28/7/18

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Conrad, Melville y el mar ("En diálogo", I, 8)




Osvaldo Ferrari: Periódicamente nos hemos acordado, Borges de dos escritores que se han ocupado esencialmente del mar. El primero…
Jorge Luis Borges: Joseph Conrad, ¿no?
Joseph Conrad, y el segundo, el autor de Moby Dick.
—Sí… y no se parecen en nada, ¿eh?, absolutamente. Porque Conrad cultivó un estilo oral o, en fin, ficticiamente oral. Claro, son los relatos de ese señor que se llama Marlowe, que cuenta casi todas las historias. En cambio, Melville, en Moby Dick —que es un libro muy original— revela, sin embargo, dos influencias; hay dos hombres que se proyectan sobre ese libro —benéficamente, desde luego—: Melville suele, a veces, reflejar o repetir… o, mejor dicho, en él resuenan dos voces. Una sería la de Shakespeare, y la otra la de Carlyle. Creo que se notan esas dos influencias en su estilo. Y él ha sido beneficiado por ellas. Ahora, en Moby Dick, el tema vendría a ser la idea del horror de lo blanco. Él puede haber sido llevado: él puede haber pensado, al principio, que la ballena tenía que ser identificada entre las otras ballenas. La ballena que había mutilado al capitán. Y entonces, él habrá pensado que podría diferenciarla haciéndola albina. Pero ésa es una hipótesis muy mezquina, mejor es suponer que él sintió el horror de lo blanco; la idea de que el blanco podía ser un color terrible. Porque siempre se asocia la idea del terror a la tiniebla, a la negrura; y luego, a lo rojo, a la sangre. Y él vio que el color blanco —que vendría a ser, para la vista, la ausencia de todo color— puede ser terrible también. Ahora, esa idea él puede haberla encontrado —por qué no encontrar sugestiones en un libro, en una lectura, de igual manera que en cualquier otra cosa; ya que una lectura es algo no menos vivido que cualquier otra experiencia humana—, yo creo que él encontró esa idea en «Las aventuras de Arthur Gordon Pym» de Poe. Porque el tema de las últimas páginas de ese relato, lo que empieza con el agua de las islas; esa agua mágica, esa agua veteada, que puede dividirse según las vetas; bueno, en eso, hacia el final, está el horror de la blancura. Y ahí se explica por ese país de la Antártida que ha sido invadido alguna vez por gigantes blancos —el color blanco es terrible—, eso se va insinuando en las últimas páginas; Pym hace declarar claramente la idea de que las cosas blancas son terribles para esa gente. Y esa idea Melville la aprovechó para Moby Dick («aprovechó» es un apelativo peyorativo que yo lamento haber usado). En fin, ocurre eso. Y luego, hay un capítulo especialmente interesante que se llama «The whiteness of the wale» («La blancura de la ballena»), y ahí él se extiende con mucha elocuencia —una elocuencia que yo no puedo repetir ahora— sobre lo blanco como terrible.
Y como inmenso, quizá.
—Y como inmenso también. Bueno, ya que he dicho blanco —ya que me gustan tanto las etimologías—; podría recordar, en fin —no es un hecho bastante divulgado—, que tenemos, en inglés, la palabra «black», que significa negro y, en castellano, la palabra «blanco». Y, desde luego, en francés «blanc», en portugués «branco», en italiano «bianco». Y esas palabras tienen la misma raíz, porque en inglés —creo que la palabra sajona dio origen a dos palabras—: «bleak», que significa descolorido (se dice, por ejemplo, «In a bleak mood», cuando uno está no descolorido pero desganado, melancólico), y la otra «black» (negro), y ambas palabras: «black», en inglés, y «blanco» en castellano tienen la raíz. Tienen la misma raíz porque, en el principio, «black» no significaba propiamente negro, sino sin color. De modo que, en inglés, eso de no tener color se corrió hacia el lado de la sombra: «black» significa negro. En cambio, en las lenguas romances, esa palabra se corrió hacia el lado de la luz, hacia el lado de la claridad; y «bianco» en italiano, y «blanc» en francés, y «branco» en portugués, significan, bueno, albo, blanco. Es raro, esa palabra que se ramifica y toma dos sentidos opuestos; ya que solemos ver lo blanco como lo opuesto de lo negro, pero, la palabra de la cual proceden significa «sin color». Entonces, como digo, en inglés se corrió para el lado de la sombra —significa negro—, y en castellano para el lado de la claridad, y significa blanco.
Hay un claroscuro en la etimología.
—Es cierto, un claroscuro, excelente observación. Bueno, yo descubrí hace mucho tiempo —más o menos en la época en que descubrí La Divina Comedia— ese otro gran libro: Moby Dick. Ahora, creo que ese libro se publicó y que fue invisible durante un tiempo. Yo tengo una vieja edición —excelente, por lo demás— de la Enciclopedia Británica —año 1912—, la undécima edición; y hay un párrafo, no demasiado extenso, dedicado a Herman Melville, y en ese párrafo se habla de él como autor de novelas de viajes. Y, entre las otras novelas, en las cuales él se refiere a sus navegaciones, está Moby Dick, pero no se la distingue de las otras; está en una lista junto con las demás —no se advierte que Moby Dick es mucho más que los relatos de viaje, y que un libro sobre el mar—. Es un libro que se refiere, digamos, a algo esencial. Vendría a ser, según algunos, una lucha contra el mal, pero emprendida de un modo erróneo —ése sería el modo del capitán Hahib—. Pero lo curioso es que él impone esa locura a toda la tripulación, a toda la gente de la ballenera. Y Herman Melville fue ballenero —conoció esa vida personalmente, y muy, muy bien—. Aunque él era de una gran familia de New England (Nueva Inglaterra), fue ballenero. Y en muchos de sus cuentos él habla, por ejemplo, de Chile, de las islas que están cercanas a Chile; en fin, él conoció los mares. Yo querría hacer otra observación sobre Moby Dick, que no sé si se ha señalado, aunque, sin duda, todo ha sido dicho ya. Y es que el final —la última página de Moby Dick— repite, pero de un modo más palabrero, el final de aquel famoso canto del «Infierno» de Dante, en que se refiere a Ulises. Porque ahí, en el último verso, Dante dice que el mar se cerró sobre ellos. Y en la última línea de Moby Dick se dice, con otras palabras, exactamente lo mismo. Ahora, yo no sé si Herman Melville tuvo presente esa línea del episodio de Ulises; es decir, la nave que se hunde, el mar que se cierra sobre la nave —eso está en la última página de Moby Dick y en el último verso de aquel canto del «Infierno» (no recuerdo el número) en que se narra el episodio de Ulises, que, para mí, es lo más memorable de La Divina Comedia—. Aunque ¿qué hay en La Divina Comedia que no sea memorable? Todo lo es, pero si yo tuviera que elegir un canto —y no hay ninguna razón para que lo haga— elegiría el episodio de Ulises, que me conmueve quizá más que el episodio de Paolo y Francesca… ya que hay algo misterioso en la suerte del Ulises de Dante: claro, él está en el círculo que corresponde a los embaucadores, a los embusteros, por el engaño del caballo de Troya. Pero uno siente que ésa no es la verdadera razón. Y yo he escrito un ensayo —figura en el libro de los Nueve ensayos dantescos—, en que yo digo que Dante tiene que haber sentido que lo que él había cometido era quizás algo vedado a los hombres, ya que él, para sus fines literarios, tiene que adelantarse a decisiones que la divina providencia tomará el día del juicio final. El mismo dice, en algún lugar de La Divina Comedia, que nadie puede prever las decisiones de Dios. Sin embargo, él lo hizo en su libro, en el cual condena a algunos al infierno, a otros al purgatorio; y hace que otros asciendan al paraíso. Él puede haber pensado, entonces, que lo que hacía era, bueno, no una blasfemia, pero, en fin, que no era del todo lícito que un hombre adoptara esas decisiones. Y así él, escribiendo ese libro, habría emprendido algo vedado. De igual modo que Ulises, queriendo explorar el hemisferio septentrional, y navegar guiándose por otras estrellas, también está haciendo algo prohibido; y es castigado por eso. Porque si no, no se sabe por qué es castigado. Es decir, yo sugiero que consciente o inconscientemente hay una vinculación, una afinidad de Ulises con Dante. Y he llegado a todo esto a través de Melville, que, sin duda, conocía a Dante, ya que Longfellow, durante la larga guerra civil norteamericana —la mayor guerra del siglo XIX— tradujo al inglés La Divina Comedia de Dante. Yo primero leí la versión de Longfellow, y después, en fin, me atreví a leer la versión italiana… yo tenía la idea, muy equivocada, de que el italiano es muy distinto del español. Sí, oralmente lo es; pero leído no. Además, uno lo lee con la lentitud que quiere, y las ediciones de la Comedia son excelentes. Y entonces, si uno no entiende un verso entiende el comentario. En las mejores ediciones hay, digamos, una nota por verso, y sería muy raro que uno consiguiera no entender las dos (ríen ambos). Bueno, caramba, nos hemos apartado un poco de Melville, pero Melville es evidentemente un gran escritor, sobre todo en Moby Dick, y también en sus cuentos. Se publicó, hace unos años, en Buenos Aires, un libro sobre el mejor cuento. Claro, se trata de un título comercial. Elegidos —cada uno de los cuentos— por cuatro escritores argentinos. Y ahí colaboraron Manuel Mujica Láinez, Ernesto Sabato, creo que Julio Cortázar, y yo. Sabato eligió el cuento «Bartleby», de Melville; yo el cuento «Wakefield», de Nathaniel Hawthorne. Luego alguien eligió, creo, un cuento de Poe. Es decir, hubo tres escritores norteamericanos. Y Mujica Láinez eligió un cuento japonés o chino, no recuerdo. Se publicaron en un volumen en el que figuraban nuestros retratos, las razones que nos habían llevado a elegir ese cuento; y ese libro, en fin, tuvo bastante éxito, y reveló cuatro cuentos admirables.
Claro, una muy buena idea.
—Sí, una buena idea editorialmente, sí.
Pero, en cuanto a Conrad, usted me dijo alguna vez que había cuentos de Conrad que le recordaban no el mar sino el río; y en particular, el Delta del Paraná.
—Bueno, sí, en los primeros libros de Conrad, cuando él recurre a paisajes malayos, yo usaba mis recuerdos del Tigre como ilustraciones. De modo que yo he leído a Conrad un poco intercalando o interponiendo paisajes que yo recordaba del Tigre, ya que era lo más parecido. Y de paso, es raro el caso de Buenos Aires: una gran ciudad que tiene muy cerca un archipiélago casi tropical, o casi malayo. Es rarísimo eso, ¿no?, y con cañas. ¡Ah!, bueno, yo estuve hace poco en Brasil, y redescubrí algo que me había sido revelado ya por las novelas de Eça de Queiroz, que es el nombre que tiene el bastón en portugués. Se llama «bengala» —sin duda por las cañas de Bengala—; porque alguien me dijo: «A sua bengala», me tendió mi bastón, que es irlandés, y yo recordé aquella palabra (ríe), me pareció muy lindo que el bastón se llamara «bengala». Porque «bastón» no recuerda nada especialmente. Bueno, ¿qué puede recordar?, los bastos: es un basto grande, es un gran as de basto. En cambio, «bengala» ya nos trae toda una región, y el bengalí la palabra «bungalow», derivada de «bengala» también.
Veo, Borges, que el mar, a través de Conrad y de Melville, está muy cerca suyo; que lo retiene en la memoria a menudo.
—Sí, siempre, sí. Claro, hay algo de viviente, de misterioso… bueno, es el tema del primer capítulo de Moby Dick; el tema del mar como algo que alarma, y que alarma de un modo un poco terrible y un poco hermoso también, ¿no?
La alarma que crea la belleza, digamos.
—Sí, la alarma que crea la belleza, ya que la belleza es una forma de alarma o de inquietud, en todo caso.
Sobre todo si recordamos aquella frase de Platón, en El Banquete, que dice: «Orientado hacia el inmenso mar de la belleza».
—¡Ah!, es una linda frase. Sí, parece que son palabras esenciales, ¿no?
El mar.
—El mar, sí; que está tan presente en la literatura portuguesa y ausente en la literatura española, ¿eh? Por ejemplo, el Quijote es un libro…
De llanura.
—Sí, en cambio los portugueses, los escandinavos, los franceses —por qué no— después de Hugo, sienten el mar. Y Baudelaire lo sintió también y, evidentemente, el autor de El barco ebrio, Rimbaud, sintió el mar, que no había visto nunca. Pero, quizá no sea necesario ver el mar: Coleridge escribió su «Balada del viejo marinero» sin haber visto el mar, y cuando lo vio se sintió defraudado. Y Cansinos Assens escribió un admirable poema del mar; yo lo felicité, y me dijo: «Espero verlo alguna vez». Es decir, que el mar de la imaginación de Cansinos Assens y el mar de la imaginación de Coleridge eran superiores al mero mar, bueno, de la geografía (ríe).
Como usted verá, por una vez hemos logrado apartarnos de la llanura.
—Es cierto.


Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)

Imagen: Borges en su casa (1985) por Patricio Salinas A. (Chile) [+] [FB]
Fue publicada en la Revista Jaque de Montevideo en 1985, que no está digitalizada
Foto y data cortesía de Castillo Alfredo


26/7/18

Jorge Luis Borges: Las luminarias de Janucá (1926)







Con una emoción veraz y una codicia nunca desmentida de regalarme con bellezas verbales, han recorrido mi corazón y mis ojos Las luminarias de Hanukah de Rafael Cansinos Assens, libro escrito en Madrid y cuya voz es clara y patética en perfección de prosa castellana, pero que suelta desde la altiva meseta los muchos ríos de su anhelo —ríos henchidos y sonoros— hacia la plenitud de Israel, desparramada sobre la faz de la tierra. La gran nostalgia de Judá, la que encendió de salmos a Castilla en los ilustres días de la grandeza hispano-hebrea, late en todas las hojas y la inmortalidad de esa nostalgia se encarna una vez más en formas de hermosura. Israel, que por muchas centurias despiadadas hizo su asiento en las tinieblas, alza con este libro una esperanzada canción que es conmovedora en el teatro antiguo de tantas glorias y vejámenes, en la patria que fue de Torquemada y Yehuda Ha Levy.
Esta novela es autobiográfica. Su perenne interlocutor, ese Rafael Benaser que escudriñando un proceso inquisitorial da con el nombre de un su posible antepasado judío y se siente así vinculado a la estirpe hebraica y hasta entenebrecido de su tradición de pesares, no es otro que Cansinos. El doctor Nordsee es Max Nordau, sin otra máscara que la de inundarle su nombre y engrandecer en mar su pradera Y así en lo relativo a los demás héroes que insignemente fervorizan, charlan y se apostrofan, sólo atareados a pensar en su raza y a definir su pensamiento en extraordinarias imágenes. Yo debo confesar que esas imágenes son para mí el primer decoro del libro y que, a mi juicio, Rafael Cansinos Assens metaforiza más y mejor que cualquiera de sus contemporáneos. Cansinos piensa por metáforas y sus figuras, por asombrosas que sean, jamás son un alarde puesto sobre el discurso, sino una entraña sustancial. Basta la frecuentación de su obra para legitimar este aserto. Yo mismo, que con alguna intimidad lo conozco, sé que de su escritura a la habitualidad de su habla no va mucha distancia y que igualmente son generosas entrambas en hallazgos verbales. Cansinos piensa con belleza y las estrellas, una sombra, el viaducto, lo ayudan a ilustrar una teoría o a realzar un sofisma.
Sobre el imaginario argumento de Las luminarias de Hanukah, sobre la pura quietación en que Cansinos inmoviliza sus temas, quiero adelantar una salvedad. Se trata de un consciente credo estético y no de una torpeza para entrometer aventuras. Cansinos, en efecto, no sufre que en la limpia trama de su novela garabateen inquietud las errátiles hebras de la casualidad y del acaso. El mundo de sus obras es claro y simple y un ritualismo placentero lo rige, sólo equiparable al orden divino que ha dado al Tiempo dos colores —el color azul de los días y el negro de las noches— y que reduce el año a sólo cuatro estaciones como una estrofa a cuatro versos. Lástima grande que esto motive en él la imperdonabilidad de hacer de sus héroes personas esquemáticas, sin más vida que la que el argumento prefija. Es verdad que toda poesía es finalmente convencional y simbólica. El tú en los versos siempre es alusivo a una novia, la aurora es fielmente feliz, la estrella o el ocaso o la luna nueva salen a relucir en el remate del último terceto.
La realidad de todos, la transitada realidad de los hombres en su vida común (esto es, aparencial o superficial) no está representada en Las luminarias de Hanukah. Falta asimismo la individual realidad, la de nuestro yo en codicia de dicha y en apetencia de la eternidad de los tiempos para gozar de esa dicha. (A ser Cansinos un novelista de los que llaman psicólogos, el destino de Rafael Benaser hubiera sido el trágico de un hombre que intenta traducir su íntima angustia personal en congoja de raza y que fracasa en ello y nos confiesa su aislamiento).
Cada literatura es una forma de concebir la realidad. Las de Las luminarias, pese a la fecha contemporánea que muestra y a los vagos paisajes madrileños que le sirven de teatro, es realidad de lejanía, de conseja talmúdica. La informan esa contemplación alargada y ese dichoso aniquilamiento ante el espectáculo humano, que según Hegel (Estética, segundo volumen, página 446) son distintivos del Oriente.
Su tiempo mismo no es occidental, es inmóvil: tiempo de eternidad que incluye en sí el presente, el pasado y lo porvenir de la fábula, tempo haragán y rico.


