30/6/16

Alberto Manguel: Con Borges [Parte 2]






En su casa (al igual que en el despacho que ocupó durante años en la Biblioteca Nacional), Borges buscaba el bienestar de la rutina, y nada parecía cambiar jamás en el espacio que él ocupaba. Cada anochecer, en cuanto yo atravesaba la cortina de la entrada, se revelaba de inmediato la disposición del piso. A la derecha, una mesa oscura cubierta con un mantel de encaje y cuatro sillas de respaldos rectos constituían el comedor; a la izquierda, al pie de una ventana, había un diván raído y dos o tres sillones. Borges solía sentarse en el diván y yo ocupaba uno de los sillones, frente a él. Sus ojos ciegos tenían siempre una mirada melancólica, aun cuando se arrugasen al reír, y se fijaban por lo común en un punto del espacio, al tiempo que él hablaba y que mis ojos recorrían la habitación, familiarizándose otra vez con los objetos de su vida cotidiana: una mesita en la que reposaban un jarrón de plata y un mate que había sido de su abuelo, un minúsculo escritorio que databa de la primera comunión de su madre, dos estantes blancos afianzados para sostener enciclopedias y dos bajas estanterías de madera oscura. En la pared colgaba un cuadro pintado por su hermana Norah, que representaba la Anunciación, y un grabado de Piranesi que mostraba unas misteriosas ruinas circulares. Un corto pasillo, a la izquierda, conducía a los dormitorios: el de su madre, lleno de viejas fotografías; el suyo, simple como la celda de un monje. A veces, cuando estábamos a punto de dar un paseo nocturno o de ir a cenar al Hotel Dora, que quedaba en la vereda de enfrente, nos llegaba la voz incorpórea de doña Leonor: «Georgie, no te olvides el abrigo, que puede refrescar». Doña Leonor y Beppo, el gran gato blanco, eran dos presencias fantasmales en aquel lugar.
No veía con mucha frecuencia a doña Leonor. Generalmente estaba en su dormitorio cuando yo llegaba, y su voz sólo soltaba de vez en cuando una orden o una recomendación. Borges la llamaba madre y ella empleaba siempre «Georgie», sobrenombre inglés que le había dado su abuela, oriunda de Nortumbria. Borges supo desde su temprana infancia que sería escritor, y su vocación fue aceptada como parte de la mitología familiar. Resulta curioso que en 1909 Evaristo Carriego, poeta del barrio, amigo de la familia y tema central de uno de los primeros libros de Borges, escribiera unos versos en tributo al hijo de doña Leonor, que, a los diez años, era ya todo un aficionado a la lectura:
Y que tu hijo, el niño aquel
de tu orgullo, que ya empieza
a sentir en la cabeza
breves ansias de laurel,
vaya, siguiendo la fiel
ala de la ensoñación,
de una nueva anunciación
a continuar la vendimia
que dará la uva eximia
del vino de la Canción.
Previsiblemente feroz, doña Leonor sobreprotegía a su famoso hijo. En una ocasión, entrevistada para un documental de la televisión francesa, cometió un lapsus que habría hecho las delicias de Freud. A una pregunta sobre sus labores como secretaria de Borges, explicó que así como en su momento había asistido a su esposo ciego, ahora hacía lo mismo por su hijo ciego. Quería decir: «J’ai été la main de mon mari; maintenant, je suis la main de mon fils» («Yo era la mano de mi esposo, ahora soy la mano de mi hijo»), pero, abriendo el diptongo en «main» como suelen hacerlo los hispanohablantes, dijo en cambio: «J’ai été l’amant de mon mari; maintenant, je suis l’amant de mon fils» («Yo era la amante de mi esposo, ahora soy la amante de mi hijo»). Quienes la conocían no se asombraron.
El dormitorio de Borges (algunas veces me enviaba a buscar allí un libro) era lo que los historiadores militares llamarían «espartano». Una cama de hierro con una colcha blanca sobre la que Beppo a menudo se acurrucaba, una silla, un pequeño escritorio y dos bibliotecas de escasa altura conformaban el único mobiliario. En la pared colgaba un plato de madera con los escudos de armas de los diversos cantones de Suiza y el grabado de Durero «El Caballero, la Muerte y el Diablo», celebrado en dos rigurosos sonetos. A lo largo de su vida, Borges repitió un mismo rito antes de dormir: se deslizaba dentro de un camisón blanco y, cerrando los ojos, recitaba en voz alta el Padrenuestro en inglés.
Su mundo era totalmente verbal: la música, el color o las formas apenas cabían en él. En muchas ocasiones confesó que, en lo concerniente a la pintura, había sido siempre ciego. Sostenía que admiraba la obra de su amigo Xul Solar y la de su hermana Norah Borges, aparte de la de Durero, Piranesi, Blake, Rembrandt y Turner, pero éstos eran amores más literarios que iconográficos. Criticaba a El Greco por poblar sus paraísos con duques y arzobispos («un paraíso que se parece al Vaticano es mi idea del infierno...») y casi nunca hablaba sobre otros pintores. Parecía también insensible a la música. Decía que le gustaba Brahms (uno de sus mejores cuentos se llama «Deutsches Réquiem»), pero escuchaba raramente su música. De vez en cuando, ante la música de Mozart, juraba que ahora era un converso y que no conseguía entender cómo había hecho para vivir tanto tiempo sin Mozart; pero luego se olvidaba por completo del asunto, hasta la siguiente epifanía. Solía cantar o tararear un tango (sobre todo los más antiguos) o una milonga, pero detestaba a Astor Piazzola. El tango, a su entender, había entrado en decadencia a partir de 1910. En 1965 escribió las letras de una media docena de milongas, pero dijo que jamás escribiría una letra de tango. «El tango es nocturno y, para mis oídos, demasiado sentimental, demasiado próximo a los melodramas franceses como Lorsque tout est fini...» Decía que le gustaba el jazz. Se acordaba de la música que acompañaba a ciertas películas, aunque no tanto por la música en sí misma como por la forma en que ésta servía de apoyo a la historia; tal era el caso de la banda sonora compuesta por Bernard Hermann para Psicosis, film que valoraba enormemente como «otra versión del tema del Doppelgänger, en la cual el homicida se convierte en su madre, la persona que él ha asesinado». Esta idea le resultaba misteriosamente atractiva.

Me pide que lo acompañe al cine, a ver un musical: West Side Story. Lo ha visto muchísimas veces y nunca parece aburrirse de él. En camino, canturrea «María» y señala que el nombre de la amada deja de ser un mero nombre para convertirse en una fórmula divina: Beatrice, Julieta, Lesbia, Laura. «Al final, todo estará contaminado por ese nombre», dice. «Por supuesto, quizá no produciría el mismo efecto si el nombre de la chica fuese Gumersinda, ¿no? O Bustefrieda. O Berta-la-de-los-pies-grandes», bromea y ríe por lo bajo. Nos sentamos en el cine al mismo tiempo que las luces se apagan. Es más fácil ver con Borges una película que él ya ha presenciado porque hay menos que describir. A cada momento, él asegura que puede ver lo que ocurre en la pantalla, probablemente porque otra persona se lo ha descrito en alguna función previa. Hace una serie de comentarios sobre el tono épico de la rivalidad entre las pandillas, sobre el papel de las mujeres, sobre el uso del color rojo para describir Nueva York en invierno. Después, mientras lo acompaño de vuelta a su casa, habla de las ciudades que son ellas mismas personajes literarios: Troya, Cartago, Londres, Berlín. Podría haber agregado Buenos Aires, a la que le ha conferido una especie de inmortalidad. Le gusta caminar por las calles de Buenos Aires; al principio lo hacía por las de los barrios del Sur; más tarde, por las calles siempre atiborradas del centro, donde, como Kant en Königsberg, se ha vuelto casi un elemento del paisaje.




