17/12/18

Carlos Gamerro: Borges lector





Sería temerario afirmar que Jorge Luis Borges fue el escritor más importante o influyente del siglo XX, tendría que vérselas, para empezar, con la secularísima trinidad de Kafka, Joyce y Proust; en todo caso puede decirse, sin temor a exagerar, que fue el más activo e influyente de sus lectores. Borges tenía y tiene la rara capacidad de contagiarnos sus lecturas: su biblioteca personal, convertida en Biblioteca personal, se ha vuelto la de todos, ¿y de cuántos autores puede decirse lo mismo? Los argentinos nos referimos con la mayor familiaridad a autores como Swedenborg, Blake y Chesterton, autores que, de no ser por Borges, difícilmente leeríamos; y a los que leeríamos de todos modos, como Cervantes, Stevenson y Dante, los leemos con sus ojos. Paralelamente, el resto del mundo lee a José Hernández, Leopoldo Lugones, Macedonio Fernández o Evaristo Carriego, sólo porque Borges lo hizo.

Toda lectura activa modifica el libro leído, y ningún texto lo explica mejor que “Pierre Menard, autor del Quijote”, cuento en el cual Borges coteja dos versiones del Quijote, una escrita por Cervantes, otra por el francés Menard a principios del siglo XX: las dos son verbalmente idénticas, pero se entienden, viven, interpretan, sienten (es decir, leen) de maneras radicalmente diferentes. “Una literatura difiere de otra, ulterior o anterior, menos por el texto que por la manera de ser leída; si me fuera otorgado leer cualquier página actual –ésta por ejemplo– como la leerán en el año dos mil, yo sabría cómo será la literatura en el año dos mil”, dice Borges en “Nota sobre (hacia) Bernard Shaw”.

La lectura, al menos como la practicamos en la actualidad, suele ser un acto íntimo, solitario. No siempre fue así: la literatura fue en un principio oral, un hecho colectivo, los textos se leían en voz alta, para muchos; incluso la lectura solitaria era, originalmente, realizada en voz alta. Borges, fascinado por lo que sin duda era (más, si le creemos, que la escritura) el hecho capital de su vida, descubre en las Confesiones de San Agustín el momento en que se “inventó” la lectura silenciosa: “Cuando Ambrosio leía, pasaba la vista por las páginas penetrando su alma, en el sentido, sin proferir una sola palabra ni mover la lengua”, (citado por Borges en “Del culto de los libros”).

¿Cómo, entonces, se vuelve este acto solitario y tal vez egoísta, un hecho comunitario? ¿Cómo se transmiten a otros nuestras lecturas? En el caso de Borges, de múltiples maneras: en las conversaciones cotidianas (que recoge ese archivo de lecturas que es el Borges de Bioy Casares); en las clases (rescatadas, algunas, en el libro Borges profesor, editado por Martín Arias y Martín Hadis); en los numerosos ensayos, artículos y prólogos que escribió y, fundamentalmente, en los cuentos y poemas en los que reescribe sus lecturas.

Borges, libros y lecturas, el catálogo de los casi mil volúmenes que Borges donó (por acción u omisión) a la Biblioteca Nacional a lo largo de los dieciocho años que fue su director, agrega una nueva vía de transmisión, que tiene el agrado intenso (y miliunanochesco, para pedirle prestado a Rubén Darío un adjetivo que Borges habría execrado seguramente) que dan los descubrimientos de tesoros secretos: casi mil volúmenes que estuvieron ocultos durante treinta años, y que podrían haberse perdido. Constituye, además, el testimonio más íntimo de sus lecturas, pues todos los antes mencionados correspondían a las formas de la comunicación interpersonal; estas notas registran las lecturas que Borges se decía a sí mismo (esto, en rigor, hasta una fecha que, gracias a este catálogo, podemos precisar: 1954. A partir de ese año Borges ya es incapaz de leer lo que escribe, y las notas manuscritas son siempre de puño y letra de su madre, Leonor Acevedo).

El trabajo de los editores Laura Rosato y Germán Álvarez no se limita a enumerar los libros y transcribir las notas de Borges, junto con aquellos párrafos del libro que Borges había marcado como relevantes; también rastrean la obra de Borges en busca de los ecos de dichas lecturas, transcribiendo los textos relevantes y elaborando hipótesis siempre sólidas y pertinentes sobre la relación entre la obra de Borges y esas lecturas. Su trabajo, entonces, excede por mucho el del mero rigor bibliográfico para adentrarse con éxito en el de la ensayística erudita. Otro de los muchos agrados que este catálogo nos depara es enterarnos de que, a diferencia de la mayoría de nosotros, Borges no subrayaba, ni anotaba en los márgenes: hacía listas prolijas de los pasajes que le interesaban en la guarda anterior o posterior del libro. Señal, quizás, de la especial veneración que el texto impreso le inspiraba, veneración que no siempre se extendía al objeto-libro, que dejaba por ahí una vez que había dejado de servirle: y es gracias a estos libros “olvidados” que esta colección existe. Sorprende enterarse, también, de que el autor de “La biblioteca de Babel” no seguía, para el ordenamiento de sus propios libros, un patrón acumulativo: su biblioteca personal era sometida a periódicos escrutinios, por lo cual estaba compuesta únicamente de libros vivos; según sus amigos, nunca albergó más de mil quinientos ejemplares.

