Mostrando las entradas con la etiqueta Discusión. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Discusión. Mostrar todas las entradas

4/6/15

Jorge Luis Borges: Una vindicación del falso Basílides






Hacia 1905, yo sabía que las páginas omniscientes (de A a All) del primer volumen del Diccionario enciclopédico hispano-americano de Montaner y Simón, incluían un breve y alarmante dibujo de una especie de rey, con perfilada cabeza de gallo, torso viril con brazos abiertos que gobernaban un escudo y un látigo, y lo demás una mera cola enrosca da que le servía de tronco. Hacia 1916, leí esta oscura enumeración de Quevedo: Estaba el maldito Basílides heresiarca. Estaba Nicolás antioqueno, Carpócrates y Cerintho y el infame Ebión. Vino luego Valentino, el que dio par principio de todo, el mar y el silencio. Hacia 1923, recorrí en Ginebra no sé qué libro heresiológico en alemán, y supe que el aciago dibujo representaba cierto dios misceláneo, que había horriblemente venerado el mismo Basílides. Supe también qué hombres desesperados y admirables fueron los gnósticos, y conocí sus especulaciones ardientes. Más adelante pude interrogar los libros especiales de Mead (en la versión alemana: Fragmente eines versdwllenen Glaubens, 1902) y de Wolfgang Schultz (Dokumente der Gnosis, 1910) y los artículos de Wilhelm Bousset en la Encyclopaedia Britannica. Hoy me he propuesto resumir e ilustrar una de sus cosmogonías: la de Basílides heresiarca, precisamente. Sigo en un todo la notificación de Ireneo. Me consta que muchos la invalidan, pero sospecho que esta desordenada revisión de sueños difuntos puede admitir también la de un sueño que no sabemos si habitó en soñador alguno. La herejía basilidiana, por otra parte, es la de configuración más sencilla. Nació en Alejandría, dicen que a los cien años de la cruz, dicen que entre los sirios y griegos. La teología, entonces, era una pasión popular.
En el principio de la cosmogonía de Basílides hay un Dios. Esta divinidad carece majestuosamente de nombre, así como de origen; de ahí su aproximada nominación de pater innatus. Su medio es el pleroma o la plenitud: el inconcebible museo de los arquetipos platónicos, de las esencias inteligibles, de los universales. Es un Dios inmutable, pero de su reposo emanaron siete divinidades subalternas que, condescendiendo a la acción, dotaron y presidieron un primer cielo. De esta primera corona demiúrgica procedió una segunda, también con ángeles, potestades y tronos, y éstos fundaron otro cielo más bajo, que era el duplicado simétrico del inicial. Este segundo cónclave se vio reproducido en uno terciario, y éste en otro inferior, y de este modo hasta 365. El señor del cielo del fondo es el de la Escritura, y su fracción de divinidad tiende a cero. Él y sus ángeles fundaron este cielo visible, amasaron la tierra inmaterial que estamos pisando y se la repartieron después. El razonable olvido ha borrado las precisas fábulas que esta cosmogonía atribuyó al origen del hombre, pero el ejemplo de otras imaginaciones coetáneas nos permite salvar esa omisión, siquiera en forma vaga y conjetural. En el fragmento publicado por Hilgenfeld, la tiniebla y la luz habían coexistido siempre, ignorándose, y cuando se vieron al fin, la luz apenas miró y se dio vuelta, pero la enamorada oscuridad se apoderó de su reflejo o recuerdo, y ése fue el principio del hombre. En el análogo sistema de Satornilo, el cielo les depara a los ángeles obradores una momentánea visión, y el hombre es fabricado a su imagen, pero se arrastra por el suelo como una víbora, hasta que el apiadado Señor le trasmite una centella de su poder. Lo común a esas narraciones es lo que importa: nuestra temeraria o culpable improvisación por una divinidad deficiente, con material ingrato. Vuelvo a la historia de Basílides. Removida por los ángeles onerosos del dios hebreo, la baja humanidad mereció la lástima del Dios intemporal, que le destinó un redentor. Éste debió asumir un cuerpo ilusorio, pues la carne degrada. Su impasible fantasma colgó públicamente en la cruz, pero el Cristo esencial atravesó los cielos superpuestos y se restituyó al pleroma. Los atravesó indemne, pues conocía el nombre secreto de sus divinidades. Y los que saben la verdad de esta historia, concluye la profesión de fe trasladada por Ireneo, se sabrán libres del poder de los príncipes que han edificado este mundo. Cada cielo tiene su propio nombre y lo mismo cada ángel y señor y cada potestad de ese cielo. El que sepa sus nombres incomparables los atravesará invisible y seguro, igual que el redentor. Y como el Hijo no fue reconocido por nadie, tampoco el gnóstico. Y estos misterios no deberán ser pronunciados, sino guardados en silencio. Conoce a todos, que nadie te conozca.
La cosmogonía numérica del principio ha degenerado hacia el fin en magia numérica, 365 pisos de cielo, a siete potestades por cielo, requieren la improbable retención de 2.555 amuletos orales: idioma que los años redujeron al precioso nombre del redentor, que es Caulacau, y al del inmóvil Dios, que es Abraxas. La salvación, para esta desengañada herejía, es un esfuerzo mnemotécnico de los muertos, así como el tormento del salvador es una ilusión óptica —dos simulacros que misteriosamente condicen con la precaria realidad de su mundo.
Escarnecer la vana multiplicación de ángeles nominales y de reflejados cielos simétricos de esa cosmogonía, no es del todo difícil. El principio taxativo de Occam: Entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem, podría serle aplicado —arrasándola. Por mi parte, creo anacrónico o inútil ese rigor. La buena conversión de esos pesados símbolos vacilantes es lo que importa. Dos intenciones veo en ellos: la primera es un lugar común de la crítica; la segunda —que no presumo erigir en descubrimiento— no ha sido recalcada hasta hoy. Empiezo por la más ostensible. Es la de resolver sin escándalo el problema del mal, mediante la hipotética inserción de una serie gradual de divinidades entre el no menos hipotético Dios y la realidad. En el sistema examinado, esas derivaciones de Dios decrecen y se abaten a medida que se van alejando, hasta fondear en los abominables poderes que borrajearon con adverso material a los hombres. En el de Valentino —que no dio por principio de todo, el mar y el silencio—, una diosa caída (Achamoth) tiene con una sombra dos hijos, que son el fundador del mundo y el diablo. A Simón el Mago le achacan una exasperación de esa historia: el haber rescatado a Elena de Troya, antes hija primera de Dios y luego condenada por los ángeles a trasmigraciones dolorosas, de un lupanar de marineros en Tiro. [5] Los treinta y tres años humanos de Jesucristo y su anochecer en la cruz no eran suficiente expiación para los duros gnósticos.
Falta considerar el otro sentido de esas invenciones oscuras. La vertiginosa torre de cielos de la herejía basilidiana, la proliferación de sus ángeles, la sombra planetaria de los demiurgos trastornando la tierra, la maquinación de los círculos inferiores contra el pleroma, la densa población, siquiera inconcebible o nominal, de esa vasta mitología, miran también a la disminución de este mundo. No nuestro mal, sino nuestra central insignificancia, es predicada en ellas. Como en los caudalosos ponientes de la llanura, el cielo es apasionado y monumental y la tierra es pobre. Ésa es la justificadora intención de la cosmogonía melodramática de Valentino, que devana un infinito argumento de dos hermanos sobrenaturales que se reconocen, de una mujer caída, de una burlada intriga poderosa de los ángeles malos y de un casamiento final. En ese melodrama o folletín, la creación de este mundo es un mero aparte. Admirable idea: el mundo imaginado como un proceso esencialmente fútil, como un reflejo lateral y perdido de viejos episodios celestes. La creación como hecho casual.
El proyecto fue heroico; el sentimiento religioso ortodoxo y la teología repudian esa posibilidad con escándalo. La creación primera, para ellos, es acto libre y necesario de Dios. El universo, según deja entender San Agustín, no comenzó en el tiempo, sino simultáneamente con él —juicio que niega toda prioridad del Creador. Strauss da por ilusoria la hipótesis de un momento inicial, pues éste contaminaría de temporalidad no sólo a los instantes ulteriores, sino también a la eternidad "precedente".
Durante los primeros siglos de nuestra era, los gnósticos disputaron con los cristianos. Fueron aniquilados, pero nos podemos representar su victoria posible. De haber triunfado Alejandría y no Roma, las estrambóticas y turbias historias que he resumido aquí serían coherentes, majestuosas y cotidianas. Sentencias como la de Novalis: La vida es una enfermedad del espíritu,[6] o la desesperada de Rimbaud: La verdadera vida está ausente; no estamos en el mundo, fulminarían en los libros canónicos. Especulaciones como la desechada de Richter sobre el origen estelar de la vida y su casual diseminación en este planeta, conocerían el asenso incondicional de los laboratorios piadosos. En todo caso, ¿qué mejor don que ser insignificantes podemos esperar, qué mayor gloria para un Dios que la de ser absuelto del mundo?

1931


Notas


[5] Elena, hija dolorosa de Dios. Esa divina filiación no agota los contactos de su leyenda con la de Jesucristo. A éste le asignaron los de Basílides un cuerpo insustancial; de la trágica reina se pretendió que sólo su eidolon o simulacro fue arrebatado a Troya. Un hermoso espectro nos redimió; otro cundió en batallas y Homero. Véase, para este docetismo de Elena, el Fedro de Platón y el libro Adventures among Books de Andrew Lang, páginas 237-248.
[6] Ese dictamen —Leben ist eine Krankheit des Gastes, ein leidemchaftliches Tun— debe su difusión a Carlyle, que lo destacó en su famoso articulo de la Foreign Review, 1829. No coincidencias momentáneas, sino un redescubrimiento esencial de las agonías y de las luces del gnosticismo, es el de los Libras proféticos de William Blake.