Con Borges
Madrid, Alianza Editorial, 2004, Págs. 21-32
Título original: Chez Borges
Alberto Manguel, 2001
Traducción: Traducido del inglés por Eduardo Berti
Fotos: Sara Facio

En ésta [pág. 27] Borges se arregla para recibir en su casa
a una periodista brasileña (1980)
Acá la Parte 1



29/6/16

Jorge Luis Borges: Prólogo [Manual de Zoología Fantástica]








A un chico lo llevan por primera vez al jardín zoológico. Ese chico será cualquiera de nosotros o, inversamente, nosotros hemos sido ese chico y lo hemos olvidado. En ese jardín, en ese terrible jardín, el chico ve animales vivientes que nunca ha visto; ve jaguares, buitres, bisontes y, lo que es más extraño, jirafas. Ve por primera vez la desatinada variedad del reino animal, y ese espectáculo, que podría alarmarlo u horrorizarlo, le gusta. Le gusta tanto que ir al jardín zoológico es una diversión infantil, o puede parecerlo. ¿Cómo explicar este hecho común y a la vez misterioso?

Podemos, desde luego, negarlo. Podemos pretender que los niños bruscamente llevados al jardín zoológico adolecen, veinte años después, de neurosis, y la verdad es que no hay niño que no haya descubierto el jardín zoológico y que no hay persona mayor que no sea, bien examinada, neurótica. Podemos afirmar que el niño es, por definición, un descubridor y que descubrir el camello no es más extraño que descubrir el espejo o el agua o las escaleras. Podemos afirmar que el niño confía en los padres que lo llevan a ese lugar con animales. Además, el tigre de trapo y el tigre de las figuras de la enciclopedia lo han preparado para ver sin horror al tigre de carne y hueso. Platón (si terciara en esta investigación) nos diría que el niño ya ha visto al tigre, en el mundo anterior de los arquetipos, y que ahora al verlo lo reconoce. Schopenhauer (aún más asombrosamente) diría que el niño mira sin horror a los tigres porque no ignora que él es los tigres y los tigres son él o, mejor dicho, que los tigres y él son de una misma esencia, la Voluntad.

Pasemos, ahora, del jardín zoológico de la realidad al jardín zoológico de las mitologías, al jardín cuya fauna no es de leones sino de esfinges y de grifos y de centauros. La población de este segundo jardín debería exceder a la del primero, ya que un monstruo no es otra cosa que una combinación de elementos de seres reales y que las posibilidades del arte combinatorio lindan con lo infinito. En el centauro se conjugan el caballo y el hombre, en el minotauro el toro y el hombre (Dante lo imaginó con rostro humano y cuerpo de toro) y así podríamos producir, nos parece, un número indefinido de monstruos, combinaciones de pez, de pájaro y de reptil, sin otros límites que el hastío o el asco. Ello, sin embargo, no ocurre; nuestros monstruos nacerían muertos, gracias a Dios. Flaubert ha congregado, en las últimas páginas de la Tentación, todos los monstruos medievales y clásicos y ha procurado, sus comentadores nos dicen, fabricar alguno; la cifra total no es considerable y son muy pocos los que pueden obrar sobre la imaginación de la gente. Quien recorra nuestro manual comprobará que la zoología de los sueños es más pobre que la zoología de Dios.

Ignoramos el sentido del dragón, como ignoramos el sentido del universo, pero algo hay en su imagen que concuerda con la imaginación de los hombres, y así el dragón surge en distintas latitudes y edades. Es, por decirlo así, un monstruo necesario, no un monstruo efímero y casual, como la quimera o el catoblepas.

Por lo demás, no pretendemos que este libro, acaso el primero en su género, abarque el número total de los animales fantásticos. Hemos investigado las literaturas clásicas y orientales, pero nos consta que el tema que abordamos es infinito.

Deliberadamente, excluimos de este manual las leyendas sobre transformaciones del ser humano: el lobisón, el werewolf, etc.

Queremos asimismo agradecer la colaboración de Leonor Guerrero de Coppola, de Alberto D'Aversa y de Rafael López Pellegri.


En Manual de Zoología Fantástica (1957)
Con la colaboración de Margarita Guerrero 
Retrato de Borges fotografiado junto a su hermana Norah 
Junio de 1908, Jardín Zoológico de Buenos Aires

28/6/16

Jorge Luis Borges: La eternidad y T. S. Eliot








(Fragmento)

Puede afirmarse, con un suficiente margen de error, que la Eternidad fue inventada a los pocos años de la dolencia crónica intestinal que mató a Marco Aurelio, y que el lugar de esa vertiginosa invención fue la barranca de Fourvière, que antes se nombró Forum vetus, célebre ahora por el funicular y por la basílica. Pese a la autoridad de quien la inventó, —el obispo Ireneo— esa primera Eternidad fue otra cosa que un vano paramento sacerdotal o lujo eclesiástico: fue una resolución y fue un arma. El Verbo es engendrado por el Padre, el Espíritu Santo es producido por el Padre y el Verbo; los gnósticos solían inferir de esas dos innegables operaciones que el Padre era anterior al Verbo, y los dos al Espíritu. Esa inferencia disolvía la Trinidad. Ireneo aclaró que el doble proceso —generación del Hijo por el Padre, emisión del Espíritu por los dos— no aconteció en el tiempo, sino que agota de una vez el pasado, el presente y el porvenir. La aclaración prevaleció y ahora es dogma. Así fue decretada la eternidad, antes apenas consentida en la sombra de algún difuso texto platónico. La buena conexión y distinción de las Tres hipóstasis del Señor, es un problema inverosímil ahora, y esa futilidad parece contaminar la respuesta; pero no cabe duda de la grandeza del resultado, siquiera para alimentar la esperanza: Aeternitas est merum hodie, est inmediata et lucida fruido rerum infinitarum.* Lo cierto es que la sucesión es una intolerable miseria y que los apetitos magnánimos codician toda la variedad del espacio y todos los minutos del tiempo.

T. S. Eliot (Selected essays, 1932, páginas 13 a 25), también ha requisado una Eternidad, pero de carácter estético. Estas son sus claras palabras: El sentido histórico hace escribir a un hombre, no meramente con su generación en la sangre, sino con la conciencia de que toda la literatura europea, y en ella la de su país, tiene un simultáneo existir y forma un orden que es también simultáneo... La aparición de una obra de arte afecta a cuantas obras de arte la precedieron. El orden ideal es modificado por la introducción de la nueva (de la efectivamente nueva) obra de arte. Ese orden es cabal antes de aparecer la obra nueva; para que ésta no lo destruya, una alteración total es imprescindible, siquiera sea levísima. El pasado es modificado por el presente, el presente es dirigido por el pasado. Y luego: El poeta debe sentir que la mente de Europa —la mente de su propia nación: esa mente que uno llega a reconocer como mucho más importante que su mente particular— es una mente que varía y que esa variación es un desarrollo que no pierde nada en su avance, que no jubila a Shakespeare ni a Homero ni a los decoradores murales de la caverna de Altamira.

La singularidad de esa doctrina es más evidente que su precisión o su empleo. Para no demorarnos en el asombro, conviene recordar los conceptos que intenta conciliar o eludir. Uno es la idea de progreso. Esa idea inestable bien puede corresponder a la realidad, pero el abyecto siglo diecinueve la apadrinó. Somos del siglo veinte —id est, ya somos demasiado evolucionados para dar crédito a groses [sic] falacias como la evolución. Quede esa ingenuidad para los varones de los daguerrotipos desvanecidos y de los botines de elástico. Burlas aparte, el indefinido progreso hace de todo libro el borrador de un libro sucesivo: condición que si linda con lo profético, da en lo insensato y embrionario también. Los historiadores más alemanes pierden la paz ante esas dinastías de la variación, del plagio y del fraude; los franceses reducen la historia de la poesía a las generaciones de Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Rimbaud, que engendró a Apollinaire, que engendró a Dada, que engendró a Bretón. España admite con fervor esa cosmogonía, siempre que Góngora sea el iniciador de la serie, el primer Adán.