Imagen arriba: Rafael Cansinos Assens en 1898 y manuscrito de 1905 
Fuente Fundación-Archivo Rafael Cansinos Assens

Nota: En la obra de Borges dice Hanukah y, en variadas fuentes, ortografías varias.
Janucá es la única forma correcta de transcribir la palabra en castellano, ya que 
le permite al lector hispanohablante pronunciarla exactamente como es en hebreo.
Me atrevo a corregir el título, con la orientación de Yonah Kranz
Véase portada de la edición de Cansinos Assens





En El tamaño de mi esperanza
Buenos Aires, Editorial Proa, 1926 (cover)

Luego, ©1995 1996 María Kodama
©2016 Buenos Aires, Penguin Random House




24/7/18

Jorge Luis Borges: El concepto de una academia y los celtas*





DISCURSO DE JORGE LUIS BORGES
EN SU RECEPCIÓN ACADÉMICA22
En la segunda mitad del siglo XIX, dos escritores justicieramente famosos, Renán y Matthew Arnold, dedicaron penetrantes estudios al concepto de una academia y a las literaturas célticas. Ahora bien, ninguno de ellos señaló la curiosa afinidad que presentan estos dos temas y, sin embargo, esa afinidad existe. Algunos amigos míos, cuando leyeron el título de la clase, no conferencia o discurso de hoy, El concepto de una academia y los celtas, creyeron en una arbitrariedad mía, pero creo que puede justificarse esta afinidad y que esa afinidad es profunda. Empecemos por la primera parte, el título; empecemos por el concepto de una academia. ¿En qué consiste este concepto? En primer término, pensaríamos en la policía del lenguaje, en las autorizaciones o prohibiciones de palabras, todo esto es bastante baladí, ya lo sabemos todos, pero podemos pensar también en aquellos primeros individuos de la Academia Francesa que celebraban reuniones periódicas. Aquí tenemos también otro tema: el tema de la conversación, del diálogo literario, de la discusión amistosa, de la comprensión de los hechos literarios y la poesía, y el otro aspecto de la academia, que sería, quizá, el esencial: la organización, la legislación y la comprensión de la literatura. Y creo que esto es lo más importante. La tesis que voy a difundir hoy o, mejor dicho, el hecho que quiero recordar hoy es la afinidad de estas dos ideas: idea de academia y el mundo de los celtas. Pensemos en primer término en el país literario por excelencia: ese país es, evidentemente, Francia, y la literatura francesa está no sólo en los libros franceses, sino en su mismo idioma, de suerte que bastaría hojear un diccionario para sentir esa intensa vocación literaria de la lengua francesa. Veamos: en español decimos arco iris, en inglés se dice rainbow, en alemán regenbogen, arco de la lluvia. ¿Qué son estas palabras junto a la tremenda palabra francesa, vasta como un poema de Hugo y más breve que un poema de Hugo, arc-en-ciel, que parece elevar una arquitectura, un arco en el cielo?
En Francia la vida literaria existe, no sé si de un modo más intenso, esto ya sería entrar en el misterio, pero sí de un modo más consciente que en otros países. Uno de sus periódicos, titulado La Vie Littéraire, interesa a todos. En cambio, aquí, los escritores somos casi invisibles; escribimos para nuestros amigos, lo cual puede estar bien. Cuando se piensa en la Academia Francesa, esa academia por excelencia, suele olvidarse que la vida literaria de Francia corresponde a un proceso dialéctico, es decir, la literatura se hace en función de la historia de la literatura. Existe la academia que representa la tradición, y además la Academia Goncourt y los cenáculos que son academias a su vez. Resulta curioso que los revolucionarios acaban por ingresar en la academia, es decir, que la tradición va enriqueciéndose en todas las direcciones y en todas las evoluciones de la literatura. En algún momento hubo oposición entre la academia y los románticos, luego entre la academia y los parnasianos y simbolistas, pero todos ellos forman parte de la tradición de Francia, que se enriquece así mediante ese movimiento dialéctico. Además hay como un equilibrio, es decir, los rigores de la tradición están compensados con las audacias de los revolucionarios, cosa que todos ellos saben muy bien; por eso hay en aquella literatura más exageraciones de seguridad, de extravagancia que en ningún otro, y esto ocurre porque cada uno cuenta con su adversario, de igual manera que el ajedrecista cuenta con el competidor que juega con sus piezas de otro color. Ahora bien, yo diría que en ninguna parte del mundo la vida literaria ha sido organizada de una manera más rigurosa que entre las naciones célticas, lo que trataré de probar, o mejor dicho, de recordar.
Hablé de la literatura de los celtas; el término es vago. Éstos habitaban, en la antigüedad, los territorios que un remoto porvenir llamaría Portugal, España, Francia, las Islas Británicas, Holanda, Bélgica, Suiza, Lombardía, Bohemia, Bulgaria y Croacia, además de Galacia, situada en la costa meridional del Mar Negro; los germanos y Roma los desplazaron o sojuzgaron en arduas guerras. Ocurrió entonces un acontecimiento notable. Así como la genuina cultura de los germanos logró su máxima y última floración en Islandia, en la Última Thule de la cosmografía latina, donde la nostalgia de un reducido grupo de prófugos rescató la antigua mitología y enriqueció la antigua retórica, la cultura celta se refugió en otra isla perdida, en Irlanda. Poco o nada podemos conjeturar de las artes y letras de los celtas en Iberia o en Galia; las tangibles reliquias de su cultura, sobre todo en lo lingüístico y literario, deben buscarse en los archivos y bibliotecas de Irlanda y del país de Gales. Renán, aplicando una sentencia famosa de Tertuliano, escribe que el alma celta es naturalmente cristiana; lo singular, lo casi increíble, es que el cristianismo, que con tanto fervor han sentido y sienten los irlandeses, no borró en ellos la memoria de los repudiados mitos paganos y de las arcaicas leyendas. Por César, por Plinio, por Diógenes Laercio y por Deodoro Sículo sabemos que los galos estaban regidos por una teocracia, los druidas, que administraban y ejecutaban las leyes, declaraban la guerra o proclamaban la paz, deponían, según su arbitrio, a los soberanos, nombraban anualmente a los magistrados y tenían a su cargo la educación de los jóvenes y la celebración de los ritos. Practicaban la astrología y enseñaban que el alma es inmortal. César les atribuye en sus Comentarios la doctrina pitagórica y platónica de la transmigración. Se ha dicho que los galos creían, como casi todos los pueblos, que la magia puede transformar a los hombres en animales y que César, traicionado por el recuerdo de sus lecturas griegas, tomó esa creencia supersticiosa por la doctrina de la purificación de las almas a través de agonías y encarnaciones. Más adelante, sin embargo, veremos un pasaje de Taliesin, cuyo indiscutible tema es la transmigración, no la licantropía.
Lo que nos importa ahora es el hecho de que los druidas estaban divididos en seis clases, la primera de las cuales era la de los bardos, y la tercera, la de los vates. Siglos después, esta jerarquía teocrática sería el remoto pero no olvidado modelo de las academias de Irlanda.
En la Edad Media, la conversión de los celtas al cristianismo redujo a los druidas a la categoría de hechiceros. Uno de sus procedimientos era la sátira, a la cual se atribuía poderes mágicos, verbigracia la aparición de ronchas en la cara de las personas aludidas por el satírico. Así bajo el amparo de la superstición y del temor, se inició en Irlanda el predominio de los hombres de letras. Cada individuo, en las sociedades feudales, tiene un lugar preciso; incomparable ejemplo de esta ley fueron los literatos de Irlanda. Si el concepto de academia reside en la organización y dirección de la literatura, no se descubrirá en la historia país más académico, ni siquiera Francia o la China.
La carrera literaria exigía más de doce años de severos estudios, que abarcaban la mitología, la historia legendaria, la topografía y el derecho. A tales disciplinas debemos agregar, evidentemente, la gramática y las diversas ramas de la retórica. La enseñanza era oral, como corresponde a toda materia esotérica; no había textos escritos y el estudiante debía cargar su memoria con todo el corpus de la literatura anterior. El examen anual duraba muchos días; el estudiante, recluido en una celda oscura y provisto de alimentos y de agua, tenía que versificar y memorizar determinados temas genealógicos y mitológicos en determinados metros. El grado más bajo, el de oblaire, postulaba el conocimiento de siete historias; el más alto, el de ollam, el de trescientas sesenta, correspondientes a los días del año lunar. Las historias se clasificaban por temas: destrucciones de linajes o de castillos, cuatrerías, amores, batallas, navegaciones, muertes violentas, expediciones, raptos e incendios. Otros catálogos incluyen visiones, acometidas, levas y migraciones. A cada uno de los grados correspondían ciertos argumentos, ciertos metros y cierto vocabulario, a que debía limitarse el poeta so pena de castigo; para los más altos, la versificación era muy compleja y comportaba la asonancia, la rima y la aliteración. A la mención directa se prefería un sistema intrincado de metáforas, basadas en el mito o en la leyenda o en la invención personal. Algo parecido ocurrió con los poetas anglosajones y, en mayor grado, con los escandinavos; la singular y casi alucinatoria metáfora tejido de hombres, por batalla, es común a la poesía cortesana de Irlanda y de Noruega. A partir del noveno grado los versos resultaban indescifrables, a fuerza de arcaísmos, de perífrasis y de laboriosas imágenes; una tradición ha guardado la cólera de un rey, incapaz de entender los panegíricos de sus doctos poetas. Esta oscuridad inherente a toda poesía culta acarreó la declinación y finalmente la disolución de los colegios literarios. También es lícito recordar que los poetas constituían un pesado gravamen para los pobres y pequeños reinos de Irlanda, que debían mantenerlos en el ocio o en el goce creador.
Diríase que tanta vigilancia y tanto rigor acabarían por ahogar el impulso poético; la increíble verdad es que la poesía irlandesa es pródiga de frescura y de maravilla. Tal, por lo menos, es la convicción que han dejado en mí los fragmentos citados por Arnold y las versiones inglesas del filólogo Kuno Meyer.
Todos ustedes recordarán poemas en que un poeta rememora sus encarnaciones anteriores; tenemos a mano uno espléndido de Rubén Darío:
Yo fui un soldado que durmió en el lecho
de Cleopatra, la reina…
y luego aquello de:
¡Oh la rosa marmórea omnipotente!
Y tenemos ejemplos antiguos, como el de Pitágoras, que declaró haber reconocido en otra vida el escudo con el cual combatió en Troya.
Veamos ahora qué hizo Taliesin, el poeta galés del siglo VI de nuestra era. Taliesin recuerda hermosamente haber sido muchas cosas; nos dice: he sido un jabalí, un jefe en la batalla, una espada en la mano de un jefe, un puente que atraviesa setenta ríos, estuve en Cartago, en la espuma del agua; he sido una palabra en un libro, he sido un libro en un principio. Es decir que estamos, ante un poeta perfectamente consciente, digamos, de los privilegios, de los méritos que puede dar este tipo de diversión incoherente. Yo creo que Taliesin debió de querer ser todas estas cosas; pero supo que una lista, para ser bella, tiene que constar de elementos heterogéneos, y así recuerda haber sido una palabra en un libro y un libro en un principio. Y hay muchas otras hermosas imaginaciones celtas; por ejemplo, la de un árbol, verde por un lado y por el otro ardiendo, como la zarza ardiente, con un fuego que no lo consume, y cuyas dos partes conviven.
Además de los siglos heroicos, de los siglos mitológicos, hay en la literatura celta un asunto que nos interesa especialmente, y son las navegaciones. Uno de los temas que los poetas tenían que tratar eran las navegaciones, ya que las trescientas y tantas leyendas se dividían en historias de conquistas, en historias de cuatrería o de teatro, en historias de raptos, en historias de cavernas, en historias de ciudades, en historias de peregrinaciones, y en historias de viajes.
Vamos a detenernos en estas últimas. Los irlandeses imaginaban los viajes hacia el oeste, es decir, hacia el poniente, hacia lo desconocido, diríamos ahora, hacia América. Voy a referirme a la historia de Conn.
Conn es un rey de Irlanda; se lo llama Conn de las cien batallas. Una tarde sentado con su hijo, mirando la puesta del sol desde una colina, de pronto oye que su hijo habla con lo invisible y lo desconocido. Le pregunta con quién está hablando, y entonces sale una voz del aire, y esa voz le dice: “Soy una hermosa mujer; vengo de una isla perdida de los mares occidentales; en esa isla se ignoran la lluvia, la nieve, las enfermedades, la muerte, el tiempo; si tu hijo, de quien estoy enamorada, me acompaña, él no conocerá nunca la muerte y podrá reinar sólo entre personas felices”. El rey llama a sus druidas —porque esta leyenda sería anterior al cristianismo, aunque la conservaron los cristianos— y los druidas cantan para que la mujer calle. Ella, desde lo invisible, le arroja una manzana al príncipe, y desaparece. Durante un año, el príncipe no prueba otra cosa que esa inagotable manzana, y no tiene hambre ni sed, pero sigue pensando en esa mujer, que nadie ha visto. Cuando ella vuelve al cabo de un año, la ve, se embarcan juntos en una nave de vidrio y se pierden navegando hacia el poniente.
Y aquí la leyenda se bifurca; una de las versiones dice que el príncipe no volvió nunca; otra, que volvió después de muchos siglos y reveló quién era; la gente lo miró incrédula y le dijo: “Sí, Conn, hijo de Conn el de las cien batallas”. Una leyenda relata que se perdió en los mares, y que al saltar a tierra y tocar suelo de Irlanda, cae hecho cenizas, porque uno es el tiempo de los dioses y otro el tiempo de los hombres.
Recordemos otra historia análoga. La historia de Abraham. Abraham es hijo de un rey, como todos los protagonistas de sus historias. Mientras camina por la playa oye de pronto una música detrás de él y se da vuelta; pero siempre la música está detrás de él. Esa música es muy dulce: quédase dormido, y cuando se despierta, encuentra que tiene en la mano una rama de plata con flores que podían ser de nieve, salvo que son vivas. Al llegar a su casa encuentra a una mujer, quien le dice, como al otro hijo de rey, que está enamorada de él. Entonces Abraham la sigue. La rama de plata nos recuerda la rama dorada de la Eneida; y luego la historia es la de los viajes de Abraham. Se dice que él navega por el mar y que ve a un hombre que parece caminar sobre las aguas y está rodeado de peces, de salmones. Ese hombre es un dios celta, y mientras el dios está caminando por el mar y rodeado de salmones, recorre simultáneamente la pradera de su isla, rodeado de ciervos y corderos; es decir, hay como un doble espacio, como un doble plano en el espacio; el rey está sobre las aguas, para el príncipe, y está sobre la pradera de su isla.
Existe una fauna curiosa en esas islas: dioses, pájaros que son ángeles, laureles de plata y ciervos de oro, y hay también una isla de oro elevada sobre cuatro pilares y que se elevan, a su vez, sobre una planicie de plata, y tenemos un tiempo distinto. La maravilla más asombrosa se produce cuando Abraham recorre esos mares occidentales, alza los ojos y ve un río, un río que corre por el aire, que fluye por el aire, sin volcarse, y en el que hay peces y naves y todo esto está religiosamente en el cielo.
Algo diré ahora acerca del sentido del paisaje en la poesía celta.
Matthew Arnold en su admirable estudio sobre la literatura celta dice que el sentido de la naturaleza, que es una de las virtudes de la poesía inglesa, se debe a los celtas. Yo diría que también los germanos sintieron la naturaleza. El mundo es, desde luego, distinto, porque en la antigua poesía germánica, lo que se siente ante todo es el horror de la naturaleza; las ciénagas y las selvas y los crepúsculos de la tarde, están poblados de monstruos; se llama horror a la noche, al dragón, horror del crepúsculo manchado. En cambio, los celtas también sintieron la naturaleza como algo vivo, pero sintieron también que esas presencias sobrenaturales podían ser benignas; es decir, el mundo fantástico celta es un mundo de demonios y de ángeles. Podríamos hablar del otro mundo; esta frase, muy común ahora, creo que aparece por vez primera en Lucano, al referirse a los celtas.
Todos estos hechos que he señalado se prestarían a muchas observaciones. Explicarían, por ejemplo, el auge de la academia en un país como Francia, país de raíz celta; explicarían la ausencia de academias en un país profundamente individualista como Inglaterra. Pero todas estas conclusiones podrán sacarlas ustedes mucho mejor que yo. Básteme ahora haber señalado ese curioso fenómeno de una legislación de la literatura en la isla de Irlanda.

