24/7/18

Jorge Luis Borges: El concepto de una academia y los celtas*





DISCURSO DE JORGE LUIS BORGES
EN SU RECEPCIÓN ACADÉMICA22
En la segunda mitad del siglo XIX, dos escritores justicieramente famosos, Renán y Matthew Arnold, dedicaron penetrantes estudios al concepto de una academia y a las literaturas célticas. Ahora bien, ninguno de ellos señaló la curiosa afinidad que presentan estos dos temas y, sin embargo, esa afinidad existe. Algunos amigos míos, cuando leyeron el título de la clase, no conferencia o discurso de hoy, El concepto de una academia y los celtas, creyeron en una arbitrariedad mía, pero creo que puede justificarse esta afinidad y que esa afinidad es profunda. Empecemos por la primera parte, el título; empecemos por el concepto de una academia. ¿En qué consiste este concepto? En primer término, pensaríamos en la policía del lenguaje, en las autorizaciones o prohibiciones de palabras, todo esto es bastante baladí, ya lo sabemos todos, pero podemos pensar también en aquellos primeros individuos de la Academia Francesa que celebraban reuniones periódicas. Aquí tenemos también otro tema: el tema de la conversación, del diálogo literario, de la discusión amistosa, de la comprensión de los hechos literarios y la poesía, y el otro aspecto de la academia, que sería, quizá, el esencial: la organización, la legislación y la comprensión de la literatura. Y creo que esto es lo más importante. La tesis que voy a difundir hoy o, mejor dicho, el hecho que quiero recordar hoy es la afinidad de estas dos ideas: idea de academia y el mundo de los celtas. Pensemos en primer término en el país literario por excelencia: ese país es, evidentemente, Francia, y la literatura francesa está no sólo en los libros franceses, sino en su mismo idioma, de suerte que bastaría hojear un diccionario para sentir esa intensa vocación literaria de la lengua francesa. Veamos: en español decimos arco iris, en inglés se dice rainbow, en alemán regenbogen, arco de la lluvia. ¿Qué son estas palabras junto a la tremenda palabra francesa, vasta como un poema de Hugo y más breve que un poema de Hugo, arc-en-ciel, que parece elevar una arquitectura, un arco en el cielo?
En Francia la vida literaria existe, no sé si de un modo más intenso, esto ya sería entrar en el misterio, pero sí de un modo más consciente que en otros países. Uno de sus periódicos, titulado La Vie Littéraire, interesa a todos. En cambio, aquí, los escritores somos casi invisibles; escribimos para nuestros amigos, lo cual puede estar bien. Cuando se piensa en la Academia Francesa, esa academia por excelencia, suele olvidarse que la vida literaria de Francia corresponde a un proceso dialéctico, es decir, la literatura se hace en función de la historia de la literatura. Existe la academia que representa la tradición, y además la Academia Goncourt y los cenáculos que son academias a su vez. Resulta curioso que los revolucionarios acaban por ingresar en la academia, es decir, que la tradición va enriqueciéndose en todas las direcciones y en todas las evoluciones de la literatura. En algún momento hubo oposición entre la academia y los románticos, luego entre la academia y los parnasianos y simbolistas, pero todos ellos forman parte de la tradición de Francia, que se enriquece así mediante ese movimiento dialéctico. Además hay como un equilibrio, es decir, los rigores de la tradición están compensados con las audacias de los revolucionarios, cosa que todos ellos saben muy bien; por eso hay en aquella literatura más exageraciones de seguridad, de extravagancia que en ningún otro, y esto ocurre porque cada uno cuenta con su adversario, de igual manera que el ajedrecista cuenta con el competidor que juega con sus piezas de otro color. Ahora bien, yo diría que en ninguna parte del mundo la vida literaria ha sido organizada de una manera más rigurosa que entre las naciones célticas, lo que trataré de probar, o mejor dicho, de recordar.
Hablé de la literatura de los celtas; el término es vago. Éstos habitaban, en la antigüedad, los territorios que un remoto porvenir llamaría Portugal, España, Francia, las Islas Británicas, Holanda, Bélgica, Suiza, Lombardía, Bohemia, Bulgaria y Croacia, además de Galacia, situada en la costa meridional del Mar Negro; los germanos y Roma los desplazaron o sojuzgaron en arduas guerras. Ocurrió entonces un acontecimiento notable. Así como la genuina cultura de los germanos logró su máxima y última floración en Islandia, en la Última Thule de la cosmografía latina, donde la nostalgia de un reducido grupo de prófugos rescató la antigua mitología y enriqueció la antigua retórica, la cultura celta se refugió en otra isla perdida, en Irlanda. Poco o nada podemos conjeturar de las artes y letras de los celtas en Iberia o en Galia; las tangibles reliquias de su cultura, sobre todo en lo lingüístico y literario, deben buscarse en los archivos y bibliotecas de Irlanda y del país de Gales. Renán, aplicando una sentencia famosa de Tertuliano, escribe que el alma celta es naturalmente cristiana; lo singular, lo casi increíble, es que el cristianismo, que con tanto fervor han sentido y sienten los irlandeses, no borró en ellos la memoria de los repudiados mitos paganos y de las arcaicas leyendas. Por César, por Plinio, por Diógenes Laercio y por Deodoro Sículo sabemos que los galos estaban regidos por una teocracia, los druidas, que administraban y ejecutaban las leyes, declaraban la guerra o proclamaban la paz, deponían, según su arbitrio, a los soberanos, nombraban anualmente a los magistrados y tenían a su cargo la educación de los jóvenes y la celebración de los ritos. Practicaban la astrología y enseñaban que el alma es inmortal. César les atribuye en sus Comentarios la doctrina pitagórica y platónica de la transmigración. Se ha dicho que los galos creían, como casi todos los pueblos, que la magia puede transformar a los hombres en animales y que César, traicionado por el recuerdo de sus lecturas griegas, tomó esa creencia supersticiosa por la doctrina de la purificación de las almas a través de agonías y encarnaciones. Más adelante, sin embargo, veremos un pasaje de Taliesin, cuyo indiscutible tema es la transmigración, no la licantropía.
Lo que nos importa ahora es el hecho de que los druidas estaban divididos en seis clases, la primera de las cuales era la de los bardos, y la tercera, la de los vates. Siglos después, esta jerarquía teocrática sería el remoto pero no olvidado modelo de las academias de Irlanda.
En la Edad Media, la conversión de los celtas al cristianismo redujo a los druidas a la categoría de hechiceros. Uno de sus procedimientos era la sátira, a la cual se atribuía poderes mágicos, verbigracia la aparición de ronchas en la cara de las personas aludidas por el satírico. Así bajo el amparo de la superstición y del temor, se inició en Irlanda el predominio de los hombres de letras. Cada individuo, en las sociedades feudales, tiene un lugar preciso; incomparable ejemplo de esta ley fueron los literatos de Irlanda. Si el concepto de academia reside en la organización y dirección de la literatura, no se descubrirá en la historia país más académico, ni siquiera Francia o la China.
