26/4/18

Jorge Luis Borges: Fastitocalón








La Edad Media atribuyó al Espíritu Santo la composición de dos libros. El primero era, según se sabe, la Biblia; el segundo, el universo, cuyas criaturas encerraban enseñanzas inmorales. Para explicar esto último, se compilaron los Fisiólogos o Bestiarios. De un bestiario anglosajón resumimos el texto siguiente:

"Hablaré también en este cantar de la poderosa ballena. Es peligrosa para todos los navegantes. A este nadador de las corrientes del océano le dan el nombre Fastitocalón. Su forma es la de una piedra rugosa y está como cubierta de arena; los marineros que lo ven lo toman por una isla. Amarran sus navíos de alta proa a la falsa tierra y desembarcan sin temor de peligro alguno. Acampan, encienden fuego y duermen, rendidos. El traidor se sumerge entonces en el océano; busca su hondura y deja que el navío y los hombres se ahoguen en la sala de la muerte. También suele exhalar de su boca una dulce fragancia, que atrae a los otros peces del mar. Estos penetran en sus fauces, que se cierran y los devoran. Así el demonio nos arrastra al infierno".


En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Con la colaboración de Margarita Guerrero
Retrato de Jorge Luis Borges
Foto Propiedad Asociación Borgesiana de Buenos Aires

25/4/18

Antonio Requeni: Jorge Luis Borges habla de Leopoldo Lugones (1979)





Borges, ¿cuáles son para usted los méritos o valores literarios más importantes de Lugones?
—Creo que en Leopoldo Lugones se cifra, de algún modo, toda la literatura argentina. Nuestra literatura que es, desde luego, breve, pues cuenta algo más de un siglo y medio de existencia, se cifra en la obra de Lugones porque él abarca el pasado. Estoy pensando en la Historia de Sarmiento y El payador. Es sabido que aquí fue el principal poeta del Modernismo. Recuerdo que en la conversación, a él le gustaba referirse con una gratitud filial a su “amigo y maestro Rubén Darío”. Como Lugones era un hombre más bien soberbio, creo que significa mucho que reconociera la influencia tutelar de Darío sobre él, aunque su obra fuera muy distinta. Lugones había leído mucho más que Darío; Lugones escribió no sé si una excelente prosa, pero sí una prosa muy consciente de lo que se proponía, muy superior a la de Darío. Además escribió cuentos fantásticos en una época en que no se escribían.
Quiero recordar aquí Las fuerzas extrañas, ese libro en el que están esos admirables cuentos que son “La lluvia de fuego” e “Izur”. Creo que, además de eso, todo lo que se ha hecho después es inconcebible sin Lugones. Por ejemplo, un gran poeta como Ezequiel Martínez Estrada es inconcebible sin Lugones. Don Segundo Sombra es inconcebible sin El payador —que en mi opinión— lo supera, aunque no estoy de acuerdo con la tesis central de que el Martín Fierro sea un poema épico— y luego todo ese movimiento ultraísta muy justificadamente olvidado ahora, que tampoco podemos concebir sin Lunario sentimental, que data, si no me equivoco, de 1908, o sea que fue muy anterior al movimiento ultraísta. Lugones es un contemporáneo. Estamos aún dentro de la órbita de Lugones. Y además de eso, esto es más importante que esas consideraciones históricas, quiero referirme a la emoción que me causan los versos de Lugones. Esa emoción, desde luego, es de tipo verbal. Porque Lugones fue un poeta verbal. Usted me dirá que todos los poetas lo son, ya que todos hacen uso del lenguaje. Pero en la obra de Lugones se siente más el lenguaje, se siente tanto que a veces se interpone entre lo que el poeta quiere decir y lo que nos dice. Pero creo que hay estrofas de Lugones que viven más allá de lo que el poeta se ha propuesto. Por ejemplo, cuando compara una puesta de sol con un violento pavo real verde delirado en oro, esas palabras tienen como una rigidez heráldica, un esplendor, que hacen de ellas no una comparación del poniente sino un objeto verbal que el poeta agrega al mundo.
¿Usted cree que Lugones es un poeta de importancia exclusivamente local, para la Argentina, o su obra merece una trascendencia más vasta, como la de Darío?
—Sí, creo que sí. Si admiramos a Góngora o a Quevedo, que fueron poetas verbales, poetas en los que se siente ante todo la palabra más que las emociones que inspiraron las palabras, creo que no podemos prescindir de Lugones. Y eso está más allá de la mera circunstancia de que Lugones sea argentino, cordobés, y yo también argentino y de cepa cordobesa. Por ejemplo no se ha señalado que La pipa de Kif, que es un libro secundario de Valle-Inclán, procede del Lunario sentimental de Lugones.
Borges, yo le oí una vez relatar una anécdota referida a la relación entre Lugones y Herrera y Reissig. ¿Por qué no la cuenta?
—Un crítico venezolano, creo que Blanco Fombona, acusó a Lugones de ser un discípulo —no sé si usó la palabra plagiario de Herrera y Reissig. Se basó en las fechas de Los éxtasis de la montaña, de Herrera, que es anterior a Los crepúsculos del jardín. Entonces él cotejó uno de los sonetos de Lugones y otro de Herrera. Se ve, evidentemente, que la técnica es la misma, el vocabulario y la sensibilidad son los mismos. Hay una prioridad de dos o tres años de Herrera. Pero lo que no supo Blanco Fombona o maliciosamente olvidó, es que esas composiciones de Lugones, antes de ser reunidas en un volumen, habían sido publicadas en revistas tan poco esotéricas como Caras y Caretas y que además Lugones, cuando estuvo en Montevideo, grabó un disco fonográfico con esos sonetos. Ese disco se gastó, finalmente. Pues bien, le hicieron esa acusación a Lugones. Y vivía la viuda de Herrera y Reissig. Lugones no quiso defenderse porque no quiso decir que su amigo había sido su discípulo. De modo que se dejó manchar por esa acusación y no dijo nada. Fueron tres escritores uruguayos, Frugoni, Pérez Petit y Horacio Quiroga, los que declararon —recuerdo que se reprodujo en la benemérita revista Nosotros, que se publicó cuando Lugones se suicidó, en 1938—, ellos aclararon que había una indudable prioridad de Lugones y que Julio Herrera y Reissig había sido el discípulo y Lugones el maestro.
¿Usted conoció a Lugones?
—A Lugones lo habré visto una media docena de veces. El diálogo con él era difícil porque era un hombre más bien áspero, autoritario, que tendía a formular sus juicios en epigramas y entonces cualquier tema lo cerraba inmediatamente con una sentencia. Era una especie de tribunal que juzgaba en última instancia. Entonces uno se cansaba de una conversación en la cual los temas eran efímeros. Tanto es así que al pensar en Lugones mis labios dibujan instintivamente la palabra “no”, que era lo primero que él decía a cualquier idea que ofrecían a su juicio. Y creo que empezaba negando y luego inventaba las razones para su negativa. Era un hombre que sin duda se sentía muy solo. Era muy admirado, muy respetado, pero no creo que fuera un hombre querido. Fuera de Luis María Jordán, de Gerchunoff y de algunos otros amigos que debe haber tenido, pero que seguramente eran personas alejadas de las letras.
Borges, usted es autor de hermosos poemas conjeturales. Yo lo invito a conjeturar un poco. Supongamos que Lugones estuviera vivo y usted se encontrara ahora a su lado. ¿Qué le diría o qué querría decirle?
—Creo haber contestado de antemano esa pregunta en el prólogo de El hacedor, en el que hay una conversación imaginaria con Lugones. Allí digo que a él le hubiera gustado que le gustara lo que yo escribía. Pero no le gustó. Sin embargo fue amistoso conmigo. Si ahora estuviera a mi lado me gustaría mostrarle algo escrito por mí que mereciera su aprobación.