La hipótesis contraria, la de los clásicos, es mucho más inepta. Bernard Shaw hace notar que San Mateo Evangelista insiste en dos cosas: en el claro linaje de Jesús como hijo de José el carpintero (que era de la casa real de David) y en que Jesús no era hijo de José, sino del Espíritu y una virgen. Los postulados de la hipótesis clásica no son menos incompatibles. De un lado afirma que la erudición y el fino trabajo son las condiciones del arte; de otro que las tortugas moralistas de Lafontaine y la novela popular Don Quijote y la analfabeta Odisea tienen secreta y permanente razón. El público venera esas prescripciones, porque le importa menos la claridad que la aprobación de sus gustos —entre los que se cuenta el opinar que no hay como el progreso pero que no hay como lo antiguo también. A esa benévola admisión de opiniones confusas debe su favor la teoría. La contradicción es fundamental. El clasicismo quiere ser un canon estético, pero está henchido de eruditas lealtades y de fines vindicatorios. La prioridad le importa mucho más que la no perfección. Ha producido un monstruo peculiar —la antología histórica— donde se quieren conciliar vanamente el goce literario con la distribución precisa de glorias. Ha bendecido aberraciones como la fábula, que degrada los pájaros del aire y los árboles de la tierra a tristes ornamentos de la moral. Ha fomentado con tesón el anacronismo: la palabra Júpiter en la boca que cree en el Dios hebreo, la palabra Dios en la boca que cree en el generoso Azar. Ha conservado imaginaciones horribles: diosas paridas por la espuma, las seis gargantas y los dieciocho arcos de dientes de Escila, llenos de muerte negra, el perro venenoso de tres caras que cuida los dormitorios de hierro de las Euménides, una ingeniosa vaca de madera que sortea los inconvenientes de la liaison de una mujer y un toro, un anciano aquejado de elefantiasis que contrae matrimonio con su madre después de resolver una adivinanza, quimeras y amorcillos y basiliscos y fétidas harpías, un orbe de animales combinados y de obscenidades inútiles. Ha inventado el sentido histórico: recurso invulnerable, que expone la rudeza de la época para cubrir las imperfecciones de Calderón, y que venera en Calderón el más alto genio de esa época feliz, cuyo esplendor apenas imaginamos. No quiero traer más ejemplos: el amor anticuario del clasicismo es tan poderoso que un clasicismo recto, que juzgara según su propio canon y prescindiera de piedades históricas, importaría una novedad superior a cuantas nos remiten desde París, cada tantos inviernos.


Llego a la tesis formulada por Eliot. No es la vindicación o el instrumento de un gusto personal. No se propone recusar el acumulado orden clásico ni promete a sus clientes un talismán que vaticine glorias. No es una idea política, por más que su inventor quiera enardecerla contra las buenas invenciones sintácticas de Cari Sandburg o en pro del inverosímil Rostand. Su corolario —la influencia del presente sobre el pasado— es de una veracidad literal, aunque parece una travesura relativista. Pruebas no faltan. Los contemporáneos ven en el libro una generosa efusión, los descendientes un mundito especial que consta sobre todo de límites. Por obra de Barbusse y de Lawrence, las camas turbulentas de la saga de los Rougon-Macquart son de una reserva ya clásica. En cambio, Góngora, la "extrema izquierda", en el proceso literario español, era esencialmente un artífice algo menos complejo que Pope, que en el proceso literario inglés hace de Boileau. 



* Este primer párrafo puede encontrarse con variantes 

en el apartado II del ensayo Historia de la eternidad
en J. L. Borges, Historia de la eternidad, Buenos Aires, Emecé Editores, 1953


Poesía,  Revista Internacional de Poesía Buenos Aires
Vol. 1, N° 3, Entr. 2, julio de 1933

Luego en Textos Recobrados 1931-1955

© 2001 María Kodama
© Emecé Editores, 2001

Foto Borges (detalle): Picture Alliance/Effigie/Leemage  



27/6/16

Jorge Luis Borges: Isidoro Acevedo







   ¿De quién es la memoria de los días 
que fueron tuyos en el tenue tiempo 
de la ciudad perdida que seguimos 
llamando Buenos Aires? Era otra, 
con las calles de tierra y con el patio 
propicio a la diamela y a la tarde, 
y cariñosas quintas en Barracas, 
y las orillas en que entraba el campo 
y el cimbrón de la res en los corrales 
de Miserere y la caliente daga 
del mazorquero en la garganta humana. 
¿De quién serán ahora esos recuerdos 
y los otros más íntimos, abuelo, 
de Leonor tu mujer, hija de Suárez, 
el de Junín, y la pausada muerte 
de Estanislao del Campo, tu vecino, 
que fue tu amigo y sigue siendo el nuestro, 
y el caballo sudado y las patriadas 
de Cepeda y Pavón y el Puente Alsina? 
Tuyos no son, que eres apenas polvo. 
Míos no pueden ser; los entreveo 
y se van como un sueño en la alborada 
y por ventura son más míos que tuyos 
y hoy son de quien los mira en este pálido 
espejo de palabras apagadas, 
salvo que exista inconcebiblemente 
un archivo de Dios, una memoria 
de todo lo que fue desde el principio, 
que también se dilata hacia un pasado 
que no tiene principio. Mi tarea 
es rescatar lo ajeno, lo de nadie, 
lo que sólo perdura en una anécdota, 
en el daguerrotipo que se borra, 
en el mármol que cubre la ceniza. 
Soy una piedra rúnica que el tiempo 
roe y destroza en un antiguo páramo. 
Soy aquel que ha trazado una escritura 
secreta que no entiende y que ninguno 
acabará de descifrar. Dios sabe 
si llegará la sombra que la espera.



En revista Davar, Buenos Aires, Número 214, Invierno de 1970
Luego en Textos Recobrados 1956-1986 (1997)
Retrato de Borges, ©Susan Meiselas/Magnum Photos 

