30/3/18

Borges profesor. Epílogo*






«Creo que la frase “lectura obligatoria” es un contrasentido; la lectura no debe ser obligatoria. ¿Debemos hablar de placer obligatorio? ¿Por qué? El placer no es obligatorio, el placer es algo buscado. ¡Felicidad obligatoria! La felicidad también la buscamos. Yo he sido profesor de literatura inglesa durante veinte años en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y siempre les aconsejé a mis estudiantes: si un libro les aburre, déjenlo; no lo lean porque es famoso, no lean un libro porque es moderno, no lean un libro porque es antiguo. Si un libro es tedioso para ustedes, déjenlo; aunque ese libro sea el Paraíso Perdido —para mí no es tedioso— o el Quijote —que para mí tampoco es tedioso—. Pero si hay un libro tedioso para ustedes, no lo lean; ese libro no ha sido escrito para ustedes. La lectura debe ser una de las formas de la felicidad, de modo que yo aconsejaría a esos posibles lectores de mi testamento —que no pienso escribir—, yo les aconsejaría que leyeran mucho, que no se dejaran asustar por la reputación de los autores, que sigan buscando una felicidad personal, un goce personal. Es el único modo de leer.»






* En Borges para millones. Entrevista realizada en la Biblioteca Nacional en 1979
Director: Ricardo Wullicher
Writers: Vlady Kociancich, Ricardo Monti
Stars: Margarita Bali, Jorge Luis Borges, Vlady Kociancich


Luego en Borges profesor 
Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires 
Edición, investigación y notas: Martín Arias 
& Martín Hadis 
Buenos Aires © María Kodama, 2000


Imágenes:
Arriba: Captura de Borges en "La mandrágora" (1999)
Abajo tapa de la edición mencionada


§§§


En próximas publicaciones agregaremos el Anexo anglosajón, traducciones del inglés antiguo por Martín Hadis, incluidas en el final de Borges profesor.

"La mayoría de los textos anglosajones a los que Borges hace referencia durante este curso han sido traducidos por él mismo al castellano (esto se indica en cada caso a pie de página ante la primera mención de cada poema). 

Varios de los poemas que el profesor menciona no se encuentran, sin embargo, en ninguno de sus libros. Este anexo intenta complementar las clases con traducciones de aquellos textos anglosajones que no han sido traducidos por Borges y que son de hecho muy difíciles —si no imposibles— de encontrar en castellano.

Estos textos son:

• Fragmento final de la Gesta de Beowulf
• La «Balada de Maldon»
• La «Oda de Brunanburh» (junto con la traducción de Tennyson, «The Battle of Brunanburh»)
• La «Elegía del Hombre Errante»
• «La Visión de la Cruz»
• Tres conjuros anglosajones

Siguiendo el ejemplo de Borges, estas traducciones intentan ser literales; el uso de la prosa tiene la ventaja de preservar, además del sentido, la sencillez y la fuerza del verso original."




29/3/18

Adolfo Bioy Casares: "Borges" (Jueves, 9 de julio de 1959)







Jueves, 9 de julio. Come en casa Borges. Recuerda: «Pensé alguna vez escribir un cuento sobre Judas. Decir que no se suicidó después: siguió viviendo entre los discípulos, que lo querían mucho. Obró como obró, de puro infeliz. Todos sabían que era un infeliz y lo querían. Sobrevivió a todos y hubo una época en que la gente lo miraba con veneración, porque era el discípulo, el único que quedaba».


En Bioy Casares, Adolfo: Borges
Edición al cuidado de Daniel Martino
Barcelona: Ediciones Destino ("Imago Mundi"), 2006
Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares por ©Huadi para La Nación

28/3/18

Langston Hughes en versión de Borges: El negro habla de ríos (bilingüe)








He conocido ríos...
He conocido ríos antiguos como el mundo y más antiguos que la
fluencia de sangre humana por las venas humanas.
Mi espíritu se ha ahondado como los ríos.

Me he bañado en el Eufrates cuando las albas eran jóvenes,
he armado mi cabaña cerca del Congo y me ha arrullado el sueño,
he tendido la vista sobre el Nilo y he levantado pirámides en lo alto.

He escuchado el cantar del Mississippi cuando Lincoln bajó a New Orleans,
y he visto su barroso pecho dorarse todo con la puesta del sol.

He conocido ríos:
ríos envejecidos, morenos.
Mi espíritu se ha ahondado como los ríos.


The Negro Speaks of Rivers

I've known rivers...
I've known rivers ancient as the world and older than the flow
of human blood in human veins.
My soul has grown deep like the rivers.

I bathed in the Euphrates when dawns were young.
I built my hut near the Congo and it lulled me to sleep.
I looked upon the Nile and raised the pyramids above it.

I heard the singing of the Mississippi when
Abe Lincoln went down to New Orleans,
And I've seen its muddy bosom turn all golden in the sunset.

I've known rivers:
Ancient, dusky rivers.
My soul has grown deep like the rivers.




Revista Sur, Buenos Aires, Año I,  N° 2, otoño de 1931

Véase también Borges: "Biografía sintética de James Langston Hughes"

Incluido en Borges en Sur (1931-1980)
© 1999 María Kodama
© 2011 para la edición en castellano para España y América Latina, Penguin House Mondadori
© 2011 y © 2016 Buenos Aires, Sudamericana

Vía Corbis Images



27/3/18

Antonio Tabucchi: Sobre Jorge Luis Borges [Entrevista con Hinde Pomeraniec, junio de 1996]







Hinde Pomeraniec: ¿Qué es Borges para usted?

Antonio Tabucchi: Borges ha devuelto a la literatura su función de ficción, liberándola de los pesados cometidos que le eran ajenos y que habían terminado por empobrecerla.


