5/2/18

María Kodama: Encuentro de culturas



 


   Puntos, rayas, zonas sombreadas, gruesas líneas que van demarcando las fronteras en un atlas de historia antigua. Signos que indican desde el comienzo del tiempo humano, el flujo y reflujo de las diferentes migraciones del hombre. Puntos, rayas, zonas sombreadas que se superponen y a veces desaparecen. Signos... Eso que, prolijamente trazado y coloreado, nos da la evolución de la humanidad hasta su nunca definitiva forma geográfica actual. Uno se estremece cuando sabe que esa aséptica geometría encierra luchas, desolación, muerte y cautiverio. Uno sabe, también, que esos signos nada transmitirían emocionalmente, si no estuvieran los bajorrelieves de la antigüedad —mudos testigos de ese tiempo— y la literatura, guardianes de la emoción de la vida a través de sus creadores.
De las múltiples formas del castigo, el cautiverio es, quizá, la más dolorosa. En la niñez, muchos se habrán sentido transidos por el enigma terrible que encierra el mito, o por la historia, tan lejana para un niño, que se confunde con el mito. Algunos habrán oído de labios de sus mayores, las palabras de la Biblia, esa historia apasionante de los judíos que es la de Palestina, y que comenzó con aquella gente que ocupaba las tierras que se extendían junto al Nilo, el Tigris y el Éufrates los ubica en el centro físico de los movimientos históricos que hicieron crecer el mundo. La mención de esos ríos es el recuerdo instantáneo de los dos centros culturales más importantes del mundo antiguo: Egipto y Babilonia. Es, precisamente, este último nombre el que desde la infancia queda asociado a la construcción de una torre con la que los hombres pretendían llegar a Dios, y es aquí cuando aprendemos que el lenguaje de la humanidad era uno y que la diversidad de las lenguas surge como un castigo de Dios al hombre por su soberbia. Los hombres no podrían llegar a Dios porque no podrían entenderse. Por eso uno acepta, cuando sabe que Nabucodonosor, rey de Babilonia, sitia a Jerusalem; y hace prisionero a Joaquín, rey de Jerusalem. Uno siente temor ante la violencia con la que saca los tesoros de la casa de Jehová y de la casa del rey, y rompe los utensilios de oro que eran de Salomón, rey de Israel; y, sin embargo, esto no puede compararse con la desazón que uno siente cuando lee, en el versículo 15 de Reyes, 24 y 25, que “asimismo llevó cautivos a Babilonia, a Joaquín, a la madre del rey, a las mujeres del rey, a sus oficiales y a los poderosos de la tierra; cautivos los llevó de Jerusalem a Babilonia”.
Uno siente opresión: desde la noche de los tiempos surge el clamor de los hombres, el llanto de las mujeres, los gritos de los niños, y desfilan ante nuestros ojos nuevamente el dolor y la guerra engendrada por la cólera de Aquiles; y el cadáver de Héctor arrastrado tres veces alrededor de las murallas de Troya; y el desconsuelo de Hécuba; y el clamor de los troyanos que lamentan, en la muerte de Héctor, su propio destino; todo esto lo salvó para nosotros, Homero.
Tanto en Occidente como en Oriente, el cautiverio, la idea de ser cautivo, hizo que muchos prefirieran morir antes que caer en manos de sus enemigos: Cleopatra, que se hizo picar por el áspid; o, en el extremo Oriente, la terrible historia de Heike, en la que las mujeres prefieren arrojarse al mar con sus hijos antes de ser llevadas en cautiverio. Oyendo estas historias, uno piensa en la inconsciencia de la infancia, que esta violencia le es ajena: hasta el momento en que descubre a los pitagóricos, quienes se consideran forasteros curiosos en la Magna Grecia, espectadores que se limitan a ver. A esta vida, que ellos denominan teorética, se opone el cuerpo con sus necesidades que sujetan al hombre. Entonces se leen las palabras que enfrentarán al hombre con una situación extrema, soma-sema, el cuerpo es una tumba. Hay que superarlo conservándolo. Para llegar a esto, es necesario un estado previo del alma, el entusiasmo, es decir, el endiosamiento. Sólo así se llega a una vida teorética no ligada a las necesidades del cuerpo, a un modo de vivir divino. El hombre que llega a esto es el sabio. Entonces, perdida la inocencia, se nos revela —a través de los pitagóricos— que ese cautiverio y esa violencia está en nosotros mismos y, también en nosotros mismos, el poder de superarla.
Siguiendo el curso de la historia, uno se pregunta si Hernán Cortés, por ejemplo, al quemar sus naves, logró, por un acto de voluntad, ese vivir divino; o si decidió en ese instante, su cautiverio en la vasta tierra mexicana, en ese continente regido por otra civilización con la que se enfrentaría en una cruel lucha, resultado de esa violencia que, abierta o encubiertamente, engendra una decisión.
En el continente europeo la sola mención de los bárbaros, denominación que, al comienzo, designaba tan sólo a los que no hablaban griego, a los extranjeros, producía temor y agonía. En el siglo V, este vocablo pasó a nombrar a las hordas o pueblos que abatieron el Imperio Romano y se expandieron por Europa. Luego fue sinónimo de fiero o cruel. El bárbaro era el ser odiado y temido, el que destruía el orden del Imperio, el que avasallaba imponiendo sus costumbres, su propia civilización, el que no podía hablar la misma lengua, el que engendraba el cautiverio.
Y en América vemos qué tan bárbaros eran los españoles para los indios, como lo eran los indios para los españoles. Todo esto, que parece claro si parangonamos la civilización azteca o maya con la española, parece más confuso cuando nos hallamos frente a indios que transcurrían sus vidas en un plano más primitivo.
La literatura se ha ocupado de situaciones límites en las regiones del sur del continente americano, presentando a los indios como seres casi bestiales, irrumpiendo en los fortines y llevándose cautivos a hombres y mujeres. La suerte de las cautivas era convertirse en concubinas del cacique, ganando siempre el odio de las otras, que hasta entonces habían vivido en armonía porque, precisamente, no eran la extranjera, la cautiva. Creo que aparece, por primera vez en nuestra literatura, en un pasaje de La Argentina Manuscrita, de Ruiz Díaz de Guzmán, el personaje de la cautiva. Ruiz Díaz de Guzmán sitúa el episodio en el fuerte de Sancti Spiritu, fundado por Gaboto en la unión de los ríos Paraná y Carcarañá —actual provincia de Santa Fe— en el año 1532.
Cuenta cómo el cacique Mangaré, enamorado de Lucía de Miranda, ataca y destruye el fuerte para llevarse cautiva a la mujer. Mangaré muere en la lucha y es su hermano Siripo, quien hereda a la cautiva como parte del botín. Sebastián Hurtado, el marido de Lucía, deliberadamente se hace tomar prisionero para dar con su mujer. Siripo ordena la muerte del hombre pero, ante los ruegos de Lucía, decide perdonarle la vida a cambio de que se aleje de ella. Los enamorados esposos no cumplen esto y, denunciados por una india celosa, Siripo los sorprende juntos y condena a la mujer a la hoguera, tormento que deberá presenciar el marido, para morir después, asaeteado.
Este tema será trasladado al teatro por Lavardén.
Tres siglos después, en 1837, publica Esteban Echeverría, de vuelta de Francia, el 28 de junio de 1830, el segundo volumen de Rimas, donde destaca como pieza principal el poema La Cautiva. Se da, también aquí, el cautiverio como el enfrentamiento de civilización y barbarie que, más tarde, retomará Sarmiento en su Facundo, cuya primera edición es de 1845.
El desarrollo de La Cautiva de Echeverría está teñido de romanticismo y de brutalidad. Está poema está dividido en nueve cantos y un epílogo. Podemos decir que la protagonista es La Pampa, ese desierto que se extiende desde el Plata a los Andes y que ya había sido cantado por los viajeros ingleses. Echeverría la transforma en la magnífica protagonista de su leyenda. Los personajes son María y Brian, que caen en poder de los indios; y La Pampa —verdadero tema de la obra— acompaña, de algún modo, el destino de los desdichados personajes, siendo, a veces, la expresión de lo que les sucede, de acuerdo con la visión romántica de la naturaleza.