En Discusión (1932)
Foto: Borges por Sameer Makarios


21/3/15

Jorge Luis Borges: Films







Escribo mi opinión de unos films estrenados últimamente.
El mejor, a considerable distancia de los otros: El asesino Karamasoff (Filmreich). Su director (Ozep*) ha eludido sin visible incomodidad los aclamados y vigentes errores de la producción alemana —la simbología lóbrega, la tautología o vana repetición de imágenes equivalentes, la obscenidad, las aficiones teratológicas, el satanismo— sin tampoco incurrir en los todavía menos esplendorosos de la escuela soviética: la omisión absoluta de caracteres, la mera antología fotográfica, las burdas seducciones del comité. (De los franceses no hablo: su mero y pleno afán hasta ahora es el de no parecer norteamericanos —riesgo que ciertamente no corren.) Yo desconozco la espaciosa novela de la que fue excavado este film: culpa feliz que me ha permitido gozarlo, sin la continua tentación de superponer el espectáculo actual sobre la recordada lectura, a ver si coincidían. Así, con inmaculada prescindencia de sus profanaciones nefandas y de sus meritorias fidelidades —ambas importantes—, el presente film es poderosísimo. Su realidad, aunque puramente alucinatoria, sin subordinación ni cohesión, no es menos torrencial que la de Los muelles de Nueva York, de Josef von Sternberg. Su presentación de una genuina, candorosa felicidad después de un asesinato, es uno de sus altos momentos. Las fotografías —la del amanecer ya preciso, la de las bolas monumentales de billar aguardando el impacto, la de la mano clerical de Smerdiakov, retirando el dinero— son excelentes, de invención y de ejecución.
Paso a otro film. El que misteriosamente se nombra Luces de la ciudad de Chaplin ha conocido el aplauso incondicional de todos nuestros críticos; verdad es que su impresa aclamación es más bien una prueba de nuestros irreprochables servicios telegráficos y postales, que un acto personal, presuntuoso. ¿Quién iba a atreverse a ignorar que Charlie Chaplin es uno de los dioses más seguros de la mitología de nuestro tiempo, un colega de las inmóviles pesadillas de Chineo, de las fervientes ametralladoras de Scarface Al, del universo finito aunque ilimitado, de las espaldas cenitales de Greta Garbo, de los tapiados ojos de Gandhi? ¿Quién a desconocer que su novísima comédie larmoyante era de antemano asombrosa? En realidad, en la que creo realidad, este visitadísimo film del espléndido inventor y protagonista de La quimera del oro no pasa de una lánguida antología de pequeños percances, impuestos a una historia sentimental. Alguno de estos episodios es nuevo; otro, como el de la alegría técnica del basurero ante el providencial (y luego falaz) elefante que debe suministrarle una dosis de raison d'etre, es una reedición facsimilar del incidente del basurero troyano y del falso caballo de los griegos, del pretérito film La vida privada de Elena de Troya. Objeciones más generales pueden aducirse también contra City Lights. Su carencia de realidad sólo es comparable a su carencia, también desesperante, de irrealidad. Hay películas reales —El acusador de sí mismo, Los pequeros, Y el mundo marcha, hasta La melodía de Broadway—; las hay de voluntaria irrealidad: las individualísimas de Borzage, las de Harry Langdon, las de Buster Keaton, las de Eisenstein. A este segundo género correspondían las travesuras primitivas de Chaplin, apoyadas sin duda por la fotografía superficial, por la espectral velocidad de la acción, y por los fraudulentos bigotes, insensatas barbas postizas, agitadas pelucas y levitones portentosos de los actores. City Lights no consigue esa realidad, y se queda en inconvincente. Salvo la ciega luminosa, que tiene lo extraordinario de la hermosura, y salvo el mismo Charlie, siempre tan disfrazado y tan tenue, todos sus personajes son temerariamente normales. Su destartalado argumento pertenece a la difusa técnica conjuntiva de hace veinte años. Arcaísmo y anacronismo son también géneros literarios, lo sé; pero su manejo deliberado es cosa distinta de su perpetración infeliz. Consigno mi esperanza —demasiadas veces satisfecha— de no tener razón.
En Marruecos de Sternberg también es perceptible el cansancio, si bien en grado menos todopoderoso y suicida. El laconismo fotográfico, la organización exquisita, los procedimientos oblicuos y suficientes de La ley del hampa, han sido reemplazados aquí por la mera acumulación de comparsas, por los brochazos de excesivo color local. Sternberg, para significar Marruecos, no ha imaginado un medio menos brutal que la trabajosa falsificación de una ciudad mora en suburbios de Hollywood, con lujo de albornoces y piletas y altos muecines guturales que preceden el alba y camellos con sol. En cambio, su argumento general es bueno, y a su resolución en claridad, en desierto, en punto de partida otra vez, es la de nuestro primer Martín Fierro o la de la novela Sanin del ruso Arzibáshef. Marruecos se deja ver con simpatía, pero no con el goce intelectual que produce La batida, la heroica.
Los rusos descubrieron que la fotografía oblicua (y por consiguiente deforme) de un botellón, de una cerviz de toro o de una columna, era de un valor plástico superior a la de mil y un extras de Hollywood, rápidamente disfrazados de asirios y luego barajados hasta la total vaguedad por Cecil B. de Mille. También descubrieron que las convenciones del Middle West —méritos de la denuncia y del espionaje, felicidad final y matrimonial, intacta integridad de las prostitutas, concluyente uppercut administrado por un joven abstemio— podían ser canjeadas por otras no menos admirables. (Así, en uno de los más altos films del Soviet, un acorazado bombardea a quemarropa el abarrotado puerto de Odessa, sin otra mortandad que la de unos leones de mármol. Esa puntería inocua se debe a que es un virtuoso acorazado maximalista.) Tales descubrimientos fueron propuestos a un mundo saturado hasta el fastidio por las emisiones de Hollywood. El mundo los honró, y estiró su agradecimiento hasta pretender que la cinematografía soviética había obliterado para siempre a la americana. (Eran los años en que Alejandro Block anunciaba, con el acento peculiar de Walt Whitman, que los rusos eran escitas.) Se olvidó, o se quiso olvidar, de que la mayor virtud del film ruso era su interrupción de un régimen californiano continuo. Se olvidó de que era imposible contraponer algunas buenas o excelentes violencias (Iván el Terrible, El acorazado Potemkin, tal vez Octubre) a una vasta y compleja literatura, ejercitada con desempeño feliz en todos los géneros, desde la incomparable comicidad (Chaplin, Buster Keaton y Langdon) hasta las puras invenciones fantásticas: mitología del Krazy Kat y de Bimbo. Cundió la alarma rusa; Hollywood reformó o enriqueció alguno de sus hábitos fotográficos y no se preocupó mayormente.
King Vidor, sí. Me refiero al desigual director de obras tan memorables como Aleluya y tan innecesarias y triviales como Billy the Kid: púdica historiación de las veinte muertes (sin contar mejicanos) del más mentado peleador de Arizona, hecha sin otro mérito que el acopio de tomas panorámicas y la metódica prescindencia de close-ups para significar el desierto. Su obra más reciente, Street Scene, adaptada de la comedia del mismo nombre del ex-expresionista Elmer Rice, está inspirada por el mero afán negativo de no parecer "standard". Hay un insatisfactorio mínimum de argumento. Hay un héroe virtuoso, pero manoseado por un compadrón. Hay una pareja romántica, pero toda unión legal o sacramental les está prohibida. Hay un glorioso y excesivo italiano, larger than life, que tiene a su evidente cargo toda la comicidad de la obra, y cuya vasta irrealidad cae también sobre sus normales colegas. Hay personajes que parecen de veras y hay otros disfrazados. No es, sustancialmente, una obra realista; es la frustración o la represión de una obra romántica.
Dos grandes escenas la exaltan: la del amanecer, donde el rico proceso de la noche está compendiado por una música; la del asesinato, que nos es presentado indirectamente, en el tumulto y en la tempestad de los rostros.

1932








(*) Borges menciona al director Fyodor Otsep con el nombre del personaje que encarna, Ozep.
También los afiches publicitarios. Se trata de un error. Cfr. data

En Discusión (1932)
Imágenes: IMDb [+]


21/2/15

Jorge Luis Borges: Las versiones homéricas







Ningún problema tan consustancial con las letras y con su modesto misterio como el que propone una traducción. Un olvido animado por la vanidad, el temor de confesar procesos mentales que adivinamos peligrosamente comunes, el conato de mantener intacta y central una reserva incalculable de sombra, velan las tales escrituras directas. La traducción, en cambio, parece destinada a ilustrar la discusión estética. El modelo propuesto a su imitación es un texto visible, no un laberinto inestimable de proyectos pretéritos o la acatada tentación momentánea de una facilidad. Bertrand Russell define un objeto externo como un sistema circular, irradiante, de impresiones posibles; lo mismo puede aseverarse de un texto, dadas las repercusiones incalculables de lo verbal. Un parcial y precioso documento de las vicisitudes que sufre queda en sus traducciones. ¿Qué son las muchas de la Ilíada de Chapman a Magnien sino diversas perspectivas de un hecho móvil, sino un largo sorteo experimental de omisiones y de énfasis? (No hay esencial necesidad de cambiar de idioma, ese deliberado juego de la atención no es imposible dentro de una misma literatura.) Presuponer que toda recombinación de elementos es obligatoriamente inferior a su original, es presuponer que el borrador G es obligatoriamente inferior al borrador H —ya que no puede haber sino borradores. El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio.
La superstición de la inferioridad de las traducciones —amonedada en el consabido adagio italiano— procede de una distraída experiencia. No hay un buen texto que no parezca invariable y definitivo si lo practicamos un número suficiente de veces. Hume identificó la idea habitual de causalidad con la sucesión. Así un buen film, visto una segunda vez, parece aun mejor; propendemos a tomar por necesidades las que no son más que repeticiones. Con los libros famosos, la primera vez ya es segunda, puesto que los abordamos sabiéndolos. La precavida frase común de releer a los clásicos resulta de inocente veracidad. Ya no sé si el informe: En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor, es bueno para una divinidad imparcial; sé únicamente que toda modificación es sacrílega y que no puedo concebir otra iniciación del Quijote. Cervantes, creo, prescindió de esa leve superstición, y tal vez no hubiera identificado ese párrafo. Yo, en cambio, no podré sino repudiar cualquier divergencia. El Quijote, debido a mi ejercicio congénito del español, es un monumento uniforme, sin otras variaciones que las deparadas por el editor, el encuadernador y el cajista; la Odisea, gracias a mi oportuno desconocimiento del griego, es una librería internacional de obras en prosa y verso, desde los pareados de Chapman hasta la Authorized Versión de Andrew Lang o el drama clásico francés de Bérard o la saga vigorosa de Morris o la irónica novela burguesa de Samuel Butler. Abundo en la mención de nombres ingleses, porque las letras de Inglaterra siempre intimaron con esa epopeya del mar, y la serie de sus versiones de la Odisea bastaría para ilustrar su curso de siglos. Esa riqueza heterogénea y hasta contradictoria no es principalmente imputable a la evolución del inglés o a la mera longitud del original o a los desvíos o diversa capacidad de los traductores, sino a esta circunstancia, que debe ser privativa de Homero: la dificultad categórica de saber lo que pertenece al poeta y lo que pertenece al lenguaje. A esa dificultad feliz debemos la posibilidad de tantas versiones, todas sinceras, genuinas y divergentes.
No conozco ejemplo mejor que el de los adjetivos homéricos. El divino Patroclo, la tierra sustentadora, el vinoso mar, los caballos solípedos, las mojadas olas, la negra nave, la negra sangre, las queridas rodillas, son expresiones que recurren, conmovedoramente a destiempo. En un lugar, se habla de los ricos varones que beben el agua negra del Esepo; en otro, de un rey trágico, que desdichado en Tebas la deliciosa, gobernó a los cadmeos, por determinación fatal de los dioses. Alexander Pope (cuya traducción fastuosa de Homero interrogaremos después) creyó que esos epítetos inamovibles eran de carácter litúrgico. Remy de Gourmont, en su largo ensayo sobre el estilo, escribe que debieron ser encantadores alguna vez, aunque ya no lo sean. Yo he preferido sospechar que esos fieles epítetos eran lo que todavía son las preposiciones: obligatorios y modestos sonidos que el uso añade a ciertas palabras y sobre los que no se puede ejercer originalidad. Sabemos que lo correcto es construir andar a pie, no por pie. El rapsoda sabía que lo correcto era adjetivar divino Patroclo. En caso alguno habría un propósito estético. Doy sin entusiasmo estas conjeturas; lo único cierto es la imposibilidad de apartar lo que pertenece al escritor de lo que pertenece al lenguaje. Cuando leemos en Agustín Moreto (si nos resolvemos a leer a Agustín Moreto):

