23/12/17

Jorge Luis Borges: El unicornio





La primera versión del Unicornio casi coincide con las últimas. Cuatrocientos años antes de la era cristiana, el griego Ctesias, médico de Artajerjes Mnemón, refiere que en los reinos del Indostán hay muy veloces asnos silvestres, de pelaje blanco, de cabeza purpúrea, de ojos azules, provistos de un agudo cuerno en la frente, que en la base es blanco, en la punta rojo y en el medio es plenamente negro. Plinio agrega otras precisiones (VIII, 31):

"Dan caza en la India a otra fiera: el Unicornio, semejante por el cuerpo al caballo, por la cabeza al ciervo, por las patas al elefante, por la cola al jabalí. Su mugido es grave; un largo y negro cuerno se eleva en medio de su frente. Se niega que pueda ser apresado vivo".

El orientalista Schrader, hacia 1892, pensó que el Unicornio pudo haber sido sugerido a los griegos por ciertos bajorrelieves persas, que representan toros de perfil, con un solo cuerno.

En las Etimologías de Isidoro de Sevilla, redactadas a principios del siglo VII, se lee que una cornada del Unicornio suele matar al elefante; ello recuerda la análoga victoria del Karkadán (rinoceronte), en el segundo viaje de Simbad'. Otro adversario del Unicornio era el león, y una octava real del segundo libro de la inextricable epopeya The Faerie Queene conserva la manera de su combate. El león se arrima a un árbol; el Unicornio, con la frente baja, lo embiste; el león se hace a un lado, y el Unicornio queda clavado al tronco. La octava data del siglo XVI; a principios del XVIII, la unión del reino de Inglaterra con el reino de Escocia confrontaría en las armas de Gran Bretaña el Leopardo (león) inglés con el Unicornio escocés.

En la Edad Media, los bestiarios enseñan que el Unicornio puede ser apresado por una niña; en el Physiologus Graecus se lee: "Cómo lo apresan. Le ponen por delante una virgen y salta al regazo de la virgen y la virgen lo abriga con amor y lo arrebata al palacio de los reyes". Una medalla de Pisanello y muchas y famosas tapicerías ilustran este triunfo, cuyas aplicaciones alegóricas son notorias. El Espíritu Santo, Jesucristo, el mercurio y el espacio sideral han sido figurados por el Unicornio. La obra de Jung Psychologie und Alchemie (Zurich, 1944) historia y analiza estos simbolismos.

Un caballito blanco con patas traseras de antílope, barba de chivo y un largo y retorcido cuerno en la frente, es la representación habitual de este animal fantástico.

Leonardo da Vinci atribuye la captura del Unicornio a su sensualidad; ésta le hace olvidar su fiereza y recostarse en el regazo de la doncella, y así lo apresan los cazadores.


'Éste nos dice que el cuerno del rinoceronte, partido en dos, muestra la figura de un hombre; AI-Qazwiní dice que la de un hombre a caballo, y otros hablan de pájaros y de peces.

En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Con la colaboración de Margarita Guerrero
Retrato de Jorge Luis Borges por ©Figueroa

22/12/17

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Jesucristo ("En diálogo", II, 103)




