25/7/15
Jorge Luis Borges: Milonga de los morenos
Alta la voz y animosa
como si cantara flor,
hoy, caballeros, le canto
a la gente de color.
Marfil negro los llamaban
los ingleses y holandeses
que aquí los desembarcaron
al cabo de largos meses.
En el barrio de Retiro
hubo mercado de esclavos;
de buena disposición
y muchos salieron bravos.
De su tierra de leones
se olvidaron como niños
y aquí los aquerenciaron
la costumbre y los cariños.
Cuando la patria nació
una mañana de Mayo,
el gaucho sólo sabía
hacer la guerra a caballo.
Alguien pensó que los negros
no eran ni zurdos ni ajenos
y se formó el Regimiento
de Pardos y de Morenos.
El sufrido regimiento
que llevó el número seis
y del que dijo Ascasubi:
“Más bravo que gallo inglés”.
Y así fue que en la otra banda
esa morenada, al grito
de Soler, atropelló
en la carga del Cerrito.
Martín Fierro mató a un negro
y es casi como si hubiera
matado a todos. Sé de uno
que murió por la bandera.
De tarde en tarde en el Sur
me mira un rostro moreno,
trabajado por los años
y a la vez triste y sereno.
¿A qué cielo de tambores
y siestas largas se han ido?
Se los ha llevado el tiempo,
el tiempo, que es el olvido.
En Para las seis cuerdas (1965)
Foto Picture-Alliance/dpa/Leo Malamud
23/7/15
Jorge Luis Borges: Poema
Anverso
Dormías. Te despierto.
La gran mañana depara la ilusión de un principio.
Te habías olvidado de Virgilio. Ahí están los hexámetros.
Te traigo muchas cosas.
Las cuatro raíces del griego: la tierra, el agua, el fuego, el aire.
Un solo nombre de mujer.
La amistad de la luna.
Los claros colores del atlas.
El olvido, que purifica.
La memoria que elige y que reescribe.*
El hábito que nos ayuda a sentir que somos inmortales.
La esfera y las agujas que parcelan el inasible tiempo.
La fragancia del sándalo.
Las dudas que llamamos, no sin alguna vanidad, metafísica.
La curva del bastón que tu mano espera.
El sabor de las uvas y de la miel.
Reverso
Recordar a quien duerme
es un acto común y cotidiano
que podría hacernos temblar.
Recordar a quien duerme
es imponer a otro la interminable
prisión del universo.
Y de su tiempo sin ocaso ni aurora.**
Es revelarle que es alguien o algo
que está sujeto a un nombre que lo publica
y a un cúmulo de ayeres.
Es inquietar su eternidad.
Es cargarlo de siglos y de estrellas.
Es restituir al tiempo otro Lázaro
cargado de memoria.
Es infamar el agua del Leteo.
* La memoria que elige y que redescubre (en La cifra)
**de su tiempo sin ocaso ni aurora. (Ibídem)
En La Cifra (1981)
Primera publicación en ABC Madrid
Un Poema, 29 de agosto de 1980, pág. 31
22/7/15
Jorge Luis Borges: Lunes 22 de julio de 1985
He asistido, por primera y última vez, a un juicio oral. Un juicio oral a un hombre que había sufrido unos cuatro años de prisión, de azotes, de vejámenes y de cotidiana tortura. Yo esperaba oír quejas, denuestos y la indignación de la carne humana interminablemente sometida a ese milagro atroz que es el dolor físico. Ocurrió algo distinto. Ocurrió algo peor. El réprobo había entrado enteramente en la rutina de su infierno. Hablaba con simplicidad, casi con indiferencia, de la picana eléctrica, de la represión, de la logística, de los turnos, del calabozo, de las esposas y de los grillos. También de la capucha. No había odio en su voz. Bajo el suplicio, había delatado a sus camaradas; éstos lo acompañarían después y le dirían que no se hiciera mala sangre, porque al cabo de unas “sesiones” cualquier hombre declara cualquier cosa. Ante el fiscal y ante nosotros, enumeraba con valentía y con precisión los castigos corporales que fueron su pan nuestro de cada día. Doscientas personas lo oíamos, pero sentí que estaba en la cárcel. Lo más terrible de una cárcel es que quienes entraron en ella no pueden salir nunca. De éste o del otro lado de los barrotes siguen estando presos. El encarcelado y el carcelero acaban por ser uno. Stevenson creía que la crueldad es el pecado capital; ejercerlo o sufrirlo es alcanzar una suerte de horrible insensibilidad o inocencia. Los réprobos se confunden con sus demonios, el mártir con el que ha encendido la pira. La cárcel es, de hecho, infinita.