Pues en casa tan compuestas
¿qué hacen todo el santo día?

sabemos que la santidad de ese día es ocurrencia del idioma español y no del escritor. De Homero, en cambio, ignoramos infinitamente los énfasis.
Para un poeta lírico o elegíaco, esa nuestra inseguridad de sus intenciones hubiera sido aniquiladora, no así para un expositor puntual de vastos argumentos. Los hechos de la Ilíada y la Odisea sobreviven con plenitud, pero han desaparecido Aquiles y Ulises, lo que Homero se representaba al nombrarlos, y lo que en realidad pensó de ellos. El estado presente de sus obras es parecido al de una complicada ecuación que registra relaciones precisas entre cantidades incógnitas. Nada de mayor posible riqueza para los que traducen. El libro más famoso de Browning consta de diez informaciones detalladas de un solo crimen, según los implicados en él. Todo el contraste deriva de los caracteres, no de los hechos, y es casi tan intenso y tan abismal como el de diez versiones justas de Homero.
La hermosa discusión Newman-Arnold (1861-62), más importante que sus dos interlocutores, razonó extensamente las dos maneras básicas de traducir. Newman vindicó en ella el modo literal, la retención de todas las singularidades verbales; Arnold, la severa eliminación de los detalles que distraen o detienen, la subordinación del siempre irregular Homero de cada línea al Homero esencial o convencional, hecho de llaneza sintáctica, de llaneza de ideas, de rapidez que fluye, de altura. Esta conducta puede suministrar los agrados de la uniformidad y la gravedad; aquélla, de los continuos y pequeños asombros.
Paso a considerar algunos destinos de un solo texto homérico. Interrogo los hechos comunicados por Ulises al espectro de Aquiles, en la ciudad de los cimerios, en la noche incesante (Odisea, XI). Se trata de Neoptolemo, el hijo de Aquiles. La versión literal de Buckley es así: Pero cuando hubimos saqueado la alta ciudad de Príamo, teniendo su porción y premio excelente, incólume se embarcó en una nave, ni maltrecho por el bronce filoso ni herido al combatir cuerpo a cuerpo, como es tan común en la guerra; porque Marte confusamente delira. La de los también literales pero arcaizantes Butcher y Lang: Pero la escarpada dudad de Príamo una vez saqueada, se embarcó ileso con su parte del despojo y con un noble premio; no fue destruido por las lanzas agudas ni tuvo heridas en el apretado combate: y muchos tales riesgos hay en la guerra, porque Ares se enloquece confusamente. La de Cowper, de 1791: Al fin, luego que saqueamos la levantada villa de Príamo, cargado de abundantes despojos seguro se embarcó, ni de lanza o venablo en nada ofendido, ni en la refriega por el filo de los alfanjes, como en la guerra suele acontecer, donde son repartidas las heridas promiscuamente, según la voluntad del fogoso Marte. La que en 1725 dirigió Pope: Cuando los dioses coronaron de conquista las armas, cuando los soberbios muros de Troya humearon por tierra, Grecia, para recompensar las gallardas fatigas de su soldado, colmó su armada de incontables despojos. Así, grande de gloria, volvió seguro del estruendo marcial, sin una cicatriz hostil, y aun que las lanzas arreciaron en torno en tormentas de hierro, su vano juego fue inocente de heridas. La de George Chapman, de 1614: Despoblada Troya la alta, ascendió a su hermoso navío, con grande acopio de presa y de tesoro, seguro y sin llevar ni un rastro de lanza, que se arroja de lejos o de apretada espada, cuyas heridas son favores que concede la guerra, que él (aunque solicitado) no halló. En las apretadas batallas, Marte no suele contender: se enloquece. La de Butler, que es de 1900: Una vez ocupada la ciudad, él pudo cobrar y embarcar su parte de los beneficios habidos, que era una fuerte suma. Salió sin un rasguño de toda esa peligrosa campaña. Ya se sabe: todo está en tener suerte.
Las dos versiones del principio —las literales— pueden conmover por una variedad de motivos: la mención reverencial del saqueo, la ingenua aclaración de que uno suele lastimarse en la guerra, la súbita juntura de los infinitos desórdenes de la batalla en un solo dios, el hecho de la locura en el dios. Otros agrados subalternos obran también: en uno de los textos que copio, el buen pleonasmo de embarcarse en un barco; en otro, el uso de la conjunción copulativa por la causal,[11] en y muchos tales riesgos hay en la guerra. La tercer versión —la de Cowper-es la más inocua de todas: es literal, hasta donde los deberes del acento miltónico lo permiten. La de Pope es extraordinaria. Su lujoso dialecto (como el de Góngora) se deja definir por el empleo desconsiderado y mecánico de los superlativos. Por ejemplo: la solitaria nave negra del héroe se le multiplica en escuadra. Siempre subordinadas a esa amplificación general, todas las líneas de su texto caen en dos gran des clases: unas, en lo puramente oratoria —Cuando los dioses coronaron de conquista las armas—; otras, en lo visual: Cuando los soberbios muros de Troya humearon por tierra. Discursos y espectáculos: ése es Pope. También es espectacular el ardiente Chapman, pero su movimiento es lírico, no oratorio. Butler, en cambio, demuestra su determinación de eludir todas las oportunidades visuales y de resolver el texto de Homero en una serie de noticias tranquilas.
¿Cuál de esas muchas traducciones es fiel?, querrá saber tal vez mi lector. Repito que ninguna o que todas. Si la fidelidad tiene que ser a las imaginaciones de Homero, a los irrecuperables hombres y días que él se representó, ninguna puede serlo para nosotros; todas, para un griego del siglo diez. Sí a los propósitos que tuvo, cualquiera de las muchas que trascribí, salvo las literales, que sacan toda su virtud del contraste con hábitos presentes. No es imposible que la versión calmosa de Butler sea la más fiel.

1932

Nota


[11] Otro hábito de Homero es el buen abuso de las conjunciones adversativas. Doy unos ejemplos:

"Muere, pero yo recibiré mi destino donde le plazca a Zeus, y a los otros dioses inmortales". Ilíada, XXII.
"Astíoque, hija de Actor: una modesta virgen cuando ascendió a la parte superior de la morada de su padre, pero el dios la abrazó secretamente". Ilíada, II.
"(Los mirmidones) eran como lobos carnívoros, en cuyos corazones hay fuerza, que habiendo derriba do en las montañas un gran ciervo ramado, desgarrándolo lo devoran; pero los hocicos de todos están colorados de sangre". Ilíada, XVI.
"Rey Zeus, dodoneo, pelasgo, que presides lejos de aquí sobre la inverniza Dodona; pero habitan alrededor tus ministros, que tienen los pies sin lavar y duermen en el suelo". Ilíada, XVI.
"Mujer, regocíjate en nuestro amor, y cuando el año vuelva darás hijos gloriosos a luz —porque los hechos de los inmortales no son en vano—, pero tú cuídalos. Vete ahora a tu casa y no lo descubras, pero soy Poseidón, estremecedor de la tierra". Odisea, "Luego percibí el vigor de Hércules, una imagen; pero él entre los dioses inmortales se alegraron banquetes, y tiene a Hebe la de hermosos tobillos, niña del poderoso Zeus y de Hera, la de sandalias que son de oro". Odiseo, XI.

Agrego la vistosa traducción que hizo de este último pasaje George Chapman:

Down with these was thrust
The idol of the force of Hercules,
But his firm self did no such fate oppress.
He feasting lives amongst th 'Immortal States
White-ankled Hebe and himself made mates
In heav 'nly nuptials. Hebe, Jove's dear race
And Juno's whom the golden sandals grace.




