3/8/18

Jorge Luis Borges: Ausencia (1923)






Habré de levantar la vasta vida
que aún ahora es tu espejo:
cada mañana habré de reconstruirla.
Desde que te alejaste,
cuántos lugares se han tornado vanos
y sin sentido, iguales
a luces en el día.
Tardes que fueron nicho de tu imagen,
músicas en que siempre me aguardabas,
palabras de aquel tiempo,
yo tendré que quebrarlas con mis manos.
¿En qué hondonada esconderé mi alma
para que no vea tu ausencia
que como un sol terrible, sin ocaso,
brilla definitiva y despiadada?
Tu ausencia me rodea
como la cuerda a la garganta,
el mar al que se hunde.



En Fervor de Buenos Aires (1923)
©1995, 1996 María Kodama
©2011 Random House Mondadori
©2016 Buenos Aires, Penguin Random House Grupo Editorial S.A.

Poema excluido en Textos recobrados 1919-1929

Incluido en J.L.B. Obras completas I (1923-1949) 2ª ed.
Buenos Aires, Sudamericana, 2016

Imagen: Portada de la edición ilustrada por Pablo Racioppi para el 90° aniversario de la primera edición
de Fervor de Buenos Aires (Editor Pedro Tabernero, Sevilla, Grupo Pandora, 2013) [+]


1/8/18

Adolfo Bioy Casares: "Memorias" (fragmentos relacionados con Borges)






Me gustaban el Derecho Romano y las clases de economía política de Carlos Güiraldes. 

Un día me persuadí de que estos esfuerzos me apartaban demasiado de mi vocación y abandoné los estudios de Derecho. Pasé a la facultad de Filosofía y Letras, donde me quedé un año. Me sentí más lejos de la literatura que en la facultad de Derecho. Lo único bueno que encontré allá fue mi amiga Norah Elsa Unía Klein. Decidí abandonar los estudios universitarios. Silvina Ocampo y Borges me respaldaron. Silvina estaba convencida de que la profesión de escritor era la mejor de todas y Borges me dijo que si quería ser escritor no fuera abogado, ni periodista, ni director de revistas literarias, ni editor.

En aquella época, influido probablemente por lo que dice Stuart Mili sobre el tiempo que se pierde en la vida social, yo soñaba con retirarme a un lugar solitario para leer y escribir. Pensé en remotas islas del Pacífico que, años después, tendrían progenie en La invención de Morel y Plan de evasión. Una isla, menos espectacular, más a mano, fue el campo del Rincón Viejo, en el partido de Las Flores, que mis padres habían dado en arrendamiento. Pensé que el trabajo en ese campo no estorbaría mi trabajo literario y que de paso yo daría a mis padres, a quienes quería mucho, una prueba de que no había dejado la universidad para entregarme a la haraganería y la vida disoluta. 

Como tenía que ocurrir, la experiencia vivida en esos años en el campo dio origen a un proyecto literario. Quería describir el campo de la provincia de Buenos Aires como un lugar aparentemente benévolo, desprovisto de fieras que permitieran aventuras extraordinarias, pero que poco a poco destruía a sus pobladores. Proyecté pues un artículo en el que describiría al campo como erizado de peligros, nada espectaculares, pero sí eficaces para destruir la vida del hombre. 

Recuerdo que en una ocasión referí ese proyecto a Guillermo de Torre. Fue aquella la única vez en que un proyecto literario mío le interesó; se entusiasmó sinceramente y trató de estimularme para que lo escribiera cuanto antes. Muy pronto comprendí el motivo de su entusiasmo: la región que yo iba a describir, la pampa, correspondía a la primera idea que a la gente de otros países sugiere la palabra Argentina. Guillermo tenía no pocas quejas de este país en que le tocó vivir. 

Aunque el entusiasmo de Guillermo de Torre me puso en guardia, fue por otros motivos que postergué indefinidamente el proyecto. No sabía cómo llevarlo adelante, si en un ensayo o en un cuento. Desde luego, si lo hubiera escrito, no faltarían lectores que pensaran que yo no quería a esa región o que no me gustaba. La quiero entrañablemente y me gusta. 

Yo tiendo a ver el lado cómico de la realidad. Esto ofende a mucha gente y suele crear malentendidos incómodos. No creo que cambie mi conducta literaria. Por lo demás a los pueblos les conviene reírse un poco de ellos mismos. En lo que más quiero, en lo que más me gusta y también en lo que más me duele, veo el lado cómico. Por lo general, en mis relatos hay personajes y lugares por los que siento simpatía. Mis protagonistas por lo general son gente modesta. Creo imaginarlas mejor que a otras gentes. Creo que la modestia es algo de que todos participamos, porque está en la índole del hombre. No me gusta la soberbia; ni siquiera el amor propio, porque un poco de ciega soberbia o de coraje que se desentienda de la realidad, se necesita para ejercerlo. Me río de las mujeres, porque son los seres que más frecuentemente ocupan mi atención y con los que tengo más conflictos. No será porque no las quiero, que mi vida ha transcurrido junto a ellas. Jane Austen ha dicho que los demás cometen estupideces para entretenernos y que nosotros las cometemos para entretenerlos. Esto me parece la más compasiva interpretación de la historia.

* * * 

En el Rincón Viejo leí mucho, escribí todos los días. Leí libros filosóficos de Russell (El análisis de la mente, La teoría del conocimiento), la filosofía de Leibniz, obras sobre la relatividad y la cuarta dimensión, libros de lógica y lógica simbólica, de Suzane Langer y de Suzane L. Stebbing. La fundamentación de la metafísica de las costumbres de Kant, que dejó huellas en mi conducta, y la Crítica de la razón pura, a cuyo lado me hubiera gustado fotografiarme. La Estética de Hegel, y muchos otros ensayos, cuentos y novelas. 

Silvina me acompañaba y me ayudaba a trabajar en la estancia. Las tardes de invierno, junto a la chimenea del comedor, leíamos y escribíamos. Fueron años muy felices pero que también tuvieron sus desgracias. Yo había sido un muchacho fuerte, un deportista, sin más percances de salud que resfríos de vez en cuando. En el Rincón Viejo, el paraíso perdido por tantos años y por fin recuperado, empecé a tener dolores de cabeza, fuertes y persistentes. Alguien me explicó que en algunos lugares el entrecruzamiento de capas de tierra de diversa calidad provocan en quienes viven encima enfermedades y aun accidentes. "Por eso" me dijo "en el campo de aviación de El Palomar hay tantas catástrofes". Me quedé preocupado por la posibilidad de tener debajo de mi queridísima casa de Pardo un maligno entrecruzamiento de tierras. 

* * * 

En 1937 mi tío Miguel Casares me encargó que escribiera para la Martona (la lechería de los Casares) un folleto científico, o aparentemente científico, sobre la leche cuajada y el yogurt. Me pagarían 16 pesos por página, lo que entonces era un muy buen pago. Le propuse a Borges que lo hiciéramos en colaboración. Escribimos el folleto en el comedor de la estancia, en cuya chimenea crepitaban ramas de eucaliptos, bebiendo cacao, hecho con agua y muy cargado. 

Aquel folleto significó para mí un valioso aprendizaje; después de su redacción yo era otro escritor, más experimentado y avezado. Toda colaboración con Borges equivalía a años de trabajo. 

Intentamos también un soneto enumerativo, en cuyos tercetos no recuerdo cómo justificamos el verso

los molinos, los ángeles, las eles

y proyectamos un cuento policial —las ideas eran de Borges— que trataba de un doctor Praetorius, un alemán vasto y suave, director de un colegio, donde por medios hedónicos (juegos obligatorios, música a toda hora), torturaba y mataba a niños. Este argumento es el punto de partida de toda la obra de Bustos Domecq y Suárez Lynch. 