Donde la descripción de la crueldad del indio alcanza su mayor grado de brutalidad es en el Martín Fierro de José Hernández, publicado en 1872, en el canto VIII, segunda parte, 1879, La vuelta de Martín Fierro. Martín Fierro está pensando en Cruz, a quien acaba de enterrar, cuando oye unos lamentos. Se acerca al lugar de donde provienen y ve a un indio que está azotando despiadadamente a una cautiva. Ésta ha sido acusada de bruja por una india, a raíz de la muerte de una hermana de la mujer. Como la cautiva no declara, el indio degüella al niño y le ata las manos a la desdichada con las tripas de su hijo. Martín Fierro mira al indio y sabe que la lucha es a muerte. Cuando el indio está a punto de matarlo, la mujer, con sobrehumano esfuerzo, ayuda a Martín Fierro. El indio resbala sobre los restos del niño y Fierro lo mata y vuelve con la mujer a la civilización.
Borges retoma el tema del cautiverio en dos textos: Historia del guerrero y de la cautiva  y El cautivo. La diferencia fundamental consiste en que Borges no va a remitirse al relato del encuentro entre civilización y barbarie, o crueldad y piedad. Con estos dos cuentos, alcanza otra instancia: Borges va a imaginar al hombre y su circunstancia, como decía Ortega.
En Historia del guerrero y de la cautiva, Borges presenta dos historias separadas en el tiempo y en el espacio, que ofrecen, de una manera especular —por su inversión—, un mismo hecho, aunque parezcan dos episodios antagónicos.
En la primera parte, cuenta la historia de Droctulft, que leyó en La Poesía de Croce.
Benedetto Croce abrevia un texto latino de Pablo el Diácono. Borges narra cómo se conmovió con esta lectura y anticipa lo que será la segunda historia, cuando dice: “Luego entendí por qué”:
Fue Droctulft un guerrero lombardo que en el asedio de Ravena abandonó a los suyos y murió defendiendo la ciudad que antes había atacado. Los raveneses le dieron sepultura en un templo y compusieron un epitafio en el que manifestaron su gratitud.
Borges duda en ubicar la historia en el siglo VI, cuando los longobardos desolaron las llanuras de Italia, o en el VIII, antes de la rendición de Ravena. Él mismo dice:
Imaginemos (este no es un trabajo histórico) lo primero. Deliberadamente comienza el párrafo con “imaginemos”, juega con elementos de posibilidad, luego dice “al tipo genérico”; es decir que insiste en la no individualización, en la despersonalización del individuo. En lo que continúa vemos, también, la no intervención de la voluntad, en esa trayectoria que lo lleva desde las márgenes del Danubio y el Elba:
[El hombre] tal vez no sabía que iba al sur y tal vez no sabía que guerreaba contra el nombre romano. Quizá profesaba el arrianismo, que mantiene que la gloria del Hijo es reflejo de la gloria del Padre, pero más congruente es imaginarlo devoto de la Tierra, de Hertha…
Más adelante, agrega: “…era blanco, animoso, inocente, cruel, leal a su capitán y a su tribu, no al universo”. Toda esa vaguedad que se da en torno a Droctulft se cierra con esta enigmática frase.
De pronto dice: “Las guerras lo traen a Ravena y ahí ve algo que no ha visto jamás, o que no ha visto con plenitud”, y más adelante agrega: “Quizá le basta ver un solo arco, con una incomprensible inscripción en eternas letras romanas. Bruscamente lo ciega y lo renueva esa revelación, la Ciudad”.
A partir de este punto los verbos cambian, expresan la visión, la certeza y la acción de Droctulft, sujeto que elige:
Sabe que en ella será un perro, o un niño […] sabe también que ella vale más que sus dioses y que la fe jurada y que todas las ciénagas de Alemania. Droctulft abandona a los suyos y pelea por Ravena. Muere, y en la sepultura graban palabras que él no hubiera entendido.
Hasta antes de esa revelación, todo es vago y no hay ningún indicio de una toma de iniciativa de Droctulft, que perteneciendo a los grupos bárbaros que asolaron Europa y que llevaban consigo el cautiverio y la muerte era, sin saberlo, cautivo de esa cosa feroz, la guerra. Es a partir de ver que se produce la revelación y el hombre sabe y actúa, abandona, pelea y muere. Estos actos, que ganaron la gratitud de los raveneses, quizá fueron otra forma de cautiverio, quizá todo esto le fue ajeno, ya que ni siquiera hubiera entendido las palabras que grabaron en su epitafio. Borges no lo considera un traidor sino un iluminado, un converso, y juega con la idea de que quizá, de alguno de los otros longobardos que siguieron su ejemplo, nació Dante. Esto develaría la frase, “leal a su capitán y a su tribu, no al universo”. ¿Cuál es la lealtad vista desde la perspectiva del universo? ¿Fue un traidor Droctulft, o la inglesa india, ambos renegando de sus respectivas culturas?
Borges dice que la historia de la inglesa india lo emocionó, porque tuvo la impresión de recuperar, bajo forma diversa, algo que había sido suyo. Finalmente recuerda que es un relato que oyó de su abuela inglesa. Su abuela Fanny Haslam, casada con Borges, jefe de las fronteras Norte y Oeste de Buenos Aires y Sur de Santa Fe. La comandancia estaba en Junín. Ahí le cuentan a su abuela que hay otra inglesa desterrada como ella y un día le señalan una muchacha india. Un soldado le dice a la india que otra inglesa quiere hablar con ella. A partir del momento en que asiente, la india es la mujer, o las dos mujeres que se sienten hermanas. Sin embargo, pasa a ser llamada la otra cuando relata su historia de cautiverio y su condición de mujer de un capitanejo a quien había dado dos hijos y que era muy valiente. En medio del relato, esa reflexión: “A esa barbarie se había rebajado una inglesa”, la vuelve a hermanar con la mujer que la escucha. A partir de aquí, ante el ofrecimiento de la abuela de Borges de ampararla, la otra se niega, el relator vuelve a despersonalizarla, a identificarla con lo ajeno, con lo extraño.
Después de la muerte de Francisco Borges, en circunstancias dramáticas en el 74, escribe Borges: “…quizá mi abuela, entonces, pudo percibir en la otra mujer, también arrebatada y transformada por este continente implacable, un espejo monstruoso de su destino…
Como Droctulft, una y otra son sólo cautivas.
Ante el gesto de la india a caballo, que se tira al suelo para beber la sangre caliente de la oveja, Borges dice: No sé si lo hizo porque ya no podía obrar de otro modo, o como un desafío y un signo. Este signo es, quizá, la exteriorización de la elección que hace: renunciar a la civilización. Acata, mediante esa acción, ese ímpetu secreto, “un ímpetu más hondo que la razón, y los dos acataron ese ímpetu que no hubieran sabido justificar. Acaso las historias que he referido son una sola historia. El anverso y el reverso de esta moneda son, para Dios, iguales.
También en El cautivo está la idea del hombre que nace en la civilización de la que es arrancado y, cuando regresa y puede elegir —¿puede?—, opta por volver a la barbarie.
Borges, en esta breve pieza en prosa, va dando la idea de ser otro en el tiempo, a través del cambio de sustantivos con los que se refiere al cautivo: es un chico desaparecido, un indio de ojos celestes, el hombre trabajado por el desierto. Vuelve a llamarlo chico cuando, por un instante, recuerda el lugar donde había escondido el cuchillito antes de ser raptado por el malón. Los padres lloran porque han encontrado al hijo. Finalmente vuelve a ser el indio y parte al desierto.
El constante cambio del hombre en el devenir está marcado en ambas historias. Aparentemente, el azar torció esos destinos; pero, quizá, cuando el destino les otorgó a esos personajes el instante, tal vez único, de libertad que tiene el hombre, el de decidir, pareciera que, en esa fracción de segundo, no es la razón la que actúa, sino un ímpetu que no se puede justificar o explicar.
Más allá de los encuentros de culturas, más allá de lo terrible y maravilloso que han encerrado y que aún encierran esos encuentros, el título de este breve cuento de Borges es la metáfora que encierra a todos los seres humanos en el laberinto del mundo. 