En Discusión (1932)
Esta digitalización es de sus Obras completas 
publicadas por Ultramar S.A. en 1974 
Foto: Borges en 1965 (sin atribución de autor) publicada en Revista La Maga
Número Especial Homenaje a Borges, 19 de febrero de 1996



22/1/15

Jorge Luis Borges: La penúltima versión de la realidad








Francisco Luis Bernárdez acaba de publicar una apasionada noticia de las especulaciones ontológicas del libro "The Manhood of Humanity (La edad viril de la humanidad), compuesto por el conde Korzybski: libro que desconozco. Deberé atenerme, por consiguiente, en esta consideración general de los productos metafísicos de ese patricio, a la límpida relación de Bernárdez. Por cierto, no pretenderé sustituir el buen funcionamiento asertivo de su prosa con la mía dubitativa y conversada. Traslado el resumen inicial:
"Tres dimensiones tiene la vida, según Korzybski. Largo, ancho y profundidad. La primera dimensión corresponde a la vida vegetal. La segunda dimensión pertenece a la vida animal. La tercera dimensión equivale a la vida humana. La vida de los vegetales es una vida en longitud. La vida de los animales es una vida en latitud. La vida de los hombres es una vida en profundidad".
Creo que una observación elemental, aquí es permisible; la de lo sospechoso de una sabiduría que se funda, no sobre un pensamiento, sino sobre una mera comodidad clasificatoria, como lo son las tres dimensiones convencionales.
Escribo convencionales, porque —separadamente— ninguna de las dimensiones existe: siempre se dan volúmenes, nunca superficies, líneas ni puntos. Aquí, para mayor generosidad en lo palabrero, se nos propone una aclaración de los tres convencionales órdenes de lo orgánico, planta-bestia-hombre, mediante los no menos convencionales órdenes del espacio: largor-anchura-profundidad (este último en el sentido traslaticio de tiempo). Frente a la incalculable y enigmática realidad, no creo que la mera simetría de dos de sus clasificaciones humanas baste para dilucidarla y sea otra cosa que un vacío halago aritmético. Sigue la notificación de Bernárdez:
"La vitalidad vegetal se define en su hambre de Sol. La vitalidad animal, en su apetito de espacio. Aquélla es estática. Ésta es dinámica. El estilo vital de las plantas, criaturas directas, es una pura quietud. El estilo vital de los animales, criaturas indirectas, es un libre movimiento.
"La diferencia sustantiva entre la vida vegetal y la vida animal reside en una noción. La noción de espacio. Mientras las plantas la ignoran, los animales la poseen. Las unas, afirma Korzybski, viven acopiando energía, y los otros, amontonando espacio. Sobre ambas existencias, estática y errática, la existencia humana divulga su originalidad superior. ¿En qué consiste esta suprema originalidad del hombre? En que, vecino al vegetal que acopia energía y al animal que amontona espacio, el hombre acapara tiempo".
Esta ensayada clasificación ternaria del mundo parece una divergencia o un préstamo de la clasificación cuaternaria de Rudolf Steiner. Este, más generoso de una unidad con el universo, arranca de la historia natural, no de la geometría, y ve en el hombre una suerte de catálogo o de resumen de la vida no humana. Hace corresponder la mera estadía inerte de los minerales con la del hombre muerto; la furtiva y silenciosa de las plantas con la del hombre que duerme; la solamente actual y olvidadiza de los animales con la del hombre que sueña. (Lo cierto, lo torpemente cierto, es que despedazamos los cadáveres eternos de los primeros y que aprovechamos el dormir de las otras para devorarlas o hasta para robarles alguna flor y que infamamos el soñar de los últimos a pesadilla. A un caballo le ocupamos el único minuto que tiene —minuto sin salida, minuto del grandor de una hormiga y que no se alarga en recuerdos o en esperanzas— y lo encerramos entre las varas de un carro y bajo el régimen criollo o Santa Federación del carrero). De esas tres jerarquías es, según Rudolf Steiner, el hombre, que además tiene el yo: vale decir, la memoria de lo pasado y la previsión de lo porvenir, vale decir, el tiempo. Como se ve, la atribución de únicos habitantes del tiempo concedida a los hombres, de únicos previsores e históricos, no es original de Korzybski. Su implicación —maravilladora también— de que los animales están en la pura actualidad o eternidad y fuera del tiempo, tampoco lo es. Steiner lo enseña; Schopenhauer lo postula continuamente en ese tratado, llamado con modestia capítulo, que está en el segundo volumen del Mundo como voluntad y representación, y que versa sobre la muerte. Mauthner (Woerterbuch der Philosophie, III, pág. 436) lo propone con ironía. "Parece", escribe, "que los animales no tienen sino oscuros pre sentimientos de la sucesión temporal y de la duración. En cambio el hombre, cuando es además un psicólogo de la nueva escuela, puede diferenciar en el tiempo dos impresiones que sólo estén separadas por 1/500 de segundo." Gaspar Martín, que ejerce la metafísica en Buenos Aires, declara esa intemporalidad de los animales y aun de los niños como una verdad consabida. Escribe así: La idea de tiempo falta en los animales y es en el hombre de adelantada cultura en quien primeramente aparece (El tiempo, 1924). Sea de Schopenhauer o de Mauthner o de la tradición teosófica o hasta de Korzybski, lo cierto es que esa visión de la sucesiva y ordenadora conciencia humana frente al momentáneo universo, es efectivamente grandiosa.
Prosigue el expositor: "El materialismo dijo al hombre: Hazte rico de espacio. Y el hombre olvidó su propia tarea. Su noble tarea de acumulador de tiempo. Quiero decir que el hombre se dio a la conquista de las cosas visibles. A la conquista de personas y de territorios. Así nació la falacia del progresismo. Y como una consecuencia brutal, nació la sombra del progresismo. Nació el imperialismo.
"Es preciso, pues, restituir a la vida humana su tercera dimensión. Es necesario profundizarla. Es menester encaminar a la humanidad hacia su destino racional y valedero. Que el hombre vuelva a capitalizar siglos en vez de capitalizar leguas. Que la vida humana sea más intensa en lugar de ser más extensa".
Declaro no entender lo anterior. Creo delusoria la oposición entre los dos conceptos incontrastables de espacio y de tiempo. Me consta que la genealogía de esa equivocación es ilustre y que entre sus mayores está el nombre magistral de Spinoza, que dio a su indiferente divinidad —Deus sive Natura— los atributos de pensamiento (vale decir, de tiempo sentido) y de extensión (vale decir, de espacio). Pienso que para un buen idealismo, el espacio no es sino una de las formas que integran la cargada fluencia del tiempo. Es uno de los episodios del tiempo y, contrariamente al consenso natural de los metafísicos, está situado en él, y no viceversa. Con otras palabras: la relación espacial —más arriba, izquierda, derecha— es una especificación como tantas otras, no una continuidad.
Por lo demás, acumular espacio no es lo contrario de acumular tiempo: es uno de los modos de realizar esa para nosotros única operación. Los ingleses, que por impulsión ocasional o genial del escribiente Clive o de Warren Hastings conquistaron la India, no acumularon solamente espacio, sino tiempo: es decir, experiencias, experiencias de noches, días, descampados, montes, ciudades, astucias, heroísmos, traiciones, dolores, destinos, muertes, pestes, fieras, felicidades, ritos, cosmogonías, dialectos, dioses, veneraciones.
Vuelvo a la consideración metafísica. El espacio es un incidente en el tiempo y no una forma universal de intuición, como impuso Kant. Hay enteras provincias del Ser que no lo requieren; las de la olfacción y audición. Spencer, en su punitivo examen de los razonamientos de los metafísicos (Principios de psicología, parte séptima, capítulo cuarto), ha razonado bien esa independencia y la fortifica así, a los muchos renglones, con esta reducción a lo absurdo: "Quien pensare que el olor y el sonido tienen por forma de intuición el espacio, fácilmente se convencerá de su error con sólo buscar el costado izquierdo o derecho de un sonido o con tratar de imaginarse un olor al revés".
Schopenhauer, con extravagancia menor y mayor pasión, había declarado ya esa verdad. "La música", escribe, "es una tan inmediata objetivación de la voluntad, como el universo" (obra citada, volumen primero, libro tercero, capítulo 52). Es postular que la música no precisa del mundo.
Quiero complementar esas dos imaginaciones ilustres con una mía, que es derivación y facilitación de ellas. Imaginemos que el entero género humano sólo se abasteciera de realidades mediante la audición y el olfato. Imaginemos anuladas así las percepciones oculares, táctiles y gustativas y el espacio que éstas definen. Imaginemos también —crecimiento lógico— una más afinada percepción de lo que registran los sentidos restantes. La humanidad —tan afantasmada a nuestro parecer por esta catástrofe— seguiría urdiendo su historia. La humanidad se olvidaría de que hubo espacio. La vida, dentro de su no gravosa ceguera y su incorporeidad, sería tan apasionada y precisa como la nuestra. De esa humanidad hipotética (no menos abundosa de voluntades, de ternuras, de imprevisiones) no diré que entraría en la cáscara de nuez proverbial: afirmo que estaría fuera y ausente de todo espacio.

1928


En Discusión (1932)
Imagen: En cover Obras Completas 1923-1973 
Foto sin atribución de autor
Buenos Aires, Emecé, 1974