Entre tantas conversaciones olvidadas, recuerdo una de esa remota semana en el campo. Yo estaba seguro de que para la creación artística y literaria era indispensable la libertad total, la libertad idiota, que reclamaba uno de mis autores, y andaba como arrebatado por un manifiesto, leído no sé dónde, que únicamente consistía en la repetición de dos palabras: Lo nuevo; de modo que me puse a ponderar la contribución, a las artes y a las letras, del sueño, de la reflexión, de la locura. Me esperaba una sorpresa. Borges abogaba por el arte deliberado, tomaba partido con Horacio y con los profesores contra mis héroes, los deslumbrantes poetas y pintores de vanguardia. Vivimos ensimismados, poco o nada sabemos de nuestro prójimo y en definitiva nos parecemos a ese librero, amigo de Borges, que durante más de treinta años puntualmente le ofrecía toda nueva biografía de principitos de la casa real inglesa o el tratado más completo sobre la pesca de la trucha. En aquella discusión, Borges me dejó la última palabra y yo atribuí la circunstancia al valor de mis razones, pero al día siguiente, a lo mejor esa noche, me mudé de bando y empecé a descubrir que muchos autores eran menos admirables en sus obras que en las páginas de críticos y de cronistas, y me esforcé por inventar y componer juiciosamente mis relatos. 

Por dispares que fuéramos como escritores, la amistad cabía, porque teníamos una compartida pasión por los libros. Tardes y noches hemos conversado de Johnson, de De Quincey, de Stevenson, de literatura fantástica, de argumentos policiales, de L'Illusion Comique, de teorías literarias, de las contrerimes de Toulet, de problemas de traducción, de Cervantes, de Lugones, de Góngora y de Quevedo, del soneto, del verso libre, de literatura china, de Macedonio Fernández, de Donne, del tiempo, de la relatividad, del idealismo, de la Fantasía metafísica de Shopenhauer, del neocriol de Xul Xolar, de la Crítica del lenguaje de Mauthner. 

¿Cómo evocar lo que sentí en nuestros diálogos de entonces? Comentados por Borges, los versos, las observaciones críticas, los episodios novelescos de los libros que yo había leído aparecían con una verdad nueva y todo lo que no había leído, como un mundo de aventuras, como el sueño deslumbrante que por momentos la vida misma llega a ser. 

En 1936 fundamos la revista Destiempo. El título indicaba nuestro anhelo de sustraernos a supersticiones de la época. Objetábamos particularmente la tendencia de algunos críticos a pasar por alto el valor intrínseco de las obras y a demorarse en aspectos folklóricos, telúricos o vinculados a la historia literaria o a las disciplinas y estadísticas sociológicas. Creíamos que los preciosos antecedentes de una escuela eran a veces tan dignos de olvido como las probables, o inevitables, trilogías sobre el gaucho, la modista de clase media, etc. 

La mañana de septiembre en que salimos de la imprenta de Colombo, en la calle Hortiguera, con el primer número de la revista, Borges propuso, un poco en broma, un poco en serio, que nos fotografiáramos para la historia. Así lo hicimos en una modesta galería de barrio. Tan rápidamente se extravió esa fotografía, que ni siquiera la recuerdo. Destiempo reunió en sus páginas a escritores ilustres y llegó al número 3.

* * * 

 En el Rincón Viejo, Silvina se alejó paulatinamente del dibujo y de la pintura y se puso a escribir. Su primera publicación fue Viaje olvidado, un libro de cuentos. Un día, en Buenos Aires, cuando íbamos en mi coche por Figueroa Alcorta en dirección a Palermo, me dijo versos que serían después una estrofa de Enumeración de la patria, que me revelaron su capacidad poética. 

En esos años, o poco después, compilamos con Borges la Antología de la literatura fantástica. Fue una ocupación gratísima, emprendida sin duda por el afán de hacer que los lectores compartieran nuestro deslumbramiento por ciertos textos. Ese fue el impulso que nos llevó a componer el libro, pero mientras lo componíamos alguna vez comentamos que serviría para convencer a los escritores argentinos del encanto y los méritos de las historias que cuentan historias. 

Tradujimos para ese libro El cuento más hermoso del mundo de Kipling, Enoch Soames de Max Beerbohm, Sredni Vashtar de Saki, Donde su fuego nunca se apaga de May Sinclair, El caso del difunto Mr. Elvesham de Wells (en mi opinión debimos elegir cualquiera de los cuentos de Wells mejores que ése; a Borges increíblemente le atraía la truculencia de este cuento; a mí me repugnaba y me repugna) y las piezas dramáticas Una noche en la taberna de Lord Dunsany, Donde está marcada la cruz de O'Neill, La pata de mono de W. W. Jacobs. Estas traducciones sirvieron prodigiosamente para mi aprendizaje. Toda traducción es una sucesión de problemas literarios; resolverlos junto a Borges fue una de las grandes suertes que tuve. 

La Antología de la literatura fantástica tuvo un éxito de estima, que nos animó a emprender otras. La segunda y la última de aquella serie fue la Antología poética, llamada así por los editores, que prefirieron la eufonía a la corrección. El libro no tuvo buena fortuna. 

Años después propusimos al mismo editor, López Llausás, una segunda Antología de la literatura fantástica. Nos dijo que la primera comercialmente había resultado un fracaso y no aceptó nuestra propuesta. Años después me invitó a verlo, para convencerme de que Silvina comprara acciones de la editorial. Me dijo entonces que lodos los libros, incluso nuestra Antología de la literatura fantástica, se vendían muy bien. No creo que esto revelara deshonestidad. Simplemente, cuando le propuse el nuevo volumen de literatura fantástica, él tuvo prudencia de comprador y cuando ofreció las acciones tenía optimismo de vendedor. Yo aconsejé a Silvina que rechazara la oferta, no por prudencia de comprador, sino porque pensé siempre que un escritor no debe vivir de las rentas de libros de otros escritores. Malos administradores como somos Silvina y yo, solamente podríamos ser rentistas en una editorial, y no administradores. Otro era el caso de Broening, que ponía al servicio de sus artistas amigos su habilIdad para administrar empresas. El rechazo de la oferta, lejos de enemistamos con López Llausás, nos dejó más amigos. Después le propusimos el libro al director de la editorial Claridad, que nos recibió, con un clavel en el ojal, debajo de un gran óleo que lo reproducía con un clavel en el ojal. El proyecto no prosperó. 

* * * 

A mí las buenas noticias me alegran y las malas me desagradan. Creo que soy normal. Sé que una psicoanalista, amiga mía, que durante unos diez años me vio de cerca, dice a quien le quiere oír que soy el hombre más normal que ha conocido. Otra amiga, psicoanalizada, que me hizo algunos reportajes, me dijo que yo parecía un psicoanalizado de los que les había hecho bien el análisis. Publicar un libro es ofrecerse a juicio público. La publicación de mis primeros seis libros me puso en un dilema. Sobrevivir a la crítica adversa o no escribir más. O tal vez algo peor para alguien como yo que tenía entonces la vida por delante: perder la fe en mi inteligencia. Por suerte comprendí que no siempre un libro equivocado prueba que el autor sea inepto. Muchas veces hay tan buenas y tan atendibles razones para errar como para acertar. Creo que Ramón y Cajal dijo que toda decisión equivale a un salto en el vacío. 

Yo sé que tengo una deuda con el público por¡haberle propuesto seis libros pésimos. La experiencia (no hay justicia en esta vida) en algún modo me resultó benéfica. Me volvió razonablemente insensible a los ataques de los críticos. Además creo que si un crítico señala errores en algún libro mío, el disgusto no me ofuscará y no me impedirá asimilar las correcciones. 

