4/9/14

Jorge Luis Borges: Susana Soca






Con lento amor miraba los dispersos
colores de la tarde. Le placía
perderse en la compleja melodía
o en la curiosa vida de los versos.
No el rojo elemental sino los grises
hilaron su destino delicado,
hecho a discriminar y ejercitado
en la vacilación y en los matices.
Sin atreverse a hollar este perplejo
laberinto, atisbaba desde afuera
las formas, el tumulto y la carrera,
como aquella otra dama del espejo.
Dioses que moran más allá del ruego
la abandonaron a ese tigre, el Fuego.


En El hacedor (1960) 
Foto: Susana Soca, Paris, 1939, por Gisèle Freund


3/9/14

Jorge Luis Borges: Fragmentos de un evangelio apócrifo





3. Desdichado el pobre en espíritu, porque bajo la tierra será lo que ahora es en la tierra.
4. Desdichado el que llora, porque ya tiene el hábito miserable del llanto.
5. Dichosos los que saben que el sufrimiento no es una corona de gloria.
6. No basta ser el último para ser alguna vez el primero.
7. Feliz el que no insiste en tener razón, porque nadie la tiene o todos la tienen.
8. Feliz el que perdona, a los otros y el que se perdona a sí mismo.
9. Bienaventurados los mansos, porque no condescienden a la discordia.
10. Bienaventurados los que no tienen hambre de justicia, porque saben que nuestra suerte, adversa o piadosa, es obra del azar, que es inescrutable.
11. Bienaventurados los misericordiosos, porque su dicha está en el ejercicio de la misericordia y no en la esperanza de un premio.
12. Bienaventurados los de limpio corazón, porque ven a Dios.
13. Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque les importa más la justicia que su destino humano.
14. Nadie es la sal de la tierra; nadie, en algún momento de su vida, no lo es.
15. Que la luz de una lámpara se encienda, aunque ningún hombre la vea. Dios la verá.
16. No hay mandamiento que no pueda ser infringido, y también los que digo y los que los profetas dijeron.
17. El que matare por la causa de la justicia, o por la causa que él cree justa, no tiene culpa.
18. Los actos de los hombres no merecen ni el fuego ni los cielos.
19. No odies a tu enemigo, porque si lo haces, eres de algún modo su esclavo. Tu odio nunca será mejor que tu paz.
20. Si te ofendiere tu mano derecha, perdónala; eres tu cuerpo y eres tu alma y es arduo, o imposible, fijar la frontera que los divide…
24. No exageres el culto de la verdad; no hay hombre que al cabo de un día, no haya mentido con razón muchas veces.
25. No jures, porque todo juramento es un énfasis.
26. Resiste al mal, pero sin asombro y sin ira. A quien te hiriere en la mejilla derecha, puedes volverle la otra, siempre que no te mueva el temor.
27. Yo no hablo de venganzas ni de perdones; el olvido es la única venganza y el único perdón.
28. Hacer el bien a tu enemigo puede ser obra de justicia y no es arduo; amarlo, tarea de ángeles y no de hombres.
29. Hacer el bien a tu enemigo es el mejor modo de complacer tu vanidad.
30. No acumules oro en la tierra, porque el oro es padre del ocio, y éste, de la tristeza y del tedio.
31. Piensa que los otros son justos o lo serán, y si no es así, no es tuyo el error.
32. Dios es más generoso que los hombres y los medirá con otra medida.
33. Da lo santo a los perros, echa tus perlas a los puercos; lo que importa es dar.
34. Busca por el agrado de buscar, no por el de encontrar…
39. La puerta es la que elige, no el hombre.
40. No juzgues al árbol por sus frutos ni al hombre por sus obras; pueden ser peores o mejores.
41. Nada se edifica sobre la piedra, todo sobre la arena, pero nuestro deber es edificar como si fuera piedra la arena…
47. Feliz el pobre sin amargura o el rico sin soberbia.
48. Felices los valientes, los que aceptan con ánimo parejo la derrota o las palmas.
49. Felices los que guardan en la memoria palabras de Virgilio o de Cristo, porque éstas darán luz a sus días.
50. Felices los amados y los amantes y los que pueden prescindir del amor.
51. Felices los felices.


En Elogio de la sombra (1969)

2/9/14

Jorge Luis Borges: Tríada






El alivio que habrá sentido César en la mañana de Farsalia, al pensar: Hoy es la batalla.
El alivio que habrá sentido Carlos Primero al ver el alba en el cristal y pensar: Hoy es el día del patíbulo, del coraje y del hacha.
El alivio que tú y yo sentiremos en el instante que precede a la muerte, cuando la suerte nos desate de la triste costumbre de ser alguien y del peso del universo.



En Los conjurados (1985)
Foto: Palermo, Sicilia, Kodama y Borges riflessi in uno specchio durante una visita
a Palazzo dei Normanni  ©Ferdinando Scianna / Magnum Photos