26/6/16

Carlos Gamerro: Borges y la tradición mística





I. Mística
Voy a partir de la suposición de que Borges arrastró durante toda su vida literaria una íntima frustración: la de no haber sido un poeta místico. Como evidencia, por ahora, voy a citar una de dos frases suyas que me han sugerido esta idea. En el epílogo a El libro de arena que es de 1975 y por lo tanto da cuenta de casi toda su vida literaria, dice, hablando de su cuento "El Congreso": "El fin quiere elevarse, sin duda en vano, a los éxtasis de Chesterton o de John Bunyan. No he merecido nunca semejante revelación, pero he procurado soñarla". Poca cosa, dirá el lector. Puede ser. Pero entre la humildad del "no he merecido" y la resignación de "he procurado soñarla", cada vez que la leo me deja una sensación de vaga tristeza. Seguramente porque quien la escribió era Borges, nada menos, un hombre al que muchos han estado y están tentados de calificar de visionario, a veces impulsados por ese mito que asocia la ceguera con la visión interior, la profecía y la clarividencia; (tengamos en cuenta que "místico" se deriva del griego µύειν, cerrar los ojos), otras veces por razones más valederas. Pero creo que una de las razones fundamentales es que al leerla, inmediatamente supe que era cierto. Borges nunca había tenido una revelación, un éxtasis como los que habían experimentado algunos de sus autores favoritos y también —esto es lo más interesante— algunos de sus propios personajes. Borges no fue un místico.
¿Qué es exactamente un místico, y cuál la experiencia que lo define como tal? Tomo la definición de Gershom Scholem, por ser un autor que Borges frecuentaba y respetaba, en el capítulo "La autoridad religiosa y la mística" de su libro La cábala y su simbolismo nos dice Scholem: "Místico es aquel al que se ha concedido una expresión inmediata, y sentida como real, de la divinidad, de la realidad última... Tal experiencia le puede haber venido por medio de un repentino resplandor, una iluminación, o bien como resultado de largas y acaso complicadas preparaciones".
El mismo Borges, en Qué es el budismo, enuncia las siguientes características que, según él, comparten la mística cristiana, islámica y budista: a) el desdén por los esquemas racionales; b) la percepción intuitiva, ajena a los sentidos; c) el conocimiento absoluto, que nos da una certidumbre cabal e irrefutable; d) la aniquilación del Yo; e) la visión del múltiple universo transformado en unidad; f) una sensación de felicidad intensa.
Yo agregaría una g) la anulación de la duración, de la sucesión temporal, o sea una entrada —así fuera temporaria— en la eternidad, porque si bien Borges no la incluye en este texto en particular, más de una vez se refiere a ella. Esta anulación de la sucesión temporal supone otra cualidad fundamental de la experiencia mística, que es su carácter no verbal —ya que el lenguaje humano, el verbal al menos, es sucesivo, es decir, inconcebible sin la duración.
La visión mística resuelve las contradicciones: desaparece la distancia sujeto-objeto, se vuelven simultáneos presente, pasado y futuro, el espacio entero cabe en un punto, o en palabras de Blake:
To see a World in a Grain of Sand
And a Heaven in a Wild Flower,
Hold Infinity in the palm of your hand
And Eternity in an hour.
Y se vuelven equivalentes lo uno y lo múltiple, el todo y la nada.
La lista de poetas místicos o visionarios es, al menos en Occidente, relativamente escasa y mayormente constante. Entre los autores que Borges frecuenta se suele tachar de místicos a Dante, Ángelus Silesius, Swedenborg, Blake, Whitman y Rimbaud. No a todos Borges les concede el título habilitante: reconoce la plena dignidad de místico a Swedenborg, y, siguiendo en esto a Emerson, lo convierte en prototipo del místico. Del místico, más que de poeta místico: ese sitial parece corresponderle a Blake ("Blake era un gran poeta, cosa que Swedenborg no era", dice Borges en los Diálogos con Osvaldo Ferrari).
Por su formación, Swedenborg no era poeta, sino hombre de ciencia; por eso sus escritos "en árido latín", al decir del poema "Emanuel Swedenborg" de Borges, nos presentan una suerte de topografía de las regiones celestiales e infernales. "Hay una diferencia esencial entre Swedenborg y los otros místicos. En el caso de San Juan de la Cruz, tenemos descripciones muy vívidas del éxtasis. Tenemos el éxtasis referido en término de experiencias eróticas o con metáforas de vino... En cambio en la obra de Swedenborg no hay nada de eso. Es la obra de un viajero que ha recorrido tierras desconocidas y que las describe tranquila y minuciosamente", dice Borges en la conferencia "Emanuel Swedenborg" de Borges, oral.
A Dante, en cambio, lo coloca —como a sí mismo— del lado de los que, sin experimentarlo, han procurado soñar un transporte semejante: "En el caso de Dante, que también nos ofrece una descripción del Infierno, del Purgatorio y del Paraíso, entendemos que se trata de una ficción literaria. No podemos creer realmente que todo lo que relata se refiere a una vivencia personal", dice Borges en la misma conferencia. A los éxtasis soñados de Dante y los suyos propios, Borges agrega las supuestas iluminaciones de Rimbaud: "Rimbaud no fue un visionario (a la manera de William Blake o de Swedenborg) sino un artista en busca de experiencias que no logró", afirma Borges en "Dos interpretaciones de Arthur Rimbaud".
Más complejo es el caso de Walt Whitman, cuyo carácter de poeta místico fue afirmado por su discípulo Richard Bucke, quien sugirió que la experiencia mística originaria, la que daría origen al poema, tuvo lugar en "una mañana de junio de 1853 o 1854" repitiéndose luego. Autoridades respetables como Gershom Scholem y Malcolm Cowley coinciden en reconocer que el origen de "Hojas de hierba" se encuentra en una serie de experiencias místicas. Y sin embargo Borges no menciona, en sus dos ensayos consagrados al autor, "El otro Whitman" y "Nota sobre Walt Whitman", una posibilidad semejante. Recién 35 años más tarde, en 1967, en su Historia de la Literatura norteamericana, Borges admite que pudo haber habido "algo": "En 1848 [Whitman] viajó con su hermano a Nueva Orleáns. Allí ocurrió algo. Hay quienes hablan de una experiencia amorosa, otros de una revelación que lo transformó hondamente".
El caso es que a Borges, Whitman le sirve para otra cosa: para plantear la diferencia entre el escritor personaje y el escritor real. Dice en "Nota sobre Walt Whitman": "...hay dos Whitman: el 'amistoso y elocuente salvaje' de Leaves of Grass y el pobre literato que lo inventó... El mero vagabundo feliz que proponen los versos de Leaves of Grass hubiera sido incapaz de escribirlos". La clave de esta renuencia de Borges a concederle a Whitman el título de poeta místico puede ser en parte psicológica. Harold Bloom afirma en El canon occidental que Borges quería ser Whitman (algo que finalmente le tocaría en suerte no a él sino a Neruda) y quizás en los tempranos ensayos de Discusión (1932) todavía no había perdido las esperanzas. Si la poesía de Whitman efectivamente tenía un origen místico, él estaba en serias dificultades; si no, todavía había esperanzas.
II. Gnoseología
¿Por qué seduce a Borges el conocimiento místico? Pienso que este interés se deriva de su escepticismo radical sobre el conocimiento humano. Para Borges, este siempre fue, es y será limitado y parcial: eso es lo que lo define. Nunca llegará el día en que tengamos certeza absoluta sobre alguna cosa, mucho menos sobre todas. De hecho, ni siquiera podemos estar seguros de que las categorías fundamentales de nuestra intuición (espacio, tiempo, yo) corresponden a la realidad. "Es aventurado pensar que una coordinación de palabras (otra cosa no son las filosofías) pueda parecerse mucho al universo", nos advierte Borges en "Avatares de la tortuga". Damos por hecho que el mundo consta de objetos, las cualidades de los objetos y las acciones que pueden llevar a cabo o sufrir... ¿Pero... el mundo es así, o lo entendemos así porque nuestra lengua clasifica todo en sustantivos, adjetivos y verbos? En "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius" nos enteramos de que en el hemisferio austral de Tlön, los idiomas no tienen sustantivos: por lo tanto "el mundo, para ellos no es un concurso de objetos en el espacio; es una serie heterogénea de actos independientes". Nuestra comprensión del mundo está determinada por nuestro pensamiento, es decir, por el lenguaje; de manera análoga, nuestra percepción del mundo está limitada por los sentidos que poseemos. "Imaginemos que el entero género humano sólo se abasteciera de realidades mediante la audición y el olfato", nos propone Borges en "La penúltima versión de la realidad", "imaginemos anuladas así las percepciones oculares, táctiles y gustativas y el espacio que estas definen... La humanidad se olvidaría de que hubo espacio".
En este cuento fundamental (me refiero, claro, a "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius") Borges nos presenta un grupo de enciclopedistas que, cansados de esta infinita falibilidad del conocimiento humano del mundo, deciden crear la enciclopedia de un mundo ilusorio o ficcional, hecho a la medida de las capacidades humanas. Previsiblemente, este mundo cognoscible pasa a reemplazar al incognoscible mundo "real": "¿Cómo no someterse a Tlön", dice "Borges" —Borges personaje—, "a la minuciosa y vasta evidencia de un planeta ordenado? Inútil responder que la realidad también está ordenada. Quizá lo esté, pero de acuerdo a leyes divinas —traduzco: a leyes inhumanas— que no acabamos nunca de percibir. Tlön será un laberinto, pero es un laberinto urdido por hombres, un laberinto destinado a que lo descifren los hombres". La empresa de los tlönistas es la más vasta y ambiciosa acometida por el género humano, pero es acometida bajo el signo de la resignación. Los tlönistas renuncian a comprender el universo de Dios (hasta entonces llamado "real") y deciden crear otro, humano, es decir, de ficción —quizá sin saber que pasará a reemplazar al otro y se volverá real.