En Homenaje a Borges (2016)
Foto: Borges en visita a San Javier, Tucumán, 1978

4/2/18

Jorge Luis Borges: Profesión de fe literaria (1926)






Yo soy un hombre que se aventuró a escribir y aun a publicar unos versos que hacían memoria de dos barrios de esta ciudad que estaban entreveradísimos con su vida, porque en uno de ellos fue su niñez y en el otro gozó y padeció un amor que quizá fue grande. Además, cometí algunas composiciones rememorativas de la época rosista, que por predilección de mis lecturas y por miedosa tradición familiar, es una patria vieja de mi sentir. En el acto se me abalanzaron dos o tres críticos y me asestaron sofisterías y malquerencias de las que asombran por lo torpe. Uno me trató de retrógrado; otro, embusteramente apiadado, me señaló barrios más pintorescos que los que me cupieron en suerte y me recomendó el tranvía 56 que va a los Patricios en lugar del 96 que va a Urquiza; unos me agredían en nombre de los rascacielos; otros, en el de los rancheríos de latas. Tales esfuerzos de incomprensión (que al describir aquí he debido atenuar, para que no parezcan inverosímiles) justifican esta profesión de fe literaria. De este mi credo literario puedo aseverar lo que del religioso: es mío en cuanto creo en él, no en cuanto inventado por mí. En rigor, pienso que el hecho de postularlo es universal, hasta en quienes procuran contradecirlo.
Éste es mi postulado: toda literatura es autobiográfica, finalmente. Todo es poético en cuanto nos confiesa un destino, en cuanto nos da una vislumbre de él. En la poesía lírica, este destino suele mantenerse inmóvil, alerta, pero bosquejado siempre por símbolos que se avienen con su idiosincrasia y que nos permiten rastrearlo. No otro sentido tienen las cabelleras, los zafiros y los pedazos de vidrio de Góngora o las perradas de Almafuerte y sus lodazales. En las novelas es idéntico el caso. El personaje que importa en la novela pedagógica El criticón, no es Critilo ni Andrenio ni las comparsas alegóricas que los ciñen: es el fraile Gracián, con su genialidad de enano, con sus retruécanos solemnes, con sus zalemas ante arzobispos y próceres, con su religión de la desconfianza, con su sentirse demasiado culto, con su apariencia de jarabe y fondo de hiel. Asimismo, nuestra cortesía le finge credulidades a Shakespeare, cuando éste infunde en cuentos añejos su palabreo magnífico, pero en quien creemos verdaderamente es en el dramatizador, no en la hijas de Lear. Conste que no pretendo contradecir la vitalidad del drama y de las novelas; lo que afirmo es nuestra codicia de almas, de destinos, de idiosincrasias, codicia tan sabedora de lo que busca, que si las vidas fabulosas no le dan abasto, indaga amorosamente la del autor. Ya Macedonio Fernández lo dijo.
El caso de las metáforas es igual. Cualquier metáfora, por maravilladora que sea, es una experiencia posible y la dificultad no está en su invención (cosa llanísima, pues basta ser barajador de palabras prestigiosas para obtenerla), sino en causalizarla de manera que logre alucinar al que lee. Esto lo ilustraré con un par de ejemplos. Describe Herrera y Reissig (Los peregrinos de piedra, página 49 de la edición de París):
Tirita entre algodones húmedos la arboleda;
la cumbre está en un blanco éxtasis idealista
Aquí suceden dos rarezas: en vez de neblina hay algodones húmedos entre los que sienten frío los árboles y, además, la punta de un cerro está en éxtasis, en contemplación pensativa. Herrera no se asombra de este duplicado prodigio, y sigue adelante. El mismo poeta no ha realizado lo que escribe. ¿Cómo realizarlo nosotros?
Vengan ahora unos renglones de otro oriental (para que en Montevideo no se me enojen) acerca del obrero que suelda la vía. Son de Fernán Silva Valdés y los juzgo hechos de perfección. Son una metáfora bien metida en la realidad y hecha momento de un destino que cree en ella de veras y que se alegra con su milagro y hasta quiere compartirlo con otros. Rezan así:
Qué lindo,
vengan a ver qué lindo:
en medio de la calle ha caído una estrella; y un hombre enmascarado
por ver qué tiene adentro se está quemando en ella

Vengan a ver qué lindo:
en medio de la calle ha caído una estrella;
y la gente, asombrada,
le ha formado una rueda
para verla morir entre sus deslumbrantes
boqueadas celestes.
Estoy frente a un prodigio
—a ver quién me lo niega—
en medio de la calle
ha caído una estrella.
A veces la sustancia autobiográfica, la personal, está desaparecida por los accidentes que la encarnan y es como corazón que late en la hondura. Hay composiciones o líneas sueltas que agradan inexplicablemente: sus imágenes son apenas aproximativas, nunca puntuales; su argumento es manifiesto frangollo de una imaginación haragana, su dicción es torpe y, sin embargo, esa composición o ese verso aislado no se nos cae de la memoria y nos gusta. Esas divergencias del juicio estético y la emoción suelen engendrarse de la inhabilidad del primero: bien examinados, los versos que nos gustan a pesar nuestro, bosquejan siempre un alma, una idiosincrasia, un destino. Más aún: hay cosas que por sólo implicar destinos, ya son poéticas: por ejemplo, el plano de una ciudad, un rosario, los nombres de dos hermanas.
Hace unos renglones he insistido sobre la urgencia de subjetiva u objetiva verdad que piden las imágenes; ahora señalaré que la rima, por lo descarado de su artificio, puede infundir un aire de embuste a la composiciones más verídicas y que su actuación es contrapoética, en general: Toda poesía es una confidencia, y las premisas de cualquier confidencia son la confianza del que escucha y la veracidad del que habla. La rima tiene un pecado original: su ambiente de engaño. Aunque este engaño se limite a amargarnos, sin dejarse descubrir nunca, su mera sospecha basta para desalmar un pleno fervor. Alguien dirá que el ripio es achaque de versificadores endebles; yo pienso que es una condición del verso rimado. Unos lo esconden bien y otros mal, pero allí está siempre. Vaya un ejemplo de ripio vergonzante, cometido por un poeta famoso:
Mirándote en lectura sugerente
llegué al epílogo de mis quimeras;
tus ojos de palomas mensajeras
volvían de los astros, dulcemente.

Es cosa manifiesta que esos cuatro versos llegan a dos, y que los dos iniciales no tienen otra razón de ser que la de consentir los dos últimos. Es la misma trampa de versificación que hay en esta milonga clásica, ejemplo de ripio descarado:
Pejerrey con papas,
butifarra frita;
la china que tengo
nadie me la quita…
He declarado ya que toda poesía es plena confesión de un yo, de un carácter, de una aventura humana. El destino así revelado puede ser fingido, arquetípico (novelaciones del Quijote, de Martín Fierro, de los soliloquistas de Browning, de los diversos Faustos), o personal: autonovelaciones de Montaigne, de Tomás De Quincey, de Walt Whitman, de cualquier lírico verdadero. Yo solicito lo último.
¿Cómo alcanzar esa patética iluminación sobre nuestras vidas? ¡Cómo entrometer en pechos ajenos nuestra vergonzosa verdad? Las mismas herramientas son trabas: el verso es una cosa canturriadora que anubla la significación de las voces; la rima es juego de palabras, es una especie de retruécano en serio; la metáfora es un desmandamiento del énfasis, una tradición de mentir, una cordobesada en que nadie cree. (Sin embargo, no podemos prescindir de ella: el estilo llano que nos prescribió Manuel Gálvez es una redoblada metáfora, pues estilo quiere decir, etimológicamente, punzón, y llano vale por aplanado, liso y sin baches. Estilo llano, punzón que se asemeja a la pampa. ¿Quién entiende eso?)
La variedad de palabras es otro error. Todos los preceptistas la recomiendan; pienso que con ninguna verdad. Pienso que las palabras hay que conquistarlas, viviéndolas, y que la aparente publicidad que el diccionario les regala es una falsía. Que nadie se anime a escribir suburbio sin haber caminoteado largamente por sus veredas altas; sin haberlo deseado y padecido como a una novia; sin haber sentido sus tapias, sus campitos, sus lunas a la vuelta de un almacén, como una generosidad. Yo he conquistado ya mi pobreza; ya he reconocido, entre miles, las nueve o diez palabras que se llevan bien con mi corazón; ya he escrito más de un libro para poder escribir, acaso, una página. La página justificativa, la que sea abreviatura de mi destino, la que sólo escucharán tal vez los ángeles asesores, cuando suene el Juicio Final.
Sencillamente: esa página que en el atardecer, ante la resuelta verdad de fin de jornada, de ocaso, de brisa oscura y nueva, de muchachas que son claras frente a la calle, yo me atrevería a leerle a un amigo.




En El tamaño de mi esperanza
Buenos Aires, Editorial Proa, 1926 (cover)

Luego, ©1995 1996 María Kodama
©2016 Buenos Aires, Penguin Random House





Imagen arriba para este blog: Otro Borges de Miguel Ruibal (2018) 
[Flickr] [Tw] [FB]
Carbonilla, pasteles y acrílicos
22 cms. de base x 28,5 cms. de alto