Notas
22. Jorge Luis Borges fue nombrado miembro de la Academia Argentina de Letras, junto con los señores Manuel Mujica Láinez, Fermín Estrella Gutiérrez y Luis Alfonso, a fines de 1955, véase La Nación, 29 de diciembre de 1955.
En Bibliorama, Boletín del Instituto Amigos del Libro Argentino, Buenos Aires, Nº 12 y Nº 13, 1956, se publican dos entrevistas a Borges, con motivo de este nombramiento. (N. del E.)

23. Al incorporarse a la Academia Argentina de Letras como miembro de número, Jorge Luis Borges ocupó el sillón de Dalmacio Vélez Sarsfield. El 6 de agosto de 1962 fue recibido en acto solemne por Arturo Capdevila. (N. del E.)

* En Boletín de la Academia Argentina de Letras, Buenos Aires, Tomo XXVII, Nº 105-106, julio-diciembre de 1962, con el título “Discurso de Don Jorge Luis Borges en su recepción académica”.23
Y en Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el autor, Buenos Aires, Celtia, 1982.
Y en El Aleph Borgiano, Bogotá, Biblioteca Luis Ángel Arango, julio de 1987

Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé

Imagen: Borges es nombrado miembro de la Academia Argentina de Letras el 16 de agosto de 1962
Fuente: Archivo General de la Nación, Documento Fotográfico, C104


22/7/18

Jorge Luis Borges: Soneto híbrido con envión plural * (1926)






 



El camello sin ripios de Calcuta
lo plagió al arzobispo con acuarios.
Del paraguas de aquellos incensarios
colgaba una emoción de pastasciuta.

El dos de oros de una mirada imputa,
la chancha que tocó un stradivarios,
los logaritmos muy agropecuarios,
que esgrimió la algebraica tiple hirsuta.

El amor me palpaba en eslabones.
A distancia tu omóplato boxeaba,
y en lejanas y oblicuas digestiones

rumiaba las judías del arrobo.
El silencio a hurtadillas fabricaba
tiradores de piel de Castelnuovo.

M. B. V. G.**


Notas

[*] Este poema fue publicado en la sección "Parnaso Satírico". "[Borges] participó anónimamente en una sección popular, titulada 'Parnaso Satírico', donde los editores [de la revista Martín Fierro] ventilaban sus prejuicios en epitafios versificados, que eran cómicos y a veces ultrajantes." (Monegal, 1987, pág. 176)
[**] Las iniciales de la firma serían de Leopoldo Marechal, Jorge Luis Borges, César Vallejo y Ricardo Güiraldes.


En Martín Fierro, segunda época, Buenos Aires, Año 3, N° 29-30, 8 de junio de 1926

Luego, en Textos recobrados 1919-1929
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé


Imágenes: Facsímiles portada y página aludida de Martín Fierro
segunda época, Buenos Aires, Año 3, N° 29-30, 8 de junio de 1926


20/7/18

Georges Charbonnier: «El escritor y su obra. Ocho entrevistas con JLB» 5. Literatura (III)






