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24/8/17

Antonio Carrizo - Jorge Luis Borges: «Yo nací en el año 1899 en esa casa»







Borges. Bueno, claro.. La primera es una alusión* a la doctrina platónica de los arquetipos: hemos visto la luna en el mundo de las arquetipos y luego vemos como una especie de remedo de la luna, aquí en la tierra. Y la otra se refiere de un modo muy concreto a un patio, que ya no existe —bueno, puede decirse de casi todas las cosas de Buenos Aires que no existen— al patio de la casa en que yo nací, en la calle Tucumán, entre Suipacha y Esmeralda. Y ahí estaba la higuera, en el segundo patio, y el aljibe. . . en el primer patio, sí.

Carrizo. En el mismo poema.

Borges. Y yo recuerdo... Puedo decir esto, que es raro: yo nací en el año 1899 en esa casa, en el centro de Buenos Aires, en la Parroquia de San Nicolás. Esa casa, como le digo, estaba a dos cuadras de Florida, y toda la manzana, fuera del almacén de “La Figura”, que estaba en la esquina, era de casas bajas. Es decir, lo que se llama ahora San Telmo, antes abarcaba toda la ciudad, toda la ciudad era San Telmo. Pero San Telmo se ha conservado un poco más y hasta se falsifica un poco más, también.

Carrizo. Claro.

Borges. Pero yo recuerdo esa cuadra, la recuerdo muy bien, toda de casas bajas: todas con azotea —porque no había tejas por ese lado— todas con azoteas, con ventanas con barrotes de hierro, zaguanes y patios.

Carrizo. No nos vayamos de la luna...*

Borges. No nos vayamos...

(...)


[*] Aluden a su poema La luna
En El Hacedor (1960)
Luego en JLB, Obra poética 1923/1985
© María Kodama y © Emecé Editores
Buenos Aires, 1989

En Borges el memorioso. Conversaciones de Jorge Luis Borges con Antonio Carrizo 
(Tercera mañana), págs. 68-69
Mexico-Buenos Aires, FCE, 1982
Nota: En los meses de julio y agosto de 1979, Jorge Luis Borges —que cumplía 80 años— grabó estas entrevistas para el programa “La vida y el canto”. Se emitieron durante el mes de agosto. El plan de trabajo y la edición de las grabaciones fueron realizados por Antonio Carrizo, productor y locutor de dicho programa. 





Agradecemos los audios a Santiago Navarro 
y a Eduardo Mercado que nos los acercara.

Lectura y descarga del libro completo en la sección Archivos 
de nuestro grupo homólogo en FB

Imágenes:
Arriba: A. Carrizo y Borges en entrevista televisiva de 1979 (capt.)
Abajo: Cover edición 1983




15/8/17

Jorge Luis Borges: Graves en Deyá







Mientras dicto estas líneas, acaso mientras lees estas líneas, Robert Graves, ya fuera del tiempo y de los guarismos del tiempo, está muriéndose en Mallorca. Muriéndose y no agonizando, porque agonía es lucha. Nada más lejos de una lucha y más cerca de un éxtasis que aquel anciano inmóvil, sentado, a quien acompañaban su mujer, sus hijos, sus nietos, el más pequeño en sus rodillas, y varios peregrinos de diversas partes del Mundo. (Entre ellos, creo, un persa.) El alto cuerpo seguía cumpliendo con sus deberes, aunque ni veía, ni oía, ni articulaba una palabra; el alma estaba sola. Creí que no nos distinguía, pero al decirle adiós me estrechó la mano y besó la mano de María Kodama. Desde la puerta del jardín, su mujer nos dijo: You must come back! This is Heaven! Esto ocurrió en 1981. Volvimos en 1982. La mujer le daba de comer con una cuchara y todos estaban muy tristes y esperaban el fin. Sé que las fechas que he indicado son para él un solo instante eterno.

El lector no habrá olvidado La Diosa Blanca; recordaré aquí el argumento de uno de sus poemas.

Alejandro no muere en Babilonia a la edad de treinta y dos años. Después de una batalla se pierde y busca su camino por una selva durante muchas noches. Al fin ve las hogueras de un campamento. Hombres de ojos oblicuos y de tez amarilla lo recogen, lo salvan y finalmente lo alistan en su ejército. Fiel a su suerte de soldado, sirve en largas campañas por los desiertos de una geografía que ignora. Un día pagan a la tropa. Reconoce un perfil en una moneda de plata y se dice: Esta es la medalla que hice acuñar para celebrar la victoria de Arbela cuando yo era Alejandro de Macedonia.


Esta fábula merecería ser muy antigua.


En Atlas (1984)
Foto: Jorge Luis Borges en Buenos Aires, 1974

11/8/17

Jorge Luis Borges: El Oeste







A medida que los Estados Unidos crecen hacia el poniente y el sur, a medida que la guerra de Méjico y la conquista del Oeste dilatan sus ya vastas fronteras, surge una nueva generación de escritores, del todo ajenos al puritanismo de Nueva Inglaterra o al trascendentalismo de Concord. Longfellow y Timrod pertenecen aún a la tradición de las letras británicas; los nuevos hombres cuyas voces nos llegan desde el Mississippi o las soledades de California ni siquiera tienen que rebelarse contra esa tradición.