Osvaldo Ferrari: Nos hemos referido, antes, Borges, aunque siempre ocasionalmente, al catolicismo y al protestantismo; pero no hemos hablado de su manera de ver a la figura que está en el origen de ellos, la figura de Cristo.
Jorge Luis Borges: Yo diría, ya Renan lo dijo mucho mejor que yo, que, si Cristo no es la encarnación humana de Dios —lo cual parece sumamente inverosímil—, fue de algún modo el hombre más extraordinario que recuerda la historia. Ahora, no sé si se ha observado, que Cristo es, entre tantas otras cosas, un estilo literario. Usted lee Paradise Lost, Paradise Regained (El Paraíso perdido; El Paraíso recobrado) de Milton, y, como dijo Pope, están el Padre y el Hijo debatiendo como escolásticos; sin embargo, el estilo de Cristo es un estilo extraordinario. Pensemos que durante siglos, los escritores han buscado metáforas; más recientemente, básteme recordar… y, a Lugones, a Góngora, y podríamos mencionar a tantos otros. Pero nadie ha encontrado imágenes tan extraordinarias como las de Cristo; imágenes que al cabo de dos mil años siguen siendo asombrosas. Por ejemplo, «Arrojar perlas a los puercos»; cómo pudo llegar a esa frase. En la mayoría de las frases, uno piensa, bueno, se ha llegado a ellas mediante variaciones; pero arrojar perlas a los puercos, es una imagen que sigue siendo extraordinaria, y que no puede clasificarse, y es ilógica. O, si no, por ejemplo, para condenar los ritos funerarios, a que tan aficionadas son, bueno, las empresas de pompas fúnebres, secundadas por las iglesias; aquello de «Dejad que los muertos entierren a sus muertos». Eso lo hace terrible, y además sugiere una explicación fantástica. O si no «Que el que no tenga culpa, arroje la primera piedra».
Es válido para siempre.
—Ahora, eso debería justificar lo que dijo el místico inglés William Blake; se había pensado siempre que la salvación era un proceso ético, y eso fue fomentado, demagógicamente, digamos, por el mismo Cristo, cuando dijo «Benditos los pobres de espíritu porque de ellos será el reino de los cielos», es decir, él insistía en la conducta. Pero, luego viene el místico sueco Swedenborg; Swedenborg dijo que la salvación tenía que ser intelectual también, e inventa aquella espléndida parábola de un hombre que quiere entrar en el cielo. Entonces, se despoja de todo, vive en la tebaida, o en su tebaida, renuncia a todos los placeres sensuales, intelectuales y estéticos; vive virtuosamente, se martiriza, y, efectivamente, llega al cielo, ya que no hay razón alguna para rechazarlo. Pero, cuando llega al cielo, se encuentra en un mundo mucho más complejo que éste; ya que según Swedenborg, en el cielo hay más formas, más colores, y, desde luego, mucha más inteligencia que aquí; y el pobre hombre, que es sólo un santo, tiene que asistir a los diálogos de los ángeles, que según el libro De coelo et inferno de Emanuel Swedenborg, discuten de teología; no entiende absolutamente nada, ya que no ha educado su inteligencia, y siente que de algún modo está excluido del cielo. Entonces, las autoridades, digamos, se dan cuenta de eso, y dicen «qué podemos hacer con él: en el cielo está perdido, ya que no puede participar de los diálogos angélicos; enviarlo al infierno, entre los demonios, sería evidentemente injusto». Entonces, llegan a esta melancólica solución: le permiten proyectar, en el otro mundo, una imagen de su tebaida; y ahí ese hombre está, en este momento, solo, ve ese desierto ilusorio que él necesita, sigue mortificándose y rezando; pero mortificándose y rezando ya sin esperanza, porque sabe que no puede aspirar al cielo.
Ah, pero qué curioso.
—Un destino terrible. Bueno, pues bien, después llega Blake, y Blake dice que la salvación del hombre tiene que ser no sólo ética, como se desprende de la enseñanza de Cristo, no sólo intelectual, como se desprende de la enseñanza de Swedenborg; él dice directamente: «The fool shall not enter heaven be he ever so holy» (Por santo que sea, el imbécil no llegará al cielo; o el tonto no llegará al cielo). Y en otra sentencia del «Marriage of heaven and hell» (Matrimonio del cielo y del infierno), dice: «Put off holyness and put on intellect», es decir, despójese de la santidad y sea inteligente (ríen ambos). Ahora, según Blake, hubo también una enseñanza estética de parte de Cristo; esa enseñanza era, ante todo, una enseñanza literaria, y eso está dado por las parábolas de Cristo, que son piezas literarias; piezas que no han sido imitadas. Yo pensé, días pasados —voy a confiarle este proyecto mío, quizás usted pueda ejecutarlo, yo ciertamente no puedo—; vendría a ser la máxima ambición para un escritor —los escritores suelen ser muy ambiciosos—, algo mucho más ambicioso que escribir, bueno, la obra deliberadamente oscura de Góngora, o ese bastante injustificable laberinto, The Finnegan’s wake (El velorio de Finnegan), de Joyce; sería ésta: sería escribir un quinto Evangelio. Ese quinto Evangelio podría predicar una ética que no fuera la de los otros Evangelios. Pero, lo más difícil no sería eso; lo más difícil sería inventar nuevas parábolas, dichas a la manera de Cristo, y que no estuvieran en los otros cuatro Evangelios.
Prolongar de alguna manera…
—Ahora, quizá, para no usar otra similitud, convendría repetir algunos de los otros Evangelios, y hasta podrían buscarse pequeñas variantes. Si un escritor lograra hacer eso, sería algo mucho más extraordinario que el Así habló Zaratustra, de Nietzsche; ya que vendría a ser, bueno, habría que crear obras de arte, habría que crear arriesgadas metáforas, no menos extraordinarias que las que se predicaron en Galilea. Sería un libro, un escritor tendría que dedicar buena parte de su vida a la meditación, y luego a la redacción del libro. Y ese Evangelio podría tener unas treinta páginas, y sería uno de los libros más extraordinarios. Y si ese libro tuviera suerte, irían imprimiéndolo junto con los Evangelios del Nuevo Testamento, y llegarían a ser parte del canon también. Pero, es un proyecto muy ambicioso, y usted, Ferrari, pueda quizá ser —yo, desde luego, soy un hombre viejo, muy cansado—; pero entreveo esa hermosa posibilidad literaria, más hermosa que la posibilidad de hacer libros con metáforas nuevas, porque esas metáforas tendrían que ser parábolas, enseñanzas, que no desmerecieran de las ya inmortales y famosas del Nuevo Testamento.
Su propuesta coincide con una propuesta de Kierkegaard, que dice que ser cristiano equivale a convertirse en contemporáneo de Cristo.
—Bueno, y eso vendría a coincidir con el título del libro de Kempis, De la imitación de Cristo.
Ah, claro.
—Claro, vendría a ser parecido, pero ésta sería una linda tarea, y, a lo mejor, mientras yo hablo, ya hay alguien en el mundo que esté ejecutándola.
Probablemente.
—Porque sería muy difícil que a alguien se le ocurriera algo nuevo; en todo caso, eso no sucederá nunca: esto que se me ha ocurrido a mí, ya se le ha ocurrido a otro; sobre todo a otros a quienes he leído. Pero, en ese caso no, un nuevo, un quinto Evangelio sería una linda tarea, y eso no tendría por qué discrepar de los cuatro anteriores; podría a veces coincidir con ellos, en otras discrepar, para mayor agrado, para mayor sorpresa, para mayor verosimilitud del texto. Ahora, qué raro, por ejemplo, que la fe cristiana condene el suicidio. Sin embargo, si los Evangelios tienen sentido, la muerte de Cristo fue voluntaria; porque si no fue voluntaria, ¿qué sacrificio es ése?
Podríamos pensar lo mismo de la muerte de Sócrates.
