Osvaldo Ferrari: Hay una clave, que usted ha dado en una frase, Borges, al decir que todo poeta inteligente es un buen prosista.
Jorge Luis Borges: Sí, mi punto de partida fue Stevenson, que dijo que la prosa era la forma más difícil de la poesía. Y una prueba de ello sería el hecho de que hay literaturas que no llegaron nunca a la prosa. Por ejemplo, la literatura anglosajona produjo en cinco siglos admirable poesía elegíaca y épica; pero la prosa que nos han dejado es realmente lamentable, es muy pobre. Y eso coincidiría con lo que dijo Mallarmé, que sostuvo que desde el momento en que uno cuida un poco lo que escribe, uno está versificando. De modo que vendría a ser lo mismo.
—Usted completa la idea diciendo que no se da la posibilidad opuesta como una constante; es decir, que un prosista inteligente sea un buen poeta.
—Bueno, puede darse el caso de que la prosa no excluya la poesía, porque supongo que para escribir un buen período en prosa uno tiene que tener oído, y sin oído no se puede versificar; sobre todo en verso libre, que requiere una continua invención de cadencias.
—Claro, ahora, usted cierra del todo la idea diciendo que la buena prosa, sin embargo, no se corresponde con aquellos misteriosos poetas que pueden prescindir de la inteligencia.
—(Ríe.) ¿He dicho eso?
—Sí (ríe).
—Y bueno, estoy de acuerdo con la frase, aunque la haya dicho yo, o aunque sea un regalo que usted me hace en este momento.
—No, pero me interesa particularmente esta idea suya sobre la inteligencia del poeta aplicada a la prosa, porque, por ejemplo, los ensayos más fascinantes, digamos, que he leído, fueron escritos por poetas. Y esto me ha ocurrido también con los cuentos; aunque no con la novela, por supuesto.
—No, con la novela no; es que la novela parece exigir que el narrador sea invisible, digamos, o secreto, ¿no? En una buena novela los que son reales son los personajes, y el autor no, o el autor menos. Es un género que yo no he intentado nunca, y que no pienso intentar, ya que para ser un buen novelista hubiera tenido que ser un buen lector de novelas; y creo que fuera de Conrad, fuera de Dickens, fuera de la segunda parte del Quijote —no de la primera—, no he leído ninguna novela que no me exigiera un esfuerzo, una suerte de aprendizaje. Y eso me parece que está mal, ya que el fin de la lectura tiene que ser, no diría la felicidad, pero sí la emoción del lector.
—Claro, pero volviendo a la inteligencia del poeta; ese tipo de inteligencia pareciera estar hecha para mirar la realidad de otra manera, o lo que llamamos realidad. Es diferente de la inteligencia filosófica o de la científica.
—Sí, supongo que es del todo distinta... por ejemplo, yo pienso que todo lo que me sucede tiene que ser una suerte de arcilla para mi obra, pero que no debo tratar de buscar palabras que sean, digamos, un espejo de la realidad. Yo tengo que modificar de algún modo esa realidad, y esas diversas modificaciones se llaman fábula, se llaman cuento, se llaman relato o también poema; ya que yo diría que todo lo que yo escribo es autobiográfico. Pero nunca de manera directa, y sí de modo indirecto —lo cual puede ser más eficaz—. Además, si se admite la metáfora, la metáfora es un modo indirecto de decir las cosas; y el verso también, porque la cadencia del verso no corresponde a las cadencias orales.
—Sí, ahora, la inteligencia del poeta parece tener mayor relación con la intuición que con la lógica formal. Usted recordará, a propósito, que en el budismo zen se insiste en el no dejarse dominar por la lógica, sin haberle dado a la vez su lugar a la intuición.
—Sí, se entiende que la intuición es lo primordial, y en todos los casos.
—Eso en Oriente, pero en Occidente parece no haberse descubierto aún la importancia de la intuición, y se sigue pensando que la lógica es lo único que puede conducirnos a la verdad. Pero con la intuición específicamente, parecen relacionarse los poetas y los místicos. O los poetas místicos, de los que tenemos muchos ejemplos.