El primero fue SAMUEL LANGHORNE CLEMENS (1835-1910), que dio fama mundial a su pseudónimo Mark Twain. Clemens fue tipógrafo, periodista, piloto fluvial, subteniente de las fuerzas del Sur, buscador de oro en California, autor humorístico, conferenciante, director de un diario, novelista, editor, hombre de negocios, doctor honoris causa de universidades americanas e inglesas y, los últimos años de su vida, una celebridad. Nació en Florida, pequeña aldea de Missouri. La población era de cien almas; Mark Twain se jactó de haberla aumentado en uno por ciento, "cosa que muchos personajes insignes no hubieran podido hacer por su patria". Poco después, su familia se mudó a Hannibal a orillas del Mississippi. Durante su vida entera lo acompañaron la imagen y la nostalgia del río, que le inspiró sus mejores libros, Tom Sawyer y Huckleberry Finn. A los veintiún años concibió el proyecto de explorar las fuentes del Amazonas, pero al llegar a Nueva Orleans, resolvió ser piloto del Mississippi. Esta época le reveló los más diversos tipos de humanidad; años después escribiría: "Cada vez que en la ficción o en la historia encuentro un personaje bien definido me intereso personalmente en él, porque ya nos conocemos, porque nos hemos encontrado en el río". En 1861 la Guerra de Secesión cerró la navegación fluvial; Mark Twain, al cabo de unos quince días de andanzas militares, acompañó a su hermano al Oeste. Hicieron la larga travesía en diligencia. En San Francisco de California, Brett Harte y el humorista Artemus Ward lo iniciaron en la literatura; desde entonces usó el pseudónimo de Mark Twain, que, en el lenguaje de los pilotos del río, significa dos brazas. En 1865, un breve relato, The Celebrated Jumping Frog of Calaveras County (La célebre rana saltarina del partido de Calaveras), le dio fama continental. Luego vendrían las giras de conferencias, los viajes por Europa, por Tierra Santa, por el Pacífico, los libros que se traducirían a todas las lenguas, el casamiento, el bienestar, los reveses económicos, la muerte de la mujer y de los hijos, el renombre, la soledad secreta y el pesimismo.
Mark Twain fue para sus contemporáneos un humorista, un hombre cuyas menores ocurrencias eran divulgadas por él telégrafo de un confín a otro del planeta. Esas bromas, ahora, nos llegan un poco gastadas. Queda y quedará, sin embargo, Huckleberry Finn, de la que surgió, según Hemingway, toda la novela americana. El estilo es oral, los dos protagonistas, un chico travieso y un negro prófugo, navegan en una balsa, de noche, por las anchas aguas del Mississippi y nos muestran así la vida del Sur antes de la Guerra Civil. Movido por un sentimiento generoso que no acaba de comprender, el chico ayuda al esclavo, pero lo acosa el remordimiento de hacerse cómplice de la fuga de un hombre que es propiedad de una señorita del pueblo. De este gran libro, que abunda en admirables evocaciones de la mañana, de los atardeceres y de las pobres costas del río, han nacido, con el tiempo, otros dos cuyo esquema es el mismo: Kim (1901) de Kipling y Don Segundo Sombra (1926) de Ricardo Güiraldes. Se publicó en 1884; por primera vez un escritor de América usaba, sin afectación, el lenguaje de América. John Brown ha escrito: "Huckleberry Finn enseñó a hablar a toda la novela americana".
El cometa de Halley brilló en el cielo cuando nació Mark Twain; éste predijo que no acabarían sus días hasta que volviera el cometa. Así ocurrió: en 1910 volvió la estrella y murió el hombre.
El novelista Howell ha escrito: "Emerson, Longfellow y Holmes —los he conocido— se asemejaban unos a otros, pero Clemens era único, incomparable, el Lincoln de nuestra literatura".
La vastedad de las desiertas regiones ganadas para los Estados Unidos en el Oeste obligó a sus pobladores a ejercer las más diversas actividades.

Así BRETT HARTE (1836-1902), nacido en Albany, amigo y protector de Mark Twain, fue sucesivamente maestro de escuela, empleado de farmacia, minero, mensajero, tipógrafo, reportero, autor de cuentos cortos, colaborador regular del Golden Era y, a partir de 1868, director de la importante revista The Overland Monthly. En sus páginas aparecieron esas breves y patéticas obras maestras "The Luck of Roaring Camp" (La suerte de Roaring Camp), "The Outcasts of Poker Fiat" (Los expulsados de Poker Fiat), "Tennessee's Partner" (El socio de Tennessee), que el autor reuniría bajo el título de The Californians Sketches (Bocetos californianos) y que fueron, acaso, una primera revelación del Oeste. Un poema humorístico, The Heathen Chinese (El chino pagano), lo hizo famoso desde el Pacífico al Atlántico. En 1878, a pedido suyo, fue nombrado cónsul en la ciudad de Crefeld, en Prusia, y luego en Glasgow. Sus últimos años los pasó en Londres. Brett Harte y Mark Twain, típicos escritores del Oeste, procedían de otras regiones; JOHN GRIFFITH LONDON (1876-1916), que tomó el nombre de Jack London, nació en San Francisco de California. Su destino no fue menos heterogéneo que el de los anteriores; conoció la pobreza, fue peón de granja, peón de estancia, vendedor de diarios, vagabundo, jefe de una pandilla y marinero. No fueron extrañas a su experiencia la mendicidad y la cárcel. Resolvió educarse, en tres meses dio las materias de dos años de estudio y entró en la Universidad de California. En 1897 ocurrió el descubrimiento de oro en Alaska. London se lanzó a la aventura y, en pleno invierno, atravesó el paso de Chilkoot. No halló el tesoro que buscaba y emprendió con dos compañeros la travesía del canal de Behring, en un bote abierto. Publicó en 1903 su novela The Call of the Wild (El llamado de la selva), de la que vendió un millón y medio de ejemplares. Es la historia de un perro que ha sido lobo y vuelve al fin a serlo. Un libro anterior, The God of his Fathers (El Dios de sus padres), no había logrado un éxito igual. Durante la guerra ruso-japonesa en 1904 fue enviado como corresponsal. Murió a los cuarenta años, dejando unos cincuenta volúmenes, de los que recordaremos aquí The People of the Pit (La gente del abismo), para el cual exploró personalmente los bajos fondos de Londres, The Sea Wolf (El lobo de mar), cuyo protagonista es un capitán que predica y ejerce la violencia, y Before Adam (Antes de Adán), novela prehistórica. Su narrador recobra en sueños fragmentarios los azarosos días que ha vivido en una encarnación anterior. Jack London escribió también admirables cuentos de aventureros y algunos relatos fantásticos, entre ellos "The Shadow and the Flash" (La sombra y el destello), que refiere la rivalidad y el duelo final de dos hombres invisibles. Su estilo corresponde a la realidad pero a una realidad recreada y exaltada por él. La vitalidad que animó su vida anima su obra, que seguirá atrayendo a las generaciones más jóvenes.

FRANK NORRIS (1870-1902) nació en Chicago, pero su obra pertenece al Oeste. Se educó en San Francisco, estudió arte medieval en París y fue sucesivamente corresponsal de guerra en África del Sur y en Cuba. Sus primeros trabajos fueron románticos, pero a fines del siglo XIX se convirtió al naturalismo de Zola y publicó la novela Me Teague (1899), cuyo escenario son los bajos fondos de San Francisco. Dejó inconclusa una trilogía cuyo protagonista es el trigo, desde su producción hasta las especulaciones de bolsa y su exportación a Europa. A diferencia de su maestro, que se documentaba en bibliotecas, Frank Norris, antes de emprender la redacción de su triple novela, trabajó como peón en una chana californiana. Creyó que ciertas fuerzas impersonales —el trigo, los ferrocarriles, la ley de la oferta y la demanda— son más importantes que el individuo y acaban por dominarlo, pero también creyó en la inmortalidad. Se lo considera precursor de Theodore Dreiser, a quien ayudó a publicar su primera novela, Sister Carne.


