2/2/19

Jorge Luis Borges: Nota sobre "La tierra purpúrea"






Esta novela primogénita de Hudson es reducible a una fórmula tan antigua que casi puede comprender la Odisea; tan elemental que sutilmente la difama y la desvirtúa el nombre de fórmula. El héroe se echa a andar y le salen al paso sus aventuras. A ese género nómada y azaroso pertenecen el Asno de Oro y los fragmentos del Satiricón; Pickwick y el Don Quijote; Kim de Lahore y Don Segundo Sombra de Areco. Llamar novelas picarescas a esas ficciones me parece injustificado: en primer término, por la connotación mezquina de la palabra; en segundo, por sus limitaciones locales y temporales (siglo dieciséis español, siglo diecisiete). El género es difícil, por lo demás. El desorden, la incoherencia y la variedad no son inaccesibles, pero es indispensable que los gobierne un orden secreto. He citado algunos ejemplos ilustres; quizá no haya uno que no exhiba defectos evidentes. Cervantes moviliza dos tipos: un hidalgo "seco de carnes", alto, ascético, loco y altisonante; un villano carnoso, bajo, comilón, cuerdo y dicharachero: esa discordia tan simétrica y persistente acaba por quitarles realidad, por disminuirlos a figuras de circo. Kipling inventa un Amiguito del Mundo Entero, el libérrimo Kim; después, imperdonablemente, le da el horrible oficio de espía. Anoto sin animadversión esas lacras; lo hago para juzgar The Purple Land con pareja sinceridad.


El mayor defecto de esta novela es (me parece) la vana y fatigosa complejidad de ciertas aventuras. Pienso en las del final: son lo bastante complicadas para fatigar la atención, pero no para interesarla. En esos onerosos capítulos, Hudson parece no entender que el libro es sucesivo (casi tan puramente sucesivo como los viajes de Simbad o como el Buscón) y lo entorpece de artificios inútiles. En realidad, su novela tiene dos argumentos. El primero visible: las aventuras del inglés Richard Lamb en la Banda Oriental. El segundo, íntimo, invisible: el acriollamiento de Lamb, su conversión gradual a una moralidad cimarrona que recuerda un poco a Rousseau y prevé un poco a Nietzsche. Sus Wanderjahre son Lehrjahre también.

Quizá ninguna de las obras de la literatura gauchesca aventaje a The Purple Land. Sería deplorable que tres o cuatro errores o erratas (Camelones por Canelones, Aria por Arias, Gumesinda por Gumersinda) nos escamotearan esa verdad... The Purple Land es fundamentalmente criolla. En Ascasubi hay una felicidad no menor, hay rasgos más vívidos, pero están inconexos y secretos en tres tomos incidentales, de cuatrocientas páginas cada uno. El Martín Fierro (pese al proyecto de canonización de Lugones) está falseado por inconvincentes bravatas y por una quejumbre casi italiana; Don Segundo, por el afán de magnificar las tareas más inocentes. Nadie ignora que su narrador es un gaucho; de ahí lo doblemente injustificado de ese gigantismo teatral que hace de un arreo de novillos una función de guerra. Güiraldes ahueca la voz para referir los trabajos cotidianos del campo; Hudson (como Ascasubi, como Hernández, como Eduardo Gutiérrez) narra con toda naturalidad hechos acaso atroces.

Alguien observará que en The Purple Land el gaucho no figura sino de modo lateral, secundario. Tanto mejor para la veracidad del retrato, cabe responder. El gaucho es hombre taciturno, el gaucho desconoce, o desdeña, las complejas delicias del recuerdo y de la introspección; mostrarlo autobiográfico y efusivo, ya es deformarlo.

Otro acierto de Hudson es el geográfico. Nacido en la provincia de Buenos Aires, en el círculo mágico de la pampa, elige sin embargo la tierra cárdena donde la montonera fatigó sus primeras y últimas lanzas: el Estado Oriental. Esta elección propicia le permite enriquecer el destino de Richard Lamb con el azar y con la variedad de la guerra: azar que favorece las ocasiones del amor vagabundo. Macaulay, en su artículo sobre John Bunyan, se maravilla de que las imaginaciones de un hombre sean con el tiempo recuerdos personales de muchos otros. Las de Hudson perduran en la memoria: el gaucho ensimismado que pita con fruición el tabaco negro, antes de la batalla; la muchacha que se da a un forastero, en la secreta margen de un río.

Mejorando una frase que James Boswell ha divulgado, Hudson refiere que muchas veces en la vida emprendió el estudio de la metafísica, pero que siempre lo interrumpió la felicidad. La frase (una de las más hermosas del mundo) es típica del hombre y del libro. Pese a la brusca sangre derramada y a las separaciones, The Purple Land es de los pocos libros felices que nos han deparado los siglos. (Otro, también americano, también de sabor casi paradisíaco, es el Huckleberry Finn de Mark Twain).



Guillermo Enrique Hudson, Antología, Buenos Aires, Losada, 1941
Luego en Textos recobrados 1931-1955 
© María Kodama 2001
© Emecé Editores 2001

Otra versión de este texto en dario La Nación, 3 de agosto de 1941, con el título 
"Nota sobre The Purple Land", recogido después en J. L. Borges Otras inquisiciones
Buenos Aires, Emecé Editores, 1960 con el título "Sobre The Purple Land".

Imagen: Picture of William Henry Hudson. Unknown author (1918)
Frontispiece of Far Away and Long Ago (New York: E. P. Dutton & Co.) 






31/1/19

Jorge Luis Borges: "Florida" y "Boedo"









Un movimiento enjuiciado por sus actores y por los artistas de hoy (1957)


Al respecto, no diré nada nuevo, sino lo ya conocido y expresado otras veces. Un día, dos espíritus inquietos, Ernesto Palacio y Roberto Mariani, deciden, con fines de publicidad, iniciar un “movimiento literario”. Se le suman entonces Evar Méndez, Oliverio Girondo y otros, dispuestos, claro está, a crear un movimiento aquí, remedo de la vida literaria, como suele acontecer en París. Para tener resonancia y éxito, debía ser ruidoso y comercial. Así fue. El calificativo de “Florida” correspondió al centro de la ciudad, y el de “Boedo”, al suburbio. Creo que al principio no participé en el movimiento “Florida” porque estaba atareado en mis poemas orilleros y me molestaba estar en “Florida”. Por entonces solía concurrir a largas y apartadas tertulias, para conocer, ver y escuchar a “tipos de orilla”. Andaba por glorietas, recreos y demás lugares de concurrencia de esa clase de payadores y cantores. 

“Florida” y “Boedo” existieron de verdad, aunque no definidos netamente. Así, por ejemplo, Nicolás Olivari estaba en “Boedo” y publicaba en “Florida”. Raúl González Tuñón comenzó actuando en “Boedo” y luego pasó a “Florida”. González Lanuza era comunista y actuaba en Insurrexit. En aquellos tiempos la política no tenía la pasión de hoy. La idea de hacer un arte formal parece pertenecer a las derechas. El arte naturalista y el realista siempre han pertenecido a las izquierdas. La política, en aquel entonces, no nos dividía. 

Mi impresión es ésta. Los de “Boedo”, de arte comprometido y social, y los de “Florida”, de tendencias puristas —el arte por el arte—. Los de “Boedo” eran seguidores de Emilio Zola, Máximo Gorki, Panait Istrati. Su meridiano pasaba por Rusia y también por Francia. En realidad, los de “Florida” eran de una tendencia derivada de Lugones, aunque públicamente éramos enemigos de él. También lo éramos un poco por motivos políticos, y porque le debíamos demasiado y no queríamos confesarlo. Éramos todos seguidores del Lunario sentimental. No hubo, no hay metáfora que las generaciones de Lugones utilizaron que no la hubiera expresado él. 