Todos los derechos reservados  ©Borges Todo el Año



1/9/14

Jorge Luis Borges: Una vindicación de la Cábala





Ni es ésta la primera vez que se intenta ni será la última que falla, pero la distinguen dos hechos. Uno es mi inocencia casi total del idioma he breo; otro es la circunstancia de que no quiero vindicar la doctrina, sino los procedimientos hermenéuticos o criptográficos que a ella conducen. Estos procedimientos, como se sabe, son la lectura vertical de los textos sagrados, la lectura llamada bouestrophedon (de derecha a izquierda, un renglón, de izquierda a derecha el siguiente), metódica sustitución de unas letras del alfabeto por otras, la suma del valor numérico de las letras, etcétera. Burlarse de tales operaciones es fácil, prefiero procurar entenderlas.
Es evidente que su causa remota es el concepto de la inspiración mecánica de la Biblia. Ese concepto, que hace de evangelistas y profetas, secretarios impersonales de Dios que escriben al dictado, está con imprudente energía en la Formula consensus helvética, que reclama autoridad para las consonantes de la Escritura y hasta para los puntos diacríticos —que las versiones primitivas no conocieron. (Ese preciso cumplimiento en el hombre, de los propósitos literarios de Dios, es la inspiración o entusiasmo: palabra cuyo recto sentido es endiosamiento.) Los islamitas pueden vanagloriarse de exceder esa hipérbole, pues han resuelto que el original del Corán -la madre del Libro— es uno de los atributos de Dios, como Su misericordia o Su ira, y lo juzgan anterior al idioma, a la Creación. Asimismo hay teólogos luteranos, que no se arriesgan a englobar la Escritura entre las cosas creadas y la definen como una encarnación del Espíritu.
Del Espíritu: ya nos está rozando un misterio. No la divinidad general, sino la hipóstasis tercera de la divinidad, fue quien dictó la Biblia. Es la opinión común; Bacon, en 1625, escribió: "El lápiz del Espíritu Santo se ha demorado más en las aflicciones de Job que en las felicidades de Salomón".[3] También su contemporáneo John Donne: "El Espíritu Santo es un escritor elocuente, un vehemente y un copio so escritor, pero no palabrero; tan alejado de un estilo indigente como de uno superfluo".
Imposible definir el Espíritu y silenciar la horrenda sociedad trina y una de la que forma parte. Los católicos laicos la consideran un cuerpo colegiado infinitamente correcto, pero también infinitamente aburrido; los liberales, un vano cancerbero teológico, una superstición que los muchos adelantos del siglo ya se encargarán de abolir. La Trinidad, claro es, excede esas fórmulas. Imaginada de golpe, su concepción de un padre, un hijo y un espectro, articulados en un solo organismo, parece un caso de teratología intelectual, una deformación que sólo el horror de una pesadilla pudo parir. Así lo creo, pero trato de reflexionar que todo objeto cuyo fin ignoramos, es provisoriamente monstruoso. Esa observación general se ve agravada aquí por el misterio profesional del objeto.
Desligada del concepto de redención, la distinción de las tres Personas en una tiene que parecer arbitraria. Considerada como una necesidad de la fe, su misterio fundamental no se alivia, pero despuntan su intención y su empleo. Entendemos que renunciar a la Trinidad —a la Dualidad, por lo menos-es hacer de Jesús un delegado ocasional del Señor, un incidente de la historia, no el auditor imperecedero, continuo, de nuestra devoción. Si el Hijo no es también el Padre, la redención no es obra directa divina; si no es eterno, tampoco lo será el sacrificio de haberse rebajado a hombre y haber muerto en la cruz. "Nada menos que una infinita excelencia pudo satisfacer por un alma perdida para infinitas edades", instó Jeremyas Taylor. Así puede justificarse el dogma, si bien los conceptos de la generación del Hijo por el Padre y de la procesión del Espíritu por los dos, insinúan heréticamente una prioridad, sin contar su culpable condición de meras metáforas. La teología, empeñada en diferenciarlas, resuelve que no hay motivo de confusión, puesto que el resultado de una es el Hijo, de la otra el Espíritu. Generación eterna del Hijo, procesión eterna del Espíritu, es la soberbia decisión de Ireneo: invención de un acto sin tiempo, de un mutilado zeitloses Zeitwort, que podemos rechazar o venerar, pero no discutir. El infierno es una mera violencia física, pero las tres inextricables Personas importan un horror intelectual, una infinitud ahogada, especiosa, como de contrarios espejos. Dante las quiso figurar con el signo de una reverberación de círculos diáfanos, de diverso color; Donne, por el de complicadas serpientes, ricas e indisolubles. Toto coruscat Trinitas mysterio,escribió San Paulino; "Fulge en pleno misterio la Trinidad".
Si el Hijo es la reconciliación de Dios con el mundo, el Espíritu —principio de la santificación, según Atanasio; ángel entre los otros, para Macedonio— no consiente mejor definición que la de ser la intimidad de Dios con nosotros, su inmanencia en los pechos. (Para los socinianos —temo que con suficiente razón— no era más que una locución personificada, una metáfora de las operaciones divinas, trabajada luego hasta el vértigo.) Mera formación sintáctica o no, lo cierto es que la tercera ciega persona de la enredada Trinidad es el reconocido autor de las Escrituras. Gibbon, en aquel capítulo de su obra que trata del Islam, incluye un censo general de las publicaciones del Espíritu Santo, calculadas con cierta timidez en unas ciento y pico; pero la que me interesa ahora es el Génesis: materia de la Cábala.
Los cabalistas, como ahora muchos cristianos, creían en la divinidad de esa historia, en su deliberada redacción por una inteligencia infinita. Las consecuencias de ese postulado son muchas. La distraída evacuación de un texto comente —verbigracia, de las menciones efímeras del periodismo— tolera una cantidad sensible de azar. Comunican —postulándolo— un hecho: informan que el siempre irregular asalto de ayer obró en tal calle, tal esquina, a las tales horas de la mañana, receta no representable por nadie y que se limita a señalarnos el sitio Tal, donde suministran informes. En indicaciones así, la extensión y la acústica de los párrafos son necesariamente casuales. Lo contrario ocurre en los versos, cuya ordinaria ley es la sujeción del sentido a las necesidades (o supersticiones) eufónicas. Lo casual en ellos no es el sonido, es lo que significan. Así en el primer Tennyson, en Verlaine, en el último Swinburne: dedicados tan sólo a la expresión de estados generales, mediante las ricas aventuras de su prosodia. Consideremos un tercer escritor, el intelectual. Éste, ya en su manejo de la prosa (Valéry, De Quincey), ya en el del verso, no ha eliminado ciertamente el azar, pero ha rehusado en lo posible, y ha restringido, su alianza incalculable. Remotamente se aproxima al Señor, para Quien el vago concepto de azar ningún sentido tiene. Al Señor, al perfeccionado Dios de los teólogos, que sabe de una vez —uno intelligendi actu— no solamente todos los hechos de este repleto mundo, sino los que tendrían su lugar si el más evanescente de ellos cambiara —los imposibles, también.
Imaginemos ahora esa inteligencia estelar, dedicada a manifestarse, no en dinastías ni en aniquilaciones ni en pájaros, sino en voces escritas. Imaginemos asimismo, de acuerdo con la teoría preagustiniana de inspiración verbal, que Dios dicta, palabra por palabra, lo que se propone decir.[4] Esa premisa (que fue la que asumieron los cabalistas) hace de la Escritura un texto absoluto, donde la colaboración del azar es calculable en cero. La sola concepción de ese documento es un prodigio superior a cuantos registran sus páginas. Un libro impenetrable a la contingencia, un mecanismo de infinitos propósitos, de variaciones infalibles, de revelaciones que acechan, de superposiciones de luz, ¿cómo no interrogarlo hasta lo absurdo, hasta lo prolijo numérico, según hizo la Cábala?

