19/4/18

Fernando Quiñones: Bandeja anecdotaria







Bien poco ingrato va a serle a uno actuar, de algún modo, como lenitivo o emoliente de las severas densidades y especulaciones alineadas, a buen seguro, en este número extra de Cuadernos. Ante él, y junto a las fórmulas de aquella urbanidad y gratitud que nunca vi le abandonasen, su extinto destinatario pudo haber también dejado ir ironías, jácaras, autodardos, no menos propios de su idiosincrasia y tan dirigidos a sus sátiras contra lo que probablemente más amó en el mundo, la literatura, como a quitarse importancia ante un agasajo de este porte; tal ocurrió, por lo menos, con el voluminoso monográfico que hace una treintena de años dedicara a nuestro hombre la revista parisina L'Herne y que, si Doña Memoria no me vende, hojeó Borges por primera vez sobre la mesa donde barajo estos apuntes.

Como en tanto otro ingenio de renombre, desde el doliente dandy Wilde hasta el menesteroso gaditano «Cojo Peroche» —cantaor medidísimo, aunque sin voz casi ni para hablar— el anecdotario verbal de Borges, el disperso mito de sus ocurrencias y salidas, incluye una incesante e imponente porción apócrifa con, esto es lo peor, impasables y desventuradas versiones del todo inasimilables no ya a su peculiar raza de humor, entre británica, criolla y de esencial filiación literaria, sino a una sobria precisión gestual y verbal, de la que era elemento sustantivo la discreción tonal del enunciado, lacónico por lo general, medio inaudible a veces y envuelto siempre en una suerte de fina distracción o indiferencia por lo dicho.

No corre el riesgo Borges, ni de lejos, que él apostilló y transcribió de Lugones respecto al ignorante tópico popular sobre un viejo amigo de ambos, don Francisco de Quevedo: «El más noble estilista se ha transformado en un prototipo chascarrillero». Sin embargo y para no pocos, la relación de agudezas e ironías de Borges también suele ocupar desdichadamente, al hablar de él, un espacio mayor y más equívoco, aunque sin duda más entretenido, capaz hasta de deformar o suplantar en parte la vasta significación real del escritor. Pero, abrigados como están aquí por tanto y tan grave cónclave, no creo que mis párrafos venideros contribuyan gran cosa a acrecentar esa comodona e incómoda manía. Sobre todo si dejamos asentado, sin circunloquios ni vacilaciones, el dramático sentido del tiempo y de la vida que sus amigos, y muchos que no lo fueron en persona, creemos poseyó de siempre al escritor. Un «pathos» casi con carácter de oculta dolencia, determinado por las básicas fugitividad, inexplicabilidad y fantasmagoría de cuanto en realidad somos, vemos o sabemos, y que, salvo en relativamente pocos pasajes, Borges transpone a su obra con la mesura a que su elegancia y miramiento ético lo obligaban, deslizándolo como detrás de las líneas o bien convirtiéndolo en frecuentes especulaciones, alusiones y aun juegos, desasidos en apariencia de aquel sustancial «dolorido sentir», uno de los secretos motores del interés y la paradójica felicidad de su escritura nos depara. En su vida, como, mucho menos habitual, en sus papeles, el humor de Borges actuó de barrera, de arma decidida o de poder moderador contra un trasfondo genérico acaso no menos pesimista que los de Sartre, Céline o Cioran, aunque no por ello, o quizá contra ello mismo, soliera combatirlo una desolemnizante, confianzuda jovialidad en sordina.

Y cerremos estas líneas de entrada con dos expresiones de disculpa a mi lectora o lector, tanto por lo que se refiere al posible e inevitable nuevo uso de alguna anécdota o comentario borgianos ya referidos por otros o por mí, cuanto por lo que atañe a la presencia o molesto protagonismo parcial, así como a probables imprecisiones menores de quien redacta estos recuerdos desde la memoria, sin notas a la vista; al menos, la chocante frecuencia del yo ofrece, o eso puede esperarse, algunas garantías de veracidad y de ineditez.

Contumaz contendor como fue Borges, lo sé bien, de las acogidas y despedidas muy calurosas —por ejemplo, de cierta manera andaluza que me es connatural—, y de toda gestualidad algo más que discreta, creo que, en veinticinco años de amistad intermitente pero invariable, sólo lo vi una vez reír a carcajadas. Fue en una recepción madrileña allá en los años sesenta, y esa rara efusión figura en la portada de su biografía publicada por Alicia Jurado en Eudeba; nunca hubiera podido pensar le hiciera tanta gracia al hombre la cita que de una ocurrencia de Sherwood Anderson le mencioné en aquel momento y que aparece en el libro Tar. Es cierto que Borges es aquí receptor y no autor de la humorada, pero también lo es que la fuerza de la recepción da reveladora cuenta de un importante flanco de su propio humor: en un hipódromo rural del Medio Oeste estadounidense, un petulante forastero del Este no deja, con razón o sin ella, de hacerse el sabihondo hípico; harto de él, un lugareño le dice por fin, más o menos:
Mire, señor, en este pueblo no entendían de caballos más que tres hombres, y cuatro de ellos ya han muerto.
Las autoadmoniciones y la crítica, directas o indirectas, a su propio trabajo hecho y por venir, eran materia normal de las confidencias borgianas a las amistades. Una vez me renegó por vía fonética (él, tan celoso de la música de las palabras) hasta de su bautismo:

—Un capicúa poco afortunado; «orge» en el nombre y otra vez «orge» en el apellido, José Luis y no Jorge Luis Borges hubiera estado mejor, ¿no cree? Pero quizá sea ya un poco tarde.

Ese uso dubitativo, para los hechos menos dudosos, del quizás, el acaso, el tal vez o el puede ser, era una eficaz preponderante en su humor. Por ejemplo:

—¿Se fijó, Quiñones, en que los grandes libros no suelen disponer de buenos títulos? Hay excepciones: Libro De Las Mil Moches Y Una Noche, qué lindo. Pero El ingenioso Hidalgo, La Divina Comedia, Crimen y Castigo, tantos otros, corresponden en pobre a lo que contienen, ¿no es cierto?

Pensó un momento, para concluir en tono de susurrada y melancólica advertencia profesional:

—Claro que tal vez no baste con hallar un mal título.

La mayor, la más insospechable de las inocencias o de las dubitaciones asaltaba no pocas veces a Borges en cuanto a la valoración de sus textos y pese al férreo acabado de ellos; no se trataba, desde luego, de la asendereada falsa modestia que, se vista de lo que se vista, nos resulta por fin a los del gremio tan reconocible como su hermana la vanidad. Logré, por ejemplo, que acabara contando con su afecto (y que la encartase en alguna de sus recopilaciones) la breve cuanto admirable composición «A un poeta menor de la antología», y una tarde, en Aranjuez, le pregunté por qué la había desestimado durante tantos años.