Como precursores del movimiento “Florida” deben citarse también a Güiraldes y su Cencerro de cristal, poesía ultraísta. 

“Florida” era, pues, de cierta manera, una revolución literaria, un tanto espectacular, otro poco ruidosa; no obstante, fructífera. Algunos resultados dio. No debe olvidarse que el movimiento de “Florida” procedió de otro anterior: “Martín Fierro”. 

Roberto Arlt, y otros como él, procedían de “Boedo” y publicaban en Claridad, que editaba Antonio Zamora. 

Vean ustedes cómo se producen los hechos. El movimiento fue invención de dos escritores: Ernesto Palacio y Roberto Mariani; uno tomó rumbo a la derecha y el otro derivó a la izquierda… 

Excepto Flaubert, todas las grandes novelas están escritas en el lenguaje y en la sintaxis de la época. De ahí su grandeza. Su importancia. Nadie debe ignorarlo. Toda novela contiene la parte oral de sus personajes. Cuando éstos actúan, no lo hacen con la sintaxis académica ni con los vocablos ajustados. Por eso Cervantes, Gorki, Dostoievski y muchos otros comenzaron por adquirir fama fuera de su país para imponerse más tarde en el propio. Siempre ha pasado y pasa lo mismo. Ya [Arnold] Bennet dijo: “El novelista no debe jamás buscar la belleza; debe encontrarla siempre”. 

En cuanto a la influencia en el teatro, el movimiento de “Florida”, que yo sepa, no tuvo influencias. En aquella época no había teatro independiente. El teatro era muy comercial. A mí, personalmente, me gustaban los sainetes, pero como los de Vacarezza y Pacheco. Eran sainetes buenos. ¿Y qué más se puede decir sobre todo esto? Creo que nada más. 




En diario Clarín, Buenos Aires, 19 de julio de 1959
A la encuesta de Clarín, responden también 
en este número Ernesto Palacio y Álvaro Yunque


Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé

Imagen: Jorge Luis Borges en dibujo de Miguel Herranz



29/1/19

Jorge Luis Borges: Historia del tango. El tango pendenciero






XI. Historia del tango

Vicente Rossi, Carlos Vega y Carlos Muzzio Sáenz Peña, investigadores puntuales, han historiado de diversa manera el origen del tango. Nada me cuesta declarar que suscribo a todas sus conclusiones, y aun a cualquier otra. Hay una historia del destino del tango, que el cinematógrafo periódicamente divulga; el tango, según esa versión sentimental, habría nacido en el suburbio, en los conventillos (en la Boca del Riachuelo, generalmente, por las virtudes fotográficas de esa zona); el patriciado lo habría rechazado, al principio; hacia 1910, adoctrinado por el buen ejemplo de París, habría franqueado finalmente sus puertas a ese interesante orillero. Ese Bildungsrornan, esa «novela de un joven pobre», es ya una especie de verdad inconcusa o de axioma; mis recuerdos (y he cumplido los cincuenta años) y las indagaciones de naturaleza oral que he emprendido, ciertamente no la confirman.

  He conversado con José Saborido, autor de «Felicia» y de «La morocha», con Ernesto Poncio, autor de «Don Juan», con los hermanos de Vicente Greco, autor de «La viruta» y de «La Tablada», con Nicolás Paredes, caudillo que fue de Palermo, y con algún payador de su relación. Los dejé hablar; cuidadosamente me abstuve de formular preguntas que sugirieran determinadas contestaciones. Interrogados sobre la procedencia del tango, la topografía y aun la geografía de sus informes era singularmente diversa: Saborido (que era oriental) prefirió una cuna montevideana; Poncio (que era del barrio del Retiro) optó por Buenos Aires y por su barrio; los porteños del Sur invocaron la calle Chile; los del Norte, la meretricia calle del Temple o la calle Junín.

  Pese a las divergencias que he enumerado y que sería fácil enriquecer interrogando a platenses o a rosarinos, mis asesores concordaban en un hecho esencial: el origen del tango en los lupanares. (Asimismo en la data de ese origen, que para nadie fue muy anterior al ochenta o posterior al noventa). El instrumental primitivo de las orquestas —piano, flauta, violín, después bandoneón— confirma, por el costo, ese testimonio; es una prueba de que el tango no surgió en las orillas, que se bastaron siempre, nadie lo ignora, con las seis cuerdas de la guitarra. Otras confirmaciones no faltan: la lascivia de las figuras, la connotación evidente de ciertos títulos («El choclo», «El fierrazo»), la circunstancia, que de chico pude observar en Palermo y años después en la Chacarita y en Boedo, de que en las esquinas lo bailaban parejas de hombres, porque las mujeres del pueblo no querían participar en un baile de perdularias. Evaristo Carriego la fijó en sus Misas herejes:
  
    En la calle, la buena gente derrocha
    sus guarangos decires más lisonjeros,
    porque al compás de un tango, que es «La morocha»,
    lucen ágiles cortes dos orilleros.  

  En otra página de Carriego se muestra, con lujo de afligentes detalles, una pobre fiesta de casamiento; el hermano del novio está en la cárcel, hay dos muchachos pendencieros que el guapo tiene que pacificar con amenazas, hay recelo y rencor y chocarrería, pero
  
    El tío de la novia, que se ha creído
    obligado a fijarse si el baile toma
    buen carácter, afirma, medio ofendido;
    que no se admiten cortes, ni aun en broma…
    —Que, la modestia a un lado, no se la pega
    ninguno de esos vivos… seguramente.
    La casa será pobre, nadie lo niega,
    todo lo que se quiera, pero decente—.  

  El hombre momentáneo y severo que nos dejan entrever, para siempre, las dos estrofas, significa muy bien la primera reacción del pueblo ante el tango, ese reptil de lupanar como lo definiría Lugones con laconismo desdeñoso (El payador, página 117). Muchos años requirió el Barrio Norte para imponer el tango —ya adecentado por París, es verdad— a los conventillos, y no sé si del todo lo ha conseguido. Antes era una orgiástica diablura; hoy es una manera de caminar.


  El tango pendenciero

  La índole sexual del tango fue advertida por muchos, no así la índole pendenciera. Es verdad que las dos son modos o manifestaciones de un mismo impulso, y así la palabra hombre, en todas las lenguas que sé, connota capacidad sexual y capacidad belicosa, y la palabra virtus, que en latín quiere decir coraje, procede de vir, que es varón. Parejamente, en una de las páginas de Kim un afghán declara: «A los quince años, yo había matado a un hombre y procreado a un hombre» (When I was fifteen, I had shot my man and begot my man), como si los dos actos fueran, esencialmente, uno.

  Hablar de tango pendenciero no basta; yo diría que el tango y que las milongas, expresan directamente algo que los poetas, muchas veces, han querido decir con palabras: la convicción de que pelear puede ser una fiesta. En la famosa Historia de los Godos que Jordanes compuso en el siglo VI, leemos que Atila, antes de la derrota de Châlons, arengó a sus ejércitos y les dijo que la fortuna había reservado para ellos los júbilos de esa batalla (certaminis hujus gaudia). En la Ilíada se habla de aqueos para quienes la guerra era más dulce que regresar en huecas naves a su querida tierra natal y se dice que Paris, hijo de Príamo, corrió con pies veloces a la batalla, como el caballo de agitada crin que busca a las yeguas. En la vieja epopeya sajona que inicia las literaturas germánicas, en el Beowulf, el rapsoda llama sweorda gelac (juego de espadas) a la batalla. Fiesta de vikings le dijeron en el siglo XI los poetas escandinavos. A principios del siglo XVII, Quevedo, en una de sus jácaras, llamó a un duelo danza de espadas, lo cual es casi el juego de espadas del anónimo anglosajón. El espléndido Hugo, en su evocación de la batalla de Waterloo, dijo que los soldados, comprendiendo que iban a morir en aquella fiesta (comprenant qu’ils allaient mourir dans cette féte), saludaron a su dios, de pie en la tormenta.

