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26/5/16

Jorge Luis Borges: Realidad







La realidad es como esa imagen nuestra que surge en todos los espejos, simulacro que por nosotros existe, que con nosotros viene, gesticula y se va, pero en cuya busca basta ir, para dar siempre con él.

Inquisiciones, 1925


Una mujer deploró, en el atardecer, que no pudiéramos compartir nuestros sueños:
«Qué lindo soñar que uno recorre un laberinto en Egipto con tal persona, y aludir a ese sueño el día después, y que ella lo recuerde, y que se haya fijado en un hecho que nosotros no vimos, y que sirve, tal vez, para explicar una de las cosas del sueño, o para que resulte más raro.» Yo elogié ese deseo tan elegante, y hablamos de la competencia que harían esos sueños de dos actores, o acaso de dos mil, a la realidad. (Sólo más adelante recordé que ya existen los sueños compartidos, que son, precisamente, la realidad.)

«Reseñas. Die Unbekannte Grösse, de Hermann Broch», 1937


Porque la literatura no es menos real que lo que se llama realidad.

Borges & Sábato, 1976


Pero si todo es realidad. Es absurdo suponer que un subsecretario es más real que un sueño… Y además el subsecretario cesa tan rápidamente… Yo he dicho tantas veces que habría que saber si el Universo pertenece a la literatura realista o a la fantástica.

Ibídem






En Borges A/Z 
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges, 1988
Retrato de Borges en revista Siete Días
23 de abril de 1973
Portada del libro Borges A/Z
Colección La Biblioteca de Babel

1/5/16

Jorge Luis Borges: Pornografía









En el prefacio de Dorian Gray se niega que un libro pueda ser inmoral, pero en el texto se refiere que Dorian fue envenenado por un libro, como otros por un abanico o por una antorcha. (El apólogo entero, por lo demás, nada significa si no hay leyes morales). Para casi toda la gente, los conceptos de moralidad e inmoralidad se reducen a lo sexual; no se piensa que un libro es inmoral porque enseña crueldad (Hemingway) o vanidad (Baudelaire). Si no me engaño, existe una razón de orden psicológico para que la menos peligrosa de las buenas o malas literaturas sea la pornográfica. En el Adonis de Marino se describen cinco palacios consagrados al goce de los cinco sentidos, pero nuestra memoria es menos rica que los palacios del poeta y sólo es capaz de recrear percepciones auditivas y visuales, pero no el placer o el dolor, de los que apenas sobreviven las circunstancias. De ahí procede la ineficacia de los infiernos literarios, que prodigan vanamente lagos de fuego y montones de afilados cuchillos; de ahí también la de las escrituras eróticas. Su mejor instrumento es la sugestión; harto más vivido que el blanc couple nageur de Mallarmé es el But ye loveres, that bathen in gladnesse de Chaucer. 

«El caso Lolita», 1959





En Borges A/Z
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges, 1988
Véase también Pornografía y censura
Foto: Borges por Claudio López
Casa de América 
Portada del libro Borges A/Z
Colección La Biblioteca de Babel

26/4/16

Jorge Luis Borges: Literatura comprometida







Imposible mencionar el nombre de Kipling sin que irrestañablemente surja el pseudo-problema: ¿Debe o no el arte ser instrumento político? Uso el prefijo pseudo, pues quienes nos abruman (y se distraen) con esa atolondrada investigación, parecen olvidar que en el arte nada es tan secundario como los propósitos del autor. Imaginemos que hacia 1853 la sombría doctrina de Schopenhauer (no la dichosa de Emerson) hubiera movilizado a Walt Whitman. ¿Serían muy distintos sus cantos? No me parece. Los versículos bíblicos guardarían la amargura primaria; las enumeraciones demostrarían la horrible variedad del planeta; los americanismos y barbarismos no serían menos aptos para la queja que ahora para el júbilo. La obra, técnicamente, sería igual. He imaginado una inversión del propósito; en cualquier literatura hay libros ilustres cuyo propósito es imperceptible o dudoso. El Martín Fierro, para Miguel de Unamuno, es «el canto del luchador español que, después de haber plantado la cruz en Granada, se fue a América a servir de avanzada a la civilización y abrir el camino del desierto»; para Ricardo Rojas, es «el espíritu de la tierra natal», y también «una voz elemental de la naturaleza»; yo lo creí siempre la historia de un paisano decente que degenera en cuchillero de pulpería… Butler, que supo de memoria la Ilíada, y que la tradujo al inglés, creía que el autor era un humorista troyano; hay eruditos que no comparten esa opinión.

«Edward Shanks, Rudyard Kipling…», 1941


Tenía entendido que sólo había buena y mala literatura. Eso de literatura comprometida me suena lo mismo que equitación protestante.

El Día, 1970


Un escritor comprometido… es aquel que prefiere la política a la literatura.

Bryce Echenique, 1986








En Borges A/Z 
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges, 1988
Retrato de Borges en revista Siete Días, 1972
Portada del libro Borges A/Z
Col. La Biblioteca de Babel

7/4/16

Jorge Luis Borges: P'u Sung-Ling: El invitado tigre






Las Analectas del muy razonable Confucio aconsejan que debemos reverenciar a los seres espirituales, pero inmediatamente agregan que es mejor mantenerlos a distancia. Los mitos del taoísmo y del budismo han mitigado ese milenario dictamen; no habrá un país más supersticioso que el chino. Las vastas novelas realistas que ha producido —Sueño del Aposento Rojo, sobre el que volveremos— abundan en prodigios, precisamente porque son realistas y lo prodigioso no se juzga imposible, ni siquiera inverosímil. Las historias elegidas para este libro pertenecen en su mayoría al Liao-Chai de P'u Sung-Ling, cuyo apodo literario era el Ultimo Inmortal o Fuente de los Sauces. Datan del siglo XVII. Hemos seguido la versión inglesa de Herbert Allen Giles, publicada en 1880. De P'u Sung-Ling se sabe muy poco, salvo que fue aplazado en el examen del doctorado de letras hacia 1651. A ese afortunado fracaso debemos su entera dedicación al ejercicio de la literatura y, por consiguiente, la redacción del libro que lo haría famoso. En la China, el Liao-Chai ocupa el lugar que en el Occidente ocupa el libro de Las Mil y Una Noches.