La carrera literaria exigía más de doce años de severos estudios, que abarcaban la mitología, la historia legendaria, la topografía y el derecho. A tales disciplinas debemos agregar, evidentemente, la gramática y las diversas ramas de la retórica. La enseñanza era oral, como corresponde a toda materia esotérica; no había textos escritos y el estudiante debía cargar su memoria con todo el corpus de la literatura anterior. El examen anual duraba muchos días; el estudiante, recluido en una celda oscura y provisto de alimentos y de agua, tenía que versificar y memorizar determinados temas genealógicos y mitológicos en determinados metros. El grado más bajo, el de oblaire, postulaba el conocimiento de siete historias; el más alto, el de ollam, el de trescientas sesenta, correspondientes a los días del año lunar. Las historias se clasificaban por temas: destrucciones de linajes o de castillos, cuatrerías, amores, batallas, navegaciones, muertes violentas, expediciones, raptos e incendios. Otros catálogos incluyen visiones, acometidas, levas y migraciones. A cada uno de los grados correspondían ciertos argumentos, ciertos metros y cierto vocabulario, a que debía limitarse el poeta so pena de castigo; para los más altos, la versificación era muy compleja y comportaba la asonancia, la rima y la aliteración. A la mención directa se prefería un sistema intrincado de metáforas, basadas en el mito o en la leyenda o en la invención personal. Algo parecido ocurrió con los poetas anglosajones y, en mayor grado, con los escandinavos; la singular y casi alucinatoria metáfora tejido de hombres, por batalla, es común a la poesía cortesana de Irlanda y de Noruega. A partir del noveno grado los versos resultaban indescifrables, a fuerza de arcaísmos, de perífrasis y de laboriosas imágenes; una tradición ha guardado la cólera de un rey, incapaz de entender los panegíricos de sus doctos poetas. Esta oscuridad inherente a toda poesía culta acarreó la declinación y finalmente la disolución de los colegios literarios. También es lícito recordar que los poetas constituían un pesado gravamen para los pobres y pequeños reinos de Irlanda, que debían mantenerlos en el ocio o en el goce creador.
Diríase que tanta vigilancia y tanto rigor acabarían por ahogar el impulso poético; la increíble verdad es que la poesía irlandesa es pródiga de frescura y de maravilla. Tal, por lo menos, es la convicción que han dejado en mí los fragmentos citados por Arnold y las versiones inglesas del filólogo Kuno Meyer.
Todos ustedes recordarán poemas en que un poeta rememora sus encarnaciones anteriores; tenemos a mano uno espléndido de Rubén Darío:
Yo fui un soldado que durmió en el lecho
de Cleopatra, la reina…
y luego aquello de:
¡Oh la rosa marmórea omnipotente!
Y tenemos ejemplos antiguos, como el de Pitágoras, que declaró haber reconocido en otra vida el escudo con el cual combatió en Troya.
Veamos ahora qué hizo Taliesin, el poeta galés del siglo VI de nuestra era. Taliesin recuerda hermosamente haber sido muchas cosas; nos dice: he sido un jabalí, un jefe en la batalla, una espada en la mano de un jefe, un puente que atraviesa setenta ríos, estuve en Cartago, en la espuma del agua; he sido una palabra en un libro, he sido un libro en un principio. Es decir que estamos, ante un poeta perfectamente consciente, digamos, de los privilegios, de los méritos que puede dar este tipo de diversión incoherente. Yo creo que Taliesin debió de querer ser todas estas cosas; pero supo que una lista, para ser bella, tiene que constar de elementos heterogéneos, y así recuerda haber sido una palabra en un libro y un libro en un principio. Y hay muchas otras hermosas imaginaciones celtas; por ejemplo, la de un árbol, verde por un lado y por el otro ardiendo, como la zarza ardiente, con un fuego que no lo consume, y cuyas dos partes conviven.
Además de los siglos heroicos, de los siglos mitológicos, hay en la literatura celta un asunto que nos interesa especialmente, y son las navegaciones. Uno de los temas que los poetas tenían que tratar eran las navegaciones, ya que las trescientas y tantas leyendas se dividían en historias de conquistas, en historias de cuatrería o de teatro, en historias de raptos, en historias de cavernas, en historias de ciudades, en historias de peregrinaciones, y en historias de viajes.
Vamos a detenernos en estas últimas. Los irlandeses imaginaban los viajes hacia el oeste, es decir, hacia el poniente, hacia lo desconocido, diríamos ahora, hacia América. Voy a referirme a la historia de Conn.
Conn es un rey de Irlanda; se lo llama Conn de las cien batallas. Una tarde sentado con su hijo, mirando la puesta del sol desde una colina, de pronto oye que su hijo habla con lo invisible y lo desconocido. Le pregunta con quién está hablando, y entonces sale una voz del aire, y esa voz le dice: “Soy una hermosa mujer; vengo de una isla perdida de los mares occidentales; en esa isla se ignoran la lluvia, la nieve, las enfermedades, la muerte, el tiempo; si tu hijo, de quien estoy enamorada, me acompaña, él no conocerá nunca la muerte y podrá reinar sólo entre personas felices”. El rey llama a sus druidas —porque esta leyenda sería anterior al cristianismo, aunque la conservaron los cristianos— y los druidas cantan para que la mujer calle. Ella, desde lo invisible, le arroja una manzana al príncipe, y desaparece. Durante un año, el príncipe no prueba otra cosa que esa inagotable manzana, y no tiene hambre ni sed, pero sigue pensando en esa mujer, que nadie ha visto. Cuando ella vuelve al cabo de un año, la ve, se embarcan juntos en una nave de vidrio y se pierden navegando hacia el poniente.
Y aquí la leyenda se bifurca; una de las versiones dice que el príncipe no volvió nunca; otra, que volvió después de muchos siglos y reveló quién era; la gente lo miró incrédula y le dijo: “Sí, Conn, hijo de Conn el de las cien batallas”. Una leyenda relata que se perdió en los mares, y que al saltar a tierra y tocar suelo de Irlanda, cae hecho cenizas, porque uno es el tiempo de los dioses y otro el tiempo de los hombres.
Recordemos otra historia análoga. La historia de Abraham. Abraham es hijo de un rey, como todos los protagonistas de sus historias. Mientras camina por la playa oye de pronto una música detrás de él y se da vuelta; pero siempre la música está detrás de él. Esa música es muy dulce: quédase dormido, y cuando se despierta, encuentra que tiene en la mano una rama de plata con flores que podían ser de nieve, salvo que son vivas. Al llegar a su casa encuentra a una mujer, quien le dice, como al otro hijo de rey, que está enamorada de él. Entonces Abraham la sigue. La rama de plata nos recuerda la rama dorada de la Eneida; y luego la historia es la de los viajes de Abraham. Se dice que él navega por el mar y que ve a un hombre que parece caminar sobre las aguas y está rodeado de peces, de salmones. Ese hombre es un dios celta, y mientras el dios está caminando por el mar y rodeado de salmones, recorre simultáneamente la pradera de su isla, rodeado de ciervos y corderos; es decir, hay como un doble espacio, como un doble plano en el espacio; el rey está sobre las aguas, para el príncipe, y está sobre la pradera de su isla.
Existe una fauna curiosa en esas islas: dioses, pájaros que son ángeles, laureles de plata y ciervos de oro, y hay también una isla de oro elevada sobre cuatro pilares y que se elevan, a su vez, sobre una planicie de plata, y tenemos un tiempo distinto. La maravilla más asombrosa se produce cuando Abraham recorre esos mares occidentales, alza los ojos y ve un río, un río que corre por el aire, que fluye por el aire, sin volcarse, y en el que hay peces y naves y todo esto está religiosamente en el cielo.
Algo diré ahora acerca del sentido del paisaje en la poesía celta.
Matthew Arnold en su admirable estudio sobre la literatura celta dice que el sentido de la naturaleza, que es una de las virtudes de la poesía inglesa, se debe a los celtas. Yo diría que también los germanos sintieron la naturaleza. El mundo es, desde luego, distinto, porque en la antigua poesía germánica, lo que se siente ante todo es el horror de la naturaleza; las ciénagas y las selvas y los crepúsculos de la tarde, están poblados de monstruos; se llama horror a la noche, al dragón, horror del crepúsculo manchado. En cambio, los celtas también sintieron la naturaleza como algo vivo, pero sintieron también que esas presencias sobrenaturales podían ser benignas; es decir, el mundo fantástico celta es un mundo de demonios y de ángeles. Podríamos hablar del otro mundo; esta frase, muy común ahora, creo que aparece por vez primera en Lucano, al referirse a los celtas.
Todos estos hechos que he señalado se prestarían a muchas observaciones. Explicarían, por ejemplo, el auge de la academia en un país como Francia, país de raíz celta; explicarían la ausencia de academias en un país profundamente individualista como Inglaterra. Pero todas estas conclusiones podrán sacarlas ustedes mucho mejor que yo. Básteme ahora haber señalado ese curioso fenómeno de una legislación de la literatura en la isla de Irlanda.