En Introducción a la literatura norteamericana (1967)
En colaboración con Esther Zemborain de Torres
Foto: Jorge Luis Borges y María Kodama en la Mark Twain Cave, Missouri,
Antes Mc Dougal´s Cave, sitio donde transcurre el relato de Las aventuras de Tom Sawyer



7/8/17

Jorge Luis Borges: Los Trolls






En Inglaterra, las Valquirias quedaron relegadas a las aldeas y degeneraron en brujas; en las naciones escandinavas los gigantes de la antigua mitología, que habitaban en Jotunheim y guerreaban con el dios Thor, han decaído en rústicos Trolls. En la cosmogonía que da principio a la Edda Mayor, se lee que, el día del Crepúsculo de los Dioses, los gigantes escalarán y romperán Bifrost, el arco iris, y destruirán el mundo, secundados por un lobo y una serpiente; los Trolls de la superstición popular son Elfos malignos y estúpidos, que moran en las cuevas de las montañas o en deleznables chozas. Los más distinguidos están dotados de dos o tres cabezas.
El poema dramático Peer Gynt (1867) de Henrik Ibsen les asegura su fama. Ibsen imagina que son, ante todo, nacionalistas; piensan, o tratan de pensar que el brebaje atroz que fabrican es delicioso y que sus cuevas son alcázares. Para que Peer Gynt no perciba la sordidez de su ámbito, le proponen arrancarle los ojos.


En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Con la colaboración de Margarita Guerrero
Foto: Jorge Luis Borges en la Biblioteca Nacional, por Sara Facio

23/7/17

Jorge Luis Borges - Adolfo Bioy Casares: La sombra de las jugadas (dos textos)







En uno de los cuentos que integran la serie de los Mabinogion, dos reyes enemigos juegan ajedrez, mientras en un valle cercano sus ejércitos luchan y se destrozan. Llegan mensajeros con noticias de la batalla; los reyes no parecen oírlos e, inclinados sobre el tablero de plata, mueven las piezas de oro. Gradualmente se aclara que las vicisitudes del combate siguen las vicisitudes del juego. Hacia el atardecer, uno de los reyes derriba el tablero, porque le han dado jaque mate y poco después un jinete ensangrentado le anuncia: 

—Tu ejército huye, has perdido el reino.
Edwin Morgan
The Week-End Companion to Wales and Cornwall
Chester, 1929


Cuando los franceses sitiaban la capital de Madagascar, en 1893, los sacerdotes participaron en la defensa jugando alfanorona*, y la reina y el pueblo seguían con mayor ansiedad ese partido que se jugaba, según los ritos, para asegurar la victoria, que los esfuerzos de sus tropas.


Celestino Palomeque, Cabotaje en Mozambique (Porto Alegre, s. f.).





* Suerte de ajedrez

Nota PD: Tanto Edwin Morgan como Celestino Palomeque serían apócrifos
Cfr.: Manuel Ferrer, Borges y la nada, London, Tamesis Book Limited, 1971



En J. L. Borges y A. Bioy Casares: Cuentos breves y extraordinarios (1953)

Imagen: Cover primera edición
Buenos Aires, Editorial Raigal, 1955
Colección Panorama dirigida por Ernesto Sabato


17/7/17

Jorge Luis Borges: Las islas del Tigre








Ninguna otra ciudad, que yo sepa, linda con un secreto archipiélago de verdes islas que se alejan y pierden en las dudosas aguas de un río tan lento que la literatura ha podido llamarlo inmóvil. En una de ellas, que no he visto, se mató Leopoldo Lugones, que habrá sentido, acaso por primera vez en su vida, que estaba libre, al fin, del misterioso deber de buscar metáforas, adjetivos y verbos para todas las cosas del mundo.

Hace muchos años, el Tigre me dio imágenes, quizá erróneas, para las escenas malayas o africanas de los libros de Conrad. Esas imágenes me servirán para erigir un monumento, sin duda menos perdurable que el bronce de ciertos infinitos domingos. He recordado a Horacio, que sigue siendo para mí el más misterioso de los poetas, ya que sus estrofas cesan y no terminan y asimismo son inconexas. No es imposible que su mente clásica se abstuviera deliberadamente del énfasis. Releo lo anterior y compruebo con una suerte de agridulce melancolía que todas las cosas del mundo me llevan a una cita o a un libro.



En Atlas, con María Kodama
©1984, Borges, Jorge Luis
©1984, Edhasa
 

Foto: Borges y Kodama en Sicilia 1984
© Ferdinando Scianna/Magnum Photos


10/7/17

Jorge Luis Borges: La mandrágora







Como el Borametz, la planta llamada Mandrágora confina con el reino animal, porque grita cuando la arrancan; ese grito puede enloquecer a quienes lo escuchan (Romeo y Julieta, IV, 3). Pitágoras la llamó "antropomorfa"; el agrónomo latino Lucio Columela, "semi-homo", y Alberto Magno pudo escribir que las Mandrágoras figuran la humanidad con la distinción de los sexos. Antes, Plinio había dicho que la Mandrágora blanca es el macho y la negra es la hembra. También, que quienes la recogen trazan alrededor tres círculos con la espada y miran al poniente; el olor de las hojas es tan fuerte que suele dejar mudas a las personas. Arrancarla era correr el albur de espantosas calamidades; el último libro de la Guerra Judía de Flavio Josefo nos aconseja recurrir a un perro adiestrado. Arrancada la planta, el animal muere, pero las hojas sirven para fines narcóticos, mágicos y laxantes.
La supuesta forma humana de las Mandrágoras ha sugerido la superstición de que éstas crecen al pie de los patíbulos. Browne (Pseudodoxia Epidémica, 1646) habla de la grasa de los ahorcados; el novelista popular Hanns Heinz Ewers (Alraune, 1913), de la simiente. Mandrágora, en alemán, es Alraune; antes se dijo Alruna; la palabra trae su origen de runa, que significó "misterio", "cosa escondida", y se aplicó después a los caracteres del primer alfabeto germánico.
El Génesis (XXX, 14) incluye una curiosa referencia a las virtudes generativas de la Mandrágora. En el siglo XII, un comentador judeo-alemán del Talmud escribe este párrafo:
"Una especie de cuerda sale de una raíz en el suelo y a la cuerda está atado por el ombligo, como una calabaza, o melón, el animal llamado Yadu'a, pero el Yadu'a es en todo igual a los hombres: cara, cuerpo, manos y pies. Desarraiga y destruye todas las cosas, hasta donde alcanza la cuerda. Hay que romper la cuerda con una flecha, y entonces muere el animal".
El médico Discórides identificó la Mandrágora con la circea, o "hierba de Circe", de la que se lee en la Odisea, en el libro décimo:
"La raíz es negra, pero la flor es como la leche. Es difícil empresa para los hombres arrancarla del suelo, pero los dioses son todopoderosos".