—Sí, pero en el caso de Sócrates yo no creo que él dijera que moría por la humanidad, pero en el caso de Cristo sí. Y si él moría, moría libremente. Ahora, hay un poema anglosajón, del siglo IX, que se titula «El sueño de la cruz»; y el sueño de la cruz, Cristo, que aparece no como el doliente Cristo de las telas de El Greco, sino como un joven héroe germánico, llega voluntariamente a la cruz; trepa a la cruz, porque quiere salvar a los hombres, y cuando se habla de él, se dice: «Ese joven héroe, que era Dios todopoderoso». Es decir, hay la idea de un sacrificio gozoso y voluntario; no de una pasión sufrida, de un Cristo, bueno, doliente como el de las telas de El Greco; no, el joven héroe que se hace clavar en la cruz o que trepa a ella. Y he leído en alguna nota sobre ese poema, «El sueño de la cruz», que hay ilustraciones medievales, en que se ve la cruz ya erigida, ya de pie; y Cristo que sube por una escalera, como indicando que lo hace deliberadamente. Es decir, todo lo contrario, bueno, lo contrario del Gólgota, de los azotes…
Por eso le decía que hay algo parecido en la aceptación de la cruz por Cristo y de la cicuta por Sócrates.
—Es cierto, sí.
En la actitud de aceptar.
—Y, desde luego, parece que son las dos muertes más recordadas de la historia, ¿no?
Probablemente, claro. Ahora…
—La conversada muerte de Sócrates, y la muerte de Cristo, que está un poco asombrado de su destino, ya que su parte humana dice: «Señor, Señor, por qué me has abandonado». Pero luego, le dice al ladrón: «Esta noche estarás conmigo en el Paraíso»; y el ladrón acepta aquello. Yo he escrito un poema, bueno, tantos han escrito poemas sobre Cristo y sobre el ladrón que desde la cruz vecina acepta que Cristo es Dios.
Sobre Barrabás y Cristo.
—Sí.
Ahora, a mí me pareció siempre ver, Borges, que para usted el arquetipo, el modelo del hombre, sería el arquetipo del justo.
—Yo trato de ser justo, pero, desde luego, no espero, bueno, como Spinoza, yo no espero ninguna recompensa y no temo ningún castigo.
Claro, pero el arquetipo del justo es, precisamente, el arquetipo de la ética.
—Sí, claro, es que yo me he criado oyendo los Evangelios… creo que son los libros más extraordinarios del mundo, ¿eh?; los cuatro Evangelios. Y el último ya tiene un carácter distinto, un carácter, así, intelectual, ¿no?, cuando habla del Verbo, por ejemplo.
Ahora, la ética de Cristo y la ética de Sócrates… en Cristo se trata de una ética religiosa y en Sócrates de una ética profana; sin embargo, yo diría que coinciden en lo fundamental: en el ideal del hombre justo.
—Sí, pero en su concepto del mundo no. Bueno, y es natural que sea así, claro, porque supongo que Cristo sería un judío… y, quizá bastante ignorante; y Sócrates vivió en ese intenso ambiente intelectual, quizá no igualado nunca, de Grecia. Digo, Sócrates, según parece, pudo conversar con Pitágoras, con Zenón de Elea, y con Platón; que, según Bernard Shaw, lo inventó. En cambio, Cristo, bueno, con los discípulos. Ahora, Nietzsche dijo que la religión cristiana era una religión de esclavos; y Gibbon dijo de un modo indirecto, y quizá más eficaz, lo mismo, cuando dijo: «Debe maravillarnos que Dios, que hubiera podido revelar la verdad a los filósofos, la reveló a unos pescadores ignorantes en Galilea». Que viene a ser lo mismo, ¿no?, viene a ser la misma idea, pero, dicha de un modo, bueno, más cortés y más insidioso.
—«El espíritu sopla donde quiere».
—Sí, es el espíritu que sopla donde quiere, sí. En ese caso, sopló por, bueno, por esos pobres hombres.
Ahora, parece irreal por momentos, aunque con usted menos, hablar de la figura de Cristo como de una figura histórica.
—Yo creo que no hay ninguna duda, porque si no tendríamos que suponer, digamos, cuatro dramaturgos, muy superiores a todos los demás dramaturgos y a todos los demás poetas del mundo, creando esa figura. Ahora Shaw creía; Bernard Shaw hablaba de la sucesión apostólica, y hablaba de, bueno, los trágicos griegos habían creado los mitos griegos; luego, los evangelistas habían creado la figura de Cristo; y ya anteriormente, Platón habría creado la figura de Sócrates. Y luego, según él, Boswell habría creado a Johnson, y él, Bernard Shaw, e Ibsen, habrían heredado la sucesión apostólica del drama como creador de personajes. Pero es una de las bromas de Shaw.
El mundo como teatro.
—El mundo como teatro, y los dramaturgos como…
Como demiurgos.
—Como demiurgos o como proveedores de la historia universal.
La otra figura, a la cual a veces cuesta verla históricamente, como cuesta con Cristo, es a Platón; yo creo que más lo imaginamos que nos lo representamos a Platón.
—Es que como Platón se ramificó en tantos personajes, y entre ellos Sócrates, parece que él mismo estuviera un poco borrado por sus criaturas. Un caso menor, vendría a ser el caso, bueno, no sé si uno se imagina a Dickens o si uno se imagina a los personajes de Dickens. Creo que Unamuno ha dicho que Cervantes es harto menos vívido que Alonso Quijano; que don Quijote. Es decir, el creador borrado por su obra. Y en el caso del mundo, quizá tengamos una impresión más vívida del mundo, que del Dios del primer capítulo del Génesis, ¿no?
Claro, pero también podría pensarse que los hombres creen en una religión o en una mitología, según el clima espiritual o mágico en que estén inmersos. Por ejemplo, los griegos pudieron haber aceptado las ideas de Platón, en su momento, porque en la vida griega la poesía era una forma de la realidad que vivían.
—¿A usted le parece que es más difícil ahora?
Y de la misma manera, la conjetura; bueno, esta conjetura no es mía, sino de Murena; decía que los contemporáneos de Cristo, pudieron haberlo visto y reconocido según tuvieran los ojos abiertos a semejante realidad. Es decir, depende de que en ese momento histórico haya, entre los hombres, un cierto clima como para percibir las cosas.
—Usted dice un clima de credulidad, o de percepción, mejor dicho.
Claro, un clima espiritual probablemente.
—Sí, yo tengo la impresión de que casi todo el mundo ahora vive, bueno, como si no vieran; que hay como una… no sé, se han abotagado los sentidos, ¿no? Tengo esa impresión, ¿eh?
Se han abotagado los sentidos espirituales, en todo caso.
—Sí, que no se sienten las cosas; la gente vive de oídas, sobre todo, repiten fórmulas pero no tratan de imaginarlas; tampoco sacan conclusiones de ellas. Parece que se viviera así, recibiendo, pero recibiendo de un modo superficial; es como si casi nadie pensara, como si el razonamiento fuera un hábito que los hombres están perdiendo.
Sí, y sobre todo, la inteligencia espiritual de las cosas; a lo sumo se usa la lógica, pero nada más. Y en el mejor de los casos.
—Sí, en el mejor de los casos, ya que eso parece difícil también; que la gente razone.
Católicos o protestantes, creyentes o no creyentes; yo creo, Borges, que la figura de Cristo es aleccionadora y útil siempre.
—Sí, y no ha sido sustituida, porque el proyecto de Nietzsche de remplazarlo por Zaratustra ha fracasado, bueno, famosamente, pero ha fracasado, desde luego.
Los proyectos de Anticristos.
—Y sí, también, todos ellos. Bueno, Zaratustra sería uno de los más ambiciosos. Desde luego que ha fracasado, ya que nadie puede pensar en Zaratustra, en su león que ríe, en su águila, en su cueva; todo eso es evidentemente una broma, no diría una broma pero una afección literaria bastante torpe, ¿no?
Sí, es decir, aquel que dijo «Dios ha muerto», no ha logrado remplazarlo.
—No, parece que no: esa voz que se oyó, diciendo que Pan había muerto. Parece que no ha sido remplazado.



Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)



21/12/17

Jorge Luis Borges: Cortázar, Julio





Cuando Dante Gabriel Rossetti leyó la novela Cumbres borrascosas le escribió a un amigo: «La acción transcurre en el infierno, pero los lugares, no sé por qué, tienen nombres ingleses». Algo análogo pasa con la obra de Cortázar. Los personajes de la fábula son deliberadamente triviales. Los rige una rutina de casuales amores y de casuales discordias. Se mueven entre cosas triviales: marcas de cigarrillo, vidrieras, mostradores, whisky, farmacias, aeropuertos y andenes. Se resignan a los periódicos y a la radio. La topografía corresponde a Buenos Aires o a París y podemos creer al principio que se trata de meras crónicas. Poco a poco sentimos que no es así. Muy sutilmente el narrador nos ha atraído a su terrible mundo, en que la dicha es imposible. Es un mundo poroso, en el que se entretejen los seres; la conciencia de un hombre puede entrar en la de un animal o la de un animal en un hombre. También se juega con la materia de la que estamos hechos, el tiempo. En algunos relatos fluyen y se confunden dos series temporales.

El estilo no parece cuidado, pero cada palabra ha sido elegida. Nadie puede contar el argumento de un texto de Cortázar; cada texto consta de determinadas palabras en un determinado orden. Si tratamos de resumirlo verificamos que algo precioso se ha perdido.

«Prólogo» a J. Cortázar, Cuentos, 1986




En Borges A/Z 
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges (1988)
Retratos de Borges y Cortázar (Instalación de Chapas Retro)
Al pie: Portada del libro Borges A/Z  
Colección La Biblioteca de Babel