Notas
22. Jorge Luis Borges fue nombrado miembro de la Academia Argentina de Letras, junto con los señores Manuel Mujica Láinez, Fermín Estrella Gutiérrez y Luis Alfonso, a fines de 1955, véase La Nación, 29 de diciembre de 1955.
En Bibliorama, Boletín del Instituto Amigos del Libro Argentino, Buenos Aires, Nº 12 y Nº 13, 1956, se publican dos entrevistas a Borges, con motivo de este nombramiento. (N. del E.)

23. Al incorporarse a la Academia Argentina de Letras como miembro de número, Jorge Luis Borges ocupó el sillón de Dalmacio Vélez Sarsfield. El 6 de agosto de 1962 fue recibido en acto solemne por Arturo Capdevila. (N. del E.)

* En Boletín de la Academia Argentina de Letras, Buenos Aires, Tomo XXVII, Nº 105-106, julio-diciembre de 1962, con el título “Discurso de Don Jorge Luis Borges en su recepción académica”.23
Y en Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el autor, Buenos Aires, Celtia, 1982.
Y en El Aleph Borgiano, Bogotá, Biblioteca Luis Ángel Arango, julio de 1987

Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé

Imagen: Borges es nombrado miembro de la Academia Argentina de Letras el 16 de agosto de 1962
Fuente: Archivo General de la Nación, Documento Fotográfico, C104


22/7/18

Jorge Luis Borges: Soneto híbrido con envión plural * (1926)






 



El camello sin ripios de Calcuta
lo plagió al arzobispo con acuarios.
Del paraguas de aquellos incensarios
colgaba una emoción de pastasciuta.

El dos de oros de una mirada imputa,
la chancha que tocó un stradivarios,
los logaritmos muy agropecuarios,
que esgrimió la algebraica tiple hirsuta.

El amor me palpaba en eslabones.
A distancia tu omóplato boxeaba,
y en lejanas y oblicuas digestiones

rumiaba las judías del arrobo.
El silencio a hurtadillas fabricaba
tiradores de piel de Castelnuovo.

M. B. V. G.**


Notas

[*] Este poema fue publicado en la sección "Parnaso Satírico". "[Borges] participó anónimamente en una sección popular, titulada 'Parnaso Satírico', donde los editores [de la revista Martín Fierro] ventilaban sus prejuicios en epitafios versificados, que eran cómicos y a veces ultrajantes." (Monegal, 1987, pág. 176)
[**] Las iniciales de la firma serían de Leopoldo Marechal, Jorge Luis Borges, César Vallejo y Ricardo Güiraldes.


En Martín Fierro, segunda época, Buenos Aires, Año 3, N° 29-30, 8 de junio de 1926

Luego, en Textos recobrados 1919-1929
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé


Imágenes: Facsímiles portada y página aludida de Martín Fierro
segunda época, Buenos Aires, Año 3, N° 29-30, 8 de junio de 1926


20/7/18

Georges Charbonnier: «El escritor y su obra. Ocho entrevistas con JLB» 5. Literatura (III)