2/2/18

Jorge Luis Borges-Roberto Alifano: Funes y el insomnio







A.: Borges, me interesaría conocer la circunstancia que motivó su magnífico cuento Funes el memoriosoy si usted no se opone, que indaguemos un poco a ese curioso personaje que compensa sus carencias a través de la memoria. ¿Es cierto que corresponde a una crisis suya de insomnio?
B.: Bueno, yo no comparto demasiado su criterio, pero ¡qué le vamos a hacer!… Ahora, le voy a revelar un hecho que tal vez pueda interesar a los psicólogos. Usted sabe que una vez escrito ese cuento, una vez descripta esa horrible perfección de la memoria, que acababa matando a su hombre, el insomnio que tanto me angustiaba desapareció.
A.: O sea que la consumación de ese cuento fantástico obró como terapia en usted. Hay mucha gente que sostiene que ese cuento es autobiográfico; sin duda lo es, ya que es como una especie de hipérbole de un estado mental suyo. ¿No es así?
B.: Cierto, sólo que en lugar de decir Borges, dije Funes. Yo me he quitado ahí algunas cosas y, obviamente, me he agregado otras que no tengo. Por ejemplo, Funes, el compadrito, no hubiera podido escribir el cuento; yo, en cambio, he podido hacerlo y he podido olvidarme de Funes y olvidarme también —no siempre— del desagradable insomnio. Ahora, yo creo que ese cuento debe su fuerza a que el lector siente que no se trata de una fantasía habitual, sino que yo estoy contando algo que puede tocarlo a él y que me tocaba a mí cuando lo escribí. Todo ese cuento viene a ser una especie de metáfora, como señaló usted, una parábola, del insomnio.
A.: Se nota, por otra parte, una constante muy concreta en todo el relato. Es decir, el personaje está situado en un lugar determinado y su drama se desarrolla también en ese lugar.
B.: Yo creo que logré en Funes el memorioso un cuento con formas concretas. Sí, está ubicado en un sitio determinado; ese sitio es Fray Bentos, en el Uruguay. Yo pasé, cuando niño, algunas temporadas en ese lugar, en casa de un tío mío; o sea que hay recuerdos de infancia. Luego busqué un personaje muy simple, un compadrito de pueblo. Como tenía que justificar eso de algún modo, bueno, describí una caída de caballo, en realidad una serie de pequeñas invenciones novelísticas, que por supuesto no le hacen mal a nadie. Finalmente le di ese título; un título que hace juego con el cuento.
A.: Borges, en idioma inglés, sin embargo, Funes the memorius, debe resultar extraño, ya que la palabra «memorius» no existe.
B.: Ah, no, esa palabra en inglés no existe y es verdad, le da un carácter grotesco al cuento, un carácter extravagante. En cambio, en español —aunque no sé si alguien ha usado la palabra «memorioso»— si uno oyera a un hombre de pueblo decir: «fulano es muy memorioso», uno por supuesto lo entendería. De modo que, como le dije, creo que el título Funes el memorioso hace juego con el cuento. Ahora, si se lo pone en otro idioma, por ejemplo, usando la palabra memorié, o alguna otra parecida, se puede interpretar que lleva un elemento intelectual. Y así puede parecer la historia de un personaje muy sencillo y muy desdichado a quien mata a temprana edad el insomnio.






Título original: Conversaciones con Borges [25]
Roberto Alifano, 1984

Imagen color sin atribución ni fecha: Juan José Arreola, Jorge Luis Borges
y Roberto Alifano en la Feria del Libro (y reportaje) vía


31/1/18

Martín Hadis: Los mundos de Ursula K. Le Guin: entre la fantasía y la sombra de Borges









La escritora estadounidense (Berkeley, California; 21 de octubre de 1929-Portland, Oregón; 22 de enero de 2018), maestra de la ciencia ficción y el fantasy, encontró un alma gemela en el autor argentino; los pasajes del taoísmo a los universos imaginarios.


Ursula K. Le Guin fue, sin duda, una de las más grandes escritoras de ciencia ficción, pero esa definición resulta insuficiente para abarcar la originalidad de su obra. Quizá sea más exacto describirla como una creadora de mundos, a los que consideraba metáforas necesarias para entender las peculiaridades del nuestro. En esto, reconocía su afinidad con Jorge Luis Borges. Y tenía además escuela propia: su padre fue el célebre etnógrafo Alfred L. Kroeber, quien estudió en la Universidad de Columbia con Franz Boas e hizo importantes aportes a la etnografía de las tribus de California y la clasificación de lenguas nativas; su madre fue también antropóloga y recopiló relatos y leyendas de esas mismas tribus. "Los escritores de ciencia ficción" -dijo una vez Le Guin- no suelen tener demasiado interés por las personas. Pero yo sí. Me inspiro mucho en las ciencias sociales... Cuando creo otro planeta, otro mundo, intento sugerir siempre la complejidad de la sociedad que estoy creando".


La antropología es una disciplina fascinante y a menudo paradójica: se la puede definir en pocas palabras, para luego comprobar que no hay consenso sobre el significado de esas palabras. Es correcto afirmar, por ejemplo, que la antropología estudia la cultura humana, pero un artículo sobre esta cuestión que Alfred L. Kroeber (el arriba nombrado padre de Ursula) escribió en 1952 en colaboración con Clyde Cluckhohn ofrece no menos de 160 definiciones de "cultura". Tal vez sea más útil afirmar que la antropología estudia la diversidad de experiencia humana a lo largo del espacio y del tiempo, con énfasis en aspectos culturales, lingüísticos, sociales y políticos. Mediante estos enfoques, intenta responder preguntas fundamentales de la humanidad: ¿quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos?


Podría decirse entonces que lo que hacía Ursula K. Le Guin era "antropología-ficción": la creación imaginaria de otros pueblos con sus respectivas cosmovisiones, lenguajes y mitologías. Así, su Ciclo de Hain tiene lugar en un universo ficticio en el que la humanidad no es originaria de la Tierra, sino de un planeta mítico que ha sembrado su semilla entre las estrellas en tiempos insondables para luego cesar todo contacto. Tres libros de ese ciclo son de lectura ineludible: El nombre del mundo es bosque, La mano izquierda de la oscuridad y Los desposeídos.


Pero Le Guin no escribió solamente ciencia ficción, también tuvo aportes destacados en el rubro de la literatura fantástica y lo que se da en llamar "fantasía": los libros más representativos de ese género corresponden al ciclo de "Terramar", originariamente compuesto por tres volúmenes. Como J.R.R. Tolkien, a quien consideraba un predecesor, Le Guin creó mundos exquisitamente detallados. Existe, sin embargo, una diferencia significativa entre ambos: en tanto que Tolkien vislumbró ámbitos imaginarios en los que el bien y el mal están nítidamente demarcados, y esos dos bandos se enfrentan en combates épicos y grandiosos, los relatos de "Terramar" abundan en distinciones más sutiles. Le Guin mantuvo siempre una fascinación peculiar por la ambigüedad, las contradicciones aparentes y las múltiples interpretaciones de un mismo hecho. No es de extrañar por lo tanto que, en esa misma línea, haya expresado un singular interés por la obra de Borges, a quien llamó "un escritor central para nuestra literatura". En 1988 se publicó la traducción a lengua inglesa de la Antología de la literatura fantástica (que Borges había escrito en colaboración con Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo). El prólogo estuvo a cargo de Le Guin, quien lo incluyó luego en su libro La onda de la mente. Allí describe a Borges con las siguientes palabras: "Sus poemas y relatos, sus imágenes de reflejos, bibliotecas, laberintos y senderos que se bifurcan; sus libros de tigres, de ríos, de arena, de misterios y fugacidades, son mundialmente admirados, porque son bellos, porque alimentan nuestro espíritu y porque cumplen la función más antigua y urgente de las palabras: el crear para nosotros 'representaciones mentales de cosas que no están en realidad presentes', de tal manera que logremos formar, a través de ellas nuestras propias opiniones acerca del mundo en que vivimos, y dentro del mismo, hacia donde podríamos dirigirnos, de qué cosas podremos alegrarnos, y a cuáles de ellas deberíamos temer".


Este párrafo de Le Guin no sólo constituye una lectura lúcida y precisa del genio borgeano, es también casi una confesión de afinidades manifiestas: la belleza lograda a través de narraciones que cuestionan los cimientos mismos de nuestra percepción y realidad mediante enigmas que se abren en sentidos múltiples al reflejarse en sucesivos lectores. Cabe recordar aquí estas palabras del autor de Ficciones: "Yo prefiero soñar [...] Kipling dijo que a un escritor le es dado escribir una fábula, pero no conocer la moraleja que se desprende de ella, ya que los lectores pueden llegar a interpretarla de un modo muy diferente de la intención que el autor tuvo al escribirla. De manera que yo intento [...] seguir pensando en metáforas o en fábulas más que en argumentos". 

Por su lado, en el prólogo a su novela La mano izquierda de la oscuridad, Le Guin afirma: "Toda ficción es una metáfora... También lo son los viajes espaciales o una sociedad o una biología alternativa; lo es también el futuro: el futuro en la ficción es una metáfora. ¿Una metáfora para qué? Si fuera capaz de responder a esa pregunta de un modo no metafórico, no habría escrito esta novela..."



Le Guin leía a Borges con fruición y lo citaba con frecuencia. En una entrevista de 2002 la autora relataba su personal relación con nuestro idioma. "Hace unos diez años estaba hojeando una traducción de uno de mis libros (creo que Un mago de Terramar) al castellano. Y pensé: Esto es tan parecido al italiano que puedo leerlo... después de todo, yo sé bien de qué trata 'este libro'. Y entonces leí un par de libros míos más en traducción al castellano y así pude empezar a captar el idioma. Y seguí leyendo. Y encontré que podía leer a Borges. Y si puedo leer a Borges, ya puedo leer cualquier cosa. No fue fácil, pero he aprendido gradualmente a leer en castellano, [...] aunque no puedo hablarlo".