1931



Notas


[3] Sigo la versión latina: diffusius tractavit Jobi afflictiones. En inglés, con mejor acierto, había escrito: hath laboured more.
[4] Orígenes atribuyó tres senados a las palabras de la Escritura: el histórico, el moral y el místico, correspondientes al cuerpo, al alma y al espíritu que integran el hombre; Juan Escoto Erígena, un infinito número de sentidos, como los tornasoles del plumaje del pavo real.

En Discusión (1930) 
Foto: Borges by Willis Barnstone in Buenos Aires in 1975-1976

30/8/14

Jorge Luis Borges: La Supersticiosa Etica del Lector






La condición indigente de nuestras letras, su incapacidad de atraer, han producido una superstición del estilo, una distraída lectura de atenciones parciales. Los que adolecen de esa superstición entienden por estilo no la eficacia o la ineficacia de una página, sino las habilidades aparentes del escritor: sus comparaciones, su acústica, los episodios de su puntuación y de su sintaxis. Son indiferentes a la propia convicción o propia emoción: buscan tecniquerías (la palabra es de Miguel de Unamuno) que les informarán si lo escrito tiene el derecho o no de agradarles. Oyeron que la adjetivación no debe ser trivial y opinarán que está mal escrita una página si no hay sorpresas en la juntura de adjetivos con sustantivos, aunque su finalidad general esté realizada. Oyeron que la concisión es una virtud y tienen por conciso a quien se demora en diez frases breves y no a quien maneje una larga. (Ejemplos normativos de esa charlatanería de la brevedad, de ese frenesí sentencioso, pueden buscarse en la dicción del célebre estadista danés Polonio, de Hamlet, o del Polonio natural, Baltasar Gracián.) Oyeron que la cercana repetición de unas sílabas es cacofónica y simularán que en prosa les duele, aunque en verso les agencie un gusto especial, pienso que simulado también. Es decir, no se fijan en la eficacia del mecanismo, sino en la disposición de sus partes. Subordinan la emoción a la ética, a una etiqueta indiscutida más bien. Se ha generalizado tanto esa inhibición que ya no van quedando lectores, en el sentido ingenuo de la palabra, sino que todos son críticos potenciales.
Tan recibida es esta superstición que nadie se atreverá a admitir ausencia de estilo, en obras que lo tocan, máxime si son clásicas. No hay libro bueno sin su atribución estilística, de la que nadie puede prescindir —excepto su escritor. Séanos ejemplo el Quijote. La crítica española, ante la probada excelencia de esa novela, no ha querido pensar que su mayor (y tal vez único irrecusable) valor fuera el psicológico, y le atribuye dones de estilo, que a muchos parecerán misteriosos. En verdad, basta revisar unos párrafos del Quijote para sentir que Cervantes no era estilista (a lo menos en la presente acepción acústico-decorativa de la palabra) y que le interesaban demasiado los destinos de Quijote y de Sancho para dejar se distraer por su propia voz. La Agudeza y arte de ingenio de Baltasar Gracián —tan laudativa de otras prosas que narran, como la del Guzmán de Alfarache— no se resuelve a acordarse de Don Quijote. Quevedo versifica en broma su muerte y se olvida de él. Se objetará que los dos ejemplos son negativos; Leopoldo Lugones, en nuestro tiempo, emite un juicio explícito: "El estilo es la debilidad de Cervantes, y los estragos causados por su influencia han sido graves. Pobreza de color, inseguridad de estructura, párrafos jadeantes que nunca aciertan con el final, desenvolviéndose en convólvulos interminables; repeticiones, falta de proporción, ése fue el legado de los que no viendo sino en la forma la suprema realización de la obra inmortal, se quedaron royendo la cascara cuyas rugosidades escondían la fortaleza y el sabor" (El imperio jesuítico, pág. 59). También nuestro Groussac: "Si han de describirse las cosas como son, deberemos confesar que una buena mitad de la obra es de forma por de más floja y desaliñada, la cual harto justifica lo del humilde idioma que los rivales de Cervantes le achacaban. Y con esto no me refiero única ni principalmente a las impropiedades verbales, a las intolerables repeticiones o retruécanos ni a los retazos de pesada grandilocuencia que nos abruman, sino a la contextura general mente desmayada de esa prosa de sobremesa" (Crítica literaria, pág. 41). Prosa de sobremesa, prosa conversada y no declamada, es la de Cervantes, y otra no le hace falta. Imagino que esa misma observación será justiciera en el caso de Dostoievski o de Montaigne o de Samuel Butler.
Esta vanidad del estilo se ahueca en otra más patética vanidad, la de la perfección. No hay un escritor métrico, por casual y nulo que sea, que no haya cincelado (el verbo suele figurar en su con versación) su soneto perfecto, monumento minúsculo que custodia su posible inmortalidad, y que las novedades y aniquilaciones del tiempo deberán respetar. Se trata de un soneto sin ripios, generalmente, pero que es un ripio todo él: es decir, un residuo, una inutilidad. Esa falacia en perduración (Sir Thomas Browne: Urn Burial) ha sido formulada y recomendada por Flaubert en esta sentencia: La corrección (en el sentido más elevado de la palabra) obra con el pensamiento lo que obraron las aguas de la Estigia con el cuerpo de Aquiles: lo hacen invulnerable e indestructible (Correspondance, II, pág. 199). El juicio es terminante, pero no ha llegado hasta mí ninguna experiencia que lo confirme. (Prescindo de las virtudes tónicas de la Estigia; esa reminiscencia infernal no es un argumento, es un énfasis.) La página de perfección, la página de la que ninguna palabra puede ser alterada sin daño, es la más precaria de todas. Los cambios del lenguaje borran los sentidos laterales y los matices; la página "perfecta" es la que consta de esos delicados valores y la que con facilidad mayor se desgasta. Inversamente, la página que tiene vocación de inmortalidad puede atravesar el fuego de las erratas, de las versiones aproximativas, de las distraídas lecturas, de las incomprensiones, sin dejar el alma en la prueba. No se puede impunemente variar (así lo afirman quienes restablecen su texto) ninguna línea de las fabricadas por Góngora; pero el Quijote gana póstumas batallas contra sus traductores y sobrevive a toda descuidada versión. Heine, que nunca lo escuchó en español, lo pudo celebrar para siempre. Más vivo es el fantasma alemán o escandinavo o indostánico del Quijote que los ansiosos artificios verbales del estilista.
Yo no quisiera que la moralidad de esta comprobación fuera entendida como de desesperación o nihilismo. Ni quiero fomentar negligencias ni creo en una mística virtud de la frase torpe y del epíteto chabacano. Afirmo que la voluntaria emisión de esos dos o tres agrados menores —distracciones oculares de la metáfora, auditivas del ritmo y sorpresivas de la interjección o el hipérbaton— suele probarnos que la pasión del tema tratado manda en el escritor, y eso es todo. La asperidad de una frase le es tan indiferente a la genuina literatura como su suavidad. La economía prosódica no es menos forastera del arte que la caligrafía o la ortografía o la puntuación: certeza que los orígenes judiciales de la retórica y los musicales del canto nos escondieron siempre. La preferida equivocación de la literatura de hoy es el énfasis. Palabras definitivas, palabras que postulan sabidurías adivinas o angélicas o resoluciones de una más que humana firmeza —único, nunca, siempre, todo, perfección, acabado— son del comercio habitual de todo escritor. No piensan que decir de más una cosa es tan de inhábiles como no decirla del todo, y que la descuidada generalización e intensificación es una pobreza y que así la siente el lector. Sus imprudencias causan una depreciación del idioma. Así ocurre en francés, cuya locución Je suis navré suele significar No iré a tomar el té con ustedes, y cuyo aimer ha sido rebajado a gustar. Ese hábito hiperbólico del francés está en su lenguaje escrito asimismo: Paúl Valéry, héroe de la lucidez que organiza, traslada unos olvidables y olvidados renglones de La Fontaine y asevera de ellos (contra alguien): ces plus beaux vers du monde (Varíete, 84).
Ahora quiero acordarme del porvenir y no del pasado. Ya se practica la lectura en silencio, síntoma venturoso. Ya hay lector callado de versos. De esa capacidad sigilosa a una escritura puramente ideográfica —directa comunicación de experiencias, no de sonidos— hay una distancia incansable, pero siempre menos dilatada que el porvenir.
Releo estas negaciones y pienso: Ignoro si la música sabe desesperar de la música y si el mármol del mármol, pero la literatura es un arte que sabe profetizar aquel tiempo en que habrá enmudecido, y encarnizarse con la propia virtud y enamorarse de la propia disolución y cortejar su fin.