En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Con la colaboración de Margarita Guerrero
Retrato de Jorge Luis Borges 
Captura de video filmación de Conferencia sobre La Ceguera

3/7/17

Jorge Luis Borges - Alicia Jurado: Cosmología budista





El budismo, como el hinduismo, del cual procede, postula un número infinito de mundos, todos de idéntica estructura. Afirmar que el universo es limitado es una herejía; afirmar que es ilimitado, también; afirmar que no es ni lo uno ni lo otro, es asimismo herético. Este triple anatema obedece acaso al propósito de desalentar las especulaciones inútiles, que nos apartan del urgente problema de nuestra salvación.

En el ombligo o centro de cada mundo se eleva una montaña cuyo nombre es Meru o Sumeru. Su forma es la de una pirámide truncada de base cuadrangular; la cara oriental es de plata, la austral de jaspe, la occidental de rubí y la septentrional de oro. En la cumbre están las ciudades de los dioses y los paraísos de los bienaventurados; en la base están los infiernos. Alrededor del Meru, cuya altura es de ochenta y cuatro mil leguas, giran el sol, la luna y las constelaciones. Siete mares concéntricos, separados por siete cadenas circulares de montañas de oro, rodean el monte Meru; un cartón para tirar al blanco sería una suerte de mapamundi budista. La profundidad de los mares y la altura de las cordilleras decrecen a medida que se alejan del centro. Fuera del último círculo de montañas empieza el océano que conoce la humanidad. En sus aguas hay cuatro continentes e innumerables islas[7]. El continente oriental tiene forma de media luna; esta forma se repite en las caras de los habitantes, que son tranquilos y virtuosos. Se atribuye a este continente el color blanco. El continente austral, que es el nuestro, tiene forma de pera; también son piriformes las caras de sus habitantes. En él existen el bien y el mal, las riquezas y la abundancia; se le asigna el color azul. El continente occidental es redondo y rojo; sus habitantes, cuya fuerza es extraordinaria, se alimentan de carne de vaca y tienen caras circulares. El continente septentrional es el mayor de todos. Su color es verde y su forma es cuadrangular, como las caras de los habitantes, que son herbívoros. Las almas, después de la muerte, habitan los árboles.

Cada uno de estos continentes tiene dos satélites; en el que está a la izquierda del nuestro viven los rakshasas, demonios enemigos de la humanidad, que rondan los cementerios, interrumpen los sacrificios, hostigan a la gente piadosa, animan los cadáveres y devoran a los seres humanos. Pueden ser horribles o hermosos; algunos tienen un solo ojo, otros una sola oreja; unos caminan sobre dos piernas, otros sobre tres, otros sobre cuatro. En la poesía épica tienen determinados epítetos: homicidas, dañinos, ladrones de ofrendas, fuertes en la penumbra, noctámbulos, caníbales, carnívoros, bebedores de sangre, mordedores glotones, carinegros. Se dice que en el siglo VIII de nuestra era, Padma-Sambhava, maestro del lamaísmo, les predicó la doctrina del Buddha.

Los habitantes del primer continente viven doscientos cincuenta años; los del segundo, cien; los del tercero, quinientos, y los del cuarto, dos mil. En el Antiguo Testamento se lee que la duración de la vida humana es de setenta años; Schopenhauer, para justificar el cómputo hindú, arguye que sólo a los cien años el hombre muere naturalmente, sin agonía, y que morir por una enfermedad es tan accidental como morir en una guerra o en un incendio.

La descripción del mundo que acabamos de resumir corresponde a un plano horizontal; verticalmente, cabe distinguir tres regiones superpuestas. La primera e inferior es la sensorial; la habitan dioses, hombres, demonios, fantasmas, animales y seres infernales. En la zona más baja de esa región están los infiernos o, mejor dicho, los purgatorios, ya que los períodos de castigo no son infinitos. Hay ocho moradas ardientes y ocho glaciales. Encima de los infiernos está la zona en que vivimos. La segunda región, intermedia, es la de las formas; la tercera y superior es aquella en que las formas no existen. Los dioses son los únicos habitantes de estas dos últimas regiones.

Los dioses viven muchos siglos, pero no son inmortales. Algunos habitan la cumbre del monte Meru; otros, palacios suspendidos en el aire. A medida que la jerarquía es más alta, los goces son menos físicos; la unión de los dioses inferiores es semejante a la de los hombres; luego, en categorías más elevadas, se realiza mediante el beso, la caricia, la sonrisa o la contemplación. No hay concepción ni nacimiento; los hijos, ya de cinco a diez años de edad, aparecen de pronto sobre las rodillas de la diosa o del dios que es su madre o su padre (según la tradición hebrea, Adán tenía treinta y tres años en el momento en que fue creado). Los dioses de la segunda región ignoran los deleites sensuales: su alimento es la alegría y sus cuerpos están hechos de materia sutil. Oyen y ven, pero carecen de gusto, olfato y tacto. En la tercera región los dioses son incorpóreos y viven en un puro éxtasis contemplativo que puede extenderse a veinte, cuarenta, sesenta u ochenta mil períodos cósmicos.

Cada mundo flota sobre agua, el agua sobre viento, el viento sobre el éter. Los mundos, cuya cifra es incalculable, forman grupos de tres entre los cuales hay espacios desiertos, vastos y tenebrosos que sirven como lugares de castigo.

Conviene no olvidar que esta pintoresca cosmografía no es esencial a la doctrina que el Buddha predicó. Ciertamente, no se trata de un dogma, lo importante es la disciplina monástica que conduce al hombre a la liberación.




Título original: Qué es el budismo
Jorge Luis Borges y Alicia Jurado, 1976

Luego en J. L. Borges: Obras completas en colaboración
© María Kodama 1995
©Emecé Editores 1979 y ss.

Capítulos relacionados
También Jorge Luis Borges: La personalidad y el Buddha

Foto sin atribución: Borges y Alicia Jurado Fuente
Al pie, contratapa del libro


30/6/17

Jorge Luis Borges: Ars Magna







Estoy en una esquina de la calle Raymundo Lulio, en Mallorca.
Emerson dijo que el lenguaje es poesía fósil; para comprender su dictamen, bástenos recordar que todas las palabras abstractas son, de hecho, metáforas, incluso la palabra metáfora, que en griego es traslación. El siglo trece, que profesaba el culto de la Escritura, es decir, de un conjunto de palabras aprobadas y elegidas por el Espíritu, no podía pensar de ese modo. Un hombre de genio, Raymundo Lulio, que había dotado a Dios de ciertos predicados (la bondad, la grandeza, la eternidad, el poder, la sabiduría, la voluntad, la virtud y la gloria), ideó una suerte de máquina de pensar hecha de círculos concéntricos de madera, llenos de símbolos de los predicados divinos y que, rotados por el investigador, darían una suma indefinida y casi infinita de conceptos de orden teológico. Hizo lo propio con las facultades del alma y con las cualidades de todas las cosas del mundo. Previsiblemente, todo ese mecanismo combinatorio no sirvió para nada. Siglos después Jonathan Swift se burló de él en el Viaje Tercero de Gulliver; Leibniz lo ponderó pero se abstuvo, por supuesto, de reconstruirlo.
La ciencia experimental que Francis Bacon profetizó nos ha dado ahora la cibernética, que ha permitido que los hombres pisen la luna y cuyas computadoras son, si la frase es lícita, tardías hermanas de los ambiciosos redondeles de Lulio.


