30/12/17

Jorge Luis Borges: Una versión de Borges








Marcelino Menéndez y Pelayo —cuyo estilo, pese a la casi imposibilidad de pensar y al abuso de las hipérboles españolas, fue ciertamente superior al de Unamuno y al de Ortega y Gasset, pero no al que Groussac y Alfonso Reyes nos han legado— solía decir que de todas sus obras, la única de la que estaba medianamente satisfecho era su biblioteca: parejamente, yo soy menos un autor que un lector y ahora un lector de páginas que mis ojos ya no ven. Mi memoria es un archivo heterogéneo y sin duda inexacto de fragmentos en diversos idiomas, incluso en latín, en inglés antiguo y, muy pronto, lo espero, en nórdico antiguo. Alguna vez pensé que mi destino de mero lector era pobre; ahora, a los setenta años, he dado en sospechar que haber leído, y releído, la balada de Maldon es quizá una experiencia no menos vívida y valiosa que la de haber batallado en Maldon. “Están verdes las uvas” observaría Esopo, sonriendo.
El azar (tal es el nombre que nuestra inevitable ignorancia da al tejido infinito e incalculable de efectos y de causas) ha sido muy generoso conmigo. Dice que soy un gran escritor; agradezco esa curiosa opinión, pero no la comparto. El día de mañana, algunos lúcidos la refutarán fácilmente y me tildarán de impostor o de chapucero o de ambas cosas a la vez. Quiero dejar escrito que no he cultivado mi fama, que será efímera, y que no la he buscado ni alentado. Acaso una que otra pieza —“El Golem”, “Página para recordar al coronel Suárez”, “Poema de los dones”, “Una rosa y Milton”, “La intrusa”, “El Aleph”— perdure en las indulgentes antologías.
No soy un pensador. Me creo un hombre bueno y tal vez un santo, lo cual es prueba suficiente de que en realidad no lo soy. Fuera de Juan Manuel de Rosas, mi pariente lejano, y de otros dictadores cuyo nombre no quiero recordar, me cuesta comprender qué es el odio. He recorrido buena parte del mundo. Amo con amor personal a muchas ciudades: Montevideo, Ginebra, Palma de Mallorca, Austin, San Francisco de California, Cambridge, New York, Londres, Edimburgo, Estocolmo… En cuanto a Buenos Aires, la quiero mucho pero bien puede tratarse de un viejo hábito.




En Sara Facio y Alicia D’Amico, Retratos y autorretratos, Buenos Aires, Ediciones Crisis, 1973

Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé


Imagen arriba: Plazoleta del lector en Mar del Plata o Plazoleta Jorge Luis Borges
Esquina de La Rioja y San Martín (Mural de Miguel REP) Vía



29/12/17

Jorge Luis Borges: Entrevista con Ramón Chao e Ignacio Ramonet [París, abril de 1978]






Buenos días, señor Borges, le agradezco que me reciba.

Llámeme Borges no más. Tengo casi ochenta años. Todos mis amigos han desaparecido. Cuando pienso en ellos pienso en fantasmas. Todos somos fantasmas, ¿no? En 1955 perdí la vista y ya no leo los periódicos. No tengo a menudo la ocasión de hablar con la gente. Por eso, cuando tengo una entrevista agradezco a mi interlocutor. Pero siempre lo prevengo: soy muy categórico, a veces hasta desagradable. Es tal vez una reacción contra mi timidez, pues nunca estoy seguro de lo que digo. Cuando afirmo algo, no hago sino avanzar una posibilidad. Propongo entonces, antes de comenzar, que emitamos algunas locuciones de duda, como “tal vez”, “probablemente”, “no es imposible que…”, etcétera. El lector los pondrá cuando lo considere oportuno.

¿Puede poner un rostro sobre una voz?

No, no tengo necesidad de hacerlo. Un pensador inglés decía que todas las ideas, todos los sentimientos podían ser expresados por la palabra. Habría preferido conservar la vista, pero la voz es tan personal que el hecho de no verlo no tiene mucha importancia. Hay una afinidad entre las personas difícil de explicar. Mis relaciones con los objetos son más problemáticas, pues los objetos no hablan. Sólo puedo tocarlos. Hubiera debido ser escultor. Por supuesto, preferiría verlo, pero debo buscar argumentos para soportar mi ceguera, ¿no es cierto? De otra manera, me daría lástima a mí mismo, lo cual es detestable. Bernard Shaw decía que la piedad degrada tanto al que se apiada como al que recibe la piedad.

¿Este estoicismo es debido a su situación personal o a la herencia de sus ancestros? Usted desciende de una familia de militares. Muy valerosos, por supuesto.

Mi abuelo, el general Borges, murió en 1874, en una batalla contra los indios. Su vanguardia acabada, se quedó solo sobre su caballo blanco. Avanzó a galope hacia el enemigo que lo perforó a balas. Esto dicho, no hay razón para suponer que un militar es valiente. Un individuo que pasa su vida de cuartel en cuartel para obtener su promoción y que estudia la estrategia no tiene necesidad de ser valiente. Y, por supuesto, no está preparado para gobernar. La idea de mandar y de ser obedecido es lo propio de una mentalidad infantil. Eso explica que los dictadores sean gente inmadura.

Es curioso, con su genealogía de guerra y de violencia, usted es alguien pacífico, detesta la violencia y pone todas sus frases en condicional. ¿Es por eso que se desfoga en sus obras hechas de crímenes, duelos y traiciones?

Nunca lo había pensado. Es posible que yo sea, de alguna manera, la memoria de mis antepasados. Es posible que a través de mí ellos intenten sus vidas de guerra y violencia.

¿Cuándo pensó en convertirse en escritor?

Desde siempre. Tenía dos o tres años cuando comencé a escribir. Mi padre, psicólogo anarquista, me reveló el valor de la poesía. El hecho de que las palabras no son simplemente medios de comunicación, sino sonidos musicales, mágicos y complejos. Ya tenía veinticuatro años y él me aconsejaba continuar leyendo, y no escribir sino hasta cuando tuviera verdaderamente necesidad. Y,
sobre todo, no apresurarme a publicar. Él mismo escribió una novela que nunca editó. En el fondo, me volví escritor porque era su vocación y él no la había realizado. Seguí todos sus consejos. Lo digo con cierta nostalgia, pues, desde 1955, mi ceguera me impide leer. Ese año se produjeron dos cosas capitales en mi vida: me nombraron director de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires y, casi simultáneamente, me volví ciego. Doscientos mil volúmenes al alcance de mi mano… sin poder leerlos.

Usted realizó la vocación de su padre, pero no completamente. Su padre se equivocaba. Usted mismo lo reconoce cuando, en el prefacio de Ficcionesescribe que es vano querer desarrollar en quinientas páginas lo que puede ser resumido en veinte o treinta.

De hecho, no he leído muchas novelas. He leído a Conrad, Dickens, Dostoyevski, Melville… y Don Quijote, como todo el mundo. Sería ilógico que no siendo un lector de novelas yo intente escribirlas. 

La vida está llena de paradojas. Le dieron el Premio Cervantes siendo que usted no ama su lengua, el español.

¡Nunca he dicho eso! He podido decir que el francés es una lengua muy bella, con giros que no tienen las otras, como las “y” en “j’y suis” o “j’y reste” o los “en” de “nous en reparlerons”. Pero tenemos, en español, los verbos “ser” y “estar”, que no existen en ninguna otra lengua y que separan lo metafísico de lo contingente. Tenemos también una movilidad envidiable de los adjetivos y una construcción más flexible de la frase. Los españoles tienen por qué estar orgullosos de su lengua. Pero no saben hablarla. La pronuncian como si se tratara de una lengua extranjera.

¿Entonces de dónde viene esa opinión tan divulgada de que usted no está a sus anchas en español?

Me gustaría que se me juzgue por lo que escribo y no por lo que he podido decir. O por lo que me han hecho decir, pues, por timidez, a veces no me atrevo a contradecir a mi interlocutor. Por el contrario, cuando uno escribe, uno corrige hasta el infinito. De hecho, esa opinión fue sacada de una conversación con Pablo Neruda, la única vez que nos encontramos. Durante dos horas jugamos a asombrarnos. Él me dijo: “No se puede escribir en español”. Yo le respondí: “Tiene razón, es por eso que nadie nunca ha escrito en esa lengua”. Entonces él sugirió: “¿Por qué no escribir en inglés o en francés? Pero… ¿Estamos seguros que merecemos escribir en esas lenguas?”. Entonces decidimos que tocaba resignarse a seguir escribiendo en español.

Curiosa conversación entre dos personas que no se entendían.

Él había escrito un poema contra los tiranos de América Latina dedicando algunas estrofas a los Estados Unidos, pero ni una sola a Perón. Suponíamos que él estaba lleno de una noble indignación; de hecho, estaba pensando en un juicio que le estaban haciendo en Argentina y no quería indisponer al gobierno de mi país. Estaba casado con una mujer argentina y sabía muy bien qué era lo que pasaría, ¿no? Pero no quería que su poema lo perjudicara. Cuando fui a Chile, él se eclipsó para no verme, y menos mal. La gente quería oponernos. Él era un poeta comunista chileno y yo un poeta conservador argentino, yo estaba contra los comunistas.