¿Qué significa Borges para la literatura?



Borges es una fe soberana en la literatura y, al mismo tiempo, paradojalmente, su radical negación: una solemne lección de escepticismo. Borges adhirió solamente a su inteligencia.


¿Cuándo lo leyó por primera vez?

Lo leí en francés, a comienzos de la década del sesenta, cuando fue publicado por Roger Caillois. Yo estaba en París en aquellos años, como estudiante de francés en la universidad. El primer cuento que leí fue "El Aleph", y me causó una gran impresión. Años más tarde, cuando aprendí el español, lo leí en la lengua original.


¿Y cómo comenzó a leer a Borges? ¿En qué momento de la vida se encontraba usted?

Empecé a leer a Borges de muchacho, cuando lo descubrieron los franceses en los años sesenta. Entonces yo no leía en español ni conocía la lengua. Y como sabe, cuando los franceses descubren algo, logran imponerlo al mundo. En ese momento, yo estaba en París y se hablaba mucho de Borges. Me gustan mucho sus poesías. Lo considero un gran poeta, pero prefiero su prosa, sus cuentos. Todos.


¿Sería muy aventurado hablar de una especie de linaje integrado por Borges, Ítalo Calvino y Antonio Tabucchi?

¿Y por qué no? Los linajes, como le gustaban a Borges, existen en la literatura. Es más, yo diría que toda la literatura está formada por linajes. Ahora bien, yo puedo considerarme discípulo de Borges del mismo modo que puedo considerarme discípulo de un escritor latino de los primeros años después de Cristo. Es lo mismo. Como decía Borges, la literatura no tiene cronología.


Se lo preguntaba justamente por aquella idea de Borges de que leyendo a determinado autor, uno puede leer también a todos los autores que este autor leyó a su vez.

Le puedo decir algo. Curiosamente, sin conocerlo, cuando leí a Borges me di cuenta de que los autores que le gustaban eran los mismos que me habían gustado a mí desde mi niñez. Me refiero a Kipling, Stevenson, Conrad y Melville. Por lo tanto, pertenecemos a la misma familia.



En su artículo, usted hablaba de los textos de Borges que están cerca de la crónica. ¿Podría precisarlo un poquito más?

Como usted sabe, Borges escribió mucho en base a la crónica. Y a partir de allí tomó muchas impresiones para sus cuentos. Y curiosamente me parecen los escritos más contundentes, más interesantes, más profundos porque son más humanos. ¡A veces Borges es muy abstracto! Pero estos cuentos que recuerdo, por ejemplo, "Emma Zunz" o "El hombre de la esquina rosada", son cuentos que Borges extrajo de la crónica argentina, de los periódicos, de cuando él era periodista y considero que de esa manera produjo los cuentos que más me gustan.


Tal vez porque allí se ponen más en evidencia todos sus juegos, ¿verdad?

Sí, claro. Porque está directamente implicado con la realidad que, después él transforma en una realidad fantástica.


Usted dice que se puede utilizar a Borges porque él mismo lo autoriza, como si fuera una especie de derecho que lega a los lectores.

Borges es una lectura abierta. No es cerrada, no está concluida. Y por eso precisamente me gusta. Porque queda librada a la imaginación del lector: él deja el espacio para el lector. Me gustan especialmente los escritores que dejan ese espacio.


¿Me está diciendo que cuando escribe usted también piensa en eso?

Bueno, a mí también me gusta tener un cómplice, como decía Baudelaire. Y mi cómplice es ese lector que puede colmar los vacíos que yo dejé en mis escritos y que él puede llenar en su imaginación.


Según su opinión, entre los autores actuales, ¿hay alguno que participe de esos rasgos?

Mire, continuar con la lección de Borges es muy difícil. Tal vez sea preciso tomarlo al revés. Digo al revés en un sentido no sólo literal sino también metafórico. Quiero decir, tomar sus metáforas como un revés de nuestros sueños, de los hijos del fin del milenio, y volver a empezar, tal vez de una manera borgeana pero, tal vez, de una manera completamente nueva.


Usted dice "borgeana". No es frecuente que el apellido de un escritor pueda generar un adjetivo, ¿no?

Ah, claro. Existe un adjetivo "borgeano", un adjetivo "kafkiano", uno "joyceano". Borges pertenece a los grandes escritores del siglo XX. No hay duda.


Texto e imagen en diario Clarín, 13 de junio de 1996
Entrevista telefónica a Antonio Tabucchi, por Hinde Pomeraniec

26/3/18

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Borges y el público ("En diálogo", I, 5)






