Francisco Luis Bernárdez acaba de publicar una apasionada noticia de las especulaciones ontológicas del libro "The Manhood of Humanity (La edad viril de la humanidad), compuesto por el conde Korzybski: libro que desconozco. Deberé atenerme, por consiguiente, en esta consideración general de los productos metafísicos de ese patricio, a la límpida relación de Bernárdez. Por cierto, no pretenderé sustituir el buen funcionamiento asertivo de su prosa con la mía dubitativa y conversada. Traslado el resumen inicial:
"Tres dimensiones tiene la vida, según Korzybski. Largo, ancho y profundidad. La primera dimensión corresponde a la vida vegetal. La segunda dimensión pertenece a la vida animal. La tercera dimensión equivale a la vida humana. La vida de los vegetales es una vida en longitud. La vida de los animales es una vida en latitud. La vida de los hombres es una vida en profundidad".
Creo que una observación elemental, aquí es permisible; la de lo sospechoso de una sabiduría que se funda, no sobre un pensamiento, sino sobre una mera comodidad clasificatoria, como lo son las tres dimensiones convencionales.
Escribo convencionales, porque —separadamente— ninguna de las dimensiones existe: siempre se dan volúmenes, nunca superficies, líneas ni puntos. Aquí, para mayor generosidad en lo palabrero, se nos propone una aclaración de los tres convencionales órdenes de lo orgánico, planta-bestia-hombre, mediante los no menos convencionales órdenes del espacio: largor-anchura-profundidad (este último en el sentido traslaticio de tiempo). Frente a la incalculable y enigmática realidad, no creo que la mera simetría de dos de sus clasificaciones humanas baste para dilucidarla y sea otra cosa que un vacío halago aritmético. Sigue la notificación de Bernárdez:
Escribo convencionales, porque —separadamente— ninguna de las dimensiones existe: siempre se dan volúmenes, nunca superficies, líneas ni puntos. Aquí, para mayor generosidad en lo palabrero, se nos propone una aclaración de los tres convencionales órdenes de lo orgánico, planta-bestia-hombre, mediante los no menos convencionales órdenes del espacio: largor-anchura-profundidad (este último en el sentido traslaticio de tiempo). Frente a la incalculable y enigmática realidad, no creo que la mera simetría de dos de sus clasificaciones humanas baste para dilucidarla y sea otra cosa que un vacío halago aritmético. Sigue la notificación de Bernárdez:
"La vitalidad vegetal se define en su hambre de Sol. La vitalidad animal, en su apetito de espacio. Aquélla es estática. Ésta es dinámica. El estilo vital de las plantas, criaturas directas, es una pura quietud. El estilo vital de los animales, criaturas indirectas, es un libre movimiento.
"La diferencia sustantiva entre la vida vegetal y la vida animal reside en una noción. La noción de espacio. Mientras las plantas la ignoran, los animales la poseen. Las unas, afirma Korzybski, viven acopiando energía, y los otros, amontonando espacio. Sobre ambas existencias, estática y errática, la existencia humana divulga su originalidad superior. ¿En qué consiste esta suprema originalidad del hombre? En que, vecino al vegetal que acopia energía y al animal que amontona espacio, el hombre acapara tiempo".
Esta ensayada clasificación ternaria del mundo parece una divergencia o un préstamo de la clasificación cuaternaria de Rudolf Steiner. Este, más generoso de una unidad con el universo, arranca de la historia natural, no de la geometría, y ve en el hombre una suerte de catálogo o de resumen de la vida no humana. Hace corresponder la mera estadía inerte de los minerales con la del hombre muerto; la furtiva y silenciosa de las plantas con la del hombre que duerme; la solamente actual y olvidadiza de los animales con la del hombre que sueña. (Lo cierto, lo torpemente cierto, es que despedazamos los cadáveres eternos de los primeros y que aprovechamos el dormir de las otras para devorarlas o hasta para robarles alguna flor y que infamamos el soñar de los últimos a pesadilla. A un caballo le ocupamos el único minuto que tiene —minuto sin salida, minuto del grandor de una hormiga y que no se alarga en recuerdos o en esperanzas— y lo encerramos entre las varas de un carro y bajo el régimen criollo o Santa Federación del carrero). De esas tres jerarquías es, según Rudolf Steiner, el hombre, que además tiene el yo: vale decir, la memoria de lo pasado y la previsión de lo porvenir, vale decir, el tiempo. Como se ve, la atribución de únicos habitantes del tiempo concedida a los hombres, de únicos previsores e históricos, no es original de Korzybski. Su implicación —maravilladora también— de que los animales están en la pura actualidad o eternidad y fuera del tiempo, tampoco lo es. Steiner lo enseña; Schopenhauer lo postula continuamente en ese tratado, llamado con modestia capítulo, que está en el segundo volumen del Mundo como voluntad y representación, y que versa sobre la muerte. Mauthner (Woerterbuch der Philosophie, III, pág. 436) lo propone con ironía. "Parece", escribe, "que los animales no tienen sino oscuros pre sentimientos de la sucesión temporal y de la duración. En cambio el hombre, cuando es además un psicólogo de la nueva escuela, puede diferenciar en el tiempo dos impresiones que sólo estén separadas por 1/500 de segundo." Gaspar Martín, que ejerce la metafísica en Buenos Aires, declara esa intemporalidad de los animales y aun de los niños como una verdad consabida. Escribe así: La idea de tiempo falta en los animales y es en el hombre de adelantada cultura en quien primeramente aparece (El tiempo, 1924). Sea de Schopenhauer o de Mauthner o de la tradición teosófica o hasta de Korzybski, lo cierto es que esa visión de la sucesiva y ordenadora conciencia humana frente al momentáneo universo, es efectivamente grandiosa.