20/12/17

Jorge Luis Borges: Examen de metáforas







Su principio
Los preceptistas Luis de Granada y Bernard Lamy se acuerdan en aseverar que el origen de la metáfora fue la indigencia del idioma. La traslación de los vocablos se inventó por pobreza y se frecuentó por gusto, arbitra el primero. La lengua más abundante se manifiesta alguna vez infructuosa y necesita de metáforas, corrobora el segundo.
Algún detenimiento metafísico reforzará impensadamente ambas afirmaciones. El mundo aparencial es un tropel de percepciones baraustadas. Una visión de cielo agreste, ese olor como de resignación que alientan los campos, la gustosa acrimonia del tabaco enardeciendo la garganta, el viento largo flagelando nuestro camino y la sumisa rectitud de un bastón ofreciéndose a nuestros dedos, caben aunados en cualquier conciencia, casi de golpe. El idioma es un ordenamiento eficaz de esa enigmática abundancia del mundo. Lo que nombramos sustantivo no es sino abreviatura de adjetivos y su falaz probabilidad, muchas veces. En lugar de contar frío, filoso, hiriente, inquebrantable, brillador, puntiagudo, enunciamos puñal; en sustitución de ausencia de sol y progresión de sombra, decimos que anochece. Nadie negará que esa nomenclatura es un grandioso alivio de nuestra cotidianidad. Pero su fin es tercamente práctico: es un prolijo mapa que nos orienta por las apariencias, es un santo y seña utilísimo que nuestra fantasía merecerá olvidar alguna vez. Para una consideración pensativa, nuestro lenguaje —quiero incluir en esta palabra todos los idiomas hablados— no es más que la realización de uno de tantos arreglamientos posibles. Sólo para el dualista son valederas su traza gramatical y sus distinciones. Ya para el idealista la antítesis entre la realidad del sustantivo y lo adjetivo de las cualidades no corrobora una esencial urgencia de su visión del ser: es una arbitrariedad que acepta a pesar suyo, como los jugadores en la ruleta aceptan el cero. Ninguna prohibición intelectual nos veda creer que allende nuestro lenguaje podrán surgir otros distintos que habrán de correlacionarse con él como el álgebra con la aritmética y las geometrías no euclidianas con la matemática antigua. Nuestro lenguaje, desde luego, es demasiadamente visivo y táctil. Las palabras abstractas (el vocabulario metafísico, por ejemplo) son una serie de balbucientes metáforas, mal desasidas de la corporeidad y donde acechan enconados prejuicios. Buscarle ausencias al idioma es como buscar espacio en el cielo. La inconfidencia con nosotros mismos después de una vileza, el ruinoso y amenazador ademán que muestran en la madrugada las calles, la sencillez del primer farol albriciando el confiado anochecer, son emociones que con certeza de sufrimiento sentimos y que sólo son indicables en una torpe desviación de paráfrasis.
El lenguaje —gran fijación de la constancia humana en la fatal movilidad de las cosas— es la díscola forzosidad de todo escritor. Práctico, inliterario, mucho más apto para organizar que para conmover, no ha recabado aún su adecuación a la urgencia poética y necesita troquelarse en figuras.
Su inasistencia en la lírica popular
Esa apetencia de uniformidad justiciera que informa tantas opiniones, ha prejuzgado que la lírica popular no es menos numerosa de metáforas que la culta. Dos causas discernidas colaboran en esa especie: una esencial y la otra accidental. La esencial es la falsa oposición que establecieron los románticos entre la versificación académica, considerada con falsía como una ineficaz jactancia de trabas, y la espontaneidad del pueblo. Este contraste tiene la rareza de ser ficticio de ambos lados. En el academismo cabe mucho fervor, y buena prueba de ello es que a las épocas de docto rebuscar siguen las épocas barrocas. La imitación erudita es invariable prólogo de los afligimientos verbales.
La otra falacia estriba en suponer que toda copla popular es improvisación. Pocos versos habrá menos repentizados que esos cantares públicos que rebosantes de guitarra en guitarra, son rehechos por cada nuevo cantaor. De cada copla suelen convivir diversas lecciones, que ya no incluyen la primitiva tal vez. La causa accidental es el vistoso y llamativo prestigio que para los literatizados muestra la imagen. En la eventualidad de algunas coplas metafóricas, propaladas en demasía, se ha creído dar con el canon.
Yo afirmo la infrecuencia de metáforas en las coplas anónimas. Lo pruebo con los ocho mil cantares que recogió Rodríguez Marín y publicó en Sevilla el ochenta y tres.
Donde son turbamulta los testigos, no han de faltar muchísimos que me desmientan, pero llevo razón en lo esencial. Apartando muchas hipérboles que luego manifestaré, todas las traslaciones populares están en esas equivalencias sencillas que confunden la novia con la estrella, la niña con la flor, los labios y el clavel, la mudanza y la luna, la dureza y la piedra, el gozamiento de un querer y el viñedo. Claras imágenes ante cuya lisa evidencia es dócil todo corazón y cuyo inicial pecado de hallazgo fueron ungiendo y perdonando los siglos.
La poesía del pueblo, nada curiosa de comparaciones, se desquita en hipérboles altivas. Esto no es asombroso, pues hay una esencial desemejanza entre ambas figuras. La metáfora es una ligazón entre dos conceptos distintos: la hipérbole ya es la promesa del milagro. Con esperanza casi literal manifestó el salmista: Los ríos aplaudirán con la mano, y juntamente brincarán de gozo los montes delante del Señor. Con esa misma voluntad de magia, con ese ahínco milagroso, dicen los cantaores (obra citada, 2):
1599
Cuando mi niña ba a misa
la iglesia se resplandece;
hasta la yerba que pisa
si está seca, reberdese.
1513
El naranjo de tu patio
cuando te acercas a él
se desprende de las flores
y te las echa a los pies.
1389
Cuando b’andando
rosas y lirios ba derramando.
Grandiosa hipérbole, ya sin ahínco de alucinación, es esta que copio:
2775
Quisiera ser el sepulcro
donde te van a enterrar,
para tenerte abrazada
por toda la eternidad.
Quiero añadir alguna observación sobre la parcidad de metáforas en la poesía popular y el vocinglero alarde que hacen de ellas los literatos cultos. La aclaración es fácil. Al coplista plebeyo, constreñido por la costumbre no sólo a ciertos temas sino a un manejo tradicional de esos temas, no puede interesarle la metáfora nueva, cuyo efecto más inmediato es el azoramiento. Sorpresa y burla se le antojan sinónimos. Las anchas emociones primordiales —dolor de ausencia, regocijo de un amor contestado, ensalzamiento de la novia— son las únicas poetizables para su instinto. Le atañe lo sobresaliente que hay en toda aventura humana, no las parciales excepciones. Al literato le interesa su vida, su costumbre de vida en función de desemejanza con los existires ajenos.
El coplista versifica lo individual; el poeta culto, lo meramente personal. (Una psicología desaliñada suele confundir ambos términos, pero ellos son contrarios. Diré un ejemplo. La personalidad no colabora en el acto genésico, donde se manifiesta por entero la individualidad.)
Su ordenación
Allende la secuencia de traslaciones que ya legalizaron los preceptistas clásicos, he concertado la siguiente ordenanza que a pesar de ser incompleta es apta para evidenciar la poquedumbre de los elementos que componen la lírica.
a) La traslación que sustantiva los conceptos abstractos
Es artimaña de hombre sensitivo a quien lo aparencial y ajeno del mundo se le antoja más evidente que la propia conciencia de su yo. Ejemplos:
Palabras como remordimiento, gloria, cultura. La estrofa:
Mas nos llevan los rigore
como el pampero a la arena.
(Martín Fierro)
b) Su inversión: La imagen que sutiliza lo concreto
Es artimaña propia de insensuales y de meditabundos y es muy escasa aún.
Ejemplos:
Las hojas soñolientas y cansadas de sol.
(Lenau)