Osvaldo Ferrari: Una de las sorpresas que yo creo usted tuvo en cuanto a su destino, Borges, fue cuando en la década del cuarenta alguien le profetizó que usted iba a hablar como conferenciante; que iba a dar conferencias.
Jorge Luis Borges: No, no fue así; Adela Grondona me llevó a un club de señoras, de señoritas inglesas, y allí había una señora que leía las borras del té. Y entonces, ella me dijo que yo iba a viajar mucho, y que iba a ganar dinero hablando. A mí me pareció una extravagancia, y cuando volví a casa se lo conté a mi madre. Yo jamás había hablado en público en mi vida, era muy tímido, y la idea de que iba a ganar dinero viajando y hablando me parecía más que inverosímil, imposible. Bueno, sin embargo, yo tenía un pequeño cargo de auxiliar primero —antes había sido auxiliar segundo— en una biblioteca de Almagro sur. Llegó el que sabemos al gobierno, me hicieron una broma: me nombraron inspector para la venta de aves de corral y de huevos en los mercados —era un modo de insinuarme que renunciara—. Entonces, yo desde luego renuncié, ya que no sé absolutamente nada de aves de corral y de huevos.
Ese nombramiento se convirtió en un error histórico.
—Sí, bueno, me hizo gracia la broma, desde luego. Y recuerdo el alivio cuando a las dos de la tarde, por ejemplo, salí a caminar por la plaza San Martín, y pensé: no estoy en esa biblioteca —no demasiado querible— del barrio de Almagro. Y me pregunté ¿y qué va a pasar ahora? Bueno, pues bien, me llamaron del Colegio Libre de Estudios Superiores y me propusieron que diera conferencias. Yo no había hablado nunca en público, pero acepté porque dijeron que tenía que ser el año siguiente, y tenía dos meses de respiro; que resultaron dos meses de pánico. Yo recuerdo que estaba en Montevideo, en el hotel Cervantes, y a veces me despertaba a las tres de la mañana, y pensaba: dentro de treinta y tantos días —yo iba llevando la cuenta— voy a tener que hablar en público. Y entonces ya no dormía, veía amanecer en la ventana; en fin, no podía dormir, yo estaba aterrado.
Su timidez lo acompañaba.
—Sí, me acompañaba, sí (ríen ambos). Todo eso ocurrió hasta la víspera de la primera conferencia. Yo vivía en Adrogué entonces, estaba en uno de los andenes de Constitución y pensé: bueno, mañana a esta hora ya habrá pasado todo, lo más probable es que yo me quede mudo, que no pueda pronunciar una sola palabra; también puede ocurrir que hable en voz tan baja y tan confusa que no se oiga nada —lo cual es una ventaja— (ya que yo llevaba escrita la conferencia). Claro, yo creía que iba a ser incapaz de decir nada. Bueno, ese día llegó, fui a almorzar a la casa de una amiga —Sara D. de Moreno Hueyo— y le pregunté a ella si me notaba muy nervioso. Dijo: no, más o menos como siempre. Yo no le dije nada de la conferencia. Esa tarde di la primera conferencia en el Colegio Libre de Estudios Superiores, en la calle Santa Fe. Esas conferencias versaron sobre lo que se llamó «Literatura clásica americana»; eran conferencias sobre Hawthorne, sobre Melville, sobre Poe, sobre Emerson, sobre Thoreau, y creo que sobre Emily Dickinson. Y luego siguieron otras conferencias sobre los místicos.
En ese mismo lugar.
—Sí, y una conferencia sobre el budismo. Luego me pidieron otras conferencias sobre el budismo, y con las notas que yo tomé para esas conferencias compusimos un libro Alicia Jurado y yo. Ese libro sobre el budismo ha sido imprevisiblemente, asombrosamente, vertido al japonés, donde conocen el tema mucho mejor que yo —una de las dos religiones oficiales en el Japón es el budismo, la otra es el shinto—. Ya el hecho de que haya dos religiones oficiales, bueno, es un testimonio de la tolerancia de ese país ¿no? Después conocí el interior de nuestro país, que no conocía; di varias conferencias en Montevideo también; y más adelante fui recorriendo el continente y los continentes dando conferencias. Y ahora he llegado distraídamente a los ochenta y cinco años, en cualquier momento cumplo ochenta y seis; bueno, me he dado cuenta de que todo el mundo ha sentido lo que yo he sentido antes: el hecho de que yo no sé dar conferencias; entonces prefiero el diálogo, que resulta más entretenido para mí, no sé si para los otros también. Sí, porque la gente puede participar: hace poco hubo dos actos: uno duró una hora y veintiún minutos, y el otro más de dos horas de preguntas y respuestas. Es decir, he comprendido que el interrogatorio, que el catecismo es la mejor forma. Y además, es como un juego, porque al principio se empieza con solemnidad y con timidez, y luego todo el mundo va entrando en el juego y lo difícil es concluir. Entonces, siempre recurro al mismo truco, que es el de proponer tres preguntas finales; luego tres resultan pocas, y como me enseñaron en el Japón que el cuatro es de mal agüero, generalmente son cinco —cinco últimas preguntas y cinco últimas contestaciones—. Hacia el final todo se hace entre bromas; es decir, lo que empezó siendo algo un poco forzado y solemne, al final es un juego de gente apresurada, y bueno, y yo me siento bastante feliz, hago bromas; he comprendido aquello que decía George Moore: «Better a bad joke than no joke»: más vale una broma mala que ninguna broma, ¿no? Siempre contesto en broma, y como la gente es muy indulgente conmigo, la gente es indulgente, bueno, con un anciano ciego (ríe); y les hacen gracia esas bromas, que son realmente debilísimas. Pero, quizá en una broma no importan tanto las palabras sino el ánimo con que se las dice; como mi cara es una cara sonriente… las bromas son bien aceptadas. De modo que yo he hablado en muchas partes del mundo, y… en Francia he llegado a hacerlo en francés —un francés incorrecto, pero fluido—. Y en los Estados Unidos, cuatro cuatrimestres sobre literatura argentina en la Universidad de Texas, en la de Harvard, en la de Michigan, y en la de Bloomington, Indiana; y otras sueltas por aquí y por allá. Y lo he hecho en inglés, con incorrección y con soltura.
Usted nunca pensó, yo creo, que la conferencia, iba a ser un género para usted, y que además la convertiría en un diálogo múltiple, diferente de la conferencia; y tampoco pensó en el humor como en un género personal.
—No, jamás, jamás he pensado en eso, he sido una persona muy seria siempre. Pero no sé, el destino es algo que le sucede a uno ¿no?, no tiene nada que ver con la forma que uno ha querido prefijarle.
Son géneros que han venido a buscarlo.
—Es cierto, sí. Ahora recuerdo aquella frase de Whistler, cuando se hablaba, bueno, sobre el medio ambiente, sobre la influencia ideológica, sobre el estado de la sociedad; y Whistler dijo: «Art happens»: el arte sucede. El arte es algo imprevisible.
Sí, y también es paradojal que el mayor de los tímidos terminara hablando con cientos de personas en distintos lugares, como ocurrió últimamente.
—Sí, hace unos meses hablé ante… me dijeron que eran mil, pero posiblemente fueran novecientas noventa y nueve personas, ¿no? (ríen ambos), o novecientas simplemente, ya que en todo caso, la cifra mil impresiona. Pero no, ya que mil personas de buena voluntad no tienen por qué ser temibles. Además yo, para darme valor inventé una suerte de argumento metafísico, y es éste: la muchedumbre es una entidad ficticia, lo que realmente existe es cada individuo.
Claro.
—El hecho de sumarlos, bueno, uno puede sumarlos —uno también podría sumar personas que se suceden, que no son contemporáneas—, entonces yo pienso: no estoy hablando ante trescientas personas, estoy hablando a cada una de esas trescientas personas. Es decir, realmente somos dos; ya que lo demás es ficticio. Ahora, no sé si lógicamente eso está bien, pero me ayudó y sigue ayudándome en cada conferencia o en cada diálogo con muchos. De manera que yo pienso: lo que yo digo es oído por una sola persona, el hecho de que esa única persona no sea la misma, y que haya, digamos, trescientas personas o treinta personas que me oyen a un tiempo no importa; yo hablo con cada una de ellas, no con la suma. Y por otra parte, si hablara con la suma sería más fácil —hay un libro sobre la psicología de las multitudes, y parece que las multitudes son más sencillas que los individuos—. Eso yo lo he comprobado en el cinematógrafo o en el teatro: una broma que uno no se aventuraría a hacer a un interlocutor, es aceptada por una sala, y hace gracia.
Es cierto.
—Sí, de modo que las multitudes son más sencillas. Y eso lo saben muy bien los políticos, que se aprovechan del hecho de que no están hablando ante un individuo sino ante una multitud de individuos, bueno, simplificados, digamos; y del hecho de que basta usar los resortes más elementales o más torpes porque funcionan.
De manera que a la oratoria de los romanos usted prefirió el diálogo de los griegos.
—Exactamente, sí.
Ésa ha sido la transición de la conferencia al diálogo.
—El diálogo de los griegos, sí. Claro que los griegos eran también oradores.
Naturalmente.
—Demóstenes, en fin. Pero me parece mejor, y ahora me he acostumbrado… sobre todo para mí es un juego. Y si alguien piensa que algo es un juego, entonces aquello de hecho es un juego, y los demás lo sienten como un juego también. Además que yo al principio les advierto: bueno, esto va a ser un juego, espero que sea un juego tan divertido para ustedes como para mí; empecemos a jugar, no tiene la menor importancia. Y así sale bien también en las clases: yo trato de ser lo menos pedagógico posible, lo menos doctoral posible cuando doy una clase. Por eso las mejores clases son los seminarios. El ideal sería cinco o seis estudiantes y un par de horas. Yo durante un año di un curso de literatura inglesa en la Universidad Católica. Bueno, la gente tenía la mejor voluntad, pero yo no podía hacer nada con noventa personas y cuarenta minutos. Es imposible; mientras llegan y mientras se van han pasado los cuarenta minutos. Aquello duró un par de cuatrimestres, y luego dejé porque me convencí de que esa tarea era inútil.
Lo particular sería que en esto que usted denomina juego…
—Bueno, yo espero que ese juego que yo he inaugurado, digamos, ya que no lo he inventado…
Fue precedido en más de dos mil años.
—Sí, y además precedido, bueno, por los interrogatorios; por la inquisición, en fin, hay recuerdos bastante tristes. Pero yo trato de que todo sea una broma; el único modo de ver las cosas en serio, ¿no?
Claro.
—Desde luego.
Pero este juego del diálogo a lo mejor puede aproximarnos a la verdad.
—Puede aproximarnos a la verdad, y espero que sea imitado también. Porque una de las razones por las cuales yo he insinuado y finalmente impuesto ese juego es mi timidez, debido a que es muy fácil contestar a una pregunta ya que cada pregunta es un estímulo. Ahora, lo difícil es lograr que sean preguntas, porque las personas, sabiendo que va a haber respuesta, preparan más bien discursos que pueden durar hasta diez minutos, y a los cuales no hay nada que contestar.
Claro, porque hay en ellos muchas ideas juntas.
—Sí, muchas ideas o…
O ninguna idea.
—Sí, de modo que yo pido preguntas concretas y prometo contestaciones concretas. Pero es muy difícil, de hecho, conseguir que la gente pregunte algo; porque más bien prefieren lucirse, o, en fin, aburrir a los demás —lo cual viene a ser lo mismo— con largos discursos preparados.
En lugar de favorecer el diálogo.
—Claro.
Bueno, Borges, nosotros seguiremos jugando, seguiremos dialogando, siempre en busca de la posible verdad, en todo caso.
—Pero por supuesto.



Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)


Imagen: Borges sin atribución de autor (Archivo EFE)



25/3/18

Jorge Luis Borges: «La espada dormida», de Manuel Peyrou







Sur, Buenos Aires, 1944

Acerca de esta Espada dormida, se pronunciará inevitablemente el nombre de Chesterton. La cuidadosa irrealidad, los pulcros misterios, la economía y el ingenio del diálogo, justifican esa aproximación y quizá la exigen, pero los cuentos policiales de Chesterton suelen adolecer de un propósito apologético y éstos de Manuel Peyrou son felices como aquellas New Arabian Nights en que el joven Stevenson propuso una versión del futuro Eduardo Séptimo de Inglaterra, bajo la cariñosa especie del Príncipe Florizel de Bohemia. Tan hábilmente disimulan estas ficciones los arduos y tenaces borradores que sin duda los precedieron, que corren el albur de parecer meros favores del azar y la negligencia, meras felicidades fortuitas. Tal no es la verdad, por supuesto; el malhadado azar puede suministrar a sus clientes las opera omnia de Vicente Huidobro o un verso de Ezra Pound, pero no un solo párrafo de Johnson o el más tenue diálogo de este libro. Todo en él ha sido premeditado, todo parece una improvisación venturosa, un don accidental de las divinidades secretas.