GEORGES CHARBONNIER: Proseguimos hoy con las entrevistas consagradas a la literatura en general. El período que vivimos es particularmente interesante en lo que concierne al conocimiento del fenómeno literario. La crítica literaria ha alcanzado en nuestra época un alto grado de refinamiento. Tenemos el deseo de decir que la crítica moderna ha agotado lo cualitativo, por lo menos ha agotado esa zona de lo cualitativo que precede a la introducción de lo cuantitativo en el análisis de los fenómenos.
Desde luego, lo cualitativo no ha sido excluido definitivamente. Bajo su forma digamos elemental —antes de la introducción de lo cuantitativo—, bajo esa forma primera lo cualitativo se apresura a desaparecer de momento. No dudamos que reaparecerá, pero se aplicará a consideraciones de orden matemático.
Vivimos pues un período de crisis, lo que no significa que el análisis naufraga, sino, al contrario, que tiene éxito. Los remordimientos, los lamentos, los anatemas, las palinodias, las nostalgias de todo tipo expresadas antes son su signo más seguro. Para unos, nos preparamos a matar la literatura. Para otros, nos preparamos por fin a conocerla mejor. La querella proviene en gran parte de una confusión: identificamos mal el punto de vista del escritor y el del lector, del espectador en su sentido lato, del que nadie pretende modificar el papel, el estado de ánimo, la emoción, la receptividad.
No obstante, desde ahora, nuevos espectadores obtienen lo mejor de su placer en una contemplación analítica más fina, más exigente en el plano lógico. ¿Cómo negarle su conocimiento de las obras de Edgar Poe, Raymond Roussel, Paul Valéry, por ejemplo? No es necesario querer ser el lector más exigente y, al mismo tiempo, el más exigente de humanismo, el más exigente de antropomorfismo. No es menester llamarse el crítico más exigente aun descartando las armas más sutiles del análisis crítico.
Jorge Luis Borges, ¿cómo considerar el problema literario?
JORGE LUIS BORGES: Es evidente que el problema literario es muy amplio. En él existe un misterio. Por ejemplo, cuando Stevenson dice que los personajes del arte —de una novela o de un drama— sólo son una serie de palabras, al instante sentimos que esto no es cierto.
G. C.: ¡Eh! ¡Yo creo que sí!
J. L. B.: No. Pensemos en una novela cualquiera. Tomemos, qué diré yo, una novela de Dostoyevski. Dostoyevski no describe todos los momentos de sus héroes. Por ejemplo, los personajes cenan y después se vuelven a encontrar a la mañana siguiente. Mas si el libro está acabado —y creo que éste es el caso de las obras de Dostoyevski, o de ciertas obras de este escritor— se tiene la impresión de que entre ambas escenas conocidas hay otras que no se conocen. Los personajes han regresado a sus casas. Se han ido a la cama. Han soñado algo. Si no se tiene esta impresión, el libro no existe. Hay muchas cosas que el autor no nos cuenta, que el autor no conoce, pero que deben existir. Si dos personajes se vuelven a encontrar al cabo de veinte años, es preciso sentir que han tenido experiencias, que han envejecido, que han cambiado un poco. Si no, el libro no actúa sobre el lector.
Creo que fue Coleridge quien hablaba de willing suspension of unbelief. En el arte no hay ni creencia ni incredulidad. Para que el lector deje voluntariamente su escepticismo, su poca fe, es necesario que colabore con el autor. Un espectador que asiste a una tragedia sabe muy bien que la acción transcurre en la escena. Que hay actores en la escena. No es Macbeth quien está frente a él. Lo sabe. Pero al mismo tiempo entra en el juego. Intenta olvidar, o más bien dejar de lado, como lo dijo Coleridge, su incredulidad.
G. C.: Esto es lo que me pregunto, porque no estoy seguro de ello.
J. L. B.: En todo caso, el autor espera tal cosa de él.
G. C.: Me pregunto si no hay ahí un malentendido muy antiguo y si, en realidad, no se propone un juego bien distinto. No llego a creer que se me pida que crea que Macbeth está ahí, frente a mí. Creo, por el contrario, que todo el mundo está de acuerdo. No se trata de Macbeth. Se me propone otro juego.
¿Cuál? Me parece que esto es lo que hay que encontrar ahora.
J. L. B.: Ya veo. ¿Piensa usted en una especie de escepticismo o de incredulidad, o más bien cree que hay otro juego que no hemos sabido percibir aún?
G. C.: Sí, esto es lo que creo.
J. L. B.: Y este otro juego, ¿cuál es?
G. C.: ¡Es lo que me pregunto!
J. L. B.: Sería… por ejemplo… ¿Podríamos pensar que Shakespeare no ha querido rehacer lo que Macbeth dijo, sino que ha querido encontrar palabras que expresan lo que Macbeth sintió y que habría podido decir? Es decir, que no buscó una verdad realista…
G. C.: ¡Seguro que no!
J. L. B.: Seguro que no. Shakespeare habría podido decirse: «Macbeth no podía hablar así, porque no es Shakespeare».
G. C.: Podemos descartar el punto de vista del realismo.
J. L. B.: Sí. «… pero al mismo tiempo, esa palabra que yo encuentro puede servir, como la música, para expresar estados de ánimo, o expresar sentimientos».
G. C.: A fin de cuentas me parece que el juego pertenece al lenguaje y que no pretendíamos encontrarlo ahí.
J. L. B.: Sí, es cierto. Pero entonces el lenguaje actuado de una manera musical más que no lógica. Shakespeare habría pensado: «Voy a encontrar palabras que correspondan al movimiento de la conciencia de Macbeth».
G. C.: Nadie ha dicho que Shakespeare haya razonado así.
J. L. B.: No, no, no, yo no creo que haya razonado, mas quizá sintió, lo que es más importante. En cuanto a razonar, no creo que Shakespeare fuera razonador.
G. C.: En todo caso, quizá todo da la idea de que lo fuera.
J. L. B.: Ah, no, mas si he comprendido bien su hipótesis, Shakespeare habría más bien pensado: «Son necesarias tales y cuales palabras para que se me pueda seguir el hilo, para que se pueda participar del movimiento del alma de Macbeth. En medio de esas palabras empleadas más bien como sugestión y como música, el lector podrá seguir lo que sintió Macbeth y que no habría sabido expresar, ya que no es un poeta».
G. C.: Naturalmente.
J. L. B.: Sí, quizá tenga usted razón. Podría haber sido así. Si no lo admitiéramos, caeríamos en el escepticismo, llegaríamos a pensar que la obra de arte es imposible.
G. C.: De ninguna manera llego a esta conclusión. La que yo extraigo es que siempre hemos analizado de una manera superficial. Siempre hemos analizado la obra de arte sin preocupamos por lo que era realmente. Con la única preocupación de determinar lo que parecía decir. Nunca se ha tomado el problema con tanta profundidad.
J. L. B.: Sí, entonces podríamos decir que es el realismo el que nos ha impedido un análisis literario.
G. C.: La idea del realismo, seguramente.
J. L. B.: Nos ha incomodado.
G. C.: Sí. Sin embargo, no hemos podido privamos del todo del realismo. Pero ¿qué es el realismo? No es más que mi adhesión y ya. El realismo es puramente subjetivo. Pienso que una cosa es realista: esto prueba que yo la he sentido como tal. Soy yo quien ha creído en el realismo. Así pues, sólo mi adhesión está en tela de juicio, y finalmente el Realismo con una gran R está formado por la adhesión de un gran número de gente. Estamos pues en el dominio de la estadística y eso es todo.
J. L. B.: No, yo diría que el realismo consiste en añadir algo o sembrar en el movimiento que podríamos llamar poético —ya que es necesario llamarlo de alguna manera. Consiste en sembrar circunstancias que parecen reales, pequeñas circunstancias un poco inesperadas, que dan la impresión de realidad. Lo cual sucede con más frecuencia en Shakespeare que en Racine, por ejemplo, quien no se preocupaba por ello en lo absoluto.
G. C.: Usted habla como escritor. Yo hablo como lector. Habla usted de los medios de obtener, de sugerir, el realismo. Yo hablo de la manera en que lo resiento. Cuando resiento el realismo, la única cosa que puedo decir es que estoy de acuerdo, que me adhiero a lo que se me presenta. Digo: sí.
J. L. B.: Sí, lo comprendo. Creo que, en general, si en una pieza literaria cualquiera, digamos en una tragedia, o en una novela, en una comedia, hay pequeños detalles un poco-inesperados, o circunstancias un poco domésticas, esto produce un poco la ilusión de loreal. Es evidente que no hay que exagerar. Una tragedia o una novela que sólo contuviera circunstancias sería ridícula. ¡Esto sería de tal manera molesto, tan parecido a los momentos más enojosos de la realidad que nadie lo aceptaría!
