosada". Me refería a las esquinas rosadas de los almacenes, a las esquinas rosadas o celestes de las tabernas, de los arrabales de entonces. Desgraciadamente, la gente suele citar mal el título "El hombre de la Casa Rosada", como si se tratara de una sátira al presidente de la República. Pero la verdad es que yo no pensaba entonces en sátiras, yo quería decir el "Hombre de la esquina rosada"; bueno, hombre de la esquina, de la esquina de las orillas, más concretamente yo pensaba en Paredes. Escribí ese cuento y traté de que no fuera real, quise hacer un cuento que fuera como los filmes de Joseph von Sternberg, como los cuentos de Chesterton, como algunos cuentos de Stevenson, quise hacer un cuento en el cual todo fuera escénico y todo fuera visual, en el cual todo sucediera de un modo vivo, es decir, una suerte de ballet más que de cuento. Cuando había escrito una frase, la releía y la releía con la voz de Paredes, y si notaba que alguna frase se parecía demasiado a mí, la borraba y la reemplazaba por otra, pero aun así el cuento quedó lleno de resaca literaria. Ése fue mi primer cuento: "Hombre de la esquina rosada", y lo firmé con el nombre de Bustos, un tatarabuelo mío, porque pensé que tenía derecho a ese nombre que estaba en la familia, y además Bustos y Borges comienzan con B y constan de seis letras. Lo publiqué con ese seudónimo porque pensé que yo era un poeta --yo me creía un poeta entonces-- que se había aventurado en el relato, que era un intruso que no tenía derecho a presentarme como autor de cuentos. Mis amigos me reconocieron inmediatamente a través del disfraz. Luego pensé otra vez en escribir cuentos, pero todavía titubeaba; entonces, escribí un libro que se titula, un poco pomposamente, un poco en broma, Historia universal de la infamia. Ese libro es una serie de biografías de criminales. Yo empiezo siempre por un personaje real, por un tema real, cada dos o tres páginas dejo de transcribir y empiezo a inventar. Sin saberlo, estaba abriéndome camino hasta ser un autor de cuentos, que es lo que soy esencialmente ahora, tanto que mis amigos me aconsejan que abandone la poesía y que vuelva a mi verdadero oficio, a mi verdadero destino, que es el de escribir cuentos. Y así he escrito, digamos, tres libros de cuentos, contando el que está por salir y al que le falta ya muy poco.

Ahora bien, estos libros son libros, en general, de cuentos fantásticos, pero esa fantasía no es una fantasía arbitraria sino necesaria. Voy a referirme a uno que quizás ustedes conozcan, que se titula "Funes el memorioso". Funes el memorioso es un compadrito oriental [uruguayo], un hombre de muy pocas luces que, por una caída de caballo, sufre un accidente terrible: se ve dotado de una memoria infinita. Recuerda no sólo la cara de cada persona que ha visto a lo largo de su vida, sino que recuerda, por ejemplo, que la vio de perfil, luego de medio perfil, luego de frente. Recuerda cómo caían las sombras, recuerda cada árbol que ha visto, la caída de cada hoja, tanto es así que la palabra árbol es demasiado abstracta para él, y quiere inventar un lenguaje infinito. Yo padecía de insomnio entonces, trataba de dormir. ¿Y qué es dormir? Dormir es olvidarse, por eso en buenos Aires, y quizás aquí también, digamos "recordarse" por "despertarse": "que me recuerden mañana temprano". La frase me parece admirable, "que me recuerden", porque cuando uno duerme, y esto lo he dicho en el último poema que he escrito, "El sueño", uno es nadie y luego cuando se despierta ya recuerda que uno es Fulano de Tal, y recuerda las circunstancias de esa vida, las obligaciones que el día impondrá, uno vuelve a dejar de ser "una suerte de Dios infinito", puede ser nada, viene a ser casi lo mismo, puede ser alguien, algo muy concreto, atado a un destino, atado a cierto pasado, atado a ciertas esperanzas, en general fallidas.

Bueno, yo trataba de olvidarme de mí mismo para dormir, pero seguía pensando en mí mismo, acostado, pensaba minuciosamente en mi cuerpo, en los libros, en los muebles, en la habitación, en el patio, en la quinta, en las estatuas de la quinta, en la verja, en las casas vecinas, yo estaba como abrumado por el universo y pensaba también en los astros. Iba más lejos, luego en la ciudad de Buenos Aires, pensaba en las ilustraciones de los libros, no podía olvidarme, y entonces imaginé ese personaje dotado de una memoria infinita, ese personaje que es una metáfora del insomnio, "Funes el memorioso". Yo lo escribí, no sé si bien o mal, pero con un buen resultado curativo, terapéutico, con el resultado de que después de escribir ese cuento deje de sufrir insomnio. El insomnio fue desapareciendo paulatinamente. Ahora vuelvo a sufrir el insomnio, pero no ese insomnio incurable que sufrí entonces. Me figuraba que había un reloj que medía las horas de mi insomnio, un reloj infernal que sigo odiando todavía, aunque ya no existe, que daba la hora, el cuarto de hora, la media hora, el menos cuarto y, después, la otra hora, de modo que yo no podía engañarme diciendo que había dormido, porque ahí estaba el reloj que mostraba inexorablemente lo contrario.

Ese cuento, "Funes el memorioso", puede parecer un cuento fantástico, pero es una metáfora, es mi verdadero insomnio, el que sentí. Luego, el otro tema que vuelve en mi obra es el tema del laberinto. Vuelve demasiado, según han insinuado todos mis críticos, con razón. Con éste pude liberarme de un recuerdo de infancia, un libro sobre la antigüedad helénica con un grabado de acero. Estoy viéndolo ahora. Representa las Siete Maravillas del Mundo, y una de ellas es el laberinto de Creta, que tiene una forma circular y unas rendijas; y yo pensaba, con ayuda de un vidrio de aumento, que yo podía ver el Minotauro que está dentro. Felizmente no logré verlo nunca, aunque pensé mucho en él.