¿Qué les reprocha a los comunistas?

No puedo estar de acuerdo con una teoría que predica la dominación del Estado sobre el individuo. Pero todo lo que acabo de contar no tiene nada que ver con la calidad de la poesía de Neruda. Cuando en 1967, el Premio Nobel fue dado a Miguel Ángel Asturias, dije de inmediato que era Neruda quien lo merecía. Y terminó por recibirlo en 1971. No me parece justo que se juzgue a un escritor por sus ideas políticas. Pues, si es verdad que Rudyard Kipling defendió el Imperio Británico, hay que reconocer que fue un gran escritor.

Durante cierto tiempo usted también ignoró los crímenes de los militares en su propio país.

A riesgo de decir lo mismo, la explicación debería ser fácil. Cuando, como yo, se comete la imprudencia de aproximarse a los ochenta años, uno se queda bastante solo. Como lo sabe, no leo los periódicos y conozco a muy poca gente. No obstante, había oído hablar de “desapariciones”. Mis amigos me aseguraron, sinceramente, creo, que se trataba de turistas que simplemente cambiaban de lugar, pero que no había “desapariciones”. Les creí hasta que las Madres y las Abuelas de la Plaza de Mayo vinieron a verme. Entre ellas, se encontraba la prima de los propietarios de uno de los periódicos más importantes de Argentina. Rápidamente comprendí que esa mujer no era una actriz. Me dijo que su hija estaba “desaparecida” desde hacía años. Quería que le dijeran la verdad, incluso si su hija estaba muerta. Se dirigió a los ministros, al jefe de la policía, al Vaticano, y siempre la misma respuesta: “Usted la tendrá en casa dentro de seis meses”. Nunca la volvió a ver. Los militares argentinos están completamente locos.

Como el término de “desaparecido” [en el original, "disparu"]

La realidad es mucho más terrible: esos “desaparecidos” fueron secuestrados, torturados y asesinados. Es una película que termina mal.

Antes de su ceguera, usted era crítico de cine. ¿Extraña ese tiempo?

No mucho, pues el cine dejó de ser mudo.

¿Era mejor?

¡Por supuesto! Después apareció el cine en tecnicolor. Otra calamidad.

¿De qué película se acuerda?

Una película dirigida por Josef von Sternberg, sobre los gangsters de Chicago. Era una película épica. Pocos días después, Carlos Gardel iba a cantar en la misma sala de cine y no quise ir a oírlo por miedo de perder la impresión que me había hecho esa película. Así me perdí de ver a Carlos Gardel.

¿Es que según usted Carlos Gardel encarna eso que pomposamente se llama el alma argentina?

El alma argentina ha sido varias veces pervertida y corrompida. Sobre todo por la abominable dictadura del general Perón. Nunca fui peronista. El país ha cambiado mucho. En este momento, vivimos años considerados, sin duda, como ridículos por el resto del mundo, pero que para nosotros son espantosos e infernales.

De todas formas, Gardel continúa siendo un símbolo de Argentina. ¿No dice usted que cada vez canta mejor?

Cuando era niño, los hombres bailaban el tango entre ellos. No las mujeres, pues las palabras eran escabrosas. Cantaban en voz baja, de una manera deliberadamente inexpresiva. Sobre todo cuando se trataba de crímenes y de sangre. Tenían esa timidez propia de los argentinos. Hasta que apareció el argentino Carlos Gardel. Su gran descubrimiento, además del encanto de su voz, fue dramatizar el tango. Me acuerdo que estaba con mi madre en los Estados Unidos y escuchamos un tango. El tango no nos gustaba. Y no obstante, algunos instantes después, llorábamos de emoción. Si hubiera sido sordo no hubiera podido apreciar el tango ni la milonga. Me hubiera gustado ser músico, pero no soy más que un hombre de letras. Quizá mi frustración es debida a mi sordera musical. No entiendo nada de música, excepto la guitarra, que me gusta. En general, los gauchos no tocan bien la guitarra, pero pueden pasar horas afinándola, lo que produce ya una suerte de música elemental.

Por el contrario, entre sus pasiones figura la genealogía, ¿no es cierto?

Es para mí un género de literatura. Los ingleses disponen de un bello aforismo: “Sabio el niño que sabe quién es su padre”. Mucho más sabio el que conoce el origen de sus bisabuelos, ¿no?

Ya me habló de su padre. ¿Y su madre?

Era inglesa y yo hablaba inglés con ella. Muy joven, me llevaron a Suiza y hablaba francés con la maestra, y aprendía latín con un profesor. Con mi papá hablaba y escribía en español. Entonces creí en un tiempo que cada persona tenía su propia lengua. Curioso: cientos de millones de lenguas. Pero tal vez es cierto, por eso no nos comprendemos.

¿Escribía como su padre o su padre como usted?

Yo tenía un estilo muy barroco, como él. Cuando uno comienza a escribir, uno imita a sus maestros, por modestia o por ambición. Creo que el escritor encuentra su estilo propio después de años. Cuando era joven, entonces copiaba a mi padre, buscaba palabras arcaicas, inesperadas. Ahora evito las metáforas, las palabras raras, todo lo que puede llevar a consultar un diccionario. Espero alcanzar el fondo común de la lengua, más allá de las limitaciones temporales o geográficas.

¿Piensa que ha llegado a ser Borges ahora que tiene una “obra”?

Lo que dice es muy emocionante, pero le ruego poner obra entre comillas. No tengo una “obra”, sino fragmentos. Ignoro por qué soy célebre. Al principio pensaba que no publicaría nunca; después, que yo era una superstición argentina, pero ahora debo resignarme y pensar que no soy un impostor: he recibido la Legión de Honor en Francia, me han hecho doctor honoris causa de varias universidades… Pero lo que Borges preferiría es que se le celebre mucho más por lo que no ha escrito que por lo que ha escrito. Es decir, por lo que él borró y que se encuentra entre líneas. Eso se puede hacer gracias a Cervantes y a las literaturas francesa e inglesa, pues, en general, el español es muy grandilocuente. Siempre tengo en mente la frase de Boileau: “Aprendí de Molière el arte de hacer versos simples con dificultad”. Según creo, pocos escritores han alcanzado la perfección, salvo quizá Kipling en sus cuentos. No tienen una palabra de más. Intento aprender de él, con toda modestia. Ser a la vez simple y complejo. Por supuesto, algunos temas exigen la novela, como la invasión de Rusia por Napoleón. Pero no pienso escribir novelas. 

Y, sobre todo, no se va a poner a leer a Tolstoi.

Había comenzado a leer La guerra y la paz, pero la abandoné cuando los personajes se volvieron inconsistentes. Georges Moore dice que Tolstoi había hecho una transcripción tan minuciosa de un jurado que, en el cuarto miembro, ya no se acordaba de las características del primero. Como desde hace un cuarto de siglo ya no veo, me hacen la lectura, y prefiero las relecturas. Para escribir, me contento con dictar. Llegando a mis ochenta años tengo muchos proyectos.

La última vez que vine a verlo, en compañía de Ignacio Ramonet, su pasión era la etimología.

Y continúo. El origen de las palabras va más lejos que el de las generaciones. Observe la palabra sajona bleig, que significa “incoloro”. Ha evolucionado en dos sentidos opuestos. En español hacia “blanco” y en inglés hacia “negro”, black. ¿Y sabe de dónde viene la palabra jazz? Del inglés creol de la Nouvelle Orleáns, en donde to jazz significaba hacer el amor, pero de una manera rápida, espasmódica, como lo sugiere esa onomatopeya. Acabo de enterarme de que la palabra “cosmético” viene del griego: “ordenar el mundo”. Embellecer el rostro, como si se tratara del universo. Curioso, ¿no? 

El profesor Pascual acaba de enseñarme que “Canarias” no quiere decir que había muchos patos en esas islas. Éstas fueron bautizadas en el primer siglo por un rey de Mauritania porque había visto allí perros (canes) enormes. 

¡Qué desilusión! Pero me enseñó algo. El otro día, su amigo Ramonet me explicó la etimología de “Gabón”, que vendría del portugués “gabão”, abrigo. 

¡Qué memoria tiene! Casi como la de Funes, el héroe de uno de sus cuentos.

¡Nada de eso! Funes murió aplastado por su memoria. Ese cuento es una metáfora del insomnio. 

Por eso nos angustia tanto.

Sí, la falta de sueño es terrible. Sufrí de eso durante un año en Buenos Aires. Era el verano, largas noches con zumbidos de moscos… como si un enemigo diabólico me hubiera condenado.

¿No Dios? Bien se ve que usted es agnóstico, por no decir dualista. ¿Ahí está todavía la influencia de su padre o tuvo una educación religiosa?