—Ahora recuerdo —dijo al rato, cuando la conversación discurría ya por otros rumbos—. Recién escrito el poema en casa, corrí a leérselo a una señora de las que iban a tomar el té con mamá, y no le gustó.

Aun siendo tan divertida, noté que cualquier cosa menos gracia pretendía esa respuesta, pero en ese instante apenas reparé en ella, lleno como estaba por el contento de mi reivindicación. Muy otra suerte corrió, en cambio, la que le procuré al relato «El hombre en el umbral», uno de mis favoritos de El Aleph.

—Ah, sí —me dijo Borges enseguida—. ¿Y no le parece un poco maquinita?

Acompañó este desdeñoso término remedando con la mano derecha, no menos despectivamente, el manejo de una rueda de molinillo; era mejor desistir del asunto:

—No —me limité a protestar—. No lo encuentro, ni mucho menos, amanerado o meramente técnico, si es lo que usted ha querido decir.

—Bueno, bueno.

Los juegos de autodesestimación de su obra, y su conocida afirmación de que prefería ser valorado por lo que había leído más que por lo que había escrito, distaban en ocasiones —y entiendo que en forma conmovedora— de cuanto no fuera una sinceridad en estado puro. En su regreso a España, que le improvisé en el 63, no sé si me sorprendió más verlo sentadito en un taburete ante Rafael Cansinos Assens con la veneración y el santo respeto, decididamente, desmedidos, de un sacristán de pueblo ante el Papa de Roma, que oír cómo le murmuraba desconcertado a su madre ante el lleno en el Ateneo madrileño, provocado por el anuncio de una conferencia suya:

—Madre, pues parece que esto va en serio...

Tenía entonces sesenta y cuatro años, le acababa de ser otorgado el Premio Internacional de los Editores, era ya el Borges que es hoy —aunque tal vez todavía sin el mito— y casi parecía no esperar, aquella noche, un cónclave numéricamente muy superior al que, con las exactas palabras que siguen, me contó había acudido a su primera lectura pública:

—Si llega a faltar uno más, ya no cabe.

Su sonriente encomio a Norman Di Giovanni acerca de la traducción al inglés de unos poemas suyos, en la que, dijo, «un poeta perfectamente prescindible ha pasado a ser un poeta aceptable», la recomendación de que desoyera calumnias a quien le refería que alguien lo había calificado de genial, o su aserto de que prefería producir poco para contaminar lo menos posible, ya revisten otro carácter intencional, más elaborado quizás aunque no por ello menos perteneciente a esa verdad central de Borges, la de sentirse hasta última hora un simple sirviente de la literatura, un permanente discípulo de sus incontables primeros maestros y aun de quienes, como el mismo Cansinos o el llamativo Macedonio Fernández, no parecen poseer mayores motivos para haberlo sido que la seducción y el afecto literarios insuflados por ellos en la agradecida avidez y entusiasmo vocacional del Borges juvenil.

No puedo olvidar tampoco, tal cual lo referí en mi relato «Aeropuerto: 16'25» de mi libro Historias de la Argentina (Buenos Aires, 1966), el comentario que me hizo a la puerta de su piso porteño de Maipú, cuando le aludí a la unánime aprobación que, pese a las radicalmente opuestas ideologías políticas imperantes en los jóvenes, suscitaba entre ellos, exenta, su literatura.

—Y... Ya debo ser para ellos algo así como don Juan Nicasio Gallego. O como Zorrilla, ¿no?

Cierto periodista bonaerense, en una entrevista verdaderamente estúpida publicada poco después de salir el libro, se mostró muy importuno con Borges (a quien no nombró directamente en el relato, aunque quedaba clara su identidad), inquiriéndole si en realidad me había declarado eso, esto o aquello, y por qué; dadas las palmarias impertinencia y mala fe del quídam, Borges se mostró justamente evasivo y sólo ratificó, si mal no recuerdo, haberme dicho algo perfectamente espectacular y espontáneo, nada relacionado con lo que en aquel momento hablábamos, que no era ni siquiera de literatura:

—Es curioso advertir que el estilo de Dios es casi idéntico al de Víctor Hugo, ¿no? Cultivaba la generosa costumbre de creer que todos o casi todos sabíamos lo que él, y por tanto, de que se trataba muchas veces, no de informarnos, sino de recordar juntos cualquier verso, cualquier sucedido, cualquier referencia de lo más aquilatada, rara y erudita. En nuestro último encuentro de 1985 en su casa de Buenos Aires, me salió de pronto preguntándome por la opinión definitiva que me merecía Hormiga Hepa, de cuyo abrupto personaje así como de sus reflejos literarios poco sabía uno y jamás habíamos hablado, para, requiriendo también mi flaco concurso, entregarse luego a una prolongada meditación sobre el misterio etimológico y el anómalo empleo español de la palabra «menda».

No caigo en su aproximado tiempo o lugar, pero respondo por entero de las palabras que siguen:

—Estoy contento, maestro, con haberme librado de usted —le dije al hombre—. Lo he tenido un buen tiempo encima de mis trabajos, algo más de la cuenta en alguno, y sí que me ha costado zafarme pero ya está, ya me libré de Borges.

—Qué suerte. Yo aún no lo conseguí —suspiró él.

Con la gentilísima María Kodama, con Antonio Gala y con la pareja a que luego me referiré, Nadia mi mujer preparó en casa el plato que, a nuestro ofrecimiento de elegirse menú, había preferido Borges como muchas otras veces: ravioles con mantequilla y queso, los (¡ojo a la temible errata!) cojincitos, según nos contó los llamaba de niño. Aparte la cena y la compaña, traté aquella noche de ofrecerle algo más. ¿Un poco de música en vivo? No podía olvidarme de la relativa incomodidad que, barajada a un evidente interés, creí observar causaban en el recatado carácter de Borges los desgarros, crepitantes españolías e impudores emocionales del arte flamenco, como en la velada sevillana del 83 donde, dicho sea de paso, mucho le divirtió el apellido resueltamente operístico de un cantaor de Cádiz, Scapaccini; o como en el repleto estudio del escultor Pablo Serrano cierta memorable madrugada invernal del 63 en la que, dada mi ininterrumpida amistad con ambos artistas, pude depararle a Borges un breve pero muy cumplido recital de José Menese con Manolo Brenes a la guitarra, cuyas ejecuciones, visiblemente, lo desazonaban y embargaban a la par (aunque nunca me acordé luego de preguntárselo, algo me hace sospechar que de aquella noche proceden las alusiones guitarrísticas contenidas en posteriores sonetos suyos de tema español y en el prólogo sobre Cocteau de Biblioteca personal). Pero, volviendo ya a la ocasión de los ravioles, baste decir que, pues entendí no ser lo más oportuno otra sesión flamenca y me era impracticable contar con Brahms —el único clásico que me había confesado el maestro le llegaba de veras—, recurrí sin desmedro a una pareja de hermanos también amiga, muchacha y chico, excelentes cantores y tañedores de un largo repertorio rural y tradicional de Extremadura y las Castillas. Durante la cena y después, Borges y Gala parecieron no entenderse demasiado bien, dentro de la mayor cortesía, y una conversación de sobremesa en la sala dio paso luego a las seculares canciones de la España central. Al finalizar la cuarta o la quinta, Borges empuñó su bastón siempre a mano y me murmuró lo acompañase al aseo. Así lo hice. Lo situé en el lugar conveniente y, junto a la puerta entrecerrada, le dije mientras él orinaba con entusiasmo que la amenidad preparada para aquella noche nada tenía que ver, según estaba comprobando, con el flamenco ni con sus lamentosas demasías, y que esperaba le agradase su trasmín a humo panadero de leña, a lentas y antiguas tardes y faenas, a domingo de pueblo.