14/1/15

Jorge Luis Borges: La duración del Infierno








Especulación que ha ido fatigándose con los años, la del Infierno. Lo descuidan los mismos predicadores, desamparados tal vez de la pobre, pero servicial, alusión humana, que las hogueras eclesiásticas del Santo Oficio eran en este mundo: tormento temporal sin duda, pero no indigno dentro de las limitaciones terrenas, de ser una metáfora del inmortal, del perfecto dolor sin destrucción, que conocerán para siempre los herederos de la ira divina. Sea o no satisfactoria esta hipótesis, no es discutible una lasitud general en la propaganda de ese establecimiento. (Nadie se sobresalte aquí: la voz propaganda no es de genealogía comercial, sino católica; es una reunión de los cardenales). En el siglo II, el cartaginés Tertuliano, podía imaginarse el Infierno y prever su operación con este discurso: Os agradan las representaciones; esperad la mayor, el Juicio Final. Qué admiración en mí, qué carcajadas, qué celebraciones, qué júbilo, cuando vea tantos reyes soberbios y dioses engañosos doliéndose en la prisión más ínfima de la tiniebla; tantos magistrados que persiguieron el nombre del Señor, derritiéndose en hogueras más feroces que las que azuzaron jamás contra los cristianos; tantos graves filósofos ruborizándose en las rojas hogueras con sus auditores ilusos; tantos aclamados poetas temblando no ante el tribunal de Midas, sino de Cristo; tantos actores trágicos, más elocuentes ahora en la manifestación de un tormento tan genuino... (De spectaculis, 30; cita y versión de Gibbon). El mismo Dante, en su gran tarea de prever en modo anecdótico algunas decisiones de la divina Justicia relacionadas con el Norte de Italia, ignora un entusiasmo igual. Después, los infiernos literarios de Quevedo —mera oportunidad chistosa de anacronismos— y de Torres Villarroel —mera oportunidad de metáforas— sólo evidenciarán la creciente usura del dogma. La decadencia del Infierno está en ellos casi como en Baudelaire, ya tan incrédulo de los imperecederos tormentos que simula adorarlos. (Una etimología significativa deriva el inocuo verbo francés géner de la poderosa palabra de la Escritura gehnna.)
Paso a considerar el Infierno. El distraído artículo pertinente del Diccionario enciclopédico hispano-americano es de lectura útil, no por sus menesterosas noticias o por su despavorida teología de sacristán, sino por la perplejidad que se le entrevé. Empieza por observar que la noción de infierno no es privativa de la Iglesia católica, precaución cuyo sentido intrínseco es: No vayan a decir los masones que esas brutalidades las introdujo la Iglesia, pero se acuerda acto continuo de que el Infierno es dogma, y añade con algún apuro: Gloria inmarcesible es del cristianismo atraer hacia sí cuantas verdades se hallaban esparcidas entre las falsas religiones. Sea el Infierno un dato de la religión natural o solamente de la religión revelada, lo cierto es que ningún otro asunto de la teología es para mi de igual fascinación y poder. No me refiero a la mitología simplicísima de conventillo —estiércol, asadores, fuego y tenazas— que ha ido vegetando a su pie y que todos los escritores han repetido, con deshonra de su imaginación y de su decencia.[10] Hablo de la estricta noción —lugar de castigo eterno para los malos— que constituye el dogma sin otra obligación que la de ubicarlo in loco reali, en un lugar preciso, y a beatorum sede distincto, diverso del que habitan los elegidos. Imaginar lo contrario, sería siniestro. En el capítulo quincuagésimo de su Historia, Gibbon quiere restarle maravilla al Infierno y escribe que los dos vulgarísimos ingredientes de fuego y de oscuridad bastan para crear una sensación de dolor, que puede ser agravada infinitamente por la idea de una perduración sin fin. Ese reparo descontentadizo prueba tal vez que la preparación de infiernos es fácil, pero no mitiga el espanto admirable de su invención. El atributo de eternidad es el horroroso. El de continuidad —el hecho de que la divina persecución carece de intervalos, de que en el Infierno no hay sueño— lo es más aún, pero es de imaginación imposible. La eternidad de la pena es lo disputado.
Dos argumentos importantes y hermosos hay para invalidar esa eternidad. El más antiguo es el de la inmortalidad condicional o aniquilación. La inmortalidad, arguye ese comprensivo razonamiento, no es atributo de la naturaleza humana caída, es don de Dios en Cristo. No puede ser movilizada, por consiguiente, contra el mismo individuo a quien se le otorga. No es una maldición, es un don. Quien la merece la merece con cielo; quien se prueba indigno de recibirla, muere para morir, como escribe Bunyan, muere sin resto. El infierno, según esa piadosa teoría, es el nombre humano blasfematorio del olvido de Dios. Uno de sus propagadores fue Whately, el autor de ese opúsculo de famosa recordación: Dudas históricas sobre Napoleón Bonaparte.
Especulación más curiosa es la presentada por el teólogo evangélico Rothe, en 1869. Su argumento —ennoblecido también por la secreta misericordia de negar el castigo infinito de los condenados— observa que eternizar el castigo es eternizar el Mal. Dios, afirma, no puede querer esa eternidad para Su universo. Insiste en el escándalo de su poner que el hombre pecador y el diablo burlen para siempre las benévolas intenciones de Dios. (La teología sabe que la creación del mundo es obra de amor. El término predestinación, para ella, se refiere a la predestinación a la gloria; la reprobación es meramente el reverso, es una no elección traducible en pena infernal, pero que no constituye un acto especial de la bondad divina). Aboga, en fin, por una vida decreciente, menguante, para los réprobos. Los antevé, merodeando por las orillas de la Creación, por los huecos del infinito espacio, manteniéndose con sobras de vida. Concluye así: Como los demonios están alejados incondicionalmente de Dios y le son incondicionalmente enemigos, su actividad es contra el reino de Dios, y los organiza en reino diabólico, que debe naturalmente elegir un jefe. La cabeza de ese gobierno demoníaco —el Diablo— debe ser imaginada como cambiante. Los individuos que asumen el trono de ese reino sucumben a la fantasmidad de su ser, pero se renuevan entre la descendencia diabólica. (Dogmatik, 1,248.)
Arribo a la parte más inverosímil de mi tarea: las razones elaboradas por la humanidad a favor de la eternidad del infierno. Las resumiré en orden creciente de significación. La primera es de índole disciplinaria: postula que la temibilidad del castigo radica precisamente en su eternidad y que ponerla en duda es invalidar la eficacia del dogma y hacerle el juego al Diablo. Es argumento de orden policial, y no creo merezca refutación. El segundo se escribe así: La pena debe ser infinita porque la culpa lo es, por atentar contra la majestad del Señor, que es Ser infinito. Se ha observado que esta demostración prueba tanto que se puede colegir que no prueba nada: prueba que no hay culpa venial, que son imperdonables todas las culpas. Yo agregaría que es un caso perfecto de frivolidad escolástica y que su engaño es la pluralidad de sentidos de la voz infinito, que aplicada al Señor quiere decir incondicionado, y a pena quiere decir incesante, y a culpa nada que yo sepa entender. Además, argüir que es infinita una falta por ser atentatoria de Dios que es Ser infinito, es como argüir que es santa porque Dios lo es, o como pensar que las injurias inferidas a un tigre han de ser rayadas.
Ahora se levanta sobre mí el tercero de los argumentos, el único. Se escribe así, tal vez: Hay eternidad de cielo y de infierno porque la dignidad del libre albedrío así lo precisa; o tenemos la facultad de obrar para siempre o es una delusión este yo. La virtud de ese razonamiento no es lógica, es mucho más: es enteramente dramática. Nos impone un juego terrible, nos concede el atroz derecho de perdernos, de insistir en el mal, de rechazar las operaciones de la gracia, de ser alimento del fuego que no se acaba, de hacer fracasar a Dios en nuestro destino, del cuerpo sin claridad en lo eterno y del detestabile cum cacodaemonibus consortium. Tu destino es cosa de veras, nos dice, condenación eterna y salvación eterna están en tu minuto; esa responsabilidad es tu honor. Es sentimiento parecido al de Bunyan: Dios no jugó al convencerme, el demonio no jugó al tentarme, ni jugué yo al hundirme como en un abismo sin fondo, cuando las aflicciones del inferno se apoderaron de mí; tampoco debo jugar ahora al contarlas. (Grace Aboun ding to the Chief of Sinners; The Preface.)
Yo creo que en el impensable destino nuestro, en que rigen infamias como el dolor carnal, toda estrafalaria cosa es posible, hasta la perpetuidad de un Infierno, pero también que es una irreligiosidad creer en él.


*

Posdata

En esta página de mera noticia puedo comunicar también la de un sueño. Soñé que salía de otro —populoso de cataclismos y de tumultos— y que me despertaba en una pieza irreconocible. Clareaba: una detenida luz general definía el pie de la cama de fierro, la silla estricta, la puerta y la ventana cerradas, la mesa en blanco. Pensé con miedo ¿dónde estoy? y comprendí que no lo sabía. Pensé ¿quién soy? y no me pude reconocer. El miedo creció en mí. Pensé: Esta vigilia desconsolada ya es el Infierno, esta vigilia sin destino será mi eternidad. Entonces desperté de veras: temblando.


Nota [10] 

Sin embargo, el amateur de infiernos hará bien en no descuidar estas infracciones honrosas: el infierno sabiano, cuyos cuatro vestíbulos superpuestos admiten hilos de agua sucia en el piso, pero cuyo recinto principal es dilatado, polvoriento, sin nadie; el infierno de Swedenborg, cuya lobreguez no perciben los condenados que han rechazado el cielo; el infierno de Bernard Shaw (Man and Superman, páginas 86-137), que distrae vanamente su eternidad con los artificios del lujo, del arte, de la erótica y del renombre.


En Discusión (1932)
Tomado de las Obras completas de Borges publicadas por Ultramar S.A. en 1974 ISBN 84-7386-100-0
Photo: Borges' Interview at the Oberlin Inn by John Harvith, 1983
Oberlin College Archives


30/11/14

Jorge Luis Borges: Sobre el doblaje en el cine





Las posibilidades del arte de combinar no son infinitas, pero suelen ser espantosas. Los griegos engendraron la quimera, monstruo con cabeza de león, con cabeza de dragón, con cabeza de cabra; los teólogos del siglo II, la Trinidad, en la que inextricablemente se articulan el Padre, el Hijo y el Espíritu; los zoólogos chinos, el ti-yiang, pájaro sobrenatural y bermejo, provisto de seis patas y cuatro alas, pero sin cara ni ojos; los geómetras del siglo XIX, el hipercubo, figura de cuatro dimensiones, que encierra un número infinito de cubos y que esta limitada por ocho cubos y por veinticuatro cuadrados. Hollywood acaba de enriquecer ese vano museo teratológico; por obra de un maligno artificio que se llama doblaje, propone monstruos que combinan las ilustres facciones de Greta Garbo con la voz de Aldonza Lorenzo. ¿Cómo no publicar nuestra admiración ante ese prodigio penoso, ante esas industriosas anomalías fonéticovisuales?

Quienes defienden el doblaje, razonarán (tal vez) que las objeciones que pueden oponérsele pueden oponerse, también, a cualquier otro ejemplo de traducción. Ese argumento desconoce, o elude, el defecto central: el arbitrario injerto de otra voz y de otro lenguaje. La voz de Hepburn o de Garbo no es contingente; es, para el mundo, uno de los atributos que las definen. Cabe asimismo recordar que la mímica del inglés no es la del español.*

Oigo decir que en las provincias el doblaje ha gustado. Trátase de un simple argumento de autoridad; mientras no se publiquen los silogismos de los connaiseurs de Chilecito o de Chivilcoy, yo, por lo menos, no me dejaré intimidar. También oigo decir que el doblaje es deleitable, o tolerable, para los que no saben inglés. Mi conocimiento del inglés es menos perfecto que mi desconocimiento del ruso; con todo, yo no me resignaría a rever Alexander Nevsky en otro idioma que el primitivo y lo vería con fervor, por novena o décima vez, si dieran la versión original, o una que yo creyera la original. Esto último es importante; peor que el doblaje, peor que la sustitución que importa el doblaje, es la conciencia general de una sustitución, de un engaño. No hay partidario del doblaje que no acabe por invocar la predestinación y el determinismo. Juran que ese expediente es el fruto de una evolución implacable y que pronto podremos elegir entre ver films doblados y no ver films. Dada la decadencia mundial del cinematógrafo (apenas corregida por alguna solitaria excepción como La máscara de Demetrio), la segunda de esas alternativas no es dolorosa. Recientes mamarrachos —pienso en El diario de un nazi, de Moscú, en La historia del doctor Wassell, de Hollywood— nos instan a juzgarla una suerte de paraíso negativo. Sightseeing is the art of disappointment, dejó anotado Stevenson; esa definición conviene al cinematógrafo y, con triste frecuencia, al continuo ejercicio impostergable que se llama vivir. 