El laberinto es el símbolo viviente de la perplejidad y por eso lo he elegido, porque de las muchas emociones que el hombre siente, la más frecuente en mí es la perplejidad, la maravilla, el asombro, no siempre el maravilloso asombro de Chesterton. Dice Chesterton que "si el sol sale cada mañana es porque Dios es como un niño: el sol sale, Dios se encanta, palmotea y dice: ¡otra vez!" El sol sale cada día por última vez, es algo que seguirá saliendo así infinitamente, y seguirá saliendo infinitamente porque —dice Chesterton— no somos tan jóvenes como nuestro Padre. Nosotros nos cansamos de la puesta de sol, de la salida del sol, de las cuatro estaciones y de las épocas de la vida del hombre, pero Él no, Él es joven y está eternamente asombrado y quiere que todo se repita.

Y aquí hay una anécdota que refiere Mark Twain: los chicos persiguen a la madre y le piden que les cuente el cuento de Los Tres Osos. La madre dice que está muy ocupada y que no puede contarles el cuento. Los chicos vuelven a la carga: "Mamá, cuéntanos el cuento de Los Tres Osos." La madre se niega, la escena se repite un número indefinido de veces, y al final uno de los chicos le dice: "Mamá, vamos a contarte el cuento de Los Tres Osos..." Es decir, hay un placer, así, en la expectativa, podrá ser el placer de la rima también ¿no?, el placer de la simetría, el placer de que en este caos haya formas regulares.

He hablado de la génesis de ese cuento, y luego hay otra idea, otra superstición que me ha acompañado también a lo largo de los libros que he escrito: la idea de que el coraje de un hombre, la destreza de un hombre, se pasa de algún modo al arma que usa, es decir, que el arma queda llena del coraje de ese hombre. Esta mañana tuve el placer, tuve la emoción que llegó hasta el llanto, de oír, en ese generoso homenaje de la Televisión Española, que se recitó un verso mío en el que me acordé de Muraña, que fue guardaespaldas de Paredes, y digo: "Algo de Muraña / ese cuchillo de Palermo..." Tengo un cuento titulado "Juan Muraña", en que lo identifico a él en el cuchillo. Muraña (yo le conocía de vista) ha muerto en el cuento. Queda su viuda, queda su mujer, van a rematarles la casita, la modesta casita en que viven, y ella dice: "No, Juan va a ayudarme, Juan no va a dejar que el gringo nos haga esto." El gringo es el dueño de la casa, un italiano que vive en el otro extremo de la ciudad, en Barracas, o sea que el cuento es en Palermo; y luego lo apuñalan al gringo y al final se descubre, ya lo habrán adivinado ustedes, que la vieja, medio loca, lo ha hecho. Ha salido una noche, Muraña una vez más atravesó toda la ciudad para apuñalar a un enemigo, y ella ha repetido ese trayecto y lo ha matado. ¿Cómo lo ha matado? No con la flaqueza, no con la fuerza de sus flacas manos viejas, sino con la fuerza que estaba en el cuchillo, y ella al hablar de Juan quería decir "cuchillo'', porque lo había identificado con el cuchillo, con ese cuchillo que guardaba tantas muertes, y que después de la muerte de la mano que lo usó fue capaz de una muerte más. Esa idea de las armas que pelean solas está en otro cuento, que se titula, creo, "El encuentro". Ahí la historia es un poco distinta. Se trata de dos cuchilleros, uno del Norte de Buenos Aires, otro del Oeste o del Sur. Esos dos hombres tienen nombres parecidos y los confunden, y eso les molesta. Uno se llama Almara y otro Almeira, o más parecidos quizá, no recuerdo los detalles. Esos dos hombres se han buscado a lo largo de los caminos, de los caminos polvorientos, de las monótonas llanuras que los literatos llaman la pampa, para pelearse. Y han muerto. Uno de muerte natural, al otro le mató un balazo, un balazo disparado por alguien que no era el hombre que él buscaba. Luego, en el cuento hay alguien que colecciona armas, y dos jóvenes, dos jóvenes grandes, dos "niños bien", dos "niños góticos", creo que decían aquí antes, de Buenos Aires. Se desafían a duelo y las únicas armas que hay en la casa son esos viejos cuchillos rústicos, cada uno de los cuales debe muertes, y a uno le toca el cuchillo de uno de los gauchos muertos y al otro el otro, y cuando empiezan a pelear no saben cómo hacerlo, ni siquiera saben que el cuchillo debe apuntarse hacia arriba, pero poco a poco ocurre algo que no se dice del todo, que se sugiere al fin, y es que los cuchillos son los que pelean, y el más valiente muere a manos del más cobarde, porque el más cobarde tenía el cuchillo que era del más valiente. Es la misma idea, una variante de la misma idea.