1930


En Discusión
Foto: data inhallable

29/8/14

Jorge Luis Borges: Líneas que pude haber escrito y perdido hacia 1922






Silenciosas batallas del ocaso
en arrabales últimos,
siempre antiguas derrotas de una guerra en el cielo
albas ruinosas que nos llegan
desde el fondo desierto del espacio
como desde el fondo del tiempo,
negros jardines de la lluvia, una esfinge en un libro
que yo tenía miedo de abrir
y cuya imagen vuelve en los sueños,
la corrupción y el eco que seremos,
la luna sobre el mármol,
árboles que se elevan y perduran
como divinidades tranquilas,
la mutua noche y la esperada tarde,
Walt Whitman, cuyo nombre es el universo,
la espada valerosa de un rey
en el silencioso lecho de un río,
los sajones, los árabes y los godos
que, sin saberlo, me engendraron,
¿soy yo esas cosas y las otras
o son llaves secretas y arduas álgebras
de lo que no sabremos nunca?


En Fervor de Buenos Aires (1923)

28/8/14

Jorge Luis Borges: El Principio







Dos griegos están conversando: Sócrates acaso y Parménides.
Conviene que no sepamos nunca sus nombres; la historia, así, será más misteriosa y más tranquila.
El tema del diálogo es abstracto. Aluden a veces a mitos, de los que ambos descreen.
Las razones que alegan pueden abundar en falacias y no dan con un fin.
No polemizan. Y no quieren persuadir ni ser persuadidos, no piensan en ganar o en perder.
Están de acuerdo en una sola cosa; saben que la discusión es el no imposible camino para llegar a una verdad.
Libres del mito y de la metáfora, piensan o tratan de pensar.
No sabremos nunca sus nombres.
Esta conversación de dos desconocidos en un lugar de Grecia es el hecho capital de la Historia.
Han olvidado la plegaria y la magia.


En Atlas (1984)
Foto (probablemente) de María Kodama, Creta, 1984


26/8/14

Jorge Luis Borges: Al Hijo






No soy yo quien te engendra. Son los muertos.
Son mi padre, su padre y sus mayores;
Son los que un largo dédalo de amores
Trazaron desde Adán y los desiertos
De Caín y de Abel, en una aurora
Tan antigua que ya es mitología,
Y llegan, sangre y médula, a este día
Del porvenir, en que te engendro ahora.
Siento su multitud. Somos nosotros
Y, entre nosotros, tú y los venideros
Hijos que has de engendrar. Los postrimeros
Y los del rojo Adán. Soy esos otros,
También. La eternidad está en las cosas
Del tiempo, que son formas presurosas.