Una educación religiosa, como todo el mundo. Pero no mucho tiempo. Rápido me di cuenta, leyendo a los griegos, de que había muchos dioses. ¿Para qué uno solo? ¿Y por qué éste debía ser el correcto? Nunca hubiera podido perdonarle ser el responsable de mi vida. ¿Y qué religión es ésa, el Vaticano, con sus bancos, su policía y sus servicios secretos? Cristo dijo: “Mi reino no es de este mundo”. Mi padre decía que en este mundo todo es posible, incluso la Trinidad. ¿Cómo creer en ese monstruo teológico? La teología es más extraña que la literatura fantástica: tres seres, entre ellos una paloma, en un solo dios… Estamos más allá de las pesadillas de Wells o Kafka. Por el contrario, admiro la Biblia. ¡Esa idea de reunir en un solo libro cuatro textos de autores diferentes y atribuirlos al Santo Espíritu! En suma, yo hubiera podido ser… metodista, por ejemplo, como algunos de mis ancestros, pero no católico. Los católicos de mi país pertenecen a un género que me es desagradable. Piensan que Argentina es un país esencial, siendo que todos sabemos que se trata de un país tardío del que no podemos comprender la historia sin referirnos a España.

¿Se interesa todavía en las disputas teológicas? Desde los padres de la Iglesia no hay gran cosa de nuevo.

Ahora la teología está muy abandonada, pero es inagotable ¡como las novelas policiales! Y qué sacrilegio: se está en búsqueda de Dios como si se tratara de un vulgar asesino. Se nos dice que Dios es un personaje todo poderoso y lleno de bondad, pero basta un simple ruido de mosquito para dudarlo. La gente no habla sino de política y deporte. Dos cosas frívolas que crean un sentimiento nacionalista. El gobierno argentino quiere organizar ahora un torneo de fútbol. Increíble, ¿no?, de la parte de un gobierno. ¿Puede uno imaginarse al jefe de estado levantarse y gritar “goool”? ¿Cómo se puede ser tan ridículo? Los periódicos, la gente, gritando: “¡vencimos a tal país!”. Si bastaran con que once muchachos argentinos en pantaloneta ganen un partido contra once muchachos de otro país para vencer a una nación…

Usted ha viajado mucho últimamente.

Cuando era joven, no me gustaba mucho viajar. Ahora que soy viejo y ciego no paro de hacerlo. Me gustaría conocer el Oriente, que para mí se reduce a Egipto y Andalucía. Y también la India, que conozco gracias a Kipling. Tengo una invitación para ir al Japón, y me urge ir. Usted me dirá que siendo ciego no voy a apreciarlo; no lo creo. El hecho mismo de pensar “Estoy en Japón” representa ya una riqueza. No quiero ver los países, sino percibirlos a través de no sé qué signos. No es extraordinario; sucede todos los días. En este momento, percibo su amistad, no porque usted me lo dice. Es algo intraducible. ¿Por qué una persona está enamorada? No por lo que ella ve o escucha, sino a causa de algunos signos ocultos que emanan del otro. Bueno, cuando hablamos con alguien sentimos si esa persona nos ama o si le somos indiferentes. Se siente al margen de las palabras, que de ordinario son banales.

¿Es capaz también de sentir un paisaje? ¿Lo percibe igualmente a través de la vibración de las voces?

Lo que imagino puede ser completamente anacrónico. Es posible que me refiera a impresiones que me quedan del tiempo en que disfrutaba de la vista. Ahora, cerrando un ojo, soy capaz de adivinar ciertos colores, sobre todo el verde y el azul. El amarillo nunca me ha dejado. Por el contrario, he perdido el negro. La oscuridad me hace falta. Curioso, ¿no? Un ciego privado de oscuridad. Incluso cuando duermo, me encuentro en una nebulosa verdosa o azulosa. 

Con tantos viajes, la idea del cosmopolitismo que se tiene de usted se confirma.

Esa idea de fronteras y de naciones me parece absurda. La única cosa que puede salvarnos es ser ciudadanos del mundo. Voy a contarle una anécdota personal. Cuando era pequeño, fui con mi padre a Montevideo. Debía tener nueve años. Mi padre me dijo: “Mira bien las banderas, las aduanas, los militares, los curas, porque todo eso va a desaparecer”. Es todo lo contrario. Hoy hay más fronteras, más banderas que nunca. 

Menos curas, con todo. 

¿Qué sabemos? Ahora están disfrazados. Y como mi padre era vegetariano, me mostró una carnicería para que yo pudiera decir más tarde: “Incluso vi una tienda donde vendían carne”. Tal vez mi padre tenía razón; fue sin duda una profecía prematura que necesitará algunos siglos para realizarse.

¿Demasiado tarde? Las Escrituras aconsejan retirarse de la vida a los setenta años.

Soy demasiado viejo, ¿no?

No quería decir eso, Borges.

Espero el momento de la muerte con impaciencia, pero en mi familia la muerte siempre ha sido terrible. Mi madre murió de noventa y nueve años, desesperada. No es a la muerte a lo que le temo, sino a la decrepitud. Conmigo desaparece un linaje, lo que es muy doloroso para un enamorado de la genealogía como yo.

No se inquiete demasiado. No deja epígonos.

Me tranquiliza. ¿Entonces puedo esperar calmadamente la muerte?

Falta por ver. Usted escribió: “La eternidad me acecha”.

La inmortalidad personal es increíble, como la muerte personal, por lo demás. Pienso que yo hice una paráfrasis del verso de Verlaine “Et tout le reste n’est que littérature”. Cuidado, no soy responsable de lo que he podido decir ni de lo que digo en este momento. Las cosas cambian sin cesar y nosotros también. No le voy a citar le célebre frase de Heráclito sobre el río que cambia, sino un verso de Boileau: “El momento en el que le hablo ya está lejos de mí”.

No obstante, le sucede ironizar sobre la muerte o sobre la longevidad, “…un mal hábito difícil de extirpar”.

No soy yo quien lo dice sino la vox populi. “No hay nada como la muerte/ para volver a la gente mejor./ Morir es un hábito/ común a todo el mundo”.

¡Parece de Borges! ¿Ese Borges tiene miedo de la muerte?

No. Como mi padre, tengo la esperanza de morir completamente, de alma y carne. Muchos creyentes que conozco están aterrados. Unos esperan ir al paraíso, otros temen el infierno. Por el contrario, un agnóstico como yo, que no cree en todas esas historias, no se cree digno ni de recompensa ni de castigo. No me queda sino esperar.

Puedo darle la dirección de la Asociación por el derecho a morir con dignidad, de la que yo hago parte.

¿Suicidarme? Como lo dice Lugones: “Amo de mi vida, quiero serlo también de mi muerte”. Y se suicidó. Lo pensé varias veces, cuando estaba más infeliz que de costumbre. Y también para saber lo que pasa cuando uno pierde la vida después de haber perdido la vista, ¿no? Luego me dije que tener la idea de suicidarse, bastaba. Ahora que soy viejo, me digo que es demasiado tarde. La muerte puede venir en todo momento. Pero todavía tengo pesadillas y proyectos que necesitan dos o tres años.






Versión castellana de Juan Moreno Blanco
En Cuadernos de Literatura, Bogotá, vol. 14, nro. 26, julio-diciembre de 2009
Entrevista original en francés, París, abril de 1978
Realizada por Ramón Chao e Ignacio Ramonet
En el Hotel de la calle Beaux Arts, Paris, posando Borges en el lecho de muerte de Oscar Wilde
Original en francés publicado en Le Monde Diplomatique, agosto de 2001
Propiedad intelectual de imágenes y texto ©Ramón Chao, 2012




28/12/17

Jorge Luis Borges: La Guerra en América (1941)








La noción de un atroz complot de Alemania para conquistar y oprimir todos los países del atlas, es (me apresuro a confesarlo) de una irreparable banalidad. Parece una invención de Maurice Leblanc, de Mr. Phillips Oppenheim o de Baldur von Schirach. Es notoriamente anacrónica: tiene el inconfundible sabor de 1914. Adolece de penuria imaginativa, de gigantismo, de crasa inverosimilitud. La circunstancia de que en esa fábula desdichada los alemanes cuentan con la complicidad lateral de los oblicuos japoneses y de los dóciles y pérfidos italianos la hace aún más ridícula... Desgraciadamente, la realidad carece de escrúpulos literarios. Se permite todas las libertades, incluso la de coincidir con Maurice Leblanc. Nada le falta, ni siquiera la más pura indigencia. Es tan versátil que también es monótona. Dos siglos después de la publicación de las ironías de Voltaire y de Swift, nuestros ojos atónitos han mirado el Congreso Eucarístico; hombres ya fulminados por Juvenal rigen los destinos del mundo. No importa que seamos lectores de Russell, de Proust y de Henry James: estamos en el mundo rudimental del esclavo Esopo y del cacofónico Marinetti. Destino paradójico el nuestro.

Le vrai peut quelque fois n'étre pas vraisemblable; lo inverosímil, lo verdadero, lo indiscutible, es que los directores del Tercer Reich procuran el imperio universal, la conquista del orbe. No haré enumeración de los países que han agredido ya y expoliado; no quiero que esta página sea infinita. Ayer los germanófilos perjuraban que el difamado Hitler ni siquiera soñaba en atacar este continente; ahora justifican y adulan su novísima hostilidad. Han aplaudido la invasión de Noruega y de Grecia, de las Repúblicas Soviéticas y de Holanda; no se qué júbilos elaborarán para el día en que a nuestras ciudades y a nuestras costas les sea deparado el incendio. Es infantil impacientarse; la misericordia de Hitler es ecuménica; en breve (si no lo estorban los vendepatrias y los judíos) gozaremos de todos los beneficios de la tortura, de la sodomía, del estupro y de las ejecuciones en masa. ¿No abunda en nuestras llanuras el Lebensraum, materia ilimitada y preciosa? Alguien, para frustrar nuestras esperanzas, observa que estamos lejísimo. Le respondo que siempre las colonias distan de la metrópoli; el Congo Belga no es lindero de Bélgica.