A diferencia de Edgar Allan Poe y de Hoffmann, P'u Sung-Ling no se maravilla de las maravillas que refiere. Más lícito es pensar en Swift, no sólo por lo fantástico de la fábula, sino por el tono de informe, lacónico e impersonal, y por la intención satírica. Los infiernos de P'u Sung-Ling nos recuerdan a los de Quevedo; son administrativos y opacos. Sus tribunales, sus lictores, sus jueces, sus escribientes son no menos venales y burocráticos que sus prototipos terrestres de cualquier lugar y de cualquier siglo. El lector no debe olvidar que los chinos dado su carácter supersticioso, tienden a leer estos relatos como si leyeran hechos reales ya que para su imaginación, el orden superior es un espejo del inferior, según la expresión de los cabalistas.

En el primer momento, el texto corre el albur de parecer ingenuo; luego sentimos el evidente humor y la sátira y la poderosa imaginación que con elementos comunes -un estudiante prepara su examen, una merienda en una colina, un imprudente que se embriaga- trama, sin esfuerzo visible, un orbe tan inestable como el agua y tan cambiante y prodigioso como las nubes. El reino de los sueños o mejor aún, el de las galerías y laberintos de la pesadilla. Los muertos vuelven a la vida, el desconocido que nos visita no tarda en ser un tigre, la niña evidentemente adorable es una piel sobre un demonio de rostro verde. Una escalera se pierde en el firmamento; otra, se hunde en un pozo, que es habitación de verdugos, de magistrados infernales y de maestros.

A los relatos de P'u Sung-Ling hemos agregado dos no menos asombrosos que desesperados, que son una parte de la casi infinita novela Sueño del Aposento Rojo. Del autor o de los autores, poco se sabe con certidumbre, ya que en la China las ficciones y el drama son un género subalterno. Sueño del Aposento Rojo o Hung Lou Meng es la más ilustre y quizá la más populosa de las novelas chinas. Incluye cuatrocientos veintiún personajes, ciento ochenta y nueve mujeres y doscientos treinta y dos varones, cifras que no superan las novelas de Rusia y las sagas de Islandia, que, a primera vista, pueden anonadar al lector. Una traducción completa, que no ha sido intentada aún, exigiría tres mil páginas y un millón de palabras. Data del siglo XVIII y su autor más probable es Tsao-Hsueh-Chin. El sueño de Pao-Yu prefigura aquel capítulo de Lewis Carroll en que Alicia sueña con el Rey Rojo, que está soñándola, salvo que el episodio del Rey Rojo es una fantasía metafísica, y el de Pao-Yu está cargado de tristeza, de desamparo y de la íntima irrealidad de sí mismo. El espejo de viento-luna, cuyo título es una metáfora erótica, es acaso el único momento de la literatura en que se trata con melancolía y no sin cierta dignidad el goce solitario.

Nada hay más característico de un país que sus imaginaciones. En sus pocas páginas este libro deja entrever una de las culturas más antiguas del orbe y, a la vez, uno de los más insólitos acercamientos a la ficción fantástica.





Prólogos de la Biblioteca de Babel (1995)
Luego en Obra Crítica, "Literaturas antiguas" (2000)
Compilación y edición de Morphynoman

También en Libro de los libros. Literaturas antiguas


Retrato de Borges en 1983
Foto SIPA Press/Rex Features



31/3/16

Jorge Luis Borges: Fantasmas







La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Estos conmueven por su condición
de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser el último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso.

El Aleph, 1949


Creo que debemos pensar que todas las personas con las cuales hablamos son, digamos, fantasmas
efímeros, y debemos ser más buenos con ellos.

Borges para millones, 1978







En Borges A/Z 
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges, 1988
Retrato de Borges en 1963, revista Gente
Digitalización Mágicas Ruinas, 2013
Portada del libro Borges A/Z
Colección La Biblioteca de Babel

26/2/16

Jorge Luis Borges: Conciencia








Recordemos que Lichtenberg llamó al hombre das rastlose Ursachentier, la infatigable bestia causal. ¿Y si el principio de causalidad fuera un mito, y cada estado de conciencia —percepción, recuerdo o idea— no recelase nada, no tuviese escondrijos ni raigambres con los demás ni honda significación, y fuese únicamente lo que parece ser en absoluta y confidencial entereza?

A primera vista, esa conjetura se nos antoja imposible. Sin embargo, una fácil meditación nos convencerá de su validez y hasta de su certidumbre axiomática.

Elegid la clave filosófica que os parezca más eficaz y aplicadla al enlace de percepciones oculares que dan principio a esta encuesta. Lejos de iluminarlas o de confundirse con ellas, veréis que se mantiene incólume, aislada. Será un suceso más en vuestra conciencia, como podría serlo una intención o un sonido. No alterará en un punto la verdad de lo que antes fue o meditamos; será sencillamente otra realidad, abarcadora del momentáneo presente, pero inhábil para modificar los otros presentes que, apiñados por una sola palabra, llama pasado el actual. Estos permanecerán ajenos e inaccesibles a toda trabazón niveladora. El horror de la pesadilla que nos maltrata en la noche no amenguase en un ápice por la comprobación que al despertar hacemos de su «falsía».

Alguien acaso me echará en cara que ese argumento es una petición de principio, facilitada por una identificación arbitraria de los sucesos y las noticias que de ellos llegan a nosotros. Pero la verdad es que no podemos salir de nuestra conciencia, que todo acontece en ella como en un teatro único, que hasta hoy nada hemos experimentado fuera de sus confines, y que, por consiguiente, es una impensable y vana porfía esa de presuponer existencias allende sus linderos. Lo cual pueda quizá enunciarse así: no hay en la vida continuidades algunas. Ni el tiempo es un torrente donde se bañan todos los fenómenos, ni es el yo un tronco que ciñen con intorsión pertinaz las sensaciones e ideas. Un placer, por ejemplo, es un placer, y definirlo como la resultancia de una ecuación cuyos términos son el mundo externo y la estructura fisiológica del individuo, es una pedantería incomprensible y prolija.