Puedo recordar otro cuento mío, "El Aleph". Yo había leído en los teólogos que la eternidad no es la suma del ayer, del hoy y del mañana, sino un instante, un instante infinito, en el cual se congregan todos nuestros ayeres como dice Shakespeare en Macbeth, todo el presente y todo el incalculable porvenir o los porvenires. Yo me dije: si alguien ha imaginado prodigiosamente ese instante que abarca y cifra la suma del tiempo, ¿por qué no hacer lo mismo con esa modesta categoría que es el espacio? Y entonces imaginé que en esa casa había un sótano, y en ese sótano un pequeño objeto luminoso, mínimo, circular... tenía que ser circular para ser todo. El anillo es la forma de la eternidad, que abarca todo el espacio, y al abarcar todo el espacio abarca también el pequeño espacio que ocupa, y así en "El Aleph" hay un "Aleph" —porque esa palabra hebrea quiere decir círculo—, y en ese Aleph otro Aleph, y así infinitamente pequeño, esa infinitud de lo pequeño que asustaba tanto a Pascal. Bueno, yo simplemente apliqué esa idea de la eternidad al espacio. Inventé la historia del Aleph, le agregué detalles personales, por ejemplo, una mujer que yo quise mucho, y que no me quiso nunca y que murió. Le di un hermoso nombre, la llamé Beatriz Viterbo. Cambié un poco las circunstancias, y aquí hay un pequeño hecho sobre el que yo querría llamar la atención de ustedes, y es que si uno no cambia ligeramente las cosas uno se siente insatisfecho. Por ejemplo, si algo ocurre en algún barrio y uno lo escribe, es mejor cambiarlo a otro barrio que no sea demasiado distinto, los nombres de los personajes ya se saben, las circunstancias también. Uno está obligado a esas pequeñas invenciones para no ser un mero historiador, un mero registrador de hechos ocurridos, salvo que los grandes historiadores son grandes novelistas. Dijo Stevenson que los problemas, las dificultades de Tácito o de Tito Livio al escribir su historia, fueron del mismo género que las dificultades de un novelista o cuentista. Contar hechos reales ofrece las mismas dificultades que contar hechos imaginarios, a la larga no podemos distinguir entre ellos.

He hablado un poco al azar de mis cuentos. Hay otros cuentos cuyas circunstancias no recuerdo, y les propongo algo, no sé si habrá tiempo o no sé si ustedes tienen ánimo para hacerlo, les propondría a ustedes que dejáramos este tedioso rito de una conferencia, de un orador, y conversáramos, es decir, si alguno de ustedes quiere preguntarme algo, yo me sentiría muy contento en pasar de la conferencia, que es un género artificial, al diálogo, que es un género natural. Estoy esperando alguna pregunta de ustedes y pido que no sean tímidos, porque a tímido nadie me gana. Empiece el Juicio Final, empiece el Catecismo, la Inquisición.

En la edición del 16 de junio de 1996 de La Jornada Semanal, de México.
Foto: Borges dictando una conferencia en la Biblioteca Nacional en
Encuesta a la literatura argentina contemporánea
Buenos Aires, CEAL 1982


31/12/15

Adolfo Bioy Casares: "Borges" [Los 31 de diciembre 1953-1983]







Jueves, 31 de diciembre de 1953. Comemos rápidamente en casa. Después, con Alberto Blaquier y Miguel Casares, vamos a buscar a Emita y a Borges. Con éstos partimos a El Rincón, la estancia de Julia Bullrich. Allí brindamos con champagne a las doce.
Llegamos de vuelta a casa a las seis de la mañana. Con Borges tenemos guilty conscience. BORGES: «La gente antes sentía que la alborada era feliz y el crepúsculo triste. Hoy sostenemos lo contrario.

¡Oh noche amable más que la alborada!1

no tenía que ser demasiado amable». BIOY: «Para mí el amanecer en el campo es feliz, en medio de toda la naturaleza; en la ciudad, melancólico. Y es distinto el amanecer en que uno se levanta del amanecer en que uno se acuesta». Me dice que después de cierta hora él está muy desgraciado, ve todo como desde lejos, se halla entre la gente como un objeto, como un botín. Comenta: «Es sospechoso que la música popular guste a todo el mundo. Tal vez no haya diferencia entre la gente. Tal vez todos sean chacareros disfrazados». Las casas de la avenida Alvear parecían refulgir con luz propia.

1. Juan de la Cruz (San), «Noche oscura del alma»


Lunes, 31 de diciembre de 1956. Voy a casa de Borges. Llevo un paquete de té de La Marquise de Sévigné y, de parte de Silvina, una corbata. Después de un brindis con champagne y un turrón compartido, conversamos unos minutos en el balcón, mirando esporádicos fuegos artificiales; están la madre, Norah, Luis y Miguel. Me entero de que Ghiano obtuvo el Premio Nacional de Crítica.
Refiere Borges: «Anoche, en casa de Elvira [de Alvear] se hablaba de política. La Rubia Daly Nelson, furiosa, va al antecomedor y le dice a la mucama: "Verá el susto que se van a llevar cuando venga Perón disfrazado". La mucama contesta: "Usted está loca, niña". El énfasis parece puesto en disfrazado. Además, ¿por qué traería disfraz si viniera como vencedor? Como razonamiento lógico quizá tenga muchos errores. Otra buena frase de la Rubia, pero no tan buena como la de Perón disfrazado, porque las mejores no están hechas para ser graciosas, es: "Pobre niño lisiado, parece un Esopo"».
Elvira le dice a Borges que una noche tienen que ir a comer a un restaurant de enfrente, «que se llama El Asturiano Invisible... o Invencible».
Después resulta que el restaurant se llamaba de otra manera y que lo cerraron hacia 1924.


Martes, 31 de diciembre de 1957. Borges anuncia que vendrá a brindar con nosotros a las doce menos cuarto; llama poco después de las doce, desde lo de Elvira: «Estoy tied up. Un abrazo. Los extraño mucho».


Sábado, 31 de diciembre de 1960. Come en casa Borges. Brindamos con champagne. Después de comer, Borges y yo vamos a la ventana de la sala de Silvina, hasta que sean las doce. BORGES: «Esperamos algo que no sabemos bien en qué consiste». Miro los árboles y los senderos de la plaza, la estatua de Alvear y pienso en la máquina del tiempo de Wells y en que todos somos unas máquinas del tiempo de vuelo de ave de corral. «Qué raro —comenta Borges— que en tantos años como viví no hubiera un momento en que yo haya estado más adelante en el futuro que ahora.»