—De ahí su tedio— fue el comentario de don Jorge Luis, educadamente dicho, perfectamente deletéreo.

Como lo fue su empleo de ese mismo sustantivo, poco después y creo que desde un centro radiofónico (alemán, por si poco fuese) sobre una de las divinidades literarias usualmente más intocables.

—El rigor, la lírica, la ética, nunca le fallaron a Goethe; el tedio tampoco. Y, ya que una emisora de radio se vino a esta bandeja anecdotaria, permítanme sus pacientes usuarios evocar la noche en la que Radio Municipal de Buenos Aires montó —1965— una mesa redonda de una hora para cierto programa de largo alcance en la Argentina y para la que su coordinadora tenía convocados a Borges y al profesor y ensayista Ezequiel de Olaso; un servidor completaba la habitual terna, inesperadamente replegada a dúo pues, hete aquí que Marta de Olaso, la mujer de Ezequiel, se obstina de pronto en ser madre, dejándome a solas durante sesenta preocupantes minutos a micrófono abierto, con el Simurg, ese pájaro del mito oriental que es todos los pájaros. Cabos sueltos de aquel trance dialéctico fueron, si mal no recuerdo, mi defensa del valor de los toreros, ocasional pero directamente tildados de cobardes por Borges; la confesión de su admiración por Juan Ramón Jiménez en el sentido de considerarlo un sacerdote de la poesía viviendo sólo por ella y para ella; mi brevísima imitación, a pedido del imitado, de la manera de hablar y de las inesperadas disgresiones del propio Borges, y algunas disensiones entre ambos acerca de la vigencia final, modas aparte, de la mayoría de los escritores sólidamente acreditados en su tiempo. Le argüí al maestro que acababa de ver en Córdoba, con otros escritores y con motivo del centenario de su muerte, Don Alvaro o la fuerza del sino, del Duque de Rivas, y que nos había parecido irremisiblemente obsoleta. No sé si Borges quiso entonces tenderle una hábil trampa halagüeña a mi condición de «godo», cuando me dijo:

—Caramba, Córdoba... La Córdoba de veras, ¿qué?

—Tan de veras como la Córdoba argentina, la de aquí —sorteé vanidades—. El rigor, la lírica. Lo que pasa es que aquella de España tiene más tiempo encima.

—Es cierto, convino Borges, como poniéndome a gusto un cero en chovinismo.

Fue desde entonces que me llamó más de una vez Cabrera, el apellido del andaluz fundador de la ciudad argentina de Córdoba, e incluso en tres de las cartas suyas que conservo ¡una, la que me anuncia la ultimación de la dadivosa nota con que me prologó un libro de relatos), como en otras que le cedí a amigos coleccionistas, aparece el encabezamiento de «Querido Cabrera», irreductible a las repetidas protestas de mi gaditanismo.

Se ha escrito —por ejemplo, en el diario bonaerense Clarín— que fue aquella noche y en aquella emisora donde, durante un café que nos fue servido después del programa, sucedió algo que debe tenerse por veraz salvo el detalle de que no tuvo lugar en tal ocasión, sino en otra del todo similar, cuando, también en un café radiofónico y ante la mal disimulada consternación del cónclave, impuso su imprevista presencia un poeta o caballero recién viudo y famosamente pesado, que abrumó en el acto la paciencia de Borges, y de todos, con la historia de una aparición de su difunta esposa. El lacrimógeno suceso incluía, envuelto todo en agobiante énfasis, una cabezada de siesta en un sillón, un diario que cae al suelo, una nube portadora de la fallecida y cierta amarga confusión del narrador, que no pudo distinguir con claridad a su esposa hasta que la nube que la cargaba no levó anclas del sillón y ya la vio, indudable, despidiéndolo reiteradamente con la mano. Borges movió la cabeza, como emocionado:

—Qué atenta, ¿no? —dijo.

En Bogotá, a un reportero que había de entrevistar al hombre y que debió encontrar quizá minutos antes, en el apuro de su despiste y en la solapa de uno de sus libros, el título Historia de la eternidad, no se le ocurrió formularle más que esta radiante muestra de inopia en forma de pregunta:

—Y la Eternidad, maestro, ¿qué tal?

Borges balanceó una mano en el aire como quien informa de una amiga enfermucha:

—La Eternidad, regular.

Remito al lector a las primeras ofertas o párrafos de esta bandeja, consciente del albur supuesto por imprimir ocasional sello de bromista a uno de los escritores más hondos y soterradamente patéticos de nuestro tiempo; reiterémonos en lo ya dicho al comienzo, en el singular carácter autodefensivo que, sin merma de evidentes matices lúdicos, cuando no irónicos, le supuso esencialmente a Borges su flanco jovial, compartido en libros con Adolfo Bioy Casares a través, por ejemplo, del personaje, especulaciones y andanzas del redicho caballero Bustos Domecq, cuyo disfraz de exégeta culturalista descubre una crítica ruinosa para los objetos de sus alabanzas, crítica distantemente tocada de Voltaires, Quevedos y Carlyles. Evoquemos, en nombrando a Carlyle, aquello de «La democracia es el caos provisto de urnas», fue una sentencia del escocés directa a Borges, quien también motejó a este sistema de «esa superstición tan difundida». Pero que asimismo no ahorró repetir, sobre todo en su tramo final (ya honrosamente calificado de traidor por el general Videla), ser la democracia, de todos modos, el mejor de los males. «El mejor o el menos peor y, al parecer, el menos torvo», me amplió el estribillo en uno de nuestros últimos paseos madrileños. De todos modos, lo sé, nunca cedió su desconfianza sobre la competencia del juicio popular, falto de los saberes requeridos y especializados, para decidir en la complejidad de los grandes asuntos públicos y políticos, desconfianza no descabellada, por supuesto. Debo rememorar, en estas materias ideológicas, la única ocasión —años 60— en que, sin esperar ni por asomo que ello ocurriera, lo irrité verdaderamente aludiéndole un par de veces, aunque sin un tono ni contexto explícitamente peyorativos, a las oligarquías argentinas.

—No vuelva a emplearme, le ruego, esa expresión; ya no estamos en el peronismo.