  Estos ejemplos, que al azar de mis lecturas he ido anotando, podrían, sin mayor diligencia, multiplicarse y acaso en la Chanson de Roland Ariosto hay lugares congéneres. Alguno de los registrados aquí —el de Quevedo o el de Atila, digamos— es de irrecusable eficacia; todos, sin embargo, adolecen del pecado original de lo literario: son estructuras de palabras, formas hechas de símbolos. Danza de espadas, por ejemplo, nos invita a unir dos representaciones dispares, la del baile y la del combate, para que la primera sature de alegría a la última, pero no habla directamente con nuestra sangre, no recrea en nosotros esa alegría. Schopenhauer (Welt als Wille und Vorstellung, 1, 52) ha escrito que la música no es menos inmediata que el mundo mismo; sin mundo, sin un caudal común de memorias evocables por el lenguaje, no habría, ciertamente, literatura, pero la música prescinde del mundo, podría haber música y no mundo. La música es la voluntad, la pasión; el tango antiguo, como música, suele directamente trasmitir esa belicosa alegría cuya expresión verbal ensayaron, en edades remotas, rapsodas griegos y germánicos. Ciertos compositores actuales buscan ese tono valiente y elaboran, a veces con felicidad, milongas del bajo de la Batería o del Barrio del Alto, pero sus trabajos, de letra y música estudiosamente anticuadas, son ejercicios de nostalgia de lo que fue, llantos por lo perdido, esencialmente tristes aunque la tonada sea alegre. Son a las bravías e inocentes milongas que registra el libro de Rossi lo que Don Segundo Sombra es a Martín Fierro o a Paulino Lucero.

  En un diálogo de Oscar Wilde se lee que la música nos revela un pasado personal que hasta ese momento ignorábamos y nos mueve a lamentar desventuras que no nos ocurrieron y culpas que no cometimos; de mí confesaré que no suelo oír «El Marne» o «Don Juan» sin recordar con precisión un pasado apócrifo, a la vez estoico y orgiástico, en el que he desafiado y peleado para caer al fin, silencioso, en un oscuro duelo a cuchillo. Tal vez la misión del tango sea ésa: dar a los argentinos la certidumbre de haber sido valientes, de haber cumplido ya con las exigencias del valor y el honor.










"Historia del tango" en Evaristo Carriego (XI) (1930) 
y su primera parte "El tango pendenciero"
Incluido en Obras Completas 1943-1949 (Tomo I)
© María Kodama, 1995, 1996
 ©2011 Random House Mondadori y Sudamericana
Ultima edición: Buenos Aires, Sudamericana, 2016

Fotos arriba: Casa de Evaristo Carriego Vía
Véase foto de Borges en el mismo patio por Pedro Luis Raota
Foto pie: Portadilla Edición M. Gleizer, Buenos Aires, 1930

27/1/19

Jorge Luis Borges: Las coplas de Jorge Manrique





La más escuchada voz que verso español habló de la muerte, es la de Manrique. Manuel José Quintana, decente crítico y poeta ilegible, censuró esa voz; Menéndez y Pelayo, crítico justicieramente famoso, censuró la censura. Arguye Quintana: Al ver el título de esta obra, se esperan los sentimientos y la intención de una elegía, tal como el fallecimiento de un padre debía inspirar a su hijo. Pero las coplas de Jorge Manrique son una declamación, o más bien un sermón funeral sobre la nada de las cosas del mundo, sobre el desprecio de la vida y sobre el poderío de la muerte. Menéndez y Pelayo lo ataja, señalándole que de las cuarenta y tres coplas que son el total de la composición, diecisiete se contraen al elogio fúnebre del Maestre. Dice también que el pudor filosófico y señoril con que Manrique reprime sus lágrimas y anega su propio dolor en el dolor humano, es el mejor mérito de la obra. Llama doctrinal de cristiana filosofía a las coplas y alude a Bossuet.

  Por su ademán, esos pareceres de Menéndez y Pelayo son una refutación de Quintana; bien mirados, son su confirmación. Elogio fúnebre, pudor filosófico, doctrinal de cristiana filosofía, nombre de Bossuet, ¿no es todo eso, acaso, sermonero a más no poder y nada elegíaco? El elogio fúnebre, por ejemplo, y más en el sentido civil en que lo encara Jorge Manrique, no es directa queja filial, es justificación ante forasteros.
  
    No dexó grandes tesoros
    ni alcançó muchas riquezas
    ni baxillas,
    mas hizo guerra a los moros
    ganando sus fortalezas
    y sus villas;
    y en las lides que venció
    cavalleros y cavallos
    se prendieron
    y en este oficio ganó
    las rentas e los vasallos
    que le dieron.
  

  Una cosa es la foja de servicios del conde de Paredes, vencedor en veinticuatro batallas y Adelantado mayor del reino de León, y otra es la intimidad del dolor que su muerte debió inferir al ánimo de un hijo suyo. No por mucho batallar con todos los moros de la morería, acrecienta un hombre el amor filial que deben profesarle.

  Claro que al negar lo elegíaco de esta elegía festejadísima, no quiero negar su hermosura. Dos maneras de hermosura hay en ella: una, la gran aplicabilidad de sus versos, lo proverbial y lapidario de su dicción; otra, su índole de novela, que se trasluce tan a las claras en la sentencia final:
  
    Assí con tal entender
    todos sentidos humanos
    conservados,
    cercado de su mujer,
    de hijos y hermanos
    y criados…
  
y que asciende alguna vez a cuento de Poe:

    Después de puesta la vida
    tantas veces por su ley
    al tablero;
    después de tan bien servida
    la corona de su Rey
    verdadero;
    después de tanta hazaña
    a que no puede bastar
    cuenta cierta,
    en la su villa de Ocaña
    vino la muerte a llamar
    a su puerta.  

  No descreo de la eficacia estética de las Coplas. Afirmo que son indignas de la Muerte: eso es todo. En ellas está la forzosidad del morir, pero nunca lo disparatado de ese acto ni el azoramiento metafísico a que nos invita ni un esperanzarse curioso en la inmortalidad. Desde el punto de vista absoluto que su nombradía merece, esas carencias las anonadan. (Sé que Lope de Vega dijo de ellas que merecían estar escritas con letras de oro: locución rumbosa que expresa una convicción y no la argumenta.)

  Dice Menéndez y Pelayo: «¡Dichoso Jorge Manrique entre nuestros poetas, puesto que a través de los siglos su pensamiento cristiano y filosófico continúa haciendo bien, y cuando entre españoles se trata de muerte y de inmortalidad, sus versos son siempre de los primeros que ocurren a la memoria, como elocuentísimo comentario y desarrollo del Surge qui dormís et exsurge, de San Pablo!» (Antología de líricos castellanos, tomo 6). Yo pregunto con humildad: ¿Cuál es el pensamiento cristiano y filosófico y a través de los siglos bienhechor, de Jorge Manrique? Releo las Coplas y compruebo que es el pensamiento de que lo pasajero no existe. Para Manrique (y para todo español en trance de filosofar), la perdurabilidad es la única forma del Ser. El esqueleto sobrevive a su portador, luego el esqueleto es más real que el hombre. Las ruinas de Itálica sobreviven (sobremueren) a la ciudad, luego su intemperie de hoy es verídica y su gentío de ayer es una ficción. El nombre de España ha durado más que su imperio, luego los imperios no existen y los ingleses no deben alegrarse del que seudo tienen.

  Yo no entiendo de estas divisiones jerárquicas de la realidad y no sé por qué razón la hora de la muerte ha de ser más verdadera que las de vivir y el viernes que el lunes. Si todo es ilusorio, también la muerte lo es y muere su muerte. ¿Sólo ha de ser inmortal el dejar de ser?

