Señoras, señores:
Nunca la equivocación fue tan elocuente como en esa versión apócrifa de mi yo, que el doctor Arturo Capdevila ha pronunciado con benevolente injusticia. Por mi parte, quiero decirle mi gratitud; ya mi ningún merecimiento se encargará, aunque nadie lo quiera, de vuestro desengaño y de una presentación más verídica. Soy hombre acostumbrado a escribir, nunca a perorar, y esa haragana artillería hacia lo invisible, que es la escritura, no es un aprendizaje eficaz de las persuasiones instantáneas del orador. Una multiplicada resignación —vuestra y mía— es, pues, aconsejable.
El idioma de los argentinos es mi sujeto. Esa locución, idioma argentino, será, a juicio de muchos, una mera travesura sintáctica, una forzada aproximación de dos voces sin correspondencia objetiva. Algo como decir poesía pura o movimiento continuo o los historiadores más antiguos del porvenir. Un embeleco de que ninguna realidad es sostén. A esa posible observación contestaré luego; básteme señalar que muchos conceptos fueron en su principio meras casualidades verbales y que después el tiempo las confirmó. Sospecho que la palabra infinito fue alguna vez una insípida equivalencia de inacabado; ahora es una de las perfecciones de Dios en la teología y un discutidero en la metafísica y un énfasis popularizado en las letras y una finísima concepción renovada en las matemáticas —Russell explica la adición y multiplicación y potenciación de números cardinales infinitos y el porqué de sus dinastías casi terribles— y una verdadera intuición al mirar al cielo. Parejamente, cuando las atracciones inmediatas de una hermosura o las de su bien cuidado recuerdo están sobre nosotros, ¿quién no ha sentido que las palabras elogiosas que ya preexisten, son como proféticas de ella, como corazonadas? La palabra linda es previsión de la novia de cada uno y de ella nomás. No me quiero apoyar en otros ejemplos; hay demasiados.
Dos influencias antagónicas entre sí militan contra un habla argentina. Una es la de quienes imaginan que esa habla ya está prefigurada en el arrabalero de los sainetes; otra es la de los casticistas o españolados que creen en lo cabal del idioma y en la impiedad o inutilidad de su refacción.
Miremos la primera de esas erratas. El arrabalero, si su nombre no está mintiendo, es dialecto de los arrabales u orillas; es la conversación usual de Liniers, de Saavedra, de San Cristóbal Sur. Esa conjetura es errónea: no hay quien no sienta que nuestra palabra arrabal es de carácter más económico que geográfico. Arrabal es todo conventillo del Centro. Arrabal es la esquina última de Uriburu, con el paredón final de la Recoleta y los compadritos amargos en un portón y ese desvalido almacén y la blanqueada hilera de casas bajas, en calmosa esperanza, ignoro si de la revolución social o de un organito. Arrabal son esos huecos barrios vacíos en que suele desordenarse Buenos Aires por el oeste y donde la bandera colorada de los remates —la de nuestra epopeya civil del horno de ladrillos y de las mensualidades y de las coimas— va descubriendo América. Arrabal es el rencor obrero en Parque Patricios y el razonamiento de ese rencor en diarios impúdicos. Arrabal es el bien plantado corralón, duro para morir, que persiste por Entre Ríos o por Las Heras y la casita que no se anima a la calle y que detrás de un portón de madera oscura nos resplandece, orillada de un corredor y un patio con plantas. Arrabal es el arrinconado bajo de Núñez con las habitaciones de zinc, y con los puentecitos de tabla sobre el agua deleznada de los zanjones, y con el carro de las varas al aire en el callejón. Arrabal es demasiado contraste para que su voz no cambie nunca. No hay un dialecto general de nuestras clases pobres: el arrabalero no lo es. El criollo no lo usa, la mujer lo habla sin ninguna frecuencia, el propio compadrito lo exhibe con evidente y descarada farolería, para gallear. El vocabulario es misérrimo: una veintena de representaciones lo informa y una viciosa turbamulta de sinónimos lo complica. Tan angosto es, que los saineteros que lo frecuentan tienen que inventarle palabras y han recurrido a la harto significativa viveza de invertir las de siempre. Esa indigencia es natural, ya que el arrabalero no es sino una decantación o divulgación del lunfardo, que es jerigonza ocultadiza de los ladrones. El lunfardo es un vocabulario gremial como tantos otros, es la tecnología de la furca y de la ganzúa. Imaginar que esa lengua técnica —lengua especializada en la infamia y sin palabras de intención general— puede arrinconar al castellano, es como trasoñar que el dialecto de las matemáticas o de la cerrajería puede ascender a único idioma. Ni el inglés ha sido arrinconado por el slang ni el español de España por la germanía de ayer o por el caló agitanado de hoy. Y eso que el caló es idioma abundoso, como que deriva del zíngaro y de la adición de una de sus variantes a la germanía o jerigonza delincuente española del mil seiscientos.