Lunes, 31 de diciembre de 1962. A las seis de la tarde corro a La Nación. Allí cerraron las puertas y nadie sabe que hay reunión del jurado. Después de una media hora larga con Leónidas llamo a Drago. «Los demás —opino—, no tendrán mi determinación y partirán.» Resolvemos, entre poesía y teatro, que el año próximo el premio sea para la poesía. Cuando nos retiramos llega Mallea; no objeta.
Comemos, en el cuarto de Marta, con un calor espantoso, cuatro personas, el grupo que va quedando (el grupo de cada persona va disminuyendo y cambiando a lo largo de la vida): Silvina, Marta, Borges y yo. Después de comer, leyendo L'Immortel, cabeceo y sueño. Después, Borges y yo esperamos el año junto a una ventana.
BORGES: «En los libros no hay que ponderar mucho a los admirables cuadros, esculturas o monumentos que pinta o esculpe el héroe: los lectores descubren que son mamarrachos».
Hablamos de correctores de pocas luces. Recuerda: «Fernández Moreno explicaba que La ciudad junto al río inmóvil estaba mal; la ciudad es inmóvil y el río fluye. Tal vez la confusión de Fernández Moreno fuera intencionada... En la SADE, alguien, probablemente Ratti, corrigió un curriculum vitae que decía: Matilde Pérez Pieroni, pieronista, y escribió peronista, explicando: "De Perón, peronista. Yo he observado que hay unas unidades básicas de la rama femenina del partido peronista, y no pieronista", ad nauseam. Qué diferencia con el que corrigió la frase "A veces uno se siente acompañado en el desierto y solo en la ciudad" de la siguiente manera: "A veces uno se siente solo en el desierto y acompañado en la ciudad". Este corrector debió de ser un hombre lúcido, cansado de tonterías. Hasta el siglo XVIII todos hubieran corregido así, ingenuamente; la otra lección ¿Aristóteles la hubiera entendido?»


Martes, 31 de diciembre de 1963. Por la mañana me habla la madre de Borges, nerviosa y preocupada por el estado de ánimo de su hijo: «Cuando no ve a esta chica, está bien, pero apenas la ve se pone hecho un loco. Ella le manda regalos: baratijas, cosas horribles, porque no tiene gusto. Dice que es distinguida: distinguida no es, basta verla. Su casa parece la casa de la modista. Me parece bien que se case, pero con alguien como él. Le dije que vea a gente como él, que deje tranquilas a esas chiquillas. Te quería preguntar si no te parece bien que le hable a esta mujer y le pida que no lo vea, que lo deje tranquilo». BIOY: «No, señora. Va a llegar a saberlo y se va a enojar con usted. A usted la necesita». LA SEÑORA: «Es lo que no sabe la gente. Una mujer que se case con él tiene que ser muy abnegada. Ocuparse de todo: de vestirlo, de lavarlo. La gente no sabe hasta qué punto es ciego. Estaba muy irritable. Agresivo, hostil. Se me acercaba y me decía cosas terribles. Ahora, esas pastillas le han hecho mucho bien. "Vos estás mucho mejor —le digo—, ya que puedo hablarte de estas cosas." Escucha y se ríe».
Desde hace mucho tiempo, pasamos todos los fines de año con Borges y Silvina. Esta noche escribimos; somnolientos, progresamos todavía hasta la una.
BORGES: «Si el amor no sirve para la felicidad, nunca debe ser fuente de desdicha».


Jueves, 31 de diciembre de 1964. Cuando entro en la librería Rodríguez (Galerías Pacífico) oigo una voz familiar. Es Borges, en lo que me parece una típica conversación con persona de otro nivel: el discurso tiene algo de perorata, de botarateo, con conciencia aquí y allá por el escaso seso del que oye, con evidente frais; pronto todo eso se pone más alarmante. Borges recita en anglosajón y yo tristemente me pregunto: ¿Será la vejez que llega, con las manías (previsibles, repetidas, majaderas), las rarezas? Borges, convertido en viejo profesor idiosincrático. Ya se sabe: no tiene nada que hacer. Sus visitas son temidas. Habla y habla... Inofensivo, pero... Esperemos que no hayamos alcanzado esa época. Entro, corto la perorata; me pide que lo acompañe hasta Witcomb, donde verá a Keins. Lo dejo ahí y corro a mis diligencias matutinas. Vuelvo. Están departiendo. Conversamos un poco. Borges dice en broma: «Bioy está interesado en una editio princeps de las Empresas de Saavedra Fajardo». «Ésta no es la primera, pero tiene lindas ilustraciones», contesta Keins, rápidamente convertido en comerciante. «¿Cuánto cuesta?», pregunta Borges. «Siete mil», contesta Keins. Borges echa a la broma las cosas —«¿Siete mil qué? Maravedíes, farthings, perras gordas, etcétera»— y Keins vuelve a ser un intelectual. Me habla de un artículo, publicado en Alemania, donde se ocupa de mí (y de otros) y también conversamos sobre Alemania. Con Borges, en lenta caminata, entorpecida por etimologías (Polca viene de polaca, etc.), vamos hasta Maipú y Charcas. Ahí lo dejo.
Por la noche, come en casa. Escribimos el cuento de los sabores. BORGES: «Pasaremos el año escribiendo». «Ojalá», digo.


Martes, 31 de diciembre de 1968. Trabajo con Borges y Di Giovanni, hasta la madrugada, en traducciones de Crónicas. Borges expresa su fe en que él y yo empezaremos ahora una nueva época de nuestra vida literaria: la de nuestras mejores creaciones.
Cada semana, Di Giovanni manda tres colaboraciones (de Borges, que él traduce) al New Yorker. BIOY: «Va a cansarlos». DI GIOVANNI: «Qué más quieren. ¿Usted no cree que Borges...?» BIOY: «No se trata de eso. Van a cansarse de la frecuencia. Cada vez que reciben correspondencia hay un grueso sobre suyo. Estarán preguntándose en broma: "¿A qué no sabes de quién recibí hoy un sobre? De Di Giovanni"». DI GIOVANNI: «Usted no conoce al New Yorker. Además lo necesito para vivir». BIOY: «Eso no es asunto de ellos. Usted va a matar la gallina de los huevos de oro». DI GIOVANNI: «All right. Mañana empiezo a traducir a Bioy Casares, a Silvina Ocampo, a Mallea, así no los canso con Borges». BIOY (en broma): «Usted convierte mi consejo en una bajeza. Tal vez en general tenga razón; pero no en cuanto al New Yorker, los conozco mejor que usted. Le elegí tres cuentos de Crónicas que no trataban de excentricidades literarias. Usted no me hizo caso y tradujo "Paladión". Mandó "Paladión" y se disponía a mandar "Bonavena". Le dije: "No. Van a considerarnos pourris de littératuré". Usted no creyó en mi consejo, pero lo aceptó. Menos mal, porque al día siguiente recibió de vuelta "Paladión", con la explicación de que era demasiado literario, una broma para literatos, tediosa para el público general ». En toda esta discusión, Borges estaba de acuerdo conmigo.