El otro lado


Otra afinidad entre Le Guin y Borges está dada por el taoísmo, esa antigua doctrina filosófica y religiosa china que describe el orden natural del universo mediante un principio único e inefable, y que se manifiesta en la realidad como una continua búsqueda de equilibrio entre opuestos y cuyo atributo más evidente es el cambio. "Sí, he dedicado muchos años al estudio de la filosofía china dijo Borges en una entrevista, especialmente el taoísmo, que me ha interesado mucho". Ursula K. Le Guin compartía este interés de Borges, e iba más allá: para ella, el Tao fue también una escuela de vida y una fuente de inspiración que atraviesa casi todas sus narraciones; no en vano los peores enemigos de sus personajes no suelen ser otros individuos, sino ellos mismos, sus prejuicios y sus moldes, que les impiden comprender la complejidad del mundo.

"He regresado [al Tao] a través de los años afirmó Le Guin y siempre me ha ofrecido lo que quiero o necesito aprender. Mi traducción, o versión, del Tao Te Ching es resultado de esa larga y pródiga asociación". El Tao Te Ching es a la vez un libro breve y la piedra fundamental del taoísmo. Le Guin lo tradujo utilizando su característico lenguaje poético. La versión de Le Guin comienza así: "El camino que puedes recorrer/ No es el verdadero camino./ El nombre que puedes pronunciar/ No es el verdadero nombre [...]/ Dos cosas, un origen,/ con distintos nombres/ cuya identidad es misterio/ ¡Misterio de todos los misterios!/ La puerta a lo que está escondido".

En la concisa nota al pie que ondula, de manera tenue y casi imperceptible, inmediatamente debajo de esos versos, Le Guin agregó esta afirmación que es quizá su mejor homenaje al gran escritor argentino: "Creo que lograr una traducción satisfactoria es imposible porque, en cierto modo [este primer capítulo del Tao Te Ching] abarca todo el resto del libro. Para mí es como un Aleph, como el que Borges describe en su cuento: si lo miras correctamente, contiene absolutamente todo".


Martin Hadis [Tw] [FB]
Fuente: La Nación 27 de enero de 2018

Imagen: Ursula Le Guin. Photo by Marian Wood Kolisch 
Flicker de la Oregon State University Vía La Nación


29/1/18

Jorge Luis Borges: Parábolas* —La lucha / Liberación— (1920)







La lucha

Habló el soldado gris. Un fuego de San Telmo subrayaba su mirada buena y azul.

Sí, dijo lentamente. Estuve en la batalla de Tannenberg. Del caos empavesado de mis recuerdos-cáncer de las trincheras en el enfermo torso de la tierra, reír de claras bayonetas, pleamares de hombres, crucifixión de pinos en el derrumbamiento de los horizontes, fango, odio y sangre. —Uno resalta: el de un aberrojo.

Voló hacia mí. Arremetióme audaz. Solo, robinsoniano, sin más armas que una pica y un pífano. Sorbió mi sangre. Y mi frondosa mano se desplomó sobre él como caería un firmamento. Enorme fue el estrépito. Murió luchando. Y hoy, lejos de la lid, lejos del odio, mi memoria ciñe tu imagen, adversario impertérrito.

Audacia, fe, nuestras altas, humanas cualidades, hambre de inasequibles metas astrales, todo fue tuyo. (... ¿Gozaste tú jamás aquella sangre que encimeró** tus sueños en las febriles noches del pantano?)

El pífano que acicatara tu entusiasmo y exasperara mi calma fue un símbolo divino. La vida es embriaguez y es lucha, en ti como en mí, huérfano insecto, vibraron sus largos ritmos fervientes.

Somos hermanos. ¡Hacia ti mi saludo!



Liberación

Había una vez un hombre prisionero de una muy larga cadena. Cien sometidos compañeros, como cien sometidos eslabones, estaban fusionados con él; bajo el yugo del día trituraban las piedras, mientras los maldecía el sol, que mordía como un lobo sus espaldas, o la tormenta, cuyas disciplinas flagelaban sus hombros, o la nevada, blanca como la lepra. Siete soldados armados de maldad y de alabardas los custodiaban. De noche, yacían sobre la tierra hostil. Cuando se incorporaba el alba lívida se despeñaban en la amarga faena con sus almas opacas de sopor por la penumbra tambaleante.

El cautivo pensaba, y al cabo de siete años, se dijo:

— ¿Será tan justo este orden de cosas?... Tal vez mis heredades sean la vida y todas las victorias de la vida. Tal vez mis heredades sean los violines de los vientos, y los jardines de los campos, y los caminos errabundos y la locura de los arroyos libres...

Y tuvo miedo ante esta idea, que pecaba de blasfematoria e impía. Mas paulatinamente fue iluminando su alma y la acariciaba como un vedado deliquio. Y en las miserias cotidianas que le oprimían, érale un bálsamo sentir que él no era igual a sus hermanos que nunca habían pensado.

Al cabo de siete años dolientes, llegó a la paz de una resolución. Reconoció que su derecho era la vida y todo el esplendor de la vida. Y decidió la fuga.

Arribado que hubo a esta cúspide, vio que era imposible libertarse. 



* Estos textos están firmados "Jorge-Luis Borjes"

** Encimero/a no es verbo. Léase como una licencia del jovencísimo Borges

En Gran Guignol, Revista Quincenal, Literatura-Teatros-Artes, Sevilla, 
Año 1, N° 1, 10 de febrero de 1920
El director de esta revista fue Manuel Calvo Ochoa. Se publicaron tres números.


Incluido en Textos recobrados 1919/1929
© 1997, 2007 María Kodama
© 2011 Buenos Aires, Editorial Sudamericana