El arrabalero, por lo demás, es cosa tan sin alma y fortuita que las dos clásicas figuraciones literarias de nuestro suburbio pudieron llevarse a cabo sin él. Ni el entrerriano decidor José Sixto Álvarez ni el entrerriano un poco chacotón y un poco triste que en todos los recuerdos de Palermo sigue colaborando, el ya genial muchacho Carriego, le dieron su favor. Ambos supieron el dialecto lunfardo y lo soslayaron: Álvarez, en sus Memorias de un vigilante, publicadas el año noventa y siete, dilucidó muchas de sus palabras y giros; Carriego se entretuvo en alguna décima en broma y se desentendió de firmarla. Lo cierto es que entre los dos opinaron que ni para las diabluras de la gracia criolla ni para la recatada piedad, el lunfardo es bueno. Tampoco don Francisco A. Sicardi, en ese su infinito y barroso y huracanado Libro extraño, se sirvió de él.
Sin embargo, ¿a qué alegar ejemplos ilustres? El pueblo de Buenos Aires —nada sospechoso, como es, de remilgos de casticismo— jamás versificó en esa jerga. Las milongas, que fueron la obradora y díscola voz de los compadritos, nunca la frecuentaron. Eso es natural, puesto que una cosa fueron los compadres de barrio —el cuarteador, obrero o carnicero que apuntalaba esquinas por esas calles de Balvanera o por Monserrat— y otra los forajidos que matreriaban por el bajo de Palermo o hacia la Quema. Los primeros tangos, los antiguos tangos dichosos, nunca sobrellevaron letra lunfarda: afectación que la novelera tilinguería actual hace obligatoria y que los llena de secreteo y de falso énfasis. Cada tango nuevo, redactado en el sedicente idioma popular, es un acertijo, sin que le falten las diversas lecciones, los corolarios, los lugares oscuros y la documentada discusión de comentadores. Esa tiniebla es lógica; el pueblo no precisa añadirse color local; el simulador trasueña que lo precisa y es costumbre que se le vaya la mano en la operación. Alma orillera y vocabulario de todos, hubo en la vivaracha milonga; cursilería internacional y vocabulario forajido hay en el tango.
No insistiré. Si la causa es buena y está previamente ganada, la acumulación de pruebas es una costumbre dañina y hace de la adquirida o recuperada verdad, un lugar común. Desertar porque sí de la casi universalidad del idioma, para esconderse en un dialecto chucaro y receloso —jerga aclimatada en la infamia, jerigonza carcelaria y conventillera que nos convertiría en hipócritas al revés, en hipócritas de la malvivencia y de la ruindad— es proyecto de malhumorados y rezongones. Ese programa de trágica pequeñez fue declinado ya por De Vedia, por Miguel Cané, por Quesada, por Costa Álvarez, por Groussac. ¿Se rechazará la carabela en nombre de la jangada?, hizo como que preguntaba este último, con ejercitada ironía.
Ahora quiero olvidarme del arrabalero y paso a comentar una distinta equivocación, la que postula lo perfecto de nuestro idioma y la impía inutilidad de refaccionarlo. Su mayor y solo argumento consta de las sesenta mil palabras que nuestro diccionario, el de los españoles, registra. Yo insinúo que esa superioridad numérica es ventaja aparencial, no esencial, y que el solo idioma infinito —el de las matemáticas— se basta con una docena de signos para no dejarse distanciar por número alguno. Es decir, el diccionario algorítmico de una página —con los guarismos, las rayitas, las crucecitas— es, virtualmente, el más acaudalado de cuantos hay. La numerosidad de representaciones es lo que importa, no la de signos. Ésta es superstición aritmética, pedantería, afán de coleccionista y de filatero. Es sabido que el obispo anglicano Wilkins, el más inteligente utopista en trances de idioma que pensó nunca, planeó un sistema de escritura internacional o simbología que con sólo dos mil cuarenta signos sobre papel pentagramado, sabía inventariar cualquier realidad. Esa su música silenciosa, claro es, no comportaba obligatoriamente ningún sonido. Ésa es ventaja máxima y qué más quisiera yo que hablar de ella, pero la sedicente riqueza del castellano debe, ahora, atarearme.