—Va a entenderlo, Cabrera —me dijo en otra ocasión—. Es natural que usted, a su edad, sea de izquierdas, y que yo a la mía no lo sea. Tampoco hemos de olvidar (nunca comprendí del todo aquel «hemos» en plural, salvo que nada tenía de proselitista ni de aconsejador, y sí todo de amistoso) que los considerados a veces asuntos de política, no son de política sino de ética. Por lo demás, ¿cómo creer en la política? Bueno, yo pertenezco a un partido que cuenta con nueve afiliados; no parece injusto pensar que ese es un acto de escepticismo bastante más que de fe.

Vaya agotando esta bandeja sus pequeñas presas, primero con una prueba más de las inverosímiles memoria, saber ¿o acaso intuición? literarias de Borges. Salvo el libro que me prologó (y por una maraña de enredadas razones, entre las que figuraba mi afán de no agravar su calvario de recibir textos prescindibles) nunca le envié mis libros; ni aquel, creo, en que figuraban las Siete historias de toros y de hombres que tuvieron la fortuna de ser distinguidas en Buenos Aires, antes de la amistad, por un jurado presidido por él. Me quedé con bastantes ganas, sin embargo, de enviarle algún que otro título, y en el hotel Palace de Madrid me referí falsamente a mi novela La canción del pirata, contándole que en los archivos de Cádiz había aparecido una narración anónima del siglo XVII, con algún párrafo clasicizante y resultón, de su posible gusto. Por ejemplo, en el comienzo de la novela: Mi madre, que vivía de lo que iba saltando, me parió en la playa grande que mira a la mar de Berbería...

—Qué lindo. Ah, pero eso es suyo —me cortó Borges enseguida, intuyendo o sabiendo que lo era,

Quede aquí apuntando ahora aquel desahogo confesional que me permití durante una visita en el 85 a su casa porteña, y en la que comenzó diciéndome aquella voz parda y pastosa, con textura y notas graves como de puré de lentejas, que, después de haber escrito Las crónicas del Al-Andalus y Ben Jagan, yo no tenía derecho a desconocer la lengua árabe, y que él había entendido definitivamente su imposibilidad de no llevar España en los adentros, como toda la vida pretendió. Al cabo de un rato, me salió el desahogo aludido. Le hice constar que en su obra alentase una elegante pero evidente obsesión por la finitud de todo, por el decaimiento y la muerte que nos son consustanciales, y medio le reproché que quien tanto nos había enseñado no hubiese acertado a echarnos una mano para asumir algo más indoloramente el paso del tiempo y su desaseado final, cuando cualquier obrero chino o pescador hindú parece más preparado para aceptarlos sin mayor angustia. Palié la acusación, declarándola común a toda la cultura occidental, pero eso no sirvió de mucho a juzgar por su respuesta, que fue:

—Es cierto. Pégueme.

Y no va a ser posible dejarnos en el tintero —hoy, procesador informático— alguna curiosa muestra de su pasión por el anglosajón, como aquella en que me contó su contrariedad por no haber podido llevar a él «ni siquiera con decoro» unos versos de Góngora tan abundantes, sin embargo, en arduas metáforas similares a las de Las Kenningar, o como cuando, a la hora de hacerle unas fotos en los jardines de Aranjuez, María Esther Vázquez lo movió a recitar ante el objetivo milenarias estrofas anglosajonas para que saliera en las fotos, como en efecto salió, con una cara más iluminada y contenta. Nada, sin embargo, como la andanada de esos versos que, tomándolo por mí, le propinó Borges a un taxista madrileño. De ese honorable cuanto malhumorado cuerpo laboral nos dimos aquella noche con un discretísimo representante, capaz de guardar el más adecuado de los silencios ante las interpelaciones del insólito pasajero cultural que se le echó encima. Precisemos primero que, con Borges en Madrid y dada la frecuente plétora de amigos acompañantes, alguna vez me vi, como solución de emergencia, sentado en el suelo y transportado en el maletero de mi módico Renault 4 L. Pero lo acostumbrado es que yo condujese el coche y que el invidente maestro fuese a mi lado de copiloto, situación, según pude ir observando, muy propicia a espontáneas confidencias u ocurrencias suyas, como cuando me declaró por cosa ya pasada una conferencia sobre literatura fantástica a cuya celebración nos estábamos justamente dirigiendo. Así se lo dije riéndome, y me repuso:

—No es cierto que ya pasó, pero como va a serlo dentro de muy poco y hoy me intimida el tema, es mejor decirme que ya pasó. Cosa que, además, va a ser verdad durante muchísimo más tiempo que estos minutos de ahora esperándola.

Volvamos no obstante, y ya como anécdota de cierre, a aquel episodio del taxista confundido conmigo por Borges dada mi habitual posición en el volante, junto a él, y que una avería de mi coche no hizo posible ese lance. El listón del amor borgiano por la poesía anglosajona andaba aquella noche muy alto y el hombre se lanzó a desgranar, en voz bastante más que baja, las manos sobre el puño de su bastón, un poema de abrupta fonética y términos ininteligibles excepto para su recitador. Se dirigía entusiasmado a todos los ocupantes del taxi, tres más y el conductor, pero sobre todo a éste, hacia cuya atónita sorpresa dirigía con creciente intesidad el recitado, que cerró de pronto acercándole amistosamente la cabeza:

—Caramba, Quiñones, ¿no oye usted un chocar de espadas en los versos?


Homenaje a Jorge Luis Borges
Cuadernos Hispanoamericanos 505/507
Esta publicación dirigida por Pedro Laín Entralgo, Luis Rosales y José Antonio Maravall 
Madrid, Julio-Septiembre 1992