En Atlas (1984)
Jorge Luis Borges en Mallorca junto a María Kodama, Foto Diario de Mallorca 



22/6/17

Jorge Luis Borges: El monstruo Aqueronte






Un solo hombre, una sola vez, vio al monstruo Aqueronte; el hecho se produjo en el siglo XII, en la ciudad de Cork. El texto original de la historia, escrito en irlandés, se ha perdido, pero un monje benedictino de Regensburg (Ratisbona) lo tradujo al latín y de esa traducción el relato pasó a muchos idiomas y, entre otros, al sueco y al español. De la versión latina quedan cincuenta y tantos manuscritos, que concuerdan en lo esencial. Visio Tundali (Visión de Tundal) es su nombre, y se la considera una de las fuentes del poema de Dante.

Empecemos por la voz "Aqueronte". En el décimo libro de la Odisea, es un río infernal y fluye en los confines occidentales de la tierra habitable. Su nombre retumba en la Eneida, en la Farsalia de Lucano y en las Metamorfosis de Ovidio. Dante lo graba en un verso:

Su la triste riviera d'Acheronte

Una tradición hace de él un titán castigado; otra, de fecha posterior, lo sitúa no lejos del polo austral, bajo las constelaciones de las antípodas. Los etruscos tenían libros fatales que enseñaban la adivinación, y libros aquerónticos que enseñaban los caminos del alma después de la muerte del cuerpo. Con el tiempo, el "Aqueronte" llega a significar el "infierno". Tundal era un joven caballero irlandés, educado y valiente, pero de costumbres no irreprochables. Se enfermó en casa de una amiga y durante tres días y tres noches lo tuvieron por muerto, salvo que guardaba en el corazón un poco de calor. Cuando volvió en sí, refirió que el ángel de la guarda le había mostrado las regiones ultraterrenas. De las muchas maravillas que vio, la que ahora nos interesa es el monstruo Aqueronte. Este es mayor que una montaña. Sus ojos llamean y su boca es tan grande que nueve mil hombres cabrían en ella. Dos réprobos, como dos pilares o atlantes, la mantienen abierta; uno está de pie, otro de cabeza. Tres gargantas conducen al interior; las tres vomitan fuego que no se apaga. Del vientre de la bestia sale la continua lamentación de infinitos réprobos devorados. Los demonios dicen a Tundal que el monstruo se llama Aqueronte. El ángel de la guarda desaparece y Tundal es arrastrado con los demás. Adentro de Aqueronte hay lágrimas, tinieblas, crujir de dientes, fuego, ardor intolerante, frío glacial, perros, osos, leones y culebras. En esta leyenda, el infierno es un animal con otros animales adentro.

En 1758, Emmanuel Swedenborg escribió: "No me ha sido otorgado ver la forma general del Infierno, pero me han dicho que de igual manera que el Cielo tiene forma humana, el Infierno tiene la forma de un demonio".


En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Con la colaboración de Margarita Guerrero
Retrato de Jorge Luis Borges por Alicia Schemper, 1977


7/6/17

Jorge Luis Borges: El tótem






Plotino de Alejandría, cuenta Porfirio, se negó a hacerse retratar, alegando que él era solamente la sombra de su prototipo platónico y que el retrato sería sombra de una sombra. Siglos después Pascal redescubriría ese argumento contra el arte de la pintura. La imagen que vemos aquí es la fotografía del facsímil de un ídolo del Canadá; es decir, es sombra de la sombra de una sombra. Su original, llamémoslo así, se erige, alto y sin culto, detrás de la última de las tres estaciones del Retiro. Se trata de un regalo oficial del gobierno del Canadá. A ese país no le importa ser representado por esa imagen bárbara. Un gobierno sudamericano no se atrevería al albur de regalar una imagen de una divinidad anónima y tosca.
Sabemos estas cosas y sin embargo nuestra imaginación se complace con la idea de un tótem en el destierro, de un tótem que oscuramente exige mitologías, tribus, incantaciones y acaso sacrificios. Nada sabemos de su culto; razón de más para soñarlo en el crepúsculo dudoso.







Entre estas fotos no está la incluida en la edición ilustrada de Atlas (1984)
Con María Kodama
©1984, Borges, Jorge Luis
©1984, Edhasa
 


Fotos del Totem Kwa'Guilth por Isaías Garde
Plaza Canadá, Barrio del Retiro, 2012


3/6/17

Jorge Luis Borges: El laberinto







Este es el laberinto de Creta. Este es el laberinto de Creta cuyo centro fue el Minotauro. Este es el laberinto de Creta cuyo centro fue el Minotauro que Dante imaginó como un toro con cabeza de hombre y en cuya red de piedra se perdieron tantas generaciones. Este es el laberinto de Creta cuyo centro fue el Minotauro que Dante imaginó como un toro con cabeza de hombre y en cuya red de piedra se perdieron tantas generaciones como María Kodama y yo nos perdimos. Este es el laberinto de Creta cuyo centro fue el Minotauro que Dante imaginó como un toro con cabeza de hombre y en cuya red de piedra se perdieron tantas generaciones como María Kodama y yo nos perdimos en aquella mañana y seguimos perdidos en el tiempo, ese otro laberinto.





Atlas (1984)
Con María Kodama
©1984, Borges, Jorge Luis
©1984, Edhasa


Foto arriba: Borges y M. Kodama en Palermo (Sicilia) 1984 
© Ferdinando Scianna-Magnum Photos

Abajo: Foto incluida junto al texto en Atlas
Colección propiedad de María Kodama
Fundación Internacional Jorge Luis Borges