Mi madre, que estaba muy orgullosa de sus hermanos Casares, me decía que mis tíos Bioy administraban el campo sentados en las sillas de paja del corredor del casco. Hacia 1937, cuando yo administraba el campo del Rincón Viejo, sentado en las sillas de paja, en el corredor de la casa del casco, entreví la idea de La invención de Morel. Yo creo que esa idea provino del deslumbramiento que me producía la visión del cuarto de vestir de mi madre, infinitamente repetido en las hondísimas perspectivas de las tres fases de su espejo veneciano. Borges en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, me hace decir que aborrezco los espejos y la cópula... Le agradeceré siempre el hecho de ponerme en un cuento tan prodigioso, pero la verdad es que nunca tuve nada contra los espejos y la cópula. Casi diría que siempre vi los espejos como ventanas que se abren sobre aventuras fantásticas, felices por lo nítidas. La posibilidad de una máquina que lograra la reproducción artificial de un hombre, para los cinco o más sentidos que tenemos, con la nitidez con que el espejo reproduce las imágenes visuales, fue pues el tema esencial del libro. Primero creí que podría escribir un falso ensayo, a la manera de Borges, y comentar la invención de esa máquina. Después, las posibilidades novelísticas de mi idea trajeron un cambio de planes. Las circunstancias de que el héroe y relator de la historia fuera un perseguido de la justicia, que la máquina funcionara en una isla remota, que las mareas fueran su fuente de energía, sirvieron al argumento. 

Néstor Ibarra observó que nada era arbitrario en La invención de Morel. Eso había sido, exactamente, lo que yo me había propuesto. Comprendí que la crítica de Ibarra era justificada. Porque lograr una historia en que de vez en cuando hubiera elementos arbitrarios, sin que parecieran ociosos, sino que por el contrario dejaran entrar la vida en la obra, era una meta más ardua que la entrevista por mí. 

Yo buscaba menos el acierto que la eliminación de errores en la composición y en la escritura de La invención de Morel. En cierto modo era como si me considerara infeccioso y tomara todas las precauciones para no contagiar la obra. La escribí en frases cortas, porque una frase larga ofrece más posibilidades de error. Creo que esas frases molestaron a muchos lectores y que, en el prólogo a la novela, cuando Borges dice que "la trama es perfecta", hay una clara reserva en cuanto al estilo. 

* * * 

Aunque el afecto y aun la admiración que en mi casa sentían por las Ocampo me preparó para mirar con simpatía al grupo Sur y recibir como un hecho muy importante la aparición de la revista, nunca me sentí cómodo con ellas. Lo que más nos apartaba eran, como diría Reyes, nuestras simpatías y diferencias literarias: algo en lo que yo no podía transigir. Allá se admiraba a Gide, a Valéry, a Virginia Woolf, a Huxley (que me gustó por sus ensayos y no por su ficción), a Sakville West, a Ezra Pound, a Eliot, a Waldo Frank (que siempre me pareció ilegible), a Tagore, a Keyserling, a Ortega y Gasset, a Drieu de la Rochelle. Entre todos ellos, el único que me gustó fue Huxley. En cuanto a Valéry, yo lo admiraba más por encarnar la idea del escritor deliberado, que por sus escritos. Con Virginia Woolf, admirada por mi madre y por Silvina, que se guiaban por sus gustos y no por las modas del momento, nunca tuve la suerte de leer un libro suyo que me interesara; ni siquiera me gusto Orlando, del que Borges, a pesar de haberlo traducido (tiene que ser muy bueno un texto para merecer la aprobación de su traductor) hablaba con elogio. Desde luego, sospecho a veces que lo tradujo vicariamente, como dicen los ingleses. Esto es, por interpósita persona, su madre. 

Para mí las disidencias con Victoria y el grupo Sur resultaban casi insalvables. Yo era entonces un escritor muy joven, inmaduro, desconocido, que escribía mal y que por timidez no hablaba de manera cortés, matizada y persuasiva. Callaba, juntaba rabia. Reputaba una aberración el exaltar a los escritores que mencioné y olvidar, mejor dicho ignorar, a Wells, a Shaw, a Kipling, a Chesterton, a George Moore. Con relación a nuestra literatura y a la española también divergíamos. Para la gente de Sur, Borges era un enfant terrible, Wilcock un majadero, y el pobre Erro era un pensador sólido. 

Yo pensaba que en Sur se guiaban por los nombres prestigiosos, aceptados entre los high brow, la gente bien de la literatura, bien no por nacimiento o por dinero, sino por la aceptación entre los intelectuales. Pensaba que allá preferían ese criterio al personal, y al que hubieran tenido si realmente les gustara la literatura. 

Cuando prepararon un número especial en homenaje a la literatura inglesa, Borges y yo elegimos textos que en su mayor parte fueron silenciosamente descartados y sustituidos por otros cuyo mérito nos pareció misterioso. Nos aceptaron Euforión en Texas, de George Moore, El hombre que admiraba a Dickens, de Evelyn Waugh, Bunyan, de Bernard Shaw, El triunfo de la tribu, de Chesterton, el poema Mis sueños de un campo lejano, de Housman, que tradujo Silvina. Porque nos concedieron la inclusión de esos textos, nos encargaron a Borges y a mí, para el número en homenaje a la literatura norteamericana, la traducción de algunos que no nos gustaban. Entre ellos, no de los peores, había uno de Karl Shapiro, donde se hablaba de cartas "v". Ni Borges ni yo sabíamos que se llamaban así las cartas en microfilm que los soldados americanos mandaban a sus familias y creíamos que "v" significaba victoria. No creo que nos hiciéramos mala sangre por aportar siquiera ese disparate a los poemas traducidos. 

En los últimos años de la década del treinta me enteré de la existencia de Kafka. Con Borges disentimos en cuanto a La metamorfosis, que él consideró el peor relato de Kafka y yo creo que es el mejor. En cuanto a Henry James, que desde mis primeras lecturas admiré, disiento con Rebeca West, que considera Otra vuelta de tuerca su peor relato: para mí es uno de los mejores, si no el mejor. Admirablemente traducido por José Bianco. A Bianco, un excelente escritor y uno de mis amigos más queridos, hay que atribuirle mucho de los mejor que ocurrió en Sur. Además de su trabajo diario, para organizar los números de la revista, se le deben las correcciones de los textos de muchos autores prestigiosos. Gracias a Bianco, pudieron leerse sin sobresaltos. Los autores preferían no enterarse, simplemente no se enteraban de que sus páginas habían sido corregidas.


En Adolfo Bioy Casares, Memorias (1994)
Edición de Marcelo Pichon Riviere y Cristina Castro Cranwell
Editorial Tusquets, 1999

Imagen: Adolfo Bioy Casares frente al mural de Siqueiros 
en el hotel Camino Real, en la ciudad de México 
Foto Archivo La jornada - Vía EGyB



http://borgestodoelanio.blogspot.com/2014/09/jorge-luis-borges-tlon-uqbar-orbius.html

30/7/18

Jorges Luis Borges: Culturalmente somos un país atrasado (1960)