En El Otro, el Mismo  (1969)
Foto: Telam

25/8/14

Jorge Luis Borges: La Cábala





Señoras, Señores:
Las diversas y a veces contradictorias doctrinas que llevan el nombre de la cábala proceden de un concepto del todo ajeno a nuestra mente occidental, el de un libro sagrado. Se dirá que tenemos un concepto análogo: el de un libro clásico. Creo que me será fácil demostrar, con ayuda de Oswald Spengler y su libro Der Untergang des Abenlandes, La decadencia de Occidente, que ambos conceptos son distintos.
Tomemos la palabra clásico. ¿Qué significa etimológicamente? Clásico tiene su etimología en classis: «fragata», «escuadra». Un libro clásico es un libro ordenado, como todo tiene que estarlo a bordo; shipshape, como se dice en inglés. Además de ese sentido relativamente modesto, un libro clásico es un libro eminente en su género. Así decimos que el Quijote, que la Comedia, que Fausto son libros clásicos.
Aunque el culto de esos libros ha sido llevado a un extremo acaso excesivo, el concepto es distinto. Los griegos consideraban obras clásicas a la Ilíada y a la Odisea; Alejandro, según informa Plutarco, tenía siempre, debajo de su almohada, la Ilíada y su espada, los dos símbolos de su destino de guerrero. Sin embargo, a ningún griego se le ocurrió que la Ilíada fuese perfecta palabra por palabra. En Alejandría, los bibliotecarios se congregaron para estudiar la Ilíada y en el curso de ese estudio inventaron los tan necesarios (y a veces, ahora, desgraciadamente olvidados) signos de puntuación. La Ilíada era un libro eminente; se lo consideraba el ápice de la poesía, pero no se creía que cada palabra, que cada hexámetro fueran inevitablemente admirables. Ello corresponde a otro concepto.
Dijo Horacio: «A veces, el buen Homero se queda dormido». Nadie diría que, a veces, el buen Espíritu Santo se queda dormido.
A pesar de la musa (el concepto de la musa es bastante vago) algún traductor inglés ha creído que cuando Homero dice: «Un hombre iracundo, tal es mi tema», «An angry man, this is my subject», no se veía al libro como admirable letra por letra: se lo veía como cambiable y se lo estudiaba históricamente; se estudiaban y se estudian esas obras de un modo histórico; se las sitúa dentro de un contexto. El concepto de un libro sagrado es del todo distinto.
Ahora pensamos que un libro es un instrumento para justificar, defender, combatir, exponer o historiar una doctrina. En la Antigüedad se pensaba que un libro es un sucedáneo de la palabra oral: sólo se lo veía así. Recordemos el pasaje de Platón donde dice que los libros son como las estatuas; parecen seres vivos pero cuando se les pregunta algo, no saben contestar. Para obviar esa dificultad inventó el diálogo platónico, que explora todas las posibilidades de un tema.
Tenemos también la carta, muy linda y muy curiosa, que Alejandro de Macedonia le envía, según Plutarco, a Aristóteles. Éste acaba de publicar su Metafísica, es decir, de mandar hacer varias copias. Alejandro lo censura, diciéndole que ahora todos podrían saber lo que antes sabían los elegidos. Aristóteles le responde defendiéndose, sin duda con sinceridad: «Mi tratado ha sido publicado y no publicado». No se pensaba que un libro expusiera totalmente un tema, se lo tenía como una suerte de guía para acompañar a una enseñanza oral.
Heráclito y Platón censuraron, por distintas razones, la obra de Homero. Esos libros eran venerados pero no se los consideraba sagrados. El concepto es específicamente oriental.
Pitágoras no dejó una línea escrita. Se conjetura que no quería atarse a un texto. Quería que su pensamiento siguiera viviendo y ramificándose, en la mente de sus discípulos, después de su muerte. De ahí proviene el magister dixit, que siempre se emplea mal. Magister dixit no quiere decir «el maestro lo ha dicho», y queda cerrada la discusión. Un pitagórico proclamaba una doctrina que quizá no estaba en la tradición de Pitágoras, por ejemplo la doctrina del tiempo cíclico. Si lo atajaban «eso no está en la tradición», respondía magister dixit, lo que le permitía innovar. Pitágoras había pensado que los libros atan, o, para decirlo en palabras de la Escritura, que la letra mata y el espíritu vivifica.
Señala Spengler en el capítulo de Der Untergang des Abenlandes consagrado a la cultura mágica que el prototipo de libro mágico es el Corán. Para los ulemas, para los doctores de la ley musulmanes, el Corán no es un libro como los demás. Es un libro (esto es increíble pero es así) anterior a la lengua árabe; no se lo puede estudiar ni histórica ni filológicamente pues es anterior a los árabes, anterior a la lengua en que está y anterior al universo. Ni siquiera se admite que el Corán sea obra de Dios; es algo más íntimo y misterioso. Para los musulmanes ortodoxos el Corán es un atributo de Dios, como Su ira, Su misericordia o Su justicia. En el mismo Corán se habla de un libro misterioso, la madre del libro, que es el arquetipo celestial del Corán, que está en el cielo y que veneran los ángeles.
Tal la noción de un libro sagrado, del todo distinta de la noción de un libro clásico. En un libro sagrado son sagradas no sólo sus palabras sino las letras con que fueron escritas. Ese concepto lo aplicaron los cabalistas al estudio de la Escritura. Sospecho que el modus operandi de los cabalistas fue debido al deseo de incorporar pensamientos gnósticos a la mística judía, para justificarse con la Escritura, para ser ortodoxos. En todo caso, podemos ver muy ligeramente (yo casi no tengo derecho a hablar de esto) cuál es o cuál fue el modus operandi de los cabalistas, que empezaron aplicando su extraña ciencia en el sur de Francia, en el norte de España —en Cataluña—, y luego en Italia, en Alemania y un poco en todas partes. También llegaron a Israel, aunque no procedieron de allí; procedían, más bien, de pensadores gnósticos y cátaros.
La idea es ésta: el Pentateuco, la Torah, es un libro sagrado. Una inteligencia infinita ha condescendido a la tarea humana de redactar un libro. El Espíritu Santo ha condescendido a la literatura, lo cual es tan increíble como suponer que Dios condescendió a ser hombre. Pero aquí condescendió de modo más íntimo: el Espíritu Santo condescendió a la literatura y escribió un libro. En ese libro, nada puede ser casual. En toda escritura humana hay algo casual.