Una superstición de nuestro tiempo juzga que un libro que debate un problema es, de antemano, superior a otro libro que únicamente quiere encantar. Sin embargo, las irresponsables 1001 Noches han sobrevivido a infinitos poemas alegóricos, densos de erudición alcoránica; La hora de todos de Quevedo a su Política de Dios y gobierno de Cristo; Huckleberry Finn a los laboriosos productos de Norris y de Dreiser. La espada dormida es, ante todo, un libro agradable. ¿Necesitaré agregar que ese epíteto no encierra el menor matiz de condescendencia y que un libro que propone (y que logra) la felicidad del lector es, en cualquier época de la historia, en cualquier país del planeta, algo agradecible e impar?

En estos cuentos ejemplares, Manuel Peyrou demuestra comprender lo que no han comprendido los individuos del erróneo y funesto Detection Club: el cuento policial nada tiene que ver con la investigación policial, con las minucias de la toxicología o de la balística. Puede perjudicarlo todo exceso de verosimilitud, de realismo; trátase de un género artificial, como la pastoral o la fábula. Por eso es conveniente que su acción esté ubicada en otro país. Así lo entendió Poe, su inventor, con su Rué Morgue y con su Faubourg Saint-Germain; así Chesterton, que prefiere un Londres fantasmagórico. Tales artificios impiden que para juzgar la ficción (en la que priman el rigor y el asombro) se recurra a la mera realidad (en la que priman la rutina y la delación, el imprevisible azar y el vano detalle). Quienes reprochan a Peyrou la elección de escenarios extraños, olvidan que en un cuento policial escrito en Buenos Aires, Buenos Aires no debe figurar, o sólo puede figurar deformado, como en las páginas de Bustos Domecq.

Toda improbable antología futura que no incluya La espada dormida o La playa mágica me parecerá, bien lo sé, un libro inexplicable y algo monstruoso.






En: revista Sur, Buenos Aires, Año XIV, N° 127, mayo de 1945, p. 124
Luego publicado en Borges en Sur (1999)
Al pie: Manuel Peyrou en clase de esgrima - Foto Acervo Familia Peyrou

24/3/18

Jorge Luis Borges: Dictadura





Las dictaduras fomentan la opresión, las dictaduras fomentan el servilismo, las dictaduras fomentan la crueldad; más abominable es el hecho de que fomenten la idiotez. Botones que balbucean imperativos, efigies de caudillos, vivas y mueras prefijados, muros exornados de nombres, ceremonias unánimes, la mera disciplina usurpando el lugar de la lucidez… Combatir esas tristes monotonías es uno de los muchos deberes del escritor. ¿Habré de recordar a lectores del Martín Fierro y de Don Segundo que el individualismo es una vieja virtud argentina?
«Palabras pronunciadas por J. L. B. 
en la comida que le ofrecieron los escritores», 1946

Las dictaduras podrían ser buenas, pero en general no lo son. Porque la dictadura ilustrada es una utopía y las dictaduras militares son las peores.
El País, marzo, 1981
En Borges A/Z 
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges, 1988



Imagen: Otro Borges de Miguel Ruibal [FB] [TW] Blog
14 x 21 cms. pasteles, sanguina y lápiz blanco sobre papel 
2018 para Borges todo el año