Foto: Fernando Quiñones con Jorge L. Borges y Luis Rosales



17/4/18

Jorge Luis Borges: Menoscabo y grandeza de Quevedo







Hay la aventura personal del hombre Quevedo: el tropel negro y desgarrado que eslabonaron con dureza sus días, el encono que hubo en sus ojos al traspasar con sus miradas el mundo, la numerosa erudición que requirió de tanto libro ya lejano, la salacidad que desbarató su estoicismo como una turbia hoguera, su ahínco en traducir la España apicarada y cucañista de entonces en simulacros de grandeza apolínea, su aversión a lechuzos, alguaciles y leguleyos, sus tardeceres, su prisión, su chacota: todo su sentir de hombre que ya conoció el doble encontronazo de la vida segura y la insegura muerte. Ya se desbarató y hundió la plateresca fábrica de su continuidad vital y sólo debe interesarnos el mito, la significación banderiza que con ella forjemos. Aquí está su labor, con su aparente numerosidad de propósitos, ¿cómo reducirla a unidad y cuajarla en un símbolo? La artimaña de quien lo despedaza según la varia actividad que ejerció no es apta para concertar la despareja plenitud de su obra. Desbandar a Quevedo en irreconciliables figuraciones de novelista, de poeta, de teólogo, de sufridor estoico y de eventual pasquinador, es empeño baldío si no adunamos luego con firmeza todas esas vislumbres. Quevedo a mi entender, fue innumerable como un árbol, pero no menos homogéneo.
Hay un rasgo en su obra que puede ser de algún provecho para la conceptualización que buscáis. Quiero indicar que casi todos sus libros son cotidianos en el plan, pero sobresalientes en los verbalismos de hechura. El Buscón es todo él un aprovechamiento de la esencia del Guzmán de Alfarache, esto es, de prometer la vida de un gran pícaro para historiar después algunas travesuras de escolar y algunas malandanzas en la cuales, por lo común, sale apaleado el héroe (procedimiento propio de moralistas que no contentos con censurar la picardía, quieren también contradecir su existencia); los Sueños son reflejo de Luciano, en que la inventiva muéstrase inhábil y necesita recurrir a oraciones, a censos de heresiarcas y a incitadas apóstrofes para terminar su dictado: la Hora de todos—¡tan alborotadísima de vida!— no ejecuta el milagro jubiloso que los primeros incidentes amagan; la Política de Dios, pese a su bizarría varonil en desbravecer ambiciones, no es sino un largo y enzarzado sofisma y el Parnaso español recuerda el juego de un admirable y docto ajedrecista que las más veces no se empeña en ganar. En cuanto a su Discurso de la inmortalidad del alma es un resumen y alguna vez un literatizar de añejos argumentos doctrinales, siendo curioso que el mejor alegato de Quevedo en pro de la inmortalidad no se halle en él, sino esquiciado breve y hondamente en una estrofa de grandioso erotismo. Me refiero al soneto XXXI de los enderezados a Lisi en el libro que canta bajo la invocación a Erato. En esa composición el goce genésico es atestiguamiento de la eternidad que vive en nosotros:
Alma, a quien todo un Dios prissión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
médulas que han gloriosamente ardido,
su forma dejarán, no su cuidado;
serán ceniça, mas tendrá sentido
polvo serán, mas polvo enamorado.
Pero el mejor signáculo de la dualidad de Quevedo está en la Espístola censoria que escribió al Conde de Olivares y que después, con justificada largueza, prodigaron tantas imprentas. Jamás versos tan nobles altivecieron tanta cotidianidad espiritual. Iníciase Quevedo encareciendo su sinceridad temeraria y luego se dilata en fácil diatriba contra los mohatreros, contra el abajamiento del ejército, contra las comilonas, contra el lujo, contra las fiestas de toros. Lo señalado está en la forma que asume su polémica. No moteja la lidia de matanza inútil y zafia, pero pondera las leyendas que ennoblecen al toro, la aventura de Zeus, la gran constelación que es simulacro de su hechura. Frente al charco de sangre y a la vergüenza del dolor primordial, Quevedo ensalza la fabulosa proceridad de la bestia
que un tiempo endureció manos Reales
i detrás de él los Cónsules gimieron
i rumia luz en Campos Celestiales;
¿por qual enemistad se persuadieron
a que su apocamiento fuese haçaña
i a las miesses tan grande offensa hicieron?
Versos tan eminentes, como inaptos para alcanzar la compasión que se busca.
Todo lo anterior es señal del intelectualismo ahincado que hubo en la mente de Quevedo. Fue perfecto en las metáforas, en las antítesis, en la adjetivación; es decir, en aquellas disciplinas de la literatura cuya felicidad o malandanza es discernible por la inteligencia. El ejercicio intelectual es hábil para establecer la virtud de esas artimañas retóricas, ya que todas ellas estriban en un nexo o ligamen que aduna dos conceptos y cuya adecuación es fácil examinar. La vialidad de una metáfora es tan averiguable por la lógica como la de cualquier otra idea, cosa que no les acontece a los versos que un anchuroso error llama sencillos y en cuya eficacia hay como un fiel y cristalino misterio. Un preceptista merecedor de su nombre puede dilucidar, sin miedo a hurañas trabazones, toda la obra de Quevedo, de Milton, de Baltasar Gracián, pero no los hexámetros de Goethe o las coplas del Romancero.
Una realzada gustación verbal, sabiamente regida por una austera desconfianza sobre la eficacia del idioma, constituye la esencia de Quevedo. Nadie como él ha recorrido el imperio de la lengua española y con igual decoro ha parado en sus chozas y en sus alcázares. Todas las voces del castellano son suyas y él, en mirándolas, ha sabido sentirlas y recrearlas ya para siempre. Bien le conocen las más opuestas y apartadas provincias de nuestro castellano, siendo igualmente sentencioso su gesto en la latinidad del Marco Bruto como en la jerigonza soez de las jácaras, barro sutil y quebradizo que sólo un alfarero milagroso pudo amasar en vasija de eternidad.
Poco duran los valientes,
mucho el verdugo los gasta
ocurre en una de sus composiciones burlescas, y lo lapidario en ella no es excepción.
Fue don Francisco un gran sensual de la literatura, pero nunca fió* todo su dictado a la inconsecuente virtud de las palabras prestigiosas. Estas palabras, testificando la doctrina de Spengler, son hoy las que señalan disparidades en el tiempo y lejanía en el espacio; en los comienzos del siglo XVII fueron aquellas por las cuales el mundo manifestaba su lucida riqueza en monstruos, en variedad de flores, en estrellas y en ángeles. El poeta no puede ni prescindir enteramente de esas palabras que parecen decir la intimidad más honda, ni reducirse a sólo barajarlas. Quevedo las menudeó en estrofas galantes y el no poder echar mano a ellas en sus composiciones jocosas motivó tal vez el raudal de metáforas y de intuiciones reales que hay en su burlería. Le atareó mucho lo problemático del lenguaje propio del verso y es lícito recordar que fingió en uno de sus libros un altercado entre el poeta de los pícaros y un seguidor de Góngora (esto es, entre un coplero y un rubenista), tras el cual se evidencia que su desemejanza está en emplear el uno voces ilustres y el otro voces ruines y plebeyas, sin existir entre ambos el menor contraste ideológico. El conceptismo —la solución que dio Quevedo al problema— es una serie de latidos cortos e intensos marcando el ritmo del pensar. En vez de la visión abarcadora que difunde Cervantes sobre el ancho decurso de una idea, Quevedo pluraliza las vislumbres en una suerte de fusilería de miradas parciales.
El gongorismo fue una intentona de gramáticos a quienes urgió el plan de trastornar la frase castellana en desorden latino, sin querer comprender que el tal desorden es aparencial en latín y sería efectivo entre nosotros por la carencia de declinaciones. El quevedismo es psicológico: es el empeño en restituir a todas las ideas el arriscado y brusco carácter que las hizo asombrosas al presentarse por vez primera al espíritu.
Quevedo es, ante todo, intensidad. No descubrió una sola forma estrófica (proeza lograda de hombres cuya valía fue incomparablemente menor: verbigracia, Espinel); no agregó a universo una sola alma; no enriqueció de voces duraderas la lengua. Transverberó su obra de tan intensa certitud de vivir que su magnífico ademán se eterniza en una firme encarnación de leyenda. Fue un sentidor del mundo. Fue una realidad más. Yo quiero equipararlo a España, que no ha desparramado por la tierra caminos nuevos, pero cuyo latido de vivir es tan fuerte que sobresale del rumor numeroso de las otras naciones.