Foto captura (otra): Un jovencísimo Borges en Imágenes inéditas



27/1/18

Rafael Narbona: Borges, Hitler y el laberinto de las runas






Jaime Alazraki apuntó hace tiempo que «escribir o citar a Borges es un hábito intelectual de nuestro tiempo». ¿Es posible eludir al autor de la Historia universal de la infamia (1935) cuando se aborda el estudio de la Shoah? Alazraki afirma que Borges «reabsorbe lo más memorable de la cultura de Occidente». Deutsches Requiem es uno de los relatos que integran El Aleph (1949) y, en gran medida, corrobora ese juicio. Narra las últimas horas de Otto Dietrich zur Linde, subdirector del campo de concentración de Tarnowitz. Salvo que me equivoque, no existió un campo con ese nombre. Tal vez Borges juega con la fonética y apunta hacia Monowitz o Auschwitz III, un subcampo con doce mil prisioneros –la mayoría judíos– que trabajaban como mano de obra esclava para la fábrica de caucho sintético IG Farben. Los operarios rotaban constantemente por la alta tasa de mortalidad. No disponía de cámaras de gas, pero se utilizaban las de Birkenau o Auschwitz II, donde acababan los trabajadores desechados por su baja productividad o por su deterioro físico y psíquico. Monowitz fue el único campo de concentración bombardeado por los aliados, pues se consideró que su fábrica era un objetivo militar. Este hecho revela que la prioridad de la guerra no era poner fin a las políticas de exterminio, sino defender intereses de carácter político, militar o económico. Los gobiernos raramente se movilizan por causas humanitarias. El comandante del campo se llamaba Heinrich Schwarz y fue condenado a muerte por un tribunal francés. Schwarz fue más afortunado que Rudolf Höss, comandante de Birkenau, ahorcado en el campo de exterminio que había dirigido con tanto celo. Höss subió al patíbulo el 16 de abril de 1947, con aparente resignación. En esas fechas, Schwarz ya había sido fusilado en el bosque de Seinward. La sentencia se ejecutó el 20 de marzo, de acuerdo con el estilo militar, que atribuye a las balas un grado de dignidad inexistente en una áspera soga.
¿Conocía Borges estos datos? ¿Influyeron de alguna manera en su cuento? Desconozco la genealogía de la pieza, pero es imposible que no le conmocionara el juicio principal de Nuremberg, iniciado el 20 de noviembre de 1945 y finalizado el 1 de octubre de 1946, con once sentencias de muerte, tres cadenas perpetuas, cuatro condenas de prisión –con penas que oscilaban entre los diez y los veinte años– y tres polémicas absoluciones. Borges vivió relativamente aislado de la realidad, con una conciencia política difusa. No le agradaba la injusticia, pero tampoco el desorden. Es famoso su apoyo al Proceso de Reorganización Nacional de la Junta Militar liderada por el general Jorge Rafael Videla. Cuando salieron a la luz las torturas y las desapariciones que costaron la vida a miles de opositores –la cifra exacta aún se discute–, Borges rectificó y pidió perdón. Su gesto parece sincero. En 1937 había escrito en el número 32 de la revista Sur: «No sé si el mundo puede prescindir de la civilización alemana. Es bochornoso que la estén corrompiendo con enseñanzas de odio». Políticamente, Borges era un anarquista de inspiración liberal: «Yo descreo de la política, no de la ética... Yo creo en el Individuo, descreo del Estado. Quizás yo no sea más que un pacífico y silencioso anarquista que sueña con la desaparición de los gobiernos. La idea de un máximo de Individuo y de un mínimo de Estado es lo que desearía hoy…» Esa actitud, que revela una desconfianza radical hacia cualquier forma de dogmatismo y un firme aprecio a la libertad, se refleja en la cita seleccionada para encabezar Deutsches Requiem: «Aunque él me quitare la vida, en él confiaré. Job 13:15». ¿Por qué escoge este versículo? ¿Qué pretende decir exactamente? ¿Podría interpretarse la cita como una vindicación de la fe, particularmente del pueblo judío, fiel a su Dios en cualquier circunstancia? ¿Es razonable pensar lo contrario? ¿No sería más atinado decir que Borges cuestiona la fe ciega, caldo de cultivo del pensamiento totalitario? ¿Acaso el nazismo no representó el intento de crear una nueva fe?
Al principio de la narración, el perfil psicológico e intelectual del ficticio Otto Dietrich zur Linde recuerda a Hitler, admirador de la tradición militar prusiana y con una cultura superficial, fruto de lecturas sesgadas e incompletas. Hitler era hijo de un funcionario de aduanas. Otto Dietrich zur Linde –según nos cuenta– desciende de militares de grado medio que destacaron en el campo de batalla. Su padre luchó con valor «en el sitio de Namur, en 1914, y, dos años después, en la travesía del Danubio». Es fácil colegir que Otto creció en una familia marcada por la humillación del Tratado de Versalles, convencida de que la derrota procedía de la «puñalada por la espalda» asestada por socialdemócratas, pacifistas y comunistas, tres aberraciones ideológicas inspiradas por el judaísmo internacional. Un editor imaginario señala en una nota a pie de página que Otto omite a su antepasado más ilustre: «el teólogo y hebraísta Johannes Forkel (1799-1846), que aplicó la dialéctica de Hegel a la cristología y cuya versión literal de algunos Libros Apócrifos mereció la censura de Hengstenberg y la aprobación de Thilo y Geseminus». Borges mezcla hábilmente realidad y ficción. El teólogo y hebraísta Johannes Forkel es una invención, pero Ernst Wilhelm Hengstenberg era un pastor luterano que se oponía a cualquier interpretación racional de las Sagradas Escrituras, particularmente del Antiguo Testamento. Su intransigencia era tan notable que pidió la intervención de las autoridades contra Wilhelm Gesenius y Julius Wegschreider por cuestionar aspectos de la verdad revelada.
Gesenius (o Geseminus, según la fuente) era un notable orientalista y un brillante exégeta de la Biblia, que realizó importantes estudios de filología semítica, combatiendo los prejuicios religiosos y teológicos. Impartió clases en la Universidad de Halle y colaboró con su colega y amigo Johann Karl Thilo, otro orientalista excepcional. Se recuerda a Thilo por su edición del Codex Apocryphus Novi Testamenti, que incluye el Evangelio de Tomás y los Hechos de Pedro y Pablo. El supuesto Johannes Forkel sintetiza la actividad intelectual de Gesenius y Thilo, reivindicando la cultura judía y reinterpretando el legado cristiano, con el apoyo de la dialéctica hegeliana y la exhumación de los textos apócrifos. El editor imaginario indica claramente que el linaje de Otto Dietrich zur Linde no es estrictamente castrense, sino que incluye a un teólogo heterodoxo, que simpatiza con el acervo cultural judío, lo cual produce una aguda perplejidad. Se ha especulado mucho con los antepasados judíos de algunos líderes nazis. A veces, sólo son chismes; en otras ocasiones, los datos son incontrovertibles. Por ejemplo, la abuela del despiadado Reinhard Heydrich se casó en segundas nupcias con un cerrajero judío llamado Gustav Robert. Es el caso más notable, pero resulta más asombroso que ciento cincuenta mil judíos lucharan en la Wehrmacht o en los grupos paramilitares, casi siempre por deseo propio, como Hans Sader, jefe de las SA, que logró un permiso firmado por el mismísimo Hitler, gracias a los servicios prestados y a su fervor nacionalsocialista.
En el caso de Otto, no hay judíos, pero sí un teólogo protestante, con estudios hebraicos. Aunque se trata de una narración en primera persona, con aspecto de confesión –«seré fusilado por torturador y asesino; […] desde el principio yo me he declarado culpable»–, no hay esa sinceridad que suele preceder al arrepentimiento y a la voluntad de reparar el daño causado. La ejecución es inminente –«mañana, cuando el reloj de la prisión dé las nueve, yo habré entrado en la muerte»–, pero Otto espanta cualquier esbozo de contrición. Admite que piensa en sus mayores –«ya que tan cerca estoy de su sombra, ya que de algún modo soy ellos»–, aludiendo tan sólo a los soldados que murieron con honor. Su hipocresía (o su fanatismo) le impide admitir que uno de sus antepasados dedicó largas horas de trabajo a conocer y comprender la cultura judía, escribiendo con presumible admiración sobre el pueblo deicida. La nota del falso editor sólo nos dice que era hebraísta, pero ningún hebraísta es antisemita. Otto oculta la verdad porque se avergüenza de la existencia de un vínculo con lo que considera el mayor desatino moral de la humanidad. Desdeña los sentimientos de indulgencia o justificación: «No pretendo ser perdonado, porque no hay culpa en mí, pero quiero ser comprendido. Quienes sepan oírme comprenderán la historia de Alemania y la historia del mundo. […] Mañana moriré, pero soy un símbolo de las generaciones del porvenir».