1/6/17

Jorge Luis Borges - Adolfo Bioy Casares: El enemigo número 1 de la censura








(Semblanza de Ernesto Gomensoro para hacer las veces de prólogo a su Antología)
Sobreponiéndome al sentimiento que el corazón me dicta, escribo con la Remington esta semblanza de Ernesto Gomensoro, para hacer las veces de prólogo a su Antología. Por un lado, me trabaja la grima de no poder cumplir de un modo cabal con el mandato de un difunto; por el otro, me doy el gustazo melancólico de retratar a ese hombre de valía que los pacíficos vecinos de Maschwitz aún hoy recuerdan bajo su nombre de Ernesto Gomensoro. No olvidaré fácil aquella tarde en que me acogiera, con mate y bizcochitos, bajo el alero de su quinta, no lejos de la vía del tren. La causante de que yo me costease hasta esos andurriales fue la natural conmoción de haber sido objeto de una tarjeta dirigida a mi domicilio, invitándome a figurar en la Antología que por entonces incubaba. El fino olfato de tan remarcable mecenas despertó mi siempre despabilado interés. Además quise tomarle al vuelo la palabra, no fuera a arrepentirse, y decidí llevar de mano propia la colaboración, para evitar las clásicas demoras que suelen imputarse a nuestro correo.[*]
El cráneo glabro, la mirada perdida en el horizonte rural, la anchurosa mejilla de pelambre gris, la boca por lo general provista de bombilla y mate, el pulcro pañuelo de mano bajo el mentón, el tórax de toro y un liviano traje de hilo a medio planchar constituyeron mi primera instantánea. Desde el sillón de hamaca de mimbre, el conjunto atractivo de nuestro anfitrión complementóse presto con la voz campechana que me indicó el banquito de cocina para que me sentase. A efectos de pisar terreno firme, agité a su vista, ufano y tenaz, la tarjeta-invitación.
—Sí —articuló con displicencia—. Mandé la circular a todo el mundo.
Semejante sinceridad me entonó.
En tales casos la mejor política es congraciarse con el hombre que fuera nuestra suerte en las manos. Le declaré con suma franqueza que yo era el reportero de artes y letras de Última Hora y que mi verdadero propósito era el de consagrarle un reportaje. No se hizo de rogar. Escupió verde para aclarar el garguero y dijo con la llaneza que es ornato de las figuras próceres:
—Avalo su propósito de corazón. Le prevengo que no le voy a hablar de la censura, porque ya más de uno anda repitiendo que soy temático y que la guerra contra la censura se ha vuelto mi única idea fija. Usted me rebatirá con la objeción de que hoy por hoy son pocos los temas que apasionan como ése. No es para menos.
—Si lo sabré —suspiré—. El pornógrafo más desprejuiciado observa cada día una nueva traba en su campo de acción.
Su respuesta me dejó sin otro recurso que abrir la boca.
—Ya maliciaba yo que usted agarraría para ese lado. Le reconozco a toda velocidad que poner cortapisas al pornógrafo no tiene mucho de simpático que digamos. Pero ese caso tan cacareado no es más, qué azúcar y qué canela, que una faceta del asunto. Tanta saliva gastamos contra la censura moral y contra la censura política, que pasamos por alto otras variedades que son, con mucho, más atentatorias. Mi vida, si usted me permite llamarla así, es un ejemplo aleccionante. Hijo y nieto de progenitores que fueron invariablemente bochados por la mesa de examen, me vi abocado desde niño a las más diversas tareas. Fue así que me arrastró la vorágine de la escuela primaria, del corretaje de valijas de cuero y, en ratos robados a la fajina, de la composición de uno que otro verso. Este último hecho, en sí carente de interés, avispó la curiosidad de los espíritus inquietos de Maschwitz y no tardó en correr y agrandarse de boca en boca. Yo sentí, como quien ve subir la marea, que el consenso del pueblo, sin distinción de sexo ni edad, recibiría con alivio que yo comenzara a publicar en periódicos. Apoyo semejante me impelió a mandar por correo, a revistas especializadas, la oda ¡En camino! Una conspiración del silencio fue la respuesta, con la excepción honrosa de un suplemento que me la devolvió sin más.
Ahí puede ver el sobre, en un marco.
No me dejé desanimar. Mi segunda carga asumió una naturaleza masiva; remití a no menos de cuarenta órganos simultáneos el soneto En Belén y después, continuando el bombardeo, las décimas Yo alecciono. A la silva La alfombra de esmeralda y al ovillejo Pan de centeno, les cupo, usted no me va a creer, idéntica suerte. Tan extraña aventura fue seguida, con suspenso simpático, por las autoridades y personal de nuestra estafeta, que se apresuraron a divulgarla. La resultante fue previsible; el doctor Palau, ornato y fuste si los hay, me nombró director del director del suplemento literario de los jueves del diario La Opinión.
Desarrollé esa magistratura civil durante casi un año, cuando me echaron. Fui, por sobre todo, imparcial. Nada, apreciable Bustos, me viene a intranquilizar la conciencia a las altas horas. Si una sola vez di cabida a un hijo de mi musa —el ovillejo Pan de centeno, que desaté una persistente campaña de solicitadas y anónimos— lo hice bajo el socorrido seudónimo de Alférez Nemo, con alusión, que no todos captaron, a Julio Verne. No fue sólo por eso que me enseñaron el camino de la calle; no hubo bicho viviente que no me endilgara la culpa de que la hoja de los jueves era más bien el tarro de la basura o, si usted prefiere, la última roña. Aludían, a lo mejor, a la ínfima calidad de las colaboraciones expuestas. La inculpación, a no dudar, era justa; no así la comprensión del criterio que me oficiara de brújula. Más náusea que a los peores Aristarcos me sigue dando la retrospectiva lectura de aquellos papeluchos sin ton ni son, que yo sin tan siquiera hojearlos confiaba al señor regente de los talleres gráficos. Le hablo, como usted ve, con el corazón en la mano: pasar del sobre al linotipo era todo uno y yo ni me tomaba el trabajo de averiguar si eran en prosa o verso. Le pido que me crea: mi archivo atesora un ejemplar en que se repite dos o tres veces la misma fábula, copiada de Iriarte y firmada de manera contradictoria. Avisos de Té Sol y de Yerba Gato alternaban gratuitamente con el resto de las colaboraciones, sin que faltara alguno de esos versitos que los desocupados dejan en el cuarto de baño. Figuraban también nombres femeninos de la mayor expectabilidad, con el número de teléfono.
Como ya lo olfatease mi señora, el doctor Palau terminó por montar el picazo y me dijo dando la cara que la hoja literaria sanseacabó y que no me podía decir que me agradecía los servicios prestados, porque no estaba para bromas y que me fuera al trote.
Le soy sincero; para mí el despido debe atribuirse, por increíble que parezca, a la publicación fortuita de la notable silva El malón, que revive un episodio muy querido en la zona, la devastadora incursión de los indios pampas, que no dejaron títere con cabeza. La historicidad del flagelo ha sido puesta en duda por más de un iconoclasta de Zárate; lo indiscutible es que insufló los gallardos versos de Lucas Palau, martillero y sobrino de nuestro director. Cuando usted, joven, esté por tomar el tren, que le falta poco, le mostraré la silva aludida, que la tengo en un marco. Yo la había publicado, según mi norma, sin fijarme en la firma ni en el texto. El bardo, me dijeron, arremetió con otras versadas que esperaron su turno y que no salieron, porque nunca dejé de respetar el orden de arribo. Adefesio sobre adefesio las iba postergando; el nepotismo y la impaciencia rebalsaron la copa y entonces fue que tuve que encontrar la puerta de salida. Retiréme.
A lo largo de esta tirada, Gomensoro hablóme sin amargura y con evidente sinceridad. En mi rostro se pintaba el recogimiento del que contempla un chancho volando y tardé mi buen rato en articular:
—Seré un obtuso, pero no lo capto de lleno. Quiero entender, quiero entender.
—Todavía no le sonó la hora —fue la respuesta—. A lo que veo, usted no es de esta zona entrañable de todos mis amores, pero por lo obtuso (para repetir su dictamen, no menos objetivo que severo) bien podría serlo, por no haber entendido ni jota de lo que le estoy remachando. Un testimonio más de esa incomprensión difundida fue que la Comisión de Honor de los juegos Florales, que tanto lustre dieron a nuestra pujante localidad, me ofreció ser jurado de los mismos. ¡No habían entendido ni jota! Como era mi deber decliné. La amenaza y el soborno se estrellaron contra mi decisión de hombre libre.
En este punto, como quien ha suministrado ya la clave del enigma, rechupó la bombilla y se encastilló en su fuero interior.
Cuando agotó el contenido de la pavita, me atreví a susurrar con voz de flauta:
—No termino, mi jefe, de comprenderlo.
—Bueno, se lo pondré en palabras a su nivel. Quienes socavan con la pluma las bases de las buenas costumbres o del Estado no desconocen, quiero creerlo, que expónense a pelarse la frente contra el rigor de la censura. El hecho es incalificable, pero comporta ciertas reglas de juego y el que las infringe sabe lo que hace. En cambio veamos lo que pasa cuando usted se apersona a una redacción con un original que es, por donde se lo quiera mirar, un verdadero fárrago. Lo leen, se lo devuelven y le dicen que se lo ponga donde quiera. Le apuesto que usted sale con la certeza de que lo han hecho víctima de la censura más despiadada. Supongamos ahora lo inverosímil. El texto sometido por usted no es una cretinada y el editor lo toma en consideración y lo manda a la imprenta. Quioscos y librerías lo pondrán al alcance de los incautos. Para usted, todo un éxito, pero la insoslayable verdad, mi estimable joven, es que su original, mamarracho o no, ha pasado por la horcas caudinas de la censura. Alguien lo recorrió, siquiera de visu; alguien lo juzgó, alguien lo depuso en el canasto o se lo enjaretó a la imprenta. Por oprobioso que parezca, el hecho se repite de continuo, en todo periódico, en toda revista. Siempre nos topamos con un censor que elige o descarta. Eso es lo que no aguanto ni aguantaré. ¿Comienza usted a comprender mi criterio cuando la dirección de los jueves? Nada revisé ni juzgué; todo halló su cabida en el Suplemento. En estos días el azar, en forma de una súbita herencia, permitírame al fin la confección de la Primera Antología Abierta de la Literatura Nacional. Asesorado por la guía del teléfono y otras, me he dirigido a todo bicho viviente, inclusive a usted, solicitándole que me mande lo que le dé la real gana. Observaré, con la mayor equidad, el orden alfabético. Esté tranquilo: todo saldrá en letras de molde, por más mugre que sea. No lo retengo. Ya estoy oyendo, me parece, las pitadas del tren que lo reintegrará a la diaria fajina.
Salí tal vez pensado que quién me hubiera dicho que esa primera visita a Gomensoro resultaría, qué le vamos a hacer, la última. El diálogo cordial con el amigo y maestro no se reanudaría otra vuelta, por lo menos en este margen de la laguna Estigia. Meses después lo arrebató la Parca en su quinta de Maschwitz.
Repugnante a todo acto que involucrara un mínimo de elección, Gomensoro nos dicen barajó en una barrica los nombres de los colaboradores y en esa tómbola salí yo el agraciado. Me tocó una fortuna cuyo monto superaba mis más brillantes sueños de codicia, bajo la sola obligación de publicar a la brevedad la antología completa. Acepté con el apuro que es de suponer y me di traslado a la quinta, que antaño me acogiese, donde me cansé de contar galpones, atestados de manuscritos que ya orillaban la letra C.
Caí como herido del rayo cuando conversé con el imprentero. ¡La fortuna no alcanzaba para pasar, ni en papel serpentina y letra de lupa, más allá de Añañ!
Ya he publicado en rústica todo ese tendal de volúmenes. Los excluidos, de Añañ para adelante, me tienen medio loco a pleitos y querellas. Mi abogado, el doctor González Baralt, alega en vano, como prueba de rectitud, que yo también, que empiezo con B he quedado afuera, para no decir nada de la imposibilidad material de incluir otras letras. Me aconseja, en el ínterin, que busque refugio en el Hotel El Nuevo Imparcial, bajo nombre supuesto.