El cielo azul, es cielo y es azul, contrariamente a lo que vacilaba Argensola. Mejor dicho: todo está y nada es.

«El cielo azul, es cielo y es azul», 1922







En Borges A/Z 
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges, 1988
Retrato de Borges por Ernesto Monteavaro
Portada del libro Borges A/Z
Col. La Biblioteca de Babel


4/2/16

Jorge Luis Borges: Rafael Cansinos Assens









Él había leído todas las bibliotecas de Europa. Recuerdo que dijo, en su estilo hiperbólico, que era capaz de saludar a las estrellas en diecisiete idiomas clásicos y modernos. No sé si realmente eran diecisiete, pero está bien la mención de las estrellas, que ya sugieren lo infinito. No sé si ustedes conocen toda la obra de Cansinos, yo no conozco nada, pero recuerdo quizá menos lo escrito que lo hablado por él, o lo sonreído por él (…). Además, quizá más importante que un libro es la imagen que este libro deja; quizá más importante que lo dicho por un hombre es la imagen que esos dichos o ese silencio dejan. Yo creo que Cansinos fue un gran maestro oral; bueno, también lo fueron Pitágoras, Jesús, el Buda, Sócrates. De la obra de él no sé qué perdurará, pero sé que su memoria personal perdura. Y además ese estilo psálmico, digamos, esas largas frases, siempre armoniosas, que no se perdían nunca. Yo he conocido a muchos hombres de talento, pero hombres de genio, no sé, hay dos que yo mencionaría: uno, un nombre quizá desconocido aquí, el pintor y místico argentino Alejandro Xul-Solar, y el otro, ciertamente, Rafael Cansinos Assens. Y quizá, pero sólo como maestro oral, Macedonio Fernández. Los demás eran meros hombres de talento.

«Coloquio», 1985










En Borges A/Z 
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges, 1988
Originales manuscritos y autógrafos
Epistolario Borges-Cansinos Assens
Fundación-Archivo Rafael Cansinos Assens 
Portada del libro Borges A/Z
Col. La Biblioteca de Babel

7/1/16

Jorge Luis Borges: Cita [texto bilingüe]









My memory is chiefly of books. In fact, I hardly remember my own life. I can give you no dates. I know that I have traveled in some seventeen or eighteen countries, but I can’t tell you the order of my travels. I can’t tell you how long I was in one place or another. The whole thing is a jumble of division, of images. So that it seems that we are falling back on books. That happens when people speak to me. I always fall back on books, on quotations. I remember that Emerson, one of my heroes, warned us against that. He said: «Let us take care. Life itself may become a long quotation.» 

Barnstone, 1982 



Mi memoria se compone, más que nada, de libros. En realidad, recuerdo con dificultad mi propia vida. No puedo darle fechas. Sé que he visitado diecisiete o dieciocho países, pero no podría decirle en qué orden. No sabría decirle cuánto tiempo estuve en un lugar o en otro. Todo es un revoltijo de divisiones, de imágenes. Una vez más, tendremos que recurrir a los libros. Siempre pasa lo mismo cuando se habla conmigo. Continuamente me remito a los libros, a las citas. Recuerdo que Emerson, uno de mis ídolos, nos previene contra esto. Decía: «Tengamos cuidado. La vida misma puede convertirse en una larga cita». 

[Traducción de Antonio Fernández Ferrer] 










En Borges A/Z 
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges, 1988
Ilustración: Infinito Borges
Por Alfredo Sabat, La Nación, 2006
Portada del libro Borges A/Z
Col. La Biblioteca de Babel

14/12/15

Jorge Luis Borges: Belleza








¿Los tranways de caballos y los compadritos que empezaban por un amejicanado chambergo gris y terminaban en botines de charol no solicitan acaso nuestra nostalgia? Hoy cantamos al gaucho; mañana plañiremos a los inmigrantes heroicos. Todo es hermoso; mejor dicho, todo suele ser hermoso, después. La belleza es más fatalidad que la muerte. 

El idioma de los argentinos, 1928 


Lo que cada uno puede conocer es muy poco, pero quizá a cada uno le sea dado lo esencial en distintas formas. Entonces, todas las sugerencias humanas son iguales o igualmente preciosas. Por ejemplo, yo no sé nada de literatura húngara, pero, sin duda, esa literatura tiene bellezas no inferiores a las literaturas que yo conozco. Sería muy raro que no existieran. Creo que a todo poeta le ha sido deparado escribir el mejor verso del mundo; a algunos muchos y a otros uno solo. Combinando palabras y soñando sería muy raro no haber dado alguna vez con el verso, que por un momento, sea único. La belleza no es un hecho raro, no es un hecho concedido a pocos hombres. Creo que la belleza nos acecha, y aquí vuelvo a recordar a Cansinos Asséns que formuló esta extraña plegaria a Dios: «¡Oh, Señor, que no haya tanta belleza!» ¡Estaba abrumado por la belleza! ¡Cómo se nota que era un verdadero poeta! ¡Una frase espléndida! 

«Coloquio», 1985








En Borges A/Z 
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges, 1988
Primeras Publicaciones:
«Coloquio», en Borges, J.L. y ot., Literatura fantástica, 1985
Foto de JLB en  'Borges: Cien Años'
Número Especial PROA, Julio/Agosto.1999
Portada del libro Borges A/Z
Col. La Biblioteca de Babel

28/11/15

Jorge Luis Borges: Cristo






Mi abuela decía —quizá gracias a sus comentarios empecé a interesarme en estos temas— que Cristo, si de veras cargaba con los pecados de todos los humanos, debe haber sido horrible, casi monstruoso. Y tal vez tenía razón. ¿Cómo un Dios que se hace hombre, que está a favor de los pobres de espíritu, de los humildes, de los desheredados de la tierra, va a autoconcebirse como un ser bello? Sería un acto injusto de Dios. Sería un acto racista de parte de Dios, imposible. Por eso, Cristo debe haber sido francamente feo y todas esas pinturas que nos lo muestran hermoso son pura tontería. Siempre he tenido una admiración muy especial por Cristo. Creo que es un pilar de la historia del mundo y que lo seguirá siendo, quizás inclusive más en el futuro.