* En diario La Prensa, Buenos Aires, 17 de junio de 1979

Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé

Imagen: Leopoldo Lugones por Carlos Alonso (1983) Vía


24/4/18

Rodrigo Fresán: Un Borges jugoso








En Textos Recobrados se aprecia la evolución del creador argentino de la juventud a la madurez. El primer tomo muestra al escritor turista iniciático en Madrid y poeta casual, mientras el segundo aborda al bibliotecario genial.

Hay prehistorias de escritores que se leen como completamente desconectadas de lo que vendrá después: un puñado de huesos viejos, unos torpes signos en una pared oscura, restos imposibles de relacionar con aquello por lo que más tarde serán justa y felizmente recordados y celebrados. Lo que no ha impedido, claro, que desde hace ya varias décadas, la exhumación literaria de pre-textos y cuadernos de juventud se haya convertido casi en un deporte olímpico para familias, viudas, albaceas, editores y lectores.
El caso de Jorge Luis Borges —el caso de estos textos 'de juventud' y no tanto, ordenados cronológicamente en dos volúmenes y que incluyen artículos periodísticos, relatos, poesías, cartas, traducciones, encuestas, entrevistas, crítica de cine y de libros, y un miscelánico etcétera publicado originalmente en revistas y periódicos españoles— es, por una vez, diferente, atendible y necesario. En estos Textos recobrados de Borges que no aparecen en sus Obras completas no sólo asistimos a la educación de un artista a partir del análisis de amores y odios, sino, acaso lo que sea más interesante, al proceso que va de un joven Borges aprendiz de hechicero a un Borges maduro que ya comienza a sentirse mago magistral y, lo más importante, tan feliz como resignado personaje de sí mismo disfrutando y padeciendo los pros y las contras del adjetivo borgiano.
Leídos como mapa biográfico índice enciclopédico, la lectura de estos Textos recobrados es fascinante: el primer tomo nos muestra al Borges ultraísta, con simpatías bolcheviques, turista iniciático en Madrid y poeta en cualquier parte. Es también alguien a quien el Borges que ordena una breve autobiografía en 1970 para la revista The New Yorker recuerda como capaz 'de una productividad que me asombra ahora' y con cuya obra siente 'sólo una remota relación'. Lo que no impide, que el Borges futuro, el que vendrá como en el célebre relato ya se vislumbre en casi cualquier página conversando con su doble juvenil. Éste es el caso del breve y desopilante Lo cacharon en Cacheuta donde ya aparece el bestial desprecio clasista del que haría gala junto a Bioy Casares bajo el nombre de guerra de Bustos Domecq, o en las primeras de las numerosas aproximaciones rimadas con paso de flâneur a una Buenos Aires que puede parecerle antiguo laberinto en ruinas o metrópoli utópica según el humor y las ganas de caminar de este o de aquel día.
El segundo tomo muestra ya al bibliotecario casi ciego que ha cruzado la línea que separa al talento de la genialidad entre 1931 y 1955 publica Historia universal de la infamia, Ficciones, El Aleph y está a punto de convertirse en ícono de renombre internacional. Es, también, el Borges ya inescapablemente prisionero de sí mismo y de la lógica arbitrariedad de sus pasiones que le permiten tanto no entender la obvia grandeza de un filme como King Kong ('un mono de catorce metros de altura —algunos entusiastas dicen que quince— es evidentemente encantador, pero tal vez no basta. No es un mono jugoso; es un reseco y polvoriento artificio de movimientos esquinados y torpes', condena) como acorralar a todo el género policial en seis perfectas y arbitrarias leyes, perderse y encontrarse en un ensayo sobre la cuarta dimensión, o pasar sin esfuerzo de un análisis de las pesadillas en Kafka a la disección exquisita de una traducción al inglés de la lingua gaucha en Don Segundo Sombra, de Ricardo Güiraldes.
Borges, como un agujero negro, parece dispuesto a devorar toda la luz para iluminarnos; por lo que la lectura de estas páginas se recomienda un consumo pausado, sin apuro puede llegar a resultar avasallador, peligroso, y tan encandilante como el de asomarse al ojo de la cerradura de un Aleph o mantener una conversación despareja con una computadora famélica que todo lo sabe y que, aquello que no sabe, lo intuye. Informativa e informáticamente hablando, estos Textos recobrados equivalen ya desde su título a aquellos viejos y casi olvidados files que de improviso se recuperan, tanto tiempo después, en el disco duro de un ordenador desordenado. Imprescindibles o cuando menos interesantes y reveladoras piezas sueltas de un puzzle que se armaba en otra parte, bocetos en papel de lo que más tarde sería elevado a las cúpulas de las catedrales, teorías detrás de la práctica, base de datos. Otro Borges. Un Borges más dentro del mismo Borges de siempre. Un Borges jugoso. Lo que no es poco.


En El País, Madrid, sábado 28 de septiembre de 2002
Foto: Borges en 1955, tras asumir como Director de la Biblioteca Nacional
Fotografía postal impresa, colección particular


23/4/18

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Bertrand Russell ("En diálogo", II, 63)