¿Considera que somos un país culturalmente atrasado?
—Sí; creo que sí. Estamos padeciendo todavía en lo intelectual y en lo moral, las consecuencias de la época de la dictadura.
¿Cómo se manifiesta ese atraso?
—Entre otras formas, por una incapacidad para desarrollar esfuerzos desinteresados. Todo se hace con propósitos materiales, especialmente pecuniarios.
En mi cátedra de literatura inglesa, y acudo a esta referencia por tratarse de un índice que tengo a mano, de treinta o cuarenta alumnos, sólo cinco o seis tienen un interés profundo en la materia; los demás únicamente pretenden aprobar el curso para continuar sus estudios.
¿A qué escritores, entre los jóvenes, considera los más interesantes?
—Lo de jóvenes voy a tomarlo como una condición relativa: tengo sesenta y un años y para mí son jóvenes quienes quizás no lo sean para los que tengan la mitad de mi edad.
Destaco en poesía tres nombres que me interesan especialmente: Magdalena Harriague, Amelia Biagioni y Juan Rodolfo Wilcock. Deseo aclarar que esta preferencia no significa que desdeñe a escritores que sin duda deben poseer méritos importantes; mi selección no debe tenerse muy en cuenta: desde hace más o menos seis años, a causa de impedimento físico por un lado, y absorbido por las dificultades de mi propia producción por otro, no puedo seguir la actividad de nuestros escritores, al menos de la manera regular y completa que sería necesaria para que una selección así tuviera algún valor.
¿Está al tanto de la crítica que se le hace a su obra por parte de algunos jóvenes ensayistas y escritores? ¿Qué le parece?
—La crítica ha sido excesivamente generosa conmigo.
Días pasados, el escritor peruano Ciro Alegría se refería a un aspecto de las objeciones que se hacen a mi obra; me decía que miro a Europa y no a América. Yo creo mirar en todas direcciones. Buena parte de mi obra está dedicada a América; mi mejor cuento, “El sur”, se refiere a hechos que ocurren en la provincia de Buenos Aires; mi primer libro, que se publicó en 1923, se llama Fervor de Buenos Aires, y uno de mis mejores poemas, “El tango”; he escrito, además, un libro sobre Evaristo Carriego, cantor del suburbio. Me parece que no ha habido el desvío que se me reprocha.
Por otra parte, ser americano es ser europeo. El español es una forma del latín. No puede establecerse una separación tan estricta, como mis críticos pretenden, entre lo americano y lo europeo.
Algunos confunden lo americano con lo indígena, lo que considero un error, bastante extendido. Nuestra cultura americana no tiene nada de indígena.
Desde un punto de vista político, no creo que se me pueda censurar mi rechazo al nazismo y al comunismo; no he eludido una participación intelectual en nuestra realidad; en un próximo libro que editará Emecé, el lector encontrará varios poemas civiles.
También se me ha criticado el practicar una literatura de evasión; tal vez tengan razón en esto, pero cada uno escribe la literatura que puede. Recuerdo una frase de Kipling: “Los escritores relatan fábulas, pero ignoran la moraleja”. La posteridad extraerá las moralejas que correspondan.
Los objetivos literarios conscientemente comprometidos no hacen lo fundamental. El Martín Fierro se escribió con fines políticos, como un alegato contra las levas del ejército, pero el propósito político hace rato que dejó de interesar y la obra literaria, sin embargo, ha crecido día a día. También el Quijote se escribió con un fin polémico, que sus valores literarios han relegado por completo.
Hay actitudes literarias desmentidas en los hechos cotidianos, y es lógico que sea así. El escritor escribe con todo; con todo su pasado, con todas sus reservas subconscientes; el propósito consciente es lo de menos, es lo transitorio.
¿Puede mencionar las cinco obras de ficción, de la literatura argentina, que le parecen más representativas?
—Antes, hago la aclaración de que existen obras admirables que no llegan a ser representativas porque no han ejercido influencia alguna, ni en sus contemporáneos ni en las siguientes generaciones, muchas veces por causas ajenas a las cualidades en sí de la obra: tal el caso de La urna, de Banchs, libro excelente por muchos conceptos, pero estéril.
Si debo citar cinco obras, me inclino por el Martín Fierro, algunas de las novelas criollas de Eduardo Gutiérrez, Las fuerzas extrañas de Lugones, los cuentos de La noche repetida de Manuel Peyrou, y la novela de Bioy Casares El sueño de los héroes.
Es una lista un tanto heterogénea, pero considero que esos libros son muy representativos de nuestra literatura de ficción.

En Chau, Periódico de Artes y Letras, Buenos Aires, diciembre de 1960.104

104. El 18 de octubre de 1960, la revista Che, Buenos Aires, Año 1, Nº 3, realizó una encuesta con la pregunta: “¿Qué hacía usted al caer la tarde del 17 de octubre de 1945?” Borges dijo: “El 17 de octubre… No tengo ningún interés en contestar eso”. “¿Publicamos sólo esa respuesta, entonces?” “No, puede agregar que ese día… ¿fue el primer 17 de octubre, no?” “Sí, señor.” “Entonces, diga que estaba avergonzado e indignado. Eso es, indignado y avergonzado.”
Respondieron también: Eduardo Colom, Radamés Grano, Landrú, Solano Lima, Damonte Taborda, Lola Membrives, Quinquela Martín, padre Benítez, Dardo Cúneo, Juan Ovidio Zabala, Clte. Pedro Favarón, Américo Ghioldi, Silvio Frondizi, Pérez Leiros, Héctor P. Agosti, Agustín Rodríguez Araya, Abel A. Latendorf, Ernesto Sabato y general Pedro Ramírez. (N. del E.)


Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé

Imagen: Borges (sin data ni atribución) Vía



28/7/18

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Conrad, Melville y el mar ("En diálogo", I, 8)




