11/9/14

Jorge Luis Borges: Prólogo a «Facundo» de Domingo Faustino Sarmiento





Único en el siglo XIX y sin heredero en el nuestro, Schopenhauer pensaba que la historia no evoluciona de manera precisa y que los hechos que refiere no son menos casuales que las nubes, en las que nuestra fantasía cree percibir configuraciones de bahías o de leones. (Sometimes we see a cloud that's dragonish, leemos en Antonio y Cleopatra.) La historia es una pesadilla de la que quiero despertarme, confirmaría James Joyce. Más numerosos, por supuesto, son los que perciben o declaran que la historia encierra un dibujo, evidente o secreto. Básteme recordar, un poco al azar de la pluma, los nombres del tunecino Abenjaldún, de Vico, de Spengler y de Toynbee. El Facundo nos propone una disyuntiva —civilización o barbarie— que es aplicable, según juzgo, al entero proceso de nuestra historia. Para Sarmiento, la barbarie era la llanura de las tribus aborígenes y del gaucho; la civilización, las ciudades. El gaucho ha sido reemplazado por colonos y obreros; la barbarie no sólo está en el campo sino en la plebe de las grandes ciudades y el demagogo cumple la función del antiguo caudillo, que era también un demagogo. La disyuntiva no ha cambiado. Sub specie aeternitatis, el Facundo es aún la mejor historia argentina.

Hacia 1845, desde su destierro chileno, Sarmiento pudo verla cara a cara, acaso en una sola intuición. Es lícito conjeturar que el hecho de haber recorrido poco el país, pese a sus denodadas aventuras de militar y de maestro, favoreciera la adivinación genial del historiador. A través del fervor de sus vigilias, a través de Fenimore Cooper y el utópico Volney, a través de la hoy olvidada Cautiva, a través de su inventiva memoria, a través del profundo amor y del odio justificado, ¿qué vio Sarmiento?

Ya que medimos el espacio por el tiempo que tardamos en recorrerlo, ya que las tropas de carretas tardaban meses en salvar los morosos desiertos, vio un territorio mucho más dilatado que el de ahora. Vio la contemporánea miseria y la venidera grandeza. La conquista había sido superficial, la batalla de San Carlos, que fue acaso la decisiva, se libraría en 1872. Hubo sin duda tribus enteras de indios, ante todo hacia el Sur, que no sospecharon la amenaza del hombre blanco. En las llanuras abonadas por la hacienda salvaje que nutrían, procreaban el caballo y el toro. Ciudades polvorientas, desparramadas casi al azar —Córdoba en un hondón, Buenos Aires en la barrosa margen del río—, remedaban a la distante España de entonces. Eran, como ahora, monótonas: el tablero hispánico y la desmantelada plaza en el medio. Fuimos el virreinato más austral y más olvidado. De tarde en tarde cundían atrasadas noticias: la rebelión de una colonia británica, la ejecución de un rey en París, las guerras napoleónicas, la invasión de España. También, algunos libros casi secretos que encerraban doctrinas heterodoxas y cuyo fruto fue cierta mañana del día 25 de Mayo. Es costumbre olvidar la significación intelectual de las fechas históricas; los libros a que aludo fueron leídos con fervor por el gran Mariano Moreno, por Echeverría, por Várela, por el puntano Juan Crisóstomo Lafinur y por los hombres del Congreso de Tucumán. En el desierto, esas casi incomunicadas ciudades eran la civilización.

Como en las demás regiones americanas, desde Oregón y Texas hasta el otro confín del continente, poblaba las campañas un linaje peculiar de pastores ecuestres. Aquí, en el sur del Brasil y en las cuchillas del Uruguay, se llamaron gauchos. No eran un tipo étnico: por sus venas podía o no correr sangre india. Los definía su destino, no su ascendencia, que les importaba muy poco y que, por lo general, ignoraban. Entre las veintitantas etimologías de la palabra gaucho, la menos inverosímil es la de huacho, que Sarmiento aprobó. A diferencia de los cowboys del Norte, no eran aventureros; a diferencia de sus enemigos, los indios, no fueron nunca nómadas. Su habitación era el estable rancho de barro, no las errantes tolderías. En el Martín Fierro se lee:

Es triste dejar sus pagos
y largarse a tierra agena
llevándose la alma llena
de tormentos y dolores,
mas nos llevan los rigores
como el pampero a la arena.

Las correrías de Fierro no son las de un aventurero; son su desdicha.

La literatura gauchesca —ese curioso don de generaciones de escritores urbanos— ha exagerado, me parece, la importancia del gaucho. Contrariamente a los devaneos de la sociología, la nuestra es una historia de individuos y no de masas. Hilario Ascasubi, que Sarmiento apodaría «el bardo plebeyo, templado en el fuego de las batallas», celebró a Los gauchos del Río de la Plata, cantando y combatiendo hasta postrar al tirano Juan Manuel de Rosas y a sus satélites, pero podemos preguntar si los gauchos de Güemes, que dieron su vida a la Independencia, habrán sido muy diferentes de los que comandó Facundo Quiroga, que la ultrajaron. Fueron gente rudimentaria. Les faltó el sentimiento de la patria, cosa que no debe extrañarnos. Cuando los invasores británicos desembarcaron cerca de Quilines, los gauchos del lugar se reunieron para ver con sencilla curiosidad a esos hombres altos, de brillante uniforme, que hablaban un idioma desconocido. Buenos Aires, la población civil de Buenos Aires (no las autoridades, que huyeron) se encargaría de rechazarlos bajo la dirección de Liniers. El episodio del desembarco es notorio y Hudson lo comenta.