  Manrique, sin confiar en contestación, interroga:

    ¿Qué se ficieron las damas,
    sus tocados, sus vestidos,
    sus olores?
    ¿Qué se ficieron las llamas
    de los fuegos encendidos
    de amadores?
    ¿Qué se fizo aquel trobar,
    las músicas acordadas
    que tañían?
    ¿Qué se fizo aquel dançar
    y aquellas ropas chapadas
    que traían?

Dejemos las absurdas y patéticas interrogaciones sobre la perfumería y sobre los trajes guarnecidos con láminas de metal y sobre las bien templadas cítolas y vihuelas y vayamos a la terrible interrogación:
  
    ¿Qué se ficieron las llamas
    de los fuegos encendidos
    de amadores?

  Es decir, ¿qué se hizo la pasión, qué se hará? Hay la respuesta cristiana (la de Manrique), tan profanadora de todo recuerdo nuestro de amor y que siente así: Fuego encendido en los infiernos es el fuego carnal y está bien que se desbarate y se pierda y que el alma consiga alguna vez el don de olvidarlo. Hay la respuesta cientificista que a nadie satisface y que dicen todos: El individuo no es inmortal, pero sí la especie y ella garantiza la inmortalidad de todo sentir. Hay una tercera respuesta que he vislumbrado y que me está gustando y que se deja presentir o indicar por esta sentencia: Lo que de veras fue, no se pierde; la intensidad es una forma de eternidad.

  Lector: Por la vereda de las coplas hemos llegado a la metafísica. Ya eres el poseedor de tu ignorancia; y la mía no te hace falta.



En El idioma de los argentinos
Buenos Aires, Manuel Gleizer, 1928
Viñetas de A. Xul Solar



Publicado en 1928 en una tirada de quinientos ejemplares, al igual que dos años antes El tamaño de mi esperanza, El idioma de los argentinos corrió la misma suerte que este último e Inquisiciones, quedando oficialmente desterrado de la obra del autor, quien no obstante recuperó textos sueltos de estos libros para la edición de sus obras en la prestigiosa colección francesa de La Pléiade.

Luego:
© 1995 María Kodama
© 2016 Buenos Aires, Penguin Random House

@ 2011 y 2016 Obras completas (Editorial Sudamericana)







Imagen arriba: Escultura Jorge Manrique, Paredes de Nava , Palencia Vía y Vía
Abajo:
Reproducción de la primera página de la Glosa famosíssima sobre las coplas que hizo don Jorge Manrique a la muerte del maestre de Santiago su padre, de Alonso de Cervantes, publicada en 1501 Vía


25/1/19

Jorge Luis Borges: Ascasubi






Hay gozamiento en la eficacia: en el amor que de dos carnes y de trabadas voluntades es gloria, en el poniente colorado que marca bien la perdición de la tarde, en la dicción que impone su signatura al espíritu. Plausible es toda intensidad, pero también en muchas irresoluciones hay gusto: en el querer que no se atreve a pasión, en la vulgar jornada que el olvido hará sigilosa y cuyo gesto es indeciso en el tiempo, en la frase que apenas es posible y que no enciende una señal en las almas. De esta categoría es el desaliñado placer que ha ministrado a mi curiosidad Ascasubi.

Su Santos Vega es la totalidad de la Pampa. Las aventuras interminables que cuenta, parecen sucederse en cualquier parte —más al oeste, más al sur, al filo de ese entregadizo camino, detrás de aquella polvareda— y hasta mutuamente se ignoran con la soltura de las incidencias de un sueño. Su ritmo es indolentísimo y descansado: ritmo de días haraganes en cuyo medimiento son inútiles los relojes y que mejor se aviene con el decurso cuádruple de las estaciones prolijas y con el tiempo casi inmóvil que rige el manso perdurar de los árboles. Su pulso es pulso de recordación. Sabemos, en efecto, que si bien Ascasubi comenzó su escritura en el Uruguay el año cincuenta, sólo en París llegó a ultimarla —en ambos sentidos del verbo—, ya en los declives querenciosos de una vejez conversadora y tristona. En leyéndolo, se nos escurre más de una vez el hilo flojo y negligente del bendito relato y sólo reparamos en el tono del narrador. Un tono de señor antiguo que concienzudamente dice las elles y en cuya sala oscurecida se herrumbra alguna espada honrosa. Tono de caballero unitario en quien persisten conmovedoras palabras del fenecido léxico criollo: mandinga, godo, mequetrefe, guayaba, negro trompeta, poderosos y esas tiesas figuras del pan amargo del destierro y del altar de la patria. Eso, en las ocasiones levantadas. En la habitualidad de su vivir lo veo diablo y ocurrente, lleno de grave sorna criolla, capaz de conversar un truco con pausada eficacia y de alcanzar y merecer la fraternidad de cualquiera.

Hace algunos renglones dije de su obra capital que era desdibujada y borrosa como una ensoñación. Los escasos lugares que contradicen mi aserto ya están en las antologías. Hay una pintura del alba en que la consabida gracia gaucha y una imprevisible gracia española felizmente se adunan:

    Venía clariando al cielo
    la luz de la madrugada
    y las gallinas al vuelo
    se dejaban cair al suelo
    de encima de la ramada…

    Y embelesaba el ganao
    lerdiando para el rodeo,
    como era un lindo recreo
    ver sobre un toro plantao
    dir cantando un venteveo.

    En cuyo canto la fiera
    parece que se gozara,
    porque las orejas para
    mansita, cual si quisiera
    que el ave no se asustara…

    Y los potros relinchaban
    entre las yeguas mezclaos
    y allá lejos encelaos
    los baguales contestaban
    todos desasosegaos.
  
  Famosa fue también su descripción de la correría hostil de los indios, descripción alucinadora en la que además de la indiada la pampa arisca y abismal arremete, con su alimaña, con sus vientos, con sus lunas salvajes:
  
    Pero al invadir la Indiada
    se siente, porque a la fija
    del campo la sabandija
    juye adelante asustada
    y envueltos en la manguiada
    vienen perros cimarrones,
    zorros, avestruces, liones,
    gamas, liebres y venaos
    y cruzan atribulaos
    por entre las poblaciones.

    Entonces los ovejeros
    coliando bravos torean
    y también revolotean
    gritando los teruteros;
    pero, eso sí, los primeros
    que anuncian la novedá
    con toda seguridá
    cuando los pampas avanzan
    son los chajases que lanzan
    volando: ¡chajá! ¡chajá!  


  También es válido el diseño de una tupida cerrazón en el alba, con su ambiente resbaladizo y los relinchos de caballos perdidos junto a las arboladas márgenes de un gran río limoso. Los tres cantos que inician el poema son asimismo gustosísimos y hechos de clara paz. Insuperada es su figuración del cantor que va de rancho en rancho y que rescata la hospitalidad que le ofrendan, poblando de palabras la sencillez atenta de los atardeceres baldíos y desplegando largas narraciones que son sinuosas y primitivas y sueltas como la lazada en el aire. El Santos Vega que esos mendaces cantos prometen, parece aventajarlo a Martín Fierro por la espontaneidad de su trovar y por su ausencia de protesta o quejumbre. Lástima que los ulteriores capítulos desengañen la promisión y lo depriman en chacotas, invariadamente mezquinas y nunca levantadas por la varonil amistad que informa escenas paralelas del Fausto. Ésa es la tacha de Ascasubi: el señalar con sus eventuales hallazgos las dos obras artísticas que de su llaneza derivan y cuyas ramas jubilosas desgajan sombra funeraria sobre él.

  Ésa es también su gloria. Las forjaduras de Estanislao del Campo y de Hernández sólo fueron posibles por la prefiguración de Ascasubi. El primero se honró en manifestarlo y su seudónimo y una carta de La Tribuna (véase la edición del Santos Vega hecha por La Cultura Argentina, página 19) y una lindísima verseada que Calixto Oyuela transcribe, lo patentizan con claridad generosa.