Es conocida la veneración supersticiosa con que se rodea alQuijote, a Macbeth o a la Chanson de Roland, como a tantos otros libros, generalmente uno en cada país, salvo en Francia, cuya literatura es tan rica que admite, por lo menos, dos tradiciones clásicas; pero no entraré en ello.
Pues bien; si a un cervantista se le ocurriera decir: el Quijote empieza con dos palabras monosilábicas terminadas en n(en yun), y sigue con una de cinco letras (lugar), con dos de dos letras (de la), con una de cinco o de seis (Mancha), y luego se le ocurriera derivar conclusiones de eso, inmediatamente se pensaría que está loco. La Biblia ha sido estudiada de ese modo.
Se dice, por ejemplo, que empieza con la letra bet, inicial de Breshit. ¿Por qué dice «en el principio, creó dioses los cielos y la tierra», el verbo en singular y el sujeto en plural? ¿Por qué empieza con la bet? Porque esa letra inicial, en hebreo, debe decir lo mismo que b —la inicial de bendición— en español, y el texto no podía empezar con una letra que correspondiera a una maldición; tenía que empezar con una bendición. Bet: inicial hebrea de brajá, que significa bendición.
Hay otra circunstancia, muy curiosa, que tiene que haber influido en la cábala: Dios, cuyas palabras fueron el instrumento de su obra (según dice el gran escritor Saavedra Fajardo), crea el mundo mediante palabras; Dios dice que la luz sea y la luz fue. De ahí se llegó a la conclusión de que el mundo fue creado por la palabra luz o por la entonación con que Dios dijo la palabraluz. Si hubiera dicho otra palabra y con otra entonación, el resultado no habría sido la luz, habría sido otro.
Llegamos a algo tan increíble como lo dicho hasta ahora. A algo que tiene que chocar a nuestra mente occidental (que choca a la mía), pero que es mi deber referir. Cuando pensamos en las palabras, pensamos históricamente que las palabras fueron en un principio sonido y que luego llegaron a ser letras. En cambio, en la cábala (que quiere decir recepción, tradición) se supone que las letras son anteriores; que las letras fueron los instrumentos de Dios, no las palabras significadas por las letras. Es como si se pensara que la escritura, contra toda experiencia, fue anterior a la dicción de las palabras. En tal caso, nada es casual en la Escritura: todo tiene que ser determinado. Por ejemplo, el número de las letras de cada versículo.
Luego se inventan equivalencias entre las letras. Se trata a la Escritura como si fuera una escritura cifrada, criptográfica, y se inventan diversas leyes para leerla. Se puede tomar cada letra de la Escritura y ver que esa letra es inicial de otra palabra y leer esa otra palabra significada. Así, para cada una de las letras del texto.
También pueden formarse dos alfabetos: uno, digamos, de la a a la l y otro de la m a la z, o lo que fueran en letras hebreas; se considera que las letras de arriba equivalen a las de abajo. Luego se puede leer el texto (para usar la palabra griega) boustróphedon: es decir, de derecha a izquierda, luego de izquierda a derecha, luego de derecha a izquierda. También cabe atribuir a las letras un valor numérico. Todo esto forma una criptografía, puede ser descifrado y los resultados son atendibles, ya que tienen que haber sido previstos por la inteligencia de Dios, que es infinita. Se llega así, mediante esa criptografía, mediante ese trabajo que recuerda el del Escarabajo de oro de Poe, a la Doctrina.
Sospecho que la doctrina fue anterior al modus operandi. Sospecho que ocurre con la cábala lo que ocurre con la filosofía de Spinoza: el orden geométrico fue posterior. Sospecho que los cabalistas fueron influidos por los gnósticos y que, para que todo entroncara con la tradición hebrea, buscaron ese extraño modo de descifrar letras.
El curioso modus operandi de los cabalistas está basado en una premisa lógica: la idea de que la Escritura es un texto absoluto, y en un texto absoluto nada puede ser obra del azar.
No hay textos absolutos; en todo caso los textos humanos no lo son. En la prosa se atiende más al sentido de las palabras; en el verso, al sonido. En un texto redactado por una inteligencia infinita, en un texto redactado por el Espíritu Santo, ¿cómo suponer un desfallecimiento, una grieta? Todo tiene que ser fatal. De esa fatalidad los cabalistas dedujeron su sistema.
Si la Sagrada Escritura no es una escritura infinita, ¿en qué se diferencia de tantas escrituras humanas, en qué difiere el Libro de los Reyes de un libro de historia, en qué el Cantar de los Cantares de un poema? Hay que suponer que todos tienen infinitos sentidos. Escoto Erígena dijo que la Biblia tiene infinitos sentidos, como el plumaje tornasolado de un pavo real.
Otra idea es que hay cuatro sentidos en la Escritura. El sistema podría enunciarse así: en el principio hay un Ser análogo al Dios de Spinoza, salvo que el Dios de Spinoza es infinitamente rico; en cambio, el En soph vendría a ser para nosotros infinitamente pobre. Se trata de un Ser primordial y de ese Ser no podemos decir que existe, pues si decimos que existe entonces también existen las estrellas, los hombres existen, las hormigas. ¿Cómo pueden participar de esa misma categoría? No, ese Ser primordial no existe. Tampoco podemos decir que piensa, porque pensar es un proceso lógico, se pasa de una premisa a una conclusión. Tampoco podemos decir que quiere, porque querer una cosa es sentir que nos falta. Tampoco, que obra. El En soph no obra, porque obrar es proponerse un fin y ejecutarlo. Además, si el En soph es infinito (diversos cabalistas lo comparan con el mar, que es un símbolo del infinito), ¿cómo puede querer otra cosa? Y ¿qué otra cosa podría crear sino otro Ser infinito que se confundiría con él? Ya que desdichadamente es necesaria la creación del mundo, tenemos diez emanaciones, las Sephiroth que surgen de Él, pero que no son posteriores a Él.