Sur, Buenos Aires, Año XII, N° 87, diciembre de 1941 
(Número titulado La Guerra en América)

Incluido en Borges en Sur (1931-1980)
© 1999 María Kodama
© 2011 para la edición en castellano para España y América Latina, Penguin House Mondadori
© 2011 y © 2016 Buenos Aires, Sudamericana

Imagen arriba -original en color-: Borges (sin atribución autor) Casa de América Vía
Abajo: Sumario Sur n° 87, diciembre 1941



26/12/17

Jorge Luis Borges: Inscripción en cualquier sepulcro







No arriesgue el mármol temerario
gárrulas transgresiones al todopoder del olvido,
enumerando con prolijidad
el nombre, la opinión, los acontecimientos, la patria.
Tanto abalorio bien adjudicado está a la tiniebla
y el mármol no hable lo que callan los hombres.
Lo esencial de la vida fenecida
—la trémula esperanza,
el milagro implacable del dolor y el asombro del goce—
siempre perdurará.
Ciegamente reclama duración el alma arbitraria
cuando la tiene asegurada en vidas ajenas,
cuando tú mismo eres el espejo y la réplica
de quienes no alcanzaron tu tiempo
y otros serán (y son) tu inmortalidad en la tierra.




En Fervor de Buenos Aires (1923)
Imagen: Pedro Padawer, El bastón de Borges (1977/1978)


25/12/17

Ambrosio García Lao: Los ochenta años del escritor Jorge Luis Borges







En una autobiografía, Borges afirmó muchos años después de cumplir dieciocho meses de edad: «He nacido en agosto de 1900...»; lo que no le impide escribir más tarde: «No en vano fui engendrado en 1899». Pero, en verdad, nació el miércoles 24 de agosto de 1899; o sea, que fue engendrado en las vísperas de la Navidad de 1898. Vino a Buenos Aires, y al resto del mundo, en una casa de la calle Tucumán, entre Suipacha y Esmeralda, de su ciudad; es decir, en el norte; porque como él mismo asegura: «Todo el mundo sabe que el sur comienza en la calle Corrientes». No es sureño, entonces  como hubiera querido, por tan sólo doscientos metros.
Un ascendiente vikingo
«Nada o muy poco sé de mis mayores/ portugueses, los Borges: vaga gente/ que prosigue en mi carne, oscuramente,/ sus hábitos, rigores y temores...»
Su más antiguo ascendiente detectado es el mítico vikingo Olaf el Leñador, sacrificado por su pueblo en 710 y nueve generaciones anterior a Olaf el Santo, también llamado el Gordo. Pero en la genealogía más cercana del autor de Otras inquisiciones hay sangre india y española mezclada en América del Sur por Domingo Martínez de Irala, vasco, y Águeda, una guaraní; además del mestizaje ínglés-portugués de los Haslam y de los Borges con dos líneas españolas: la de los Acevedo y la de los Suárez. Finalmente, en 1898, se casan en Buenos Aires, Jorge Guíllermo Borges Haslam y Leonor Acevedo Suárez, padres de Jorge Luis y de una hermana menor del escritor argentino, Norah.
Jorge Luis Borges Acevedo Haslam Suárez, publicó su primer cuento en 1912, cuando tenía trece años de edad. Es un relato de un folio y medio, firmado con el seudónimo Nemo y que se titula El rey de la selva; es decir: el tigre, por supuesto. Cuando iba a la escuela elemental ya traducía a Oscar Wilde y glosaba a Cervantes. Durante la primera guerra mundial estudió en Ginebra, recorrió Europa y en 1918 vino por primera vez a España.
Conocimiento de Cansinos
En el café Colonial, de Madrid, conoció a Rafael Cansinos Assens y, en esa tertulia, se enroló para siempre en el ultraísmo. Aquí, en España, publicó sus primeras traducciones de los nuevos poetas alemanes de entonces y a fines de 1921 regresó a Buenos Aires para empezar a redescubrir esa ciudad en interminable reflexión y en inacabado sentimiento. Dos años después, en 1923, apareció su primer libro de poemas Fervor de Buenos Aires; en 1925, Luna de enfrente también poesía, y seguidamente sus dos iniciales trabajos en prosa: Inquisiciones y El tamaño de mi esperanza. La renombrada marca Borges como dijo Isaac Wolberg— ya estaba lanzada.
Jorge Luis y Norah, su hermana, fueron entrañables amigos. Los dos hicieron sus lecturas infantiles en la biblioteca del padre, casi en su totalidad en francés. El autor de Laberintos aprendió de niño a leer, hablar y escribir francés con la misma soltura que inglés, alemán y castellano, y leía el latín y el italiano. Ahora, ciego, pide que le lean, y escucha en silencio, con los ojos abiertos y puestos como mirando hacia arriba.
El autor de Historia universal de la infamia tuvo dos profesiones esporádicas: fumador y dibujante. Allá por los años treinta, durante corto tiempo, y especialmente cuando se reunía con amigos, fumaba con el cigarrillo colgado de los labios, pero no tan hacia abajo como un compadrito porteño.
Otra de las profesiones esporádicas del autor de Ficciones fue la de marido. En la tarde del 21 de septiembre de 1967 (día de la primavera en el hemisferio sur), el obispo auxiliar de Buenos Aires casó a Jorge Luis (68 años) y Elsa Astete Millán, viuda de Albarracín (57 años). La unión subsistió dos años, ocho meses y dieciséis días, hasta el 7 de junio de 1970, cuando el escritor dejó llevándose sus libros, el domicilio que compartía con su esposa, de la que se había enamorado cuarenta años atrás.
Poco duraron estas tiernas hogareñas sonrisas entre Elsa y Georgie. «El matrimonio es un destino pobre para la mujer», declaró poco después Borges; y ella: «Yo, por lo menos, era viuda y tenía experiencia del matrimonio; él, no. »
De los 66 años que le duró a Borges su madre, 73 los pasó junto a ella. Doña Leonor era quien oía la primera lectura de sus relatos y poemas, los criticaba, aportaba correcciones y hasta pasaba a limpio los originales. «Mi madre mucho tiene que ver con la esencia de mi obra. Ella es un poco el alma y el espíritu que la impulsa». La insuperable secretaria del autor de El Aleph murió a los 99 años, un mes y medio después de mayo de 1975, cuando se hizo una de las fotografías que acompañan estas líneas.
Medio siglo de distancia en Borges, de uno al otro, y el misterio del espejo o la cavilación del tiempo. Su padre también padeció ceguera. Al principio de esta década tuvo que empezar a resignarse y escribió Elogio de la sombra. Ahora sólo percibe algunas diferencias de luz. El único color que distingue o que sospecha es el amarillo. El amarillo de los tigres. «He cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer: no he sido feliz. Que los glaciares del olvido me arrastren y me pierdan, despiadados ... »
Jorge Luis Borges era ya un escritor mundialmente famoso, doctor de varias universidades de América y de Europa, profesor de literaturas extranjeras en la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Buenos Aires y director de una biblioteca municipal cuando, por uno de esos quiebros de la política argentina, le cambiaron su cargo en 1946 por el de «inspector para la venta de aves de corral» en los mercados de la ciudad de Buenos Aires. Renunció. Después del siguiente quiebro político le ofrecieron la dirección de la Biblioteca Nacional. Para entonces, Borges ya tenía declarado: «...La democracia, ese abuso de la estadística».
El fundador de todo un estilo de la nueva literatura argentina ha repetido que los tangos tienen letras lloronas, poco varoniles y que por eso prefiere las mílongas, que son más bravas y valientes. Pero tiene confesado que, cuando no está en la Argentina, «...el tango me emociona; lo que prueba que la opinión no siempre es confirmada por el sentimiento». Además, después de una conversación con Astor Piazzolla, le llevó unos versos para una milonga y terminó ofreciéndole la letra para un tango que finaliza diciendo: «...Porque en la tierra hay una sola mujer / y ella no te quiere».
En El País, Madrid, 24 de agosto de 1979
Retrato de Jorge Luis Borges en publicación periódica años 80

24/12/17

Adolfo Bioy Casares: "Borges" - Los 24 de diciembre (1953/1970)









Jueves, 24 de diciembre de 1953. Comida en familia; después, los Canto, los Guido y, como perdido entre demonios, Borges. Estela, mediante una serie de láminas, agresivamente lo psicoanaliza. Borges no ve, porque es casi ciego, y ella le dice que no quiere ver. Una ilustración muy banal muestra a una mujer que abre una puerta y queda tontamente espantada. Alguien dice: «Esa mujer ve algo que la choca; por ejemplo, dos personas haciendo el amor». Yo no creo que necesariamente el que interpreta esto así debe sentir espanto por la cópula; acaso piense que un dibujante tan banal sólo pudo concebir una situación así: banal y tonta. Por último está el señor entre las tumbas que nos dicen que es el padre de cada uno. ¿Por qué? ¿Dios lo ha decretado? Y si hay un cementerio, ¿cómo puede ver uno otra cosa? O mejor dicho: si alguien ve otra cosa, ello puede ser significativo; pero ver un cementerio y tumbas es lo normal, puesto que son el tema del dibujo.



