2/3/16

Jorge Luis Borges: El cinematógrafo, el biógrafo (1929)






Alguna vez algunos dijimos biógrafo; ahora, generalmente, el cinematógrafo. El término primero murió; acaso lo quería más ruidoso la notoriedad, acaso lo amenazaba la insinuación de Boswell o de Voltaire, peligrosa de alta. No lamentaría yo ese fallecimiento (similar a miles de otros en la necrología continua de la semántica) si las palabras fueran símbolos desinteresados. Desconfío que no lo son, que hacen contrabando de pareceres, de consejos, de condenaciones. Toda palabra implica un argumento que es posiblemente un sofisma. Aquí, sin entrar a discutir cuál es el mejor, es fácil observar que el proyecto de la palabra "cinematógrafo" es mejor que el de "biógrafo". Este, si mi griego adivinatorio no me traiciona, quiere ser escritura de la vida; aquél, sólo del movimiento. Las dos ideas, aunque reducibles a identidad por tarea dialéctica, implican orientaciones distintas; diversidad que me autoriza a diferenciarlas y a significar una cosa por cinematógrafo y otra por biógrafo. Aseguro a mi lector que esa distinción, limitada a esta página, no es mayormente perjudicial.

Cinematógrafo es la grafía del movimiento, señaladamente en sus énfasis de rapidez, de solemnidad, de tumulto. Esa operación fue propia de los orígenes, cuya sola materia fue la velocidad; irrisoria en el aturdido infeliz que al disparar sabía llevarse por delante andamios y muebles, épica en la polvareda de "cowboys". Es peculiar también, por malicia paradójica de los hechos, del llamado cinematógrafo de vanguardia; institución que se reduce a alimentar, con más enriquecidos medios, el mismo azoramiento antiguo. Al espectador primitivo lo pudo maravillar un solo jinete; a su equivalente de ahora le basta con muchísimos o con la superpuesta visión de un ferrocarril, de una columna de trabajadores, de un barco. La sustancia de la emoción es igual: es de pasmo burgués ante las diabluras que hacen las máquinas, es la que inventó el nombre desproporcionado "linterna mágica" para el juguete presentado por Atanasio Kircher en su Ars magna lucis et umbrae. Para el espectador, es mero azoramiento bobo de técnica; para el fabricante es una holgazanería de la invención, un aprovechar la fluencia de imágenes. Su inercia es comparable a la de los escritores métricos, tan auxiliados por la continuidad sintáctica, por la escalonada deducción de una frase de otra. De esa continuidad se valen los payadores también. Escribo sin mayor desprecio: no se puede probar decisivamente que el pensamiento —el nuestro, el de Schopenhauer, el de Shaw— sea de más independiente albedrío. A Federico Mauthuer creo deber la posesión de esta duda.

Eliminado para nuestro alivio el cinematógrafo, lo sucede el biógrafo. ¿Cómo reconocerlo, entreverado en muchedumbre inferior? El procedimiento más rápido es el de buscar los nombres de Charlie Chaplin, de Emil Jannings, de George Bancroft, de algunos dolorosos rusos. Es eficiente, aunque demasiado contemporáneo, circunstancial. El de aplicación general (aunque no adivinador como el otro) puede ser formulado así. Biógrafo es el que nos descubre destinos, el presentador de almas al alma. La definición es breve; su prueba (la de sentir o no una presencia, un acuerdo humano) es acto elemental. Es la reacción que todos nosotros usamos para juzgar libros de invención. Novela es presentación de muchos destinos, verso o ensayo es presentación de uno solo. (El poeta o escritor de ensayos es novelista de un solo personaje que es él; los doce volúmenes de Enrique Heine sólo están habitados por Enrique Heine, la obra de Unamuno por Unamuno. En cuanto a los poetas dramáticos —Browning, Shakespeare— y los ensayistas de modo narrativo —Lytton Strachey, Macaulay— son novelistas íntegramente, sin otra diferencia que su menos disimulada pasión). Repito, biógrafo es el que nos agrega personas. El otro, el no biógrafo, el cinematógrafo, está desierto, sin otro sucedáneo de vidas, que fábricas, maquinaria, palacios, cargas de caballería y otras alusiones a la realidad o generalidades fáciles. Es zona inhabitable, cargosa.

