En el octavo libro de la Odisea se lee que los dioses tejen desdichas para que a las futuras generaciones no les falte algo que cantar; la declaración de Mallarmé: El mundo existe para llegar a un libro, parece repetir, unos treinta siglos después, el mismo concepto de una justificación estética de los males. Las dos teleologías, sin embargo, no coinciden íntegramente; la del griego corresponde a la época de la palabra oral, y la del francés, a una época de la palabra escrita. En una se habla de cantar y en otra de libros. Un libro, cualquier libro, es para nosotros un objeto sagrado; ya Cervantes, que tal vez no escuchaba todo lo que decía la gente, leía hasta «los papeles rotos de la calle». El fuego, en una de las comedias de Bernard Shaw, amenaza la biblioteca de Alejandría; alguien exclama que arderá la memoria de la humanidad, y César le dice: Déjala arder. Es una memoria de infamias. El César histórico, en mi opinión, aprobaría o condenaría el dictamen que el autor le atribuye, pero no lo juzgaría, como nosotros, una broma sacrílega. La razón es clara: para los antiguos la palabra escrita no era otra cosa que un sucedáneo de la palabra oral.
Es fama que Pitágoras no escribió; Gomperz (Griechische Denker, 1, 3) defiende que obró así por tener más fe en la virtud de la instrucción hablada. De mayor fuerza que la mera abstención de Pitágoras es el testimonio inequívoco de Platón. Éste, en el Timeo, afirmó: «Es dura tarea descubrir al hacedor y padre de este universo, y, una vez descubierto, es imposible declararlo a todos los hombres», y en el Fedro narró una fábula egipcia contra la escritura (cuyo hábito hace que la gente descuide el ejercicio de la memoria y dependa de símbolos), y dijo que los libros son como las figuras pintadas, «que parecen vivas, pero no contestan una palabra a las preguntas que les hacen». Para atenuar o eliminar este inconveniente imaginó el diálogo filosófico. El maestro elige al discípulo, pero el libro no elige a sus lectores, que pueden ser malvados o estúpidos; este recelo platónico perdura en las palabras de Clemente de Alejandría, hombre de cultura pagana: «Lo más prudente es no escribir sino aprender y enseñar de viva voz, porque lo escrito queda» (Stromateis), y en éstas del mismo tratado: «Escribir en un libro todas las cosas es dejar una espada en manos de un niño», que derivan también de las evangélicas: «No déis lo santo a los perros ni echéis vuestras perlas delante de los puercos, porque no las huellen con los pies, y vuelvan y os despedacen». Esta sentencia es de Jesús, el mayor de los maestros orales, que una sola vez escribió unas palabras en la tierra y no las leyó ningún hombre (Juan, 8:6).
Clemente Alejandrino escribió su recelo de la escritura a fines del siglo II; a fines del siglo IV se inició el proceso mental que, a la vuelta de muchas generaciones, culminaría en el predominio de la palabra escrita sobre la hablada, de la pluma sobre la voz. Un admirable azar ha querido que un escritor fijara el instante (apenas exagero al llamarlo instante) en que tuvo principio el vasto proceso. Cuenta San Agustín, en el libro seis de las Confesiones: «Cuando Ambrosio leía, pasaba la vista sobre las páginas, penetrando su alma en el sentido, sin proferir una palabra ni mover la lengua. Muchas veces —pues a nadie se le prohibía entrar, ni había costumbre de avisarle quién venía—, lo vimos leer calladamente y nunca de otro modo, y al cabo de un tiempo nos íbamos, conjeturando que aquel breve intervalo que se le concedía para reparar su espíritu, libre del tumulto de los negocios ajenos, no quería que se lo ocupasen en otra cosa, tal vez receloso de que un oyente, atento a las dificultades del texto, le pidiera la explicación de un pasaje oscuro o quisiera discutirlo con él, con lo que no pudiera leer tantos volúmenes como deseaba. Yo entiendo que leía de ese modo por conservar la voz, que se le tomaba con facilidad. En todo caso, cualquiera que fuese el propósito de tal hombre, ciertamente era bueno». San Agustín fue discípulo de San Ambrosio, obispo de Milán, hacia el año 384; trece años después, en Numidia, redactó sus Confesiones y aún lo inquietaba aquel singular espectáculo: un hombre en una habitación, con un libro, leyendo sin articular las palabras.[1]
Aquel hombre pasaba directamente del signo de escritura a la intuición, omitiendo el signo sonoro; el extrañó arte que iniciaba, el arte de leer en voz baja, conduciría a consecuencias maravillosas. Conduciría, cumplidos muchos años, al concepto de libro como fin, no como instrumento de un fin. (Este concepto místico, trasladado a la literatura profana, daría los singulares destinos de Flaubert y de Mallarmé, de Henry James y de James Joyce). A la noción de un Dios que habla con los hombres para ordenarles algo o prohibirles algo, se superpone la del Libro Absoluto, la de una Escritura Sagrada. Para los musulmanes, el «Alcorán» (también llamado El Libro, Al Kitab), no es una mera obra de Dios como las almas de los hombres o el universo; es uno de los atributos de Dios como Su eternidad o Su ira. En el capítulo XIII, leemos que el texto original, La Madre del Libro, está depositado en el Cielo. Muhammad-al-Ghazali, el Algazel de los escolásticos, declaró: «el Alcorán se copia en un libro, se pronuncia con la lengua, se recuerda en el corazón y, sin embargo, sigue perdurando en el centro de Dios y no lo altera su pasaje por las hojas escritas y por los entendimientos humanos». George Sale observa que ese increado Alcorán no es otra cosa que su idea o arquetipo platónico; es verosímil que Algazel recurriera a los arquetipos, comunicados al Islam por la Enciclopedia de los Hermanos de la Pureza y por Avicena, para justificar la noción de la Madre del Libro.