Abajo: Portada del libro Borges A/Z
Colección La Biblioteca de Babel




















23/3/18

Daniel Moyano y Adolfo Bioy Casares: Diálogo sobre Jorge Luis Borges







Moyano: –Bioy, ¿cuándo conociste a Borges?
Bioy Casares: –Borges fue mi amigo de siempre, lo conocí en 1932, en casa de Victoria Ocampo, que era muy autoritaria.
–¿Y cómo era esa relación en la que mezclaban la amistad y el trabajo?, ¿qué pasó con el encargo publicitario de una marca de yogur?
–Un día me pidieron a mí que hiciera un folleto sobre la cuajada y el yogur, y como pagaban muy bien –pagaban 17 pesos la página, que era mucha plata en esos momentos– le propuse a Borges que lo hiciéramos juntos. Entonces nos fuimos al campo para escribirlo, y como nos aburríamos empezamos a hacer bromas con aquella redacción. Yo creo que esas bromas fueron como una semilla que, tal vez, minó nuestra colaboración posterior. Éramos dos escritores partidarios de la literatura deliberada: no de escribir con el inconsciente, sino al contrario, nítidamente escrito y con la conciencia despierta, y nos propusimos escribir historias policíacas clásicas con un enigma y una solución. Nos dejábamos arrastrar por las bromas, de pronto, Borges me preguntaba: “Y qué vamos a hacer con este autor?, ¿y eso a dónde nos lleva?”. Vale decir que tuvimos una lección de humildad, tal vez por esas bromas que hacíamos mientras redactábamos el folleto sobre el yogur, en el que descubrías también frases pomposas, como si en esa época Borges y yo creyésemos que escribir bien era escribir pomposamente.
–¿Cómo se escriben relatos a cuatro manos?
–Nos veíamos por la noche, antes de la cena, y si a uno se le ocurría una historia le anunciaba al otro que tenía un cuento para que lo escribiésemos juntos. Si el otro aceptaba, lo conversábamos durante la cena y nos proponíamos no escribirlo hasta después de la tercera cena, para haber hablado bastante de él. Pero en la segunda cena Borges se impacientaba y entonces yo me ponía a la máquina de escribir y al que se le ocurría la primera frase la proponía; si al otro le parecía bien, la aceptaba, escribíamos esa frase y así seguíamos.
–¿Tenían algún secreto para que no se rompiera esa relación?
–El secreto –ya lo dijo Borges– era no tener amor propio, no tener vanidad, y no tener cortesía con el otro cuando las cosas iban por mal camino. Realmente resultaba mucho más fácil que escribir solo porque de esta manera hay que resolver las dificultades sin ayuda; en cambio, cuando son dos las personas que escriben es probable que la dificultad de uno no sea la del otro.
–El tono de los relatos relatos de ustedes es jocoso, divertido, paródico…
–Puedo decir que fuimos muy felices escribiendo juntos, que nos divertíamos mucho. Nos hicimos odiar por Silvina Ocampo y por los amigos que estaban en el otro lado del cuarto porque Borges se reía a carcajadas cuando estábamos escribiendo.
–¿Tuvieron más proyectos juntos?
–Después, cuando decidimos escribir en serio, teníamos planes para escribir un libro parecido a uno de Ezra Pound, ABC de la lectura. No pudimos hacerlo porque ya estábamos viciados con las bromas y de la única forma que podíamos escribir era burlescamente, así que, de algún modo, nuestro procedimiento nos castigó y nos obligó a dejar proyectos que tal vez hubieran sido buenos.



Fragmento del diálogo entre Daniel Moyano y Adolfo Bioy Casares
Convocado por Miguel Munárriz como parte del ciclo de Encuentros Hispanoamericanos,1991
Caricatura de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares por Antonio Antunes

22/3/18

Jorge Luis Borges - Alicia Jurado: El Gran Vehículo





La voluntad de ser leal, siquiera nominalmente, a un maestro; la ventaja de autorizar ideas nuevas con viejos nombres respetados; la oscura convicción de que en los sistemas la tendencia general es lo que importa, han motivado la atribución de doctrinas secretas a algunos pensadores famosos. De Aristóteles se dijo que por la mañana confiaba sus pensamientos íntimos a unos pocos alumnos; por la tarde, comunicaba a un grupo más amplio una versión popular. La primera doctrina era la esotérica; la otra, la exotérica. Lo mismo ocurre con Pitágoras y con Platón y, también, con el Buddha.
Poco antes de morir, el Buddha se limita a repetir a uno de sus discípulos la doctrina habitual, pero, además de lo enseñado en la tierra, se le atribuyó una doctrina esotérica predicada por él en el cielo y conservada en los archivos subterráneos de los Nagas, que la revelaron a Nagarjuna en el siglo II de la era cristiana (150 d. de C.). De esta doctrina surge el Mahayana.
El Buddha, como Cristo, no se propuso nunca fundar una religión. Su finalidad fue la salvación personal de un grupo de monjes que creían en la reencarnación y querían evitarla. El poeta francés Leconte de Lisle formuló, acaso sin saberlo, ese anhelo de aniquilación:
Délivre-nous du Temps, du Nombre et de l’Espace, et rends-nous le repos que la vie a troublé[11].
Pero la voluntad de no ser tiene menos de promesa que de amenaza para casi todos los hombres. Toda religión debe adaptarse a las necesidades de sus fieles, y el budismo, para sobrevivir, se resignó a lo largo del tiempo a profundas y complejas modificaciones. Mahayana quiere decir «Gran Vehículo»; la doctrina primitiva recibió el nombre de Pequeño Vehículo o Hinayana. Estas metáforas se refieren al caso de un incendio hipotético, del cual una persona se salva sola, en un carrito tirado por una cabra, mientras otra salva a una multitud en un carromato conducido por bueyes. La pregunta se plantea de este modo: ¿Cuál de las dos es más meritoria? Evidentemente, la segunda. El Mahayana propone a cada uno de sus adeptos la posibilidad, por cierto remota, de ser un Buddha al cabo de innumerables transmigraciones y de salvar a muchos; este largo proceso ofrece a los devotos la perspectiva de una serie de vidas, cada una de las cuales va aproximándose, sin mayor premura, al Nirvana. Mediante este artificio, la meta de la aniquilación se concilia con la voluntad de vivir. El Mahayana no exige de la mayoría de los fieles una transformación inmediata de los hábitos cotidianos.
Según ciertos autores, ya se habría producido el cisma antes del reinado del famoso emperador Asoka (264-228 a. de C.), que se convirtió a la fe del Buddha, pero no recurrió nunca a las armas para imponerla. Las guerras religiosas son privativas del judaísmo y de sus ramas —la fe de Cristo y el Islam—, que han heredado ese método de conversión. En Oriente, un individuo puede profesar a la vez diversas religiones, que no se estorban y cuyas ceremonias conviven.
Una de las mayores dificultades para la exposición del Mahayana es que su mecanismo lógico es abrumadoramente complejo y abunda en negaciones, afirmaciones, divisiones y subdivisiones, y que el resultado a que llega es la negación de la lógica, ya que su índole es mística. Usa y abusa de la lógica para la demolición de la lógica.
Ambos Vehículos tienen en común: las tres características del ser (impermanencia o fugacidad, sufrimiento e irrealidad del Yo), las Cuatro Nobles Verdades, la transmigración, el karma y la Vía Media. El Mahayana se distingue por el idealismo absoluto. El universo nos presenta continuamente formas, colores, olores, sonidos, sensaciones térmicas y espaciales, pero detrás de esas apariencias no hay nada. El universo es ilusorio: vivir es, precisamente, soñar. Shakespeare dirá mucho después:
We are such stuff as dreams are made on[12].
(TempestIV, 1)