GEORGES CHARBONNIER: Proseguimos hoy con las entrevistas consagradas a la literatura en general. El período que vivimos es particularmente interesante en lo que concierne al conocimiento del fenómeno literario. La crítica literaria ha alcanzado en nuestra época un alto grado de refinamiento. Tenemos el deseo de decir que la crítica moderna ha agotado lo cualitativo, por lo menos ha agotado esa zona de lo cualitativo que precede a la introducción de lo cuantitativo en el análisis de los fenómenos.
Desde luego, lo cualitativo no ha sido excluido definitivamente. Bajo su forma digamos elemental —antes de la introducción de lo cuantitativo—, bajo esa forma primera lo cualitativo se apresura a desaparecer de momento. No dudamos que reaparecerá, pero se aplicará a consideraciones de orden matemático.
Vivimos pues un período de crisis, lo que no significa que el análisis naufraga, sino, al contrario, que tiene éxito. Los remordimientos, los lamentos, los anatemas, las palinodias, las nostalgias de todo tipo expresadas antes son su signo más seguro. Para unos, nos preparamos a matar la literatura. Para otros, nos preparamos por fin a conocerla mejor. La querella proviene en gran parte de una confusión: identificamos mal el punto de vista del escritor y el del lector, del espectador en su sentido lato, del que nadie pretende modificar el papel, el estado de ánimo, la emoción, la receptividad.
No obstante, desde ahora, nuevos espectadores obtienen lo mejor de su placer en una contemplación analítica más fina, más exigente en el plano lógico. ¿Cómo negarle su conocimiento de las obras de Edgar Poe, Raymond Roussel, Paul Valéry, por ejemplo? No es necesario querer ser el lector más exigente y, al mismo tiempo, el más exigente de humanismo, el más exigente de antropomorfismo. No es menester llamarse el crítico más exigente aun descartando las armas más sutiles del análisis crítico.
Jorge Luis Borges, ¿cómo considerar el problema literario?
JORGE LUIS BORGES: Es evidente que el problema literario es muy amplio. En él existe un misterio. Por ejemplo, cuando Stevenson dice que los personajes del arte —de una novela o de un drama— sólo son una serie de palabras, al instante sentimos que esto no es cierto.
G. C.: ¡Eh! ¡Yo creo que sí!
J. L. B.: No. Pensemos en una novela cualquiera. Tomemos, qué diré yo, una novela de Dostoyevski. Dostoyevski no describe todos los momentos de sus héroes. Por ejemplo, los personajes cenan y después se vuelven a encontrar a la mañana siguiente. Mas si el libro está acabado —y creo que éste es el caso de las obras de Dostoyevski, o de ciertas obras de este escritor— se tiene la impresión de que entre ambas escenas conocidas hay otras que no se conocen. Los personajes han regresado a sus casas. Se han ido a la cama. Han soñado algo. Si no se tiene esta impresión, el libro no existe. Hay muchas cosas que el autor no nos cuenta, que el autor no conoce, pero que deben existir. Si dos personajes se vuelven a encontrar al cabo de veinte años, es preciso sentir que han tenido experiencias, que han envejecido, que han cambiado un poco. Si no, el libro no actúa sobre el lector.
Creo que fue Coleridge quien hablaba de willing suspension of unbelief. En el arte no hay ni creencia ni incredulidad. Para que el lector deje voluntariamente su escepticismo, su poca fe, es necesario que colabore con el autor. Un espectador que asiste a una tragedia sabe muy bien que la acción transcurre en la escena. Que hay actores en la escena. No es Macbeth quien está frente a él. Lo sabe. Pero al mismo tiempo entra en el juego. Intenta olvidar, o más bien dejar de lado, como lo dijo Coleridge, su incredulidad.
G. C.: Esto es lo que me pregunto, porque no estoy seguro de ello.
J. L. B.: En todo caso, el autor espera tal cosa de él.
G. C.: Me pregunto si no hay ahí un malentendido muy antiguo y si, en realidad, no se propone un juego bien distinto. No llego a creer que se me pida que crea que Macbeth está ahí, frente a mí. Creo, por el contrario, que todo el mundo está de acuerdo. No se trata de Macbeth. Se me propone otro juego.
¿Cuál? Me parece que esto es lo que hay que encontrar ahora.
J. L. B.: Ya veo. ¿Piensa usted en una especie de escepticismo o de incredulidad, o más bien cree que hay otro juego que no hemos sabido percibir aún?
G. C.: Sí, esto es lo que creo.
J. L. B.: Y este otro juego, ¿cuál es?
G. C.: ¡Es lo que me pregunto!
J. L. B.: Sería… por ejemplo… ¿Podríamos pensar que Shakespeare no ha querido rehacer lo que Macbeth dijo, sino que ha querido encontrar palabras que expresan lo que Macbeth sintió y que habría podido decir? Es decir, que no buscó una verdad realista…
G. C.: ¡Seguro que no!
J. L. B.: Seguro que no. Shakespeare habría podido decirse: «Macbeth no podía hablar así, porque no es Shakespeare».
G. C.: Podemos descartar el punto de vista del realismo.
J. L. B.: Sí. «… pero al mismo tiempo, esa palabra que yo encuentro puede servir, como la música, para expresar estados de ánimo, o expresar sentimientos».
G. C.: A fin de cuentas me parece que el juego pertenece al lenguaje y que no pretendíamos encontrarlo ahí.
J. L. B.: Sí, es cierto. Pero entonces el lenguaje actuado de una manera musical más que no lógica. Shakespeare habría pensado: «Voy a encontrar palabras que correspondan al movimiento de la conciencia de Macbeth».
G. C.: Nadie ha dicho que Shakespeare haya razonado así.
J. L. B.: No, no, no, yo no creo que haya razonado, mas quizá sintió, lo que es más importante. En cuanto a razonar, no creo que Shakespeare fuera razonador.
G. C.: En todo caso, quizá todo da la idea de que lo fuera.
J. L. B.: Ah, no, mas si he comprendido bien su hipótesis, Shakespeare habría más bien pensado: «Son necesarias tales y cuales palabras para que se me pueda seguir el hilo, para que se pueda participar del movimiento del alma de Macbeth. En medio de esas palabras empleadas más bien como sugestión y como música, el lector podrá seguir lo que sintió Macbeth y que no habría sabido expresar, ya que no es un poeta».
G. C.: Naturalmente.
J. L. B.: Sí, quizá tenga usted razón. Podría haber sido así. Si no lo admitiéramos, caeríamos en el escepticismo, llegaríamos a pensar que la obra de arte es imposible.
G. C.: De ninguna manera llego a esta conclusión. La que yo extraigo es que siempre hemos analizado de una manera superficial. Siempre hemos analizado la obra de arte sin preocupamos por lo que era realmente. Con la única preocupación de determinar lo que parecía decir. Nunca se ha tomado el problema con tanta profundidad.
J. L. B.: Sí, entonces podríamos decir que es el realismo el que nos ha impedido un análisis literario.
G. C.: La idea del realismo, seguramente.
J. L. B.: Nos ha incomodado.
G. C.: Sí. Sin embargo, no hemos podido privamos del todo del realismo. Pero ¿qué es el realismo? No es más que mi adhesión y ya. El realismo es puramente subjetivo. Pienso que una cosa es realista: esto prueba que yo la he sentido como tal. Soy yo quien ha creído en el realismo. Así pues, sólo mi adhesión está en tela de juicio, y finalmente el Realismo con una gran R está formado por la adhesión de un gran número de gente. Estamos pues en el dominio de la estadística y eso es todo.
J. L. B.: No, yo diría que el realismo consiste en añadir algo o sembrar en el movimiento que podríamos llamar poético —ya que es necesario llamarlo de alguna manera. Consiste en sembrar circunstancias que parecen reales, pequeñas circunstancias un poco inesperadas, que dan la impresión de realidad. Lo cual sucede con más frecuencia en Shakespeare que en Racine, por ejemplo, quien no se preocupaba por ello en lo absoluto.
G. C.: Usted habla como escritor. Yo hablo como lector. Habla usted de los medios de obtener, de sugerir, el realismo. Yo hablo de la manera en que lo resiento. Cuando resiento el realismo, la única cosa que puedo decir es que estoy de acuerdo, que me adhiero a lo que se me presenta. Digo: sí.
J. L. B.: Sí, lo comprendo. Creo que, en general, si en una pieza literaria cualquiera, digamos en una tragedia, o en una novela, en una comedia, hay pequeños detalles un poco-inesperados, o circunstancias un poco domésticas, esto produce un poco la ilusión de loreal. Es evidente que no hay que exagerar. Una tragedia o una novela que sólo contuviera circunstancias sería ridícula. ¡Esto sería de tal manera molesto, tan parecido a los momentos más enojosos de la realidad que nadie lo aceptaría!