Osvaldo Ferrari: Periódicamente nos hemos acordado, Borges de dos escritores que se han ocupado esencialmente del mar. El primero…
Jorge Luis Borges: Joseph Conrad, ¿no?
Joseph Conrad, y el segundo, el autor de Moby Dick.
—Sí… y no se parecen en nada, ¿eh?, absolutamente. Porque Conrad cultivó un estilo oral o, en fin, ficticiamente oral. Claro, son los relatos de ese señor que se llama Marlowe, que cuenta casi todas las historias. En cambio, Melville, en Moby Dick —que es un libro muy original— revela, sin embargo, dos influencias; hay dos hombres que se proyectan sobre ese libro —benéficamente, desde luego—: Melville suele, a veces, reflejar o repetir… o, mejor dicho, en él resuenan dos voces. Una sería la de Shakespeare, y la otra la de Carlyle. Creo que se notan esas dos influencias en su estilo. Y él ha sido beneficiado por ellas. Ahora, en Moby Dick, el tema vendría a ser la idea del horror de lo blanco. Él puede haber sido llevado: él puede haber pensado, al principio, que la ballena tenía que ser identificada entre las otras ballenas. La ballena que había mutilado al capitán. Y entonces, él habrá pensado que podría diferenciarla haciéndola albina. Pero ésa es una hipótesis muy mezquina, mejor es suponer que él sintió el horror de lo blanco; la idea de que el blanco podía ser un color terrible. Porque siempre se asocia la idea del terror a la tiniebla, a la negrura; y luego, a lo rojo, a la sangre. Y él vio que el color blanco —que vendría a ser, para la vista, la ausencia de todo color— puede ser terrible también. Ahora, esa idea él puede haberla encontrado —por qué no encontrar sugestiones en un libro, en una lectura, de igual manera que en cualquier otra cosa; ya que una lectura es algo no menos vivido que cualquier otra experiencia humana—, yo creo que él encontró esa idea en «Las aventuras de Arthur Gordon Pym» de Poe. Porque el tema de las últimas páginas de ese relato, lo que empieza con el agua de las islas; esa agua mágica, esa agua veteada, que puede dividirse según las vetas; bueno, en eso, hacia el final, está el horror de la blancura. Y ahí se explica por ese país de la Antártida que ha sido invadido alguna vez por gigantes blancos —el color blanco es terrible—, eso se va insinuando en las últimas páginas; Pym hace declarar claramente la idea de que las cosas blancas son terribles para esa gente. Y esa idea Melville la aprovechó para Moby Dick («aprovechó» es un apelativo peyorativo que yo lamento haber usado). En fin, ocurre eso. Y luego, hay un capítulo especialmente interesante que se llama «The whiteness of the wale» («La blancura de la ballena»), y ahí él se extiende con mucha elocuencia —una elocuencia que yo no puedo repetir ahora— sobre lo blanco como terrible.
Y como inmenso, quizá.
—Y como inmenso también. Bueno, ya que he dicho blanco —ya que me gustan tanto las etimologías—; podría recordar, en fin —no es un hecho bastante divulgado—, que tenemos, en inglés, la palabra «black», que significa negro y, en castellano, la palabra «blanco». Y, desde luego, en francés «blanc», en portugués «branco», en italiano «bianco». Y esas palabras tienen la misma raíz, porque en inglés —creo que la palabra sajona dio origen a dos palabras—: «bleak», que significa descolorido (se dice, por ejemplo, «In a bleak mood», cuando uno está no descolorido pero desganado, melancólico), y la otra «black» (negro), y ambas palabras: «black», en inglés, y «blanco» en castellano tienen la raíz. Tienen la misma raíz porque, en el principio, «black» no significaba propiamente negro, sino sin color. De modo que, en inglés, eso de no tener color se corrió hacia el lado de la sombra: «black» significa negro. En cambio, en las lenguas romances, esa palabra se corrió hacia el lado de la luz, hacia el lado de la claridad; y «bianco» en italiano, y «blanc» en francés, y «branco» en portugués, significan, bueno, albo, blanco. Es raro, esa palabra que se ramifica y toma dos sentidos opuestos; ya que solemos ver lo blanco como lo opuesto de lo negro, pero, la palabra de la cual proceden significa «sin color». Entonces, como digo, en inglés se corrió para el lado de la sombra —significa negro—, y en castellano para el lado de la claridad, y significa blanco.
Hay un claroscuro en la etimología.
—Es cierto, un claroscuro, excelente observación. Bueno, yo descubrí hace mucho tiempo —más o menos en la época en que descubrí La Divina Comedia— ese otro gran libro: Moby Dick. Ahora, creo que ese libro se publicó y que fue invisible durante un tiempo. Yo tengo una vieja edición —excelente, por lo demás— de la Enciclopedia Británica —año 1912—, la undécima edición; y hay un párrafo, no demasiado extenso, dedicado a Herman Melville, y en ese párrafo se habla de él como autor de novelas de viajes. Y, entre las otras novelas, en las cuales él se refiere a sus navegaciones, está Moby Dick, pero no se la distingue de las otras; está en una lista junto con las demás —no se advierte que Moby Dick es mucho más que los relatos de viaje, y que un libro sobre el mar—. Es un libro que se refiere, digamos, a algo esencial. Vendría a ser, según algunos, una lucha contra el mal, pero emprendida de un modo erróneo —ése sería el modo del capitán Hahib—. Pero lo curioso es que él impone esa locura a toda la tripulación, a toda la gente de la ballenera. Y Herman Melville fue ballenero —conoció esa vida personalmente, y muy, muy bien—. Aunque él era de una gran familia de New England (Nueva Inglaterra), fue ballenero. Y en muchos de sus cuentos él habla, por ejemplo, de Chile, de las islas que están cercanas a Chile; en fin, él conoció los mares. Yo querría hacer otra observación sobre Moby Dick, que no sé si se ha señalado, aunque, sin duda, todo ha sido dicho ya. Y es que el final —la última página de Moby Dick— repite, pero de un modo más palabrero, el final de aquel famoso canto del «Infierno» de Dante, en que se refiere a Ulises. Porque ahí, en el último verso, Dante dice que el mar se cerró sobre ellos. Y en la última línea de Moby Dick se dice, con otras palabras, exactamente lo mismo. Ahora, yo no sé si Herman Melville tuvo presente esa línea del episodio de Ulises; es decir, la nave que se hunde, el mar que se cierra sobre la nave —eso está en la última página de Moby Dick y en el último verso de aquel canto del «Infierno» (no recuerdo el número) en que se narra el episodio de Ulises, que, para mí, es lo más memorable de La Divina Comedia—. Aunque ¿qué hay en La Divina Comedia que no sea memorable? Todo lo es, pero si yo tuviera que elegir un canto —y no hay ninguna razón para que lo haga— elegiría el episodio de Ulises, que me conmueve quizá más que el episodio de Paolo y Francesca… ya que hay algo misterioso en la suerte del Ulises de Dante: claro, él está en el círculo que corresponde a los embaucadores, a los embusteros, por el engaño del caballo de Troya. Pero uno siente que ésa no es la verdadera razón. Y yo he escrito un ensayo —figura en el libro de los Nueve ensayos dantescos—, en que yo digo que Dante tiene que haber sentido que lo que él había cometido era quizás algo vedado a los hombres, ya que él, para sus fines literarios, tiene que adelantarse a decisiones que la divina providencia tomará el día del juicio final. El mismo dice, en algún lugar de La Divina Comedia, que nadie puede prever las decisiones de Dios. Sin embargo, él lo hizo en su libro, en el cual condena a algunos al infierno, a otros al purgatorio; y hace que otros asciendan al paraíso. Él puede haber pensado, entonces, que lo que hacía era, bueno, no una blasfemia, pero, en fin, que no era del todo lícito que un hombre adoptara esas decisiones. Y así él, escribiendo ese libro, habría emprendido algo vedado. De igual modo que Ulises, queriendo explorar el hemisferio septentrional, y navegar guiándose por otras estrellas, también está haciendo algo prohibido; y es castigado por eso. Porque si no, no se sabe por qué es castigado. Es decir, yo sugiero que consciente o inconscientemente hay una vinculación, una afinidad de Ulises con Dante. Y he llegado a todo esto a través de Melville, que, sin duda, conocía a Dante, ya que Longfellow, durante la larga guerra civil norteamericana —la mayor guerra del siglo XIX— tradujo al inglés La Divina Comedia de Dante. Yo primero leí la versión de Longfellow, y después, en fin, me atreví a leer la versión italiana… yo tenía la idea, muy equivocada, de que el italiano es muy distinto del español. Sí, oralmente lo es; pero leído no. Además, uno lo lee con la lentitud que quiere, y las ediciones de la Comedia son excelentes. Y entonces, si uno no entiende un verso entiende el comentario. En las mejores ediciones hay, digamos, una nota por verso, y sería muy raro que uno consiguiera no entender las dos (ríen ambos). Bueno, caramba, nos hemos apartado un poco de Melville, pero Melville es evidentemente un gran escritor, sobre todo en Moby Dick, y también en sus cuentos. Se publicó, hace unos años, en Buenos Aires, un libro sobre el mejor cuento. Claro, se trata de un título comercial. Elegidos —cada uno de los cuentos— por cuatro escritores argentinos. Y ahí colaboraron Manuel Mujica Láinez, Ernesto Sabato, creo que Julio Cortázar, y yo. Sabato eligió el cuento «Bartleby», de Melville; yo el cuento «Wakefield», de Nathaniel Hawthorne. Luego alguien eligió, creo, un cuento de Poe. Es decir, hubo tres escritores norteamericanos. Y Mujica Láinez eligió un cuento japonés o chino, no recuerdo. Se publicaron en un volumen en el que figuraban nuestros retratos, las razones que nos habían llevado a elegir ese cuento; y ese libro, en fin, tuvo bastante éxito, y reveló cuatro cuentos admirables.
Claro, una muy buena idea.
—Sí, una buena idea editorialmente, sí.
Pero, en cuanto a Conrad, usted me dijo alguna vez que había cuentos de Conrad que le recordaban no el mar sino el río; y en particular, el Delta del Paraná.
—Bueno, sí, en los primeros libros de Conrad, cuando él recurre a paisajes malayos, yo usaba mis recuerdos del Tigre como ilustraciones. De modo que yo he leído a Conrad un poco intercalando o interponiendo paisajes que yo recordaba del Tigre, ya que era lo más parecido. Y de paso, es raro el caso de Buenos Aires: una gran ciudad que tiene muy cerca un archipiélago casi tropical, o casi malayo. Es rarísimo eso, ¿no?, y con cañas. ¡Ah!, bueno, yo estuve hace poco en Brasil, y redescubrí algo que me había sido revelado ya por las novelas de Eça de Queiroz, que es el nombre que tiene el bastón en portugués. Se llama «bengala» —sin duda por las cañas de Bengala—; porque alguien me dijo: «A sua bengala», me tendió mi bastón, que es irlandés, y yo recordé aquella palabra (ríe), me pareció muy lindo que el bastón se llamara «bengala». Porque «bastón» no recuerda nada especialmente. Bueno, ¿qué puede recordar?, los bastos: es un basto grande, es un gran as de basto. En cambio, «bengala» ya nos trae toda una región, y el bengalí la palabra «bungalow», derivada de «bengala» también.
Veo, Borges, que el mar, a través de Conrad y de Melville, está muy cerca suyo; que lo retiene en la memoria a menudo.
—Sí, siempre, sí. Claro, hay algo de viviente, de misterioso… bueno, es el tema del primer capítulo de Moby Dick; el tema del mar como algo que alarma, y que alarma de un modo un poco terrible y un poco hermoso también, ¿no?
La alarma que crea la belleza, digamos.
—Sí, la alarma que crea la belleza, ya que la belleza es una forma de alarma o de inquietud, en todo caso.
Sobre todo si recordamos aquella frase de Platón, en El Banquete, que dice: «Orientado hacia el inmenso mar de la belleza».
—¡Ah!, es una linda frase. Sí, parece que son palabras esenciales, ¿no?
El mar.
—El mar, sí; que está tan presente en la literatura portuguesa y ausente en la literatura española, ¿eh? Por ejemplo, el Quijote es un libro…
De llanura.
—Sí, en cambio los portugueses, los escandinavos, los franceses —por qué no— después de Hugo, sienten el mar. Y Baudelaire lo sintió también y, evidentemente, el autor de El barco ebrio, Rimbaud, sintió el mar, que no había visto nunca. Pero, quizá no sea necesario ver el mar: Coleridge escribió su «Balada del viejo marinero» sin haber visto el mar, y cuando lo vio se sintió defraudado. Y Cansinos Assens escribió un admirable poema del mar; yo lo felicité, y me dijo: «Espero verlo alguna vez». Es decir, que el mar de la imaginación de Cansinos Assens y el mar de la imaginación de Coleridge eran superiores al mero mar, bueno, de la geografía (ríe).
Como usted verá, por una vez hemos logrado apartarnos de la llanura.
—Es cierto.


Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)

Imagen: Borges en su casa (1985) por Patricio Salinas A. (Chile) [+] [FB]
Fue publicada en la Revista Jaque de Montevideo en 1985, que no está digitalizada
Foto y data cortesía de Castillo Alfredo


26/7/18

Jorge Luis Borges: Las luminarias de Janucá (1926)







Con una emoción veraz y una codicia nunca desmentida de regalarme con bellezas verbales, han recorrido mi corazón y mis ojos Las luminarias de Hanukah de Rafael Cansinos Assens, libro escrito en Madrid y cuya voz es clara y patética en perfección de prosa castellana, pero que suelta desde la altiva meseta los muchos ríos de su anhelo —ríos henchidos y sonoros— hacia la plenitud de Israel, desparramada sobre la faz de la tierra. La gran nostalgia de Judá, la que encendió de salmos a Castilla en los ilustres días de la grandeza hispano-hebrea, late en todas las hojas y la inmortalidad de esa nostalgia se encarna una vez más en formas de hermosura. Israel, que por muchas centurias despiadadas hizo su asiento en las tinieblas, alza con este libro una esperanzada canción que es conmovedora en el teatro antiguo de tantas glorias y vejámenes, en la patria que fue de Torquemada y Yehuda Ha Levy.
Esta novela es autobiográfica. Su perenne interlocutor, ese Rafael Benaser que escudriñando un proceso inquisitorial da con el nombre de un su posible antepasado judío y se siente así vinculado a la estirpe hebraica y hasta entenebrecido de su tradición de pesares, no es otro que Cansinos. El doctor Nordsee es Max Nordau, sin otra máscara que la de inundarle su nombre y engrandecer en mar su pradera Y así en lo relativo a los demás héroes que insignemente fervorizan, charlan y se apostrofan, sólo atareados a pensar en su raza y a definir su pensamiento en extraordinarias imágenes. Yo debo confesar que esas imágenes son para mí el primer decoro del libro y que, a mi juicio, Rafael Cansinos Assens metaforiza más y mejor que cualquiera de sus contemporáneos. Cansinos piensa por metáforas y sus figuras, por asombrosas que sean, jamás son un alarde puesto sobre el discurso, sino una entraña sustancial. Basta la frecuentación de su obra para legitimar este aserto. Yo mismo, que con alguna intimidad lo conozco, sé que de su escritura a la habitualidad de su habla no va mucha distancia y que igualmente son generosas entrambas en hallazgos verbales. Cansinos piensa con belleza y las estrellas, una sombra, el viaducto, lo ayudan a ilustrar una teoría o a realzar un sofisma.
Sobre el imaginario argumento de Las luminarias de Hanukah, sobre la pura quietación en que Cansinos inmoviliza sus temas, quiero adelantar una salvedad. Se trata de un consciente credo estético y no de una torpeza para entrometer aventuras. Cansinos, en efecto, no sufre que en la limpia trama de su novela garabateen inquietud las errátiles hebras de la casualidad y del acaso. El mundo de sus obras es claro y simple y un ritualismo placentero lo rige, sólo equiparable al orden divino que ha dado al Tiempo dos colores —el color azul de los días y el negro de las noches— y que reduce el año a sólo cuatro estaciones como una estrofa a cuatro versos. Lástima grande que esto motive en él la imperdonabilidad de hacer de sus héroes personas esquemáticas, sin más vida que la que el argumento prefija. Es verdad que toda poesía es finalmente convencional y simbólica. El tú en los versos siempre es alusivo a una novia, la aurora es fielmente feliz, la estrella o el ocaso o la luna nueva salen a relucir en el remate del último terceto.
La realidad de todos, la transitada realidad de los hombres en su vida común (esto es, aparencial o superficial) no está representada en Las luminarias de Hanukah. Falta asimismo la individual realidad, la de nuestro yo en codicia de dicha y en apetencia de la eternidad de los tiempos para gozar de esa dicha. (A ser Cansinos un novelista de los que llaman psicólogos, el destino de Rafael Benaser hubiera sido el trágico de un hombre que intenta traducir su íntima angustia personal en congoja de raza y que fracasa en ello y nos confiesa su aislamiento).
Cada literatura es una forma de concebir la realidad. Las de Las luminarias, pese a la fecha contemporánea que muestra y a los vagos paisajes madrileños que le sirven de teatro, es realidad de lejanía, de conseja talmúdica. La informan esa contemplación alargada y ese dichoso aniquilamiento ante el espectáculo humano, que según Hegel (Estética, segundo volumen, página 446) son distintivos del Oriente.
Su tiempo mismo no es occidental, es inmóvil: tiempo de eternidad que incluye en sí el presente, el pasado y lo porvenir de la fábula, tempo haragán y rico.


Imagen arriba: Rafael Cansinos Assens en 1898 y manuscrito de 1905 
Fuente Fundación-Archivo Rafael Cansinos Assens

Nota: En la obra de Borges dice Hanukah y, en variadas fuentes, ortografías varias.
Janucá es la única forma correcta de transcribir la palabra en castellano, ya que 
le permite al lector hispanohablante pronunciarla exactamente como es en hebreo.
Me atrevo a corregir el título, con la orientación de Yonah Kranz
Véase portada de la edición de Cansinos Assens





En El tamaño de mi esperanza
Buenos Aires, Editorial Proa, 1926 (cover)