Aun más extravagantes que los musulmanes fueron los judíos. En el primer capítulo de su Biblia se halla la sentencia famosa: «Y Dios dijo; sea la luz; y fue la luz»; los cabalistas razonaron que la virtud de ese orden del Señor procedió de las letras de las palabras. El tratado Sefer Yetsirah (Libro de la Formación), redactado en Siria o en Palestina hacia el siglo VI, revela que Jehová de los Ejércitos, Dios de Israel y Dios Todopoderoso, creó el universo mediante los números cardinales que van del uno al diez y las veintidós letras del alfabeto. Que los números sean instrumentos o elementos de la Creación es dogma de Pitágoras y de Jámblico; que las letras lo sean es claro indicio del nuevo culto de la escritura. El segundo párrafo del segundo capítulo reza: «Veintidós letras fundamentales: Dios las dibujó, las grabó, las combinó, las pesó, las permutó, y con ellas produjo todo lo que es y todo lo que será». Luego se revela qué letra tiene poder sobre el aire, y cuál sobre el agua, y cuál sobre el fuego, y cuál sobre la sabiduría, y cuál sobre la paz, y cuál sobre la gracia, y cuál sobre el sueño, y cuál sobre la cólera, y cómo (por ejemplo) la letra kaf, que tiene poder sobre la vida, sirvió para formar el sol en el mundo, el miércoles en el año y la oreja izquierda en el cuerpo.
Más lejos fueron los cristianos. El pensamiento de que la divinidad había escrito un libro los movió a imaginar que había escrito dos y que el otro era el universo. A principios del siglo XVII, Francis Bacon declaró en su Advancement of Learning que Dios nos ofrecía dos libros, para que no incidiéramos en error: el primero, el volumen de las Escrituras, que revela Su voluntad; el segundo, el volumen de las criaturas, que revela Su poderío y que éste era la llave de aquél. Bacon se proponía mucho más que hacer una metáfora; opinaba que el mundo era reducible a formas esenciales (temperaturas, densidades, pesos, colores), que integraban, en número limitado, un abecedarium naturae o serie de las letras con que se escribe el texto universal[2]. Sir Thomas Browne, hacia 1642, confirmó: «Dos son los libros en que suelo aprender teología: La Sagrada Escritura y aquel universal y público manuscrito que está patente a todos los ojos. Quienes nunca Lo vieron en el primero, Lo descubrieron en el otro». (Religio Medici, I, 16). En el mismo párrafo se lee: «Todas las cosas son artificiales, porque la Naturaleza es el Arte de Dios». Doscientos años transcurrieron y el escocés Carlyle, en diversos lugares de su labor y particularmente en el ensayo sobre Cagliostro, superó la conjetura de Bacon; estampó que la historia universal es una Escritura Sagrada que desciframos y escribimos inciertamente, y en la que también nos escriben. Después, León Bloy escribió: «No hay en la tierra un ser humano capaz de declarar quién es. Nadie sabe qué ha venido a hacer a este mundo, a qué corresponden sus actos, sus sentimientos, sus ideas, ni cuál es su nombre verdadero, su imperecedero Nombre en el registro de la Luz… La historia es un inmenso texto litúrgico, donde los iotas y los puntos no valen menos que los versículos o capítulos íntegros, pero la importancia de unos y de otros es indeterminable y está profundamente escondida» (L’Ame de Napoléon, 1912). El mundo, según Mallarmé, existe para un libro; según Bloy, somos versículos o palabras o letras de un libro mágico, y ese libro incesante es la única cosa que hay en el mundo: es, mejor dicho, el mundo.
Buenos Aires, 1951
1. Los comentadores advierten que, en aquel tiempo, era costumbre leer en voz alta, para penetrar mejor el sentido, porque no había signos de puntuación, ni siguiera división de palabras, y leer en común, para moderar o salvar los inconvenientes de la escasez de códices. El diálogo de Luciano de Samosata, Contra un ignorante comprador de libros, encierra un testimonio de esa costumbre en el siglo II.
2. En las obras de Galileo abunda el concepto de universo como libro. La segunda sección de la antología de Favaro (Galileo Gelileo: Pensieri, motti e sentenze, Firenze, 1949) se titula Il libro della Natura. Copio el siguiente párrafo: «La filosofía está escrita en aquel grandísimo libro que continuamente está abierto ante nuestros ojos (quiero decir, el universo), pero que no se entiende si antes no se estudia la lengua en que está escrito. La lengua de ese libro es matemática y los caractéres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas.»
En Otras inquisiciones, 1952
Imagen: Sophie Bassouls