Osvaldo Ferrari: Un pensador contemporáneo, que yo creo lo ha acompañado para mirar a nuestra época, Borges, es Bertrand Russell.
Jorge Luis Borges: Sí, desde luego, yo leí y releí ese libro, esa Introducción a la filosofía de las matemáticas, y se lo presté a Alfonso Reyes. Se trata de un libro sencillo, de muy grata lectura, como todo lo que escribe Russell, y yo recuerdo habérselo prestado a Reyes. Leí ahí por primera vez una exposición, bueno, para mí la mejor, la más accesible, de la teoría de los conjuntos, del matemático alemán Cantor. Reyes leyó el libro y le interesó muchísimo también. Y a veces me han hecho… continuamente me hacen esa pregunta sobre el libro que yo llevaría a la isla desierta; un lugar común del periodismo. Bueno, he empezado contestando que llevaría una enciclopedia; pero no sé si me permiten llevar diez o doce volúmenes, creo que no (ríe). Entonces, he optado por la Historia de la filosofía occidental de Bertrand Russell, que quizá sería el libro que yo llevaría a la isla… pero, claro, para eso me falta la isla, y me falta la vista también, ¿no? (ríen ambos); el libro ya lo tengo, pero no es suficiente.
Salvo que lo acompañe un lector.
—En ese caso sí, en ese caso cambia todo; y además, la memoria de los libros… yo querría interrogar en ese libro, bueno, lo que he leído y lo que he olvidado.
Es decir, recuperar la memoria del libro.
—Sí, la memoria del libro que yo querría tener. Si fuera perfecta, tendría el libro también a mi alcance. Estoy pensando que hubo una época… bueno, entre los musulmanes ahora creo que es muy común el caso de personas que saben de memoria el Corán. Existe la palabra hafiz, que quiere decir eso: memorioso, memorioso del Corán en particular. Actualmente creo que hay sistemas de enseñanza, según los cuales no se exige al estudiante —que puede ser un niño— el conocimiento del libro; tiene que aprenderlo de memoria.
Si yo hubiera podido gozar de ese sistema, hubiera sido una suerte para mí, ya que yo sabría de memoria muchos libros y podría entenderlos y leerlos ahora, que sería lo mejor. Por ejemplo, si yo hubiera podido leer la Historia de la filosofía occidental de Russell, cuando era chico, con ese sistema, habría entendido muy poco, pero podría consultar ese libro ahora…
Su memoria podría leer.
—Claro, mi memoria podría leer. De modo que ese sistema, en el caso de personas que con el tiempo serán ciegas hubiera sido un excelente sistema para mí. Pero desgraciadamente no me tocó en suerte eso; se me exigió leer y entender. En cambio, si me hubieran exigido un mero ejercicio de memoria, bueno, podría estar leyendo tantos libros que me quedan lejísimos ahora. Por eso me refería al caso de muchos libros de Bertrand Russell. Y luego he leído otros libros de él, en los cuales desarrolla su sistema personal de filosofía, pero yo siempre me he sentido excluido de ese sistema; es decir, he entendido cada página a medida que la leía, pero luego, cuando he tratado de organizar todo eso en mi conciencia, he fallado, y he fallado singularmente.
Pero ¿qué idea se ha formado del sistema de Russell?
—Y, que es un sistema muy riguroso, que es un sistema lógico; pero, de algún modo, si yo trato de imaginarlo ahora, fracaso.
Yo creo que a usted le ha interesado sobre todo la originalidad de Russell para mirar los hechos de la sociedad y de la política contemporánea…
—Ah, sí, y además, creo que es una persona singularmente libre; libre de las supersticiones corrientes de nuestro tiempo, como por ejemplo, la superstición de las nacionalidades. Creo que él está libre de eso. Luego tiene otro libro, Por qué no soy cristiano; pero, como yo no soy cristiano, la lectura de ese libro la he iniciado y la he dejado, porque he sentido que era superfluo: yo no necesitaba esos argumentos para no ser cristiano.
Usted también coincide con él en la visión del Estado.
—También en la visión del Estado, sí, pero yo creo que eso corresponde al individualismo inglés sobre todo; ya que tenemos… uno de los padres del anarquismo sería Spencer, sí, desde luego.
Bueno, usted ha comentado aquel libro de Russell, que es una colección de ensayos: Let the People Think (Dejemos pensar a la gente), no sé si recuerda…
—Ah, sí, lo he comentado… y hace algún tiempo, ¿eh?
Sí, uno de esos ensayos se llama «Pensamiento libre y propaganda oficial»; otro es «Genealogía del fascismo». [Véase texto relacionado]
—Y bueno, estoy plenamente de acuerdo con Russell. Supongo que en esa genealogía figurarán Fichte y Carlyle, ¿no?
Justamente.
—Sí, porque yo recuerdo un artículo de Chesterton en que él hablaba de lo anticuada que era la doctrina de Hitler, que correspondía más o menos, o que era, de hecho, victoriana.
Ahí tenemos la idea de que los hechos actuales provienen de teorías anteriores.
—Sí, yo diría que los políticos vendrían a ser los últimos plagiarios, los últimos discípulos de los escritores. Pero, generalmente con un siglo de atraso, o un poco más también, sí. Porque todo lo que se llama actualidad es realmente… y, es un museo, usualmente arcaico. Ahora, por ejemplo, estamos todos embelesados con la democracia; bueno, todo eso nos lleva a Paine, a Jefferson (ríe), a aquello que pudo ser una pasión cuando Walt Whitman escribió sus Hojas de hierba. Año de 1855. Todo eso es la actualidad; de modo que los políticos serían lectores atrasados, ¿no?, lectores anticuados, lectores de viejas bibliotecas; bueno, como yo lo soy también de hecho, ahora.
Quizá hayan sido ellos, Borges, quienes lo llevaron a la concepción de esa frase: «La realidad es siempre anacrónica».
—¿De quién es esa frase?
Suya… (ríe).
—Yo creo que usted acaba de regalármela.
No, no.
—Estoy de acuerdo con ella, pero estoy tan de acuerdo, que me parece ajena, ¿no? Yo generalmente estoy de acuerdo con lo que leo, y no con lo que se me ocurre a mí. ¿Cómo es la frase?
—«La realidad es siempre anacrónica».
—Y yo se la habré dicho a usted, ¿no?
Consta en la lectura que usted hace de ese artículo del libro de Russell: «Genealogía del fascismo», que figura en su libro Otras inquisiciones. [*]
—Ah bueno, ahí sí, la verdad es que ese libro está lleno de sorpresas para mí (ríe); hace tanto tiempo que lo escribí, que me resulta nuevo ahora.
Usted comenta allí un libro de Wells, y comenta el libro de Russell. [Borges: Dos libros]
—Pero desde luego, y eso se publicó en La Nación, claro, y ahí Russell decía que hay que enseñar a la gente el arte de leer los periódicos.
Precisamente.
—Bueno, y eso fue modificado, porque podía afectar a la misma Nación, y pusieron «El arte de leer ciertos periódicos», con lo cual se excluían ellos (ríe). Sí, yo recuerdo, durante la primera guerra mundial —que esperábamos que fuera la última— por ejemplo: los alemanes iniciaban una ofensiva y tomaban el pueblo de equis. Entonces, anunciaban la conquista de ese pueblo o de esa ciudad. Y los aliados, dos o tres días después, decían que había fracasado la ofensiva alemana, que no había pasado de esa ciudad que habían conquistado. Pero, eran dos modos de decir lo mismo.
Claro.
—Y Russell, precisamente, quería prevenir al lector contra ese tipo de errores.
Por eso él decía: «El pensamiento libre y la propaganda oficial», claro. Ahora, él…
—Bueno, creo que algo hemos sabido de eso en este país, ¿no?; ¡quizá demasiado, quizá todo! Y sin duda seguimos a merced de esa propaganda.
Russell tiene una curiosa conclusión, dice que el siglo XVIII era racional, y el nuestro antirracional. Claro que lo dijo frente al fascismo y al nazismo; en aquel momento, ¿no es cierto?
—Pero frente a tantas cosas; frente al superrealismo, frente al culto del desorden, frente a la desaparición, bueno, de ciertas formas del verso, o aun de la prosa; frente a la desaparición de los signos de puntuación, que fue una innovación interesantísima, ¿no? (ríen ambos).
Además agregó que la amenaza para la libertad individual es mayor en nuestros días que en cualquier momento desde el mil seiscientos. Pero, otra vez tenemos que acordamos que lo dijo en pleno auge del nazismo y del fascismo, ¿no?
—Sí, pero ese auge no ha cesado.
¿Usted lo ve así?
—Y, yo diría que una de sus formas más exacerbadas es lo que se llama el comunismo en la Unión Soviética, ¿no?; es la forma más exacerbada del fascismo, de la intervención del Estado. Digo, en ese duelo planteado por Spencer en «El individuo contra el Estado»; bueno, es evidente que donde el Estado es ubicuo ahora, es en la Unión Soviética.
Aunque también en los países occidentales el Estado nos amenaza, como usted recuerda permanentemente.
—Y, quizá en este momento está amenazándonos (ríe), mientras hablamos, posiblemente mientras conversamos los dos aquí.
Otro aspecto muy particular de Russell es su posición frente a las religiones; no sólo frente al cristianismo sino frente al fenómeno de la religión. Usted recordará aquel libro de él, La religión y la ciencia.
—Sí, yo lo he leído hace tiempo, pero lo recuerdo; y la oposición me parece evidente, claro que a la larga la que cede es la religión. Por ejemplo, cuando Hilaire Belloc le contesta a Wells, no pone en duda la evolución, etcétera; salvo que dice que todo eso ya está en santo Tomás de Aquino, en la Suma teológica. Pero no estaba ciertamente en el Pentateuco. Sí, la religión, claro, se hace cada vez más sutil; va interpretando la ciencia, trata de armonizar la ciencia no sé si con la Sagrada Escritura, pero sí con la teología, con las diversas teologías. Pero finalmente es la ciencia la que triunfa, y no la religión.
Se dice que vivimos en una época desacralizada, y en todo caso eso corresponde a la época de la ciencia.
—En todo caso, en el Irán, se hace la apología del Islam, pero realmente uno siente que tienen más fe en la ametralladora que en el milagro; es decir, que creen en una guerra científica, no en la de cimitarras y camellos. Y aquí, hemos adolecido de una guerra, o de una guerrita; que fue terrible, como todas las guerras lo son —aunque sean de minutos—; yo querría recordar que, que yo sepa, hubo dos personas que en letras de molde hablaron en contra de esa guerra —que espero sea del todo olvidada muy pronto—: Silvina Bullrich y yo. No recuerdo otros; todos los demás, o callaron, o aplaudieron también. Ahora, claro que mucha gente habrá pensado como nosotros, pero se abstuvieron de publicarlo.
En cualquier caso, otra de sus coincidencias con Bertrand Russell es la posición frente a la guerra.
—Sí, desde luego.