La estrofa:
Y palomas violetas salen como recuerdos
de las viejas paredes arrugadas y oscuras.
(Herrera y Reissig)
c) La imagen que aprovecha una coincidencia de formas
Es artimaña muy vistosa y traviesa, más eficaz para asombrar que para enternecer.
Ejemplos:
Los pájaros remando con las alas
(Virgilio)
La luna equiparada a un cero, a un girasol, a una jofaina, a un trompo, a una calavera, a un ovillo, a un semáforo, a una pantalla, a una moneda, a un globo, a un as de oros. (Lugones)
d) La imagen que amalgama lo auditivo con lo visual, pintarrajeando los sonidos o escuchando las formas
Es artimaña tan usual que toda erudición por indigente que sea puede ostentarse generosa en mostrarla. De paso, cabe recordar los dogmas que acerca del color de las vocales fueron propuestos por los simbolistas —tal vez en pos de incitaciones de asombro— y que tras de haber atareado la estupidez internacional de los doctos, fueron adjudicados al olvido.
Ejemplos:
Tacitum lumenluz callada
(Virgilio)
Voz pintada, canto alado
(Quevedo, a un pájaro canoro)
El esplendor sangriento que el día en alejándose lanza como una maldición
(Browning)
El horizonte se ha tendido
como un grito a lo largo de la tarde.
(Norah Lange)
e) La imagen que a la fugacidad del tiempo da la fijeza del espacio
Ejemplos:
Cuando su cabellera está dispuesta en tres oscuras trenzas, me parece mirar tres noches juntas
(Las 1001 Noches)
Una última noche, angosta como un lecho, leñosa, rectangular y húmeda.
(J. Becher)
f) La inversa: La metáfora que desata el espacio sobre el tiempo
Ejemplos:
El puente como un pájaro vuela encima del río.
(Hölderlin)
El acueducto, gran galope de piedra a través de los campos.
(Ramón)
Los arco iris saltan hípicamente el desierto.
(Guillermo de Torre)
g) La imagen que desmenuza una realidad, rebajándola en negación
Es artimaña predilecta de todos nuestros clásicos que abatieron a pura nadería la inestabilidad de las cosas.
Ejemplos:
Que pasados los siglos, horas fueron
(Calderón).
El hombre es nadería consciente de sí misma
(Julius Bahnsen)
h) La inversa: La artimaña que sustantiva negaciones
Ejemplos:
Por la oscura región de vuestro olvido
(Garcilaso)
Habla el silencio allí
(Cervantes)
…eran tantos ausentes en el café que a faltar una persona más, ya no cabe…
(Macedonio Fernández)
i) La imagen que para engrandecer una cosa aislada la multiplica en numerosidad
Conviene recordar aquí el pluralis maiestaticus de los teólogos y la hechura plural del nombre Elohim que adjudica a Dios la Escritura. Plural es asimismo la voz behemoth que en el libro de Job es la designación de un monstruo temible.
Ejemplos:
Me arremetió el tropel de un borracho bostezador de bodegas
(Torres Villarroel)
Toda la charra multitud de un ocaso
(J. L. B.)

Pero es inútil proseguir esta labor clasificatoria comparable a un diseño sobre papel cuadriculado. Ya he desentrañado bastantes imágenes para que sea posible y casi segura la suposición de que cada una de ellas es referible a un arquetipo, del cual pueden deducirse a su vez pluralizados ejemplos, tan bellos como el inicial.
Hay libros que son como un señalamiento de la enteriza posibilidad metafórica de un alma o de un estilo. En castellano deben señalarse como vivas almácigas de tropos los sonetos de Góngora; la Hora de todos, de Quevedo; los Peregrinos de piedra, de Herrera y Reissig; El divino fracaso, de Rafael Cansinos Assens, y el Lunario sentimental, de Lugones. Un ordenamiento que bastase para la intelección total de las metáforas que cualquier libro de los antedichos incluye sería —tal vez— aplicable a toda la lírica, y su escritura no ofrecería grandes trabas. Tal sistema sólo parecerá imposible a quienes niegan el infinito poder arreglador de nuestra inteligencia. A Eugenio Montes le regalo esta geométrica soñación.