Prosigue el expositor: "El materialismo dijo al hombre: Hazte rico de espacio. Y el hombre olvidó su propia tarea. Su noble tarea de acumulador de tiempo. Quiero decir que el hombre se dio a la conquista de las cosas visibles. A la conquista de personas y de territorios. Así nació la falacia del progresismo. Y como una consecuencia brutal, nació la sombra del progresismo. Nació el imperialismo.
"Es preciso, pues, restituir a la vida humana su tercera dimensión. Es necesario profundizarla. Es menester encaminar a la humanidad hacia su destino racional y valedero. Que el hombre vuelva a capitalizar siglos en vez de capitalizar leguas. Que la vida humana sea más intensa en lugar de ser más extensa".
Declaro no entender lo anterior. Creo delusoria la oposición entre los dos conceptos incontrastables de espacio y de tiempo. Me consta que la genealogía de esa equivocación es ilustre y que entre sus mayores está el nombre magistral de Spinoza, que dio a su indiferente divinidad —Deus sive Natura— los atributos de pensamiento (vale decir, de tiempo sentido) y de extensión (vale decir, de espacio). Pienso que para un buen idealismo, el espacio no es sino una de las formas que integran la cargada fluencia del tiempo. Es uno de los episodios del tiempo y, contrariamente al consenso natural de los metafísicos, está situado en él, y no viceversa. Con otras palabras: la relación espacial —más arriba, izquierda, derecha— es una especificación como tantas otras, no una continuidad.
Por lo demás, acumular espacio no es lo contrario de acumular tiempo: es uno de los modos de realizar esa para nosotros única operación. Los ingleses, que por impulsión ocasional o genial del escribiente Clive o de Warren Hastings conquistaron la India, no acumularon solamente espacio, sino tiempo: es decir, experiencias, experiencias de noches, días, descampados, montes, ciudades, astucias, heroísmos, traiciones, dolores, destinos, muertes, pestes, fieras, felicidades, ritos, cosmogonías, dialectos, dioses, veneraciones.
Vuelvo a la consideración metafísica. El espacio es un incidente en el tiempo y no una forma universal de intuición, como impuso Kant. Hay enteras provincias del Ser que no lo requieren; las de la olfacción y audición. Spencer, en su punitivo examen de los razonamientos de los metafísicos (Principios de psicología, parte séptima, capítulo cuarto), ha razonado bien esa independencia y la fortifica así, a los muchos renglones, con esta reducción a lo absurdo: "Quien pensare que el olor y el sonido tienen por forma de intuición el espacio, fácilmente se convencerá de su error con sólo buscar el costado izquierdo o derecho de un sonido o con tratar de imaginarse un olor al revés".
Schopenhauer, con extravagancia menor y mayor pasión, había declarado ya esa verdad. "La música", escribe, "es una tan inmediata objetivación de la voluntad, como el universo" (obra citada, volumen primero, libro tercero, capítulo 52). Es postular que la música no precisa del mundo.
Quiero complementar esas dos imaginaciones ilustres con una mía, que es derivación y facilitación de ellas. Imaginemos que el entero género humano sólo se abasteciera de realidades mediante la audición y el olfato. Imaginemos anuladas así las percepciones oculares, táctiles y gustativas y el espacio que éstas definen. Imaginemos también —crecimiento lógico— una más afinada percepción de lo que registran los sentidos restantes. La humanidad —tan afantasmada a nuestro parecer por esta catástrofe— seguiría urdiendo su historia. La humanidad se olvidaría de que hubo espacio. La vida, dentro de su no gravosa ceguera y su incorporeidad, sería tan apasionada y precisa como la nuestra. De esa humanidad hipotética (no menos abundosa de voluntades, de ternuras, de imprevisiones) no diré que entraría en la cáscara de nuez proverbial: afirmo que estaría fuera y ausente de todo espacio.
1928
En Discusión (1932)
Imagen: En cover Obras Completas 1923-1973
Foto sin atribución de autor
Buenos Aires, Emecé, 1974
Impresionante
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