Pujato, 1.º de noviembre de 1971
El texto que le llevé fue “El hijo de su amigo”, que el investigador hallará en el corpus de este volumen


Incluido en Nuevos Cuentos de Bustos Domecq (1977) sobre idea de ABC (ver 31.12.71)
Luego en Jorge Luis Borges. Obras completas en colaboración (con Adolfo Bioy Casares)
© María Kodama, 1995 / © Barcelona, Emecé Editores, 1979, 1991, 1997



Foto arriba: Último encuentro de Borges y Bioy Casares, 27.XI.1985
Librería Casares, por Julio Gustozza
incluida en ABC: Borges Cortesía de Miguel Ruibal [+]


31/5/17

Jorge Luis Borges: Arpías





Para la Teogonía de Hesíodo, las Arpías son divinidades aladas, y de larga y suelta cabellera, más veloces que los pájaros y los vientos; para el tercer libro de la Eneida, aves con cara de doncella, garras encorvadas y vientre inmundo, pálidas de hambre que no pueden saciar. Bajan de las montañas y mancillan las mesas de los festines. Son invulnerables y fétidas; todo lo devoran, chillando, y todo lo transforman en excrementos. Servio, comentador de Virgilio, escribe que así como Hécate es Proserpina en los Infiernos, Diana en la tierra, y Luna en el cielo, y la llaman "diosa triforme", las Arpías son Furias en los infiernos, Arpías en la tierra y Demonios (Dirae) en el cielo. También las confunden con las Parcas.
Por mandato divino, las Arpías persiguieron a un rey de Tracia que descubrió a los hombres el porvenir o que compró la longevidad al precio de sus ojos y fue castigado por el sol, cuya obra había ultrajado. Se aprestaba a comer con toda su corte y las Arpías devoraban o contaminaban los manjares. Los argonautas ahuyentaron a las Arpías; Apolonio de Rodas y William Morris (Life and Death of Jason) refieren la fantástica historia. Ariosto, en el canto treinta y tres del Furioso, transforma al rey de Tracia en el Preste Juan, fabuloso emperador de los abisinios.
Arpías, en griego, significa "las que raptan", "las que arrebatan". Al principio, fueron divinidades del viento, como los Maruts de los Vedas, que blanden armas de oro (los rayos) y que ordeñan las nubes.