De las muchas cosas que oí esa tarde y que espero olvidar, referiré la que más me marcó, para librarme de ella. Ocurrió un 24 de diciembre. Llevaron a todos los presos a una sala donde no habían estado nunca. No sin algún asombro vieron una larga mesa tendida. Vieron manteles, platos de porcelana, cubiertos y botellas de vino. Después llegaron los manjares (repito las palabras del huésped). Era la cena de Nochebuena. Habían sido torturados y no ignoraban que los torturarían al día siguiente. Apareció el Señor de ese infierno y les deseó Feliz Navidad. No era una burla, no era una manifestación de sí mismo, no era un remordimiento. Era, como ya dije, una suerte de inocencia del mal.
¿Qué pensar de todo esto? Yo, personalmente, descreo del libre albedrío. Descreo de castigos y de premios. Descreo del infierno y del cielo. Almafuerte escribió:
Somos los anunciados, los previstos,
Si hay un Dios, si hay un punto Omnisapiente;
¡Y antes de ser, ya son, en esa Mente,
Los Judas, los Pilatos y los Cristos!
Sin embargo, no juzgar y no condenar el crimen sería fomentar la impunidad y convertirse, de algún modo, en su cómplice.
Es de curiosa observación que los militares, que abolieron el código civil y prefirieron el secuestro, la tortura y la ejecución clandestina al ejercicio público de la ley, quieran acogerse ahora a los beneficios de esa antigualla y busquen buenos defensores. No menos admirable es que haya abogados que, desinteresadamente sin duda, se dediquen a resguardar de todo peligro a sus negadores de ayer.
En Textos Recobrados 1956-1986 (1997)
Pimera publicación en Clarín, 31 de julio de 1985
Luego en El País 10 de agosto de 1985
Fotos: Borges en los estrados del Juicio a las Juntas
Audiencia del 22 de julio de 1985
Junto al Fiscal Julio César Strassera
©Juan Carlos Piovano/Agencia Telam
Fotos: Borges en los estrados del Juicio a las Juntas
Audiencia del 22 de julio de 1985
Junto al Fiscal Julio César Strassera
©Juan Carlos Piovano/Agencia Telam
21/7/15
Jorge Luis Borges: De alguien a nadie
En el principio, Dios es los Dioses (Elohim), plural que algunos llaman de majestad y otros de plenitud y en el que se ha creído notar un eco de anteriores politeísmos o una premonición de la doctrina, declarada en Nicea, de que Dios es Uno y es Tres. Elohim rige verbos en singular; el primer versículo de la Ley dice literalmente: En el principio, hizo los Dioses, el cielo y la tierra. Pese a la vaguedad que el plural sugiere: Elohim es concreto; se llama Jehová Dios y leemos que se paseaba en el huerto al aire del día o, como dicen las versiones inglesas, in the cool of the day. Lo definen rasgos humanos; en un lugar de la Escritura se lee: Arrepintiose Jehová de haber hecho hombre en la tierra y pesóle en su corazón y en otro, Porque yo Jehová tu Dios soy un Dios celoso y en otro, He hablado en el fuego de mi ira. El sujeto de tales locuciones es indiscutiblemente Alguien, un Alguien corporal que los siglos irán agigantando y desdibujando. Sus títulos varían: Fuerte de Jacob, Piedra de Israel, Soy El Que Soy, Dios de los Ejércitos, Rey de Reyes. El último, que sin duda inspiró por oposición el Siervo de los Siervos de Dios, de Gregorio Magno, es en el texto original un superlativo de rey: "propiedad es de la lengua hebrea —dice fray Luis de León— doblar así unas mismas palabras, cuando quiere encarecer alguna cosa, o en bien o en mal. Ansí que decir Cantar de cantares es lo mismo que solemos decir en castellano Cantar entre cantares, hombre entre hombres, esto es, señalado y eminente entre todos y más excelente que otros muchos". En los primeros siglos de nuestra era, los teólogos habilitan el prefijo omni, antes reservado a los adjetivos de la naturaleza o de Júpiter; cunden las palabras omnipotente, omnipresente, omniscio, que hacen de Dios un respetuoso caos de superlativos no imaginables. Esa nomenclatura, como las otras, parece limitar la divinidad: a fines del siglo V, el escondido autor del Corpus Dionysiacum declara que ningún predicado afirmativo conviene a Dios. Nada se debe afirmar de Él, todo puede negarse. Schopenhauer anota secamente: "Esa teología es la