Sarmiento comprendió que para la composición de su obra no le bastaba un rústico anónimo y buscó una figura de más relieve, que pudiera personificar la barbarie. La halló en Facundo, lector sombrío de la Biblia, que había enarbolado el negro pendón de los bucaneros, con la calavera, las tibias y la sentencia Religión o Muerte. Rosas no le servía. No era exactamente un caudillo, no había manejado nunca una lanza y ofrecía el notorio inconveniente de no haber muerto. Sarmiento precisaba un fin trágico. Nadie más apto para el buen ejercicio de su pluma que el predestinado Quiroga, que murió acribillado y apuñalado en una galera. El destino fue misericordioso con el riojano; le dio una muerte inolvidable y dispuso que la contara Sarmiento.

A muchos les interesan las circunstancias en que un libro fue concebido. Hará treinta y cinco años, Alberto Palcos halagó metódicamente esa curiosidad, que sin duda es legítima. Transcribo su catálogo:

1. Desprestigiar a Rosas y al caudillismo y, por ende, al representante de aquél en Chile, motivo ocasional de la obra.

2. Justificar la causa de los emigrados argentinos o, para emplear el vocablo del propio Sarmiento, santificarla.

3. Suministrar a los últimos una doctrina que les sirviese de interpretación y de incentivo en la lucha y una gran bandera de combate: la de la Civilización contra la Barbarie.

4. Patentizar sus formidables aptitudes literarias en una época en que éstas se acercaban a su apogeo, y

5. Incorporar su nombre a la lista de las primeras figuras políticas proscriptas, en previsión del cambio fundamental a sobrevenir apenas desapareciese la tiranía.

Viejo lector de Stuart Mill, acepté siempre su doctrina de la pluralidad de las causas; el índice de Palcos no peca, a mi entender, de excesivo, pero sí de incompleto y superficial. Según lo declara el compilador, se atiene a los propósitos de Sarmiento, y nadie ignora que tratándose de obras del ingenio —el Facundo ciertamente lo es— lo de menos son los propósitos. El ejemplo clásico es el Quijote; Cervantes quiso parodiar los libros de caballería, y ahora los recordamos porque acicatearon su burla. El mayor escritor comprometido de nuestra época, Rudyard Kipling, comprendió al fin de su carrera que a un autor puede estarle permitida la invención de una fábula, pero no la íntima comprensión de su moraleja. Recordó el curioso caso de Swift, que se propuso redactar un alegato contra el género humano y dejó un libro para niños. Regresemos, pues, a la secular doctrina de que el poeta es un amanuense del Espíritu o de la Musa. La mitología moderna, menos hermosa, opta por recurrir a la subconciencia o aun a lo subconsciente.

Como todas las génesis, la creación poética es misteriosa. Reducirla a una serie de operaciones del intelecto, según la conjetura efectista de Edgar Alian Poe, no es verosímil; menos todavía, como ya dije, inferirla de circunstancias ocasionales. El propósito número uno de Palcos, «desprestigiar a Rosas y al caudillismo y, por ende, al representante de aquél en Chile», no pudo por sí solo haber engendrado la imagen vivida de Rosas como esfinge, mitad mujer por lo cobarde, mitad tigre por lo sanguinario, ni la invocación liminar ¡Sombra terrible de Facundo!

A unos treinta años del Congreso de Tucumán, la historia no había asumido todavía la forma de un museo histórico. Los proceres eran hombres de carne y hueso, no mármoles o bronces o cuadros o esquinas o partidos. Mediante un singular sincretismo los hemos hermanado con sus enemigos. La estatua ecuestre de Dorrego se eleva cerca de la plaza Lavalle; en cierta ciudad provinciana me ha sido dado ver el cruce de las avenidas Berón de Astrada y Urquiza, que, si la tradición no miente, hizo degollar al primero. Mi padre (que era librepensador) solía observar que el catecismo había sido reemplazado en las aulas por la historia argentina. El hecho es evidente. Medimos el curso temporal por aniversarios, por centenarios y hasta por sesquicentenarios, vocablo derivado de los jocosos sesquipedalia verba de Horacio (palabras de un pie y medio de largo). Celebramos las fechas de nacimiento y las fechas de muerte.

Fuera de Güemes, que guerreó con los ejércitos españoles y valerosamente dio su vida a la patria, y del general Bustos, que manchó su carrera militar con la sublevación de Arequito, los caudillos fueron hostiles a la causa de América. En ella vieron, o quisieron ver, un pretexto de Buenos Aires para dominar las provincias. (Artigas prohibió a los orientales que se alistaran en el Ejército de los Andes.) Urgido por la tesis de su libro, Sarmiento los identificó con el gaucho. Eran, en realidad, terratenientes que mandaban sus hombres a la pelea. El padre de Quiroga era un oficial español.

El Facundo erigido por Sarmiento es el personaje más memorable de nuestras letras. El estilo romántico del gran libro se ajusta de manera espontánea, y al parecer ineludible, a los tremendos hechos que refiere y al tremendo protagonista. Las ulteriores modificaciones o rectificaciones de Urien, de Cárcano y de otros nos interesan tan escasamente como el Macbeth de Holinshed o el Hamlet (Amiothi) de Saxo Gramático.

Muchas imperecederas imágenes ha legado Sarmiento a la memoria de los argentinos: la de Facundo, las de tantos contemporáneos, la de su madre y la suya propia, que no ha muerto y que aún es combatida. Paul Groussac, que no lo quería, lo llamó «el formidable montonero de la batalla intelectual» y ponderó «sus cargas de caballería contra la ignorancia criolla».


No diré que el Facundo es el primer libro argentino; las afirmaciones categóricas no son caminos de convicción sino de polémica. Diré que si lo hubiéramos canonizado como nuestro libro ejemplar, otra sería nuestra historia y mejor.




Buenos Aires, Librería «El Ateneo» Editorial, 1974
Fuente foto sin data

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