En Inquisiciones (1925)
Foto: Captura de Tiempos modernosentrevista realizada 
a Jorge Luis Borges en 1985, por el canal español RTVE


18/12/17

Jorge Luis Borges: Las dos maneras de traducir (1926)






Suele presuponerse que cualquier texto original es incorregible de puro bueno, y que los traductores son unos chapuceros irreparables, padres del frangollo y de la mentira. Se les infiere la sentencia italiana de traduttore traditore y ese chiste basta para condenarlos. Yo sospecho que la observación directa no es asesora en ese juicio condenatorio (aquí me ha salido una especie de alegoría legal, pero sin querer) y que los opinadores menudean esa sentencia por otras causas. Primero, por su fácil memorabilidad; segundo, porque los pensamientos o seudopensamientos dichos en forma de retruécano parecen prefigurados y como recomendados por el idioma; tercero, por la confortativa costumbre de alacranear; cuarto, por la tentación de ponerse un poco de ingenio. En cuanto a mí, creo en las buenas traducciones de obras literarias (de las didácticas o especulativas, ni hablemos) y opino que hasta los versos son traducibles. El venezolano Pérez Bonalde, con su traducción ejemplar de "El cuervo" de Poe, nos ministra una prueba de ello. Alguien objetará que la versión de Pérez Bonalde, por fidedigna y grata que sea, nunca será para nosotros lo que su original inglés es para los norteamericanos. La objeción es difícil de levantar; también los versos de Evaristo Carriego parecerán más pobres al ser escuchados por un chileno que al ser escuchados por mí, que les maliciaré las tardecitas orilleras, los tipos y hasta pormenores de paisaje no registrados en ellos, pero latentes: un corralón, una higuera detrás de una pared rosada, una fogata de San Juan en un hueco. Es decir, a un forastero no le parecerán más pobres; serán más pobres. Su caudal representativo será menor. 

Las dificultades de traducir son múltiples. Ya el universalmente atareado Novalis ("Werke", página 207, parte tercera de la edición de Friedemann) señaló que cada palabra tiene una significación peculiar, otras connotativas y otras enteramente arbitrarias. En prosa, la significación corriente es la valedera y el encuentro de su equivalencia suele ser fácil. En verso, mayormente durante las épocas llamadas de decadencia o sea de haraganería literaria y de mera recordación, el caso es distinto. Allí el sentido de una palabra no es lo que vale, sino su ambiente, su connotación, su ademán. Las palabras se hacen incantaciones y la poesía quiere ser magia. Tiene sus redondeles mágicos y sus conjuros, no siempre de curso legal fuera del país. La palabra "luna", que para nosotros ya es una invitación de poesía, es desagradable entre los bosquimanos que la consideran poderosa y de mala entraña y no se atreven a mirarla cuando campean. De la palabra "gaucho", tan privilegiada en estas repúblicas por nuestro criollismo, un judío me confesó que la encontraba realmente cómica y que su conchabo sólo sería aguantable en un verso que se viese obligado a rimar con "caucho". La palabra "súbdito" (esta observación pertenece a Arturo Costa Álvarez) es decente en España y denigrante en América. 

Los epítetos "gentil", "azulino", "regio", "lilial", eran de eficacia poética hace veinte años, y ahora ya no funcionan y sólo sobreviven algunos en los poetas de San José de Flores o Banfield. Es cosa averiguada que cada generación literaria tiene sus palabras dilectas: palabras con gualicho, palabras que encajonan inmensidad y cuyo empleo, al escribir, es un grandioso alivio para las imaginaciones chambonas. En seguida se gastan y el escritor que las ha frecuentado mucho (el hombre avanzado, el muy contemporáneo, el moderno) corre el albur de pasar después por un simulador o un maniático. Eso suele convenirle: toda perfección, hasta la perfección del mal gusto, puede ubicar a un hombre en la fama. Ser cursi inmortalmente, es una manera de sobrevivir como las demás. 

Hay obras llanísimas de leer que, para traducir, son difíciles. Aquí va una estrofa del Martín Fierro, quizá la que más me gusta de todas, por hablar de felicidad: 

El gaucho más infeliz 
tenía tropilla de un pelo, 
no le faltaba un consuelo 
y andaba la gente lista: 
tendiendo al campo la vista, 
sólo vía hacienda y cielo. 

La dificultad estriba en la palabra "consuelo". El diccionario de argentinismos no la considera, ni falta que hace. He oído decir que ese consuelo es algunos pesos. A mí no me convence: ha de ser alguna muchacha, más bien... 

Universalmente, supongo que hay dos clases de traducciones. Una practica la literalidad, la otra la perífrasis. La primera corresponde a las mentalidades románticas, la segunda a las clásicas. Quiero razonar es la afirmación, para disminuirle su aire de paradoja. A las mentalidades clásicas les interesará siempre la obra de arte y nunca el artista. Creerán en la perfección absoluta y la buscarán. Desdeñarán los localismos, las rarezas, las contingencias. ¿No ha de ser la poesía una hermosura semejante a la luna: eterna, desapasionada, imparcial? La metáfora, por ejemplo, no es considerada por el clasicismo ni como énfasis ni como una visión personal, sino como una obtención de verdad poética, que, una vez agenciada, puede (y debe) ser aprovechada por todos. Cada literatura posee un repertorio de esas verdades, y el traductor sabrá aprovecharlo y verter su original no sólo a las palabras, sino a la sintaxis y a las usuales metáforas de su idioma. Ese procedimiento nos parece sacrílego y a veces lo es. Nuestra condenación, sin embargo, peca de optimismo, pues la mayoría de las metáforas ya no son representaciones, son maquinales. Nadie, al escuchar el adverbio "espiritualmente" piensa en el aliento, soplo o espíritu; nadie ve diferencia alguna (ni siquiera de énfasis) entre las locuciones "muy pobre" y "pobre como las arañas". 

Inversamente, los románticos no solicitan jamás la obra de arte, solicitan al hombre. Y el hombre (ya se sabe) no es intemporal ni arquetípico, es Diego Fulano, no Juan Mengano, es poseedor de un clima, de un cuerpo, de una ascendencia, de un hacer algo, de un no hacer nada, de un presente, de un pasado, de un porvenir y hasta de una muerte que es suya. ¡Cuidado con torcerle una sola palabra de las que dejó escritas! 