Como registro y testimonio de lecturas, este catálogo es un documento más fidedigno que el Borges de Bioy Casares, por una razón muy simple: tiene valor probatorio. Las recogidas por Bioy son versiones de oídas, y serían inaceptables en cualquier proceso legal (recordemos, con Piglia, que todo crítico es un detective en potencia). Las anotaciones de Borges son pruebas, si se quiere, más formidables incluso que sus textos publicados: están escritas de su puño y letra.

En su libro La angustia de la influencia el crítico estadounidense Harold Bloom explica la dinámica de la evolución literaria en términos de lecturas y reescrituras: tomando los poemas homéricos como originarios (no porque antes de ellos no hubiera nada, sino porque se perdió lo que había) podemos ver en la Eneida de Virgilio una lectura-escritura de la Ilíada y la Odisea, y en la Divina comedia de Dante, una lectura de la Eneida (Dante explicita este parentesco haciendo del personaje de Virgilio su guía). Cada escritor nuevo, propone Bloom, se ve apabullado por la potencia del precursor y querría, como Pierre Menard, escribir aquel texto: pero el precursor ha llegado antes. Entonces, lo que hace es traducirlo, es decir, traicionarlo reescribiéndolo en una nueva lengua, un nuevo contexto, una nueva cultura. En su posterior e influyente El canon occidental, Bloom completa la idea: el canon se renueva constantemente, es un barco en el que navegan los textos hacia el futuro (teniendo, como meta inalcanzable, la inmortalidad), y el tamaño del barco está determinado por los libros que una persona puede leer en el curso de su vida (en una época de constantes aceleraciones, es bueno recordar, como lo hace Ricardo Piglia en El último lector, que si hoy los libros pueden conseguirse en segundos, la velocidad de lectura no ha variado desde los tiempos de Homero a nuestros días). Y aquí es cuando toca hacer la pregunta del millón: ¿quiénes deciden qué libros quedan en el barco y cuáles serán arrojados por la borda? ¿Los críticos, los profesores, los periodistas culturales, los lectores con su boca a boca, los números de ventas? Nada de eso, aclara Bloom: serán los escritores del futuro quienes lo determinen, pero no con sus opiniones, no contestando encuestas, sino en la escritura misma. Ellos otorgarán, en cada generación, la vida o la muerte de los textos escritos antes de su tiempo. Borges, en ese sentido, ha sido activo, ya no en el rescate sino en la resucitación de libros que parecían no albergar más que (en el decir del Stephen Dedalus de Ulises): “ideas en ataúdes, embalsamadas en la especia de las palabras”. El canon de Borges, como el de su biblioteca personal, nunca hace museo: hace caso omiso de la importancia histórica, y apuesta únicamente a la vida presente del libro.

La manera en que Borges lee la tradición occidental es, además, profundamente política. Me explico: es sabido que las culturas centrales nos leen, pero no les simpatiza que las leamos. Si un académico estadounidense publica un libro sobre Borges, o sobre Perón para el caso, tanto él como nosotros consideramos la cosa más natural del mundo que nosotros inmediatamente lo hagamos traducir, lo publiquemos y lo leamos. Ahora, imaginemos el caso paralelo de un argentino que escriba un libro sobre Melville, o Lincoln para el caso: ¿cuántas editoriales, universidades y lectores estadounidenses se lanzarán sobre ellos con equivalente brío? En una reciente visita a la Universidad de Cambridge noté que los profesores me rodeaban con interés cuando me ponía a hablar de Cortázar, Borges o Evita; ahora, si pasaba a Joyce o Shakespeare (dos temas de mi especialidad, aclaro) a los pocos minutos me encontraba hablándole a las paredes. Único entre los escritores latinoamericanos, Borges fue capaz de imponerle a los países centrales su lectura de sus propios clásicos: ni los españoles pueden leer a Cervantes, ni los italianos a Dante, ni los ingleses a la antigua literatura anglosajona, ignorando la manera en que las modificó para siempre este ratón de biblioteca arrabalero. Borges realiza, además, una lectura sudamericana de estos clásicos: nunca más evidente que en su recreación, en español, de la antigua literatura anglosajona, que revitaliza leyéndola a partir de su previa recreación del mundo igualmente bárbaro y guerrero de sus orilleros y gauchos. Al hacerlo, el hombre que pudo definir al mar como “la pampa de los ingleses” invierte la lógica colonial de lectura, le da un giro (en el plano simbólico, claro, pero de eso se trata) a la relación centro-periferia. Cuando se tiene en cuenta esto resultan todavía más retrógradas (además de injustas) las hoy misericordiosamente perimidas acusaciones a Borges de europeísta, cipayo o extranjerizante (si a alguien extranjeriza, es a ellos, y recordemos, dicho sea de paso, que fueron los cipayos quienes encabezaron una de la rebeliones más violentas contra el domino colonial británico).

Borges, libros y lecturas ofrece respuestas parciales, para casi quinientos títulos (otro catálogo promete albergar a los quinientos que faltan), a la pregunta que muchos nos habremos hecho: ¿cómo hubiera leído Borges este libro? Respuestas siempre bienvenidas, porque si pudiéramos leer cualquier página de la literatura como la leyó Borges, entenderíamos, con sólo eso, la literatura de Borges.



Buenos Aires, AAVV, Biblioteca Nacional, 2011



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