[*] No encuentro "Genealogía del fascismo" en ninguna de las ediciones de Otras inquisiciones, papel o digital.
Agradeceremos cualquier data sobre este ¿error?



Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)


Foto: Bertrand Russell por Marc Riboud
En EGyB


21/4/18

Jorge Luis Borges. H. G. Wells y las parábolas: «The Croquet Player. Star Begotten»








Este año, Wells ha publicado dos libros. El primero —The Croquet Player— describe una región pestilencial de confusos pantanos en la que empiezan a ocurrir cosas abominables; al cabo comprendemos que esa región es todo el planeta. El otro —Star Begotten— presenta una amistosa conspiración de los habitantes de Marte para regenerar la humanidad por medio de emisiones de rayos cósmicos. Nuestra cultura está amenazada por un renacimiento monstruoso de la estupidez y de la crueldad, quiere significar el primero; nuestra cultura puede ser renovada por una generación un poco distinta, murmura el otro. Los dos libros son dos parábolas, los dos libros plantean el viejo pleito de las alegorías y de los símbolos.
Todos propendemos a creer que la interpretación agota los símbolos. Nada más falso. Busco un ejemplo elemental: el de una adivinanza. Nadie ignora que a Edipo le interrogó la Esfinge tebana: “¿Cuál es el animal que tiene cuatro pies en el alba, dos al mediodía y tres en la tarde?” Nadie tampoco ignora que Edipo respondió que era el hombre. ¿Quién de nosotros no percibe inmediatamente que el desnudo concepto de hombre es inferior al mágico animal que deja entrever la pregunta y a la asimilación del hombre común a ese monstruo variable y de setenta años a un día y del bastón de los ancianos a un tercer pie? Esa naturaleza plural es propia de todos los símbolos. Las alegorías, por ejemplo, proponen, al lector una doble o triple intuición, no unas figuras que se pueden canjear por sustantivos abstractos. “Los caracteres alegóricos”, advierte acertadamente De Quincey (Writings, onceno tomo, página 199), “ocupan un lugar intermedio entre las realidades absolutas de la vida humana y las puras abstracciones del entendimiento lógico”. La hambrienta y flaca loba del primer canto de la Divina Comedia no es un emblema o letra de la avaricia: es una loba y es también la avaricia, como en los sueños. No desconfiemos demasiado de esa duplicidad; para los místicos el mundo concreto no es más que un sistema de símbolos...
De lo anterior me atrevo a inferir que es absurdo reducir una historia a su moraleja, una parábola a su mera intención, una “forma” a su “fondo”. (Ya Schopenhauer ha observado que el público se fija raras veces en la forma, y siempre en el fondo.) En The Croquet Player hay una forma que podemos condenar o aprobar, pero no negar; el cuento Star Begotten, en cambio, es del todo amorfo. Una serie de vanas discusiones agotan el volumen. El argumento —la inexorable variación del género humano por obra de los rayos cósmicos— no ha sido realizado; apenas si los protagonistas discuten su posibilidad. El efecto es muy poco estimulante. ¡Qué lástima que a Wells no se le haya ocurrido este libro!, piensa, con nostalgia el lector. Su anhelo es razonable: el Wells que el argumento exigía no era el conversador, enérgico y vago del World of William Clissold y de las imprudentes enciclopedias. Era el otro, el antiguo narrador de milagros atroces: el de la historia del viajero que trae del porvenir una flor marchita, el de la historia de los hombres bestiales que gangosean en la noche un credo servil, el de la historia del traidor que huyó de la luna.




Texto incluido en las notas finales de Discusión (1932)
conforme la redacción de esta obra en las Obras completas de Borges
publicado por Ultramar S.A. en 1974, con ISBN 84-7386-100-0

Y últimamente en el tomo I de las Obras completas
Buenos Aires, Sudamericana, 2ª edición, 2016


Imagen: Otro Borges de Miguel Ruibal [FB] [TW] Blog
15 x 21 cms. pasteles grasos y tinta - Abril 2018 para Borges todo el año



19/4/18

Fernando Quiñones: Bandeja anecdotaria







Bien poco ingrato va a serle a uno actuar, de algún modo, como lenitivo o emoliente de las severas densidades y especulaciones alineadas, a buen seguro, en este número extra de Cuadernos. Ante él, y junto a las fórmulas de aquella urbanidad y gratitud que nunca vi le abandonasen, su extinto destinatario pudo haber también dejado ir ironías, jácaras, autodardos, no menos propios de su idiosincrasia y tan dirigidos a sus sátiras contra lo que probablemente más amó en el mundo, la literatura, como a quitarse importancia ante un agasajo de este porte; tal ocurrió, por lo menos, con el voluminoso monográfico que hace una treintena de años dedicara a nuestro hombre la revista parisina L'Herne y que, si Doña Memoria no me vende, hojeó Borges por primera vez sobre la mesa donde barajo estos apuntes.

Como en tanto otro ingenio de renombre, desde el doliente dandy Wilde hasta el menesteroso gaditano «Cojo Peroche» —cantaor medidísimo, aunque sin voz casi ni para hablar— el anecdotario verbal de Borges, el disperso mito de sus ocurrencias y salidas, incluye una incesante e imponente porción apócrifa con, esto es lo peor, impasables y desventuradas versiones del todo inasimilables no ya a su peculiar raza de humor, entre británica, criolla y de esencial filiación literaria, sino a una sobria precisión gestual y verbal, de la que era elemento sustantivo la discreción tonal del enunciado, lacónico por lo general, medio inaudible a veces y envuelto siempre en una suerte de fina distracción o indiferencia por lo dicho.

No corre el riesgo Borges, ni de lejos, que él apostilló y transcribió de Lugones respecto al ignorante tópico popular sobre un viejo amigo de ambos, don Francisco de Quevedo: «El más noble estilista se ha transformado en un prototipo chascarrillero». Sin embargo y para no pocos, la relación de agudezas e ironías de Borges también suele ocupar desdichadamente, al hablar de él, un espacio mayor y más equívoco, aunque sin duda más entretenido, capaz hasta de deformar o suplantar en parte la vasta significación real del escritor. Pero, abrigados como están aquí por tanto y tan grave cónclave, no creo que mis párrafos venideros contribuyan gran cosa a acrecentar esa comodona e incómoda manía. Sobre todo si dejamos asentado, sin circunloquios ni vacilaciones, el dramático sentido del tiempo y de la vida que sus amigos, y muchos que no lo fueron en persona, creemos poseyó de siempre al escritor. Un «pathos» casi con carácter de oculta dolencia, determinado por las básicas fugitividad, inexplicabilidad y fantasmagoría de cuanto en realidad somos, vemos o sabemos, y que, salvo en relativamente pocos pasajes, Borges transpone a su obra con la mesura a que su elegancia y miramiento ético lo obligaban, deslizándolo como detrás de las líneas o bien convirtiéndolo en frecuentes especulaciones, alusiones y aun juegos, desasidos en apariencia de aquel sustancial «dolorido sentir», uno de los secretos motores del interés y la paradójica felicidad de su escritura nos depara. En su vida, como, mucho menos habitual, en sus papeles, el humor de Borges actuó de barrera, de arma decidida o de poder moderador contra un trasfondo genérico acaso no menos pesimista que los de Sartre, Céline o Cioran, aunque no por ello, o quizá contra ello mismo, soliera combatirlo una desolemnizante, confianzuda jovialidad en sordina.