Viernes, 24 de diciembre de 1954. Con Borges y su madre voy al consultorio de Malbrán. En cierto modo, buenas noticias: el desprendimiento no llega a ser tal; es como un desgarramiento; la operación, de poca importancia, calificada de profiláctica, no entrañaría muchos peligros. Borges se había pasado quince o veinte días sin hablar de lo que estaba ocurriendo en sus ojos; sin consultar a un médico; pienso que de terror de volver a empezar la pesadilla de los sanatorios y de las operaciones. Después que Elizalde le dio brutalmente su terrible noticia, Borges anduvo con entereza, bromeando como siempre y pensando mucho. Las amigas se sentían las protagonistas de este episodio de su posible ceguera. Todas querían acompañarlo al oculista. Cuando yo argumentaba: «No podemos ir en caravana; va a parecerle una pesadilla», cada una estaba de acuerdo, pensaba que las otras estaban de más, que sólo ella debía ir, porque era la gran amiga.
En el consultorio, Borges refiere que tiene seis generaciones de cataratas. Su madre me cuenta que el padre de Borges tenía los ojos oscuros; que cuando Borges nació —ochomesino—, el padre ansiosamente le miró los ojos; al ver que eran claros, exclamó: «Está salvado. Tiene ojos claros. Heredó tus ojos». Heredó la claridad de los ojos de la madre y la enfermedad de los ojos del padre. Aprendió a leer en inglés. Un día, teniendo ocho años, la madre le preguntó qué decían las letras de una etiqueta de un frasco de dulce Cross & Blackwell; la etiqueta era blanca; las letras, doradas. Borges contestó: «No dice nada. Es un papel blanco». La madre, aterrada, lo llevó a ver a un tal Molard, que era el gran oculista de aquellos años. Molard dijo: «Este niño tiene cataratas incipientes». Cuando salimos, emocionados y aliviados, llueve a cántaros. Borges ve todo rojizo, y muy poco.
En el viaje de ida, por distracción casi choqué contra otro automóvil. Un sacudón podría dejar ciego a Borges. Me sentía enfermo de disgusto.



Sábado, 24 de diciembre de 1955. Después de comer voy a casa de Borges. Con la madre, con Norah y Guillermo, con Miguel y Luis, brindamos con champagne. Luego vamos a casa, Borges y yo. Conversamos con mi padre. Luego Borges, Silvina, mi padre y yo brindamos con champagne (de Los Dos Chinos) y comemos torta de Navidad. Borges comenta: «Americanos, del siglo xx, cumpliendo sus ritos». Dice también: «Estos ritos son patéticos, porque somos muy pocos. Más raro sería que un hombre solo estuviera haciéndolos».


Martes, 24 de diciembre de 1957. (Ya publicado en blog) Vamos con Silvina a casa de Borges. Con él están su madre, Norah, Guillermo y los chicos. Brindamos. Borges me regala Empédocle d'Agrigente de Jean Zafiropulo; a Silvina, Sappho (pronúnciese Psafo) de Jean Larnac y Robert Salmon. Lo traemos a comer en casa. BIOY: «Cuando yo era chico, Navidad tenía poca importancia». BORGES: «Cuando yo era chico, no tenía ninguna: la celebraban solamente los ingleses y los alemanes, en Belgrano. Ahora es una especie de ensayo de primero de año, que es, como Navidad, una especie de ensayo de carnaval. Ahora celebran Navidad y primero de año con cohetes; pronto lo harán con caretas». BIOY: «Cuando yo era chico no había esta manía de los petardos. Recuerdo que mis primos Blaquier, en Vicente Casares, tiraban petardos: yo veía esa actividad como un rasgo peculiar del carácter de los Blaquier que no podía compartir».
BORGES: «Ha refrescado. Eso es lo típico del verano: encontrar que ha refrescado, que hace menos calor que la víspera. Cuando uno dice eso, tenelo por seguro: hace un dog's weather».
Asegura que el premio municipal se le amargó a Mastronardi, al saber que sus compañeros son Murena, Viñas y Lisa Lenson: «Ya todo se convierte en a roaring farce».
Oímos tangos. De Gardel, al que oímos en Ivette, dice: «Es invertebrado, es un bicho baboso, no vocaliza, se derrama». Volvemos a oír Ivette, ahora cantado por Vidal. BIOY: «Qué raro que Gardel sea el gran cantor». BORGES: «Y la letra de Ivette es extraordinaria. Fijate, todos los regalos que le hace son robados:

¿No te acordás que conmigo
usaste el primer sombrero...?

Qué mundo miserable. Qué bien.

¿No te acordás que traía
aquella crema lechuga
que hasta la última verruga
de la cara te piantó?

Se ve que la mujer era un bagayo». Elogia:

...y que por una pavada
te acoplaste a un mishé.

Parodia los versos, adelantando los labios y poniendo especial énfasis en pavada.
Oímos también Milonga de antaño, Una noche de garufa («el mejor tango»), El pollito («un tango cauteloso», según uno de los sobrinos de Borges).
Borges, muy inspirado —oír tangos, por la noche, lo exalta— me cuenta su cuento (o poema en prosa, o mito) del Rapsoda:1 primero vive en el presente, muy despierto a las sensaciones, en un mundo bárbaro; así un día, muy joven aún, pelea con un enemigo y otro día va hacia una cámara subterránea donde lo espera una mujer; cuando pelea, recuerda a Áyax o Aquiles y se ve como ellos; poco a poco pierde la vista; pasa a una vida en que las sensaciones son más apagadas y por primera vez desciende a sus recuerdos (su vida y las historias que le contaron cuando era chico, de los héroes antiguos); ya ciego, escribe sus Ilíadas y Odiseas (es Homero).
Borges había pensado hacer su mito de Homero con Milton. BIOY: «Ya no sería un mito, sino un juego de erudición y de ingenio». BORGES: «Nadie puede emocionarse con Milton». BIOY: «Con Homero es poético; esa poesía se perdería con Milton. Has sorteado el peligro de poner como héroe a Milton; peligros como éste, que siempre acechan al creador, pueden arruinar un cuento». BORGES: «Y, sin embargo, con Homero o con Milton la idea es la misma». Observa que, para el cuento, debe cuidar especialmente la transición de un mundo bárbaro indeterminado a un mundo griego.



Sábado, 24 de diciembre de 1960. Come en casa Borges. Trae regalos; para mí, un libro sobre la filosofía de Spinoza. Le regalamos té y jabones. BIOY: «Conozco a alguien, una persona de respeto, que acaba de ser internado en un manicomio. Había un tren de juguete instalado en su casa, que recorría. Si uno lo visitaba, debía tener cuidado al entrar, porque el hall, la sala y el escritorio estaban interesados por una complicada red ferroviaria en miniatura. Ahora, sus numerosos hijos por primera vez podrán mirarla de cerca y aun tocarla; mientras el padre estaba allí, debían guardar distancia con respecto a ese juguete extraordinario. Los sábados y domingos, el dueño de casa recibía a sus amigos, todos hombres cincuentones, que jugaban con el trencito. Es un juego, una cofradía de jugadores, internacional. Compran revistas inglesas, norteamericanas y suizas. Hay jugueterías para ellos. Un vagón lechero, como el último que recibió, cuesta trescientos dólares». BORGES: «Son coleccionistas y piensan que los méritos del mecanismo, de alguna manera, se reflejan sobre ellos mismos; desde luego estas virtudes tan propias son apreciadas sobre todo por los colegas. Seguramente es gente que por nada viaja en tren. Si los trenes de verdad llegan a desaparecer, los de juguete, que son su proyección o sombra, ¿subsistirán?»



Martes, 24 de diciembre de 1963. Después de comer, voy con Silvina a buscar a Borges. Hace mucho calor. Vemos la iluminación, cerca del obelisco. En la avenida de las Palmeras, en un banco, descansamos y tomamos fresco los tres. Buenos Aires tiene esta noche poca animación: no hay sirenas ni silbatos; apenas algunos fuegos de artificio, que de pronto sobresaltan con explosiones.