G. C.: Quizá sea esto lo que sucede cuando la gente se da cuenta, precisamente. Quizá nademos entre circunstancias sin saberlo.
J. L. B.: Esto es bien triste: las circunstancias revelan más que nada al periodismo o a la estadística, o los momentos de nuestra vida en los que vivimos de una manera un poco pasiva. Evidentemente, las circunstancias siempre están ahí. Diría que esto es una cuestión de sabiduría: es menester poner circunstancias de cuando en cuando para que el argumento no transcurra en el vacío.
G. C.: De ahí la necesidad de manejar las circunstancias de cierta manera para que haya obra de arte.
J. L. B.: Sí, es evidente. G. C.: El problema es sin duda alguna más amplio de lo que se cree. La cuestión sería saber cómo manejar las circunstancias para dar esta impresión, para sugerir la obra de arte.
J. L. B.: Lo que, modestamente, quería decir es que no podemos pasarnos sin las circunstancias, que es necesario que haya siempre circunstancias. Evidentemente es de lamentar; las circunstancias inundan el libro.
G. C.: ¿Quizá organizándolas de cierta manera no molestarían?
J. L. B.: No deben molestar, deben servir.
G. C.: Debemos ir más allá para saber a qué deben servir.
J. L. B.: Cuando las circunstancias aparecen o se inventan con facilidad, siempre existe el peligro de que se abuse de ellas. Es muy fácil decir que Fulano estaba en tal reunión; que antes era rubio, pero que ahora tiene los cabellos grises; que la corbata que llevaba se la había regalado un amigo ya muerto. Todo esto es de tan fácil invención que es necesario no abusar de ello.
G. C.: Son mucho más amplias, las circunstancias. Todo encadenamiento de pensamientos que se ofrezca a un individuo es un encadenamiento de circunstancias que uno presenta. Siempre se estará, se haga lo que se haga, en la superficie del tema, aun en el hombre de ciencia.
J. L. B.: Sí, es cierto.
G. C.: Nunca se penetra en el tema, siempre se está en la piel, si puedo decirlo.
J. L. B.: Sí, sí, tiene usted razón. Esto me recuerda una vez en que se discutía el libre albedrío y la fatalidad. Alguien dijo que quizá había fatalidad para las grandes cosas y libre albedrío para las pequeñas. Yo le respondí que era muy difícil trazar una línea entre las dos.
Hoy, por ejemplo, cuando salga de aquí, sea que vaya usted por uno o por el otro lado de la calle, será una circunstancia sin ninguna importancia. Si hay un motín, una guerra o una revolución, será muy importante la dirección que siga. Si va hacia la derecha lo pueden matar. Si da un paso a la izquierda estará salvado. Así pues, no podemos distinguir las circunstancias importantes de las que lo son menos. Le invitan a un cocktail. Está usted un poco cansado y no va. Está un poco cansado y va de todas maneras, y encuentra en él a una mujer, se enamoran, etc. ¡Así pues, el cocktail era muy importante! Lo mismo podríamos decir de todas, las cosas de este mundo, así como de todos los grandes proyectos de este mundo. Sin duda alguien habló a Cristóbal Colón de la posibilidad de llegar a China, atravesando el Atlántico. Sin duda Colón respondió de improviso que eso era imposible. Después, pensó en ello. Más tarde, lo comentó con algunos amigos, ya que todas las cosas empiezan con conversaciones un poco ociosas. Finalmente, descubrió América. Quizá empezó con un tema que no le interesaba demasiado, que tal vez ni siquiera fuera de él. Tal sugerencia debió venirle de fuera.
G. C.: Imaginemos alguien que pasa por la calle. Yo, como autor, lo describo. Digo cómo va vestido. Estoy de lleno en lo circunstancial. En seguida describo los gestos del viandante, sus movimientos. Penetro más íntimamente en la descripción del hombre. Todavía estoy en lo circunstancial.
J. L. B.: Sí.
G. C.: Supongo cuáles son sus pensamientos. Trato de describir el encadenamiento. Todavía estoy en lo circunstancial; aun si sus pensamientos se refieren a los objetos más complejos de la ciencia seguiría eternamente en la circunstancia. Siempre habrá tras la circunstancia algo más importante, algo que es la cosa misma y que yo nunca alcanzaré. No escapo a la circunstancia. ¿Dónde localizarla? No tengo ni la menor idea.
J. L. B.: Sí.
G. C.: Así pues, no es que sea molesto, es la organización de la circunstancia la que constituirá algo.
J. L. B.: Sí, pero decir que no salimos de la circunstancia es otra manera de decir que no salimos del tiempo, de lo sucesivo, y que no estamos en la eternidad. Es decir, que, continuamente, estamos en las circunstancias. Ellas nos rodean.
G. C.: Son constitutivas.
J. L. B.: Y cada quien es su circunstancia, un poco.
G. C.: Claro, seguramente.
J. L. B.: Sobre todo cuando vivimos en lo temporal, en lo sucesivo. No vivimos en la eternidad, en lo esencial. Siempre estamos en la circunstancia, y ésta es una forma de consolarnos en la desgracia, ¿no es así? Cuando cae una desgracia sobre nosotros, pensamos: Sí, me sucedió hoy en la noche, pero mañana será otro día, las cosas serán un poco distintas. Si vamos al dentista, cada momento es una circunstancia, una circunstancia que es del presente, que proviene en seguida del pasado y que, por consiguiente, no tiene ninguna importancia para nosotros.
Lo que dice usted concierne a una naturaleza esencial, pero, como sabe, sería menester saber si lo esencial existe, si es algo más que las circunstancias. Si yo mismo soy algo mis que la sucesión de lunes, martes, miércoles, jueves, etc., y que la sucesión de los instantes que componen esta serie. Quizá existo de otra manera, digamos, si hay un Dios. Quizá entonces existo de una manera esencial. Pero éstas no son más que facetas mías, ¿no?
G. C.: Naturalmente.
J. L. B.: Se trata del problema del yo, son problemas metafísicos, que quizá haya que tratar de resolver. Me dirá usted que todas las cosas que son, son en un momento determinado; que una buena mañana descubriremos los secretos del universo del hombre. Creo que le pide demasiado a la literatura, ¡es usted demasiado ambicioso!
G. C.: No lo sé, no puedo ni afirmarlo ni negarlo.
J. L. B.: No sé lo que ha escrito, ni qué método ha querido seguir usted para hacerlo. No he leído ni sus poemas ni sus cuentos, ni siquiera sé si existen. Creo que deben existir, ya que esta conversación que tenemos los dos no es una improvisación. Corresponde a cosas que usted ha pensado, que piensa con harta frecuencia, y sobre todo de un modo esencial, digamos, de una manera intensa. Son cosas que le han preocupado.
G. C.: Ciertamente.
J. L. B.: No se trata de una conversación con un señor cualquiera de América del Sur. Son cosas que le han interesado, y a mí también, pero evidentemente de una manera menos lúcida. Quizá sea que no me ha tocado resolver problemas de éstos. Simplemente me ha tocado construir poemas y cuentos. Así, he pensado menos, ya que estaba reducido a esa humilde tarea: escribir. Escribir es tal vez un poco lo contrario de pensar. Es una manera dirigida de pensar. Cuando se escribe, no se piensa totalmente porque se piensa en el efecto que se producirá en los demás. Esto debe de perturbar un poco al pensamiento: este proyecto tiene una poca de la vanidad de producir algo. Quizá pueda uno pensar mejor en la soledad y sin la ambición literaria urgente, o más bien sin obligación literaria.
Sea como fuere, ha señalado usted un problema muy importante. Son los oyentes, es el público, quien debe continuar el diálogo. Si usted quiere iniciar otro o continuar con éste, estoy muy interesado en ello. Quizá por primera vez en mi vida me ha tocado no ver en el micrófono un instrumento de tortura, en fin, algo sumamente molesto. Tengo una larga experiencia en estas cosas. Siempre se han desarrollado de muy diversa manera. Se me han planteado preguntas absolutamente triviales. Nunca se me ha obligado a pensar, sino siempre a recordar. Se me han preguntado cosas que todo el mundo sabe, por ejemplo, dónde nací, etc., lo que no es demasiado misterioso. Ni para un hombre de letras.