Y cerremos estas líneas de entrada con dos expresiones de disculpa a mi lectora o lector, tanto por lo que se refiere al posible e inevitable nuevo uso de alguna anécdota o comentario borgianos ya referidos por otros o por mí, cuanto por lo que atañe a la presencia o molesto protagonismo parcial, así como a probables imprecisiones menores de quien redacta estos recuerdos desde la memoria, sin notas a la vista; al menos, la chocante frecuencia del yo ofrece, o eso puede esperarse, algunas garantías de veracidad y de ineditez.

Contumaz contendor como fue Borges, lo sé bien, de las acogidas y despedidas muy calurosas —por ejemplo, de cierta manera andaluza que me es connatural—, y de toda gestualidad algo más que discreta, creo que, en veinticinco años de amistad intermitente pero invariable, sólo lo vi una vez reír a carcajadas. Fue en una recepción madrileña allá en los años sesenta, y esa rara efusión figura en la portada de su biografía publicada por Alicia Jurado en Eudeba; nunca hubiera podido pensar le hiciera tanta gracia al hombre la cita que de una ocurrencia de Sherwood Anderson le mencioné en aquel momento y que aparece en el libro Tar. Es cierto que Borges es aquí receptor y no autor de la humorada, pero también lo es que la fuerza de la recepción da reveladora cuenta de un importante flanco de su propio humor: en un hipódromo rural del Medio Oeste estadounidense, un petulante forastero del Este no deja, con razón o sin ella, de hacerse el sabihondo hípico; harto de él, un lugareño le dice por fin, más o menos:
Mire, señor, en este pueblo no entendían de caballos más que tres hombres, y cuatro de ellos ya han muerto.
Las autoadmoniciones y la crítica, directas o indirectas, a su propio trabajo hecho y por venir, eran materia normal de las confidencias borgianas a las amistades. Una vez me renegó por vía fonética (él, tan celoso de la música de las palabras) hasta de su bautismo:

—Un capicúa poco afortunado; «orge» en el nombre y otra vez «orge» en el apellido, José Luis y no Jorge Luis Borges hubiera estado mejor, ¿no cree? Pero quizá sea ya un poco tarde.

Ese uso dubitativo, para los hechos menos dudosos, del quizás, el acaso, el tal vez o el puede ser, era una eficaz preponderante en su humor. Por ejemplo:

—¿Se fijó, Quiñones, en que los grandes libros no suelen disponer de buenos títulos? Hay excepciones: Libro De Las Mil Moches Y Una Noche, qué lindo. Pero El ingenioso Hidalgo, La Divina Comedia, Crimen y Castigo, tantos otros, corresponden en pobre a lo que contienen, ¿no es cierto?

Pensó un momento, para concluir en tono de susurrada y melancólica advertencia profesional:

—Claro que tal vez no baste con hallar un mal título.

La mayor, la más insospechable de las inocencias o de las dubitaciones asaltaba no pocas veces a Borges en cuanto a la valoración de sus textos y pese al férreo acabado de ellos; no se trataba, desde luego, de la asendereada falsa modestia que, se vista de lo que se vista, nos resulta por fin a los del gremio tan reconocible como su hermana la vanidad. Logré, por ejemplo, que acabara contando con su afecto (y que la encartase en alguna de sus recopilaciones) la breve cuanto admirable composición «A un poeta menor de la antología», y una tarde, en Aranjuez, le pregunté por qué la había desestimado durante tantos años.

—Ahora recuerdo —dijo al rato, cuando la conversación discurría ya por otros rumbos—. Recién escrito el poema en casa, corrí a leérselo a una señora de las que iban a tomar el té con mamá, y no le gustó.

Aun siendo tan divertida, noté que cualquier cosa menos gracia pretendía esa respuesta, pero en ese instante apenas reparé en ella, lleno como estaba por el contento de mi reivindicación. Muy otra suerte corrió, en cambio, la que le procuré al relato «El hombre en el umbral», uno de mis favoritos de El Aleph.

—Ah, sí —me dijo Borges enseguida—. ¿Y no le parece un poco maquinita?

Acompañó este desdeñoso término remedando con la mano derecha, no menos despectivamente, el manejo de una rueda de molinillo; era mejor desistir del asunto:

—No —me limité a protestar—. No lo encuentro, ni mucho menos, amanerado o meramente técnico, si es lo que usted ha querido decir.

—Bueno, bueno.

Los juegos de autodesestimación de su obra, y su conocida afirmación de que prefería ser valorado por lo que había leído más que por lo que había escrito, distaban en ocasiones —y entiendo que en forma conmovedora— de cuanto no fuera una sinceridad en estado puro. En su regreso a España, que le improvisé en el 63, no sé si me sorprendió más verlo sentadito en un taburete ante Rafael Cansinos Assens con la veneración y el santo respeto, decididamente, desmedidos, de un sacristán de pueblo ante el Papa de Roma, que oír cómo le murmuraba desconcertado a su madre ante el lleno en el Ateneo madrileño, provocado por el anuncio de una conferencia suya:

—Madre, pues parece que esto va en serio...

Tenía entonces sesenta y cuatro años, le acababa de ser otorgado el Premio Internacional de los Editores, era ya el Borges que es hoy —aunque tal vez todavía sin el mito— y casi parecía no esperar, aquella noche, un cónclave numéricamente muy superior al que, con las exactas palabras que siguen, me contó había acudido a su primera lectura pública:

—Si llega a faltar uno más, ya no cabe.

Su sonriente encomio a Norman Di Giovanni acerca de la traducción al inglés de unos poemas suyos, en la que, dijo, «un poeta perfectamente prescindible ha pasado a ser un poeta aceptable», la recomendación de que desoyera calumnias a quien le refería que alguien lo había calificado de genial, o su aserto de que prefería producir poco para contaminar lo menos posible, ya revisten otro carácter intencional, más elaborado quizás aunque no por ello menos perteneciente a esa verdad central de Borges, la de sentirse hasta última hora un simple sirviente de la literatura, un permanente discípulo de sus incontables primeros maestros y aun de quienes, como el mismo Cansinos o el llamativo Macedonio Fernández, no parecen poseer mayores motivos para haberlo sido que la seducción y el afecto literarios insuflados por ellos en la agradecida avidez y entusiasmo vocacional del Borges juvenil.

No puedo olvidar tampoco, tal cual lo referí en mi relato «Aeropuerto: 16'25» de mi libro Historias de la Argentina (Buenos Aires, 1966), el comentario que me hizo a la puerta de su piso porteño de Maipú, cuando le aludí a la unánime aprobación que, pese a las radicalmente opuestas ideologías políticas imperantes en los jóvenes, suscitaba entre ellos, exenta, su literatura.

—Y... Ya debo ser para ellos algo así como don Juan Nicasio Gallego. O como Zorrilla, ¿no?

Cierto periodista bonaerense, en una entrevista verdaderamente estúpida publicada poco después de salir el libro, se mostró muy importuno con Borges (a quien no nombró directamente en el relato, aunque quedaba clara su identidad), inquiriéndole si en realidad me había declarado eso, esto o aquello, y por qué; dadas las palmarias impertinencia y mala fe del quídam, Borges se mostró justamente evasivo y sólo ratificó, si mal no recuerdo, haberme dicho algo perfectamente espectacular y espontáneo, nada relacionado con lo que en aquel momento hablábamos, que no era ni siquiera de literatura:

—Es curioso advertir que el estilo de Dios es casi idéntico al de Víctor Hugo, ¿no? Cultivaba la generosa costumbre de creer que todos o casi todos sabíamos lo que él, y por tanto, de que se trataba muchas veces, no de informarnos, sino de recordar juntos cualquier verso, cualquier sucedido, cualquier referencia de lo más aquilatada, rara y erudita. En nuestro último encuentro de 1985 en su casa de Buenos Aires, me salió de pronto preguntándome por la opinión definitiva que me merecía Hormiga Hepa, de cuyo abrupto personaje así como de sus reflejos literarios poco sabía uno y jamás habíamos hablado, para, requiriendo también mi flaco concurso, entregarse luego a una prolongada meditación sobre el misterio etimológico y el anómalo empleo español de la palabra «menda».