* Es fio, sin tilde en este caso (PD)

En Inquisiciones (1925)
Véase también "Quevedo" de Otras inquisiciones

Imagen: Firma de Quevedo en un manuscrito conservado en la casa museo de Torre de Juan Abad



15/4/18

Jorge Luis Borges-Roberto Alifano: Los libros






A.: Hay un tema sobre el que me gustaría que habláramos; el tema de los libros. Sé que es una de sus obsesiones y me interesaría escucharlo opinar al respecto.
Si de todos
No quedara uno solo, volverían
A engendrar cada hoja y cada línea,
Cada trabajo y cada amor de Hércules,
Cada lección de cada manuscrito.
Es decir, que si todo el pasado está en la biblioteca, todo el pasado salió de la imaginación de los hombres. Por eso yo creo que más allá de la virtud retórica, si es que el poema la tiene, de hecho, cada generación vuelve a reescribir los libros de las generaciones anteriores. Esas diferencias están en la entonación, en la sintaxis, en la forma; pero siempre estamos repitiendo las mismas fábulas y redescubriendo las mismas metáforas. Así que, en cierta manera, yo estoy de acuerdo con el califa Omar, no con el de la historia, sino con el que yo he determinado en mi poema.


En Roberto Alifano: Conversaciones con Borges [18]
Buenos Aires, Editorial Atlántida, 1984

Foto: Roberto Alifano y Borges (sin data) Vía


13/4/18

Georges Charbonnier: «El escritor y su obra. Ocho entrevistas con JLB» 4. Literatura (II)