única verdadera, pero no tiene contenido". Redactados en griego, los tratados y las cartas que forman el Corpus Dionysiacum dan en el siglo IX con un lector que los vierte al latín: Johannes Eríugena o Scotus, es decir Juan el Irlandés, cuyo nombre en la historia es Escoto Erígena, o sea Irlandés Irlandés. Éste formula una doctrina de índole panteísta: las cosas particulares son teofanías (revelaciones o apariciones de lo divino) y detrás está Dios, que es lo único real, "pero que no sabe qué es, porque no es un qué, y es incomprensible a sí mismo y a toda inteligencia". No es sapiente, es más que sapiente; no es bueno, es más que bueno; inescrutablemente excede y rechaza todos los atributos. Juan el Irlandés, para definirlo, acude a la palabra nihilum, que es la nada; Dios es la nada primordial de la creatio ex nihilo, el abismo en que se engendraron los arquetipos y luego los seres concretos. Es Nada y Nadie; quienes lo concibieron así obraron con el sentimiento de que ello es más que ser un Quién o un Qué. Análogamente, Samkara enseña que los hombres, en el sueño profundo, son el universo, son Dios.
El proceso que acabo de ilustrar no es, por cierto, aleatorio. La magnificación hasta la nada sucede o tiende a suceder en todos los cultos; inequívocamente la observamos en el caso de Shakespeare. Su contemporáneo Ben Jonson lo quiere sin llegar a la idolatría, on this side Idolatry; Dryden lo declara el Homero de los poetas dramáticos de Inglaterra, pero admite que suele ser insípido y ampuloso; el discursivo siglo XVIII procura aquilatar sus virtudes y reprender sus faltas: Maurice Morgan, en 1774, afirma que el rey Lear y Falstaff no son otra cosa que modificaciones de la mente de su inventor; a principios del siglo XIX, ese dictamen es recreado por Coleridge, para quien Shakespeare ya no es un hombre sino una variación literaria del infinito Dios de Spinoza. "La persona Shakespeare —escribe— fue una natura naturata, un efecto, pero lo universal, que está potencialmente en lo particular, le fue revelado, no como abstraído de la observación de una pluralidad de casos sino como la sustancia capaz de infinitas modificaciones, de las que su existencia personal era sólo una". Hazlitt corrobora o confirma: "Shakespeare se parecía a todos los hombres, salvo en lo de parecerse a todos los hombres. íntimamente no era nada, pero era todo lo que son los demás, o lo que pueden ser". Hugo, después, lo equipara con el océano, que es un almácigo de formas posibles*.
Ser una cosa es inexorablemente no ser todas las otras cosas; la intuición confusa de esa verdad ha inducido a los hombres a imaginar que no ser es más que ser algo y que, de alguna manera, es ser todo. Esta falacia está en las palabras de aquel rey legendario del Indostán, que renuncia al poder y sale a pedir limosna en las calles: "Desde ahora no tengo reino o mi reino es ilimitado, desde ahora no me pertenece mi cuerpo o me pertenece toda la tierra". Schopenhauer ha escrito que la historia es un interminable y perplejo sueño de las generaciones humanas; en el sueño hay formas que se repiten, quizá no hay otra cosa que formas; una de ellas es el proceso que denuncia esta página.
Buenos Aires, 1950
[*] En el budismo se repite el dibujo. Los primeros textos narran que el Buddha, al pie de la higuera, intuye la infinita concatenación de todos los efectos y causas del universo, las pasadas y futuras encarnaciones de cada ser; los últimos, redactados siglos después, razonan que nada es real y que todo conocimiento es ficticio y que si hubiera tantos Ganges como hay granos de arena en el Ganges y otra vez tantos Ganges como granos de arena en los nuevos Ganges, el número de granos de arena sería menor que el número de cosas que ignora el Buddha.
En Otras Inquisiciones (1952)
Foto Borges en Buenos Aires, años 70
Archivo Agencia EFE
20/7/15
Jorge Luis Borges: Mitologías del odio
Acerca de los mitos a que el odio da vida, Jorge L. Borges hace ingeniosas reflexiones en este artículo, cuidándose —nueva prueba de la exquisitez de su gusto— de no incurrir en la cri-ética, [sic]"ciencia de los canallas ", como él la llama.