Miércoles, 31 de diciembre de 1969. A las diez, después de la comida, vienen Borges y Elsa. Hablo del cuento que vendí a Atlántida. BORGES (con la cara torcida por el disgusto): «No puedo aceptar dinero de una revista que se metió con mi madre, con mi mujer y conmigo». Después, a solas, me dice: «No voy a hacer escándalo. Que ellos crean que me pagaron no me importa. Entre yo y Dios, if any, tiene que saberse que no recibí el dinero. Así que cobralo y hacé lo que quieras. Decile a Elsa que no te pagaron». La única salida que se me ocurre es dar ese dinero a La Nación, para que lo donen al Ejército de Salvación, de parte de H. Bustos Domecq, y escribirle una carta a Borges, explicándole todo, diciéndole que no creía que estuviera ofendido, porque una ofensa así a mí no me llega. Además, ¿ofenderse con Atlántida, con el Correo? Brindamos con champagne Arizu, que ellos nos regalaron. También está con nosotros Ricardo, el hijo de Elsa. Elsa anuncia: «Mañana es el cumpleaños de un hermano mío, que murió». BORGES (a mí): «Una información útil».


Jueves, 31 de diciembre de 1970. Comen en casa Borges y Cristina Alstone. BORGES: «En ese nombre hay un error. Stone no es piedra. Es tune, town, como en Paddington. Alstone ha de ser Old Town». Dice que Borges es burgués: «Siempre insistí en no ser un escritor comprometido. ¿Por qué hay que estar comprometido en una sola dirección? De ahora en adelante yo estaré comprometido en defensa de la burguesía». Comemos, tardísimo, un prodigioso pavo, con purés de arvejas y de batata. Con Borges dormitamos un rato, versificando en español las brujas de Macbeth.


Viernes, 31 de diciembre de 1971. Sobre 1971. Con Borges empezamos, en Buenos Aires y en Pardo, la traducción, en endecasílabos sin rima, de Macbeth; la abandonamos. Escribimos tres cuentos de Bustos Domecq: «Más allá del bien y del mal», sobre una idea mía; «El enemigo n°1 de la censura», sobre una idea mía; la historia de un amor del Baulito Pérez, a la que falta el título, sobre una idea de Borges, modificada por mí. Borges ha mejorado, pero está viejo (otro trabajo cumplido: con él y con Hugo escribimos el film Los otros y lo tradujimos al francés). Otro hecho, de algún modo vinculado con las letras y casi increíble: inicié el primer pleito de mi vida. Por medio de una abogada recomendada por Elvira Orphée, inicié juicio a la editorial Rueda (en nombre también de Borges, por Cuentos breves y extraordinarios). A Sur le retiré los derechos de gerencia de Seis problemas y del Libro del cielo y del infierno.


Domingo, 31 de diciembre de 1972. Hablo con la madre de Borges. Está mejor. Leo a Borges, de un Sunday Times del 26 de noviembre, un limmerick de Swinburne, escrito como prosa: «Literary critics will hardly care to remember or to register the fact that there was a bad poet named Clough, whom his friends found useless to puff; for the public, if dull, has not such skull as belongs to believers in Clough».1 BORGES: «Sin embargo, [Clough] no era mal poeta ». Cita de él esta frase sobre Roma:

Rubbishy seems the word that most exactly suits it.2

Silvina se enoja por la herejía. A mí la observación de Clough me parece justa y recuerdo la frase de Oscar Pardo, de vuelta de su viaje por Italia: «¿No dijo Oscar que el estado de las ruinas le pareció francamente ruinoso?»3
También cita Borges una conversación entre peones de maestranza en la Biblioteca, recogida por Miguel de Torre en un asado de fin de año: UNO: «Tengo almorranas». OTRO (amistoso): «Hacételas empujar».

1. [Los críticos literarios difícilmente se molestarán en recordar o registrar la existencia de un mal poeta llamado Clough, a quien sus amigos encontraban inútil promover; porque el público, aunque estúpido, no tiene sesera semejante a la de los partidarios de Clough.] El mismo es citado, como «a contemptuous rhyme», por Chesterton [Robert Browning (1903), III], con variantes: «There was a bad poet named Clough./ Whom his friends all united to puff./ But the public, though dull, / Has not quite such a skull/ As belongs to believers in Clough». Bioy había leído el libro en marzo de 1942.
2. [Cubierta de ruinosa basura parece ser la definición que mejor le conviene.] Amours de Voyage (1849), I,v. 9.
3. Cf. BIOY, «Confidencias de un lobo» (1967).