*  Más de un espectador se pregunta: Ya que hay usurpación de voces ¿por qué no también de figuras? ¿Cuándo será perfecto el sistema? ¿Cuándo veremos directamente a Juana González, en el papel de Greta Garbo, en el papel de la Reina Cristina de Suecia?


Sobre el doblaje
En Discusión (1923)
Revista Sur, núm. 128, Buenos Aires, junio de 1945
Recopilado en Obras Completas de Jorge Luis Borges (Tomo I, páginas 283-4)
Buenos Aires, Emecé, 1972

19/10/14

Jorge Luis Borges: Avatares de la tortuga






Hay un concepto— que "es el corruptor y el desatinador de los otros. No hablo del Mal cuyo limitado imperio es la ética; hablo del infinito. Yo anhelé compilar alguna vez su móvil historia. La numerosa Hidra (monstruo palustre que viene a ser una prefiguración o un emblema de las progresiones geométricas) daría conveniente horror a su pórtico—; la coronarían las sórdidas pesadillas de Kafka y sus— capítulos centrales no desconocerían las conjeturas de, ese remoto — cardenal alemán —Nicolás de Krebs, Nicolás de Cusa— que en la circunferencia vio un polígono de un número infinito de ángulos y dejó escrito que una línea infinita sería una recta, sería un triángulo, sería un círculo y sería una esfera (De docta ignorantia, I, 13). Cinco, siete años de aprendizaje metafísico, teológico, matemático, me capacitarían (tal vez) para planear decorosamente ese libro. Inútil agregar que la vida me prohíbe esa esperanza, y aun ese adverbio.
A esa ilusoria Biografía del infinito pertenecen de alguna manera estas páginas. Su propósito es registrar ciertos avatares de la segunda paradoja de Zenón.
Recordemos, ahora, esa paradoja.
Aquiles corre diez veces más ligero que la tortuga y le da una ventaja de diez metros. Aquiles corre esos diez metros, la tortuga corre uno; Aquiles corre ese metro, la tortuga corre un decímetro; Aquiles corre ese decímetro, la tortuga corre un centímetro; Aquiles corre ese centímetro, la tortuga un milímetro; Aquiles Piesligeros el milímetro, la tortuga un décimo de milímetro y así infinitamente, sin alcanzarla... Tal es la versión habitual. Wilhelm Capelle (Die Vorsokratiker, 1935, pág. 178) traduce el texto original de Aristóteles: “El segundo argumento de Zenón es el llamado Aquiles. Razona que el más lento no será alcanzado por el más veloz, pues el perseguidor tiene que pasar por el sitio que el perseguido acaba de evacuar, de suerte que el más lento siempre le lleva una determinada ventaja”. El problema no cambia, como se ve; pero me gustaría conocer el nombre del poeta que lo dotó de un héroe y de una tortuga. A esos competidores mágicos y a la serie

10 + 1 + 1/10 + 1/100 + 1/1.000 + 1 +.../10.000

debe el argumento su difusión. Casi nadie recuerda el que lo antecede —el de la pista—, aunque su mecanismo es idéntico. El movimiento es imposible (arguye Zenón) pues el móvil debe atravesar el medio para llegar al fin, y antes el medio del medio, y antes el medio del medio, del medio y antes...[16]
Debemos a la pluma de Aristóteles la comunicación y la primera refutación de esos argumentos. Los refuta con una brevedad quizá desdeñosa, pero su recuerdo le inspira el famoso argumento del tercer hombre contra la doctrina platónica. Esa doctrina quiere demostrar que dos individuos que tienen atributos comunes (por ejemplo dos hombres) son meras apariencias temporales de un arquetipo eterno, Aristóteles interroga si los muchos hombres y el Hombre —los individuos temporales y el Arquetipo— tienen, atributos comunes. Es notorio que sí; tienen los atributos generales de la humanidad. En ese caso, afirma Aristóteles, habrá que postular otro arquetipo que los abarque a todos y después un cuarto..., Patricio de Azcárate, en una nota de su traducción de la Metafísica, atribuye a un discípulo de Aristóteles esta presentación: “Si lo que se afirma de muchas cosas a la vez es un ser aparte, distinto de las cosas de que se afirma (y esto es lo que pretenden los platonianos), es preciso que haya un tercer hombre. Es una denominación que se aplica a los individuos y a la idea. Hay, pues, un tercer hombre distinto de los hombres particulares y de la idea. Hay al mismo tiempo un cuarto que estará en la misma relación con éste y con idea de los hombres particulares; después un quinto y así hasta el infinito”. Postulamos dos individuos, a y b, que integran el género c. Tendremos entonces

a + b = c:

Pero también, según Aristóteles:

a + b + c = d
a + b + c + d = e
a + b + c + d + e = f...

En rigor no se requieren dos individuos: bastan el individuo y el género para determinar el tercer hombre que denuncia Aristóteles. Zenón de Elea recurre a la infinita regresión contra el movimiento y el número; su refutador, contra las formas universales.[17]
El próximo avatar de Zenón que mis desordenadas notas registran es Agripa, el escéptico. Éste niega que algo pueda probarse, pues toda prueba requiere una prueba anterior (Hypotyposes, I, 166). Sexto Empírico arguye parejamente que las definiciones son vanas, pues habría que definir cada una de las voces que se usan y, luego, definir la definición (Hypotyposes, II, 207). Mil seiscientos años después, Byron, en la dedicatoria de Don Juan, escribirá de Coleridge: “I wish he would explain His Explanation.”
Hasta aquí, el regressus in infinitum ha servido para negar; Santo Tomás de Aquino recurre a él (Suma Teológica, 1, 2, 3) para afirmar que hay Dios, Advierte que no hay cosa en el universo que no tenga una causa eficiente y que esa causa claro está, es el efecto de otra causa anterior. El mundo es un interminable encadenamiento de causas y cada causa es un efecto. Cada estado proviene del anterior y determina el subsiguiente, pero la serie general pudo no haber sido, pues los términos que la forman son condicionales, es decir, aleatorios. Sin embargo, el mundo es; de ellos podemos inferir una no contingente causa primera que será la divinidad. Tal es la prueba cosmológica; la prefiguran Aristóteles y Platón; Leibniz la redescubre.[18]
Hermann Lotze apela al regressus para no comprender que una alteración del objeto A pueda producir una alteración del objeto B. Razona que sí A y B son independientes, postular un influjo de A sobre B es postular un tercer elemento C, un elemento que para operar sobre B requerirá un cuarto elemento D, que no podrá operar sin E, que no podrá operar sin F...
Para eludir esa multiplicación de quimeras, resuelve que en el mundo hay un solo objeto: una infinita y absoluta sustancia equiparable al Dios de Spinoza. Las causas transitivas se reducen a causas inmanentes; los hechos, a manifestaciones o modos de la sustancia cósmica.[19]
Análogo, pero todavía más alarmante, es el caso de K H. Bradley. Este razonador (Appearance and Reality, 1897, páginas 19-34) no se limita a combatir la relación causal; niega todas las relaciones. Pregunta si una relación está relacionada con sus términos. Le responden que sí e infiere que ello es admitir la existencia de otras dos relaciones, y luego de otras dos. En el axioma la parte es menor que el todo no percibe dos términos y la relación menor que: percibe tres (parte, menor que, todo) cuya vinculación implica otras dos relaciones, y así hasta lo infinito. En el juicio Juan es mortal, percibe tres conceptos inconjugables (el tercero es la cópula) que no acabaremos de unir. Transforma todos los conceptos en objetos incomunicados, durísimos. Refutarlo es contaminarse de irrealidad.
Lotze interpone los abismos periódicos de Zenón entre la causa y el efecto; Bradley, entre el sujeto y el predicado, cuando no entre el sujeto, y los atributos; Lewis Carroll (Mind, volumen cuarto, página 278) entre la segunda premisa del silogismo y la conclusión. Refiere un diálogo sin fin, cuyos interlocutores son Aquiles y la tortuga. Alcanzado ya el término de su interminable carrera, los dos atletas conversan apaciblemente de geometría. Estudian este claro razonamiento:
a) Dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí.
b) Los dos lados de este triángulo son iguales a MN.
z) Los dos lados de este triángulo son iguales entre sí.
La tortuga acepta las premisas a y b, pero niega que justifiquen la conclusión. Logra que Aquiles interpole una proposición hipotética,
a) Dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí.
b) Los dos lados de este triángulo son iguales a MN.
c) Si a y b son válidas, z es válida,
z) Los dos lados de este triángulo son iguales entre sí.
Hecha esa breve aclaración, la tortuga acepta la validez de a, b y c, pero no de z. Aquiles, indignado, interpola:
d) Si a, b y c son válidas, z es válida.
Carroll observa que la paradoja del griego comporta una infinita serie de distancias que disminuyen y que en la propuesta por él crecen las distancias.
Un ejemplo final, quizá el más elegante de todos, pero también el que menos difiere de Zenón. William James (Some Problems of Philosophy, 1911, pág. 182) niega que puedan transcurrir catorce minutos, porque antes es obligatorio que hayan pasado siete, y antes de siete, tres minutos y medio, y antes de tres y medio, un minuto y tres cuartos, y así hasta el fin, hasta el invisible fin, por tenues laberintos de tiempo.
Descartes, Hobbes, Leíbniz, Mill, Renouvier, Georg Cantor, Gomperz, Russell y Bergson han formulado explicaciones —no siempre inexplicables y vanas— de la paradoja de la tortuga. (Yo he registrado algunas.) Abundan asimismo, como ha verificado el lector, sus aplicaciones. Las históricas no la agotan: el vertiginoso regressus in infinitum es acaso aplicable a todos los temas. A la estética: tal verso nos conmueve por tal motivo, tal motivo por tal otro motivo... Al problema del conocimiento: conocer es reconocer, pero es preciso haber conocido para reconocer, pero conocer es reconocer... ¿Cómo juzgar esa dialéctica? ¿Es un legítimo instrumento de indagación o apenas una mala costumbre?
Es aventurado pensar que una coordinación de palabras (otra cosa no son las filosofías) pueda parecerse mucho al universo. También es aventurado pensar que de esas coordinaciones ilustres, alguna —siquiera de modo infinitesimal— no se parezca un poco más que otras. He examinado las que gozan de cierto crédito; me atrevo a asegurar que sólo en la que formuló Schopenhauer he reconocido algún rasgo del universo. Según esa doctrina, el mundo es una fábrica de la voluntad. El arte —siempre— requiere irrealidades visibles. Básteme citar una: la dicción metafórica o numerosa o cuidadosamente casual de los interlocutores de un drama... Admitamos lo que todos los idealistas admiten: el carácter alucinatorio del mundo. Hagamos lo que ningún idealista ha hecho: busquemos irrealidades que confirmen ese carácter. Las hallaremos, creo, en las antinomias de Kant y en la dialéctica de Zenón.
“El mayor hechicero (escribe memorablemente Novalis) sería el que se hechizara hasta el punto de tomar sus propias fantasmagorías por apariciones autónomas. ¿No sería ése nuestro caso?”. Yo conjeturo que así es. Nosotros (la indivisa divinidad que opera en nosotros) hemos soñado el mundo. Lo hemos soñado resistente, misterioso, visible, ubicuo en el espacio y firme en el tiempo; pero hemos consentido en su arquitectura tenues y eternos intersticios de sinrazón para saber que es falso.