—Sí, porque se dan ambas categorías. Pero yo creo que uno está intuyendo cosas continuamente; no sé si he dicho que para mí, la transmisión de pensamiento no es un fenómeno, digamos, infrecuente y discutible; es algo que se produce constantemente. Es decir, yo estoy permanentemente recibiendo mensajes, y estoy, creo, también enviando mensajes. Y de ese intercambio surgen, bueno, lo que se llama la amistad, el amor, y la enemistad y el odio también. Todo eso no surge de lo que se dice sino de lo que se siente.
—Sin embargo, usted me decía que nunca experimentó odio en su vida.
—Sí, aunque Xul Solar me decía que la ira y el odio convienen, porque uno descarga su emoción. En cambio, en mi caso, bueno, si me hacen un mal —la verdad es que la gente ha sido muy buena conmigo, no me han hecho, en fin, deliberadamente ningún mal—, eso me lleva más bien a la tristeza. Y quizá la tristeza no convenga; Spinoza decía que el arrepentimiento tampoco, porque el arrepentimiento es, desde luego, una forma de tristeza. Es decir, él pensaba: “Bueno, obrar mal es éticamente condenable, pero, arrepentirse de haber obrado mal es agregar una tristeza más a la primera”, ya que Spinoza creía que la serenidad es lo que todo hombre debe buscar. Y si está pensando en sus pecados, está atormentándose, y está contribuyendo a su propia desdicha. Ahora, en mi caso particular, me resulta fácil olvidar, ya que mi memoria —como decía Bergson de la memoria en general— es selectiva: si yo pienso en los muchos, en los demasiados años de mi vida, sólo recuerdo las circunstancias felices. Por ejemplo, he sido sometido a muchas operaciones, sobre todo operaciones en los ojos; he pasado considerable parte de mi vida en sanatorios, y ahora todo eso ha sido olvidado por mí. Es decir, yo puedo pensar en muchos días, en muchas noches de sanatorio, pero las resumo en un solo instante: una pequeña eternidad incómoda. Y sin embargo, han sido largos días sucesivos, y sobre todo largas noches sucesivas, y sin duda minuciosas; pero todo eso ha sido olvidado.
—Sí, Y llegamos más bien a la serenidad en los últimos tiempos.
—Sí, anteayer escribí un soneto —todavía no puedo decírselo porque tengo que limarlo—, pero el tema es ése; el tema es que estos años de mi vida son quizá los mejores. Estos años, digo yo allí, de aceptada ceguera.
—...Sí.
—Aceptada ceguera, no quejosa o doliente ceguera. He aceptado la ceguera, bueno, como he aceptado la vejez... y, desde luego, aceptar la vida ya es mucho, ¿no?; la ceguera es uno de los accidentes de la vida. Alguien le dijo a Bernard Shaw que no obrara de tal o cual modo, porque era imprudente. Entonces, Bernard Shaw dijo: “Bueno, es imprudente haber nacido, es imprudente seguir viviendo”. Todo es imprudente, pero es una hermosa aventura.
—(Ríe.) Usted me recuerda ahora dos versos de un poeta chileno, que dijo: “Yo no tengo ningún inconveniente / en meterme en camisa de once varas”.
—Ah, está bien, sí. Qué raro, ¿cómo se imagina usted una camisa de once varas?, yo creo que once varas de ancho...
—Hace años que trato de imaginarla y no lo logro.
—Dice Cunninghame Graham que se trata de once varas de ancho. Yo creo que no, que es más bien una camisa de once varas de largo, como un túnel, ¿no?
—Sí...
—Es decir, uno se pone la camisa y, bueno, se pierde en ese túnel de tela.
—(Ríe.) Sí; ahora, hay otro poeta, esta vez argentino, Alberto Girri, que me decía que para él, la única verdad constante entre los hombres es la del “Conócete a ti mismo”. Y que la poesía puede aproximar al lector a un mejor conocimiento de sí mismo...