Martes, 31 de diciembre de 1974. Busco a Borges, que sigue lumbagado. «Heredé tu león» —me dice, aludiendo al de Lugones, al que «un sordo lumbago lo amilana»—. Llegamos a casa, en el coche. Él habla. Le digo: «Esperá un momento, tengo que abrir las puertas del garaje». Me bajo. Cuando vuelvo está hablando. Dice: «Las Grondona están en una situación falsa: son millonarias, pero no tienen un peso; gente bien, pero de segunda; escritoras, pero quién las toma en serio (amén de que necesitan que les corrijan los textos antes de publicarlos); y por merecer, pero viejas». Comenta también: «Una personalidad tenue que está imponiéndose es la de Juan L. Ortiz. No pasa un día sin que me lo nombren. Yo creo que ya es inexpugnable. Si escribís versos en líneas muy cortas, de estilo alusivo y delicado (aunque personalmente uno sea tan grosero y bruto como Molinari) y si te afiliás al partido comunista, entonces no te sacan ni a patadas. Yo creí que el poeta de Gualeguay era Mastronardi, pero ahora parece que es este Ortiz».
Comemos y, a las once y media, en la penumbra del hall, Marta se duerme en su silla, después Silvina, mientras Borges perora. De pronto me pasa algo extraño, no sé dónde estoy. Despierto porque Silvina conduce a Borges al baño. La mucama llega llorosa porque es año nuevo. Borges explica su lumbago: «Si me levanto me duele». «No se levante», le dice, cortés e incomprensivamente la mujer.


Viernes, 31 de diciembre de 1976. Come en casa Borges. Hay que esperar el año nuevo: Silvina se duerme, yo me duermo. Borges habla de la crítica de Shakespeare; yo contribuyo con las palabras Don Braulio. Temo que Borges descubra que estoy durmiendo y trato de justificar a ese don Braulio entre Pope y Johnson.
BORGES: «Parece que las mujeres llegaron a Ibsen. Ahora guardan para ellas lo que ganan. Está bien. De modo que rufianes, gigolós, etcétera, hoy no son más que personajes de la literatura. En la vida no están. Qué raro: la literatura siempre está atrasada».


Sábado, 31 de diciembre de 1977. Come en casa Borges. Le digo que hoy leí en La Nación su prólogo a los dibujos de Norah 1, convencido de que era un capítulo de un libro de recuerdos. «Eso no es escribir», responde.

1. Norah [Milano, Il Polifilo, 1977]


Domingo, 31 de diciembre de 1978. Comen en casa Borges, Roberto Gerosa y Daniel Tinayre (h.). Borges está algo tembloroso, sin equilibrio. Escribimos la nota para anteponer a Los placeres del opio en la Suma de De Quincey. Leído hoy, el texto de De Quincey sugiere un escandaloso alegato en favor del opio; cuando yo lo leí por primera vez, en el treinta y tantos, me pareció expresión de opiniones de un hombre que todavía no estaba compenetrado de los perjuicios que traía su consumo. En aquellos años había gente que se drogaba (morfinómanos, les decíamos), pero nuestra sensibilidad para el asunto no estaba tan agudizada como ahora.
Borges opina que The End of the Tether es un magnífico relato y pregunta si un ciego podría, como el capitán de este relato de Conrad, disimular durante varios días su ceguera. Conrad habla de las tinieblas del ciego: Borges dice que para él nunca hay tinieblas; que extraña la oscuridad; el mundo para él siempre es azulado o si no de un color amarillento o naranja. Que lamenta no haberle preguntado a otro ciego si ellos están como él en un mundo azulado o amarillento: «Nunca le pregunté esto a mi abuela; tampoco a mi padre». BIOY: «¿Por qué lado te viene la ceguera?» BORGES: «Por los Haslam: mi bisabuelo Haslam, mi abuela Haslam, mi padre».


Sábado, 31 de diciembre de 1983. Me entero de que Borges volvió hoy de los Estados Unidos.



En Bioy Casares, Adolfo: Borges 
Barcelona: Ediciones Destino ("Imago Mundi"), 2006

Foto: Adolfo Bioy Casares con Jorge Luis Borges en Buenos Aires (1982) 
Fuente: Adolfo Bioy Casares: Una poética de la pasión narrativa
Buenos Aires, Anthropos, n.º 127, diciembre de 1991, p. 32 Vía


30/12/15

Jorge Luis Borges: Todos, de alguna manera, somos griegos o judíos [Entrevista, Buenos Aires, 1971]









La primera figura de las letras argentinas ha recibido el Premio Jerusalén, que la Municipalidad de esa ciudad le adjudica bianualmente en ocasión de la Feria Internacional del Libro a un escritor destacado, por su aporte a la libertad del individuo en la sociedad. En años anteriores recibieron el mismo Premio Bertrand Russell, Ignazio Silone, André Schwartz-Bart y Max Fritsch.


El rostro alargado, de pómulos altos, los ojos glaucos, uno de ellos ligeramente entrecerrado, la piel extrañamente lisa y pálida, con un rosa ligero que aparece de pronto: la conocida máscara espiritual de Borges. Al principio, seria; después, animada por una pasión de la inteligencia, por un verdadero ardor que lo rejuvenece, pero contenido dentro de fronteras precisas y marcadas por la ironía, de manera que hablar con Borges es, lo mismo que leer, dejarse llevar por el esplendor de una frase, hasta el límite donde la elegancia lo permite.

¿Qué valor, qué significado tiene, para usted, su premio?


—Un significado íntimo contesta— porque siempre me he sentido ligado a Israel, desde la infancia. Tuve una abuela inglesa, protestante, que sabía de memoria la Biblia. Después, en el año 16 ó 17, resolví estudiar alemán y lo logré a través de Heine. Fui el primero en traducir una selección de expresionistas alemanes, entre los que había muchos judíos. La lectura de El Golem, de Gustav Meyrinck, me impresionó mucho y, a partir de esa novela y de mi encuentro con Scholem (tengo un poema sobre el tema, en el que rimo Golem con Scholem), intensifiqué mis estudios sobre la Cábala. A Scholem lo conocí durante una visita a Israel, tan programada, que yo sabía con horas y minutos lo que haría cuatro días más tarde. Sin embargo, con Scholem no resultó; nos salimos del programa; teníamos tres cuartos de hora para conversar y nos quedamos hasta el amanecer. Yo aprendí mucho. Espero volverlo a ver cuando vaya a recibir mi premio. También fui amigo de Gerchunof, soy amigo de Cansinos Assens, y he dado conferencias en la Hebraica sobre la Cábala, Spinoza, Buber y soy amigo de León Dujovne. A propósito de Dujovne, recuerdo que, cuando lo votamos para el premio Nacional, una señora de ilustre apellido se opuso diciendo: "Yo no voy a caer en esa vulgaridad anticuado del antisemitismo, pero a los judíos los fusilaría". Y, bueno, además he dicho a menudo, en varias conferencias, que más allá de las vicisitudes de la sangre (incognoscibles) todos pertenecemos a la mal llamada cultura occidental (medio oriental, porque es medio hebrea), y todos, de alguna manera, somos griegos y judíos.