Luego, ©1995 1996 María Kodama
©2016 Buenos Aires, Penguin Random House




24/7/18

Jorge Luis Borges: El concepto de una academia y los celtas*





DISCURSO DE JORGE LUIS BORGES
EN SU RECEPCIÓN ACADÉMICA22
En la segunda mitad del siglo XIX, dos escritores justicieramente famosos, Renán y Matthew Arnold, dedicaron penetrantes estudios al concepto de una academia y a las literaturas célticas. Ahora bien, ninguno de ellos señaló la curiosa afinidad que presentan estos dos temas y, sin embargo, esa afinidad existe. Algunos amigos míos, cuando leyeron el título de la clase, no conferencia o discurso de hoy, El concepto de una academia y los celtas, creyeron en una arbitrariedad mía, pero creo que puede justificarse esta afinidad y que esa afinidad es profunda. Empecemos por la primera parte, el título; empecemos por el concepto de una academia. ¿En qué consiste este concepto? En primer término, pensaríamos en la policía del lenguaje, en las autorizaciones o prohibiciones de palabras, todo esto es bastante baladí, ya lo sabemos todos, pero podemos pensar también en aquellos primeros individuos de la Academia Francesa que celebraban reuniones periódicas. Aquí tenemos también otro tema: el tema de la conversación, del diálogo literario, de la discusión amistosa, de la comprensión de los hechos literarios y la poesía, y el otro aspecto de la academia, que sería, quizá, el esencial: la organización, la legislación y la comprensión de la literatura. Y creo que esto es lo más importante. La tesis que voy a difundir hoy o, mejor dicho, el hecho que quiero recordar hoy es la afinidad de estas dos ideas: idea de academia y el mundo de los celtas. Pensemos en primer término en el país literario por excelencia: ese país es, evidentemente, Francia, y la literatura francesa está no sólo en los libros franceses, sino en su mismo idioma, de suerte que bastaría hojear un diccionario para sentir esa intensa vocación literaria de la lengua francesa. Veamos: en español decimos arco iris, en inglés se dice rainbow, en alemán regenbogen, arco de la lluvia. ¿Qué son estas palabras junto a la tremenda palabra francesa, vasta como un poema de Hugo y más breve que un poema de Hugo, arc-en-ciel, que parece elevar una arquitectura, un arco en el cielo?
En Francia la vida literaria existe, no sé si de un modo más intenso, esto ya sería entrar en el misterio, pero sí de un modo más consciente que en otros países. Uno de sus periódicos, titulado La Vie Littéraire, interesa a todos. En cambio, aquí, los escritores somos casi invisibles; escribimos para nuestros amigos, lo cual puede estar bien. Cuando se piensa en la Academia Francesa, esa academia por excelencia, suele olvidarse que la vida literaria de Francia corresponde a un proceso dialéctico, es decir, la literatura se hace en función de la historia de la literatura. Existe la academia que representa la tradición, y además la Academia Goncourt y los cenáculos que son academias a su vez. Resulta curioso que los revolucionarios acaban por ingresar en la academia, es decir, que la tradición va enriqueciéndose en todas las direcciones y en todas las evoluciones de la literatura. En algún momento hubo oposición entre la academia y los románticos, luego entre la academia y los parnasianos y simbolistas, pero todos ellos forman parte de la tradición de Francia, que se enriquece así mediante ese movimiento dialéctico. Además hay como un equilibrio, es decir, los rigores de la tradición están compensados con las audacias de los revolucionarios, cosa que todos ellos saben muy bien; por eso hay en aquella literatura más exageraciones de seguridad, de extravagancia que en ningún otro, y esto ocurre porque cada uno cuenta con su adversario, de igual manera que el ajedrecista cuenta con el competidor que juega con sus piezas de otro color. Ahora bien, yo diría que en ninguna parte del mundo la vida literaria ha sido organizada de una manera más rigurosa que entre las naciones célticas, lo que trataré de probar, o mejor dicho, de recordar.
Hablé de la literatura de los celtas; el término es vago. Éstos habitaban, en la antigüedad, los territorios que un remoto porvenir llamaría Portugal, España, Francia, las Islas Británicas, Holanda, Bélgica, Suiza, Lombardía, Bohemia, Bulgaria y Croacia, además de Galacia, situada en la costa meridional del Mar Negro; los germanos y Roma los desplazaron o sojuzgaron en arduas guerras. Ocurrió entonces un acontecimiento notable. Así como la genuina cultura de los germanos logró su máxima y última floración en Islandia, en la Última Thule de la cosmografía latina, donde la nostalgia de un reducido grupo de prófugos rescató la antigua mitología y enriqueció la antigua retórica, la cultura celta se refugió en otra isla perdida, en Irlanda. Poco o nada podemos conjeturar de las artes y letras de los celtas en Iberia o en Galia; las tangibles reliquias de su cultura, sobre todo en lo lingüístico y literario, deben buscarse en los archivos y bibliotecas de Irlanda y del país de Gales. Renán, aplicando una sentencia famosa de Tertuliano, escribe que el alma celta es naturalmente cristiana; lo singular, lo casi increíble, es que el cristianismo, que con tanto fervor han sentido y sienten los irlandeses, no borró en ellos la memoria de los repudiados mitos paganos y de las arcaicas leyendas. Por César, por Plinio, por Diógenes Laercio y por Deodoro Sículo sabemos que los galos estaban regidos por una teocracia, los druidas, que administraban y ejecutaban las leyes, declaraban la guerra o proclamaban la paz, deponían, según su arbitrio, a los soberanos, nombraban anualmente a los magistrados y tenían a su cargo la educación de los jóvenes y la celebración de los ritos. Practicaban la astrología y enseñaban que el alma es inmortal. César les atribuye en sus Comentarios la doctrina pitagórica y platónica de la transmigración. Se ha dicho que los galos creían, como casi todos los pueblos, que la magia puede transformar a los hombres en animales y que César, traicionado por el recuerdo de sus lecturas griegas, tomó esa creencia supersticiosa por la doctrina de la purificación de las almas a través de agonías y encarnaciones. Más adelante, sin embargo, veremos un pasaje de Taliesin, cuyo indiscutible tema es la transmigración, no la licantropía.
Lo que nos importa ahora es el hecho de que los druidas estaban divididos en seis clases, la primera de las cuales era la de los bardos, y la tercera, la de los vates. Siglos después, esta jerarquía teocrática sería el remoto pero no olvidado modelo de las academias de Irlanda.
En la Edad Media, la conversión de los celtas al cristianismo redujo a los druidas a la categoría de hechiceros. Uno de sus procedimientos era la sátira, a la cual se atribuía poderes mágicos, verbigracia la aparición de ronchas en la cara de las personas aludidas por el satírico. Así bajo el amparo de la superstición y del temor, se inició en Irlanda el predominio de los hombres de letras. Cada individuo, en las sociedades feudales, tiene un lugar preciso; incomparable ejemplo de esta ley fueron los literatos de Irlanda. Si el concepto de academia reside en la organización y dirección de la literatura, no se descubrirá en la historia país más académico, ni siquiera Francia o la China.
La carrera literaria exigía más de doce años de severos estudios, que abarcaban la mitología, la historia legendaria, la topografía y el derecho. A tales disciplinas debemos agregar, evidentemente, la gramática y las diversas ramas de la retórica. La enseñanza era oral, como corresponde a toda materia esotérica; no había textos escritos y el estudiante debía cargar su memoria con todo el corpus de la literatura anterior. El examen anual duraba muchos días; el estudiante, recluido en una celda oscura y provisto de alimentos y de agua, tenía que versificar y memorizar determinados temas genealógicos y mitológicos en determinados metros. El grado más bajo, el de oblaire, postulaba el conocimiento de siete historias; el más alto, el de ollam, el de trescientas sesenta, correspondientes a los días del año lunar. Las historias se clasificaban por temas: destrucciones de linajes o de castillos, cuatrerías, amores, batallas, navegaciones, muertes violentas, expediciones, raptos e incendios. Otros catálogos incluyen visiones, acometidas, levas y migraciones. A cada uno de los grados correspondían ciertos argumentos, ciertos metros y cierto vocabulario, a que debía limitarse el poeta so pena de castigo; para los más altos, la versificación era muy compleja y comportaba la asonancia, la rima y la aliteración. A la mención directa se prefería un sistema intrincado de metáforas, basadas en el mito o en la leyenda o en la invención personal. Algo parecido ocurrió con los poetas anglosajones y, en mayor grado, con los escandinavos; la singular y casi alucinatoria metáfora tejido de hombres, por batalla, es común a la poesía cortesana de Irlanda y de Noruega. A partir del noveno grado los versos resultaban indescifrables, a fuerza de arcaísmos, de perífrasis y de laboriosas imágenes; una tradición ha guardado la cólera de un rey, incapaz de entender los panegíricos de sus doctos poetas. Esta oscuridad inherente a toda poesía culta acarreó la declinación y finalmente la disolución de los colegios literarios. También es lícito recordar que los poetas constituían un pesado gravamen para los pobres y pequeños reinos de Irlanda, que debían mantenerlos en el ocio o en el goce creador.
Diríase que tanta vigilancia y tanto rigor acabarían por ahogar el impulso poético; la increíble verdad es que la poesía irlandesa es pródiga de frescura y de maravilla. Tal, por lo menos, es la convicción que han dejado en mí los fragmentos citados por Arnold y las versiones inglesas del filólogo Kuno Meyer.
Todos ustedes recordarán poemas en que un poeta rememora sus encarnaciones anteriores; tenemos a mano uno espléndido de Rubén Darío:
Yo fui un soldado que durmió en el lecho
de Cleopatra, la reina…
y luego aquello de:
¡Oh la rosa marmórea omnipotente!
Y tenemos ejemplos antiguos, como el de Pitágoras, que declaró haber reconocido en otra vida el escudo con el cual combatió en Troya.
Veamos ahora qué hizo Taliesin, el poeta galés del siglo VI de nuestra era. Taliesin recuerda hermosamente haber sido muchas cosas; nos dice: he sido un jabalí, un jefe en la batalla, una espada en la mano de un jefe, un puente que atraviesa setenta ríos, estuve en Cartago, en la espuma del agua; he sido una palabra en un libro, he sido un libro en un principio. Es decir que estamos, ante un poeta perfectamente consciente, digamos, de los privilegios, de los méritos que puede dar este tipo de diversión incoherente. Yo creo que Taliesin debió de querer ser todas estas cosas; pero supo que una lista, para ser bella, tiene que constar de elementos heterogéneos, y así recuerda haber sido una palabra en un libro y un libro en un principio. Y hay muchas otras hermosas imaginaciones celtas; por ejemplo, la de un árbol, verde por un lado y por el otro ardiendo, como la zarza ardiente, con un fuego que no lo consume, y cuyas dos partes conviven.
Además de los siglos heroicos, de los siglos mitológicos, hay en la literatura celta un asunto que nos interesa especialmente, y son las navegaciones. Uno de los temas que los poetas tenían que tratar eran las navegaciones, ya que las trescientas y tantas leyendas se dividían en historias de conquistas, en historias de cuatrería o de teatro, en historias de raptos, en historias de cavernas, en historias de ciudades, en historias de peregrinaciones, y en historias de viajes.
Vamos a detenernos en estas últimas. Los irlandeses imaginaban los viajes hacia el oeste, es decir, hacia el poniente, hacia lo desconocido, diríamos ahora, hacia América. Voy a referirme a la historia de Conn.
Conn es un rey de Irlanda; se lo llama Conn de las cien batallas. Una tarde sentado con su hijo, mirando la puesta del sol desde una colina, de pronto oye que su hijo habla con lo invisible y lo desconocido. Le pregunta con quién está hablando, y entonces sale una voz del aire, y esa voz le dice: “Soy una hermosa mujer; vengo de una isla perdida de los mares occidentales; en esa isla se ignoran la lluvia, la nieve, las enfermedades, la muerte, el tiempo; si tu hijo, de quien estoy enamorada, me acompaña, él no conocerá nunca la muerte y podrá reinar sólo entre personas felices”. El rey llama a sus druidas —porque esta leyenda sería anterior al cristianismo, aunque la conservaron los cristianos— y los druidas cantan para que la mujer calle. Ella, desde lo invisible, le arroja una manzana al príncipe, y desaparece. Durante un año, el príncipe no prueba otra cosa que esa inagotable manzana, y no tiene hambre ni sed, pero sigue pensando en esa mujer, que nadie ha visto. Cuando ella vuelve al cabo de un año, la ve, se embarcan juntos en una nave de vidrio y se pierden navegando hacia el poniente.
Y aquí la leyenda se bifurca; una de las versiones dice que el príncipe no volvió nunca; otra, que volvió después de muchos siglos y reveló quién era; la gente lo miró incrédula y le dijo: “Sí, Conn, hijo de Conn el de las cien batallas”. Una leyenda relata que se perdió en los mares, y que al saltar a tierra y tocar suelo de Irlanda, cae hecho cenizas, porque uno es el tiempo de los dioses y otro el tiempo de los hombres.
Recordemos otra historia análoga. La historia de Abraham. Abraham es hijo de un rey, como todos los protagonistas de sus historias. Mientras camina por la playa oye de pronto una música detrás de él y se da vuelta; pero siempre la música está detrás de él. Esa música es muy dulce: quédase dormido, y cuando se despierta, encuentra que tiene en la mano una rama de plata con flores que podían ser de nieve, salvo que son vivas. Al llegar a su casa encuentra a una mujer, quien le dice, como al otro hijo de rey, que está enamorada de él. Entonces Abraham la sigue. La rama de plata nos recuerda la rama dorada de la Eneida; y luego la historia es la de los viajes de Abraham. Se dice que él navega por el mar y que ve a un hombre que parece caminar sobre las aguas y está rodeado de peces, de salmones. Ese hombre es un dios celta, y mientras el dios está caminando por el mar y rodeado de salmones, recorre simultáneamente la pradera de su isla, rodeado de ciervos y corderos; es decir, hay como un doble espacio, como un doble plano en el espacio; el rey está sobre las aguas, para el príncipe, y está sobre la pradera de su isla.
Existe una fauna curiosa en esas islas: dioses, pájaros que son ángeles, laureles de plata y ciervos de oro, y hay también una isla de oro elevada sobre cuatro pilares y que se elevan, a su vez, sobre una planicie de plata, y tenemos un tiempo distinto. La maravilla más asombrosa se produce cuando Abraham recorre esos mares occidentales, alza los ojos y ve un río, un río que corre por el aire, que fluye por el aire, sin volcarse, y en el que hay peces y naves y todo esto está religiosamente en el cielo.
Algo diré ahora acerca del sentido del paisaje en la poesía celta.
Matthew Arnold en su admirable estudio sobre la literatura celta dice que el sentido de la naturaleza, que es una de las virtudes de la poesía inglesa, se debe a los celtas. Yo diría que también los germanos sintieron la naturaleza. El mundo es, desde luego, distinto, porque en la antigua poesía germánica, lo que se siente ante todo es el horror de la naturaleza; las ciénagas y las selvas y los crepúsculos de la tarde, están poblados de monstruos; se llama horror a la noche, al dragón, horror del crepúsculo manchado. En cambio, los celtas también sintieron la naturaleza como algo vivo, pero sintieron también que esas presencias sobrenaturales podían ser benignas; es decir, el mundo fantástico celta es un mundo de demonios y de ángeles. Podríamos hablar del otro mundo; esta frase, muy común ahora, creo que aparece por vez primera en Lucano, al referirse a los celtas.
Todos estos hechos que he señalado se prestarían a muchas observaciones. Explicarían, por ejemplo, el auge de la academia en un país como Francia, país de raíz celta; explicarían la ausencia de academias en un país profundamente individualista como Inglaterra. Pero todas estas conclusiones podrán sacarlas ustedes mucho mejor que yo. Básteme ahora haber señalado ese curioso fenómeno de una legislación de la literatura en la isla de Irlanda.