Recurrir a Chaplin, para la vindicación perfecta del biógrafo, es obligación que me gusta. No creo haya invenciones más agraciadas. Ahí está su temblorosa epopeya The gold rush, título bien repetido en francés por La ruée vers For y mal en español por La quimera del oro. Recoge uno de tantos minutos. Chaplin, fino compadrito judío, sigue vertiginosamente un camino estrecho, con la pared de la montaña de un lado y el despeñadero del otro. Surge todo un oso y lo sigue. Chaplin, distraído angelicalmente, no se ha fijado. Continúan así unos pocos segundos, que son insostenibles: la fiera casi husmeándole los talones, el hombre haciendo equilibrio con el bastón, con la requintada galera y casi con el negro bigote lineal. El espectador está viendo venir un zarpazo y el despertar despavorido de Chaplin. En eso llega el oso a su cueva y el hombre sigue su camino sin haber visto nada. La situación ha sido resuelta —o disuelta— mágicamente: eran dos los distraídos en lugar de uno. Dios esta vez no ha sido menos delicado que Chaplin. Escribo otro incidente, edificado también sobre la distracción. Chaplin, enlevitado, incómodo, vuelve millonario de Alaska. Hay peligro de que lo sintamos demasiado triunfal, demasiado parecido a sus dólares. Lo recibe un vapor que parece estar tripulado exclusivamente por fotógrafos adulones. Sobre la cubierta, Chaplin cruza entre filas admirativas. De golpe, ángel guarango, advierte un pucho retorcido en el suelo: se inclina y lo recoge. ¿No es de santo esa distracción? Cada escena de La quimera del oro está así cargada. Además, el destino de Chaplin no es allí el único y eso lo diferencia de los otros puro monólogos de su inventor: El pibe, el circo, Jim, el descubridor de una montaña de oro y que ya no sabe dónde es y que atorra por los burdeles con ese trastornado recuerdo e insobornable olvido; Georgia, la bailarina sin otra fidelidad que su imperiosa belleza, leve sobre la tierra; Larsen, el hombre cuyo saludo es una descarga, el hombre resignado a ser malo, el hombre poseído por esa inocencia mortal de la depravación, son enteros destinos.

Chaplin es el narrador de sí mismo, vale decir el poeta, que tiene el biógrafo; Jannings, su novelista múltiple. No puedo transcribir nada de él: su vocabulario vivo de gestos, su directo idioma facial, no me parece traducible a otro alguno. Jannings, además de las agonías de la tragedia, sabe rendir estrictamente lo cotidiano. Sabe no sólo agonizar (tarea fácil o de fácil simulación, por ser de verificación improbable) sino vivir. Su estilo, hecho incesantemente de realizaciones minúsculas, es tan sin ostentación y tan eficaz como el de Cervantes o Butler. Sus personajes —el opaco montón de sensualidad en Tartufo, siempre con el breviario pequeñísimo ante los ojos como un antifaz irrisorio; el emperador en Quo Vadis, aborrecible de afeminamiento y gruesa vanidad; el varón justo de la metódica dicha, el cajero Schilling, el gran señor en La última orden, no menos devoto de la patria que sabedor de su flaqueza y enredos— son caracteres diversísimos, tan incomunicados entre sí que ni podemos imaginarlos comprendiéndose. ¡Qué irónico desinterés del general por la tragedia chabacana de Schilling: qué anatemas proféticos (redactados en el heroico alemán de Martín Lutero) no le arrojaría éste a Nerón!

Para morir no se necesita más que estar vivo, le oí decir con indiscutibilidad a una criolla. Añado que ese preliminar es indispensable y que la cinematografía alemana —tan desinteresada de personas como buscadora de simetrías y de símbolos— suele omitirlo con ligereza mortal. Quiere conmovernos con el general fracaso o martirio de muchedumbres que antes no hemos visto vivir y que están desfamiliarizadas aún más por su aspecto de bajo relieve y su proporción. Ignora que la muchedumbre es menos que el hombre, levanta un bosque para disimular la falta de un árbol. Pero en el arte, como en la narración diluviana, no importa la perdición de la humanidad, siempre que la pareja humana concreta se quede con el mundo. Defoe dividiría por dos este ejemplo y reemplazaría: Siempre que Robinson.




* La Prensa, Buenos Aires, 28 de abril de 1929
Luego en Textos recobrados 1919-1929
Buenos Aires, Sudamericana, 2011

Imagen: Borges. Xilografía de Elbio Fernández. Bs. As. 1966
en Horacio Jorge Becco: Jorge Luis Borges. Bibliografía total 1923-1973
Buenos Aires, Casa Pardo S.A., 1973




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