Sin embargo, siento que hay algo que le sobra a Cristo. O que le falta, y que no lo hace todo lo simpático que fuera de desear. Por ejemplo, a mí me parece que Sócrates es más simpático. Y Buda también. En Cristo hay algo como de político que no acaba de convencer. Inclusive, por momentos me parece hasta demagógico. Por ejemplo, aquello de que los últimos serán los primeros. ¿Por qué? Es injusta esa aseveración. ¿Por qué? No lo entiendo. Y menos entiendo esa idea miserable de que los ricos no entrarán al Reino de los Cielos porque aquí, en la Tierra, ya recibieron su recompensa. Si el Reino de los Cielos es eterno, ¿cómo puede comparársele a unos cuantos años de supuesta felicidad aquí en la Tierra? Lo eterno no tiene derecho a competir con lo temporal. Es injusto lo de la condenación eterna. Yo no puedo creer en dolores que se prolonguen más allá de nuestra estancia en la Tierra, que ya es de por sí bastante doloroso. Pero no hablemos más de esto, por favor, alguien podría ofenderse. Los católicos son muy susceptibles. 


Solares, 1976 






En Borges A/Z 
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges, 1988
Primera publicación en el libro 
«Todo Borges y...» 
Entrevista con Ignacio Solares realizada en 1976
Edición especial de revista Gente, 27 de enero de 1977
Retrato de Jorge Luis Borges por Jorge Sclar 
Portada del libro Borges A/Z
Col. La Biblioteca de Babel



2/7/15

Jorge Luis Borges: Lluvia







El budismo niega el yo. Una de las ilusiones capitales es la del yo. El budismo concuerda así con Hume, con Schopenhauer y con nuestro Macedonio Fernández. No hay un sujeto, lo que hay es una serie de estados mentales. Si digo «yo pienso», estoy incurriendo en un error, porque supongo un sujeto constante y luego una obra de ese sujeto, que es el pensamiento. No es así. Habría que decir, apunta Hume, no «yo pienso», sino «se piensa», como se dice llueve. Al decir llueve, no pensamos que la lluvia ejerce una acción; no, está sucediendo algo. De igual modo, como se dice hace calor, hace frío, llueve, debemos decir: se piensa, se sufre, y evitar el sujeto.

JLB: Siete noches, 1980

Uno siente la lluvia y uno piensa: «Bueno, ésta es la lluvia de la infancia.»

Antonio Carrizo: Borges el memorioso, 1983





En Antonio Fernández Ferrer & Jorge Luis Borges: Borges A-Z (1988)
La Biblioteca de Babel, 33
Imagen: Monumento a Borges en la Biblioteca Nacional de Bs. As.
Foto Isaías Garde, abril 2014



6/6/15

Jorge Luis Borges: Yo (bilingüe)





Borges stands for all the things I hate. He stands for publicity, for being photographed, for having interviews, for politics, for opinions —all opinions are despicable I should say. He also stands for those two nonentities, those two imposters failure and success, or, as he called them where we can meet with triumph and disaster and treat those two imposters just the same. He deals in those things. While I, let us say (…), I stands not for the public man but for the private self, for reality, since these other things are unreal to me.
The real things are feeling, dreaming, writing —as to publishing, that belongs, I think, to Borges, not to the I. Those things should he avoided. Of course I know that the ego has been denied by many philosophers. For example, by David Flume, by Schopenhauer, by Moore, by Macedonio Fernández, by Frances Herbert Bradley. And yet I think we may think of it as a thing. And now it comes to me that I am being helped at this moment by no less a person than William Shakespeare.
Remember Sergeant Parolles. Sergeant Parolles was a miles gloriosus, a coward.
He was degraded. People found out that he wasn’t really a brave man. And then Shakespeare came to his aid, and Sergeant Parolles said: «Captain Fll be no longer, simply the thing I am shall make me live, the thing I am.»
And that of course reminds us of the great Words of God: «I am that I am». Ego sum qui sum. Well, you may think I stand simply for the thing I am, that intimate and secret thing. Perhaps one day I will find out who he is, rather than what he is.

Barnstone, 1982

Borges representa todas las cosas que odio. Representa la publicidad, las fotos, las entrevistas, la política, las opiniones —todas las opiniones son despreciables, diría yo. También representa esas dos naderías, esas dos imposturas, el fracaso y el éxito, o, como él dice, donde podemos encontrarnos con el triunfo o la derrota y tratar esas dos imposturas de la misma manera. Él se dedica a eso, mientras que yo, digamos, yo represento, no el hombre público, sino el ser particular, la realidad, pues esas otras cosas son irreales para mí. 
Lo real es sentir, soñar, escribir —lo de publicar, eso pertenece, creo, a Borges, no al yo. Habría que prescindir de eso. Por supuesto, sé que el ego ha sido negado por numerosos filósofos. Por ejemplo, por David Hume, por Schopenhauer, por Moore, por Macedonio Fernández, por Francés Herbert Bradley. Creo, sin embargo, que podemos considerarlo como una cosa. Y ahora se me ocurre que cuento con la ayuda en este momento nada menos que de alguien como William Shakespeare. 
Recordemos al sargento Parolles. El sargento Parolles es un miles gloriosus, un cobarde. 
Es degradado. Se descubre que no es en realidad un valiente. Y entonces Shakespeare acude en su defensa, y el sargento Parolles dice: «Ya no seré nunca más capitán, simplemente la cosa que soy me hará vivir, la cosa que soy.» 
Y eso, desde luego, nos recuerda las famosas palabras de Dios: «Yo soy el que soy». Ego sum qui sum. Pues bien, pensemos que represento simplemente la cosa que soy, esa íntima y secreta cosa. Quizá algún día descubriré quién es, mejor dicho qué es.