  ¿Qué diferencia va de la labor de Ascasubi a la de sus continuadores? La que de la imbelleza va a la belleza. Zanjón insuperable para la superstición de los cultos y para el engreimiento de los vehementistas románticos; dócil matiz para el artesano sincero que confiesa lo obligatorio de enseñanzas y de disfraces y cuyo desengaño sabe del carbón y el azufre que son verídico esplendor en el cohete.

  Difícil cosa es que un hombre invente a la vez la forma y la belleza de esa forma, ha discurrido Alain (Propos sur l’Esthétique, página 103). Un criterio vulgar sólo concede preeminencia al profundizador; otro, diversamente equivocado, al iniciador. Muchos confunden lo asombroso y lo nuevo, siendo suceso extravagante que entrambos se presenten en una misma obra artística, pues la novedad nunca es áspera y en su principio muestra humilde impureza…

  Todo arte es una prefijada costumbre de pensar la hermosura. La poesía gauchesca que acaso se inició en el Uruguay con las trovas de Hidalgo y que después erró gloriosamente por nuestra margen del río con Ascasubi, Estanislao del Campo, Hernández y Obligado, cierra hoy su gran órbita en las voces de Pedro Leandro Ipuche y de Silva Valdés.


En Inquisiciones (1925)





Primer volumen en prosa publicado por Jorge Luis Borges, Inquisiciones vio la luz en Buenos Aires en 1925, quedando en seguida desterrado oficialmente de la obra del autor, junto con El tamaño de mi esperanza y El idioma de los argentinos.

Sin embargo, posteriormente fueron reeditados individualmene, e incluidos en el tomo I de las OOCC


Obras Completas, I (1923-1949) [2ª ed.]
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016

Foto: Hilario Ascasubi sin fecha ni atribución de autor


23/1/19

Jorge Luis Borges: Haniel, Kaftsiel, Azriel y Anael







En Babilonia, Ezequiel vio en una visión cuatro animales o ángeles, «y cada uno tenía cuatro rostros, y cuatro alas» y «la figura de sus rostros era rostro de hombre, y rostro de león a la parte derecha, y rostro de buey a la parte izquierda, y los cuatro tenían asimismo rostro de águila.» Caminaban adonde los llevara el espíritu, «cada uno en derecho de su rostro», o de sus cuatro rostros, tal vez creciendo mágicamente, hacia los cuatro rumbos. Cuatro ruedas «tan altas que eran horribles» seguían a los ángeles y estaban llenas de ojos alrededor.

  Memorias de Ezequiel inspiraron los animales de la Revelación de San Juan, en cuyo capítulo IV se lee:
  Y delante del trono había como un mar de vidrio semejante al cristal; y en medio del trono; y al derredor del trono cuatro animales llenos de ojos delante y detrás.
  Y el primer animal era semejante a un león, y el segundo animal, semejante a un becerro, y el tercer animal tenía la cara como hombre, y el cuarto animal, semejante al águila que vuela.
Y los cuatro animales tenían cada uno por sí seis alas al derredor; y de dentro estaban llenos de ojos; y no tenían reposo día ni noche, diciendo: Santo, Santo, Santo es el Señor Dios Todopoderoso, que era, y que es, y que ha de venir.
  En el Zohar o Libro del Esplendor se agrega que los cuatro animales se llaman Haniel, Kaftsiel, Azriel y Anael, y que miran al Oriente, al Norte, al Sur y al Occidente.

  Stevenson preguntó que si tales cosas había en el Cielo, qué no habría en el Infierno. Del pasaje anterior del Apocalipsis derivó Chesterton su ilustre metáfora de la noche: «un monstruo hecho de ojos».

  "Hayoth" (seres vivientes) se llaman los ángeles cuádruples del Libro de Ezequiel; para el Sefer Yetsirah, son los diez números que sirvieron, con las veintidós letras del alfabeto, para crear este mundo; para el Zohar, descendieron de la región superior, coronados de letras.

  De los cuatro rostros de los "Hayoth" derivaron los evangelistas sus símbolos; a Mateo le tocó el ángel, a veces humano y barbado; a Marcos, el león; a Lucas, el buey; a Juan, el águila. San Gerónimo, en su comentario a Ezequiel, ha procurado razonar estas atribuciones. Dice que a Mateo le fue dado el ángel (el hombre), porque destacó la naturaleza humana del Redentor; a Marcos, el león, porque declaró su dignidad real; a Lucas, el buey, emblema de sacrificio, porque mostró su carácter sacerdotal; a Juan, el águila, por su vuelo ferviente.

  Un investigador alemán, el doctor Richard Hennig, busca el remoto origen de estos emblemas en cuatro signos del Zodíaco, que distan noventa grados uno del otro. El león y el toro no ofrecen la menor dificultad; el ángel ha sido identificado con Acuario, que tiene cara de hombre, y el águila de Juan con Escorpio, rechazado por juzgarse de mal agüero. Nicolás de Vore, en su Diccionario de astrología, propone también esta hipótesis y observa que las cuatro figuras se juntan en la esfinge, que puede tener cabeza humana, cuerpo de toro, garras y cola de león y alas de águila.


En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Reedición ampliada del Manual de Zoología Fantástica (Buenos Aires, 1957)
Con la colaboración de Margarita Guerrero

Luego en Obras completas en colaboración (4ª ed.)
Barcelona, 1997
María Kodama, 1995
Emecé Editores, 1979, 1991 y 1997


Imagen: Jorge Luis Borges en primera entrevista con José Luis Jover (1973) [detalle] Vía



21/1/19

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: El orden y el tiempo ("En diálogo", I, 4)






Osvaldo Ferrari: Después de haber colocado, Borges, la piedra fundamental, después de haber fundado, como dijo usted, nuestro ciclo de audiciones; circulamos ahora, irreversiblemente, por estas misteriosas ondas radiales. ¿Qué opina de esto?

Jorge Luis Borges: El diálogo es uno de los mejores hábitos del hombre, inventado —como casi todas las cosas— por los griegos. Es decir, los griegos empezaron a conversar, y hemos seguido desde entonces.

  —Ahora, en esta semana, he advertido que si usted se propuso a través de las letras —o si las letras se propusieron a través de usted— un vasto conocimiento del mundo, yo me he embarcado en un conocimiento no menos vasto al tratar de conocer a Borges para que todos lo conozcan mejor.

    —Bueno, «conócete a ti mismo», etcétera, etcétera, sí, como dijo Sócrates, contra Pitágoras, que se jactaba de sus viajes. Por eso Sócrates dijo: «Conócete a ti mismo», es decir, es la idea del viaje interior, no del mero turismo —que yo practico también— desde luego. No hay que desdeñar la geografía, quizá no sea menos importante que la psicología.

    —Seguramente. Una de las impresiones que uno tiene al conocer su obra y al conocerlo a usted, Borges, es la de que hay un orden al que usted guarda rigurosa fidelidad.

    —Me gustaría saber cuál es (ríe).

    —Bueno, es un orden que preside, naturalmente, su escritura y sus actos.

    —Mis actos, yo no sé. La verdad es que he obrado de un modo tan irresponsable… Usted dirá que lo que yo escribo no es menos irresponsable, pero yo trato de que lo sea, ¿no? Además, tengo la impresión de vivir… casi de cualquier modo. Aunque trato de ser un hombre ético, eso sí. Pero mi vida es bastante casual, y trato de que mi escritura no sea casual, es decir, trato, bueno, de que haya algo de cosmos, aunque sea esencialmente el caos. Como puede ocurrir con el universo, desde luego: no sabemos si es un cosmos o si es un caos. Pero, muchas cosas indican que es un cosmos: tenemos las diversas edades del hombre, los hábitos de las estrellas, el crecimiento de las plantas, las estaciones, las diversas generaciones también. De modo que cierto orden hay, pero un orden… bastante pudoroso, bastante secreto, sí.