G. C.: Quizá sea esto lo que sucede cuando la gente se da cuenta, precisamente. Quizá nademos entre circunstancias sin saberlo.
J. L. B.: Esto es bien triste: las circunstancias revelan más que nada al periodismo o a la estadística, o los momentos de nuestra vida en los que vivimos de una manera un poco pasiva. Evidentemente, las circunstancias siempre están ahí. Diría que esto es una cuestión de sabiduría: es menester poner circunstancias de cuando en cuando para que el argumento no transcurra en el vacío.
G. C.: De ahí la necesidad de manejar las circunstancias de cierta manera para que haya obra de arte.
J. L. B.: Sí, es evidente. G. C.: El problema es sin duda alguna más amplio de lo que se cree. La cuestión sería saber cómo manejar las circunstancias para dar esta impresión, para sugerir la obra de arte.
J. L. B.: Lo que, modestamente, quería decir es que no podemos pasarnos sin las circunstancias, que es necesario que haya siempre circunstancias. Evidentemente es de lamentar; las circunstancias inundan el libro.
G. C.: ¿Quizá organizándolas de cierta manera no molestarían?
J. L. B.: No deben molestar, deben servir.
G. C.: Debemos ir más allá para saber a qué deben servir.
J. L. B.: Cuando las circunstancias aparecen o se inventan con facilidad, siempre existe el peligro de que se abuse de ellas. Es muy fácil decir que Fulano estaba en tal reunión; que antes era rubio, pero que ahora tiene los cabellos grises; que la corbata que llevaba se la había regalado un amigo ya muerto. Todo esto es de tan fácil invención que es necesario no abusar de ello.
G. C.: Son mucho más amplias, las circunstancias. Todo encadenamiento de pensamientos que se ofrezca a un individuo es un encadenamiento de circunstancias que uno presenta. Siempre se estará, se haga lo que se haga, en la superficie del tema, aun en el hombre de ciencia.
J. L. B.: Sí, es cierto.
G. C.: Nunca se penetra en el tema, siempre se está en la piel, si puedo decirlo.
J. L. B.: Sí, sí, tiene usted razón. Esto me recuerda una vez en que se discutía el libre albedrío y la fatalidad. Alguien dijo que quizá había fatalidad para las grandes cosas y libre albedrío para las pequeñas. Yo le respondí que era muy difícil trazar una línea entre las dos.
Hoy, por ejemplo, cuando salga de aquí, sea que vaya usted por uno o por el otro lado de la calle, será una circunstancia sin ninguna importancia. Si hay un motín, una guerra o una revolución, será muy importante la dirección que siga. Si va hacia la derecha lo pueden matar. Si da un paso a la izquierda estará salvado. Así pues, no podemos distinguir las circunstancias importantes de las que lo son menos. Le invitan a un cocktail. Está usted un poco cansado y no va. Está un poco cansado y va de todas maneras, y encuentra en él a una mujer, se enamoran, etc. ¡Así pues, el cocktail era muy importante! Lo mismo podríamos decir de todas, las cosas de este mundo, así como de todos los grandes proyectos de este mundo. Sin duda alguien habló a Cristóbal Colón de la posibilidad de llegar a China, atravesando el Atlántico. Sin duda Colón respondió de improviso que eso era imposible. Después, pensó en ello. Más tarde, lo comentó con algunos amigos, ya que todas las cosas empiezan con conversaciones un poco ociosas. Finalmente, descubrió América. Quizá empezó con un tema que no le interesaba demasiado, que tal vez ni siquiera fuera de él. Tal sugerencia debió venirle de fuera.
G. C.: Imaginemos alguien que pasa por la calle. Yo, como autor, lo describo. Digo cómo va vestido. Estoy de lleno en lo circunstancial. En seguida describo los gestos del viandante, sus movimientos. Penetro más íntimamente en la descripción del hombre. Todavía estoy en lo circunstancial.
J. L. B.: Sí.
G. C.: Supongo cuáles son sus pensamientos. Trato de describir el encadenamiento. Todavía estoy en lo circunstancial; aun si sus pensamientos se refieren a los objetos más complejos de la ciencia seguiría eternamente en la circunstancia. Siempre habrá tras la circunstancia algo más importante, algo que es la cosa misma y que yo nunca alcanzaré. No escapo a la circunstancia. ¿Dónde localizarla? No tengo ni la menor idea.
J. L. B.: Sí.
G. C.: Así pues, no es que sea molesto, es la organización de la circunstancia la que constituirá algo.
J. L. B.: Sí, pero decir que no salimos de la circunstancia es otra manera de decir que no salimos del tiempo, de lo sucesivo, y que no estamos en la eternidad. Es decir, que, continuamente, estamos en las circunstancias. Ellas nos rodean.
G. C.: Son constitutivas.
J. L. B.: Y cada quien es su circunstancia, un poco.
G. C.: Claro, seguramente.
J. L. B.: Sobre todo cuando vivimos en lo temporal, en lo sucesivo. No vivimos en la eternidad, en lo esencial. Siempre estamos en la circunstancia, y ésta es una forma de consolarnos en la desgracia, ¿no es así? Cuando cae una desgracia sobre nosotros, pensamos: Sí, me sucedió hoy en la noche, pero mañana será otro día, las cosas serán un poco distintas. Si vamos al dentista, cada momento es una circunstancia, una circunstancia que es del presente, que proviene en seguida del pasado y que, por consiguiente, no tiene ninguna importancia para nosotros.
Lo que dice usted concierne a una naturaleza esencial, pero, como sabe, sería menester saber si lo esencial existe, si es algo más que las circunstancias. Si yo mismo soy algo mis que la sucesión de lunes, martes, miércoles, jueves, etc., y que la sucesión de los instantes que componen esta serie. Quizá existo de otra manera, digamos, si hay un Dios. Quizá entonces existo de una manera esencial. Pero éstas no son más que facetas mías, ¿no?
G. C.: Naturalmente.
J. L. B.: Se trata del problema del yo, son problemas metafísicos, que quizá haya que tratar de resolver. Me dirá usted que todas las cosas que son, son en un momento determinado; que una buena mañana descubriremos los secretos del universo del hombre. Creo que le pide demasiado a la literatura, ¡es usted demasiado ambicioso!
G. C.: No lo sé, no puedo ni afirmarlo ni negarlo.
J. L. B.: No sé lo que ha escrito, ni qué método ha querido seguir usted para hacerlo. No he leído ni sus poemas ni sus cuentos, ni siquiera sé si existen. Creo que deben existir, ya que esta conversación que tenemos los dos no es una improvisación. Corresponde a cosas que usted ha pensado, que piensa con harta frecuencia, y sobre todo de un modo esencial, digamos, de una manera intensa. Son cosas que le han preocupado.
G. C.: Ciertamente.
J. L. B.: No se trata de una conversación con un señor cualquiera de América del Sur. Son cosas que le han interesado, y a mí también, pero evidentemente de una manera menos lúcida. Quizá sea que no me ha tocado resolver problemas de éstos. Simplemente me ha tocado construir poemas y cuentos. Así, he pensado menos, ya que estaba reducido a esa humilde tarea: escribir. Escribir es tal vez un poco lo contrario de pensar. Es una manera dirigida de pensar. Cuando se escribe, no se piensa totalmente porque se piensa en el efecto que se producirá en los demás. Esto debe de perturbar un poco al pensamiento: este proyecto tiene una poca de la vanidad de producir algo. Quizá pueda uno pensar mejor en la soledad y sin la ambición literaria urgente, o más bien sin obligación literaria.
Sea como fuere, ha señalado usted un problema muy importante. Son los oyentes, es el público, quien debe continuar el diálogo. Si usted quiere iniciar otro o continuar con éste, estoy muy interesado en ello. Quizá por primera vez en mi vida me ha tocado no ver en el micrófono un instrumento de tortura, en fin, algo sumamente molesto. Tengo una larga experiencia en estas cosas. Siempre se han desarrollado de muy diversa manera. Se me han planteado preguntas absolutamente triviales. Nunca se me ha obligado a pensar, sino siempre a recordar. Se me han preguntado cosas que todo el mundo sabe, por ejemplo, dónde nací, etc., lo que no es demasiado misterioso. Ni para un hombre de letras.