Traducción A. Fernández Ferrer



En Borges A/Z 
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges, 1988 
Cfr: Barnstone, Willis (ed.): Borges at eighty. Conversations
Bloomington, Indiana University Press, 1982
Foto: Willis Barnstone with Borges on an ordinary evening in Bs. As., 1975



26/4/15

Jorge Luis Borges: Nazismo








Yo abomino, precisamente, de Hitler porque no comparte mi fe en el pueblo alemán; porque juzga que para desquitarse de 1918, no hay otra pedagogía que la barbarie, ni mejor estímulo que los campos de concentración. Bernard Shaw, en ese punto, coincide con el melancólico Führer y piensa que sólo un incesante régimen de marchas, contramarchas y saludos a la bandera puede convertir a los plácidos alemanes en guerreros pasables…
Si yo tuviera el trágico honor de ser alemán, no me resignaría a sacrificar a la mera eficacia militar la inteligencia y la probidad de mi patria; si el de ser inglés o francés, agradecería la coincidencia perfecta de la causa particular de mi patria con la causa total de la humanidad.
Es posible que una derrota alemana sea la ruina de Alemania; es indiscutible que su victoria sería la ruina y el envilecimiento del orbe. No me refiero al imaginario peligro de una aventura colonial sudamericana; pienso en los imitadores autóctonos, en los Überinenschen caseros, que el inexorable azar nos depararía.
Espero que los años nos traerán la venturosa aniquilación de Adolf Hitler, hijo atroz de Versalles.

Ensayo de imparcialidad, 1939


Mentalmente, el nazismo no es otra cosa que la exacerbación de un prejuicio del que adolecen todos los hombres: la certidumbre de la superioridad de su patria, de su idioma, de su religión, de su sangre. Dilatada por la retórica, agravada por el fervor o disimulada por la ironía, esa convicción candorosa es uno de los temas tradicionales de la literatura. No menos candoroso que ese tema sería cualquier propósito de abolirlo. No hay, sin embargo, que olvidar que una secta perversa ha contaminado esas antiguas e inocentes ternuras y que frecuentarlas, ahora, es consentir (o proponer) una complicidad. Carezco de toda vocación de heroísmo, de toda facultad política, pero desde 1939 he procurado no escribir una línea que permita esa confusión. Mi vida de hombre es una imperdonable serie de mezquindades; yo quiero que mi vida de escritor sea un poco más digna.

El Gran Premio de Honor, 1945







En Borges A/Z 
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges, 1988
Primeras Publicaciones:
Ensayo de imparcialidad, en Sur, núm. 61, octubre, 1939
El Gran Premio de Honor, en Sur, núm. 129, julio, 1945
Foto Archivo Diario Clarín vía
Portada del libro Borges A/Z
Col. La Biblioteca de Babel






22/4/15

Jorge Luis Borges: Prólogo a "El espejo que huye" de Giovanni Papini







   No sin justificada timidez un mero argentino, un vástago remoto de Roma, se atreve a prologar un libro de Gian Falco —bajo ese nombre lo conocí— para lectores italianos. Yo tendría once o doce años cuando leí, en un barrio suburbano de Buenos Aires, “Lo trágico cotidiano” y “El piloto ciego”, en una mala traducción española. A esa edad se goza con la lectura, se goza y no se juzga. Stevenson y Salgari, Eduardo Gutiérrez y Las mil y una noches son formas de felicidad, no objetos de juicio. No se piensa siquiera en comparar; nos basta con el goce. Leí a Papini y lo olvidé. Sin sospecharlo, obré del modo más sagaz; el olvido bien puede ser una forma profunda de la memoria. Sea lo que fuere, quiero referir una experiencia personal. Ahora, al releer aquellas páginas tan remotas, descubro en ellas, agradecido y atónito, fábulas que he creído inventar y que he reelaborado a mi modo en otros puntos del espacio y del tiempo. Más importante aún ha sido descubrir el idéntico ambiente de mis ficciones. Años después, abordé sin mayor fortuna la Historia de Cristo, Gog y el libro sobre Dante, volúmenes compuestos, cabe sospechar, para ser bestsellers.
   A semejanza de Poe, que sin duda fue uno de sus maestros, Giovanni Papini no quiere que sus relatos fantásticos parezcan reales. Desde el principio el lector siente la irrealidad del ámbito de cada uno. He mencionado a Poe; podríamos agregar que esa tradición es la de los románticos alemanes y la de Las mil y una noches. Esa convicción de irrealidad corresponde asimismo a lo que sabemos de su destino, al que siempre acechó la pesadilla, que inexorablemente lo cercó en los años finales.    
   Despojado de casi todos los sentidos por un extraño mal, dictó sus últimas Schegge a su nieta Ana Paszkowski cuando ya sólo la razón le quedaba.
  “Due immagini in una vasca” renueva la leyenda del doble, que para los hebreos significaba el encuentro con Dios y para los escoceses la cercanía de la muerte. Ninguno de estos caminos es el que Papini siguió; prefirió vincularlo a lo constante y a lo mutable del yo de Heráclito. La presencia del agua muerta y el antiguo y abandonado jardín cubierto de hojas secas crean un tercer personaje, que gravita sobre los otros dos, que siendo dos son uno.
  “Storia completamente assurda” es desleal a su título; un hombre que asombrosamente recupera todo lo que debemos olvidar para seguir viviendo correría lo suerte de su héroe.
  “Una morte mentale” expone un método personal de suicidio; no es difícil adivinar que este dramático relato es la apenas vedada confidencia de un plan que el escritor pudo haber acariciado en etapas de abatimiento y soledad.
  “L’ultima visita del Gentiluomo Malato” presenta de un modo íntimo, nuevo y triste la secular sospecha de que el mundo —y en el mundo, nosotros— no es otra cosa que los sueños de un soñador secreto.
  “Non voglio più essere quello che sono” es la expresión perfecta de un anhelo que han sentido todos los hombres y que nadie, que yo sepa, había escrito.
  “Chi sei?” refiere el descubrimiento atroz de que no somos nadie, fuera de nuestras circunstancias y de la certidumbre ilusoria que nos dan los otros, que también son nadie.
  Otro descubrimiento, el de ese anónimo y genérico ser que es el hombre común nos espera en “Il mendicante di anime”.
  “Il suicida sostituto” narra el inútil sacrificio de un hombre, que a los treinta y tres años, voluntariamente, muere por otro; el relato deja presentir la aún lejana Historia de Cristo.
  Dos ideas se unen en “Lo specchio che fugge”: la del tiempo que se detiene y la de nuestra vida pensada como una insatisfecha e infinita serie de vísperas.
  “Il giorno non restituito” es otro juego con el tiempo, un juego nostálgico y angustioso, como todos los de Papini. Podríamos reprochar a Papini el hecho de que sus personajes no viven fuera de la ficción que sucesivamente animan. Esto es otra manera de decir que nuestro escritor fue incurablemente un poeta y que sus héroes, bajo múltiples nombres, son proyecciones de su yo.
   Sospecho que Papini ha sido inmerecidamente olvidado. Los cuentos de este libro proceden de una fecha en que el hombre se reclinaba en su melancolía y en sus crepúsculos, pero la melancolía y los crepúsculos no han cesado aunque ahora el arte los vista con disfraces distintos.