¿Está, entonces, el conocimiento humano condenado a vagar para siempre por los laberintos del relativismo y el error? La respuesta es sí, si lo pensamos únicamente como conocimiento racional, científico o filosófico, y aun como intuitivo, es decir, meramente humano. La respuesta es no, si lo pensamos como conocimiento místico. La experiencia mística iguala el conocimiento humano al divino, permite al hombre, sea de manera temporaria o permanente, ver el mundo con el ojo de Dios; y en algunos casos, lo convierte en Dios sin más. Borges, que no pudo experimentar este contacto en carne propia, y por lo tanto hablar, como es norma entre los místicos, en primera persona, procuró, nos dice, soñarlo, es decir, experimentarlo en tercera persona, a través de sus personajes.
El ejemplo más claro es el de Tzinacán, el sacerdote maya de "La escritura del Dios" que, a la manera de los cabalistas, busca una sentencia divina que permitirá a los hombres la unión con Dios, y la encuentra cifrada en las manchas del jaguar: "Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar. Ocurrió la unión con la divinidad, con el universo (no sé si estas palabras difieren). Yo vi una rueda altísima, que no estaba delante de mis ojos, ni detrás, ni a los lados, sino en todas partes, a un tiempo.
Esa Rueda estaba hecha de agua, pero también de fuego, y era (aunque se veía el borde) infinita. Entretejidas, la formaban todas las cosas que serán, que son y que fueron, y yo era un de las hebras de esa trama total, y Pedro de Alvarado, que me dio tormento, era otra. Ahí estaban las causas y los efectos y me bastaba ver esa rueda para comprenderlo todo sin fin. ¡Oh dicha de entender, mayor que la de imaginar o la de sentir!"
III. Semiología
La revelación puede ser buscada (como en el caso de Tzinacán) o recibida por un elegido de Dios o del mero azar. Pero es ahí donde los problemas del místico recién empiezan. Tener la visión es difícil pero posible, lo que es imposible es comunicarlaEs ésta la angustia del "Borges" personaje de "El Aleph". Cuando ve el punto donde están todos los puntos del universo, siente "infinita veneración, infinita lástima" y llora. Pero recién cuando debe poner en palabras lo que vio habla de su desesperación: "Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos que presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance, prodigan los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente, al Occidente, al Norte y al Sur".
Notemos que dice "mi desesperación de escritor". En cuanto visión, la experiencia mística es completa y absolutamente satisfactoria. El ejemplo más extremo es el de Tzinacán, que encarcelado en un pozo, con todo su pueblo subyugado y quebrantado, es capaz de decir: "Quien ha entrevisto el universo, quien ha entrevisto los íntimos designios del universo, no puede pensar en un hombre, por más que ese hombre sea él. Ese hombre ha sido él y ahora no le importa. Qué le importa la suerte de aquel otro, qué le importa la nación de aquel otro, si él, ahora, es nadie. Por eso no pronuncio la fórmula, por eso dejo que me olviden los días, acostado en la oscuridad".
Transmitir, comunicar la revelación mística es una variante más compleja del conocido desafío de explicarle los colores a un ciego de nacimiento: en relación a lo que ve el místico, todos somos ciegos de nacimiento... Y donde no hay experiencia compartida, el lenguaje es impotente. Se suele decir que la experiencia mística es inefable. Lo es, pero no porque esté más allá del lenguaje... Palabras siempre pueden inventarse. Es inexpresable porque unos pocos la han tenido y la mayoría no. En los Diálogos con Osvaldo Ferrari, Borges nos habla de un encuentro con un joven monje budista que había alcanzado dos veces el nirvana: "...me dijo también: 'hay otro monje con el Cual yo puedo hablar sobre esto, porque él ha tenido esa experiencia; a usted no puedo decirle nada'. Claro, yo entendí: toda palabra presupone una experiencia compartida, porque si usted está en Canadá y habla del sabor del mate, nadie puede saber exactamente cuál es".
Bajo este signo aparece la revelación del ya mencionado "El Congreso". En este relato, un número de hombres decide, un poco a la manera de los tlönistas, fundar un congreso de representantes de la humanidad. La paradoja de una representación que sea tan compleja y completa como lo representado ya había sido explorada por Borges en el mapa del imperio que coincide con el imperio ("Del rigor en la ciencia”), en el poema La tierra de Carlos Argentino Daneri ("El Aleph") y en otros textos. Los congresistas triunfan cuando se dan cuenta de que han fracasado: lejos de poder representar al universo en su totalidad, hay que entrar en unión mística con alguna de sus partes (en las cuales está la totalidad), y así estaremos más cerca de verlo: "Las palabras son símbolos que postulan una memoria compartida. La que quiero ahora historiar es mía solamente; quienes la compartieron han muerto. Los místicos invocan una rosa, un beso, un pájaro que es todos los pájaros, un sol que es todas las estrellas, y el sol, un cántaro de vino, un jardín o el acto sexual. De esas metáforas ninguna me sirve para esa larga noche de júbilo..."
La imaginación del Aleph permite llevar al absurdo la paradoja de la incomunicabilidad de la experiencia mística, pues la premisa del relato parece ser: ¿qué si la experiencia visionaria le es otorgada a alguien que no la merece, que no tiene ningún talento para expresarla, ni siquiera para apreciarla? ¿Si en lugar de a un Shakespeare, a un Joyce o a un Borges, se la dan a un tarado como Carlos Argentino Daneri? Por eso en este relato la visión debe provenir de un objeto exterior al sujeto: sería difícil aceptar que alguien pudiera tener la capacidad espiritual de alcanzar el éxtasis y la absoluta incapacidad estética de ponerlo en palabras.
Llegado a este punto debo hacer una advertencia: la experiencia de ver el Aleph tiene algunos puntos en común con la experiencia mística, puede funcionar como análogo o modelo de la experiencia mística, pero no puede homologársele. El Aleph no es una visión interna, es un objeto externo. Para verlo no hace falta ningún tercer ojo, basta con los dos de la cara: cualquiera que se acueste en el sótano de la casa de la calle Garay puede hacerlo, hasta Daneri. En el Aleph no se ve a Dios, ni el cielo ni el infierno, apenas el universo físico —y hasta por ahí nomás, porque si bien "Borges" habla de ver el universo, su descripción abarca el planeta Tierra apenas. La visión del Aleph tampoco suministra una explicación última de los mecanismos que rigen el universo y tampoco —aunque algunos hayan afirmado lo contrario— una percepción simultánea de pasado, presente y futuro: es decir, una percepción en modo de eternidad: en el Aleph están todos los puntos del espacio, pero no todos los puntos del tiempo. Sólo en dos aspectos la visión del Aleph supera a la ordinaria: se ven todos los puntos del espacio a la vez, de manera no sucesiva sino simultánea, y se ve, también, el interior de las cosas: la sangre, el centro secreto de una pirámide, el propio esqueleto.
"En la Edad Media", afirma Borges en su prólogo a las Mystical Works de Swedenborg, "se pensó que el Señor había escrito dos libros: el que denominamos la Biblia y el que denominamos el universo". En "La biblioteca de Babel" las dos escrituras de Dios se funden en una: el universo toma la forma de una vastísima biblioteca, en la que están todos los libros, es decir el conocimiento de todas las cosas: pero la biblioteca es tan vasta que nadie puede hallar el libro que busca. También para este laberinto de libros la mística ofrece una salida, aunque el narrador no parece creer del todo en ella: "Los místicos pretenden que el éxtasis les revela una cámara circular con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la vuelta de las paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro cíclico es Dios". La otra posibilidad que se anuncia es la de un objeto que sea, como el Aleph, una fuente externa de revelación: un libro de libros que resuma y contenga a todos los libros de la biblioteca. Y junto con esta posibilidad, a través del narrador, reaparece la melancolía de un Borges excluido de semejante felicidad: "En algún anaquel de algún hexágono... debe existir un libro que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios... No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total; ruego a los dioses ignorados que un hombre —¡uno solo, aunque sea, hace miles de años!— lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno..."
En “El Zahir", relato que es en un sentido (el racional) el reverso de "El Aleph", y en otro (el místico) su complemento, el protagonista, nuevamente "Borges", se encuentra con el objeto mágico Zahir —en su caso, una moneda de veinte centavos— que una vez contemplado no puede olvidarse, y gradualmente todo su universo se resuelve (se simplifica) en él. El destino terrible de quienes han visto el Zahir parece ser el opuesto al del místico capaz de ver al universo en su casi infinita variedad: quien ve el Zahir experimenta un empobrecimiento absoluto que culmina en la idiotez o la locura. Ahí, sin embargo, estamos cometiendo el error de pensar según categorías racionales, en este caso, según la lógica de los opuestos. Porque la simplificación del universo perceptual es una de las técnicas más habituales para buscar la iluminación. Más modestamente, en todas las técnicas de meditación la mente debe concentrarse durante un tiempo más o menos prolongado en un solo objeto o proceso: la llama de una vela, la propia respiración, el cuerpo que gira, una plegaria o un sonido (el mantra).