Las atrocidades fueron casi el único artículo de primera necesidad que no escaseó durante la guerra y que la población civil devoró con una felicidad repugnante. El mercado norteamericano fue el decisivo y la superioridad de los productos anglo-franceses determinó en abril de 1917 la capitulación final de noviembre de 1918. Un continente militó contra los imperios centrales por obra y gracia de las Shahrazads de Lord Northcliffe. El hecho no es injusto, y lo está corroborando la primacía de los novelistas "aliados" —la de Bouvard et Pécuchet y de Lord Jim sobre el inadmisible Meister de Goethe.
La historia de esa propaganda no ha sido escrita, pero sus datos pueden ser excavados de un reciente volumen. Su título, Spreading germs ofhate (Diseminando gérmenes de odio); su fecha y su lugar, Londres 1931; su redactor, el imaginario prosista pero no menos afligente poeta Jorge Silvestre Viereck. Para secreta y vasta felicidad de los que comprenden inglés, copio su primera línea, que parece un autógrafo directo del conde Drácula: The Master Propagandist toyed with his de mi—Tasse. Afortunadamente, los hechos que relata son otra cosa. Son los genuinos rudimentos de una mitología, privada de terrores ahora, pero que tuvo el imprimatur de Wells, de Sandburg, de Unamuno, de Verhaeren, de Bergson, para no mencionar un etcétera de millones, que probaron la muerte metalúrgica de las fundiciones de Krupp, en los confines de la tierra, el aire y el mar. Entresaco un par de episodios. El primero es el camino de perfección de un hecho inocente. Un día entre los días del mes de octubre de 1914, declaró la "Koelnische Zeitung":
Cuando se anunció la toma de Amberes, fueron echadas a vuelo las campanas.
Se entiende que esos campanarios felices eran los de Alemania. A las veinticuatro horas, el diario "Le Matin" de París, propuso una versión ya patética:
Según la Gaceta de Colonia, el clero de Amberes tuvo que echar a vuelo las campanas cuando esa plaza fuerte capituló.
Siempre los belgas fueron detestados en Francia. El "Times", imparcial como de costumbre, no consintió los reprensibles errores de la versión francesa: uno el molesto verbo capitular, otro la conjetura de que los belgas —entonces oficialmente heroicos— se dejaban mandar por los alemanes. Tradujo así:
Anuncia "Le Matin" que fueron destituidos de su cargo los sacerdotes belgas, que se negaron a tocar las campanas cuando Amberes cayó.
Algo mejor está, pero la mera destitución de los eclesiásticos carece del horror conveniente. Una tercera refacción se imponía y el "Corriere della Sera" la acometió:
Según informaciones del "Times", los valerosos sacerdotes belgas que se negaron a tañir las campanas cuando Amberes cayó, han sido condenados a presidio por el tribunal militar.
Adulta en pocos días y transformada, la noticia vuelve a París. Oh, anagnórisis! el padre, el periodista de "Le Matin", le sale al encuentro. Le da la forma simétrica que le falta, la que elabora con sus medios estrictos el cortejado horror, la que hará temblar a Almafuerte en el suburbio de ladrillo y de cinc de una ciudad sudamericana.
Recordarán nuestros lectores aquellos bravos sacerdotes de Amberes que se negaron a tañir las campanas cuando la fortaleza capituló. Ahora se confirma desde Milán que fueron amarrados a las campanas, los pies en alto, la cabeza pendiente, y que debieron hacer de badajos vivos.
Otros mitos nacen perfectos: verbigracia, el de la Kadaververwertungsanstalt —laboratorio utilizador de cadáveres— improvisación feliz o genial de un militar inglés, a principios del diecisiete. Ese fraude sutil, espejo y paradigma de fraudes, abundó en piezas justificativas auténticas de origen alemán, en su mayoría oficiales. Entre los laberintos y las fugas de la escritura gótica, se traslucía la palabra Kadaver, descarada y confesa. Todo era verdad: los cadáveres, la profanación metódica de la muerte, la glicerina que las materias grasas rendían, el abono animal. El arte radicaba en una omisión: las patas, crines, herraduras y corvejones de esos cadáveres.