Georges Charbonnier, El escritor y su obra
Ocho entrevistas de Georges Charbonnier con Jorge Luis Borges
Título original: Entretiens avec Jorge Luis Borges
Georges Charbonnier, 1967
Traducción: Martí Soler


Foto original: Georges Charbonnier, producer to France Culture, 

academic and art critic, April 01, 1967 (Getty Images)

Jorge Luis Borges: Hombres pelearon (1928)














Ésta es la relación de cómo se enfrentaron coraje en menesteres de cuchillo el Norte y el Sur. Hablo de cuando el arrabal, rosado de tapias, era también relampagueado de acero; de cuando las provocativas milongas levantaban en la punta el nombre de un barrio; de cuando las patrias chicas eran fervor. Hablo del noventa y seis o noventa y siete y el tiempo es caminata dura de desandar.
Nadie dijo arrabal en esos antaños. La zona circular de pobreza que no era el centro, era las orillas: palabra de orientación más despreciativa que topográfica. De las orillas, pues, y aun de las orillas del Sur fue El Chileno: peleador famoso de los Corrales, señor de la insolencia y del corte, guapo que detrás de una zafaduría para todos entraba en los bodegones y en los batuques; gloria de matarifes en fin. Le noticiaron que en Palermo había un hombre, uno que le decían El Mentao, y decidió buscarlo y pelearlo. Malevos de la Doce de Fierro fueron con él.
Salió de la otra punta de una noche húmeda. Atravesó la vía en Centro América y entró en un país de calles sin luz. Agarró la vereda; vio luna infame que atorraba en un hueco, vio casas de decente dormir. Fue por cuadras de cuadras. Ladridos tirantes se le abalanzaron para detenerlo desde unas quintas. Dobló hacia el norte. Silbidos ralos y sin cara rondaron los tapiales negros; siguió. Pisó ladrillo y barro, orilló la Penitenciaría de muros tristes. Cien hamacados pasos más y arribó a una esquina embanderada de taitas y con su mucha luz de almacén, como si empezara a incendiarse por una punta. Era la de Cabello y Coronel Díaz: una parecita, el fracaso criollo de un sauce, el viento que mandaba en el callejón.
Entró duro al boliche. Encaró la barra nortera sin insolencia: a ellos no iba destinada su hazaña. Iba para Pedro el Mentao, tipo fuerte, en cuyo pecho se enanchaba la hombría y que orejeaba, entonces, los tres apretados naipes del truco.
Con humildad de forastero y mucho señor, El Chileno le preguntó por uno medio flojo y flojo del todo que la tallaba ¡vaya usté a saber con quiénes! de guapo y que le decían El Mentao. El otro se paró y le dijo en seguida: Si quiere, lo vamos a buscar a la calle. Salieron con soberbia, sabiendo que eran cosa de ver.
El duro malevaje los vio pelear. (Había una cortesía peligrosa entre los palermeros y los del Sur, un silencio en el que acechaban injurias.)
Las estrellas iban por derroteros eternos y una luna pobre y rendida tironeaba del cielo. Abajo, los cuchillos buscaron sendas de muerte. Un salto y la cara del Chileno fue disparatada por un hachazo y otro le empujó la muerte en el pecho. Sobre la tierra con blandura de cielo del callejón, se fue desangrando.
Murió sin lástimas. No sirve sino pa juntar moscas, dijo uno que, al final, lo palpó. Murió de pura patria; las guitarras varonas del bajo se alborozaron.
Así fue el entrevero de un cuchillo del Norte y otro del Sur. Dios sabrá su justificación: cuando el juicio retumbe en las trompetas, oiremos de él.
(Dedicado a Sergio Piñero)




En El idioma de los argentinos 
[Con Sentirse en muerte conforman "Dos esquinas"]
Buenos Aires, Manuel Gleizer, 1928
Viñetas de A. Xul Solar
© 1995 María Kodama
© 2016 Buenos Aires, Penguin Random House

Imagen: Retrato de Borges por Richard Augusto Pajuelo  [+] 


19/7/18

Jorge Luis Borges: Diálogo con Victoria Ocampo y María Rosa Oliver [Teatro San Martín, 4 de septiembre de 1972]








Diálogo entre papagayos


La UNESCO decidió que 1972 fuera declarado Año Internacional del Libro; esta ocurrencia, casi ingenua, asume en la Argentina características aterradoras. Desde que el decreto tomó estado público no pasa un día sin que alguna mesa redonda, o conferencia, o disertación, dé cuenta del suceso. La noche del 4 de setiembre en la sala 1 del Teatro Municipal San Martín, el periodista Pedro Larralde decide jugar su carta y reúne para consumar el ágape —bautizado Las Letras— a Jorge Luis Borges, Victoria Ocampo y María Rosa Oliver. El resultado es memorable; no porque el dúo Ocampo-Borges —actores principales— haya perorado nada distinto de lo que vienen perorando hace más de cincuenta años; el mérito reside en que en menos de dos horas, fueron capaces de condensar en unas pocas, delirantes frases, sus increíbles boutades.

Borges comienza bien; cuando Larralde lo invita a que se explaye sobre el motivo de la reunión, espeta: "Yo, en principio, descreo de los años internacionales". Fue el último guiño ingenioso de la noche, a partir de allí la desmesura se adueña de los participantes.


Munidas de papeles en los cuales traen consignadas sus respuestas, Victoria Ocampo y María Rosa Oliver divagan. El tono de la mesa es denso; a los pocos minutos todo se transforma. Borges cita entonces al doctor Samuel Johnson: "Para él —atestigua—, todo lo que nos hace olvidar el aquí y el ahora nos ennoblece". La Oliver se encrespa: "Yo —replica—, a diferencia de Borges, leo los diarios. Me interesa el aquí y el ahora y saber qué sentido puede tener mi vida en este momento. Kipling, por ejemplo, se me hizo profundamente antipático cuando alentaba al imperialismo inglés y trataba de seminiños a los indios". Borges no se amilana y contraataca: "Creo —reflexiona— que la raza blanca y la amarilla son superiores a la negra y, en este país, a la india. Yo creo —insiste— que la Conquista del Desierto fue necesaria. Si todos hubieran desertado, como Martín Fierro, el país estaría ahora en manos del cacique Calfucurá".

Luego de entonar endechas a los grandes imperios —Roma, Inglaterra, "a los cuales les debemos mucho", Borges dixit—, el artífice de El Aleph remata: "Hemos pasado del francés al inglés y del inglés a la ignorancia". La Oliver murmura alusivamente; se le escuchan —adjudicados a otros personajes, Kipling supuestamente— estigmas tales como "fascista". Totalmente lanzado, Borges dispara una confesión alucinante: "Durante la época de la segunda dictadura —martiriza— me creía demócrata. Hoy ya no estoy seguro de serlo. En realidad, quiero una dictadura ilustrada al estilo del siglo XVIII. No creo que estemos preparados para las elecciones. Ya vemos —susurra— adonde nos han llevado".