En Prólogos de la Biblioteca de Babel (1997)
Foto: Borges firmando ejemplares de El Espejo que huye 
Archivo Diario Clarín
En Revista Ñ 14-6-2011
Portada de El espejo que huye
Col. La Biblioteca de Babel 


28/3/15

Jorge Luis Borges prologa "Las mil y una noches" según Antoine Galland y según Richard Burton




Según Antoine Galland



















Descubrir cada tanto tiempo el Oriente es una de las tradiciones de Europa: Heródoto, la Sagrada Escritura, Marco Polo y Kipling son los nombres que acuden en primer término. El más deslumbrante de todos esos es El Libro de las Mil y Una Noches. En él parece estar cifrado el concepto de Oriente. Esa extraña palabra que abarca tantas y tan desiguales regiones, desde Marruecos hasta las islas del Japón. Definirla es difícil, porque definir es diluir en otras palabras y la palabra Oriente y la palabra Mil y Una Noches ya nos colman de magia. El hábito suele contraponer los conceptos de calidad y de cantidad. De un libro decimos que es largo como si ello fuera un pecado, pero en algunos la extensión es una calidad, una calidad esencial. Uno de tales libros y no el menos ilustre es el Furioso; otro, el Quijote; otro, Las Mil y Una Noches o, como quiere el capitán Burton, el Libro de las Mil Noches y Una Noche. No se trata, por cierto, de leerlo íntegro; los árabes afirman que esa empresa nos llevaría a la muerte. Quiero decir que el goce que nos depara la lectura de una pieza cualquiera procede, en algún modo, de la conciencia de estar frente a un río que es inagotable. El título original enumeraba mil noches. El supersticioso temor de las cifras pares indujo a los compiladores a agregar una y esa una basta para sugerir lo infinito.
El Indostán atribuye sus vastas epopeyas a un dios, a un hombre legendario, a un personaje de la misma obra o al tiempo; en la edificación de Las Mil y Una Noches han colaborado los siglos y los reinos. Se conjetura que el núcleo primitivo de la serie proviene precisamente del Indostán, que del Indostán pasó a Persia, de Persia a Arabia y de Arabia a Egipto, creciendo y multiplicándose. La redacción definitiva correspondería al siglo XIV y a Egipto. Para justificar el título tenían que ser exactamente mil y una; esta necesidad hizo que los copistas intercalaran en la obra textos fortuitos. Así, en una de sus noches, Schahrasad refiere la historia de Schahrasad, sin sospechar que se trata de sí misma; si hubiera persistido en tal distracción habríamos alcanzado el vértigo y la felicidad de un libro infinito. A primera vista, Las Mil y Una Noches sugieren un ejercicio ilimitado de la fantasía; sin embargo, a poco de explorar este laberinto descubrimos, como en el caso de otros, que no es un mero caos irresponsable, una orgía de la imaginación. El sueño tiene sus leyes. Abunda en ciertas simetrías: la repetición del número tres, las mutilaciones, las metamorfosis de cuerpos humanos en animales, la hermosura de las princesas, la pompa de los reyes, los talismanes mágicos, los genios todopoderosos que son esclavos del capricho de un hombre. Estos repetidos dibujos forman la trama y constituyen el estilo personal de esta gran obra colectiva, impersonal por excelencia.
Podemos afirmar sin hipérbole que hay dos tiempos. Uno es el tiempo histórico, en el que se trama nuestro destino; el otro, el tiempo de Las Mil y Una Noches. Pese a los infortunios y a los azares, a las metamorfosis y a los demonios, el caudaloso tiempo de Schahrasad nos deja un sabor que no es menos raro en los libros que en la vida. El sabor de la dicha. Abunda en fábulas y apólogos, pero su moraleja no es lo que importa; abunda en crueldades y en erotismos, pero en ellas hay la inocencia de formas inconclusas en un espejo.
En este volumen se incluye una sola pieza famosa, la historia de Aladino y la lámpara que De Quincey juzgaba la mejor y que no figura en los textos originales. Se trata acaso de una feliz invención de Galland, el orientalista francés que reveló, a principios del siglo XVIII, Las Mil y Una Noches al Occidente. Aceptada esta conjetura, Galland sería el último eslabón de una larga dinastía de narradores.
Al compilar este volumen me ha acompañado la esperanza de que no sacie la curiosidad del lector y lo invite al goce de perderse en la querida y dilatada región de la obra original.