En algún momento quizá se produzca la iluminación, o visión: ese objeto (que podemos ser nosotros mismos) se va adelgazando hasta rasgarse como si fuese el último velo que nos separa del otro lado de las cosas. En las palabras del relato: "Un comentador del Gulshan i Raz dice que quien ha visto el Zahir pronto verá la Rosa... El Zahir es la sombra de la Rosa y la rasgadura del Velo... Para perderse en Dios, los sufíes repiten su propio nombre o los noventa y nueve nombres divinos hasta que estos ya nada quieren decir... Quizá yo acabe por gastar el Zahir a fuerza de pensarlo; quizá detrás de la moneda esté Dios".
En "El etnógrafo" la incomunicabilidad toma un sesgo distinto. Un etnógrafo norteamericano se va a vivir entre los pieles rojas para conocer "el secreto que los brujos revelan al iniciado". Murdock, que así se llama, vive dos años entre los indios, como los indios, llegando a soñar en su idioma. Al cabo de un largo proceso de iniciación el brujo le comunica el secreto. De vuelta en la universidad, decide no revelarlo. Su profesor le pregunta si acaso el idioma inglés es insuficiente. Murdock contesta: "Nada de eso... podría enunciarlo de cien modos distintos y aún contradictorios... El secreto, por lo demás, no vale lo que valen los caminos que me condujeron a él. Esos caminos hay que andarlos".
IV. Ética
Así como la lógica consiste en una serie de reglas o principios para ordenar el pensamiento, la ética se concibe como una serie de reglas o preceptos para ordenar o guiar la conducta humana. En el plano ético, la certeza es tan difícil de alcanzar como en cualquier otro, si no más: vivimos y obramos en una permanente atmósfera de duda, ambigüedad y ambivalencia. El "conócete a ti mismo" está tan alejado de las posibilidades humanas como el conocimiento de cualquier otra partícula del universo: una flor, un libro, un grano de arena.
Pero nuevamente aquí, existe la posibilidad de un atajo, o salto de nivel: el conocimiento de sí como súbita revelación: algo que podría quizá llamarse la revelación ética o la unión mística con uno mismo.
Así aparece en "Biografía de Tadeo Isidoro Cruz": "Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es... A Tadeo Isidoro Cruz... ese conocimiento no le fue revelado en un libro; se vio a sí mismo en un entrevero y un hombre". En Cruz, sabemos, este momento es aquel en que decide acatar "su destino de lobo, no de perro gregario" y pelear contra sus propios hombres "junto al desertor Martín Fierro". La revelación es en primer lugar ética (el hombre sabe qué debe hacer) y en el mismo movimiento de su identidad (el hombre sabe quién es o qué es). Ambos momentos están indisolublemente ligados, tanto que quizá sean el mismo momento: el hombre sabe quién es cuando sabe qué debe hacer.
V. Erótica
Otra metáfora tradicional de la experiencia mística es la experiencia erótica, tanto que para la culminación de ambas suele usarse la misma palabra, el "éxtasis". La imaginería erótica del éxtasis místico es particularmente fuerte en la mística cristiana: la unión con Cristo, o la divinidad, suele decirse en término de la culminación del coito. En el caso de Whitman, donde la unión se da con el cosmos entero, más que con un otro humano o al menos antropomórfico, el éxtasis sexual tiende a ser (como señala Harold Bloom) el de la masturbación. Fuera de la ya citada referencia a San Juan de la Cruz, no he encontrado en mis lecturas de Borges muchas referencias a la imaginería erótica de la experiencia mística. Tampoco se refiere Borges a la búsqueda del éxtasis por medio de las sustancias psicotrópicas o alucinógenas, aunque conoce bien la obra de Aldous Huxley, y el cuento "El etnógrafo" recoge la experiencia del chamanismo indoamericano.
VI. Estética
La experiencia personal de Borges más cercana a las que aquí hemos estado tratando parece haber sido la que describe en su texto "Sentirse en muerte". En él cuenta un paseo nocturno por calles alejadas de su costumbre "casi tan efectivamente ignoradas como el soterrado cimiento de nuestra casa o nuestro invisible esqueleto". Llegado a una esquina, en un silencio sin más ruido que el "intemporal de los grillos" y "en asueto serenísimo de pensar" siente que el tiempo no ha pasado por allí, se dice "estoy en el mil ochocientos y tantos", y luego: "Me sentí muerto, me sentí percibidor abstracto del mundo; indefinido temor imbuido de ciencia que es la mejor claridad de la metafísica. No creí, no, haber remontado las presuntivas aguas del Tiempo; más bien me sospeché poseedor del sentido reticente o ausente de la inconcebible palabra eternidad". Este "momento de eternidad" en el que ha brevemente entrado le permite dudar de la existencia objetiva del tiempo. El tiempo, fácilmente refutable en lo sensitivo, no lo es también en lo intelectual, de cuya esencia parece inseparable el concepto de sucesión. Quede, pues, en anécdota emocional la vislumbrada idea y en la confesa irresolución de esta hoja el momento verdadero de éxtasis y la insinuación posible de eternidad de que esa noche no me fue avara".
Aquella vez Borges parece haber pisado el umbral de una revelación, y lo que alcanzó a vislumbrar permaneció, entonces, dentro del terreno de lo comunicable. La experiencia mística parcial, o momentánea, paradójicamente puede ser más dócil para su representación poética, que la experiencia mística total y completa. Porque de esta no puede hablarse, o si se habla, el resultado suele ser un balbuceo inepto (Scholem habla del carácter amorfo de la experiencia mística, diferenciándola así del don profetice», que es un don de palabras). Una experiencia mística verdadera es intransmisible y cuando se intenta hacerlo lo inepto del resultado puede llevar, paradójicamente, a sospechar que el pretendido místico es un farsante.
En "El acercamiento a Almotásim" este riesgo se elude mediante una astucia narrativa. El cuento se presenta como la reseña o resumen de una novela de igual título en la cual un peregrino —un estudiante de Bombay— busca a través de la casi infinita geografía humana de la India a un hombre de luz, un iluminado llamado Almotásim. De su "segunda versión" —la que "decae en alegoría"— se nos dice que "los puntuales itinerarios del héroe son de algún modo los progresos del alma en el ascenso místico". En último término de este ascenso es el más problemático: ¿cómo contar, cómo mostrar al "hombre que se llama Almotásim" sin decepcionar al lector? Borges y su autor ficcional, Mir Bahadur Alí, sortean con elegancia el dilema: "Al cabo de los años el estudiante llega a una galería 'en cuyo fondo hay una puerta y una estera barata con muchas cuentas y atrás un resplandor'. El estudiante golpea las manos una y dos veces y pregunta por Almotásim. Una voz de hombre —la increíble voz de Almotásim— lo insta a pasar. El estudiante descorre la cortina y avanza. En ese punto la novela concluye". La revelación mística siempre está del otro lado de esa puerta, de ese umbral, donde terminan el lenguaje y la literatura. Un hombre puede pasar esa cortina, pero al hacerlo ha quedado fuera de nuestro alcance, se ha salido del relato. Aunque vuelva, lo que haya visto del otro lado no puede contárnoslo. Otro cuento de Borges, "El fin" nos pone cerca de ese umbral donde la experiencia estética, esta vez de la naturaleza, tiembla en el límite de la experiencia trascendente: "Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música..."
Llegamos así a la segunda de esas dos frases que me sugirieron la idea de un Borges nostálgico de la experiencia que nunca tuvo. Se encuentra en "La muralla y los libros". En ese texto, Borges señala que el mismo hombre que ordenó la edificación de la muralla china, el emperador Shih Huang Ti, fue el mismo que ordenó se quemaran todos los libros anteriores a él. La conjunción de ambas operaciones en un solo hombre parece sugerir un sentido que, admite Borges, sistemáticamente se le escapa, y luego de muchas conjeturas, resignadamente comenta: "...es verosímil que la idea nos toque de por sí, fuera de las conjeturas que permite... La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizás, el hecho estético".
Aquí, Borges está definiendo (con la resignada y tentativa humildad de ese "quizá") al hecho estético —y por lo tanto a la belleza— como el lado de acá de la mística, lo que se encuentra en el umbral (en las orillas, estaríamos tentados a decir) de la experiencia visionaria. Y al leerla no puedo dejar de sentir, nuevamente, el tono entre triste y resignado de quien la escribe. Borges no proclama la continuidad entre estética y mística con el orgullo y la exaltación de quien ha descubierto una gran verdad, sino con la calma resignación de quien se sabe condenado a permanecer del lado de acá, del lado del hecho estético —que se sitúa en el punto donde el deseo está al borde de alcanzar su culminación, que tiembla permanentemente en el umbral de la revelación.
Así también se explica, y parece natural, que Borges haya sido capaz de poner en palabras, mejor que muchos místicos, la experiencia del éxtasis. La pudo poner en palabras porque no la había vivido. Es (ahora podemos entenderlo mejor) lo que había tratado de decirnos sobre Whitman. En las palabras del relato "El otro", "si Whitman la ha cantado es porque la deseaba y no sucedió. El poema gana si adivinamos que es la manifestación de un anhelo, no la historia de un hecho". A quien la ha vivido, le basta con haberla vivido. Quien no, necesita construirla con palabras, crear un análogo verbal de la experiencia que le ha sido negada. De aquí quizá provenga esa insatisfacción que nos parece inherente a la condición del artista, a diferencia del místico, que no puede concebirse sin la plenitud.
Esa tensión de la experiencia estética en el límite de la revelación, es la misma que encontramos en cada una de las frases de Borges, en las que el lenguaje está llevado al límite de sus posibilidades sin ir más allá de ellas, está llevado a ese umbral que lo potencia al máximo sin volverlo —como sí lo vuelve la experiencia mística lograda— impotente. La frustración del Borges místico es, aquí, la realización del Borges poeta. Su pérdida (si la hubo) es nuestra ganancia.