Georges Charbonnier, El escritor y su obra
Ocho entrevistas de Georges Charbonnier con Jorge Luis Borges
Título original: Entretiens avec Jorge Luis Borges
Georges Charbonnier, 1967
Traducción: Martí Soler


Foto original: Georges Charbonnier, producer to France Culture, 

academic and art critic, April 01, 1967 (Getty Images)

Jorge Luis Borges: Hombres pelearon (1928)














Ésta es la relación de cómo se enfrentaron coraje en menesteres de cuchillo el Norte y el Sur. Hablo de cuando el arrabal, rosado de tapias, era también relampagueado de acero; de cuando las provocativas milongas levantaban en la punta el nombre de un barrio; de cuando las patrias chicas eran fervor. Hablo del noventa y seis o noventa y siete y el tiempo es caminata dura de desandar.
Nadie dijo arrabal en esos antaños. La zona circular de pobreza que no era el centro, era las orillas: palabra de orientación más despreciativa que topográfica. De las orillas, pues, y aun de las orillas del Sur fue El Chileno: peleador famoso de los Corrales, señor de la insolencia y del corte, guapo que detrás de una zafaduría para todos entraba en los bodegones y en los batuques; gloria de matarifes en fin. Le noticiaron que en Palermo había un hombre, uno que le decían El Mentao, y decidió buscarlo y pelearlo. Malevos de la Doce de Fierro fueron con él.
Salió de la otra punta de una noche húmeda. Atravesó la vía en Centro América y entró en un país de calles sin luz. Agarró la vereda; vio luna infame que atorraba en un hueco, vio casas de decente dormir. Fue por cuadras de cuadras. Ladridos tirantes se le abalanzaron para detenerlo desde unas quintas. Dobló hacia el norte. Silbidos ralos y sin cara rondaron los tapiales negros; siguió. Pisó ladrillo y barro, orilló la Penitenciaría de muros tristes. Cien hamacados pasos más y arribó a una esquina embanderada de taitas y con su mucha luz de almacén, como si empezara a incendiarse por una punta. Era la de Cabello y Coronel Díaz: una parecita, el fracaso criollo de un sauce, el viento que mandaba en el callejón.
Entró duro al boliche. Encaró la barra nortera sin insolencia: a ellos no iba destinada su hazaña. Iba para Pedro el Mentao, tipo fuerte, en cuyo pecho se enanchaba la hombría y que orejeaba, entonces, los tres apretados naipes del truco.
Con humildad de forastero y mucho señor, El Chileno le preguntó por uno medio flojo y flojo del todo que la tallaba ¡vaya usté a saber con quiénes! de guapo y que le decían El Mentao. El otro se paró y le dijo en seguida: Si quiere, lo vamos a buscar a la calle. Salieron con soberbia, sabiendo que eran cosa de ver.
El duro malevaje los vio pelear. (Había una cortesía peligrosa entre los palermeros y los del Sur, un silencio en el que acechaban injurias.)
Las estrellas iban por derroteros eternos y una luna pobre y rendida tironeaba del cielo. Abajo, los cuchillos buscaron sendas de muerte. Un salto y la cara del Chileno fue disparatada por un hachazo y otro le empujó la muerte en el pecho. Sobre la tierra con blandura de cielo del callejón, se fue desangrando.
Murió sin lástimas. No sirve sino pa juntar moscas, dijo uno que, al final, lo palpó. Murió de pura patria; las guitarras varonas del bajo se alborozaron.
Así fue el entrevero de un cuchillo del Norte y otro del Sur. Dios sabrá su justificación: cuando el juicio retumbe en las trompetas, oiremos de él.
(Dedicado a Sergio Piñero)