Notas

[16] Un siglo después, el sofista chino Hui Tzu razonó que un bastón al que cercenan la mitad cada día, es interminable (H. A. Giles: Chuang Tzu, 1889.
[17] En el Parménides —cuyo carácter zenoniano es irrecusable— Platón discurre un argumento muy parecido para demostrar que el uno es realmente muchos. Sí el uno existe, participa del ser; por consiguiente, hay dos partes en él, que son el ser y el uno» pero cada una de esas partes es una y es, de modo que encierra otras dos, que encierran también otras dos: infinitamente. Russell (Introduction to Mathematical Philosophy, 1919, pág. 138) sustituye a la progresión geométrica de Platón una progresión aritmética. Sí el uno existe» el uno participa del ser; pero como son diferentes el ser y el uno, existe el dos; pero como son diferentes el ser y el dos, existe el tres, etc. Chuang Tzu (Waley: Three Ways of Thought in Ancient China, pág. 25) recurre al mismo interminable regressus contra los monistas que declaraban que las Diez Mil Cosas (el Universo) son una sola. Por lo pronto —arguye— la unidad cósmica y la declaración de esa unidad ya son dos cosas: esas dos y la declaración de su dualidad ya son tres; esas tres y la declaración de su trinidad ya son cuatro... Russell opina que la vaguedad del término ser basta para invalidar el razonamiento. Agrega que los números no existen, que son meras ficciones lógicas.
[18] Un eco de esa prueba, ahora muerta, retumba en el primer verso del Paradiso: “La gloria de Colviche tutta move”.
[19] Sigo la exposición de James (A Pluralistic Universe, 1909. págs. 55-60). Cf. Wentscher: Fechner and Lotze, 1924, páginas 166-171.


En Discusión (1932)
Foto: Edsel Little, “Borges, Kodama and Ana Cara in front of AMAM” 
The Five Colleges of Ohio Digital Exhibitions 


16/9/14

Jorge Luis Borges: El arte narrativo y la magia





El análisis de los procedimientos de la novela ha conocido escasa publicidad. La causa histórica de esta continuada reserva es la prioridad de otros géneros; la causa fundamental, la casi inextricable complejidad de los artificios novelescos, que es laborioso desprender de la trama. El analista de una pieza forense o de una elegía dispone de un vocabulario especial y de la facilidad de exhibir párrafos que se bastan; el de una dilatada novela carece de términos convenidos y no puede ilustrar lo que afirma con ejemplos inmediatamente fehacientes. Solicito, pues, un poco de resignación para las verificaciones que siguen.
Empezaré por considerar la faz novelesca del libro The Life and Death of Jason (1867) de William Morris. Mi fin es literario, no histórico: de ahí que deliberadamente omita cualquier estudio, o apariencia de estudio, de la filiación helénica del poema. Básteme copiar que los antiguos —entre ellos, Apolonio de Rodas— habían versificado ya las etapas de la hazaña argonáutica, y mencionar un libro intermedio, de 1474, Les faits et prouesses du noble et vaillant chevalier Jasan, inaccesible en Buenos Aires, naturalmente, pero que los comentadores ingleses podrían revisar.
El arduo proyecto de Morris era la narración verosímil de las aventuras fabulosas de Jasón, rey de Iolcos. La sorpresa lineal, recurso general de la lírica, no era posible en esa relación de más de diez mil versos. Ésta necesitaba ante todo una fuerte apariencia de veracidad, capaz de producir esa espontánea suspensión de la duda, que constituye, para Coleridge, la fe poética. Morris consigue despertar esa fe; quiero investigar cómo.
Solicito un ejemplo del primer libro. Aeson, antiguo rey de lolcos, entrega su hijo a la tutela selvática del centauro Quirón. El problema reside en la difícil verosimilitud del centauro. Morris lo resuelve insensiblemente. Empieza por mencionar esa estirpe, entreverándola con nombres de fieras que también son extrañas.

Where bears and wolves the centaurs' arrows find

explica sin asombro. Esa mención primera, incidental, es continuada a los treinta versos por otra, que se adelanta a la descripción. El viejo rey ordena a un esclavo que se dirija con el niño a la selva que está al pie de los montes y que sople en un cuerno de marfil para que aparezca el centauro, que será (le advierte) de grave fisonomía y robusto, y que se arrodille ante él. Siguen las órdenes, hasta parar en la tercera mención, negativa engañosamente. El rey le recomienda que no le inspire ningún temor el centauro. Después, como pesaroso del hijo que va a perder, trata de imaginar su futura vida en la selva, entre los quick-eyed centaurs -rasgo que los anima, justificado por su condición famosa de arqueros. El esclavo cabalga con el hijo y se apea al amanecer, ante un bosque.[8] Se interna a pie entre las encinas, con el hijito cargado. Sopla en el cuerno entonces, y espera. Un mirlo está cantando en esa mañana, pero el hombre ya empieza a distinguir un ruido de cascos, y siente un poco de temor en el corazón, y se distrae del niño, que siempre forcejea por alcanzar el cuerno brillante. Aparece Quirón: nos dicen que antes fue de pelo manchado, pero en la actualidad casi blanco, no muy distinto del color de su melena humana, y con una corona de hojas de encina en la transición de bruto a persona. El esclavo cae de rodillas. Anotemos, de paso, que Morris puede no comunicar al lector su imagen del centauro ni siquiera invitamos a tener una, le basta con nuestra continua fe en sus palabras, como en el mundo real.
Idéntica persuasión pero más gradual, la del episodio de las sirenas, en el libro catorce. Las imágenes preparatorias son de dulzura. La cortesía del mar, la brisa de olor anaranjado, la peligrosa música reconocida primero por la hechicera Medea, su previa operación de felicidad en los rostros de los marineros que apenas tenían conciencia de oírla, el hecho verosímil de que al principio no se distinguían bien las palabras, dicho en modo indirecto:

And by their faces could the queen behold
Haw sweet it was, although no tale it told,
To those worn toilers o 'er the bitter sea,

anteceden la aparición de esas divinidades. Éstas, aunque avistadas finalmente por los remeros, siempre están a alguna distancia, implícita en la frase circunstancial:

for they were near enow
To see the gusty wind of evening blow
Long locks of hair across those bodies white
With golden spray hiding some dear delight.

El último pormenor: el rocío de oro -¿de sus violentos rizos, del mar, de ambos o de cualquiera?— ocultando alguna querida deuda, tiene otro fin, también: el de significar su atracción. Ese doble propósito se repite en una circunstancia siguiente: la neblina de lágrimas ansiosas, que ofusca la visión de los hombres. (Ambos artificios son del mismo orden que el de la corona de ramas en la figuración del centauro.) Jasón, desesperado hasta la ira por las sirenas,[9] las apoda brujas del mar y hace que cante Orfeo, el dulcísimo. Viene la tensión, y Morris tiene el maravilloso escrúpulo de advertimos que las canciones atribuidas por él a la boca imbesada de las sirenas y a la de Orfeo no encierran más que un transfigurado recuerdo de lo cantado entonces. La misma precisión insistente de sus colores —los bordes amarillos de la playa, la dorada espuma, la rosa gris— nos puede enternecer, porque parecen frágil mente salvados de ese antiguo crepúsculo. Cantan las sirenas para aducir una felicidad que es vaga como el agua —Such bodies garlanded with gold, so faint, so fair—; canta Orfeo oponiendo las venturas firmes de la tierra. Prometen las sirenas un indolente cielo submarino, roofed over by the changeful sea ("techado por el variable mar") según repetiría —¿dos mil quinientos años después, o sólo cincuenta?— Paúl Valéry. Cantan y alguna discernible contaminación de su peligrosa dulzura entra en el canto correctivo de Orfeo. Pasan los argonautas al fin, pero un alto ateniense, terminada ya la tensión y largo el surco atrás de la nave, atraviesa corriendo las filas de los remeros y se tira desde la popa al mar.
Paso a una segunda ficción, el Narrative of A. Gordon Pym (1838) de Poe. El secreto argumento de esa novela es el temor y la vilificación de lo blanco. Poe finge unas tribus que habitan en la vecindad del Círculo Antártico, junto a la patria inagotable de ese color, y que de generaciones atrás han padecido la terrible visitación de los hombres y de las tempestades de la blancura. El blanco es anatema para esas tribus y puedo confesar que lo es también, cerca del último renglón del último capítulo, para los condignos lectores. Los argumentos de ese libro son dos: uno inmediato, de vicisitudes marítimas; otro infalible, sigiloso y creciente, que sólo se revela al final. Nombrar un objeto, dicen que dijo Mallarmé, es suprimir las tres cuartas partes del goce del poema, que reside en la felicidad de ir adivinando; el sueño es sugerirlo. Niego que el escrupuloso poeta haya redactado esa numérica frivolidad de las tres cuartas partes, pero la idea general le conviene y la ejecutó ilustremente en su presentación lineal de un ocaso:

Victorieusement fuit le suicide beau
Tison de gloire, sang par écume, or, tempête!