No caigo en su aproximado tiempo o lugar, pero respondo por entero de las palabras que siguen:

—Estoy contento, maestro, con haberme librado de usted —le dije al hombre—. Lo he tenido un buen tiempo encima de mis trabajos, algo más de la cuenta en alguno, y sí que me ha costado zafarme pero ya está, ya me libré de Borges.

—Qué suerte. Yo aún no lo conseguí —suspiró él.

Con la gentilísima María Kodama, con Antonio Gala y con la pareja a que luego me referiré, Nadia mi mujer preparó en casa el plato que, a nuestro ofrecimiento de elegirse menú, había preferido Borges como muchas otras veces: ravioles con mantequilla y queso, los (¡ojo a la temible errata!) cojincitos, según nos contó los llamaba de niño. Aparte la cena y la compaña, traté aquella noche de ofrecerle algo más. ¿Un poco de música en vivo? No podía olvidarme de la relativa incomodidad que, barajada a un evidente interés, creí observar causaban en el recatado carácter de Borges los desgarros, crepitantes españolías e impudores emocionales del arte flamenco, como en la velada sevillana del 83 donde, dicho sea de paso, mucho le divirtió el apellido resueltamente operístico de un cantaor de Cádiz, Scapaccini; o como en el repleto estudio del escultor Pablo Serrano cierta memorable madrugada invernal del 63 en la que, dada mi ininterrumpida amistad con ambos artistas, pude depararle a Borges un breve pero muy cumplido recital de José Menese con Manolo Brenes a la guitarra, cuyas ejecuciones, visiblemente, lo desazonaban y embargaban a la par (aunque nunca me acordé luego de preguntárselo, algo me hace sospechar que de aquella noche proceden las alusiones guitarrísticas contenidas en posteriores sonetos suyos de tema español y en el prólogo sobre Cocteau de Biblioteca personal). Pero, volviendo ya a la ocasión de los ravioles, baste decir que, pues entendí no ser lo más oportuno otra sesión flamenca y me era impracticable contar con Brahms —el único clásico que me había confesado el maestro le llegaba de veras—, recurrí sin desmedro a una pareja de hermanos también amiga, muchacha y chico, excelentes cantores y tañedores de un largo repertorio rural y tradicional de Extremadura y las Castillas. Durante la cena y después, Borges y Gala parecieron no entenderse demasiado bien, dentro de la mayor cortesía, y una conversación de sobremesa en la sala dio paso luego a las seculares canciones de la España central. Al finalizar la cuarta o la quinta, Borges empuñó su bastón siempre a mano y me murmuró lo acompañase al aseo. Así lo hice. Lo situé en el lugar conveniente y, junto a la puerta entrecerrada, le dije mientras él orinaba con entusiasmo que la amenidad preparada para aquella noche nada tenía que ver, según estaba comprobando, con el flamenco ni con sus lamentosas demasías, y que esperaba le agradase su trasmín a humo panadero de leña, a lentas y antiguas tardes y faenas, a domingo de pueblo.

—De ahí su tedio— fue el comentario de don Jorge Luis, educadamente dicho, perfectamente deletéreo.

Como lo fue su empleo de ese mismo sustantivo, poco después y creo que desde un centro radiofónico (alemán, por si poco fuese) sobre una de las divinidades literarias usualmente más intocables.

—El rigor, la lírica, la ética, nunca le fallaron a Goethe; el tedio tampoco. Y, ya que una emisora de radio se vino a esta bandeja anecdotaria, permítanme sus pacientes usuarios evocar la noche en la que Radio Municipal de Buenos Aires montó —1965— una mesa redonda de una hora para cierto programa de largo alcance en la Argentina y para la que su coordinadora tenía convocados a Borges y al profesor y ensayista Ezequiel de Olaso; un servidor completaba la habitual terna, inesperadamente replegada a dúo pues, hete aquí que Marta de Olaso, la mujer de Ezequiel, se obstina de pronto en ser madre, dejándome a solas durante sesenta preocupantes minutos a micrófono abierto, con el Simurg, ese pájaro del mito oriental que es todos los pájaros. Cabos sueltos de aquel trance dialéctico fueron, si mal no recuerdo, mi defensa del valor de los toreros, ocasional pero directamente tildados de cobardes por Borges; la confesión de su admiración por Juan Ramón Jiménez en el sentido de considerarlo un sacerdote de la poesía viviendo sólo por ella y para ella; mi brevísima imitación, a pedido del imitado, de la manera de hablar y de las inesperadas disgresiones del propio Borges, y algunas disensiones entre ambos acerca de la vigencia final, modas aparte, de la mayoría de los escritores sólidamente acreditados en su tiempo. Le argüí al maestro que acababa de ver en Córdoba, con otros escritores y con motivo del centenario de su muerte, Don Alvaro o la fuerza del sino, del Duque de Rivas, y que nos había parecido irremisiblemente obsoleta. No sé si Borges quiso entonces tenderle una hábil trampa halagüeña a mi condición de «godo», cuando me dijo:

—Caramba, Córdoba... La Córdoba de veras, ¿qué?

—Tan de veras como la Córdoba argentina, la de aquí —sorteé vanidades—. El rigor, la lírica. Lo que pasa es que aquella de España tiene más tiempo encima.

—Es cierto, convino Borges, como poniéndome a gusto un cero en chovinismo.

Fue desde entonces que me llamó más de una vez Cabrera, el apellido del andaluz fundador de la ciudad argentina de Córdoba, e incluso en tres de las cartas suyas que conservo ¡una, la que me anuncia la ultimación de la dadivosa nota con que me prologó un libro de relatos), como en otras que le cedí a amigos coleccionistas, aparece el encabezamiento de «Querido Cabrera», irreductible a las repetidas protestas de mi gaditanismo.

Se ha escrito —por ejemplo, en el diario bonaerense Clarín— que fue aquella noche y en aquella emisora donde, durante un café que nos fue servido después del programa, sucedió algo que debe tenerse por veraz salvo el detalle de que no tuvo lugar en tal ocasión, sino en otra del todo similar, cuando, también en un café radiofónico y ante la mal disimulada consternación del cónclave, impuso su imprevista presencia un poeta o caballero recién viudo y famosamente pesado, que abrumó en el acto la paciencia de Borges, y de todos, con la historia de una aparición de su difunta esposa. El lacrimógeno suceso incluía, envuelto todo en agobiante énfasis, una cabezada de siesta en un sillón, un diario que cae al suelo, una nube portadora de la fallecida y cierta amarga confusión del narrador, que no pudo distinguir con claridad a su esposa hasta que la nube que la cargaba no levó anclas del sillón y ya la vio, indudable, despidiéndolo reiteradamente con la mano. Borges movió la cabeza, como emocionado:

—Qué atenta, ¿no? —dijo.

En Bogotá, a un reportero que había de entrevistar al hombre y que debió encontrar quizá minutos antes, en el apuro de su despiste y en la solapa de uno de sus libros, el título Historia de la eternidad, no se le ocurrió formularle más que esta radiante muestra de inopia en forma de pregunta:

—Y la Eternidad, maestro, ¿qué tal?

Borges balanceó una mano en el aire como quien informa de una amiga enfermucha:

—La Eternidad, regular.