Notas
22. Jorge Luis Borges fue nombrado miembro de la Academia Argentina de Letras, junto con los señores Manuel Mujica Láinez, Fermín Estrella Gutiérrez y Luis Alfonso, a fines de 1955, véase La Nación, 29 de diciembre de 1955.
En Bibliorama, Boletín del Instituto Amigos del Libro Argentino, Buenos Aires, Nº 12 y Nº 13, 1956, se publican dos entrevistas a Borges, con motivo de este nombramiento. (N. del E.)

23. Al incorporarse a la Academia Argentina de Letras como miembro de número, Jorge Luis Borges ocupó el sillón de Dalmacio Vélez Sarsfield. El 6 de agosto de 1962 fue recibido en acto solemne por Arturo Capdevila. (N. del E.)

* En Boletín de la Academia Argentina de Letras, Buenos Aires, Tomo XXVII, Nº 105-106, julio-diciembre de 1962, con el título “Discurso de Don Jorge Luis Borges en su recepción académica”.23
Y en Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el autor, Buenos Aires, Celtia, 1982.
Y en El Aleph Borgiano, Bogotá, Biblioteca Luis Ángel Arango, julio de 1987

Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé

Imagen: Borges es nombrado miembro de la Academia Argentina de Letras el 16 de agosto de 1962
Fuente: Archivo General de la Nación, Documento Fotográfico, C104


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