La riqueza del español es el otro nombre eufemístico de su muerte. Abre el patán y el que no es patán nuestro diccionario y se queda maravillado frente al sinfín de voces que están en él y que no están en ninguna boca. No hay un lector, por más lector de otras publicaciones que sea, que no resulte convencido de ignorancia frente a esas páginas. El criterio acumulativo que las dirige —el que sigue cargando sobre el léxico de la Academia los vocabularios enteros de germanía, de heráldica, de arcaísmos— ha reunido esas defunciones. El conjunto es un espectáculo necrológico deliberado y constituye nuestro envidiado tesoro de voces pintorescas, felices y expresivas, según en la Gramática de la Academia se puede leer. Pintorescas, felices y expresivas. Esa trinidad de seudo palabras —dichas sin mayor precisión y sólo justificables por el común ambiente vanaglorioso es del más puro estilo indecidor de esos académicos.
La sinonimia perfecta es lo que ellos quieren, el sermón hispánico. El máximo desfile verbal, aunque de fantasmas o de ausentes o de difuntos. La falta de expresión nada importa; lo que importa son los arreos, galas y riquezas del español, por otro nombre el fraude. La sueñera mental y la concepción acústica del estilo son las que fomentan sinónimos: palabras que sin la incomodidad de cambiar de idea, cambian de ruido. La Academia los apadrina con entusiasmo. Traslado aquí la recomendación que les da: La abundancia y variedad de palabras (dice) fue tan estimada en nuestros siglos de oro, que los preceptistas no se cansaban de recomendarla. Si cualquier gramático, verbigracia, tenía que autorizarse con el dictado de Nebrija, rara vez hubo de repetir la misma frase, variándola gallardamente de esta o parecida manera: así lo afirma Nebrija, así lo siente, asi lo enseña, asi lo dice, lo advierte así, tal es su opinión, tal su parecer, tal su juicio, según le place a Nebrija, si creemos al Ennio español, o empleando otros giros no menos discretos que oportunos (Gramática de la Academia, parte segunda, capítulo siete). Yo creo de veras que esa retahíla de equivalencias es recurso tan ajeno a la literatura como la posesión o no posesión de una nítida caligrafía. Por lo demás, la falible magnificencia de los sinónimos es tan indiscutida por la Academia que ésta los suele ver hasta donde no están, y así en lugar de decir hacerse ilusiones —frase que declara solecismo, no sé por qué— propone que digamos con metáforas de herrería forjarse ilusiones o quimeras, o si no a lo sonámbulo: alucinarse, soñar despierto.
Afirmar una ya conseguida plenitud del habla española, es ilógico y es inmoral. Es ilógico, puesto que la perfección de un idioma postularía un gran pensamiento o un gran sentir, vale decir una gran literatura poética o filosófica, favores que no se domiciliaron nunca en España; es inmoral, en cuanto abandona al ayer, la más íntima posesión de todos nosotros: el porvenir, el gran pasado mañana argentino. Confieso —no de mala voluntad y hasta con presteza y dicha en el ánimo— que algún ejemplo de genialidad española vale por literaturas enteras: don Francisco de Quevedo, Miguel de Cervantes. ¿Quién más? Dicen que don Luis de Góngora, dicen que Gracián, dicen que el Arcipreste. No los escondo, pero tampoco quiero acortarle voz a la observación de que el común de la literatura española fue siempre fastidioso. Su cotidianería, su término medio, su gente, siempre vivió de las descansadas artes del plagio. El que no es genio, es nadie; el único recurso español es genialidad. Tanto es así que el español no sospechoso de genialidad, nunca recabó una página buena. Las que Menéndez y Pelayo escribió, tan festejadas por la claridad pedagógica de su prosa, son evidentes a fuerza de redundancias y límpidas de puro sabidas y consabidas. Sobre las de Unamuno no hablo; hay una seria presunción de genialidad en el caso de él. Si un español sabe escribir bien —eso que llaman escribir bien, eso de la bien plantada sentencia y del verbo no obligatorio— podemos inferir que es inteligente; si un francés, ya no. Difusa y no de oro es la mediocridad española de nuestra lengua.