—Bueno, Walt Whitman había leído un libro, una famosa biografía, y se quedó pensando y luego dijo: “¿Y esto es lo que se llama la vida de un hombre?, ¿estas fechas?, ¿estos nombres propios?; ¿eso van a escribir sobre mí cuando yo haya muerto?”. Y después él agrega entre paréntesis —claro, para darle mayor énfasis a la frase— que él sabe muy poco o nada de lo que se refiere a sí mismo; pero que para averiguar algo, ha escrito sus versos. Y con otra retórica, Víctor Hugo dijo: “Je suis un homme voilé pour moi même”, “Dieu seul sais mon vrai nom”. Soy un hombre velado para sí mismo; y luego dice: Sólo Dios sabe mi verdadero nombre. Es la idea, claro, de que en el nombre está la cosa.
—Y de que el nombre es secreto.
—Y de que el nombre es secreto, sí.
—Claro, y si el poeta se descubre a sí mismo y se conoce a sí mismo escribiendo, ayuda a que el lector despierte su intuición y también se conozca mejor a sí mismo.
—Claro, porque el lector es de algún modo el poeta. Yo escribí hace mucho tiempo que cuando leemos a Shakespeare, somos, siquiera momentáneamente, Shakespeare.
—Es cierto, ésa es una idea muy suya.
—Sí, eso lo dije hace tiempo, y creo que es verdad. Aunque, quizá en algunos casos podemos prolongar más aún a Shakespeare, ya que el texto de Shakespeare ha sido enriquecido, bueno, no sólo por los comentaristas sino por la historia, por esas repetidas experiencias que se llaman la historia, ¿no?
—Sí, pero todo esto se relaciona, una vez más, con aquellas dos grandes líneas filosóficas de que hemos hablado otras veces: la de Platón, que incorporaba a la intuición o el mito o la poesía, y la de Aristóteles, que es la de la lógica.
—Sí.
—Pero como ha prevalecido la línea aristotélica, digamos, la misión de los poetas sería, me parece, recrear la platónica.
—Sí, es decir, pensar en forma de mitos o en forma de fábulas también.
—O ayudar a que se pueda pensar incluyendo eso, sin tampoco excluir la lógica, ¿no es cierto?
—No, ya que son dos instrumentos igualmente preciosos.
—Y complementarios.
—Ahora, claro que el mito es anterior: la cosmogonía es anterior a la astronomía, la astrología también, y el mito al silogismo.
—Es cierto.
—Desde luego, es la forma más antigua, y esa antigua forma es la forma a la cual volvemos cuando soñamos.
—Claro.
—Porque cuando soñamos, bueno, ese acto puede ser confuso, pero se parece más —como hemos dicho otras veces— a una ficción, sobre todo a una ficción teatral, que a un tratado de lógica.
—Naturalmente, pero claro que nuestra época es, de todas las épocas, quizá la que menos acepte la realidad del mito.
—Y sin embargo, estamos creándolos continuamente, ¿eh?, por ejemplo, digamos, las diversas patrias son diversos mitos; y el hecho de hablar, bueno, ahora se habla tanto del ser nacional, y se lo busca: en todas partes del mundo se supone que hay una especial virtud en haber nacido en tal o cual lugar, ¿no? Y claro, eso es bastante peligroso porque lleva a las discordias, a las guerras, a las hostilidades; en suma, a tantos males. Pero también corresponde a hermosos sueños, puede tener un valor estético, incluso ético también, ya que la gente muere por esas categorías.
—De manera que a veces el mito se produce solo, sin que nos lo propongamos.
—Sí, y debemos tratar de ser sensatos, ¿eh?, ya que propendemos a ser fabulosos y míticos... Pero eso no depende de nosotros.
—Pero la sensatez incluye, creo, aceptar la realidad de la intuición y de la poesía, junto con la lógica.
—Sí, entonces ahí tenemos otra vez esas dos fuerzas opuestas, que se reconcilian y se complementan
Jorge Luis Borges y Osvaldo Ferrari: En diálogo (29)
Imagen: Osvaldo Ferrari con Jorge Luis Borges en 1985