Remito al lector a las primeras ofertas o párrafos de esta bandeja, consciente del albur supuesto por imprimir ocasional sello de bromista a uno de los escritores más hondos y soterradamente patéticos de nuestro tiempo; reiterémonos en lo ya dicho al comienzo, en el singular carácter autodefensivo que, sin merma de evidentes matices lúdicos, cuando no irónicos, le supuso esencialmente a Borges su flanco jovial, compartido en libros con Adolfo Bioy Casares a través, por ejemplo, del personaje, especulaciones y andanzas del redicho caballero Bustos Domecq, cuyo disfraz de exégeta culturalista descubre una crítica ruinosa para los objetos de sus alabanzas, crítica distantemente tocada de Voltaires, Quevedos y Carlyles. Evoquemos, en nombrando a Carlyle, aquello de «La democracia es el caos provisto de urnas», fue una sentencia del escocés directa a Borges, quien también motejó a este sistema de «esa superstición tan difundida». Pero que asimismo no ahorró repetir, sobre todo en su tramo final (ya honrosamente calificado de traidor por el general Videla), ser la democracia, de todos modos, el mejor de los males. «El mejor o el menos peor y, al parecer, el menos torvo», me amplió el estribillo en uno de nuestros últimos paseos madrileños. De todos modos, lo sé, nunca cedió su desconfianza sobre la competencia del juicio popular, falto de los saberes requeridos y especializados, para decidir en la complejidad de los grandes asuntos públicos y políticos, desconfianza no descabellada, por supuesto. Debo rememorar, en estas materias ideológicas, la única ocasión —años 60— en que, sin esperar ni por asomo que ello ocurriera, lo irrité verdaderamente aludiéndole un par de veces, aunque sin un tono ni contexto explícitamente peyorativos, a las oligarquías argentinas.

—No vuelva a emplearme, le ruego, esa expresión; ya no estamos en el peronismo.

—Va a entenderlo, Cabrera —me dijo en otra ocasión—. Es natural que usted, a su edad, sea de izquierdas, y que yo a la mía no lo sea. Tampoco hemos de olvidar (nunca comprendí del todo aquel «hemos» en plural, salvo que nada tenía de proselitista ni de aconsejador, y sí todo de amistoso) que los considerados a veces asuntos de política, no son de política sino de ética. Por lo demás, ¿cómo creer en la política? Bueno, yo pertenezco a un partido que cuenta con nueve afiliados; no parece injusto pensar que ese es un acto de escepticismo bastante más que de fe.

Vaya agotando esta bandeja sus pequeñas presas, primero con una prueba más de las inverosímiles memoria, saber ¿o acaso intuición? literarias de Borges. Salvo el libro que me prologó (y por una maraña de enredadas razones, entre las que figuraba mi afán de no agravar su calvario de recibir textos prescindibles) nunca le envié mis libros; ni aquel, creo, en que figuraban las Siete historias de toros y de hombres que tuvieron la fortuna de ser distinguidas en Buenos Aires, antes de la amistad, por un jurado presidido por él. Me quedé con bastantes ganas, sin embargo, de enviarle algún que otro título, y en el hotel Palace de Madrid me referí falsamente a mi novela La canción del pirata, contándole que en los archivos de Cádiz había aparecido una narración anónima del siglo XVII, con algún párrafo clasicizante y resultón, de su posible gusto. Por ejemplo, en el comienzo de la novela: Mi madre, que vivía de lo que iba saltando, me parió en la playa grande que mira a la mar de Berbería...

—Qué lindo. Ah, pero eso es suyo —me cortó Borges enseguida, intuyendo o sabiendo que lo era,

Quede aquí apuntando ahora aquel desahogo confesional que me permití durante una visita en el 85 a su casa porteña, y en la que comenzó diciéndome aquella voz parda y pastosa, con textura y notas graves como de puré de lentejas, que, después de haber escrito Las crónicas del Al-Andalus y Ben Jagan, yo no tenía derecho a desconocer la lengua árabe, y que él había entendido definitivamente su imposibilidad de no llevar España en los adentros, como toda la vida pretendió. Al cabo de un rato, me salió el desahogo aludido. Le hice constar que en su obra alentase una elegante pero evidente obsesión por la finitud de todo, por el decaimiento y la muerte que nos son consustanciales, y medio le reproché que quien tanto nos había enseñado no hubiese acertado a echarnos una mano para asumir algo más indoloramente el paso del tiempo y su desaseado final, cuando cualquier obrero chino o pescador hindú parece más preparado para aceptarlos sin mayor angustia. Palié la acusación, declarándola común a toda la cultura occidental, pero eso no sirvió de mucho a juzgar por su respuesta, que fue:

—Es cierto. Pégueme.

Y no va a ser posible dejarnos en el tintero —hoy, procesador informático— alguna curiosa muestra de su pasión por el anglosajón, como aquella en que me contó su contrariedad por no haber podido llevar a él «ni siquiera con decoro» unos versos de Góngora tan abundantes, sin embargo, en arduas metáforas similares a las de Las Kenningar, o como cuando, a la hora de hacerle unas fotos en los jardines de Aranjuez, María Esther Vázquez lo movió a recitar ante el objetivo milenarias estrofas anglosajonas para que saliera en las fotos, como en efecto salió, con una cara más iluminada y contenta. Nada, sin embargo, como la andanada de esos versos que, tomándolo por mí, le propinó Borges a un taxista madrileño. De ese honorable cuanto malhumorado cuerpo laboral nos dimos aquella noche con un discretísimo representante, capaz de guardar el más adecuado de los silencios ante las interpelaciones del insólito pasajero cultural que se le echó encima. Precisemos primero que, con Borges en Madrid y dada la frecuente plétora de amigos acompañantes, alguna vez me vi, como solución de emergencia, sentado en el suelo y transportado en el maletero de mi módico Renault 4 L. Pero lo acostumbrado es que yo condujese el coche y que el invidente maestro fuese a mi lado de copiloto, situación, según pude ir observando, muy propicia a espontáneas confidencias u ocurrencias suyas, como cuando me declaró por cosa ya pasada una conferencia sobre literatura fantástica a cuya celebración nos estábamos justamente dirigiendo. Así se lo dije riéndome, y me repuso:

—No es cierto que ya pasó, pero como va a serlo dentro de muy poco y hoy me intimida el tema, es mejor decirme que ya pasó. Cosa que, además, va a ser verdad durante muchísimo más tiempo que estos minutos de ahora esperándola.

Volvamos no obstante, y ya como anécdota de cierre, a aquel episodio del taxista confundido conmigo por Borges dada mi habitual posición en el volante, junto a él, y que una avería de mi coche no hizo posible ese lance. El listón del amor borgiano por la poesía anglosajona andaba aquella noche muy alto y el hombre se lanzó a desgranar, en voz bastante más que baja, las manos sobre el puño de su bastón, un poema de abrupta fonética y términos ininteligibles excepto para su recitador. Se dirigía entusiasmado a todos los ocupantes del taxi, tres más y el conductor, pero sobre todo a éste, hacia cuya atónita sorpresa dirigía con creciente intesidad el recitado, que cerró de pronto acercándole amistosamente la cabeza:

—Caramba, Quiñones, ¿no oye usted un chocar de espadas en los versos?


Homenaje a Jorge Luis Borges
Cuadernos Hispanoamericanos 505/507
Esta publicación dirigida por Pedro Laín Entralgo, Luis Rosales y José Antonio Maravall 
Madrid, Julio-Septiembre 1992