Jueves, 24 de diciembre de 1964. Come en casa Borges. Me refiere: «En el discurso en honor de Clemente afirmé: "No creo que el hombre sea sus circunstancias, como alguien dijo" y no lo cité a Ortega 2 porque en un discurso en honor de alguien me parece mal atacar a otro, y porque Clemente lo admira a Ortega. Guillermo, que todo lo interpreta con mala voluntad, me dijo: "Atacaste a Ortega, solapadamente". La frase declara algo obvio, que somos el resultado de toda la Historia, o bien lo contrario a lo que siempre se sostuvo; recuerda a Horacio: 

Mas nunca el pecho del varón constante,3 

que no somos más que lo que nos imponen las circunstancias: una conformidad bastante innoble. Qué lejos de Ortega estaba ese sargento de la revolución peronista del 56, que al ver una lágrima en uno de los soldados del pelotón que lo fusilaría le dijo: "No es nada, pibe". Ese sargento, peronista y todo, se sobrepuso a las circunstancias en el momento más adverso ». Agrega: «Sospecho que Ortega era rico en frases tan indefendibles como la del hombre y sus circunstancias. Odio las circunstancias: creo que, en lo posible, hay que vivir sub specie aeternitatis». Le pregunto qué explicación da a la frase de Sócrates: «Le debemos un gallo a Esculapio».4 BORGES: «La tradicional. En agradecimiento porque lo había curado de la enfermedad de la vida. O tal vez le agradecía alguna curación, de algún mal sin importancia y del pasado. Quizá sea mejor esta interpretación. Queda patético que antes de morir agradezca una curación de un dolor reumático de años antes. Además, esta interpretación me parece más adecuada a la sencillez de Sócrates... Vlady asegura que leyó atentamente la Ilíada y que no halló un solo momento o rasgo épico. Homero es un gran poeta, pero ¿qué puede hacer con esos felones? Evidentemente, los griegos adelantaron mucho, de Homero a la Apología de Sócrates». 
Dice que Guillermo se complace en las adversidades del prójimo y que señala con gusto las deficiencias ajenas: «Este ventilador no sirve para nada. Hoy no se usan ventiladores, sino aparatos de aire acondicionado». «En la comida a Clemente no había un alma.» «Te han jubilado. No recibirás mucho dinero por mes.» BIOY: «De poco le sirvió a Guillermo la literatura». BORGES: «De nada. Ha leído poesía, elegías. Ha leído novelas, con análisis de la conducta y de los sentimientos. Ha leído teatro, donde se supone que las personas por lo que dicen expresan su alma. ¿No pensó nunca que él sería un personaje horrible?» La otra persona de carácter erizado que Borges conoce es Godel. «Por lo menos es gracioso y parece loco», comenta.



Sábado, 24 de diciembre de 1966. Comen en casa Borges y Peyrou. Se reconcilian. BORGES: «Easter, la Pascua, coincidía con la festividad de una diosa, cuyo nombre, que no recuerdo exactamente, es parecido a esa palabra. Cuanto sabemos de la diosa está en Beda».5 Pensando en sus sobrinos cuando eran chicos —son hombres—, repite Borges la pregunta que oyó a su hermana: «¿Dónde están esos niños?» Me dije que hay varias muertes —esas diversas personas que es y deja de ser cualquiera en el desarrollo— para acostumbrarnos al misterioso milagro de la muerte final.
Un muchacho Spinelli (o de nombre parecido) 6 contó a Borges este episodio, ocurrido en tiempos de Yrigoyen: Un malevo que acaba de salir de la cárcel y no quiere nuevas complicaciones es perseguido por el comisario de Pergamino. Junto a las vías del tren, el comisario lo alcanza. En ese momento llega un tren; el malevo sube a un vagón, y exclama: «Ya no me podes agarrar. Estoy en territorio inglés». El comisario, que no era de muchas luces, tiene un instante de vacilación, el tren parte y el malevo se salva.


Jueves, 24 de diciembre de 1970. A las nueve y cuarto voy a buscar a Borges. Baja con él su madre, flaquita, trémula y un poco tiesa, pero lúcida; dice que quería darme un beso. Traen ambos regalos para nosotros. Se agarra ella de mi brazo; lo retiene entre sus manos.
Después de comer, con Borges traducimos en endecasílabos Macbeth. [Véase aclaración al pie de la entrada sobre este tema]. Lo consulto sobre el pedido de una asociación judía; me piden que alce mi «autorizada voz en protesta» contra un juicio a unos judíos, ciudadanos soviéticos, a quienes les negaron el permiso de salir del país, quisieron robar o desviar un avión, los agarraron y los juzgaron. Me piden que abogue por gente acusada en circunstancias confusas y sobre las que no estoy debidamente informado. BORGES: «Te piden más de lo que se puede pedir».
BORGES: «Mallea quiere que le presente a María Alicia Domínguez, para preguntarle detalles sobre la muerte de Lugones. Yo no puedo presentarlo para eso. Mallea dice: "Estará deseando contarlos"». BIOY: «Sería muy bueno saberlos. Pero Mallea, si no la conoce, ¿cómo de buenas a primeras va a interrogarla? Se parecerá a esos personajes de Henry James, curiosos, ávidos y un poco estúpidos». BORGES: «Nunca consiguen nada». BIOY: «Además, ¿cómo se sabe lo que quiere María Alicia? Tal vez quiera guardar el secreto para revelarlo en un libro de memorias». BORGES: «Yo le dije a Mallea que Leónidas de Vedia es mucho más amigo de Alicia que yo».
Le pregunto si una sonsa que cantaba con Maurice Chevalier en El desfile del amor era Jeanette MacDonald. BORGES: «Sí. La fotografiaban con la boca abierta. Interesante para dentistas. Exigía que le sacaran primeros planos, cantando. Hubiera sido un poco más agradable oírla sin verla. La gente, cuando canta, no queda bien. Me han dicho que los actores exigen que les tomen más primeros planos que a sus colegas. Y algunos exigen que su nombre aparezca solo, en toda la pantalla. Te das cuenta de la bajeza de ese mundo... Ricardo Molinari fue bastante amigo mío. Una vez me dijo que, en no sé qué revista, mis poemas habían salido con los de otros y aconsejó que no tolerara eso. Explicó que cuando él mandaba sus poemas a Nosotros, especificaba que se publicaran solos. Yo le respondí que yo creía que sus poemas eran mejores y no podían confundirse: lo que era manifiestamente inexacto. Después la gente cree que los escritores son mejores personas que el término medio... Mejores han de ser los carpinteros».
Hablamos de Di Giovanni, al que el otro día levanté en varas porque me reprochó el no haber venido antes de Europa y el no decirle la fecha de la vuelta que tan insistentemente me pedía. «You are not my wife», le espeté, aconsejándole que fuera menos metido. Di Giovanni reconoció que tal vez lo fuera por sonso. BORGES: «Qué bueno que le hayas parado el carro a Norman. No sabes cómo te lo agradezco. Va a ser un beneficio para todos: para mí, hasta para él. Con razón estaba tan mansito. Te mandó un abrazo. La frase he doesn't take a hint [no capta las indirectas] parece inventada para Norman. Si le digo que al día siguiente no voy a poder trabajar, me pregunta a quién voy a ver, who is she? Tal vez sea she, tal vez he, tal vez it, le contesto. Let it be... Es un peeping Tom. Ya me dijeron que siempre estaba prying into everything... Su conversación es de derechos y número de ejemplares. No creerás que es un escritor. Pero no es sonso. Me dijo que quiere presentarme a unos amigos leftists; yo le dije que no quiero conocer a leftists. En su oposición al catolicismo está con nosotros; pero el contracatolicismo lo lleva al comunismo. ¿Vos conociste de cerca a católicos? Son bastante espantosos. En casa, durante un té, oí decir a una de estas señoras que, si este país es católico, habría que desterrar a los mormones. Madre replica: "¿Cómo, no sabe que aquí tenemos libertad de cultos?" No me extrañaría que dijera: "¿Esa bruta no sabe...?"»
Comentamos cómo hablaba alguien, la otra tarde, en La Nación.
«Bueno —dijo Borges—: estaba en pleno foco.»



Notas 

1. «El hacedor» (1958)
2. Meditaciones del Quijote (1914)
3. Menéndez y Pelayo, M., «Epístola a Horacio» (1876)
4. Fedón, 118 c.
5. La diosa teutónica Ostera, cuya fiesta era celebrada por los antiguos sajones a principios de la primavera. Cf. Beda el Venerable (674-735), De Ratione Temporum, I, 5.
6. Quizá el poeta Carlos Spinedi (n. 1928). En los años sesenta, colaboró con Borges en la Biblioteca Nacional.



En Bioy Casares, Adolfo: Borges
Edición al cuidado de Daniel Martino
Barcelona: Ediciones Destino ("Imago Mundi"), 2006


Imagen: Muestra fotográfica bajo la curaduría de Daniel Martino sobre la legendaria amistad de 
Borges y Bioy Casares y su entorno íntimo
Año 2016 en la Usina del Arte y en la Biblioteca Ricardo Güiraldes


23/12/17

Jorge Luis Borges: El unicornio





La primera versión del Unicornio casi coincide con las últimas. Cuatrocientos años antes de la era cristiana, el griego Ctesias, médico de Artajerjes Mnemón, refiere que en los reinos del Indostán hay muy veloces asnos silvestres, de pelaje blanco, de cabeza purpúrea, de ojos azules, provistos de un agudo cuerno en la frente, que en la base es blanco, en la punta rojo y en el medio es plenamente negro. Plinio agrega otras precisiones (VIII, 31):

"Dan caza en la India a otra fiera: el Unicornio, semejante por el cuerpo al caballo, por la cabeza al ciervo, por las patas al elefante, por la cola al jabalí. Su mugido es grave; un largo y negro cuerno se eleva en medio de su frente. Se niega que pueda ser apresado vivo".