Diestro —en el sentido más estricto de la palabra—, Pedro Larralde desvía la charla: la ideología se diluye en las aguas de la melancolía. Interroga a Victoria Ocampo sobre los libros que más han gravitado sobre su infancia. Después de invocar a Graham Greene y aferrada a su papel, define su tarea: es la de "desenterrar almas en las páginas muertas". Cuando se sentía triste "iba y me compraba un par de alas —y repite—, un par de alas". Los personajes preferidos de la Ocampo —Sherlock Holmes, entre ellos— la llevan "de las manos o quizá de las narices". Sus primeros escarceos literarios tienen una culpable: Miss Ellis, su institutriz inglesa. Resulta que la Ellis apoya a las milicias inglesas contra el vandalismo de los Boers; contra Miss Ellis, Ocampo pacta con los Boers: de este maridaje surge su primer texto. Adolescente ya, alguien más tangible que Holmes turba el aprendizaje de Victoria Ocampo: es T. E. Lawrence con sus pilares. Los de la sabiduría, se entiende: "Sus siete pilares —afirma la Ocampo textualmente— agitaron mi juventud". Y de un salto —¿azaroso quizá?— se larga a ironizar contra Sigmund Freud, culpable de mancillar la inocencia: "En aquellos años —cuando Ocampo leía los libros de la Biblioteque Rose ("no sé si los chicos los siguen leyendo")— no se sospechaba que las palizas eran goces secretos —ironiza— ni que las pasiones incestuosas nacían en la cuna".

Como el diálogo en la mesa redonda es suplido por las cuartillas, cada participante debe reprimir sus humores hasta que el otro, el ofensor, culmine su discurso. Así le sucedió a María Rosa Oliver, indignada por la apología al racismo desgranada por Borges. Ahora, luego de señalarle que imperialismo y racismo eran caras de una misma moneda, Oliver la emprende contra él y contra Victoria Ocampo. A Borges le hace notar que opiniones como las suyas son las mismas que llevaron a los campos de concentración alemanes; a V.O., luego de reconocer la indudable fascinación que le provoca Lawrence, le hace saber que ella —Oliver—, por su parte, admira, en mayor grado, a alguien tanto o más valiente que el teniente legendario. "Y —provoca— no necesito mencionarlo". El público aúlla: ¿quién, quién?, quiere saber. María Rosa accede: "Es el comandante Che Guevara".

Un frío recorre la sala; Borges cabecea, la Ocampo no da señales de vida, el público se divide: algunos gritan, mientras aplauden. "Bien María Rosa, bravo". Otro grupo desafía: "Vamos, Borges, contéstele".

Astuto, Larralde vuelve a desviar la tensión. Inquiere nuevamente a Ocampo sobre si los libros han sido lo más importante en su vida y, como corolario de este aquelarre contenido, la Ocampo da una respuesta memorable: "Yo he entrado a los libros —declama— con los papagayos de mi vida interior y he establecido en los libros mi reinado".

Es imposible hallar, para este diálogo de fantasmas, inventariando, un emblema más formidable que la confesión de Victoria Ocampo. Larralde debe de haberse dado cuenta de este broche de oro: anonadado, sólo logró articular unas pocas preguntas insulsas para decidir, prontamente, que —como diría Alfonso Reyes, aclara— se ha llegado a "la región más transparente de la noche".

En ese momento, un muchacho de estatura mediana, ligeramente obeso, se acerca al redactor de Primera Plana, que contempla el cuasi final del espectáculo, y con voz tenue pregunta: "Che, ¿quiénes son éstos?" Se le responde, pero él se resiste: "¿Y de qué diario son?" Se le informa que no son periodistas, sino escritores. Finge comprender e inmediatamente con más claridad que Larralde acopla al corolario de Victoria Ocampo un desenlace perfecto: "Decime, negro —inquiere al redactor—, ¿no me rajarán si me pongo a vender caramelos?" 


En Primera Plana, Nro, 502,  10 de septiembre de 1972, página 31
Digitalización ©Mágicas Ruinas

18/7/18

Jorges Luis Borges: El «Ulises» de Joyce (1925)







Soy el primer aventurero hispánico que ha arribado al libro de Joyce: país enmarañado y montaraz que Valery Larbaud ha recorrido y cuya contextura ha trazado con impecable precisión cartográfica (N.R.F, tomo XVIII) pero que yo reincidiré en describir, pese a lo inestudioso y transitorio de mi estadía en sus confines. Hablaré de él con la licencia que mi admiración me confiere y con la vaga intensidad que hubo en los viajadores antiguos, al describir la tierra que era nueva frente a su asombro errante y en cuyos relatos se aunaron lo fabuloso y lo verídico, el decurso del Amazonas y la Ciudad de los Césares. Confieso no haber desbrozado las setecientas páginas que lo integran, confieso haberlo practicado solamente a retazos y sin embargo sé lo que es, con esa aventurera y legítima certidumbre que hay en nosotros, al afirmar nuestro conocimiento de la ciudad, sin adjudicarnos por ello la intimidad de cuantas calles incluye.


***


James Joyce es irlandés. Siempre los irlandeses fueron agitadores famosos de la literatura de Inglaterra. Menos sensibles al decoro verbal que sus aborrecidos señores, menos propensos a embotar su mirada en la lisura de la luna y a descifrar en largo llanto suelto la fugacidad de los ríos, hicieron hondas incursiones en las letras inglesas, talando toda exuberancia retórica con desengañada impiedad. Jonathan Swift obró a manera de un fuerte ácido en la elación de nuestra humana esperanza y el Mikromegas y el Cándido de Voltaire no son sino abaratamiento de su serio nihilismo; Lorenzo Sterne desbarató la novela con su jubiloso manejo de la chasqueada expectación y de las digresiones oblicuas, veneros hoy de numeroso renombre; Bernard Shaw es la más grata realidad de las letras actuales. De Joyce diré que ejerce dignamente esa costumbre de osadía.

Su vida en el espacio y en el tiempo es abarcable en pocos renglones, que abreviará mi ignorancia. Nació el ochenta y dos en Dublín, hijo de una familia prócer y piadosamente católica. Lo han educado los jesuitas; sabemos que posee una cultura clásica, que no comete erróneas cantidades en la dicción de frases latinas, que ha frecuentado el escolasticismo, que ha repartido sus andanzas por diversas tierras de Europa y que sus hijos han nacido en Italia. Ha compuesto canciones, cuentos breves y una novela de catedralicio grandor: la que motiva este apuntamiento.

El Ulises es variamente ilustre. Su vivir parece situado en un solo plano, sin esos escalones ideales que van de cada mundo subjetivo a la objetividad, del antojadizo ensueño del yo al transitado ensueño de todos. La conjetura, la sospecha, el pensamiento volandero, el recuerdo, lo haraganamente pensado y lo ejecutado con eficacia gozan de iguales privilegios en él y la perspectiva es ausencia. Esa amalgama de lo real y de las soñaciones, bien podría invocar el beneplácito de Kant y de Schopenhauer. El primero de entrambos no dio con otra distinción entre los sueños y la vida que la legitimada por el nexo causal, que es constante en la cotidianidad y que de sueño a sueño no existe; el segundo no encuentra más criterio para diferenciarlos, que el meramente empírico que procura el despertamiento. Añadió con prolija ilustración, que la vida real y los sueños son páginas de un mismo libro, que la costumbre llama vida real a la lectura ordenada y ensueño a lo que hojean la indiligencia y el ocio. Quiero asimismo recordar el problema que Gustav Spiller enunció (The Mind of Man, págs. 322-323) sobre la realidad relativa de un cuarto en la objetividad, en la imaginación y duplicado en un espejo y que resuelve, justamente opinando que son reales los tres y que abarcan ocularmente igual trozo de espacio.