Los chinos (que saben que una de las tres almas del hombre se adhiere a su despojo y que abominan de toda medicina quirúrgica por su mutilación del cuerpo, obra final de los divinos antepasados) fueron los primeros consumidores de esa ficción. Debidamente retemblaron con ella. Charteris, su inventor, no se avenía a suponer que en América la escucharan sin risa. Northcliffe, mejor conocedor de la época, la desencadenó sobre el mundo. Nadie cometió el faux pas de no creer. En París, dicen, aún conserva cierta frescura, a la diestra de un mito lucrativo sobre la culpabilidad de la guerra.
Sitiada por el hierro, el oro y el hambre, Alemania debió capitular en 1918. El coronel inglés Liddell Hart, en un examen de las causas primarias de ese derrumbe —The real war, página 505— reconoce la vasta colaboración de la propaganda. Northcliffe, después de haber inculcado en los pueblos el evangelio o chisme o simbología del peligro alemán, difundió en Alemania el otro chisme de los catorce puntos. Ambos apresuraron el fin.
Inferir de lo embustero de esas historias la inocencia total de los alemanes o de los no alemanes, sería de malísima lógica. El problema es de orden patético: hay hechos esencialmente crueles que, referidos, no conmueven a nadie. De ahí la conveniencia de las mentiras que cifran en un rasgo portátil los horrores confusos y chapuceros de una invasión. Ya Bernard Shaw apuntó, en algún prólogo, que las batallas de la guerra excedían la imaginación de los hombres y que ésta las tenía que reducir a la escala de siniestros marítimos o ferroviarios.
Para 1933 los charros mitos de 1918 son conjuros inútiles. No nos vanagloriemos demasiado. Que estalla el lunes una guerra y el martes nadará en mitologías este planeta. De un lado haremos que milite la luz, de otr[o] la perdición... Ya una reciente vez, a raíz de un concurrido seis de setiembre, nos animó un obsceno apetito de prevaricaciones, coimas y escándalos. Antes, unos pocos homúnculos perdieron o deterioraron su alma inmortal con el ejercicio del robo; luego, su vergonzante ocupación recayó en manos provisionales y —lo que es peor— la República entera se dedicó a la infinita beatitud de hablar de ellos. Hubo quien improvisó honestamente una memoria falsa, capaz de recordar cualquier atropello del imperceptible Klan Radical —que era una broma lucrativa de Alberto Hidalgo, sin otra culpa que unos chabacanos carteles... Ignoro cuál es peor: ejecutar un crimen mientras llega la hora del té, o insumir la vida y los días en la imaginación y discusión de hechos criminales. Lo primero es desaprobado por el lenguaje, que es responsable del error judicial de mantener palabras como asesino, que derivan de un acto la definición eterna de un hombre, pasado y venidero —como si hubiera un mote indeleble para el que una vez envidió.
Pablo de Tarso dijo: Más vale casarse que arder. Miguel de Unamuno confirma: Son las intenciones y no los actos los que nos estragan el alma, y no pocas veces un acto delictuoso nos limpia de la intención que lo engendrara. El criterio jurídico sólo ve lo de fuera y mide la punibilidad del acto por sus consecuencias; el criterio estrictamente moral debe juzgarlo por su causa y no por su efecto. También recuerdo que en el poema heroico de Milton, el pecado del primer hombre y de la mujer no es el acto carnal (ya cumplido por ellos en el Jardín con límpida inocencia), sino el ejecutarlo con malicia y con remordimiento ulterior. Para el santificado Spinoza, todo remordimiento es una desdicha, no una virtud.
Dios me perdone de incurrir en la ética: ciencia de los canallas.