El orientalista Schrader, hacia 1892, pensó que el Unicornio pudo haber sido sugerido a los griegos por ciertos bajorrelieves persas, que representan toros de perfil, con un solo cuerno.

En las Etimologías de Isidoro de Sevilla, redactadas a principios del siglo VII, se lee que una cornada del Unicornio suele matar al elefante; ello recuerda la análoga victoria del Karkadán (rinoceronte), en el segundo viaje de Simbad'. Otro adversario del Unicornio era el león, y una octava real del segundo libro de la inextricable epopeya The Faerie Queene conserva la manera de su combate. El león se arrima a un árbol; el Unicornio, con la frente baja, lo embiste; el león se hace a un lado, y el Unicornio queda clavado al tronco. La octava data del siglo XVI; a principios del XVIII, la unión del reino de Inglaterra con el reino de Escocia confrontaría en las armas de Gran Bretaña el Leopardo (león) inglés con el Unicornio escocés.

En la Edad Media, los bestiarios enseñan que el Unicornio puede ser apresado por una niña; en el Physiologus Graecus se lee: "Cómo lo apresan. Le ponen por delante una virgen y salta al regazo de la virgen y la virgen lo abriga con amor y lo arrebata al palacio de los reyes". Una medalla de Pisanello y muchas y famosas tapicerías ilustran este triunfo, cuyas aplicaciones alegóricas son notorias. El Espíritu Santo, Jesucristo, el mercurio y el espacio sideral han sido figurados por el Unicornio. La obra de Jung Psychologie und Alchemie (Zurich, 1944) historia y analiza estos simbolismos.

Un caballito blanco con patas traseras de antílope, barba de chivo y un largo y retorcido cuerno en la frente, es la representación habitual de este animal fantástico.

Leonardo da Vinci atribuye la captura del Unicornio a su sensualidad; ésta le hace olvidar su fiereza y recostarse en el regazo de la doncella, y así lo apresan los cazadores.


'Éste nos dice que el cuerno del rinoceronte, partido en dos, muestra la figura de un hombre; AI-Qazwiní dice que la de un hombre a caballo, y otros hablan de pájaros y de peces.

En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Con la colaboración de Margarita Guerrero
Retrato de Jorge Luis Borges por ©Figueroa

22/12/17

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Jesucristo ("En diálogo", II, 103)