Como se ve, el olivo de Minerva echa más blanda sombra que el laurel sobre el venero de Ulises. Antecesores literarios no le encuentro ninguno, salvo el posible Dostoievski en las postrimerías de Crimen y castigo, y eso, quién sabe. Reverenciemos el provisorio milagro.

Su tesonero examen de las minucias más irreducibles que forman la conciencia, obliga a Joyce a restañar la fugacidad temporal y a diferir el movimiento del tiempo con un gesto apaciguador, adverso a la impaciencia de picana que hubo en el drama inglés y que encerró la vida de sus héroes en la atropellada estrechura de algunas horas populosas. Si Shakespeare —según su propia metáfora— puso en la vuelta de un reloj de arena las proezas de los años, Joyce invierte el procedimiento y despliega la única jornada de su héroe sobre muchas jornadas de lector. (No he dicho muchas siestas.)
En las páginas del Ulises bulle con alborotos de picadero la realidad total. No la mediocre realidad de quienes sólo advierten en el mundo las abstraídas operaciones del alma y su miedo ambicioso de no sobreponerse a la muerte, ni esa otra realidad que entra por los sentidos y en que conviven nuestra carne y la acera, la luna y el aljibe. La dualidad de la existencia está en él: esa inquietación ontológica que no se asombra meramente de ser, sino de ser en este mundo preciso, donde hay zaguanes y palabras y naipes y escrituras eléctricas en la limpidez de las noches. En libro alguno —fuera de los compuestos por Ramón— atestiguamos la presencia actual de las cosas con tan convincente firmeza. Todas están latentes y la dicción de cualquier voz es hábil para que surjan y nos pierdan en su brusca avenida. De Quincey narra que bastaba en sus sueños el breve nombramiento consul romanus, para encender multisonoras visiones de vuelo de banderas y esplendor militar. Joyce en el capítulo quince de su obra traza un delirio en un burdel y al eventual conjuro de cualquier frase soltadiza o idea congrega cientos —la cifra no es ponderación, es verídica— de interlocutores absurdos y de imposibles trances.
Joyce pinta una jornada contemporánea y agolpa en su decurso una variedad de episodios que son la equivalencia espiritual de los que informan la Odisea.
Es millonario de vocablos y estilos. En su comercio, junto al erario prodigioso de voces que suman el idioma inglés y le conceden cesaridad en el mundo, corren doblones castellanos y siclos de Judá y denarios latinos y monedas antiguas, donde crece el trébol de Irlanda. Su pluma innumerable ejerce todas las figuras retóricas. Cada episodio es exaltación de una artimaña peculiar, y su vocabulario es privativo. Uno está escrito en silogismos, otro en indagaciones y respuestas, otro en secuencia narrativa y en dos está el monólogo callado, que es una forma inédita (derivada del francés Édouard Dujardin, según declaración hecha por Joyce a Larbaud) y por el que oímos pensar prolijamente a sus héroes. Junto a la gracia nueva de las incongruencias totales y entre aburdeladas chacotas en prosa y verso macarrónico suele levantar edificios de rigidez latina, como el discurso del egipcio a Moisés. Joyce es audaz como una proa y universal como la rosa de los vientos. De aquí diez años —ya facilitado su libro por comentadores más tercos y más piadosos que yo— disfrutaremos de él. Mientras, en la imposibilidad de llevarme el Ulises al Neuquén y de estudiarlo en su pausada quietud, quiero hacer mías las decentes palabras que confesó Lope de Vega acerca de Góngora:
Sea lo que fuere, yo he de estimar y amar el divino ingenio deste Cavallero, tomando del lo que entendiere con humildad y admirando con veneración lo que no alcanzare a entender.



En Inquisiciones (1925)
Luego incluido en Fervor de Buenos Aires, Inquisiciones, Luna de enfrente
Buenos Aires, 2016 (1ª edición)
© 1995, 1996, María Kodama
© 2016 Random House Mondadori /Editorial Sudamericana


Imagen: Author of Ulysses James Joyce and his publisher Sylvia Beach in an office in Paris
© Bettmann/Corbis Via EGyB


16/7/18

Jorge Luis Borges: La balada de Maldon






Una lápida del norte de Inglaterra representa, con torpe ejecución, un grupo de guerreros nortumbrios. Uno blande una espada rota; todos han arrojado sus escudos; su señor ha muerto en la derrota y ellos avanzan para hacerse matar, porque el honor les obliga a acompañarlo. La balada de Maldon guarda memoria de un episodio análogo. Se trata de un fragmento; los invasores noruegos piden tributo a los sajones; el jefe sajón, que comanda unas improvisadas milicias, responde que lo pagarán con sus viejas espadas. Un río separa a las dos huestes; el jefe de los sajones permite que lo atraviesen los vikings, «los hombres de las naves a la tierra, en alto los escudos». El duro combate se entabla; los «lobos de la matanza», los vikings, apremian a los sajones; el capitán sajón, herido de muerte, agradece a Dios con su último aliento todas las dichas que ha tenido en el mundo. Lo matan y uno de sus hombres, que es un anciano, dice: «Cuanto menor sea nuestra fuerza, más animoso debe ser nuestro corazón. Aquí yace nuestro señor, hecho pedazos, el que más valía, en el polvo. Quien quiera retirarse de este juego, se lamentará para siempre. Mis años ya son muchos y me quedaré a descansar; junto a mi señor, a quien quiero tanto.» Uno de los sajones, Godric, ha huido cobardemente, en el caballo de su señor. El fragmento concluye con la mención de la muerte de otro Godric, «ése no era el Godric que huyó».
La balada de Maldon, como las venideras sagas escandinavas, abunda en pormenores circunstanciales, sin duda históricos. En el principio se habla de un joven, que ha salido a cazar; al oír el llamado del jefe, «dejó que de su mano el querido halcón volara al bosque y entró en la batalla». Dada la dureza épica del poema, la frase «el querido halcón» nos conmueve singularmente.
El carácter homérico de la balada ha sido justamente alabado. Legouis la compara con la Canción de Rolando, pero hace notar que Maldon tiene la desnuda severidad de la historia, y Rolando el prestigio de la leyenda. En el cantar sajón no hay arcángeles, pero también florece el coraje en medio de la derrota.



Véase Borges profesor. Clase cinco [Martín Arias y Martin Hadis]
Y Un mensaje tallado en piedra desde el infinito

En Jorge Luis Borges: Literaturas germánicas medievales [Literatura de la Inglaterra Sajona]
Título original: Literaturas germánicas medievales
Jorge Luis Borges, 1966
Colaboración: María Esther Vázquez

Imagen: El ojo de Borges. Dibujo de Alberto Ciupiak
Fuente: Archivo de Ilustración Argentina


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