Berkeley y Schopenhauer razonaron más tarde esa filosofía de carácter onírico. El Samsara (el proceso de las infinitas transmigraciones) ya es el Nirvana; todos llegaremos al Nirvana al adquirir conciencia de ese estado y cada brizna de pasto alcanzará la condición del Buddha. Mientras tanto, recorreremos las seis posibilidades del ser, con la seguridad de ascender a la dignidad de los Devas y morar en paraísos.
La meta del budismo primitivo, dirigido a unos pocos monjes, fue la aniquilación, la firme voluntad de no reencarnarse, al morir, en un cuerpo distinto; la del Mayahana es retardar ese proceso en un orbe soñado, alucinatorio, pero no siempre desagradable. El ideal del Buddha ha sido reemplazado por el del Bodhisattva, un hombre que se propone llegar a Buddha al cabo de innumerables encarnaciones.
El Buddha había exhortado a sus discípulos a esforzarse por labrar su propia salvación; el Mahayana, en cambio, insiste en el poder de la gracia. El mérito se adquiere no sólo mediante el Óctuple Sendero, sino por la repetición del nombre del Buddha, por las ofrendas, por la oración, por la firmeza en la fe, por la meditación sobre los reinos que serán nuestros en el largo camino.
Como los gnósticos alejandrinos, que negaron la humanidad corporal de Cristo por no atribuirle las miserias de la fisiología y declararon que un fantasma había sido crucificado en su lugar, los teólogos del Mahayana piensan que el Buddha histórico fue una proyección del Buddha celeste (Dhyam Buddha) y que fue su fantasma el que bajó a la tierra y predicó la ley. El Dhyam Buddha sería, de este modo, una suerte de arquetipo platónico. El nombre del Dhyam Buddha de Gautama es Amitabha, que significa «Ilimitada Luz». Cada Dhyam Buddha tiene un Bodhisattva y un Buddha terrestre.
Al principio, los maestros del Hinayana y del Mahayana moraban y enseñaban en los mismos monasterios. Largas discusiones teológicas llevarían a influencias recíprocas, que ya no podemos desentrañar, y entre uno y otro hubo escuelas de transición.
El más famoso de los maestros del Mahayana, Nagarjuna el nihilista, reunió a sus prosélitos en Nalanda, en el sur de la India; después, como veremos, la doctrina se extendería a otros países asiáticos.
El Mahayana enseña la total irrealidad del universo; el Hinayana cree que los elementos o skandhas que componen las transitorias apariencias, son reales. Para el Mahayana, el monje y el Nirvana que anhela son parejamente ilusorios. Los opositores argumentaron que, si todo es nada, no hay Cuatro Verdades, ni Óctuple Sendero, ni karma, ni transmigración, ni orden monástica ni Buddha; Nagarjuna a su vez les replicó que son dos las verdades: una, convencional, que se sirve de los cotidianos fenómenos de la «vida real»; otra, absoluta, sin la cual el Nirvana es inalcanzable. Compara el universo con los espejismos, con los ecos y con los sueños. Debemos despojarnos del odio y del amor[13], de las cavilaciones, del apego, y ver los hechos como los ve el firmamento, que también es vacío. Nagarjuna redujo la Vía Media a las siguientes negaciones: no hay aniquilación, no hay generación, no hay destrucción, no hay permanencia, no hay unidad, no hay pluralidad, no hay entrada, no hay salida.
Ambas escuelas niegan la causalidad: un hecho simplemente sucede a otro sin influencia del anterior. El individuo, como tal, no existe. No hay un alma, pero hay el karma, que pasa de transmigración a transmigración.
Dado el budismo, era casi inevitable que éste arribara al nihilismo de Nagarjuna. Cabe citar la frase de David Hume: «Cuando razono soy un filósofo; en mi vida cotidiana debo aceptar que hay un Yo, un mundo interno y un mundo externo».
El Hinayana afirma que en el Nirvana desaparecerán la vista, el tacto, el olfato, el gusto y la audición, y compara al elegido con una lámpara apagada. Nagarjuna declara que lo que no existe no puede desaparecer ni continuar. El Nirvana equivale a la concepción de que nada existe; el Samsara ya es el Nirvana y se identifica con el principio absoluto que hay detrás de las apariencias. El hombre que sabe que no es ha alcanzado el Nirvana; el vasto universo astronómico no es menos irreal que ese hombre. Quien se confunde con los otros y con todo lo otro ya ha logrado la meta.
Se niega la posibilidad de todo proceso. En el capítulo segundo de su tratado, Nagarjuna escribe:
En lo andado ya no hay andar,
en lo por andar aún no hay andar;
sin lo andado y sin lo que está por andar, no hay un andar.
Radhakrishnan traduce:
No estamos recorriendo el trecho que ya hemos recorrido.
No estamos recorriendo el trecho que aún falta recorrer.
Un trecho no recorrido ni por recorrer es incomprensible.
Análogamente, Zenón de Elea, discípulo de Parménides, negó que una flecha pudiera llegar a la meta, ya que está inmóvil en cada uno de los instantes de su trayecto, y una serie de inmovilidades, aunque infinita, no será nunca un movimiento. Cuatro siglos antes de Cristo, Diodoro Cronos negó que un muro pueda demolerse: cuando los ladrillos están unidos el muro está en pie, cuando ya no lo están, el muro no existe. Tales argumentos no son laboriosas trivialidades: Diodoro Cronos, Zenón de Elea y Nagarjuna querían demostrar que la realidad es inconcebible y, por consiguiente, ilusoria.
Nagarjuna parece haber estado poseído por la necesidad de negar. Todos sus predecesores habían reiterado la omnisciencia del Buddha; él, en cambio, escribe: «Si hubiera tantos Ganges como hay granos de arena en el Ganges, y otra vez tantos Ganges como granos de arena en los nuevos Ganges, el número de granos de arena sería menor que el número de cosas que ignora el Buddha». En uno de los tratados que se titulan Ápice de la Sabiduría, se lee que todo, para el sabio, es mera vacuidad, mero nombre; también es mera vacuidad y mero nombre el Ápice de la Sabiduría.
El Hinayana propone como ideal del Arhat, el santo, el hombre cuyos actos, palabras y pensamientos no proyectan un karma; el hombre que no volverá a encarnar y que, al morir, entrará en el Nirvana. Tiene poderes mágicos: oye y comprende todos los sonidos del universo, ve todo, recuerda sus infinitas vidas anteriores. El Gran Vehículo, en cambio, propone el Bodhisattva, el hombre, ángel o animal destinado a ser Buddha al cabo de incontables siglos, de millares de nacimientos, vidas y muertes. Debe ejercer, en cada etapa, la compasión; una leyenda afirma que, en una de sus vidas anteriores, el futuro Buddha dio su cuerpo a un tigre para saciar el hambre del animal.
Hay una carrera intermedia, la del Pratyeka Buddha, el santo solitario que, sin ayuda de maestros, llega a ser Buddha, pero que no puede comunicar su iluminación. Los textos lo comparan a un mudo que ha soñado un sueño importante; también al rinoceronte que anda solitario en las selvas.
Aceptada la doctrina de muchos Buddhas, se procedió a inventarlos y a dotarlos de nombres. Se llegó asimismo a admitir la coexistencia de infinitos Buddhas en los infinitos mundos del universo. Los de nuestro planeta nacen invariablemente en la India, de castas de brahmanes o de guerreros, y logran, al pie de un árbol sagrado, su redención. Según el mundo al que pertenecen, son de estatura diversa y logran diversas edades. Algunos son longevos y gigantescos, pero todos tienen treinta y dos estigmas y ciento ocho marcas en cada pie. Todos predican la misma ley.
Uno de los anhelos del Mahayana es la fraternidad de todos los hombres. El próximo Buddha se llamará Maitreya y vendrá al mundo en el año 4457 de la era cristiana. Su nombre significa «el Compasivo», «el Lleno de Amor». Ahora está en el cielo, pero en la tierra hay libros sagrados revelados por él. Abundan sus imágenes; a principios del siglo VII el peregrino chino Hsuang Tsang vio, en un valle de la India, una estatua colosal labrada en madera y dorada; el artífice había subido al cielo tres veces para estudiar los rasgos del Redentor.
Las leyendas pictóricas parecen típicas de Maitreya; Hsuang Tsang refiere que en un templo necesitaban una imagen suya y que al cabo de muchos años un desconocido se comprometió a pintarla, a condición de que le trajeran una lámpara y una pala de tierra olorosa y cerraran la puerta. Pasaron varios días. Los sacerdotes entraron; el hombre había desaparecido y en el santuario estaba la imagen del Buddha. Uno de los sacerdotes soñó que el hombre era Maitreya.