Esa superioridad numérica de que se alaba, es acopio inútil. El procedimiento simplista usado —o abusado— por el conde de Casa Valencia para cotejar el francés con el castellano, indicaría que no es corriente mi parecer. Manejó la estadística el tal señor y averiguó que las palabras registradas por el diccionario de la Academia Española eran casi sesenta mil y que las del diccionario francés eran treinta y un mil solamente. Esa comprobación lo alegró. Sin embargo, ¿quiere decir acaso este censo que un hablista hispánico gobierna veintinueve mil representaciones más que un francés? La inducción nos queda grandísima. Yo interrogo: Si la superioridad numérica de un idioma no es canjeable en superioridad mental, representativa, ¿a qué envalentonarse con ella? En cambio, si el criterio numérico es valedero, todo pensamiento es pobrísimo si no lo piensan en inglés o alemán, cuyos diccionarios acaudalan más de cien mil palabras cada uno. La prueba se efectúa siempre con el francés: prueba en que hay trampa, porque la cortedad léxica de ese idioma es economía y ha sido estimulada por sus retóricos. Servicial o no, el vocabulario chico de Racine es deliberado. Es austeridad, no indigencia. Quiero resumir lo antedicho. Dos conductas de idioma veo en los escritores de aquí: una, la de los saineteros que escriben un lenguaje que ninguno habla y que si a veces gusta, es precisamente por su aire exagerativo y caricatural, por lo forastero que suena; otra, la de los cultos, que mueren de la muerte prestada del español. Ambos divergen del idioma corriente: los unos remedan la dicción de la fechoría; los otros, la del memorioso y problemático español de los diccionarios. Equidistante de sus copias, el no escrito idioma argentino sigue diciéndonos, el de nuestra pasión, el de nuestra casa, el de la confianza, el de la conversada amistad.
Mejor lo hicieron nuestros mayores. El tono de su escritura fue el de su voz; su boca no fue la contradicción de su mano. Fueron argentinos con dignidad: su decirse criollos no fue una arrogancia orillera ni un malhumor. Escribieron el dialecto usual de sus días: ni recaer en españoles ni degenerar en malevos fue su apetencia. Pienso en Esteban Echeverría, en Domingo Faustino Sarmiento, en Vicente Fidel López, en Lucio V Mansilla, en Eduardo Wilde. Dijeron bien en argentino: cosa en desuso. No precisaron disfrazarse de otros ni dragonear de recién venidos, para escribir. Hoy, esa naturalidad se gastó. Dos deliberaciones opuestas, la seudo plebeya y la seudo hispánica, dirigen las escrituras de ahora. El que no se aguaranga para escribir y se hace el peón de estancia o el matrero o el valentón, trata de españolarse o asume un español gaseoso, abstraído, internacional, sin posibilidad de patria ninguna. Las singulares excepciones que restan —la de don Eduardo Schiaffino, la de Güiraldes— son de las que honran. El hecho, claro está, es sintomático. Ser argentino en los días peleados de nuestro origen no fue seguramente una felicidad: fue una misión. Fue una necesidad de hacer patria, fue un riesgo hermoso, que comportaba, por ser riesgo, un orgullo. Ahora es ocupación descansadísima la de argentino. Nadie trasueña que tengamos algo que hacer. Pasar desapercibidos, hacernos perdonar esa guarangada del tango, descreer de todos los fervores a lo francés y no entusiasmarse, es opinión de muchos. Hacerse el mazorquero o el quichua, es carnaval de otros. Pero la argentinidad debería ser mucho más que una supresión o que un espectáculo. Debería ser una vocación.
Muchos, con intención de desconfianza, interrogarán: ¿Qué zanja insuperable hay entre el español de los españoles y el de nuestra conversación argentina? Yo les respondo que ninguna, venturosamente para la entendibilidad general de nuestro decir. Un matiz de diferenciación si lo hay: matiz que es lo bastante discreto para no entorpecer la circulación total del idioma y lo bastante nítido para que en él oigamos la patria. No pienso aquí en los algunos miles de palabras privativas que intercalamos y que los peninsulares no entienden. Pienso en el ambiente distinto de nuestra voz, en la valoración irónica o cariñosa que damos a determinadas palabras, en su temperatura no igual. No hemos variado el sentido intrínseco de las palabras, pero sí su connotación. Esa divergencia, nula en la prosa argumentativa o en la didáctica, es grande en lo que mira a las emociones. Nuestra discusión será hispana, pero nuestro verso, nuestro humorismo, ya son de aquí. Lo emotivo —desolador o alegrador— es asunto de ellas y lo rige la atmósfera de las palabras, no su significado. La palabra súbdito (esta observación me la vuelve a prestar Arturo Costa Álvarez) es decente en España y denigrativa en América. La palabra envidiado es formulación de elogio en España (su envidiado tesoro de voces pintorescas, felices y expresivas, dice la Gramática oficial de los españoles) y aquí, jactarse de la envidia de los demás, nos parece ruin. Nuestras mayores palabras de poesía arrabal y pampa no son sentidas por ningún español. Nuestro lindo es palabra que se juega entera para elogiar; el de los españoles no es aprobativo con tantas ganas. Gozar y sobrar miran con intención malévola aquí. La palabra egregio, tan publicada por la Revista de Occidente y aun por don Américo Castro, no sabe impresionarnos. Y así, prolijamente, de muchas.