    —Ciertamente. Pero, para identificarlo de alguna manera: ése su orden se parece —me parece a mí— a lo que Mallea describió como un sentido severo, o «una exaltación severa de la vida», propia del hombre argentino.

    —Bueno, ojalá fuera propia del hombre argentino.

    —Diríamos, del arquetipo de hombre argentino.

   —Del arquetipo más bien, ¿eh?, porque en cuanto a los individuos, no sé si vale la pena pensar mucho en ello. Aunque nuestro deber es tratar de ser ese arquetipo.

    —¿No es cierto?

    —Sí, porque… fue predicado por Mallea porque él, como se habla de la «Iglesia invisible» —que no es ciertamente la de los diversos personajes de la jerarquía eclesiástica—, él habló del «argentino invisible», de igual modo que se habla de la Iglesia invisible. El argentino invisible sería, bueno, los justos. Y, además, los que piensan justamente, más allá de los cargos oficiales.

    —Una vez usted me dijo que por la misma época de Mallea, o quizás antes, usted había pensado también en este «sentido severo de la vida», en esta exaltación.

    —Sí, quizá sea la sangre protestante que tengo, ¿no? Creo que en los países protestantes es más fuerte la ética. En cambio, en los países católicos se entiende que los pecados no importan; confiesan, a uno lo absuelven, uno vuelve a cometer el mismo pecado. Hay un sentido ético, creo, más fuerte entre los protestantes. Pero quizá la Ética sea una ciencia que ha desaparecido del mundo entero. No importa, tendremos que inventarla otra vez.

   —Pero la ética de los protestantes parecería tener que ver con cuestiones, por ejemplo, económicas, y de tipo…

    —Sexuales.

    —Sexuales. Aunque no últimamente.

    —No, últimamente no, caramba (ríe); yo diría que todo lo contrario, ¿eh?

    —Yo siento que su fidelidad a ese orden personal —no diría a un método, sino a un ritmo, a veces a una eficaz monotonía— proviene de su infancia y se mantiene vigente hasta hoy, inclusive.

    —Bueno, yo trato de que sea así. Yo tengo mucha dificultad para escribir, soy un escritor muy premioso, pero precisamente eso me ayuda, ya que cada página mía, por descuidada que parezca, presupone muchos borradores.

    —Justamente, de eso hablo, de esa prolijidad, de…

   —Yo, el otro día, estuve dictándole algo y usted habrá visto cómo me demoro en cada verbo, cada adjetivo, cada palabra. Y, además, en el ritmo, en la cadencia, que para mí es lo esencial de la poesía.

    —En ese caso, usted sí se acuerda del lector.

    —Sí, creo que sí (ríe).

  —Bien, entonces yo —repito— advierto ese orden en sus poemas, en sus cuentos, en su conversación.

    —Bueno, muchas gracias.

    —Hoy quisiera hablar con usted sobre aquello que me ha parecido su mayor preocupación: me refiero al tiempo. Usted ha dicho que la palabra eternidad es inconcebible.

    —Es una ambición del hombre, yo creo: la idea de vivir fuera del tiempo. Pero no sé si es posible, aunque dos veces en mi vida yo me he sentido fuera del tiempo. Pero puede haber sido una ilusión mía: dos veces en mi larga vida me he sentido fuera del tiempo, es decir, eterno. Claro que no sé cuánto tiempo duró esa experiencia porque estaba fuera del tiempo. No puedo comunicarla tampoco, fue algo muy hermoso.

    —Sí, no es concebible la eternidad; así como, quizá, hablamos del infinito pero no es concebible por nosotros, aunque sí podemos concebir lo inmenso…

    —Bueno, en cuanto a lo infinito, digamos, lo que señaló Kant: no podemos imaginarnos que el tiempo sea infinito pero menos podemos imaginarnos que el tiempo empezó en un momento, ya que si imaginamos un segundo en el que el tiempo empieza, bueno, ese segundo presupone un segundo anterior, y así infinitamente. Ahora, en el caso del budismo, se supone que cada vida está determinada por el karma tejido por el alma en su vida anterior. Pero, con eso nos vemos obligados a creer en un tiempo infinito: ya que si cada vida presupone una vida anterior, esa vida anterior presupone otra vida anterior, y así infinitamente. Es decir, no habría una primera vida, ni tampoco habría un primer instante del tiempo.

    —En ese caso, habría una sospechable forma de eternidad.

    —No, de eternidad no: de infinita prolongación del tiempo. No, porque la eternidad creo que es otra cosa; la eternidad —yo he escrito sobre eso en un cuento que se llama «El Aleph»— es la, bueno, la muy aventurada hipótesis de que existe un instante, y que en ese instante convergen todo el pasado, todos nuestros ayeres como dijo Shakespeare, todo el presente y todo el porvenir. Pero, eso era un atributo divino.

    —Lo que se ha llamado la tríada temporal.

    —Sí, la tríada temporal.

    —Ahora, lo que advierto es que esta familiaridad, por momentos angustiosa, con el tiempo, o con la preocupación por el tiempo que usted tiene, bueno, me ha hecho sentir que en esos momentos en que usted habla del tiempo, el tiempo parece corporizarse, parece tomar forma corpórea, parece percibírselo como un ente corporal.

    —Y, en todo caso, el tiempo es más real que nosotros. Ahora, también podría decirse —y eso lo he dicho muchas veces— que nuestra sustancia es el tiempo, que estamos hechos de tiempo. Porque, podríamos no estar hechos de carne y hueso: por ejemplo, cuando soñamos, nuestro cuerpo físico no importa, lo que importa es nuestra memoria y las imaginaciones que urdimos con esa memoria. Y eso es evidentemente temporal y no espacial.

   —Cierto. Ahora, fíjese: Murena decía que el escritor debía volverse anacrónico, es decir, contra el tiempo.

    —Es una espléndida idea, ¿eh? Casi todos los escritores tratan de ser contemporáneos, tratan de ser modernos. Pero eso es superfino ya que, de hecho yo estoy inmerso en este siglo, en las preocupaciones de este siglo, y no tengo por qué tratar de ser contemporáneo, ya que lo soy. De igual modo, no tengo por qué tratar de ser argentino, ya que lo soy, no tengo por qué tratar de ser ciego ya que, bueno, desgraciadamente, o quizás afortunadamente, lo soy… tenía razón Murena.

    —Es interesante porque él no dice metacrónico, o más allá del tiempo, sino anacrónico: contra el tiempo. A diferencia, quizá, infiero, del periodista o del cronista de la historia.

    —Adolfo Bioy Casares y yo fundamos una revista que duró —no quiero exagerar— tres números, que se llamaba Destiempo. Y la idea era ésa, ¿no?

    —Coincide, cómo no.

   —Nosotros no sabíamos lo de Murena, pero, en fin, coincidimos con él. Se llamaba Destiempo la revista, claro, eso dio lugar a una broma previsible, inevitable; un amigo mío, Néstor Ibarra, dijo: «Destiempo…, ¡más bien contratiempo!» (ríen ambos), refiriéndose al contenido de la revista Contretemps, sí.

  —Murena se refería al tiempo del artista o del escritor como al tiempo eterno del alma, contraponiéndolo a lo que él llamaba: «El tiempo caído de la historia».