Foto: Fernando Quiñones con Jorge L. Borges y Luis Rosales



17/4/18

Jorge Luis Borges: Menoscabo y grandeza de Quevedo







Hay la aventura personal del hombre Quevedo: el tropel negro y desgarrado que eslabonaron con dureza sus días, el encono que hubo en sus ojos al traspasar con sus miradas el mundo, la numerosa erudición que requirió de tanto libro ya lejano, la salacidad que desbarató su estoicismo como una turbia hoguera, su ahínco en traducir la España apicarada y cucañista de entonces en simulacros de grandeza apolínea, su aversión a lechuzos, alguaciles y leguleyos, sus tardeceres, su prisión, su chacota: todo su sentir de hombre que ya conoció el doble encontronazo de la vida segura y la insegura muerte. Ya se desbarató y hundió la plateresca fábrica de su continuidad vital y sólo debe interesarnos el mito, la significación banderiza que con ella forjemos. Aquí está su labor, con su aparente numerosidad de propósitos, ¿cómo reducirla a unidad y cuajarla en un símbolo? La artimaña de quien lo despedaza según la varia actividad que ejerció no es apta para concertar la despareja plenitud de su obra. Desbandar a Quevedo en irreconciliables figuraciones de novelista, de poeta, de teólogo, de sufridor estoico y de eventual pasquinador, es empeño baldío si no adunamos luego con firmeza todas esas vislumbres. Quevedo a mi entender, fue innumerable como un árbol, pero no menos homogéneo.
Hay un rasgo en su obra que puede ser de algún provecho para la conceptualización que buscáis. Quiero indicar que casi todos sus libros son cotidianos en el plan, pero sobresalientes en los verbalismos de hechura. El Buscón es todo él un aprovechamiento de la esencia del Guzmán de Alfarache, esto es, de prometer la vida de un gran pícaro para historiar después algunas travesuras de escolar y algunas malandanzas en la cuales, por lo común, sale apaleado el héroe (procedimiento propio de moralistas que no contentos con censurar la picardía, quieren también contradecir su existencia); los Sueños son reflejo de Luciano, en que la inventiva muéstrase inhábil y necesita recurrir a oraciones, a censos de heresiarcas y a incitadas apóstrofes para terminar su dictado: la Hora de todos—¡tan alborotadísima de vida!— no ejecuta el milagro jubiloso que los primeros incidentes amagan; la Política de Dios, pese a su bizarría varonil en desbravecer ambiciones, no es sino un largo y enzarzado sofisma y el Parnaso español recuerda el juego de un admirable y docto ajedrecista que las más veces no se empeña en ganar. En cuanto a su Discurso de la inmortalidad del alma es un resumen y alguna vez un literatizar de añejos argumentos doctrinales, siendo curioso que el mejor alegato de Quevedo en pro de la inmortalidad no se halle en él, sino esquiciado breve y hondamente en una estrofa de grandioso erotismo. Me refiero al soneto XXXI de los enderezados a Lisi en el libro que canta bajo la invocación a Erato. En esa composición el goce genésico es atestiguamiento de la eternidad que vive en nosotros:
Alma, a quien todo un Dios prissión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
médulas que han gloriosamente ardido,
su forma dejarán, no su cuidado;
serán ceniça, mas tendrá sentido
polvo serán, mas polvo enamorado.
Pero el mejor signáculo de la dualidad de Quevedo está en la Espístola censoria que escribió al Conde de Olivares y que después, con justificada largueza, prodigaron tantas imprentas. Jamás versos tan nobles altivecieron tanta cotidianidad espiritual. Iníciase Quevedo encareciendo su sinceridad temeraria y luego se dilata en fácil diatriba contra los mohatreros, contra el abajamiento del ejército, contra las comilonas, contra el lujo, contra las fiestas de toros. Lo señalado está en la forma que asume su polémica. No moteja la lidia de matanza inútil y zafia, pero pondera las leyendas que ennoblecen al toro, la aventura de Zeus, la gran constelación que es simulacro de su hechura. Frente al charco de sangre y a la vergüenza del dolor primordial, Quevedo ensalza la fabulosa proceridad de la bestia
que un tiempo endureció manos Reales
i detrás de él los Cónsules gimieron
i rumia luz en Campos Celestiales;
¿por qual enemistad se persuadieron
a que su apocamiento fuese haçaña
i a las miesses tan grande offensa hicieron?
Versos tan eminentes, como inaptos para alcanzar la compasión que se busca.
Todo lo anterior es señal del intelectualismo ahincado que hubo en la mente de Quevedo. Fue perfecto en las metáforas, en las antítesis, en la adjetivación; es decir, en aquellas disciplinas de la literatura cuya felicidad o malandanza es discernible por la inteligencia. El ejercicio intelectual es hábil para establecer la virtud de esas artimañas retóricas, ya que todas ellas estriban en un nexo o ligamen que aduna dos conceptos y cuya adecuación es fácil examinar. La vialidad de una metáfora es tan averiguable por la lógica como la de cualquier otra idea, cosa que no les acontece a los versos que un anchuroso error llama sencillos y en cuya eficacia hay como un fiel y cristalino misterio. Un preceptista merecedor de su nombre puede dilucidar, sin miedo a hurañas trabazones, toda la obra de Quevedo, de Milton, de Baltasar Gracián, pero no los hexámetros de Goethe o las coplas del Romancero.
Una realzada gustación verbal, sabiamente regida por una austera desconfianza sobre la eficacia del idioma, constituye la esencia de Quevedo. Nadie como él ha recorrido el imperio de la lengua española y con igual decoro ha parado en sus chozas y en sus alcázares. Todas las voces del castellano son suyas y él, en mirándolas, ha sabido sentirlas y recrearlas ya para siempre. Bien le conocen las más opuestas y apartadas provincias de nuestro castellano, siendo igualmente sentencioso su gesto en la latinidad del Marco Bruto como en la jerigonza soez de las jácaras, barro sutil y quebradizo que sólo un alfarero milagroso pudo amasar en vasija de eternidad.
Poco duran los valientes,
mucho el verdugo los gasta
ocurre en una de sus composiciones burlescas, y lo lapidario en ella no es excepción.
Fue don Francisco un gran sensual de la literatura, pero nunca fió* todo su dictado a la inconsecuente virtud de las palabras prestigiosas. Estas palabras, testificando la doctrina de Spengler, son hoy las que señalan disparidades en el tiempo y lejanía en el espacio; en los comienzos del siglo XVII fueron aquellas por las cuales el mundo manifestaba su lucida riqueza en monstruos, en variedad de flores, en estrellas y en ángeles. El poeta no puede ni prescindir enteramente de esas palabras que parecen decir la intimidad más honda, ni reducirse a sólo barajarlas. Quevedo las menudeó en estrofas galantes y el no poder echar mano a ellas en sus composiciones jocosas motivó tal vez el raudal de metáforas y de intuiciones reales que hay en su burlería. Le atareó mucho lo problemático del lenguaje propio del verso y es lícito recordar que fingió en uno de sus libros un altercado entre el poeta de los pícaros y un seguidor de Góngora (esto es, entre un coplero y un rubenista), tras el cual se evidencia que su desemejanza está en emplear el uno voces ilustres y el otro voces ruines y plebeyas, sin existir entre ambos el menor contraste ideológico. El conceptismo —la solución que dio Quevedo al problema— es una serie de latidos cortos e intensos marcando el ritmo del pensar. En vez de la visión abarcadora que difunde Cervantes sobre el ancho decurso de una idea, Quevedo pluraliza las vislumbres en una suerte de fusilería de miradas parciales.
El gongorismo fue una intentona de gramáticos a quienes urgió el plan de trastornar la frase castellana en desorden latino, sin querer comprender que el tal desorden es aparencial en latín y sería efectivo entre nosotros por la carencia de declinaciones. El quevedismo es psicológico: es el empeño en restituir a todas las ideas el arriscado y brusco carácter que las hizo asombrosas al presentarse por vez primera al espíritu.
Quevedo es, ante todo, intensidad. No descubrió una sola forma estrófica (proeza lograda de hombres cuya valía fue incomparablemente menor: verbigracia, Espinel); no agregó a universo una sola alma; no enriqueció de voces duraderas la lengua. Transverberó su obra de tan intensa certitud de vivir que su magnífico ademán se eterniza en una firme encarnación de leyenda. Fue un sentidor del mundo. Fue una realidad más. Yo quiero equipararlo a España, que no ha desparramado por la tierra caminos nuevos, pero cuyo latido de vivir es tan fuerte que sobresale del rumor numeroso de las otras naciones.


* Es fio, sin tilde en este caso (PD)

En Inquisiciones (1925)
Véase también "Quevedo" de Otras inquisiciones

Imagen: Firma de Quevedo en un manuscrito conservado en la casa museo de Torre de Juan Abad



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