La idea del Ser eterno que siempre ha tenido esas diez emanaciones es de difícil comprensión. Esas diez emanaciones emanan una de otra. El texto nos dice que corresponden a los dedos de la mano. La primera emanación se llama la Corona y es comparable a un rayo de luz que surge del En soph, un rayo de luz que no lo disminuye, un ser ilimitado al que no se puede disminuir. De la Corona surge otra emanación, de ésa, otra, de ésa, otra, y así hasta completar diez. Cada emanación es tripartita. Una de las tres partes es aquella por la cual se comunica con el Ser Superior; otra, la central, es la esencial; otra, la que le sirve para comunicarse con la emanación inferior.
Las diez emanaciones forman un hombre que se llama el Adam Kadmon, el Hombre Arquetipo. Ese hombre está en el cielo y nosotros somos su reflejo. Ese hombre, de esas diez emanaciones, emana un mundo, emana otro, hasta cuatro. El tercero es nuestro mundo material y el cuarto es el mundo infernal. Todos están incluidos en el Adam Kadmon, que comprende al hombre y su microcosmo: todas las cosas.
No se trata de una pieza de museo de la historia de la filosofía; creo que este sistema tiene una aplicación: puede servirnos para pensar, para tratar de comprender el universo. Los gnósticos fueron anteriores a los cabalistas en muchos siglos; tienen un sistema parecido, que postula un Dios indeterminado. De ese Dios que se llama Pieroma (la Plenitud), emana otro Dios (estoy siguiendo la versión perversa de Ireneo), y de ese Dios emana otra emanación, y de esa emanación otra, y de ésa, otra, y cada una de ellas constituye un cielo (hay una torre de emanaciones). Llegamos al número trescientos sesenta y cinco, porque la astrología anda entreverada. Cuando llegamos a la última emanación, aquella en que la parte de Divinidad tiende a cero, nos encontramos con el Dios que se llama Jehová y que crea este mundo.
¿Por qué crea este mundo tan lleno de errores, tan lleno de horror, tan lleno de pecados, tan lleno de dolor físico, tan lleno de sentimiento de culpa, tan lleno de crímenes? Porque la Divinidad ha ido disminuyéndose y al llegar a Jehová crea este mundo falible.
Tenemos el mismo mecanismo en las diez Sephiroth y en los cuatro mundos que va creando. Esas diez emanaciones, a medida que se alejan del En soph, de lo ilimitado, de lo oculto, de los ocultos —como lo llaman en su lenguaje figurado los cabalistas—, van perdiendo fuerza, hasta llegar a la que crea este mundo, este mundo en el que estamos nosotros, tan llenos de errores, tan expuestos a la desdicha, tan momentáneos en la dicha. No es una idea absurda; estamos enfrentados con un problema eterno que es el problema del mal, tratado espléndidamente en el Libro de Job que, según Froude, es la obra mayor de todas las literaturas.
Ustedes recordarán la historia de Job. El hombre justo perseguido, el hombre que quiere justificarse ante Dios, el hombre condenado por sus amigos, el hombre que cree haberse justificado y al final Dios le habla desde el torbellino. Le dice que Él está más allá de las medidas humanas. Toma dos curiosos ejemplos, el elefante y la ballena, y dice que Él los ha creado. Debemos sentir, observa Max Brod, que el elefante, Behemot («los animales») es tan grande que tiene nombre en plural, y luego Leviatán puede ser dos monstruos, la ballena o el cocodrilo. Dice que Él es tan incomprensible como esos monstruos y no puede ser medido por los hombres.
A lo mismo llega Spinoza, cuando dice que dar atributos humanos a Dios es como si un triángulo dijera que Dios es eminentemente triangular. Decir que Dios es justo, misericordioso, es tan antropomórfico como afirmar que Dios tiene cara, ojos o manos.
Tenemos, pues, una Divinidad superior y tenemos otras emanaciones inferiores. Emanaciones parece la palabra más inofensiva para que Dios no tenga la culpa; para que la culpa sea, como dijo Schopenhauer, no del rey sino de sus ministros, y para que esas emanaciones produzcan este mundo.
Se han intentado algunas defensas del mal. Para empezar, la defensa clásica, de los teólogos, que declara que el mal es negativo y que decir «el mal» es decir simplemente ausencia del bien; lo cual, para todo hombre sensible, es evidentemente falso. Un dolor físico cualquiera es tan vivido o más vivido que cualquier placer. La desdicha no es la ausencia de dicha, es algo positivo; cuando somos desdichados lo sentimos como una desdicha.
Hay un argumento, muy elegante pero muy falso, de Leibniz, para defender la existencia del mal. Imaginemos dos bibliotecas. La primera está hecha de mil ejemplares de la Eneida, que se supone un libro perfecto y que acaso lo es. La otra contiene mil libros de valor heterogéneo y uno de ellos es la Eneida. ¿Cuál de las dos es superior? Evidentemente, la segunda. Leibniz llega a la conclusión de que el mal es necesario para la variedad del mundo.
Otro ejemplo que suele tomarse es el de un cuadro, un cuadro hermoso, digamos de Rembrandt. En la tela hay lugares oscuros que pueden corresponder al mal. Leibniz parece olvidar, cuando toma el ejemplo de las telas o el de los libros, que una cosa es que haya malos libros en una biblioteca y otra es ser esos libros. Si nosotros somos alguno de esos libros estamos condenados al infierno.
No todos tienen el éxtasis —y no sé si siempre lo tuvo— de Kierkegaard, quien dijo que si había una sola alma en el infierno, necesaria para la variedad del mundo, y esa alma fuera la suya, cantaría desde el fondo del infierno la alabanza del Todopoderoso.
No sé si es fácil sentirse así; no sé si después de algunos minutos de infierno Kierkegaard hubiera seguido pensando igual. Pero la idea, como ustedes ven, se refiere a un problema esencial, el de la existencia del mal, que los gnósticos y los cabalistas resuelven del mismo modo.