Diario Crítica, Buenos Aires, 29 de septiembre de 1933
En Textos recobrados 1931-1955 (2001)
19/7/15
Jorge Luis Borges: Alma de los libros
Así como el crepúsculo participa de la noche y del día y las olas de la espuma y del agua, dos elementos de naturaleza dispar inseparablemente integran el libro. El libro es una cosa entre las cosas, un objeto entre los objetos que coexisten en las tres dimensiones pero es también un símbolo como las ecuaciones del álgebra o las ideas generales. Podemos así equipararlo a un juego de ajedrez, que es un tablero negro y blanco y las piezas y la cifra casi infinita de maniobras posibles. También es evidente la analogía de los instrumentos de música, la del arpa que Bécquer entrevió en un ángulo del salón y cuyo silencioso mundo sonoro compararía con un ave que duerme. Tales imágenes son meras aproximaciones y sombras: el libro es harto más complejo. Los símbolos escritos son un espejo de símbolos orales, que a su vez lo son de abstracciones o de sueños o de memorias. Quizá baste dejar escrito que el libro, como el hombre que lo creó, se compone de alma y de cuerpo. De ahí el deleite múltiple que nos brinda: felicidad de la vista, del tacto y de la inteligencia. Cada cual imagina a su modo el Paraíso; yo, desde la niñez lo he concebido como una biblioteca. No como una biblioteca infinita, porque hay algo de incómodo y de enigmático en todo lo infinito, sino como una biblioteca hecha a la medida del hombre. Una biblioteca en la que siempre quedarán libros (y tal vez anaqueles) por descubrir, pero no demasiados. En suma, una biblioteca que permitiera el placer de la relectura, el sereno y fiel placer de lo clásico, y las agradables alarmas del hallazgo y de lo imprevisto. El conjunto de libros españoles que este catálogo registra parece anticipar gratamente esa vaga y perfecta biblioteca de mi esperanza.
Espíritu y materia es el libro; la mente hispánica y la artesanía hispánica viven y se conjugan en las piezas congregadas aquí. El espectador se demorará en el examen de estos frutos cabales y delicados de una tradición secular; lícito es recordar que las tradiciones no son la repetición mecánica de una forma inflexible sino un alegre juego de variaciones y de renovaciones. Aquí están las diversas literaturas que manejan la lengua castellana, en una y otra margen del mar: aquí, el inagotable ayer y el cambiante ahora y el grave porvenir que aún no desciframos y que sin embargo escribimos.
Agosto, 9, 1962
En Obra Crítica II (2000)
Foto Agencia EFE
Madrid, 29 de febrero de 1980
18/7/15
Jorge Luis Borges: Alhambra
Grata la voz del agua
a quien abrumaron negras arenas,
el mármol circular de la columna,
gratos los finos laberintos del agua
entre los limoneros,
grata la música del zéjel,
grato el amor y grata la plegaria
dirigida a un Dios que está solo,
grato el jazmín.
Vano el alfanje
ante las largas lanzas de los muchos,
vano ser el mejor,
grato sentir o presentir, rey doliente,
que tus dulzuras son adioses,
que te será negada la llave,
que la cruz del infiel borrará la luna,
que la tarde que miras es la última.
Granada, 1976
En Historia de la noche (1977)
Foto: Borges en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, 1973
por Horacio Villalobos/Corbis
17/7/15
Jorge Luis Borges: Postal a Leonor Acevedo con imagen de la Casa Rosada
25 de diciembre
Dearest Mother: disculpa la horreur fadasse -la frase es de Verlaine- del reverso, apta (como decía Heine de los alemanes que lo visitaban en París) para preservarte de la nostalgia. Mucho me alegraron tus líneas y las de Norah. El veinticuatro vi un film mediocre, pero que me conmovió y que me gustaría rever contigo: Marie Louise, tomado en los cantones centrales de Suiza, con cielos, nubes y montañas enternecedoras. Hablando de montañas, ¿cómo anda The tree of life de Machen? Mandie ya está ilustrándolo. En estos días salió la revista; pronto la recibirán. Mañana iré a lo de Ortiz Basualdo, se discutirá el destino de la revista, no demasiado claro, por cierto. Madre, te extraño muchísimo. El inconexo estilo de esta tarjeta y la creciente degeneración de la caligrafía te indicarán, acaso, el opresivo calor que aquí nos agobia. Ya sabrás que la operaron a Clota; sigue mejor. Abrazos a Norah y a las chicas.
Yours ever
Georgie
El turrón, riquísimo.