Notas

[11] Líbranos del Tiempo, del Número y del Espacio / y devuélvenos el reposo que la vida ha turbado.
[12] Estamos hechos de la materia de los sueños. 
[13] Recordemos la estrofa de Fray Luis:
Vivir quiero conmigo,
gozar quiero del bien que debo al cielo,
a solas, sin testigo,
libre de amor, de celo,
de odio, de esperanzas, de recelo.
Título original: Qué es el budismo Jorge Luis Borges y Alicia Jurado, 1976

Luego en J. L. Borges: Obras completas en colaboración
© María Kodama 1995

©Emecé Editores 1979 y ss. 

Imagen: Alicia Jurado en 1988 por Aldo Sessa


21/3/18

Jorge Luis Borges: Crítica literaria





Yo diría que la crítica literaria enriquece la literatura. Creo que un personaje tan complejo como Hamlet (the Dead) es más complejo después de haber pasado por Coleridge, por ejemplo. Creo que una de las funciones de la crítica no es tanto analizar los motivos del autor, sino enriquecer la obra.
Jasso, 1972
Yo creí en un tiempo que la crítica era el análisis de los textos, idea bastante corriente en Francia. Ahora creo que no, creo que lo importante es ubicar al crítico como creador y a la crítica como un hecho creativo. Hoy, por ejemplo, después de la obra de De Sanctis, de diversos críticos, no se puede ignorar el cambio que se ha operado en la crítica. Además, mi idea anterior correspondía a un concepto mecánico de la literatura que creía que la crítica era el análisis de los procedimientos literarios. Ahora descreo de los procedimientos y creo que lo importante es la ilusión que se produce detrás de los procedimientos. Este es mi concepto singular y que pertenece a Borges.
Espejo, 1976



En Borges A/Z 
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges (1988)
Jorge Luis Borges en una conferencia en la SADE
A su izquierda, Antonio de la Torre
Foto Herederos Antonio de la Torre
Al pie: Portada del libro Borges A/Z  
Colección La Biblioteca de Babel

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