Otto nació en 1908 en Marienburg. Actualmente es una ciudad polaca, pero fue fundada por la Orden de los Caballeros Teutónicos en 1274, con el nombre de su patrona, la Virgen María. Inicialmente, sólo existía una fortaleza –el castillo de María– en el margen del río Nogat, un afluente del Vístula. La fortaleza albergaba una catedral. Marienburg fue la sede de la Orden y, más tarde, sería una de las residencias de los Reyes de Polonia. Situada en el ojo del huracán de sucesivos conflictos bélicos, la fortaleza quedó devastada durante la Segunda Guerra Mundial. En nuestros días, los trabajos de restauración sólo han reconstruido la mitad del conjunto. La catedral –símbolo supremo de la fe– sigue en ruinas. Borges busca la página perfecta en cada uno de sus textos. Nunca deja un hilo suelto. Es probable que eligiera Marienburg por su significado simbólico. Es una de las cunas de la cultura germánica, pero después del vendaval de destrucción desatado por el nazismo, sólo otro cataclismo histórico podría conseguir que volviera a ser una ciudad alemana. Las ruinas de la catedral constituyen un signo. Son la prueba de un error histórico. La Orden de los Caballeros Teutónicos se desvió de sus raíces, arrojándose a los brazos del cristianismo. La Europa septentrional fue derrotada por las civilizaciones del Mediterráneo, pero el nazismo combatió por invertir la situación. Otto entiende que su existencia está justificada si ha contribuido a esa noble causa, incluso de una forma irrelevante. La melancolía de su inminente final le hace pensar en su juventud. Confiesa que no fue feliz, pero el amor a la música y la metafísica –«dos pasiones, ahora casi olvidadas»– espantaron al infortunio y le proporcionaron una dicha silenciosa y discreta. La poesía no fue menos generosa. Ante la imposibilidad de citar a todos sus «bienhechores», selecciona a los que han dejado una huella más profunda: Brahms, Schopenhauer y «el vasto nombre germánico de William Shakespeare». Schopenhauer ejerció un magisterio esencial, alejándolo para siempre de la fe cristiana. No es un secreto que el filósofo favorito de Hitler no era Nietzsche, sino Schopenhauer, especialmente los «escritos menores» de Parerga y Paralipomena (1851), mucho más asequibles que El mundo como voluntad y representación (1819). Hitler, un analfabeto filosófico, se apropió de dos ideas de Schopenhauer –convenientemente adaptadas a sus ambiciones– para manipular a las masas. La primera es la aversión al «hedor judío», que ha malogrado la herencia grecolatina, propagando un blando moralismo y un apego enfermizo a la razón. La segunda es una burda simplificación del concepto de voluntad, que Hitler funde (y confunde) con la lucha por la vida del darwinismo social, ignorando que Darwin jamás habría suscrito las tesis de Herbert Spencer. Eso sí, Hitler y sus seguidores no repararon en que Schopenhauer sitúa al individuo, y no a los pueblos, en el centro de la historia. Individuo y no persona, pues el filósofo era un misántropo consumado, sin ningún interés en participar en la vida comunitaria. Por decirlo de un modo amable, Hitler es un filósofo de provincias, que se alimenta de frases de almanaque. Otto sigue su estela, pero con algo más de inteligencia. Su admiración por Brahms y Shakespeare no es una prueba de su sensibilidad estética, sino la consecuencia de la glorificación de lo heroico, trágico y grandioso: «Sepa quien se detiene maravillado, trémulo de ternura y de gratitud, ante cualquier lugar de la obra de esos felices, que yo también me detuve ahí, yo el abominable». La miseria moral puede convivir perfectamente con el placer estético: Heydrich es la prueba. El «carnicero de Praga», la «bestia rubia» (según los SS, que obedecían sus órdenes), el «hombre con un corazón de hierro» (de acuerdo con las palabras de Hitler en su funeral), había heredado de su padre, Bruno Heydrich –compositor y cantante de ópera–, el talento para la música. No era un virtuoso del violín, pero interpretaba a Schubert con buena técnica y aceptable inspiración. La verdad y la belleza no siempre coinciden, aunque les pese a Platón y a Kant.
En 1927, Otto Dietrich zur Linde lee a Spengler y Nietzsche. No sabemos qué ha hecho hasta ahora, pero escribe un artículo sobre Spengler («Abrechnung mit Spengler» [«Ajuste de cuentas con Spengler»]) para liberarse de su asfixiante influencia, señalando que aprecia vivamente su interpretación de la historia y su «espíritu radicalmente alemán», pero esas cualidades no han impedido que atribuya a Goethe la culminación del espíritu fáustico, cuando en realidad ese honor corresponde al poema De rerum natura, compuesto por el filósofo estoico Tito Lucrecio Caro en el siglo I a. C. «Alemania es la conciencia del mundo. […] Goethe es el prototipo de esa comprensión ecuménica», pero Lucrecio encarna el anhelo fáustico de usurpar el lugar de los dioses, fingiendo una falsa obediencia. Alemania venderá su alma para ser Moloch, inmolando las víctimas que sean necesarias. En 1929, Otto ingresa en el partido nazi, a pesar de carecer de «toda vocación de violencia» y de no confraternizar con sus camaradas. Individualmente, le resultan odiosos, pero «para el alto fin que nos congregábamos, no éramos individuos». Espera con impaciencia «la guerra inexorable que probaría nuestra fe», pero el 1 de marzo de 1939 unos disturbios en Tilsit –otra ciudad fundada por la Orden de los Caballeros Teutónicos, pero que actualmente se halla en suelo ruso– finalizaron con un tiroteo en la calle trasera de una sinagoga. Otto, que probablemente participaba en un pogromo –la prensa no mencionó los altercados–, recibe dos balazos y pierde una pierna. Durante su convalecencia, lee de nuevo a Schopenhauer, donde comprende que el azar no existe. Todo sucede por necesidad y, al parecer, su destino era convertirse en un inválido. El sentido de su vida no es ser Napoleón, sino Raskólnikov. La batalla más ardua no es pelear por la gloria, sino ejercer de verdugo, asumiendo las tareas más ingratas. El 7 de febrero de 1941 empieza a trabajar en el campo de concentración de Tarnowitz. Un «torpe calabozo» será el escenario que medirá su coraje para contribuir en el alumbramiento de una nueva era. Escribe: «El nazismo, intrínsecamente, es un hecho moral, un despojarse del viejo hombre, que está viciado, para vestir al nuevo».
Es imposible no dejarse seducir por la «insidiosa piedad», pero el hombre nuevo profetizado por el nazismo no puede traficar con la ternura. Al igual que Zaratustra, Otto Dietrich zur Linde experimenta admiración por el «hombre superior». Es el último pecado del profeta de la inversión de los valores y, por tanto, constituye una etapa necesaria e inevitable. El «hombre superior» es David Jerusalem, un poeta judío con el optimismo de Walt Whitman, sólo que su poesía no es un canto cósmico, sino una celebración de cada brizna de vida. Otto ordena que lo maltraten sin compasión. Jerusalem enloquece y, finalmente, se suicida. El subdirector de Tarnowitz explica su conducta, con aterradora clarividencia: «Ignoro si Jerusalem comprendió que si yo lo destruí, fue para destruir mi piedad. Ante mis ojos, no era un hombre, ni siquiera un judío; se había transformado en el símbolo de una detestada zona de mi alma. Yo agonicé con él, yo morí con él, yo de algún modo me he perdido con él; por eso fui tan implacable».
La guerra continúa su curso. Otto pierde a su hermano Friedrich en «los arenales egipcios» de la segunda batalla de El Alamein. Una bomba aliada destruye su casa natal y su laboratorio. No sabemos cuál era la profesión de Otto, pero ya no parece un vagabundo como Hitler, sino un erudito o un científico. Es inevitable pensar que Borges proyecta sobre el personaje aspectos de su personalidad. Por ejemplo, no hay ni una sola referencia a experiencias sexuales o románticas y ni siquiera se menciona el tema de la paternidad. Cuando al fin llega la derrota, Otto siente «el misterioso y casi terrible sabor de la felicidad». Esboza varias teorías para explicar su extraña reacción y, al fin, comprende que el fracaso constituye una victoria: «El mundo se moría de judaísmo y de esa enfermedad del judaísmo, que es la fe de Jesús; nosotros le enseñamos la violencia y la fe de la espada. […] ¿Qué importa que Inglaterra sea el martillo y nosotros el yunque? Lo importante es que rija la violencia, no las serviles timideces cristianas». Otto Dietrich zur Linde se enfrenta a la muerte con un desconcertante «mi carne puede tener miedo; yo no» que recuerda el famoso versículo del Evangelio de san Mateo: «El espíritu está dispuesto, pero la carne es débil» (26:41).
Las runas siempre fascinaron a Borges. Sabemos poco de esos misteriosos signos, salvo que fueron empleados por las culturas germánicas de la Europa septentrional en el primer siglo del calendario cristiano. El lingüista norteamericano Thomas Markey sostiene que el alfabeto rúnico era una derivación del alfabeto etrusco. Las runas siempre han representado el anhelo de una identidad cultural propia de los pueblos del norte de Europa. Algunos han llegado a sostener que son más antiguas que el alfabeto griego y latino. En el siglo XX, la teosofía les atribuyó poderes mágicos, que habrían sido menoscabados por la influencia judeocristiana. Los arios sofistas ubicaron las runas en el centro de la cosmovisión del nazismo. Karl Maria Wiligut, el Rasputín de Hitler, sostenía que las runas contenían el código cifrado de la historia del universo. Si alguien quiere profundizar en el tema, le aconsejo el excelente Diccionario crítico de mitos y símbolos del nazismo, de Rosa Sala Rose (Barcelona, Acantilado, 2003). Las runas son signos, símbolos, jeroglíficos, que desprenden una inquietante sensualidad. Su geometría reproduce formas del mundo natural y de las constelaciones estelares. Los nazis pretendieron reescribir la historia, restableciendo el imperio de las runas. El sentido de la esvástica era destruir la cruz. Aparentemente, prevaleció la cruz, pero desde 1945 no han cesado las guerras y se han producido nuevos genocidios, como el de Ruanda o el del pueblo maya en Guatemala, mucho menos conocido. ¿Acabarán algún día las matanzas? No sé si Jean Améry, superviviente de Auschwitz, leyó el cuento de Borges, pero cuando se suicidó en Salzburgo el 17 de octubre de 1978, alegó que Hitler había logrado una victoria póstuma y no quería ser el espectador de una interminable infamia. Quizás Otto Dietrich zur Linde tenía razón y el martillo cambió de rostro –o de signo–, pero nunca dejó de golpear a la humanidad, yunque de todas las perversiones ideológicas.