Carlos Gamerro [+] : El nacimiento de la literatura argentina y otros ensayos
Buenos Aires, Grupo Editorial Norma, 2006

Foto: Caricatura de Borges y foto de Carlos Gamerro


25/6/16

María Kodama y Borges todo el año









Gary Vila Ortiz: Almotásim ha desaparecido







La primera edición de El Jardín de senderos que se bifurcan, que edita Sur en 1941, está compuesta de tan sólo cinco relatos. En 1944 una segunda edición, de Sur también, modifica el título, lo que es una lástima, y se llama Ficciones. Se recogen allí, las cinco piezas de 1941, se agregan unos cuantos textos más, entre ellos El acercamiento a Almotásim o en lugar de a Almotásim, de Almotásim. Las dos versiones del título son válidas, nos parece. Ana María Barrenechea nos dice "que es el comentario de un libro ficticio con un subtítulo imaginativo, significativo: A Game Whit Shifting Mirrors". La estudiosa de Borges lo aproxima a La Biblioteca de Babel por su tema. Almotásim sigue apareciendo en El jardín de senderos que se bifurcan hasta 1953. En las ediciones, al menos en las que conocemos, hechas en inglés, por ejemplo la de Allen Lane. The Penguin Press, se sigue, con buen criterio, al colocar al texto sobre Almotásim como una ficción y no como un ensayo. Se la ignora en Labyrinths (Penguin Books, 1970) con prólogo de Andre Maurois. La edición es de Donald Yates y James Irby. El mismo Borges en su Nueva antología personal (1967), entre los diez relatos que elige, se encuentra El acercamiento a Almotásim. Aun cuando creo que en Borges, su obra, ya sean sus poemas, sus ensayos, sus narraciones, hasta sus críticas y prólogos, parecen coincidir en un único punto, ese que es el esencial en la concepción borgiana del mundo y del hombre en ese mundo de laberintos, espejos, amores, tigres y juegos con la filosofía, nos parece que la historia de Almotásim es un relato. ¿Por qué en las nuevas ediciones se lo vuelve a incluir en Historia de la eternidad? Lo ignoro. ¿Acaso una disposición de Borges? No lo creemos, cuando, como apuntamos, el autor lo incluye entre sus relatos.

Recordemos las palabras de Borges: "Mi cuento siguiente (el primero, es sabido, fue Hombre en la esquina rosada), El Acercamiento de Almotásim, escrito en 1935, es a la vez un invento y un pseudo ensayo. Fingía ser la reseña de un libro publicado por primera vez en Bombay, tres años antes. Doté a su segunda y apócrifa versión como un editor real, Víctor Gollancz, y con un prefacio de Dorothy Sayers. Pero autor y libro son enteramente de mi invención. Aporté el argumento y ciertos detalles de algunos capítulos pidiendo cosas prestando a Kipling e introduciendo a un místico persa del siglo XII y luego puntualicé cuidadosamente sus limitaciones. El cuento apareció al año siguiente en un volumen de ensayos, Historia de la eternidad, junto a un artículo sobre el Arte de injuriar. Quienes leyeron El acercamiento a Almotásim, creyeron en lo que decía, y uno de mis amigos llegó a ordenar la compra de un ejemplar en Londres. No fue hasta 1942 que lo publiqué abiertamente como cuento en El jardín de senderos que se bifurcan. Quizá fui injusto con ese texto; ahora me parece que pronostica y hasta fija la pauta de otros cuentos que de alguna manera me estaban esperando, y en las que se basó mi reputación como cuentista".

Es curioso agregar que el amigo que pidió el libro a Gollancz era nada menos que Adolfo Bioy Casares. En lo que hace al relato me parece indudable que no se trata de que él (Borges) es el que lo omita. ¿Quién? Tal vez no interese demasiado. Pero una declaración como la de Borges (que hace en su autobiografía) es demasiado clara para que ese, su segundo cuento, sea eliminado de las ediciones de El jardín de senderos que se bifurcan.

Cuando Borges hablaba de aquellos escritos que Kafka había pedido a su amigo Max Brod que los quemara, dice que Brod cometió, al publicarlos, una desobediencia feliz. Con Borges, luego de muerto, se publicaron obras que él no quiso reeditar en vida. Creo que ha sido importante esa reedición. Con Borges entiendo que se han cometido desobediencias felices. Pero en ocasiones se ha utilizado un criterio equivocado. El relato sobre Almotásim pertenece mucho mas al mundo de las ficciones borgianas que al de sus ensayos.

Tal vez quien utilizó los apócrifos de Borges con mayor talento fue José Saramago en El año de la muerte de Ricardo Reis. No sólo juega con los apócrifos (que son más que eso, como el Abel Martín y Juan de Mairena de Machado o el Fradique Mendes de Eça de Queiroz) sino que uno de los protagonistas se encuentra leyendo un apócrifo de Borges. Alguien podrá decir que se trata de un juego intrascendente. Podría agregarse que no ha sido superado. Se podría decir que es un complicado ajedrez (quizá mas complicado que el inventado por Xul Solar) y que en realidad nadie sabe quién es el que en realidad mueve las piezas. Y eso, mejor así, nunca lo sabremos. Quizá solamente Almotásim.


Texto y retrato de Borges (sin atribución)

24/6/16

Francisco Álvez Francese: Apuntes sobre Borges






Borges en su red De los autores americanos del siglo XX, probablemente sea Borges el más citado, el más nombrado y, ojalá, el más leído. Su nombre se asocia con complejidad, con erudición, con laberintos, tigres y duelos a cuchillo; también con una ceguera mítica, con la timidez en la palabra, con cierto pensamiento pretendidamente conservador. Algunos, los más despistados, lo asociarán con unos pobrísimos poemas que se le atribuyen falsamente y que, en algún momento, llegaron a entregarse por una moneda en fotocopias en los ómnibus de Montevideo. Otros, con algunas frases o personajes que se le unen de modos extraños. Así, uno puede oír sentencias como: “odiaba el sexo, porque una vez dijo ‘los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los hombres’”, que no tienen en cuenta que quien dijo eso no fue exactamente Borges, sino un personaje llamado Bioy que citaba (mejorando) la enciclopedia de un mundo inventado; otros citarán, por ejemplo, a Pierre Menard sin pensar que es, no la síntesis de la poética borgesiana, sino la parodia de cierta literatura y, más concretamente, como ha dicho Juan José Saer, una caricatura de Paul Valery.