Lo resuelven diciendo que el universo es obra de una Divinidad deficiente, cuya fracción de divinidad tiende a cero. Es decir, de un Dios que no es el Dios. De un Dios que desciende lejanamente de Dios. No sé si nuestra mente puede trabajar con palabras tan vastas y vagas como Dios, como Divinidad, o con la doctrina de Basílides de las trescientas sesenta y cinco emanaciones de los gnósticos. Sin embargo, podemos aceptar la idea de una divinidad deficiente, de una divinidad que tiene que amasar este mundo con material adverso. Llegaríamos así a Bernard Shaw, quien dijo «God is in the making», «Dios está haciéndose». Dios es algo que no pertenece al pasado, que quizá no pertenezca al presente: es la Eternidad. Dios es algo que puede ser futuro: si nosotros somos magnánimos, incluso si somos inteligentes, si somos lúcidos, estaremos ayudando a construir a Dios.
En El fuego imperecedero de Wells el argumento sigue el del Libro de Job y su héroe se le parece. El personaje, cuando está bajo la anestesia, sueña que entra en un laboratorio. La instalación es pobre y allí trabaja un hombre viejo. El hombre viejo es Dios; se muestra bastante irritado. «Estoy haciendo lo que puedo, le dice, pero realmente tengo que luchar con un material muy difícil». El mal sería el material intratable por Dios y el bien sería la bondad. Pero el bien, a la larga, estaría destinado a triunfar y está triunfando. No sé si creemos en el progreso; yo creo que sí, al menos en la forma de la espiral de Goethe: vamos y volvemos, pero en suma estamos mejorando. ¿Cómo podemos hablar así en esta época de tantas crueldades? Sin embargo, ahora se toman prisioneros y se los envía a la cárcel, posiblemente a campos de concentración; pero se toman enemigos. En tiempos de Alejandro de Macedonia lo natural parecía que un ejército victorioso matara a todos los vencidos y que una ciudad vencida fuese arrasada. Quizá intelectualmente estemos mejorando también. Una prueba de ello sería este hecho tan humilde de que nos interese lo que pensaron los cabalistas. Tenemos una inteligencia abierta y estamos listos a estudiar no sólo la inteligencia de otros sino la estupidez de otros, las supersticiones de otros. La cábala no sólo no es una pieza de museo, sino una suerte de metáfora del pensamiento.
Querría hablar ahora de uno de los mitos, de una de las leyendas más curiosas de la cábala. La del golem, que inspiró la famosa novela de Meyrink que me inspiró un poema. Dios toma un terrón de tierra (Adán quiere decir tierra roja), le insufla vida y crea a Adán, que para los cabalistas sería el primer golem. Ha sido creado por la palabra divina, por un soplo de vida; y como en la cábala se dice que el nombre de Dios es todo el Pentateuco, salvo que están barajadas las letras, así, si alguien poseyere el nombre de Dios o si alguien llegara al Tetragrámaton —el nombre de cuatro letras de Dios— y supiera pronunciarlo correctamente, podría crear un mundo y podría crear un golem también, un hombre.
Las leyendas del golem han sido hermosamente aprovechadas por Gershom Scholem en su libro El simbolismo de la cábala, que acabo de leer. Creo que es el libro más claro sobre el tema, porque he comprobado que es casi inútil buscar las fuentes originales. He leído la hermosa y creo que justa traducción (yo no sé hebreo, desde luego) del Sefer Ietzira o Libro de la Creación, que ha hecho León Dujovne. He leído una versión del Zohar o Libro del esplendor. Pero esos libros no fueron escritos para enseñar la cábala, sino para insinuarla; para que un estudiante de la cábala pueda leerlos y sentirse fortalecido por ellos. No dicen toda la verdad: como los tratados publicados y no publicados de Aristóteles.
Volvamos al golem. Se supone que si un rabino aprende o llega a descubrir el secreto nombre de Dios y lo pronuncia sobre una figura humana hecha de arcilla, ésta se anima y se llama golem. En una de las versiones de la leyenda, se inscribe en la frente del golem la palabra EMET, que significa verdad. El golem crece. Hay un momento en que es tan alto que su dueño no puede alcanzarlo. Le pide que le ate los zapatos. El golem se inclina y el rabino sopla y logra borrarle el aleph o primera letra de EMET. Queda MET, muerte. El golem se transforma en polvo.
En otra leyenda un rabino o unos rabinos, unos magos, crean un golem y se lo mandan a otro maestro, que es capaz de hacerlo pero que está más allá de esas vanidades. El rabino le habla y el golem no le contesta porque le están negadas las facultades de hablar y concebir. El rabino sentencia: «Eres un artificio de los magos; vuelve a tu polvo». El golem cae deshecho.
Por último, otra leyenda narrada por Scholem. Muchos discípulos (un solo hombre no puede estudiar y comprender el Libro de la Creación) logran crear un golem. Nace con un puñal en las manos y les pide a sus creadores que lo maten «porque si yo vivo puedo ser adorado como un ídolo». Para Israel, como para el protestantismo, la idolatría es uno de los máximos pecados. Matan al golem.
He referido algunas leyendas pero quiero volver a lo primero, a esa doctrina que me parece atendible. En cada uno de nosotros hay una partícula de divinidad. Este mundo, evidentemente, no puede ser la obra de un Dios todopoderoso y justo, pero depende de nosotros. Tal es la enseñanza que nos deja la cábala, más allá de ser una curiosidad que estudian historiadores o gramáticos. Como el gran poema de Hugo «Ce que dit la bouche d’ombre», la cábala enseñó la doctrina que los griegos llamaron apokatástasis, según la cual todas las criaturas, incluso Caín y el Demonio volverán, al cabo de largas transmigraciones, a confundirse con la divinidad de la que alguna vez emergieron.


En Siete noches (1980)
Foto: Borges en Sicilia, Palermo, 1984 © Ferdinando Scianna/Magnum Photos


24/8/14

Jorge Luis Borges: A un poeta menor de 1899







Dejar un verso para la hora triste
que en el confín del día nos acecha,
ligar tu nombre a su doliente fecha
de oro y de vaga sombra. Eso quisiste.
¡Con qué pasión, al declinar el día,
trabajarías el extraño verso
que, hasta la dispersión del universo,
la hora de extraño azul confirmaría!
No sé si lo lograste ni siquiera,
vago hermano mayor, si has existido,
pero estoy solo y quiero que el olvido
restituya a los días tu ligera
sombra para este ya cansado alarde
de unas palabras en que esté la tarde.



En El Otro, el Mismo (1969)
Hoy 115 años de su nacimiento
Foto: Buenos Aires, 1975-76, por Willis Barnstone

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