¿Qué representa para usted el nombre Jerusalén, históricamente y ahora?


—¿Ahora? Es estar en el sitio más antiguo del mundo y, a la vez en el más nuevo y viviente. Un lugar tan abarrotado de tiempo, pasado y actual, que al volver a Buenos Aires tuve la impresión de haber pasado de la vigilia al sueño, no, al sueño es demasiado, a la siesta. Aquel país tan joven, tratando de salvarse; tan vital, tan heroico; esa Guerra de los Cinco Días, y todo ello basado en un tradición antiquísima... Estoy deseando volver. Es inútil decir que me siento honrado y feliz por el premio, pero lo digo lo mismo: no por inútil resulta menos veraz.


(Ni resulta menos claro, a los ojos del periodista, un rasgo curioso: Borges dice Guerra de los Cinco Días para marcarse, tal vez inconscientemente, un límite; para no incurrir en una participación total, desenfrenada. Una necesidad de apartarse, de ausentarse, que jamás le ha impedido, en los hechos, demostrarse abierto partidario de las causas justas, y que, sin buscar más lejos el ejemplo, no le impidió ser, junto a Bioy Casares, el primer escritor argentino que se pronunció públicamente a favor de Israel, durante esa misma Guerra de Tan Pocos Días).


Le preguntamos: ¿Conoce usted la nueva literatura israelí? ¿Tiene una impresión formada acerca de ella?


— No conozco el hebreo, pero he hablado con escritores israelíes que me han asombrado. Yo suponía que la tendencia literaria debería ser, naturalmente, un acercamiento a los Salmos, al Cantar de los Cantares, inclusive una épica, por la guerra a pesar de que el relato de las hazañas no se produce durante las guerras sino después (nunca he conocido a un soldado de la Segunda Guerra Mundial que quisiera hablar de eso). Pero no. Me han dicho que no querían copiar al rey David. Que querían ser modernos. Yo les contesté que ser moderno no me parecía obligatorio. Desde el momento en que se nace ahora, se es moderno, quiérase o no. ¿Para qué imponerse una contemporaneidad que, de todas maneras, ya se posee?


Hay un rasgo que persiste en la literatura judía, desde los cuentos jasídicos hasta Heine o Agnón: es la levedad del trazo, la capacidad de traducir una situación dramática con humor y sin recargar la expresión. ¿A qué atribuye esa característica?


— Es cierto, esa característica existe. Es muy notable en Heine. Hay pueblos con y pueblos sin humor. Los ingleses lo tienen, los alemanes no. ¿Por qué razón por ejemplo en América Latina, los únicos que tienen humor son los colombianos? Los argentinos, no. A ningún argentino se le ocurriría hacer un chiste sobre San Martín. En Bogotá es muy común que se diga, señalando una estatua: "Será algún prócer, pues Próceres tenemos muchos. Héroes, pocos".


¿Qué piensa usted del doble estereotipo en el que se ha fijado a los judíos: por un lado, personificación de todo mal y, por otro, idealización extrema? ¿No cree que el judío tiene derecho a no responder ni a uno ni al otro esquema?


—No cabe duda alguna. Por otra parte, un judío es un ser difícil de encasillar en un esquema. El único esquema que lo refleja es el de un chiste que circulaba por Nueva York: "¿Qué es un judío? Un judío puede ser alto, bajo, ñato, narigón, pelirrojo, morocho, simpático, antipático, pecoso, sin pecas, de orejas grandes, de orejas chicas, lo único, que lo singulariza es que no sabe hebreo".


Borges, ¿de dónde viene su atracción por la mística judía, por la Cábala de la que usted ha hablado y que está tan presente en su obra?


—En primer lugar, como le dije, vino de la lectura de El Golem. Luego, en casa, tengo una nutrida biblioteca en varios idiomas sobre la Cábala. Lo que me atrae es la impresión de que los cabalistas no escribieron para facilitar la verdad, para darla servida, sino para insinuarla y estimular su búsqueda. De ahí la abundancia de mitos y símbolos en los que sus autores no pudieron haber creído. Y eso no se da sólo en los cabalistas medievales, sino en la Biblia, en el Libro de Job, en Cristo mismo: no hablan en forma lógica, hablan de símbolos y metáforas; no dicen abiertamente, sugieren el camino.


¿Cree que ya puede hablarse de una literatura argentina de rasgos visibles, discernibles?


—Sí, puede hablarse. En los demás países latinoamericanos hubo siempre una tendencia al realismo, al alegato social, al documento. Ahora han llegado a la literatura fantástica y eso pudo haber partido de aquí, de Bioy Casares o, a lo mejor, también de mí mismo. Es un rasgo diferencial, ¿no cree?, pero no el primero ni el único. En el siglo XIX no se dio nada, en ninguna parte, parecido a nuestra literatura gauchesca. El Oeste norteamericano tenía un paisaje similar, personajes similares, y sin embargo produjo el western, pero no produjo una poesía que reflejara ese paisaje y esos personajes. Además nosotros no podríamos concebir una literatura en la que el comisario fuera el héroe.