En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Con la colaboración de Margarita Guerrero
Retrato de Jorge Luis Borges por Brenno Quaretti



19/5/17

Jorge Luis Borges: Esquinas







Aquí habrá la figura de una esquina cualquiera de Buenos Aires. No me dirán cuál es. Puede ser la de Charcas y Maipú, la de mi propia casa; la imagino abarrotada por mis fantasmas, inextricablemente entrando y saliendo y atravesándose. Puede ser la de enfrente, donde hay ahora un alto edificio con rampas, y antes, un largo conventillo con macetas de flores en el balcón, y antes una casa que ignoro y, en el tiempo de Rosas, un rancho, con la vereda de ladrillo y la calle de tierra. Puede ser la de ese jardín que fue tu paraíso. Puede ser la de una confitería del Once, donde Macedonio Fernández, tan temeroso de la muerte, nos explicaba que morir es lo más trivial que puede sucedernos. Puede ser la de aquella biblioteca de Almagro Sur, donde me fue revelado Leon Bloy. Puede ser una esquina sin ochava, de las pocas que quedan. Puede ser la de aquella casa a la que María Kodama y yo trajimos una cesta de mimbre con una leve gata abisinia que se llamaba Odín y que había cruzado el Océano. Puede ser la de un árbol que nunca sabrá que es un árbol y que nos prodiga su sombra. Puede ser una de las tantas que vio por última vez Leandro Alem, antes del carruaje cerrado y del balazo que bastó. Puede ser la de aquella librería en la que descubrí, a lo largo del tiempo, dos historias de la filosofía china. Puede ser la de Esmeralda y Lavalle, donde murió Estanislao del Campo. Puede ser cada una de las que forman el desparramado tablero. Puede ser casi todas y es así el no visto arquetipo.





Texto y foto  al pie en Atlas (1984)
Arriba: Mural de homenaje a Borges a 30 años de su muerte en una esquina de Buenos Aires
Junio de 2016, Foto Florencia Giani

14/5/17

Jorge Luis Borges - María Kodama: Un diálogo anglosajón del S.XI






Aquí se cuenta cómo Salomón y Saturno midieron su sabiduría. 
Saturno le dijo a Salomón:
—Dime dónde estaba Dios cuando hizo las cielos y la tierra.
—Yo te digo que estaba sobre las alas de los vientos.
—Dime qué palabra salió primero de la boca de Dios.
—Ya te digo que fue Fiat lux et facta lux.
—Dime por qué el cielo se llama cielo.
—Yo te digo que porque cela todas las cosas que están abajo.
—Dime qué es Dios.
—Yo te digo que es el que tiene todas las cosas en su poder.
—Dime en cuántos días creó Dios a todas las criaturas.
—Yo te digo que en seis días creó Dios a todas las criaturas. El primer día hizo la luz; el otro, a las criaturas que guarda el cielo; el tercero, el mar y la tierra; el cuarto, las estrellas del cielo; el quinto, los peces y las aves; y el sexto, las bestias y los ganados y a Adán, el primer hombre.
—Dime cómo fue hecho el nombre de Adán.
—Yo te digo que con cuatro estrellas.
—Dime cómo se llamaban.
—Yo te digo que Arthox, Dux, Arotholem, Minsymbrie.
—Dime con qué material fue hecho Adán, el primer hombre.
—Yo te digo que con ocho libras.
—Dime de qué.
—Yo te digo que la primera era una libra de polvo y con ella se hizo su carne; la otra era una libra de fuego y por eso la sangre es roja y caliente; la tercera era una libra de viento y así el aliento le fue dado; la cuarta era una libra de nube y con ella se hizo la flaqueza de su ánimo; la quinta era una libra de gracia y así la mente y el pensamiento le fueron dados; la sexta era una libra de flores y por eso hay tantos colores de ojos; la séptima era una libra de rocío y así le fue dado el sudor; la octava era una libra de sal y por eso las lágrimas son saladas.
—Dime los años de Adán cuando fue creado.
—Yo te digo qué tenía treinta años.
—Dime qué estatura tenía Adán.
—Yo te digo que ciento dieciséis pulgadas.
—Dime cuántos inviernos (años) habitó Adán en este mundo.
—Yo te digo que vivió novecientos inviernos y treinta inviernos en el trabajo y las aflicciones, y luego fue al infierno, y en ese cruel castigo padeció cinco mil inviernos y doscientos inviernos y veintiocho inviernos.



Nota

Salomón, en el diálogo es el maestro; Saturno, el discípulo que recibe con pareja pasividad las contestaciones triviales y las contestaciones de índole mágica. Al cabo de los siglos, da en rebelarse y se transforma en el insolente Marcul. Escribe Groussac: "En los folklores medievales, el sabio Salomón va seguido siempre de un acólito, Marcul, encargado de encontrar un reverso irónico a las nobles máximas del primero" (Crítica literaria, pág. 39).
La adición de las palabras del relato a las palabras de Dios deja suponer que el autor no sabía latín.
Los nombres de las estrellas corresponden a los nombres griegos de los cuatro puntos cardinales.
La cifra treinta, o de treintaitantos, se acerca al punto meridiano del arco que la vida humana describe; su término normal, según la Escritura (Psalmos 90,10) es de setenta años. También coincide con la edad en que muere Jesús, el último Adán. Un escolio rabínico declara que Adán, como Eva, fue creado a los veinte años.
La precisa cronología de Adán atareó a la Edad Media. Los datos del anónimo anglosajón pueden complementarse con otros, que miden su estadía en el Paraíso. Dante (Paradiso, XXVI, 139-142) la limita a siete horas; el Talmud, a doce, distribuidas de esta manera: "En la primera hora se juntó el polvo con que Adán fue amasado; en la segunda se hizo con este polvo una materia informe; en la tercera fueron delineados los miembros; en la cuarta le insuflaron un alma; en la quinta Adán se puso de pie; en la sexta puso nombres a las criaturas; en la séptima recibió a Eva como mujer; en la octava se acostaron dos y se levantaron cuatro (Caín y su hermano); en la novena le fue prohibido el fruto del árbol; en la décima pecó; en la undécima fue juzgado y condenado; en la duodécima fue arrojado del Paraíso."
Debemos esta cita a las curiosas anotaciones que Longfellow agregó a su versión inglesa de la Comedia, publicada en 1867.




En Breve antología anglosajona (1978)
En colaboración con María Kodama


En Obras completas en colaboración
© María Kodama, 1995
© Emecé Editores, 1979, 1991 y 1997
Barcelona, 1997
A esta edición corresponde el paginado (sin más data) citado en las Notas

Foto: Manos de Kodama y Borges - Paris, 1984
© Ferdinando Scianna/Magnum Photos



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