Osvaldo Ferrari: Nos hemos referido, antes, Borges, aunque siempre ocasionalmente, al catolicismo y al protestantismo; pero no hemos hablado de su manera de ver a la figura que está en el origen de ellos, la figura de Cristo.
Jorge Luis Borges: Yo diría, ya Renan lo dijo mucho mejor que yo, que, si Cristo no es la encarnación humana de Dios —lo cual parece sumamente inverosímil—, fue de algún modo el hombre más extraordinario que recuerda la historia. Ahora, no sé si se ha observado, que Cristo es, entre tantas otras cosas, un estilo literario. Usted lee Paradise Lost, Paradise Regained (El Paraíso perdido; El Paraíso recobrado) de Milton, y, como dijo Pope, están el Padre y el Hijo debatiendo como escolásticos; sin embargo, el estilo de Cristo es un estilo extraordinario. Pensemos que durante siglos, los escritores han buscado metáforas; más recientemente, básteme recordar… y, a Lugones, a Góngora, y podríamos mencionar a tantos otros. Pero nadie ha encontrado imágenes tan extraordinarias como las de Cristo; imágenes que al cabo de dos mil años siguen siendo asombrosas. Por ejemplo, «Arrojar perlas a los puercos»; cómo pudo llegar a esa frase. En la mayoría de las frases, uno piensa, bueno, se ha llegado a ellas mediante variaciones; pero arrojar perlas a los puercos, es una imagen que sigue siendo extraordinaria, y que no puede clasificarse, y es ilógica. O, si no, por ejemplo, para condenar los ritos funerarios, a que tan aficionadas son, bueno, las empresas de pompas fúnebres, secundadas por las iglesias; aquello de «Dejad que los muertos entierren a sus muertos». Eso lo hace terrible, y además sugiere una explicación fantástica. O si no «Que el que no tenga culpa, arroje la primera piedra».
Es válido para siempre.
—Ahora, eso debería justificar lo que dijo el místico inglés William Blake; se había pensado siempre que la salvación era un proceso ético, y eso fue fomentado, demagógicamente, digamos, por el mismo Cristo, cuando dijo «Benditos los pobres de espíritu porque de ellos será el reino de los cielos», es decir, él insistía en la conducta. Pero, luego viene el místico sueco Swedenborg; Swedenborg dijo que la salvación tenía que ser intelectual también, e inventa aquella espléndida parábola de un hombre que quiere entrar en el cielo. Entonces, se despoja de todo, vive en la tebaida, o en su tebaida, renuncia a todos los placeres sensuales, intelectuales y estéticos; vive virtuosamente, se martiriza, y, efectivamente, llega al cielo, ya que no hay razón alguna para rechazarlo. Pero, cuando llega al cielo, se encuentra en un mundo mucho más complejo que éste; ya que según Swedenborg, en el cielo hay más formas, más colores, y, desde luego, mucha más inteligencia que aquí; y el pobre hombre, que es sólo un santo, tiene que asistir a los diálogos de los ángeles, que según el libro De coelo et inferno de Emanuel Swedenborg, discuten de teología; no entiende absolutamente nada, ya que no ha educado su inteligencia, y siente que de algún modo está excluido del cielo. Entonces, las autoridades, digamos, se dan cuenta de eso, y dicen «qué podemos hacer con él: en el cielo está perdido, ya que no puede participar de los diálogos angélicos; enviarlo al infierno, entre los demonios, sería evidentemente injusto». Entonces, llegan a esta melancólica solución: le permiten proyectar, en el otro mundo, una imagen de su tebaida; y ahí ese hombre está, en este momento, solo, ve ese desierto ilusorio que él necesita, sigue mortificándose y rezando; pero mortificándose y rezando ya sin esperanza, porque sabe que no puede aspirar al cielo.
Ah, pero qué curioso.
—Un destino terrible. Bueno, pues bien, después llega Blake, y Blake dice que la salvación del hombre tiene que ser no sólo ética, como se desprende de la enseñanza de Cristo, no sólo intelectual, como se desprende de la enseñanza de Swedenborg; él dice directamente: «The fool shall not enter heaven be he ever so holy» (Por santo que sea, el imbécil no llegará al cielo; o el tonto no llegará al cielo). Y en otra sentencia del «Marriage of heaven and hell» (Matrimonio del cielo y del infierno), dice: «Put off holyness and put on intellect», es decir, despójese de la santidad y sea inteligente (ríen ambos). Ahora, según Blake, hubo también una enseñanza estética de parte de Cristo; esa enseñanza era, ante todo, una enseñanza literaria, y eso está dado por las parábolas de Cristo, que son piezas literarias; piezas que no han sido imitadas. Yo pensé, días pasados —voy a confiarle este proyecto mío, quizás usted pueda ejecutarlo, yo ciertamente no puedo—; vendría a ser la máxima ambición para un escritor —los escritores suelen ser muy ambiciosos—, algo mucho más ambicioso que escribir, bueno, la obra deliberadamente oscura de Góngora, o ese bastante injustificable laberinto, The Finnegan’s wake (El velorio de Finnegan), de Joyce; sería ésta: sería escribir un quinto Evangelio. Ese quinto Evangelio podría predicar una ética que no fuera la de los otros Evangelios. Pero, lo más difícil no sería eso; lo más difícil sería inventar nuevas parábolas, dichas a la manera de Cristo, y que no estuvieran en los otros cuatro Evangelios.
Prolongar de alguna manera…
—Ahora, quizá, para no usar otra similitud, convendría repetir algunos de los otros Evangelios, y hasta podrían buscarse pequeñas variantes. Si un escritor lograra hacer eso, sería algo mucho más extraordinario que el Así habló Zaratustra, de Nietzsche; ya que vendría a ser, bueno, habría que crear obras de arte, habría que crear arriesgadas metáforas, no menos extraordinarias que las que se predicaron en Galilea. Sería un libro, un escritor tendría que dedicar buena parte de su vida a la meditación, y luego a la redacción del libro. Y ese Evangelio podría tener unas treinta páginas, y sería uno de los libros más extraordinarios. Y si ese libro tuviera suerte, irían imprimiéndolo junto con los Evangelios del Nuevo Testamento, y llegarían a ser parte del canon también. Pero, es un proyecto muy ambicioso, y usted, Ferrari, pueda quizá ser —yo, desde luego, soy un hombre viejo, muy cansado—; pero entreveo esa hermosa posibilidad literaria, más hermosa que la posibilidad de hacer libros con metáforas nuevas, porque esas metáforas tendrían que ser parábolas, enseñanzas, que no desmerecieran de las ya inmortales y famosas del Nuevo Testamento.
Su propuesta coincide con una propuesta de Kierkegaard, que dice que ser cristiano equivale a convertirse en contemporáneo de Cristo.
—Bueno, y eso vendría a coincidir con el título del libro de Kempis, De la imitación de Cristo.
Ah, claro.
—Claro, vendría a ser parecido, pero ésta sería una linda tarea, y, a lo mejor, mientras yo hablo, ya hay alguien en el mundo que esté ejecutándola.
Probablemente.
—Porque sería muy difícil que a alguien se le ocurriera algo nuevo; en todo caso, eso no sucederá nunca: esto que se me ha ocurrido a mí, ya se le ha ocurrido a otro; sobre todo a otros a quienes he leído. Pero, en ese caso no, un nuevo, un quinto Evangelio sería una linda tarea, y eso no tendría por qué discrepar de los cuatro anteriores; podría a veces coincidir con ellos, en otras discrepar, para mayor agrado, para mayor sorpresa, para mayor verosimilitud del texto. Ahora, qué raro, por ejemplo, que la fe cristiana condene el suicidio. Sin embargo, si los Evangelios tienen sentido, la muerte de Cristo fue voluntaria; porque si no fue voluntaria, ¿qué sacrificio es ése?
Podríamos pensar lo mismo de la muerte de Sócrates.
—Sí, pero en el caso de Sócrates yo no creo que él dijera que moría por la humanidad, pero en el caso de Cristo sí. Y si él moría, moría libremente. Ahora, hay un poema anglosajón, del siglo IX, que se titula «El sueño de la cruz»; y el sueño de la cruz, Cristo, que aparece no como el doliente Cristo de las telas de El Greco, sino como un joven héroe germánico, llega voluntariamente a la cruz; trepa a la cruz, porque quiere salvar a los hombres, y cuando se habla de él, se dice: «Ese joven héroe, que era Dios todopoderoso». Es decir, hay la idea de un sacrificio gozoso y voluntario; no de una pasión sufrida, de un Cristo, bueno, doliente como el de las telas de El Greco; no, el joven héroe que se hace clavar en la cruz o que trepa a ella. Y he leído en alguna nota sobre ese poema, «El sueño de la cruz», que hay ilustraciones medievales, en que se ve la cruz ya erigida, ya de pie; y Cristo que sube por una escalera, como indicando que lo hace deliberadamente. Es decir, todo lo contrario, bueno, lo contrario del Gólgota, de los azotes…
Por eso le decía que hay algo parecido en la aceptación de la cruz por Cristo y de la cicuta por Sócrates.
—Es cierto, sí.
En la actitud de aceptar.
—Y, desde luego, parece que son las dos muertes más recordadas de la historia, ¿no?
Probablemente, claro. Ahora…
—La conversada muerte de Sócrates, y la muerte de Cristo, que está un poco asombrado de su destino, ya que su parte humana dice: «Señor, Señor, por qué me has abandonado». Pero luego, le dice al ladrón: «Esta noche estarás conmigo en el Paraíso»; y el ladrón acepta aquello. Yo he escrito un poema, bueno, tantos han escrito poemas sobre Cristo y sobre el ladrón que desde la cruz vecina acepta que Cristo es Dios.
Sobre Barrabás y Cristo.
—Sí.
Ahora, a mí me pareció siempre ver, Borges, que para usted el arquetipo, el modelo del hombre, sería el arquetipo del justo.
—Yo trato de ser justo, pero, desde luego, no espero, bueno, como Spinoza, yo no espero ninguna recompensa y no temo ningún castigo.
Claro, pero el arquetipo del justo es, precisamente, el arquetipo de la ética.
—Sí, claro, es que yo me he criado oyendo los Evangelios… creo que son los libros más extraordinarios del mundo, ¿eh?; los cuatro Evangelios. Y el último ya tiene un carácter distinto, un carácter, así, intelectual, ¿no?, cuando habla del Verbo, por ejemplo.
Ahora, la ética de Cristo y la ética de Sócrates… en Cristo se trata de una ética religiosa y en Sócrates de una ética profana; sin embargo, yo diría que coinciden en lo fundamental: en el ideal del hombre justo.
—Sí, pero en su concepto del mundo no. Bueno, y es natural que sea así, claro, porque supongo que Cristo sería un judío… y, quizá bastante ignorante; y Sócrates vivió en ese intenso ambiente intelectual, quizá no igualado nunca, de Grecia. Digo, Sócrates, según parece, pudo conversar con Pitágoras, con Zenón de Elea, y con Platón; que, según Bernard Shaw, lo inventó. En cambio, Cristo, bueno, con los discípulos. Ahora, Nietzsche dijo que la religión cristiana era una religión de esclavos; y Gibbon dijo de un modo indirecto, y quizá más eficaz, lo mismo, cuando dijo: «Debe maravillarnos que Dios, que hubiera podido revelar la verdad a los filósofos, la reveló a unos pescadores ignorantes en Galilea». Que viene a ser lo mismo, ¿no?, viene a ser la misma idea, pero, dicha de un modo, bueno, más cortés y más insidioso.
—«El espíritu sopla donde quiere».
—Sí, es el espíritu que sopla donde quiere, sí. En ese caso, sopló por, bueno, por esos pobres hombres.
Ahora, parece irreal por momentos, aunque con usted menos, hablar de la figura de Cristo como de una figura histórica.
—Yo creo que no hay ninguna duda, porque si no tendríamos que suponer, digamos, cuatro dramaturgos, muy superiores a todos los demás dramaturgos y a todos los demás poetas del mundo, creando esa figura. Ahora Shaw creía; Bernard Shaw hablaba de la sucesión apostólica, y hablaba de, bueno, los trágicos griegos habían creado los mitos griegos; luego, los evangelistas habían creado la figura de Cristo; y ya anteriormente, Platón habría creado la figura de Sócrates. Y luego, según él, Boswell habría creado a Johnson, y él, Bernard Shaw, e Ibsen, habrían heredado la sucesión apostólica del drama como creador de personajes. Pero es una de las bromas de Shaw.
El mundo como teatro.
—El mundo como teatro, y los dramaturgos como…
Como demiurgos.
—Como demiurgos o como proveedores de la historia universal.
La otra figura, a la cual a veces cuesta verla históricamente, como cuesta con Cristo, es a Platón; yo creo que más lo imaginamos que nos lo representamos a Platón.
—Es que como Platón se ramificó en tantos personajes, y entre ellos Sócrates, parece que él mismo estuviera un poco borrado por sus criaturas. Un caso menor, vendría a ser el caso, bueno, no sé si uno se imagina a Dickens o si uno se imagina a los personajes de Dickens. Creo que Unamuno ha dicho que Cervantes es harto menos vívido que Alonso Quijano; que don Quijote. Es decir, el creador borrado por su obra. Y en el caso del mundo, quizá tengamos una impresión más vívida del mundo, que del Dios del primer capítulo del Génesis, ¿no?
Claro, pero también podría pensarse que los hombres creen en una religión o en una mitología, según el clima espiritual o mágico en que estén inmersos. Por ejemplo, los griegos pudieron haber aceptado las ideas de Platón, en su momento, porque en la vida griega la poesía era una forma de la realidad que vivían.
—¿A usted le parece que es más difícil ahora?
Y de la misma manera, la conjetura; bueno, esta conjetura no es mía, sino de Murena; decía que los contemporáneos de Cristo, pudieron haberlo visto y reconocido según tuvieran los ojos abiertos a semejante realidad. Es decir, depende de que en ese momento histórico haya, entre los hombres, un cierto clima como para percibir las cosas.
—Usted dice un clima de credulidad, o de percepción, mejor dicho.
Claro, un clima espiritual probablemente.
—Sí, yo tengo la impresión de que casi todo el mundo ahora vive, bueno, como si no vieran; que hay como una… no sé, se han abotagado los sentidos, ¿no? Tengo esa impresión, ¿eh?
Se han abotagado los sentidos espirituales, en todo caso.
—Sí, que no se sienten las cosas; la gente vive de oídas, sobre todo, repiten fórmulas pero no tratan de imaginarlas; tampoco sacan conclusiones de ellas. Parece que se viviera así, recibiendo, pero recibiendo de un modo superficial; es como si casi nadie pensara, como si el razonamiento fuera un hábito que los hombres están perdiendo.
Sí, y sobre todo, la inteligencia espiritual de las cosas; a lo sumo se usa la lógica, pero nada más. Y en el mejor de los casos.
—Sí, en el mejor de los casos, ya que eso parece difícil también; que la gente razone.
Católicos o protestantes, creyentes o no creyentes; yo creo, Borges, que la figura de Cristo es aleccionadora y útil siempre.
—Sí, y no ha sido sustituida, porque el proyecto de Nietzsche de remplazarlo por Zaratustra ha fracasado, bueno, famosamente, pero ha fracasado, desde luego.
Los proyectos de Anticristos.
—Y sí, también, todos ellos. Bueno, Zaratustra sería uno de los más ambiciosos. Desde luego que ha fracasado, ya que nadie puede pensar en Zaratustra, en su león que ríe, en su águila, en su cueva; todo eso es evidentemente una broma, no diría una broma pero una afección literaria bastante torpe, ¿no?
Sí, es decir, aquel que dijo «Dios ha muerto», no ha logrado remplazarlo.
—No, parece que no: esa voz que se oyó, diciendo que Pan había muerto. Parece que no ha sido remplazado.



Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)



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