GEORGES CHARBONNIER: La emisión que oirán ahora es continuación directa de la anterior.
El conjunto de las entrevistas con Jorge Luis Borges constituye en efecto una serie verdadera. Dicho de otro modo, la continuidad del desarrollo debe ser rota inevitablemente. Las emisiones se suceden separadas en el tiempo por el transcurso de siete días. Las rupturas no son, pues, en el plano lógico, verdaderas rupturas.
Proseguimos hoy las conversaciones sobre la literatura, interrumpidas la semana pasada cuando la cuestión del verso libre iba a plantearse. El verso libre no es el tema de la emisión de hoy, sino que nombra el anillo mediante el cual, hoy, proseguiremos la cadena de conversaciones sobre la literatura.
Quizá este anillo, este eslabón, no sea un anillo notable. Es menester, en la cadena temporal de la conversación, aislar los anillos a lo largo de los veinte minutos y considerarlos como notables en su particularidad. ¡Cojamos, pues, el anillo!
Jorge Luis Borges, cuando hablamos del verso libre, ¿no cree usted que la palabra «libre» sea incorrecta?
JORGE LUIS BORGES: Verso libre designa, creo yo, un poema del que no se conocen las leyes, es decir, un poema cuya estructura está dada a la buena de Dios. Si se hace un soneto, se conoce su estructura por adelantado. En el verso libre no se la conoce, pero la estructura está ahí.
Creo que fue Mallarmé quien dijo que no hay ninguna diferencia entre el verso y la prosa; que, si se piensa un poco en el ritmo, si se piensa un poco en el oído, entonces se hacen versos, aunque se escriba en prosa.
Cuando escribimos una carta a un amigo, pensamos un poco en el ritmo. No diría que en la música de la frase, pero sí, en todo caso, tratamos de hacer legible la frase. Nadie busca escribir de una manera harto oscura, alambicada. Siempre hay una estructura, una forma. Eso es lo que dice La Biblioteca de Babel, ¿no es verdad?
G. C.: Bien cierto, por eso es que la frase «verso libre» no me complace del todo, porque «libre»…
J. L. B.: ¡Pero si el verso libre es más difícil que el otro!
G. C.: Sí, sí, pero…
J. L. B.: Cuando empecé a escribir, cometí el error de empezar por el verso libre, creyendo que era más fácil. Más tarde encontré que era mucho más difícil. Porque si se hace un soneto, se conocen sus estructuras. Es menester atenerse a ellas. Si se hace poesía a la manera de… qué diré yo, de Walt Whitman, o de Lee Masters, si no existe un ímpetu interior que nos impulse, entonces la cosa no va bien. O sólo se trata de un artificio tipográfico al que llamaremos verso porque hay que llamarlo de alguna manera.
Una sola defensa tiene el mal verso libre: decir que indica al lector la necesidad de leerlo de cierta manera. El lector sabe que debe, para emocionarse, leer con otra voz, con otra entonación. Es ya un adelanto. En los malos versos libres habría también otra ventaja: indicar al lector que ese texto que se le presenta debe ser leído como un poema; y no como un fragmento en prosa, que podría no ser más que instructivo o lógico.
Esta sería una defensa del mal verso libre.
G. C.: Es la palabra «libre» la que me parece mal.
J. L. B.: En resumen, ¿peligrosa?
G. C.: Sí, porque la gente entiende «verso anárquico», lo que me parece inconcebible. Cierto orden surge inevitablemente, aunque sea débil.
J. L. B.: O aunque sea un orden secreto…
G. C.: Hay algún orden. Algo, el principio de una organización, se manifiesta con toda seguridad. Aunque dos versos libres sean vulgares, existe un enlace en alguna parte.
J. L. B.: Sí, debe de existir. Desgraciadamente sólo encuentra uno ejemplos de versos anárquicos. Cierta vez hablaba con un joven poeta argentino que me veía como a un viejo pomposo, naturalmente. Le pregunté por qué tal verso era tan desagradable. Me dijo que él no quería hacer música. Que él buscaba eso. Que también hay una música de la rudeza, de lo duro.
Evidentemente, tiene razón. Pero también es necesario conocer esa música. No llega por azar. Para hacer versos duros, es necesario saber hacerlos. El azar no los proporciona.
G. C.: Desde luego que no. Es preciso saber hacerlos.
J. L. B.: Es necesario saber. Si se me permite citar un ejemplo inglés, un ejemplo de Swinburne… Es en el último verso en el que pienso yo:
When the devil’s riddle is mastered
And the galley bench creaks with a pope
We shall see Bonaparte the bastard
Kick heels with his throat in a rope[6]
Estos últimos versos contra Napoleón III ¡evidentemente no son dulces! Son versos muy duros. Pero se siente que han sido elaborados, ¿no? Kick heels with his throat in a rope. Son de una dureza acabada.
De la misma manera que hay otros versos en los que se ha buscado la dulzura, la melodía. Allá, el poeta buscó un melodía dura. Y creo que la encontró. No fue debido al azar.
G. C.: Dicho de otro modo, mientras compone, un escritor o un poeta está, en manera continua, en los límites, ¿cómo diré?, ¿de la técnica?
J. L. B.: Sí, eso es, exactamente.
G. C.: No puede contentarse con la emoción, es completamente imposible. No existe una expresión directa de la emoción que…
J. L. B.: No, no.
G. C.:… que hiciera que la inspiración se detuviera cuando la emoción fuera expresada. Esto no es cierto. El escritor, pues, está en todo momento en los límites de la técnica.
J. L. B.: Sí, sí, tiene usted razón.
G. C.: Entonces, tengo la necesidad de profundizar en esas técnicas.
J. L. B.: Quiere decir que hay una especie de tutela o de juego entre la espontaneidad y la técnica.
G. C.: Es un primer punto. Hay un juego. Es cierto.
J. L. B.: Sí, los dos elementos están presentes. ¿Qué hay que decir?… Hay que decir que hablar de versos «que son puros sollozos» no es cierto. Si fueran puros sollozos no se trataría de literatura. «Y yo conozco versos inmortales que son puros sollozos». Y usted afirma que esto es falso y que el propio poeta, cuando escribe esto…
G. C.: … está al borde de la técnica. No puede ser de otro modo.
J. L. B.: Está al borde de la técnica, lo que de todos modos no es malo.
G. C.: No. Pero entonces, ¿por qué no profundizar hasta donde sea posible en esta técnica?
J. L. B.: Sí, podría responderse que sí. Y lo que, por lo general, se ha respondido es lo contrario: «¿Por qué no tratar de evitar la técnica y sólo producir sollozos?»
G. C.: Pueden considerarse las dos hipótesis. Las dos rutas son interesantes.
J. L. B.: No, no, estoy totalmente de acuerdo con usted, no había pensado en ello. En toda producción poética existen los dos elementos…
G. C.: Sí, seguramente; pero producir puros sollozos es un acto individual. Esto vuelve realmente al individuo, al propio poeta, que alcanza su pureza y sus propios sollozos. Mientras que si se puntualiza la técnica no estamos ya en el individuo, sino que pasamos a lo colectivo…
J. L. B.: No, no, perdón; la técnica también podría producir puros sollozos. Uno de los hechos de la técnica es producir versos que dan esta impresión.
G. C.: Sí, pero, entonces, ¿cómo?
J. L. B.: Esa antigua idea clásica que es propia del arte del disimulo es la misma idea. Es propiedad de la técnica que uno no la note demasiado. Si se la nota demasiado, como en el desgraciado caso de Gracián, simplemente se trata de una torpeza. No es un exceso de técnica, es una técnica torpe. Una técnica aplicada de una manera demasiado evidente, por lo tanto, inoperante.
G. C.: Sí, de acuerdo. Pero me parece, repito, que los puros sollozos revelan al individuo, al propio poeta, mientras que los estudios técnicos pueden ser generales. Y atañer a todo el mundo.
J. L. B.: Sí, es verdad. Pero si la técnica sirve para algo, debe también servir para producir puros sollozos. O versos que den esa idea. Lo que viene a ser lo mismo para el lector, porque el lector no sabe qué medio empleó el poeta. Y tampoco el poeta lo sabe. Por ejemplo, el célebre ensayo de Poe sobre la composición del poema El cuervo es evidentemente falsificado. Si hubiera procedido así, no habría escrito el poema. Habría escrito un número indefinido de poemas.
Y además hay otra cuestión a la que no se responde: ¿por qué Poe quería escribir un poema de esa manera? ¿Qué necesidad había de escribir esta historia del cuervo que repite su nombre? ¿Del amante cuya amante ha muerto? ¿De la biblioteca? Pienso que todo esto debió de satisfacerlo de alguna manera. Si no, no habría escrito el poema. O lo que es lo mismo, toda la reconstrucción lógica que hizo la hizo pour épater le bourgeois. O quizá porque siendo él mismo profundamente romántico, siendo un gran poeta romántico, quería ser otra cosa: ser también una especie de Auguste Dupin, de detective muy inteligente y fuerte. Cosa que no era. Era un hombre muy débil, nervioso, un hombre muy desgraciado. Pero quería imaginarse como un dios abstracto de la inteligencia. Como Valéry, quien sin duda fue mucho menos abstracto, mucho menos consciente; Valéry habría querido ser Monsieur Teste. Evidentemente, no era Monsieur Teste. Nadie es Monsieur Teste. Ni siquiera sabemos si los Messieurs Teste son deseables. No serían más que monstruos.