    —Sí, quizás uno de los mayores errores, de los mayores pecados de nuestro siglo, es esa importancia que le damos a la historia. Eso no ocurría en otras épocas. En cambio, ahora parece que uno vive un poco en función de la historia. Por ejemplo, en Francia, donde, claro, los franceses son muy inteligentes, muy lúcidos, les gustan mucho los cuadros sinópticos; bueno, el escritor escribe en función de su tiempo, y se define, digamos, como un hombre de tradición católica, nacido en Bretaña, y que escribe después de Renán y contra Renán, por ejemplo. El escritor está haciendo su obra para la historia, en función de la historia. En cambio, en Inglaterra no, eso se deja para los historiadores de la literatura. Bueno, claro, como dijo Novalis: «Cada inglés es una isla», es decir, cada inglés está aislado —exactamente en la etimología de «isla»— y entonces escribe más bien en función de su imaginación, o de sus recuerdos, o de lo que fuere. Y no piensa en su futura clasificación en los manuales de la historia de la literatura.

    —Pero, todo coincide con lo que usted dice: Murena sostenía que la servidumbre al tiempo por parte de los hombres nunca ha sido peor que en este momento de la historia, que en esta época.

    —Sí, bueno, uno de los que señalaron el hecho de que nuestra época es ante todo histórica, fue Spengler. En La decadencia de Occidente él señala que nuestra época es histórica. La gente se propone escribir en función de la historia. Con su obra casi prevé —un escritor casi prevé— el lugar que va a ocupar en los manuales de la historia de la literatura de su país.

    —¿Y qué lugar ocuparía en una época así, historizada, y dependiente del tiempo…?

    —Es que yo, sin duda, estoy historizado también: estoy hablando de la historia de esta época.

    —Claro, pero ¿qué lugar ocuparían el arte y la literatura, en una época de tal naturaleza?

   —El arte y la literatura… tendrían que tratar de librarse del tiempo. Muchas veces a mí me han dicho que el arte depende de la política, o de la historia. No, yo creo que eso es todo falso.

    —Claro.

    —Bueno, Whistler, el famoso pintor norteamericano, asistía a una reunión, y ahí se discutían las condiciones de la obra de arte. Por ejemplo: la influencia biológica, la influencia del ambiente, de la historia contemporánea. Entonces Whistler dijo: «Art happens», el arte sucede, el arte ocurre, es decir, el arte… es un pequeño milagro.

    —Verdaderamente.

    —Que escapa, de algún modo, a esa organizada causalidad de la historia. Sí, el arte sucede —o no sucede—; eso tampoco depende del artista.

    —A pesar de lo dicho, nosotros no podemos liberarnos del tiempo, porque la audición debe concluir.

   —Bueno, pero la reanudaremos la próxima semana.

    —Sí. Cada vez es más grato hacerla.

    —Muchas gracias.

    —Gracias a usted, Borges.



Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)

Imagen: Borges por Gianni Giansanti - Sygma / Corbis Images


19/1/19

Jorge Luis Borges: Lugones, Herrera, Cartago






Los hechos, como se verá, son muy simples. En 1904, Herrera y Reissig publicó Los éxtasis de la montaña (Eglogánimas); al año siguiente aparecieron Los crepúsculos del jardín, de Lugones. Los hábitos sintácticos y prosódicos, el vocabulario y las metáforas de ambos libros son fundamentalmente iguales; en 1912, Rufino Blanco-Fombona acusó al «poeta de Buenos Aires» de haber saqueado al «poeta de Montevideo». Éste había muerto. Lugones no se dignó responder a la acusación, pero otros lo hicieron por él desde el Uruguay, muy honrosamente. José Pereira Rodríguez, Emilio Frugoni, Horacio Quiroga y Víctor Pérez Petit dieron su testimonio y refutaron de manera definitiva el argumento cronológico de Blanco-Fombona, que parecía irrefutable. Recordaron que Lugones, que estuvo en la ciudad de Montevideo a principios de 1901, recitó algunas de sus composiciones a los poetas que integraban El Consistorio del Gay Saber y, a sus instancias, las grabó en un cilindro fonográfico. Estas composiciones (precisamente las que incriminaría Blanco-Fombona) ya habían aparecido, por lo demás, en revistas argentinas de 1898. Herrera, por aquellos años elaboraba cantos a España, a Castelar, a Guido Spano y a Lamartine… Max Henríquez Ureña (Breve historia del modernismo, México, 1954) cierra de ese modo su exposición: «En cuanto a la vieja disputa, provocada por un error de información de Blanco-Fombona, el fallo no lo han emitido los pareceres individuales, sino las fechas, que son las que han hablado de manera concluyente.» Quienes requieran más pormenores, pueden interrogar el número extraordinario que Nosotros dedicó a Leopoldo Lugones en el año 1938 [*].

  Reducida a sus elementos, la causa célebre que agitó a los cenáculos no es mucho más que un quid pro quo. Su futilidad se agrava si recordamos, con Víctor Pérez Petit, que el tipo de poema cuya prioridad se discute procede, notoriamente, de Albert Samain. No sólo de una imitación, sino de una vulgarización puede hablarse; el desconcertado lector comprueba que el instrumento forjado por Samain para la expresión de estados sentimentales (Et le ciel, où la fin du jour se subtilise) sirve a Lugones para la jactanciosa conmemoración de hazañas eróticas («…y el viejo banco/sintió gemir sobre su activo flanco/ el vigor de mi torva aristocracia») y a Herrera para construir el caos:
  
    Un estremecimiento de Sibilas
    epilepsiaba a ratos la ventana,
    cuando de pronto un mito tarambana
    rodó en la oscuridad de mis pupilas.
  
  Lo singular es que este debate, ya sin misterio, siga preocupando a la gente.

  «La polémica no ha terminado —comprueba Guillermo de Torre (La aventura y el orden, Buenos Aires, 1943)— y resucita a cada nueva sazón conmemorativa de uno u otro poeta». Aun más interesante es observar, en las dos márgenes del Atlántico, una inclinación general y casi instintiva a favor de Herrera. Indagar las razones de esa tendencia es el propósito de esta nota.

  La primera es de índole novelesca. Imaginar que un gran escritor famoso alevosamente saqueó a un poeta casi ignorado es más poético que imaginar la humilde verdad: Herrera, discípulo de Lugones. El doctor Johnson ha observado que nadie se resigna a ser deudor de sus contemporáneos; Herrera, muerto, no era otra cosa que los versos dejados por él y admirarlo en 1912 era más fácil que admirar a Lugones, hombre polémico, asertivo e incómodo. Sus desagradables y enfáticas opiniones políticas dañaron su reputación literaria.

  Otra razón podemos conjeturar, que Blanco-Fombona no declaró, y acaso no supo, pero que militó a su favor, y sigue militando. Las íntimas razones que hacen que un hombre se decida a profesar una tesis o a rechazarla suelen no figurar en las polémicas; adivinarlas es tarea de la crítica. La acusación de Blanco-Fombona, redactada en estilo comercial, habla de novedades creadas por el poeta de Montevideo y puestas en circulación por el poeta de Buenos Aires; tales epítetos o apodos responden a la superstición académica de variar las palabras, de eludir la enojosa repetición de los nombres Herrera y Lugones, pero en ellos está el nervio del argumento. Buenos Aires en 1912 era ya, o todavía, una gran ciudad; su nombre, opuesto a la apacible Montevideo, era inmediatamente traducible en Babel o en Cartago.

  Hay ciudades que el tiempo ha desbaratado, otras que ha ido olvidando; Cartago, al cabo de la tercera y última guerra púnica, fue borrada por los romanos, que arrasaron las casas, prohibieron toda habitación humana en su territorio y lo dedicaron con solemnes imprecaciones a los dioses del Tártaro. Diecisiete días duró el incendio de la vasta ciudad. Escipión el Africano, general de los ejércitos de Roma, repitió tristemente, al verlo, aquel pasaje de la Ilíada que dice. «El día vendrá, bien lo sé, en que la sagrada Troya será destruida», porque en ese fuego vio el fuego en que ardería Roma. Así se lo dijo a Polibio, que lo escribiría en su Historia. Los romanos pasaron el arado sobre el terreno y sembraron sal. Borrada Cartago, que bien pudo producir ilustres poetas, nada nos queda de sus letras y de sus artes salvo unas pocas inscripciones, unas palabras conservadas en una comedia romana, la famosa tarifa de Marsella —tantas monedas de plata a los sacerdotes por el sacrificio de un buey, tantas por el de un carnero, tantas por el de una cabra, tantas por el de un ave— y una versión griega del Periplo del navegante Hannón.[8] Cartago, ahora, significa ciudad de mercaderes, que ignora la poesía.