Borges se pone de pie. Rodeado por los imponentes sillones oscuros de la Biblioteca Nacional, por un momento vuelve a asumir el aire de historia que irremediablemente lo acompaña. El periodista no puede evitar un pensamiento intemporal, la sensación de estar hablando con alguien más largo que su vida, con alguien que llegará más allá de su muerte. Una impresión vertiginosa que la conversación caprichosa de Borges, su repentino humor, su fascinante manera de contestar a la vez con valentía y negligencia, convencido y ausente, habían por un momento atenuado.



Entrevista aparecida en Revista Raíces, 1971 
CIDIPAL-IICCAI, Buenos Aires, 1987
Retrato de Borges por Louis MonierParís, 1979

29/12/15

Jorge Luis Borges: Rubaiyat








Torne en mi voz la métrica del persa
a recordar que el tiempo es la diversa
trama de sueños ávidos que somos
y que el secreto Soñador dispersa.
Torne a afirmar que el fuego es la ceniza,
la carne el polvo, el río la huidiza
imagen de tu vida y de mi vida
que lentamente se nos va de prisa.
Torne a afirmar que el arduo monumento
que erige la soberbia es como el viento
que pasa, y que a la luz inconcebible
de Quien perdura, un siglo es un momento.
Torne a advertir que el ruiseñor de oro
canta una sola vez en el sonoro
ápice de la noche y que los astros
avaros no prodigan su tesoro.
Torne la luna al verso que tu mano
escribe como torna en el temprano
azul a tu jardín. La misma luna
de ese jardín te ha de buscar en vano.
Sean bajo la luna de las tiernas
tardes tu humilde ejemplo las cisternas,
en cuyo espejo de agua se repiten
unas pocas imágenes eternas.
Que la luna del persa y los inciertos
oros de los crepúsculos desiertos
vuelvan. Hoy es ayer. Eres los otros
cuyo rostro es el polvo. Eres los muertos.



En Elogio de la sombra (1969)
Foto sin data precisa vía © Fräulein Schwert


28/12/15

María Kodama: Nota a 'Mi último tigre', de Jorge Luis Borges








Mi último tigre. Esta foto fue tomada en la reserva de animales de Cutini, que está cerca de Luján. Recuerdo que un amigo me llevó y vi, maravillada, cómo Cutini entraba al predio donde estaban los tigres, desnudo hasta la cintura para que la gente pudiera comprobar que no llevaba armas; los tigres lo rodearon y jugaron con él como cachorros de gato.

Cuando se lo conté a Borges, loco de alegría me dijo que quería ir ¡¡¡ya!!!, pero debimos esperar al fin de semana. Al verlo, Cutini se acercó de inmediato y le dijo, sentándolo en un tronco de árbol: "Maestro, va a tener el honor de acariciar a mi tigre Rosie, ya vuelvo".

Toda la gente que visitaba el lugar se arremolinó alrededor de Borges, y de pronto apareció caminando junto a Cutini un espléndido animal. Yo creí que guiaría la mano de Borges para que acariciara la cabeza del tigre. Cutini le explicaba a Rosie que el maestro tendría el honor de acariciarla y que ella sería, a su vez, honrada por Borges, que estaba ansioso por conocerla.

Luego de estas explicaciones le dijo: "Saluda al Maestro, Rosie". Ella, acercándose, puso las dos patas sobre los hombros de Borges, que le acariciaba el flanco mientras ella le lamía la cabeza como si fuera uno de sus cachorros. La gente contenía la respiración, había un silencio que se sentía como una presencia física. De pronto se oyó la voz de Borges que decía: "María, ¿cree que puede arañarme? ¡Qué peso tiene! ¡Y qué olor...!"

En un espléndido atardecer de verano, mientras comíamos sentados en la veranda de la casa, a contraluz, Borges distinguió algo que se movía: "No me diga que es lo que imagino", me dijo. "Sí, son seis tigres de bengala que se pasean alrededor de la mesa", respondí.

Al terminar la visita, emocionado, Borges me dijo que nadie en su vida le había hecho un regalo tan maravilloso e inolvidable como el que acababa de materializar el sueño de su niñez.




Foto y fragmento de Sobre las fotografías (notas)
Epílogo de María Kodama a Atlas 
Buenos Aires, Emecé, 1984-2000


27/12/15

Jorge Luis Borges: Efialtes






En el fondo del sueño están los sueños. Cada
noche quiero perderme en las aguas obscuras
que me lavan del día, pero bajo esas puras
aguas que nos conceden la penúltima Nada
late en la hora gris la obscena maravilla.
Puede ser un espejo con mi rostro distinto,
puede ser la creciente cárcel de un laberinto,
puede ser un jardín. Siempre es la pesadilla.
Su horror no es de este mundo. Algo que no se nombra
me alcanza desde ayeres de mito y de neblina;
la imagen detestada perdura en la retina
e infama la vigilia como infamó la sombra.
¿Por qué brota de mí cuando el cuerpo reposa
y el alma queda sola, esta insensata rosa?



En La rosa profunda (1975) 
Foto: Borges por Ernesto Monteavaro
incluida en OOCC 1975-1985 (II tomo)
© María Kodama y Emecé Editores S.A.
Buenos Aires, 1989



26/12/15

Jorge Luis Borges: El remordimiento









He cometido el peor de los pecados
que un hombre puede cometer. No he sido
feliz. Que los glaciares del olvido
me arrastren y me pierdan, despiadados.
Mis padres me engendraron para el juego
arriesgado y hermoso de la vida,
para la tierra, el agua, el aire, el fuego.
Los defraudé. No fui feliz. Cumplida
no fue su joven voluntad. Mi mente
se aplicó a las simétricas porfías
del arte, que entreteje naderías.
Me legaron valor. No fui valiente.
No me abandona. Siempre está a mi lado
la sombra de haber sido un desdichado.




En La moneda de hierro (1976)
Lámina de Antonio Berni 
Frente a la portada de La moneda de hierro 
Primera edición, Emecé, Buenos Aires, 1976

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