G. C.: Sí, quizá incluso son inconcebibles.
J. L. B.: Sí, inconcebibles; y para el propio autor.
G. C.: Si Monsieur Teste existe, podemos decir que no existe: si conseguimos hacerlo existir, entra, en efecto, en la inexistencia pura.
J. L. B.Monsieur Teste, en la realidad, estaría rodeado de circunstancias, de apetitos, de un montón de cosas; sería un hombre como los demás.
G. C.: Y en ese momento…
J. L. B.: ¿Se puede ser Monsieur Teste durante diez minutos? ¿No?
G. C.: ¡En circunstancias realmente muy favorables!
J. L. B.: En circunstancias muy favorables. Alguien que juegue al ajedrez, que haga álgebra, puede convertirse en Monsieur Teste. ¿Imagina usted a Monsieur Teste «durante» veinticuatro horas? ¡Es imposible!
G. C.: Sí, inconcebible.
J. L. B.: Lo que me sorprendió de ese texto, La soirée avec Monsieur Teste, es que Valéry haya dado ejemplos de textos escritos por su héroe. No debería haber hecho esto, ¿no lo cree usted así? Tengo la impresión de que, desde el punto de vista literario, era necesario que no mostrara ningún ejemplo: los ejemplos debilitan la idea de una inteligencia abstracta total y demasiado pura. Es un poco como en ciertas películas, que me parecen burdas. Esas películas, cuando hablan de un gran pintor o de un gran músico, no deberían nunca hacer oír su música o mostrar sus cuadros. ¡Ante ello se nos cae el alma a los pies! No, antes que nada hay que mostrar la admiración que sienten los demás. O hacer sentir la emoción de los demás. Cuando Valéry añadió a su libro el log-book de Monsieur Teste, vemos que Monsieur Teste no era realmente tan extraordinario. Es una pequeña torpeza literaria de Valéry, que era muy joven en la época en que escribió ese libro. Más tarde habría comprendido que no había que citar ni una línea de Monsieur Teste.
En un libro de un escritor argentino, Los ídolos de Mujica Láinez, se trata de un gran poeta. El autor, Mujica Láinez, es poeta. No un gran poeta, no es Valéry, pero sí un hombre inteligente. En todo el libro no cae nunca en el error de citar una sola línea del héroe poeta. El autor se limita a decir que su personaje ha escrito un libro: Los ídolos. Eso es todo. No cita un solo verso. Esto nos ayuda a pensar que el personaje es realmente un gran poeta. Si el autor hubiera dado un ejemplo, el lector encontraría el ejemplo bueno o malo. La ilusión estética sería reducida. La novela es bastante larga, 300 páginas. Al final uno tiene la impresión de que el personaje es un gran poeta y no ha leído uno solo de sus versos. Es bastante diestro, creo yo.
En las historias de Henry James sucede lo mismo. Se habla de grandes escritores, nada se dice de su obra salvo de una manera abstracta; o un poco irónica; o general.
Pero soy demasiado estricto, porque La soirée avec Monsieur Teste es un libro muy bello.
No sé por qué pensé en esa pequeña falla. Creo que Valéry tenía veinte años o algo así cuando lo escribió. Era muy joven.
G. C.: Tocó usted un problema que se presenta a cada instante en toda creación literaria. Me parece que en el teatro, por ejemplo, se puede ser muy sensible a ello. Hay gente en la escena, los miro, por hipótesis sé que ahí hay un médico, un matemático, un físico; por otro lado…
J. L. B.: Muy bien, acepta eso porque si no no entraría en el juego y se aburriría usted.
G. C.: Eso mismo. Pero esta matemática, esta física sobrentendidas, nunca se habla de ellas, nunca las veremos; sabemos bien que no existen y, en el fondo, nos interesamos por otra cosa que no es la principal. Estamos preparados para cierta…
J. L. B.: ¿Existe otra solución?
G. C.: No, ¡no la hay! ¡Cierto es! Al fin de cuentas, sólo nos interesamos por las circunstancias: por las circunstancias externas cuando estamos en el teatro. Quizá sea así en toda obra literaria. Sólo nos interesamos por la circunstancia externa y nunca por la propia cosa supuesta.
J. L. B.: Sí, es verdad. Es un poco triste, es un poco melancólico pensar así.
G. C.: No sé…
J. L. B.: Sólo tenemos circunstancias, demasiadas, en la realidad. Si pudiéramos pasarnos sin circunstancias, ¡sería maravilloso!
G. C.: Quizá el autor pueda pasarse sin ellas cuando describe objetos; y aun así, no lo sé. Cuando describe a los hombres, me parece que no puede hacerlo.
J. L. B.: La descripción de los objetos es muy fastidiosa. Los objetos sólo pueden interesar en función de los hombres. En rigor, se podría hacer una novela que sólo contuviera la descripción de esta silla y de esta mesa. Creo que ninguna persona leería una novela así y nadie querría escribirla más que para entrar en la historia de la literatura como el primero que escribió una novela en la que sólo hay una mesa. ¡Se podría encontrar de esta manera el lugar propio en la historia de la literatura! Esto tiene bien poca importancia.
G. C.: Demos su lugar al hombre. Si alguien escribe un libro sobre Borges, el escritor, lo que estará ausente del libro —aunque sea un bello libro, aunque sea muy bello—, lo que estará ausente será la literatura de Borges.
J. L. B.: Sí; veo que no ha pensado usted en mí, sino que ha pensado en el libro de Valéry sobre Leonardo, ¿no?
G. C.: ¡En lo absoluto!
J. L. B.: En el que al final dice: «En cuanto al verdadero Leonardo, fue lo que fue». Es una manera de reconocer que inventó otro Leonardo, quizá más interesante que el verdadero. Cuando Valéry escribió esto: «En cuanto al verdadero Leonardo, fue lo que fue», era una manera de decir: y bien, mi libro no se refiere a Leonardo, se trata de un personaje hipotético, es un Monsieur Teste que yo imaginé.
Sí, creo que tiene razón, así sucede.
G. C.: En cuanto se trata de los hombres, no llegamos a salir de lo exterior. Nunca llegamos a penetrar. Cuando me dicen de un hombre que es matemático, me entra la idea loca de que querría conocer su matemática, y me doy perfecta cuenta de que si me la dieran a conocer me saldría de la novela al instante. Me harían penetrar en un tratado de matemática, lo que no era el objeto buscado. El objeto era presentarme una novela. Por consiguiente, se me pide que crea y yo digo que la cosa es falsa.
J. L. B.: No, no, pero en el teatro hay palabras que hacen ver… la realidad o la irrealidad de un personaje. Hay palabras que lo expresan. Es evidente que también en la novela lo que dice una persona nos revela algo, y se le hace decir eso para que se cumpla tal revelación.
G. C.: ¿No es esto extraordinario? ¿No hay en esto una paradoja? El autor pone palabras en boca de un personaje para sugerirme cosas que no sabría explicar, que no puede mostrarme, porque sabe que no las veré, porque piensa que quizá no podría explicarlas yo mismo y porque todo el mundo está de acuerdo, a fin de cuentas, en dejarlas fuera del juego: no debemos servirnos de ellas.
Veo que apartamos uno a uno todos los dominios, y llego al punto en que ya no comprendo cuál es el dominio de una obra de arte en la que hay hombres. En esta obra de arte —sea cual fuere— se me retiran los dominios uno a uno, se me retiran todas las especialidades, y, a pesar de todo, veo que la obra de arte existe, veo que hay una novela, veo que hay una obra de teatro, pero me parece que las preguntas siempre están mal planteadas y que nadie se pregunta cuáles son los verdaderos temas de la novela o la obra de teatro, ya que todo lo que es actividad humana puntualizada, caracterizada, siempre está supuesto y nunca expuesto, en una obra de arte en la que los hombres son presentados. Lo esencial de este hombre, de estos hombres, me es escondido, no se me dice, se da por supuesto que ya lo conozco. Siempre faltará la capacidad de exponérmelo, por otra parte, porque el autor mismo supone que el personaje sabe. Ni siquiera hay la necesidad de conocer. Le es suficiente suponer que sabe. ¿Dónde está lo esencial? ¡Yo me lo pregunto!
J. L. B.: Tengo un poco la impresión de que todo esto depende del sentido que se dé a las palabras expresadas, ya que si un personaje habla, si se expresa…
G. C.: No va a expresar lo que hay de más profundo y refinado en él mismo.
J. L. B.: ¿Por qué? Yo creo que hay palabras que pueden definir a un individuo. Y las hay continuamente. ¿Por qué será esto imposible en el teatro, en una novela, cuando sucede todos los días, en el trato cotidiano de los hombres?




Nota

[6] «Cuando descifremos el enigma del diablo / y en las galeras reme el papa / 
habremos de ver a Bonaparte el bastardo / cocear colgado de la horca».





Georges Charbonnier, El escritor y su obra
Ocho entrevistas de Georges Charbonnier con Jorge Luis Borges
Título original: Entretiens avec Jorge Luis Borges
Georges Charbonnier, 1967
Traducción: Martí Soler

Imagen arriba: 
Borges. Alemania bei einem Besuch in der Stadt Parana, August 1969 
Photo Koberstein/ullstein Bild 
Via Getty Images (detalle)

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...