Según Richard Francis Burton



Richard Francis Burton por Frederick Leighton (1821-1890)
National Portrait GalleryLondres

En Trieste, en 1872, en un palacio con estatuas húmedas y obras de salubridad deficientes, un caballero con la cara historiada por una cicatriz africana -el capitán Richard Francis Burton, cónsul inglés- emprendió una famosa traducción del Quitab aliflaila ua laila, libro que también los rumies llaman de las 1001 Noches. Uno de los secretos fines de su trabajo era la aniquilación de otro caballero (también de barba tenebrosa de moro, también curtido) que estaba compilando en Inglaterra un vasto diccionario y que murió mucho antes de ser aniquilado por Burton. Ése era Eduardo Lañe, el orientalista, autor de una versión harto escrupulosa de las 1001 Noches, que había suplantado a otra de Galland.
En algún lugar de su obra, Rafael Cansinos-Asséns jura que puede saludar las estrellas en catorce idiomas clásicos y modernos. Burton soñaba en diecisiete idiomas y cuenta que dominó treinta y cinco: semitas, dravidios, indoeuropeos, etiópicos. Ese caudal no agota su definición: es un rasgo que concuerda con los demás, igualmente excesivos. Nadie menos expuesto a la repetida burla de Hudibras contra los doctores capaces de no decir absolutamente nada en varios idiomas: Burton era hombre que tenía muchísimo que decir, y los setenta y dos volúmenes de su obra siguen diciéndolo. Destaco algunos títulos al azar: Goa y las Montañas Azules, 1851; Sistema de ejercicios de bayoneta, 1853; Relato personal de una peregrinación a Medina, 1855; Las regiones lacustres del África Ecuatorial, 1860; La Ciudad de los Santos, 1861; Exploración de las mesetas del Brasil, 1869; Sobre un hermafrodita de las islas del Cabo Verde, 1869: Cartas desde los campos de batalla del Paraguay, 1870; Última Thule o un verano en Islandia, 1875; A la Costa de Oro en pos de oro, 1883; El Libro de la Espada (primer volumen), 1884; El jardín fragante de Nafzauí, obra póstuma entregada al fuego por Lady Burton, así como una Recopilación de epigramas inspirados por Príapo. El escritor se deja traslucir en ese catálogo: el capitán inglés que tenía la pasión de la geografía y de las innumerables maneras de ser un nombre, que conocen los hombres. No difamaré su memoria, comparándolo con Morand, caballero bilingüe y sedentario que sube y baja infinitamente en los ascensores de un idéntico hotel internacional y que venera el espectáculo de un baúl... Burton, disfrazado de afghán, había peregrinado a las ciudades santas de Arabia: su voz había pedido al Señor que negara sus huesos y su piel, su dolorosa carne y su sangre, al Fuego de la Ira y de la Justicia; su boca, resecada por el samún, había dejado un beso en el aerolito que se adora en el Caaba. Esa aventura es célebre: el posible rumor de que un incircunciso, un nazraní, estaba profanando el santuario, hubiera determinado su muerte. Antes, en hábito de derviche, había ejercido la medicina en El Cairo -no sin variarla con la prestidigitación y la magia, para obtener la confianza de los enfermos. Hacia 1858, había comandado una expedición a las secretas fuentes del Nilo: cargo que lo llevó a descubrir el lago Tanganika. En esa empresa lo agredió una alta fiebre; en 1855 los somalíes le atravesaron los carrillos con una lanza. (Burton venía de Harrar, que era ciudad vedada a los europeos, en el interior de Abisinia.) Nueve años más tarde, ensayó la terrible hospitalidad de los ceremoniosos caníbales del Dahomé; a su regreso no faltaron rumores (acaso propalados, y ciertamente fomentados, por él) de que había «comido extrañas carnes». Los judíos, la democracia, el Ministerio de Relaciones Exteriores y el cristianismo, eran sus odios preferidos: Lord Byron y el Islam, sus veneraciones. Del solitario oficio de escribir había hecho algo valeroso y plural: lo acometía desde el alba, en un vasto salón multiplicado por once mesas, cada una de ellas con el material para un libro -y alguna con un claro jazmín en un vaso de agua. Inspiró ilustres amistades y amores: de las primeras básteme nombrar la de Swinburne, que le dedicó la segunda serie de Poems and Ballads -in recognition of a friendship which I must always count among the bighest honours of my Ufe- y que deploró su deceso en muchas estrofas. Hombre de palabra y hazañas, bien pudo Burton asumir el alarde del Diván de Almotanabí:

El caballo, el desierto, la noche me conocen.
El huésped y la espada, el papel y la pluma.