Si, de cierto modo, en algunos textos preconizó la invención de Internet, también preconizó su caos acumulativo, su despersonalización, su dispersión inmensa en el vacío. Basta pensar en “La biblioteca de Babel” o “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, que William Gibson llamó “una fábula sobre la ficción pura” y que los creadores de Wikipedia citan como antecedente. Así, una serie de malentendidos lo rodean. Algunos inocentes, otros definitivamente malvados, que hacen que, para llegar a Borges —a un Borges más o menos incontaminado— haya que desarmar densas capas de interpretación (maliciosa o brillante), de prejuicios (fundados o espurios), de años y años de lectura y de exposición mediática de un hombre que, como en la escena más recordada de The Lady of Shanghai, huye en sus reflejos. Basta leer atentamente sus cuentos, por empezar por algún sitio, para asombrarse por la cantidad de referencias sexuales que hay en ellos (se puede pensar, por ejemplo, en “La noche de los dones”, “La intrusa” o en “El Aleph”, en cuyo centro hay también un incesto) y, para los que aún nieguen un Borges interesado por la política y sostengan la imagen del evadido y del torremarfilista, alcanzará la lectura del “Poema Conjetural”, de “El simulacro” o, cómo no, de “La fiesta del Monstruo”, cuento escrito junto a su amigo Adolfo Bioy Casares en clave paródica, al estilo de "El matadero" de Esteban Echeverría o “La refalosa” de Hilario Ascasubi.

Es claro, por otro lado, que con estos equívocos tiene que luchar toda obra que pretenda su permanencia en el tiempo, de todo autor que apunte, como lo hizo Borges, a superar la inmediatez que a veces es también banalidad.
(Per)versiones de un clásico

“Hombre de la esquina rosada”, uno de sus cuentos más famosos, perdura como un centro esquivo en el canon borgesiano, en tanto conjuga una variedad de problemáticas que serán centrales para cierta lectura amplia de su obra en conjunto. En la superficie tenemos un cuento realista que narra el duelo a cuchillo en la orilla bonaerense, a fines del siglo XIX, entre un hombre del Norte y otro del Sur de la provincia. Sólo que el duelo no existe, sólo que los personajes son idealizados y estereotípicos, sólo que toda la acción pasa como un sueño dirigido. Es a la vez su primer cuento y su fantasma más persistente y volver a él es volver a la génesis del Borges cuentista, del Borges obsesionado con lo que denominó “la secta del cuchillo y del coraje”. Pensar en “Hombre de la esquina rosada” es pensar en “Leyenda policial”, la primera versión del cuento, es pensar en las dos traducciones diversas que hizo Norman Thomas di Giovanni junto al autor, es pensar una manera de entender la traducción como mejoramiento del original, de ver la literatura como diálogo de textos, como reescrituras, como palimpsesto.
Para dar cierta claridad vale detenerse en un pequeño poema en prosa, o ensayo poético, que está en El oro de los tigres y que se llama “Los cuatro ciclos”. En ese texto Borges piensa las historias desde un punto de vista original, es decir, no solo en el sentido de inédito, sino porque refiere al origen, y establece cuatro líneas, cuatro Ur­historias: la del sacrificio de un dios (piénsese en Jesús), la de una busca (piénsese en el capitán Ahab), la del regreso (piénsese en Ulises) y la otra, que dejo para el final por motivos de suspenso pero que él ubica al principio por ser la más antigua, “la de una fuerte ciudad que cercan y defienden hombres valientes”. Si pensamos de un modo esquemático en “Hombre de la esquina rosada” podemos ver los elementos que lo subyacen, como a Invasión, la maravillosa película de Hugo Santiago (con guión de Borges y Bioy Casares).
Todo está en ese cuento: la ciudad fuerte (en este caso el baile de Julia), los hombres valientes (el Corralero, el Inglés). Y está también el cobarde, el que es menos que un hombre, el que se pierde porque no se resigna a su destino, el que supera el maleficio del nombre y deja por eso de existir.

El querer ser otro

Borges se desvive, en toda su obra, por expresar el deseo terrible de dilución del hombre en la masa, casi como una pulsión a mitad de camino entre lo divino y lo demoníaco. Esta fuerza conduce a los personajes como un mandamiento, y su rebeldía los expulsa del clan, de la manada social, o los mata. De un lado está Rosendo Juárez, del otro Juan Dahlmann.
En su poesía, también, ese querer ser otro toma un claro matiz teatral importado directamente de los monólogos dramáticos de Robert Browning. Así, Borges encarna la figura de sus artistas y filósofos admirados o temidos (Gracián, Whitman, Spinoza, Jonathan Edwards, Góngora) y así es cuando más sincera, más autorreferencial, más íntima se vuelve su poesía: en un gesto supremo de la timidez y de la discreción, Borges sólo es Borges cuando se llama Averroes o Virgilio.

Su obra poética, cuando es buena, es un despojamiento de la individualidad, un manifiesto contra la autoexpresión y el afán mimético, contra la poesía confesional, amanerada. Es la poesía del hombre después del hombre.
El centro secreto El deseo de aniquilación, entonces, es una de las constantes más fuertes en una obra tan proteica como la de Borges. Todo lo impregna ese subtexto, ese descreimiento en la “mitología del yo”: su odio al gesto romántico, a la novela realista, al psicoanálisis; su amor por las novelas policiales y las películas de cowboys; su descreimiento en regímenes personalistas como el nazismo, del que vio un doble en Perón; su desinterés por lo que él llamaba “estilo”. De este modo, Borges funda de las ruinas del sujeto moderno una literatura que tiende, como prácticamente ninguna otra, a la abstracción total. Un cuento idealista y perfecto que se asienta en un argumento sólido, un lenguaje muy trabajado y que, como las fábulas de Kafka, sirve como ilustración de una teoría, y a veces también como parodia. Sin embargo, esto no quita una elaboración delicada de personajes, que son a veces simples, pero no por eso menos plásticos, menos sólidos, menos imaginables.

Borges define en pocas líneas un destino, lo mínimo indispensable. A veces nos priva de un rostro para reforzar el pensamiento de que todos los hombres pueden ser un hombre. En el instante de la muerte, en “Una rosa amarilla”, Dante, Homero y Marino son uno sólo, porque los tres alcanzan a vislumbrar algo tras el velo. Así, el que se mira al espejo se pierde porque no ve nada, porque no hay nada para ver. Borges funda así una poética de la ausencia, y por eso es enaltecido por los pensadores estructuralistas y postmodernos, que no entienden (o no quieren entender) que él no es uno de ellos.

De hecho, cuando dice, por ejemplo que “Las ruinas circulares” y “El Golem” o “El desafío” y “Hombre de la esquina rosada” son un mismo texto, está desacreditándolos. Porque para él el centro no es una forma, no es una estructura, sino una fábula, el mito original. La conquista

Borges fue, ante todo, un revolucionario. Leyó de forma despreocupada, refractaria a todo esnobismo, leyó, sobre todo, por placer. Fue un hombre de principios que defendió su gusto ante “lo decente” o lo esperable y que no se rindió ante los lineamientos de la moda o la corrección. Si estaba en lo cierto o equivocado, eso es otra cosa, pero nos legó un ejemplo de pensador independiente y absoluto que no distinguía entre una cultura “alta” y una “baja”, que se emocionaba con una milonga y con Shakespeare sin olvidar qué corresponde a cada cosa, sin mezclarlas ni confundir, y sin las afectaciones sensibleras típicas de ciertos populismos.

Reducir su obra a una fría búsqueda de la perfección técnica, o a una intelectualización excesiva del mundo no sólo es injusto: es también falso. Borges no escribe difícil, escribe sobre asuntos complejos. Y lo hace de la manera más precisa y clara que ha visto nuestra lengua. Si uno recorre con cuidado las, a menudo, cuatro o cinco páginas que ocupan sus minúsculas obras de arte, no puede sino maravillarse. Leyendo durante toda su vida del inglés, Borges logró cosas que no se sabían posibles en castellano. No sólo barrió con los tics que aquejaban a una literatura esclerosada, sino que fundó una nueva forma de escribir, una nueva forma de posicionarse frente a la tradición y conquistó para nosotros la historia del universo.


Escrito con motivo de los treinta años de la muerte de Borges
Una versión de este texto fue publicada con el título "Ecos de un nombre" en la diaria el 17 de junio de 2016
Se enlazan en ésta las referencias a publicaciones anteriores del blog
Francisco Alvez Francese FB 
Imagen: Fotograma de Invasión. Dir. Hugo Santiago (1969) sobre libro de JLB



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