  Tal idea corresponde a un prejuicio romántico o demagógico. El hecho es que toda ciudad, toda gran ciudad propaga civilización; no en vano esta palabra contiene la palabra civil, que quiere decir ciudadano.

  La poesía nace de la ciudad y también la poesía que celebra los motivos del campo; hombres de Buenos Aires y de Montevideo inventaron el estilo gauchesco, y Teócrito, padre de la poesía pastoril, la engendró en la corte de Siracusa o en la Biblioteca de Alejandría.

  La ciudad (que esencialmente es el calor y el diálogo de los hombres) ha creado un número infinito de cosas, y una de ellas es la vasta labor que Lugones, hombre de Córdoba, ejecutó bajo su estímulo, y otra es la fatiga que inspiró a Horacio el Beatus ille y a Swift el elogio de la barbarie y que nos mueve a exagerar, paradójicamente, las virtudes de la soledad y de la provincia.

  Porque la gente no quiere admitir que Cartago tiene, también, poetas, prosperó y persiste la acusación de Blanco-Fombona.


Nota
[8] También se conjetura que es púnico el vasto nombre de África, que originariamente se aplicó al territorio cartaginés.



En Jorge Luis Borges & Betina Edelberg: Leopoldo Lugones  (1955)

Luego en J. L. Borges: Obras completas en colaboración
© María Kodama 1995
© Emecé Editores 1979, 1991 y 1997



Imágenes:
Arriba:
Leopoldo Lugones (foto sin atribución ni fecha) Vía

Abajo:
Portada Jorge Luis Borges & Betina Edelberg: Leopoldo Lugones  
Buenos Aires, Ediciones Troquel, 1955

Portada Revista Nosotros, número extraordinario dedicado a Leopoldo Lugones 
Buenos Aires, segunda época, 1938 [*]


17/1/19

Jorge Luis Borges: «Luis Greve, muerto» de Bioy Casares*






Equívoco destino literario el de Bioy Casares. No light but rather darkness visible murmuran con perplejidad sus lectores y los unos reprenden esa tiniebla que suponen irresoluble y los otros adoran esa tiniebla que suponen deliberada. Ambos están en el error: ni la oscuridad de los pasajes acriminados sobrevive a la relectura ni Bioy Casares busca para su obra los híbridos placeres de la incoherencia. Su falsa oscuridad, alguna vez, está hecha de elipsis; en general, de explicaciones y precisiones. El público enviciado en ciertas costumbres (favorable o aciaga connotación de determinadas palabras, hábito de enfilar tres epítetos, hábito de hacer coincidir los momentos intensos con las salidas o las puestas del sol...) no entiende al escritor que prescinde de ellas y lo juzga cubista o superrealista. Inevitablemente, eso ha acontecido con Bioy. Honrosa o no, puedo asegurar que esa atribución es del todo falsa. Me consta que ser profesionalmente joven no le parece menos absurdo que ser profesionalmente arcaico y que los almanaques no intervienen en su problema estético. Me consta que sin el menor esfuerzo ha rehusado las más inevitables tentaciones de nuestro tiempo: el arte al servicio de la revolución, el arte al servicio de la policía y del neotomismo, el fraudulento arte popular con metáforas (Fernán Silva Valdés, García Lorca), el retorno a Góngora, el retorno a Enrique Larreta, los deleites morosos y vanidosos de la tipografía. Es quizá el único poeta [sic] argentino que no se ha dedicado jamás una plaquette de 12 ejemplares en papel del Japón, numerados de Aries a Pisces.

De las piezas que integran Luis Greve, muerto, hay muchas que absolutamente me gustan —Catarsis, El azúcar y los muertos, Alejamiento, Los novios en tarjetas postales, El desertor—, pero sospecho que su encanto es indemostrable a quienes no lo sienten. En cambio, Cómo perdí la vista y Luis Greve, muerto pueden o no agradar, pero su rigor y su lucidez, su premeditación y su arquitectura, son indudables. Se trata de dos cuentos fantásticos, pero no caprichosos. Un hombre negro, del tamaño de una rata, y casi inmortal, es la materia del primero; un fantasma entrevisto en el restaurant de Constitución, la del segundo. Bioy Casares logra que no sean increíbles. Logra también —lo cual es quizá más difícil— que no borren los personajes comunes que los rodean.

Nuestra literatura es muy pobre de relatos fantásticos. La facundia y la pereza criolla prefieren la informe tranche de vie o la mera acumulación de ocurrencias. De ahí lo inusual de la obra de Bioy Casares. En Caos y en La nueva tormenta la imaginación predomina; en este libro —en las mejores páginas de este libro— esa imaginación obedece a un orden. Nada tan raro como el orden en las operaciones del espíritu, ha dicho Fénelon.


Sur, Buenos Aires, Año VII, N° 39, diciembre de 1937

Nota

* Publicado en francés, en La Revue Argentine, 5ème Anée, N° 26, Juin 1938, revista bimensual que se editaba en París. Tuvo 32 números, de 1934 a 1939. Su director fue Edmond de Narval, seudónimo de Octavio González Roura (1896-1976). Fue financiada gracias a los recursos de la exitosa y famosa empresa "Société de Laboratoires Gomina Argentine" que González Roura había creado a principios de la década del 30 en París. (Dato de "Francofilia y afirmación de la argentinidad: los itinerarios accidentados de La Revue Argentine", por Diana Quattrocchi-Woisson). Según la investigadora, la correspondencia de González Roura contiene cartas intercambiadas con Sur, referentes a la autorización de los textos. 









Incluido en Borges en Sur (1931-1980)
© 1999 María Kodama
© 2011 para la edición en castellano para España y América Latina, Penguin House Mondadori
© 2011 y © 2016 Buenos Aires, Sudamericana



Imágenes:
Arriba: Bioy Casares en foto de Daniel Merle Vía La Nación
Abajo: Portada de la primera edición de Luis Greve, muerto
Buenos Aires, Editorial Destiempo, 1937

15/1/19

Jorges Luis Borges: Los sueños






Mi cuerpo físico puede estar en Lucerna, en Colorado o en El Cairo, pero al despertarme cada mañana, al retomar el hábito de ser Borges, emerjo invariablemente de un sueño que ocurre en Buenos Aires. Las imágenes pueden ser cordilleras, ciénagas con andamios, escaleras de caracol que se hunden en sótanos, médanos cuya arena debo contar, pero cualquiera de esas cosas es una bocacalle precisa del barrio de Palermo o del Sur. En la vigilia estoy siempre en el centro de una vaga neblina luminosa de tinte gris o azul; veo en los sueños o converso con muertos, sin que ninguna de esas dos cosas me asombre. Nunca sueño con el presente sino con un Buenos Aires pretérito y con las galerías y claraboyas de la Biblioteca Nacional en la calle México. ¿Quiere todo esto decir que, más allá de mi voluntad y de mi conciencia, soy irreparablemente, incomprensiblemente porteño?




En Atlas, con María Kodama
©1984, Borges, Jorge Luis
©1984, Edhasa

 Imagen incluida en esta edición para Los sueños
Foto propiedad de María Kodama
Luego en J. L. Borges: Obras completas en colaboración
© María Kodama 1995
© Emecé Editores 1979, 1991 y 1997


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