Se advertirá que desde el antropófago amateur hasta el polígloto durmiente, no he rechazado aquellos caracteres de Richard Burton que sin disminución de fervor podemos apodar legendarios. La razón es clara: el Burton de la leyenda de Burton, es el traductor de las Noches. Yo he sospechado alguna vez que la distinción radical entre la poesía y la prosa está en la muy diversa expectativa de quien las lee: la primera presupone una intensidad que no se tolera en la última. Algo parecido acontece con la obra de Burton: tiene un prestigio previo con el que no ha logrado competir ningún arabista. Las atracciones de lo prohibido le corresponden. Se trata de una sola edición, limitada a mil ejemplares para mil suscriptores del Burton Club, y que hay el compromiso judicial de no repetir. (La reedición de Leonard C. Smithers «omite determinados pasajes de un gusto pésimo, cuya eliminación no será lamentada por nadie»; la selección representativa de Bennett Cerf -que simula ser integral- procede de aquel texto purificado.) Aventuro la hipérbole: recorrer Las Mil y Una Noches en la traslación de Sir Richard no es menos increíble que recorrerlas «vertidas literalmente del árabe y comentadas» por Simbad el Marino. Los problemas que Burton resolvió son innumerables, pero una conveniente ficción puede reducirlos a tres: justificar y dilatar su reputación de arabista; diferir ostensiblemente de Lañe; interesar a caballeros británicos del siglo diecinueve con la versión escrita de cuentos musulmanes y orales del siglo trece. El primero de esos propósitos era tal vez incompatible con el tercero; el segundo lo indujo a una grave falta, que paso a declarar. Centenares de dísticos y canciones figuran en las Noches; Lañe (incapaz de mentir salvo en lo referente a la carne) los había trasladado con precisión, en una prosa cómoda. Burton era poeta: en 1880 había hecho imprimir las Casidas, una rapsodia evolucionista que Lady Burton siempre juzgó muy superior a las Rubaiyát de Fitz Gerald... La solución «prosaica» del rival no dejó de indignarlo, y optó por un traslado en versos ingleses -procedimiento de antemano infeliz, ya que contravenía a su propia norma de total literalidad. El oído, por lo demás, quedó casi tan agraviado como la lógica.
He mencionado la diferencia fundamental entre el primitivo auditorio de los relatos y el club de suscriptores de Burton. Aquéllos eran picaros, noveleros, analfabetos, infinitamente suspicaces de lo presente y crédulos de la maravilla remota; éstos eran señores del West End, aptos para el desdén y la erudición y no para el espanto o la risotada. Aquéllos apreciaban que la ballena muriera al escuchar el grito del hombre; éstos, que hubiera hombres que dieran crédito a una capacidad moral de ese grito. Los prodigios del texto -sin duda suficientes en el Kordofán o en Bulak, donde los proponían como verdades- corrían el albur de parecer muy pobres en Inglaterra. (Nadie requiere de la verdad que sea verosímil o inmediatamente ingeniosa; pocos lectores de la Vida y Correspondencia de Carlos Marx reclaman indignados la simetría de las Contrerimes de Toulet o la severa precisión de un acróstico.) Para que los suscriptores no se le fueran, Burton abundó en notas explicativas «de las costumbres de los hombres islámicos». Cabe afirmar que Lañe había preocupado el terreno. Indumentaria, régimen cotidiano, prácticas religiosas, arquitectura, referencias históricas o alcoránicas, juegos, artes, mitología -eso ya estaba elucidado en los tres volúmenes del incómodo precursor. Faltaba, previsiblemente, la erótica. Burton (cuyo primer ensayo estilístico había sido un informe harto personal sobre los prostíbulos de Bengala) era desaforadamente capaz de tal adición. De las delectaciones amorosas en que paró, es buen ejemplo cierta nota arbitraria del tomo séptimo, graciosamente titulada en el índice capotes mélancoliques. La Edinburgh Review lo acusó de escribir para el albañal; la Enciclopedia Británica resolvió que una traslación integral era inadmisible y que la de Edward Lañe «seguía insuperada para un empleo realmente serio». No nos indigne demasiado esa oscura teoría de la superioridad científica y documental de la expurgación: Burton cortejaba esas cóleras. Por lo demás, las muy poco variadas variaciones del amor físico no agotan la atención de su comentario. Éste es enciclopédico y montonero, y su interés está en razón inversa de su necesidad. Así el volumen 6 (que tengo a la vista) incluye unas trescientas notas, de las que cabe destacar las siguientes: una condenación de las cárceles y una defensa de los castigos corporales y de las multas; unos ejemplos del respeto islámico por el pan; una leyenda sobre la capilaridad de las piernas de la reina Belkís; una declaración de los cuatro colores emblemáticos de la muerte; una teoría y práctica oriental de la ingratitud; el informe de que el pelaje overo es el que prefieren los ángeles, así como los genios del doradillo; un resumen de la mitología de la secreta Noche del Poder o Noche de las Noches; una denuncia de la superficialidad de Andrew Lang; una diatriba contra el régimen democrático; un censo de los nombres de Mohámed, en la Tierra, en el Fuego y en el Jardín; una mención del pueblo amalecita, de largos años y de larga estatura; una noticia de las partes pudendas del musulmán, que en el varón abarcan del ombligo hasta la rodilla, y en la mujer de pies a cabeza; una ponderación del asa'o del gaucho argentino; un aviso de las molestias de la «equitación» cuando también la cabalgadura es humana; un grandioso proyecto de encastar monos cinocéfalos con mujeres y derivar así una subraza de buenos proletarios. A los cincuenta años, el hombre ha acumulado ternuras, ironías, obscenidades y copiosas anécdotas; Burton las descargó en sus notas.
Queda el problema fundamental. ¿Cómo divertir a los caballeros del siglo diecinueve con las novelas por entregas del siglo trece? Es harto conocida la pobreza estilística de las Noches. Burton, alguna vez, habla del «tono seco y comercial» de los prosistas árabes, en contraposición al exceso retórico de los persas; Littmann, el novísimo traductor, se acusa de haber interpolado palabras como preguntó, pidió contestó, en cinco mil páginas que ignoran otra fórmula que dijo -invocada invariablemente. Burton prodiga con amor las sustituciones de ese orden. Su vocabulario no es menos dispar que sus notas. El arcaísmo convive con el argot, la jerga carcelaria o marinera con el término técnico. No se abochorna de la gloriosa hibridación del inglés: ni el repertorio escandinavo de Morris ni el latino de Johnson tienen su beneplácito, sino el contacto y la repercusión de los dos. El neologismo y los extranjerismos abundan: castrato, inconséquence, hauteur, in gloria, bagnio, langue fourée, pundonor, vendetta, Wazir. Cada una de esas palabras debe ser justa, pero su intercalación importa un falseo. Un buen falseo, ya que esas travesuras verbales -y otras sintácticas- distraen el curso a veces abrumador de las Noches. Burton las administra: al comienzo traduce gravemente Sulayman, Son of David (on the twain he peacel); luego -cuando nos es familiar esa majestad- lo rebaja a Salomón Davidson. Hace de un rey que para los demás traductores es «rey de Samarcanda en Persia», a King of Samarcand in Barbarianland; de un comprador que para los demás es «colérico», a man of wrath. Ello no es todo: Burton reescribe íntegramente -con adición de pormenores circunstanciales y rasgos fisiológicos- la historia liminar y el final.


El sultán conmuta la pena de Scherezade
para
Las 1001 nochesde Arthur Boyd Houghton (1836-1875)



En Prólogos de la Biblioteca de Babel (1997)



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