En El idioma de los argentinos 
[Con Sentirse en muerte conforman "Dos esquinas"]
Buenos Aires, Manuel Gleizer, 1928
Viñetas de A. Xul Solar
© 1995 María Kodama
© 2016 Buenos Aires, Penguin Random House

Imagen: Retrato de Borges por Richard Augusto Pajuelo  [+] 


19/7/18

Jorge Luis Borges: Diálogo con Victoria Ocampo y María Rosa Oliver [Teatro San Martín, 4 de septiembre de 1972]








Diálogo entre papagayos


La UNESCO decidió que 1972 fuera declarado Año Internacional del Libro; esta ocurrencia, casi ingenua, asume en la Argentina características aterradoras. Desde que el decreto tomó estado público no pasa un día sin que alguna mesa redonda, o conferencia, o disertación, dé cuenta del suceso. La noche del 4 de setiembre en la sala 1 del Teatro Municipal San Martín, el periodista Pedro Larralde decide jugar su carta y reúne para consumar el ágape —bautizado Las Letras— a Jorge Luis Borges, Victoria Ocampo y María Rosa Oliver. El resultado es memorable; no porque el dúo Ocampo-Borges —actores principales— haya perorado nada distinto de lo que vienen perorando hace más de cincuenta años; el mérito reside en que en menos de dos horas, fueron capaces de condensar en unas pocas, delirantes frases, sus increíbles boutades.

Borges comienza bien; cuando Larralde lo invita a que se explaye sobre el motivo de la reunión, espeta: "Yo, en principio, descreo de los años internacionales". Fue el último guiño ingenioso de la noche, a partir de allí la desmesura se adueña de los participantes.


Munidas de papeles en los cuales traen consignadas sus respuestas, Victoria Ocampo y María Rosa Oliver divagan. El tono de la mesa es denso; a los pocos minutos todo se transforma. Borges cita entonces al doctor Samuel Johnson: "Para él —atestigua—, todo lo que nos hace olvidar el aquí y el ahora nos ennoblece". La Oliver se encrespa: "Yo —replica—, a diferencia de Borges, leo los diarios. Me interesa el aquí y el ahora y saber qué sentido puede tener mi vida en este momento. Kipling, por ejemplo, se me hizo profundamente antipático cuando alentaba al imperialismo inglés y trataba de seminiños a los indios". Borges no se amilana y contraataca: "Creo —reflexiona— que la raza blanca y la amarilla son superiores a la negra y, en este país, a la india. Yo creo —insiste— que la Conquista del Desierto fue necesaria. Si todos hubieran desertado, como Martín Fierro, el país estaría ahora en manos del cacique Calfucurá".

Luego de entonar endechas a los grandes imperios —Roma, Inglaterra, "a los cuales les debemos mucho", Borges dixit—, el artífice de El Aleph remata: "Hemos pasado del francés al inglés y del inglés a la ignorancia". La Oliver murmura alusivamente; se le escuchan —adjudicados a otros personajes, Kipling supuestamente— estigmas tales como "fascista". Totalmente lanzado, Borges dispara una confesión alucinante: "Durante la época de la segunda dictadura —martiriza— me creía demócrata. Hoy ya no estoy seguro de serlo. En realidad, quiero una dictadura ilustrada al estilo del siglo XVIII. No creo que estemos preparados para las elecciones. Ya vemos —susurra— adonde nos han llevado".

Diestro —en el sentido más estricto de la palabra—, Pedro Larralde desvía la charla: la ideología se diluye en las aguas de la melancolía. Interroga a Victoria Ocampo sobre los libros que más han gravitado sobre su infancia. Después de invocar a Graham Greene y aferrada a su papel, define su tarea: es la de "desenterrar almas en las páginas muertas". Cuando se sentía triste "iba y me compraba un par de alas —y repite—, un par de alas". Los personajes preferidos de la Ocampo —Sherlock Holmes, entre ellos— la llevan "de las manos o quizá de las narices". Sus primeros escarceos literarios tienen una culpable: Miss Ellis, su institutriz inglesa. Resulta que la Ellis apoya a las milicias inglesas contra el vandalismo de los Boers; contra Miss Ellis, Ocampo pacta con los Boers: de este maridaje surge su primer texto. Adolescente ya, alguien más tangible que Holmes turba el aprendizaje de Victoria Ocampo: es T. E. Lawrence con sus pilares. Los de la sabiduría, se entiende: "Sus siete pilares —afirma la Ocampo textualmente— agitaron mi juventud". Y de un salto —¿azaroso quizá?— se larga a ironizar contra Sigmund Freud, culpable de mancillar la inocencia: "En aquellos años —cuando Ocampo leía los libros de la Biblioteque Rose ("no sé si los chicos los siguen leyendo")— no se sospechaba que las palizas eran goces secretos —ironiza— ni que las pasiones incestuosas nacían en la cuna".

Como el diálogo en la mesa redonda es suplido por las cuartillas, cada participante debe reprimir sus humores hasta que el otro, el ofensor, culmine su discurso. Así le sucedió a María Rosa Oliver, indignada por la apología al racismo desgranada por Borges. Ahora, luego de señalarle que imperialismo y racismo eran caras de una misma moneda, Oliver la emprende contra él y contra Victoria Ocampo. A Borges le hace notar que opiniones como las suyas son las mismas que llevaron a los campos de concentración alemanes; a V.O., luego de reconocer la indudable fascinación que le provoca Lawrence, le hace saber que ella —Oliver—, por su parte, admira, en mayor grado, a alguien tanto o más valiente que el teniente legendario. "Y —provoca— no necesito mencionarlo". El público aúlla: ¿quién, quién?, quiere saber. María Rosa accede: "Es el comandante Che Guevara".

Un frío recorre la sala; Borges cabecea, la Ocampo no da señales de vida, el público se divide: algunos gritan, mientras aplauden. "Bien María Rosa, bravo". Otro grupo desafía: "Vamos, Borges, contéstele".

Astuto, Larralde vuelve a desviar la tensión. Inquiere nuevamente a Ocampo sobre si los libros han sido lo más importante en su vida y, como corolario de este aquelarre contenido, la Ocampo da una respuesta memorable: "Yo he entrado a los libros —declama— con los papagayos de mi vida interior y he establecido en los libros mi reinado".

Es imposible hallar, para este diálogo de fantasmas, inventariando, un emblema más formidable que la confesión de Victoria Ocampo. Larralde debe de haberse dado cuenta de este broche de oro: anonadado, sólo logró articular unas pocas preguntas insulsas para decidir, prontamente, que —como diría Alfonso Reyes, aclara— se ha llegado a "la región más transparente de la noche".

En ese momento, un muchacho de estatura mediana, ligeramente obeso, se acerca al redactor de Primera Plana, que contempla el cuasi final del espectáculo, y con voz tenue pregunta: "Che, ¿quiénes son éstos?" Se le responde, pero él se resiste: "¿Y de qué diario son?" Se le informa que no son periodistas, sino escritores. Finge comprender e inmediatamente con más claridad que Larralde acopla al corolario de Victoria Ocampo un desenlace perfecto: "Decime, negro —inquiere al redactor—, ¿no me rajarán si me pongo a vender caramelos?" 


En Primera Plana, Nro, 502,  10 de septiembre de 1972, página 31
Digitalización ©Mágicas Ruinas
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...