Desde luego la sola diferenciación es norma engañosa. Lo también español no es menos argentino que lo gauchesco y a veces más: tan nuestra es la palabra llovizna como la palabra garúa, más nuestra es la de todos conocida palabra pozo que la dicción campera jagüel. La preferencia sistemática y ciega de las locuciones nativas no dejaría de ser un pedantismo de nueva clase: una diferente equivocación y un otro mal gusto. Así con la palabra macana. Don Miguel de Unamuno —único sentidor español de la metafísica y por eso y por otras inteligencias, gran escritor— ha querido favorecer esa palabreja. Macana, sin embargo, es palabra de negligentes para pensar. El jurista Segovia, en su atropellado Diccionario de argentinismos, escribe de ella: Macana: Disparate, despropósito, tontería. Eso, que ya es demasiado, no es todo. Macana se les dice a las paradojas, macana a las locuras, macana a los contratiempos, macana a las perogrulladas, macana a las hipérboles, macana a las incongruencias, macana a las simplonerías y boberías, macana a lo no usual. Es palabra de haragana generalización y por eso su éxito. Es palabra limítrofe, que sirve para desentenderse de lo que no se entiende y de lo que no se quiere entender. ¡Muerta seas, macana, palabra de nuestra sueñera y de nuestro caos!
En resumen, el problema verbal (que es el literario, también) es de tal suerte que ninguna solución general o catolicón puede recetársele. Dentro de la comunidad del idioma (es decir, dentro de lo entendible: límite que está pared por medio de lo infinito y del que no podemos quejamos honestamente) el deber de cada uno es dar con su voz. El de los escritores más que nadie, claro que sí. Nosotros, los que procuramos la paradoja de comunicarnos con los demás por solas palabras —y ésas acostadas en un papel— sabemos bien las vergüenzas de nuestro idioma. Nosotros, los renunciadores a ese gran diálogo auxiliar de miradas, de ademanes y de sonrisas, que es la mitad de una conversación y más de la mitad de su encanto, hemos padecido en pobreza propia lo balbuciente que es. Sabemos que no el desocupado jardinero Adán, sino el Diablo —esa pifiadora culebra, ese inventor de la equivocación y de la aventura, ese carozo del azar, ese eclipse de ángel— fue el que bautizó las cosas del mundo. Sabemos que el lenguaje es como la luna y tiene su hemisferio de sombra. Demasiado bien lo sabemos, pero quisiéramos volverlo tan límpido como ese porvenir que es la posesión mejor de la patria.
Vivimos una hora de promisión. Mil novecientos veintisiete: gran víspera argentina. Quisiéramos que el idioma hispano, que fue de incredulidad serena en Cervantes y de chacota dura en Quevedo y de apetencia de felicidad —no de felicidad— en Fray Luis y de nihilismo y prédica siempre, fuera de beneplácito y de pasión en estas repúblicas. Que alguien se afirme venturoso en lengua española, que el pavor metafísico de gran estilo se piense en español, tiene su algo y también su mucho de atrevimiento. Siempre metieron muerte en ese lenguaje, siempre desengaños, consejos, remordimientos, escrúpulos, precauciones, cuando no retruécanos y calembours, que también son muerte. Esa su misma sonoridad (vale decir: ese predominio molesto de las vocales, que por ser pocas, cansan) lo hace sermonero y enfático. Pero nosotros quisiéramos un español dócil y venturoso, que se llevara bien con la apasionada condición de nuestros ponientes y con la infinitud de dulzura de nuestros barrios y con el poderío de nuestros veranos y nuestras lluvias y con nuestra pública fe. Sustancia de las cosas que se esperan, demostración de cosas no vistas, definió San Pablo la fe. Recuerdo que nos viene del porvenir, traduciría yo. La esperanza es amiga nuestra y esa plena entonación argentina del castellano es una de las confirmaciones de que nos habla. Escriba cada uno su intimidad y ya la tendremos. Digan el pecho y la imaginación lo que en ellos hay, que no otra astucia filológica se precisa.
Esto es lo que yo quería deciros. El porvenir (cuyo nombre mejor es el de esperanza) tira de nuestros corazones.
En El idioma de los argentinos, 1928
Imagen: Borges firmando ejemplares luego de una conferencia, 1983
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