En Nicolás Helft, Borges. Postales de una biografía
Buenos Aires, Emecé, 2013
16/7/15
Jorge Luis Borges: Pedro Salvadores
A Juan Murchison
Quiero dejar escrito, acaso por primera vez, uno de los hechos más raros y más tristes de nuestra historia. Intervenir lo menos posible en su narración, prescindir de adiciones pintorescas y de conjeturas aventuradas es, me parece, la mejor manera de hacerlo. Un hombre, una mujer y la vasta sombra de un dictador son los tres personajes. El hombre se llamó Pedro Salvadores; mi abuelo Acevedo lo vio, días o semanas después de la batalla de Caseros. Pedro Salvadores, tal vez, no difería del común de la gente, pero su destino y los años lo hicieron único. Sería un señor como tantos otros de su época. Poseería (nos cabe suponer) un establecimiento de campo y era unitario. El apellido de su mujer era Planes; los dos vivían en la calle Suipacha, no lejos de la esquina del Temple. La casa en que los hechos ocurrieron sería igual a las otras: la puerta de calle, el zaguán, la puerta cancel, las habitaciones, la hondura de los patios. Una noche, hacia 1842, oyeron el creciente y sordo rumor de los cascos de los caballos en la calle de tierra y los vivas y mueras de los jinetes. La mazorca, esta vez, no pasó de largo. Al griterío sucedieron los repetidos golpes, mientras los hombres derribaban la puerta, Salvadores pudo correr la mesa del comedor, alzar la alfombra y ocultarse en el sótano. La mujer puso la mesa en su lugar. La mazorca irrumpió; venían a llevárselo a Salvadores. La mujer declaró que éste había huido a Montevideo. No le creyeron; la azotaron, rompieron toda la vajilla celeste, registraron la casa, pero no se les ocurrió levantar la alfombra. A la medianoche se fueron, no sin haber jurado volver.
Aquí principia verdaderamente la historia de Pedro Salvadores. Vivió nueve años en el sótano. Por más que nos digamos que los años están hechos de días y los días de horas y que nueve años es un término abstracto y una suma imposible, esa historia es atroz. Sospecho que en la sombra que sus ojos aprendieron a descifrar, no pensaba en nada, ni siquiera en su odio ni en su peligro. Estaba ahí, en el sótano. Algunos ecos de aquel mundo que le estaba vedado le llegarían desde arriba: los pasos habituales de su mujer, el golpe del brocal y del balde, la pesada lluvia en el patio. Cada día, por lo demás, podía ser el último.
La mujer fue despidiendo a la servidumbre, que era capaz de delatarlos. Dijo a todos los suyos que Salvadores estaba en la Banda Oriental. Ganó el pan de los dos cosiendo para el ejército. En el decurso de los años tuvo dos hijos; la familia la repudió, atribuyéndolos a un amante. Después de la caída del tirano, le pedirían perdón de rodillas.
¿Qué fue, quién fue, Pedro Salvadores? ¿Lo encarcelaron el terror, el amor, la invisible presencia de Buenos Aires y, finalmente, la costumbre? Para que no la dejara sola, su mujer le daría inciertas noticias de conspiraciones y de victorias. Acaso era cobarde y la mujer lealmente le ocultó que ella lo sabía. Lo imagino en su sótano, tal vez sin un candil, sin un libro. La sombra lo hundiría en el sueño. Soñaría, al principio, con la noche tremenda en que el acero buscaba la garganta, con las calles abiertas, con la llanura. Al cabo de los años no podría huir y soñaría con el sótano. Sería, al principio, un acosado, un amenazado; después no lo sabremos nunca, un animal tranquilo en su madriguera o una suerte de oscura divinidad.
Todo esto hasta aquel día del verano de 1852 en que Rosas huyó. Fue entonces cuando el hombre secreto salió a la luz del día; mi abuelo habló con él. Fofo y obeso, estaba del color de la cera y no hablaba en voz alta. Nunca le devolvieron los campos que le habían sido confiscados; creo que murió en la miseria. Como todas las cosas, el destino de Pedro Salvadores nos parece un símbolo de algo que estamos a punto de comprender.
En Elogio de la sombra (1969)
Sobre este texto: José Emilio Pacheco: Dos momentos y una posdata
Foto: Captura de Borges, una vida de poesía, de Fernando Arrabal (1998)
15/7/15
Jorge Luis Borges: Un ciego
No sé cuál es la cara que me mira
cuando miro la cara del espejo;
No sé qué anciano acecha en su reflejo
con silenciosa y ya cansada ira.
Lento en mi sombra, con la mano exploro
mis invisibles rasgos. Un destello
me alcanza. He vislumbrado tu cabello
que es de ceniza o es aún de oro.
Repito que he perdido solamente
la vana superficie de las cosas.
El consuelo es de Milton y es valiente,
pero pienso en las letras y en las rosas.
Pienso que si pudiera ver mi cara
sabría quién soy en esta tarde rara.
En La Rosa Profunda (1975)
Foto: Borges reflejado en la piscina
Verano de 1934 en Las Nubes, Salto, Uruguay
Foto Fundación San Telmo
En Helft, Nicolás: Borges, Postales de una biografía (2013)
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