La sugirió, sin duda, el Narrative of A. Gordon Pym. El mismo impersonal color blanco ¿no es mallarmeano? (Creo que Poe prefirió ese color, por intuiciones o razones idénticas a las declaradas luego por Melville, en el capítulo "The Whiteness of the Whale" de su también espléndida alucinación Moby Dick). Imposible exhibir o analizar aquí la novela entera, básteme traducir un rasgo ejemplar, subordinado —como todos— al secreto argumento. Se trata de la oscura tribu que mencioné y de los riachuelos de su isla. Determinar que su agua era colorada o azul, hubiera sido recusar demasiado toda posibilidad de blancura. Poe resuelve ese problema así, enriqueciéndonos: Primero nos negamos a probarla, suponiéndola corrompida. Ignoro cómo dar una idea justa de su naturaleza, y no lo conseguiré sin muchas palabras. A pesar de correr con rapidez por cualquier desnivel, nunca parecía Impida, salvo al despeñarse en un salto. En casos de poco declive, era tan consistente como una infusión espesa de goma arábiga, hecha en agua común. Éste, sin embargo, era el menos singular de sus caracteres. No era incolora ni era de un color invariable, ya que su fluencia proponía a los ojos todos los matices del púrpura, como los tonos de una seda cambiante. Dejamos que se asentara en una vasija y comprobamos que la entera masa del líquido estaba separada en vetas distintas, cada una de tono individual, y que esas vetas no se mezclaban. Si se pasaba la hoja de un cuchillo a lo ancho de las vetas, el agua se cerraba inmediatamente, y al retirar la hoja desaparecería el rastro. En cambio, cuando la hoja era insertada con precisión entre dos de las vetas, ocurría una perfecta separación, que no se rectificaba en seguida.
Rectamente se induce de lo anterior que el problema central de la novelística es la causalidad. Una de las variedades del género, la morosa novela de caracteres, finge o dispone una concatenación de motivos que se proponen no diferir de los del mundo real. Su caso, sin embargo, no es el común. En la novela de continuas vicisitudes, esa motivación es improcedente, y lo mismo en el relato de breves páginas y en la infinita novela espectacular que compone Hollywood con los platea dos idola de Joan Crawford y que las ciudades releen. Un orden muy diverso los rige, lúcido y atávico. La primitiva claridad de la magia.
Ese procedimiento o ambición de los antiguos hombres ha sido sujetado por Frazer a una conveniente ley general, la de la simpatía, que postula un vinculo inevitable entre cosas distantes, ya porque su figura es igual —magia imitativa, homeopática—, ya por el hecho de una cercanía anterior —magia contagiosa. Ilustración de la segunda era el ungüento curativo de Kenelm Digby, que se aplicaba no a la vendada herida, sino al acero delincuente que la infirió— mientras aquélla, sin el rigor de bárbaras curaciones, iba cicatrizando. De la primera los ejemplos son infinitos. Los pieles rojas de Nebraska revestían cueros crujientes de bisonte con la cornamenta y la crin y machacaban día y noche sobre el desierto un baile tormentoso, para que los bisontes llegaran. Los hechiceros de la Australia Central se infieren una herida en el antebrazo que hace correr la sangre, para que el cielo imitativo o coherente se desangre en lluvia también. Los malayos de la Península suelen atormentar o denigrar una imagen de cera, para que perezca su original. Las mujeres estériles de Sumatra cuidan un niño de madera y lo adornan, para que sea fecundo su vientre. Por iguales razones de analogía, la raíz amarilla de la cúrcuma sirvió para combatir la ictericia, y la infusión de ortigas debió contrarrestar la urticaria. El catálogo entero de esos atroces o irrisorios ejemplos es de enumeración imposible; creo, sin embargo, haber alegado bastantes para de mostrar que la magia es la coronación o pesadilla de lo causal, no su contradicción. El milagro no es menos forastero en ese universo que en el de los astrónomos. Todas las leyes naturales lo rigen, y otras imaginarias. Para el supersticioso, hay una necesaria conexión no sólo entre un balazo y un muerto, sino entre un muerto y una maltratada efigie de cera o la rotura profética de un espejo o la sal que se vuelca o trece comensales terribles.
Esa peligrosa armonía, esa frenética y precisa causalidad, manda en la novela también. Los historiadores sarracenos de quienes trasladó el doctor José Antonio Conde su Historia de la dominación de los árabes en España, no escriben de sus reyes y jalifas que fallecieron, sino Fue conducido a las recompensas y premios o Pasó a la misericordia del Poderoso o Esperó el destino tantos años, tantas lunas y tantos días. Ese recelo de que un hecho temible pueda ser atraído por su mención, es impertinente o inútil en el asiático desorden del mundo real, no así en una novela, que debe ser un juego preciso de vigilancias, ecos y afinidades. Todo episodio, en un cuidadoso relato, es de proyección ulterior. Así, en una de las fantasmagorías de Chesterton, un desconocido acomete a un desconocido para que no lo embista un camión, y esa violencia necesaria, pero alarmante, prefigura su acto final de declararlo insano para que no lo puedan ejecutar por un crimen. En otra, una peligrosa y vasta conspiración integra da por un solo hombre (con socorro de barbas, de caretas y de seudónimos) es anunciada con tenebrosa exactitud en el dístico:

As all stars shrivel in the single sun,
The words are many, but The Word is one

que viene a descifrarse después, con permutación de mayúsculas: The words are many, but the word is One.
En una tercera la maquette inicial —la mención escueta de un indio que arroja su cuchillo a otro y lo mata— es el estricto reverso del argumento: un hombre apuñalado por su amigo con una flecha, en lo alto de una torre. Cuchillo volador, flecha que se deja empuñar. Larga repercusión tienen las palabras. Ya señalé una vez que la sola mención preliminar de los bastidores escénicos contamina de incómoda irrealidad las figuraciones del amanecer, de la pampa, del anochecer, que ha intercalado Estanislao del Campo en el Fausto. Esa teleología de palabras y de episodios es omnipresente también en los buenos films. Al principiar A cartas vistas (The Showdown), unos aventureros se juegan a los naipes una prostituta, o su turno; al terminar, uno de ellos ha jugado la posesión de la mujer que quiere. El diálogo inicial de La ley del hampa versa sobre la delación, la primera escena es un tiroteo en una avenida; esos rasgos resultan premonitorios del asunto central. En Fatalidad (Dishonored) hay temas recurrentes: la espada, el beso, el gato, la traición, las uvas, el piano. Pero la ilustración más cabal de un orbe autónomo de corroboraciones, de presagios, de monumentos, es el predestinado Ulises de Joyce. Basta el examen del libro expositivo de Gilbert o, en su defecto, de la vertiginosa novela.
Procuro resumir lo anterior. He distinguido dos procesos causales: el natural, que es el resultado incesante de incontrolables e infinitas operaciones; el mágico, donde profetizan los pormenores, lúcido y limitado. En la novela, pienso que la única posible honradez está con el segundo. Quede el primero para la simulación psicológica.

1932

Notas


[8] Cf. el verso:
Cesare armato, con li occhi grifagni
(Inferno IV, 123)
[9] A lo largo del tiempo, las sirenas cambian de forma. Su primer historiador, el rapsoda del duodécimo libro de la Odisea,no nos dice cómo eran; para Ovidio, son pájaros de plumaje rojizo y cara de virgen; para Apolonio de Rodas, de medio cuerpo para arriba son mujeres, y en lo restante, pájaros; para el maestro Tirso de Molina (y para la heráldica), "la mitad mujeres, peces la mitad". No menos discutible es su índole; ninfas las llama; el diccionario clásico de Lempriere entiende que son ninfas, el de Quicherat que son monstruos y el de Grimal que son demonios. Moran en una isla del poniente, cerca de la isla de Circe, pero el cadáver de una de ellas, Parténope, fue encontrado en Campania, y dio su nombre a la famosa ciudad que ahora lleva el de Nápoles, y el geógrafo Estrabón vio su tumba y presenció los juegos gimnásticos y la carrera con antorchas que periódicamente se celebraban para honrar su memoria.
La Odisea refiere que las sirenas atraían y perdían a los navegantes y que Ulises, para oír su canto y no perecer, tapó con cera los oídos de sus remeros y ordenó que lo sujetaran al mástil. Para tentarlo, las sirenas prometían el conocimiento de todas las cosas del mundo: "Nadie ha pasado por aquí en su negro bajel, sin haber escuchado de nuestra boca la voz dulce como el panal, y haberse regocijado con ella, y haber proseguido más sabio. Porque sabemos todas las cosas: cuántos afanes padecieron argivos y troyanos en la ancha Tróada por determinación de los dioses, y sabemos cuanto sucederá en la Tierra fecunda" (Odisea, XII). Una tradición recogida por el mitólogo Apolodoro, en su Biblioteca,narra que Orfeo desde la nave de los argonautas, cantó con más dulzura que las sirenas y que éstas se precipitaron al mar y quedaron convertidas en rocas, porque su ley era morir cuando alguien no sintiera su hechizo. También la Esfinge se precipitó de lo alto cuando adivinaron su enigma.
En el siglo VI, una sirena fue capturada y bautizada en el norte de Gales, y llegó a figurar como una santa en ciertos almanaques antiguos, bajo el nombre de Murgan. Otra, en 1403, pasó por una brecha en un dique, y habitó en Haarlem hasta el día de su muerte. Nadie la comprendía, pero le enseñaron a hilar y veneraba como por instinto la cruz. Un cronista del siglo XVI razonó que no era un pescado porque sabía hilar, y que no era una mujer porque podía vivir en el agua.
El idioma inglés distingue la sirena clásica (siren) de las que tienen cola de pez (mermaids). En la formación de estas últimas habían influido por analogía los tritones, divinidades del cortejo de Poseidón.
En el décimo libro de la República, ocho sirenas presiden la rotación de los ocho cielos concéntricos.
Sirena: supuesto animal marino, leemos en un diccionario brutal.


En Discusión (1932)
Según edición de OC 1974
Foto: Héctor Atilio Carballo

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...