Fuente: Sitio oficial del autor y en Revista de Letras (27.02.2017)
Imagen: Borges en Alemania en una visita a la ciudad de Paraná agosto de 1969 
Foto Koberstein / Ullstein Bild, a través de Getty Images (detalle)

25/1/18

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Virginia Woolf, Victoria Ocampo y el feminismo ("En diálogo", II, 60)






Osvaldo Ferrari: Hay una figura femenina dentro de la literatura, Borges, de quien usted ha traducido dos libros, y a la que no hemos mencionado antes…
Jorge Luis Borges: Virginia Woolf.
La escritora inglesa, claro.
—…Yo creí que Virginia Woolf no me gustaba, o mejor dicho, no me interesaba; pero la revista Sur me encargó la traducción de Orlando. Yo acepté ejecutar esa traducción, y, a medida que iba traduciendo, iba leyendo, y asombrosamente para mí, iba interesándome en aquello. Ahora, ese libro es un gran libro, y el tema —no sé si usted sabe— es un tema curioso: ella toma la familia de los Sackville…
De los Sackville West.
—Sí, y entonces esa novela está dedicada, no a un individuo particular de esa familia —salvo su amiga, Victoria Sackville West— sino, digamos, al concepto, a esa familia como un arquetipo platónico; como una forma universal —que es el nombre que los escolásticos dieron a los arquetipos—. Y entonces, para ejecutar ese fin, Virginia Woolf supone un individuo que vive en el siglo XVII, y que luego llega a nuestro tiempo. Ese artificio lo había ejecutado también Wells, en una novela suya —no recuerdo cuál— donde los individuos, para mayor comodidad del novelista, a fin de situarlos históricamente en diversas épocas, viven trescientos años. Y Bernard Shaw también había jugado con esa idea de la inmortalidad.
En La vuelta de Matusalén.
—Sí, salvo que ahí hay algunos individuos longevos, y otros que viven de manera corriente… bueno, yo en este momento corro el riesgo de ser uno de esos longevos, ya que haber llegado a ochenta y cinco es peligroso; puedo llegar a ochenta y seis en cualquier momento. Pero, en fin, esperemos que no, esperemos no ser de esos tristemente privilegiados o tristemente abrumados por el tiempo, por el mucho tiempo, por el demasiado tiempo. Ahora, en las ilustraciones de ese libro (Orlando), hay retratos de esa familia, y se entiende que todos ellos son Orlando. Y al mismo tiempo eso sirve para juzgar diversas épocas, y para juzgar diversas modas literarias también. Todo eso, a priori, parece prometer un libro ilegible; pero no, el libro es interesantísimo.
Sí, y otra cosa que también es real, es la casa de los Sackville West, que sirve de fondo al libro, de la cual Victoria Ocampo comenta que tenía trescientas sesenta y cinco habitaciones.
—Claro, de modo que viene a ser una casa astrológica, porque trescientas sesenta y cinco se acerca a la astrología y al cómputo de los años, naturalmente.
Cierto. Usted ha traducido Un cuarto propio, entiendo, de Virginia Woolf además.
—Sí, ahora voy a confiarle, ya que estamos solos los dos, un secreto; y es que ese libro lo tradujo realmente mi madre. Y yo revisé un poco la traducción, de igual modo que ella revisó mi traducción de Orlando. La verdad es que trabajábamos juntos; sí, Un cuarto propio, que me interesó menos… bueno, el tema, desde luego, es, digamos, un mero alegato a favor de las mujeres y el feminismo. Pero, como yo soy feminista, no requiero alegatos para convencerme, ya que estoy convencido. Ahora, Virgina Woolf se convirtió en una misionera de ese propósito, pero, como yo comparto ese propósito, puedo prescindir de misioneras. No obstante, ese libro, Orlando, es realmente un libro admirable. Y es una lástima que en las últimas páginas decaiga; pero eso suele ocurrir con los libros. Por ejemplo, con los Cien años de soledad; parece que la soledad no hubiera debido vivir cien años, sino ochenta, ¿no? Pero, por el título eran necesarios cien años de soledad. El autor se cansa, y el lector siente ese cansancio, y… lo comparte. Y el final de Orlando, me parece que hay algo, yo no sé, lo vinculo vagamente con diamantes, pero esos diamantes están un poco perdidos en el olvido: veo sólo el brillo… pero es un libro muy, muy lindo, y recuerdo un capítulo, una página en la que aparece Shakespeare y no se menciona su nombre. Pero no hay un lector que deje de darse cuenta que se trata de Shakespeare. Es un hombre que está observando una fiesta de modo que está pensando en otra cosa en medio de una fiesta: pensando en fiestas de la comedia o de la tragedia tal vez. Pero uno entiende que es Shakespeare. Y si lo hubiera mencionado, habría echado todo a perder, ya que la alusión puede ser más eficaz que la expresión.
Justamente Orlando se remonta por distintas épocas, y yo creo que es un excelente exponente de la literatura fantástica, por momentos, el libro.
—Sin duda, y además es un libro incomparable ya que yo no recuerdo ningún otro escrito así. Creo que al principio uno ignora que Orlando seguirá viviendo ¿no?, que Orlando será, bueno, no sé si inmortal, pero casi inmortal.
Inmortal y ubicuo.
—Sí, inmortal y ubicuo. Me agradan menos los libros de crítica de Virginia Woolf. Refiriéndose a escritores de cierta generación, ella tomó como ejemplo a Arnold Bennett… y es raro que eligiera a Arnold Bennett habiendo podido elegir a dos hombres de genio como Bernard Shaw y H. G. Wells.Creo que Virginia Woolf dijo que Bennett había fallado en lo que ella creía esencial para un novelista, que es la creación de un carácter. Pero yo creo que eso aplicado a Bennett es falso, y tampoco estoy seguro de que la creación de caracteres sea lo esencial del novelista. Bueno, no sé si es exacta esta observación, pero, pensemos que al fin de todo, Charlie Chaplin y Mickey Mouse (ríe), y el Gordo y el Flaco, son caracteres. De modo que no parece que sea tan difícil crear caracteres, ¿no?, se crean continuamente; un dibujante puede crear un personaje.
Usted sabe que también se han interesado y ocupado mucho de Virginia Woolf, Silvina y Victoria Ocampo. Victoria Ocampo escribió…
—Sí, Victoria la conoció personalmente, pero quizá de un modo un poco subalterno; porque yo recuerdo que Victoria me había hablado de un número de Sur dedicado a la literatura inglesa. Entonces, juntamos con Bioy Casares una serie de textos, y luego resultó que Victoria se había encargado de publicar una selección hecha por Victoria Sackville West y por Virginia Woolf en Inglaterra. Y yo no quería publicar muchos de esos poemas porque a mí no me gustaban, pero ella me dijo que no, que el número estaba organizado, y entonces salió así. Después yo fui publicando en Sur los textos que habíamos elegido, bueno, de autores que habían sido arbitrariamente excluidos por Virginia Woolf y por Victoria Sackville West. Creo que esas dos escritoras querían que aparecieran escritores de su grupo. En cambio, yo había pensado en una antología que representara toda la literatura inglesa contemporánea. Recuerdo que Victoria Ocampo le dijo a Virginia Woolf que ella procedía de la República Argentina, y entonces Virginia Woolf le dijo que ella creía poder imaginarse el país; y se imaginó una escena de personas en un jardín o en un prado, tomando refrescos, de noche, en un lugar, bueno, con árboles y luciérnagas. Y Victoria le dijo, cortésmente, que eso correspondía exactamente a la República Argentina (ríe).
Cuando Victoria Ocampo escribe sobre Virginia Woolf, habla extensamente de la condición de la mujer, a fines de la época victoriana, en Inglaterra e inclusive en la Argentina; y realmente, Borges, se vuelven comprensibles el feminismo y sus reivindicaciones después de leerlo.
—Pero desde luego; y antes de leerlo yo pensaba lo mismo, sí.
Una de las víctimas —pero a la vez pudo superar esto— de esos hábitos de vida victorianos para con la mujer fue Virginia Woolf.
—Ah, yo no sabía eso.
Los padeció a través de la actitud de su padre, quien le imponía «No writing, no books» (ni escribir ni leer).
—Creo que el padre era el editor de English Men of Letters (Hombres de letras ingleses), pero yo no sabía que…
Se resistía a que la hija leyera y escribiera.
—Algunas de esas biografías de la colección que él dirigía fueron admirables; por ejemplo, una de Harold Nicholson, de Swinburne, otra sobre Edward Fitzgerald, luego un estudio de Priestley sobre Meredith que era extraordinario.
Hay unas palabras curiosas, dichas por Virginia Woolf a Victoria Ocampo; le escribe: «Como a la mayoría de las inglesas incultas, me gusta leer, me gusta leer libros permanentemente».
—(Ríe). Bueno, eso de incultas es como una broma de ella, ¿no? Pero, no, porque posiblemente un escritor sea inculto para un hombre de ciencia o para un filósofo…
E inversamente, claro.
—E inversamente, pero posiblemente los escritores seamos, fuera de la literatura o de la historia, por ejemplo, del todo incultos. Yo sé que, bueno, comparado con «el hombre de la calle» soy un hombre ignorante, ya que yo usaré, sin duda, el teléfono muchas veces, demasiadas veces; y no sé aún qué es un teléfono, y menos qué es una computadora. Apenas si he alcanzado a entender qué es un barómetro o un termómetro; y quizás habré olvidado ya eso que entendí.
Claro, le decía que entre Victoria Ocampo y Virginia Woolf, parece haberse establecido una cadena de reivindicaciones: en una carta Victoria Ocampo le cita un pasaje de Jane Eyre, respecto del cual dice: «Se oye el respirar de Charlotte Brontë, un respirar oprimido y jadeante». Y agrega que esa opresión era la opresión que la época ejercía sobre ella, en su condición de mujer.
—Sí, bueno, ahora, parece que todos tenemos derecho a la opresión y al jadeo, ¿no?, también los hombres (ríen ambos); desgraciadamente podemos conocer ese melancólico privilegio, que antes era propio de las mujeres.




Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)


Foto: Virginia Woolf and her father Sir Leslie Stephen, 
by George Charles Beresford c.1903






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