Esa reverencia del yo, de la irreemplazable diferenciación humana que es cualquier yo, justifica la literalidad en las traducciones. Además, lo lejano, lo forastero, es siempre belleza. Novalis ha enunciado con claridad ese sentimiento romántico: La filosofía lejana resuena como poesía. Todo se vuelve poético en la distancia: montes lejanos, hombres lejanos, acontecimientos lejanos y lo demás. De eso deriva lo esencialmente poético de nuestra naturaleza. Poesía de la noche y de la penumbra ("Werke", III, 213). Gustación de la lejanía, viaje casero por el tiempo y por el espacio, vestuario de destinos ajenos, nos son prometidos por las traslaciones literarias de obras antiguas: promesa que suele quedarse en el prólogo. El anunciado propósito de veracidad hace del traductor un falsario, pues éste, para mantener la extrañez de lo que traduce se ve obligado a espesar el color local, a encrudecer las crudezas, a empalagar con las dulzuras y a enfatizarlo todo hasta la mentira. 

En cuanto a las repetidas versiones de libros famosos, que han fatigado y siguen fatigando las prensas, sospecho que su finalidad verdadera es jugar a las variantes y nada más. A veces, el traductor aprovecha los descuidos o los idiotismos del texto para verle comparaciones. Este juego, bien podría hacerse dentro de una misma literatura. ¿A qué pasar de un idioma a otro? Es sabido que el Martín Fierro empieza con estas rituales palabras: "Aquí me pongo a cantar / al compás de la vigüela". Traduzcamos con prolija literalidad: "En el mismo lugar donde me encuentro, estoy empezando a cantar con guitarra", y con altisonante perífrasis: "Aquí, en la fraternidad de mi guitarra, empiezo a cantar", y armemos luego una documentada polémica para averiguar cuál de las dos versiones es peor. La primera, ¡tan ridícula y cachacienta!, es casi literal.



La Prensa, Buenos Aires, 1 de agosto de 1926

Incluido en Textos recobrados 1919/1929
© 1997, 2007 María Kodama
© 2011 Buenos Aires, Editorial Sudamericana


Foto captura: Un jovencísimo Borges en Imágenes inéditas


16/12/17

Jorge Luis Borges: Lugano








Junto a las palabras que dictó habrá, creo, la imagen de un gran lago mediterráneo con largas y lentas montañas y el inverso reflejo de esas montañas en el gran lago. Ese, por cierto, es mi recuerdo de Lugano, pero también hay otros.
Uno, el de una mañana no demasiado fría de noviembre de 1918, en que mi padre y yo leímos, en una pizarra, en una plaza casi vacía, letras de tiza que anunciaban la capitulación de los Imperios Centrales, es decir, la deseada paz. Los dos volvimos al hotel y anunciamos la buena noticia (no había radiotelefonía entonces) y no brindamos con champagne sino con rojo vino italiano.
Otros recuerdos guardo, menos importantes para la historia del mundo que para mi historia personal. El primero, el descubrimiento de la balada más famosa de Coleridge. Penetré en ese silencioso mar de métrica y de imágenes que Coleridge soñó en los últimos años del siglo dieciocho antes de ver el mar, que lo defraudaría mucho después, cuando fue a Alemania, porque el mar de la mera realidad es menos vasto que el mar platónico de Coleridge. El segundo (salvo que no hay segundo porque fueron más o menos simultáneos los dos) fue la revelación de otra no menos mágica música, la poesía de Verlaine.



Texto en Atlas, con María Kodama
Selección de fotografías de la colección de María Kodama
©1984, Borges, Jorge Luis
©1984, Edhasa

Presente foto: Dos bastones de Borges
Museo de la Fundación Internacional Jorge Luis Borges
Toma de Fernando Albarracín, diciembre 2017



15/12/17

Francisco "Paco" Urondo: La muerte de Borges [Adán n°12, junio de 1967]






Cuando Jorge Luis Borges presentó el libro de poemas Último lugar, de Ulyses Petit de Murat –premio nacional y municipal de poesía, autor de La guerra gaucha, entre otros films– recordó una conversación que, sobre el tema de la creación artística, sostuvieron hace más de treinta años.

Ambos escritores son amigos de la época en que integraban el grupo Florida –año 1928–, publicaban sus primeros trabajos literarios en la revista Martín Fierro y producían algunas travesuras, como colgar carteles que decían “Cuidado con la pintura”, en una exposición de Benito Quinquela Martín. Se conocieron en el Royal Keller, sótano de la calle Corrientes, donde, según versiones, fue gestada aquella revista que llegó a tirar 25.000 ejemplares y en la que colaboraron, entre otros, Macedonio Fernández, Leopoldo Lugones, Ricardo Güiraldes, Baldomero Fernández Moreno, Oliverio Girondo.

La relación entre Borges y Petit ha sido larga y discutida. En cierta oportunidad, este último muy enfermo y consecuentemente abatido, Borges lo tomó de las solapas y mientras lo zamarreaba le decía: “Quién sos vos para no discutirme”. A fines de 1957, Petit se entera de que Borges ha muerto en París. La noticia fue difundida por Le Figaro y reproducida por Time, en los Estados Unidos. Pese a la seriedad profesional de su fuente de información, Petit rechaza la veracidad de la noticia y sin titubeos escribe a su amigo.

“Fui de México a Nueva York y allí –mi muy querido Georgie– me enteré, por un telegrama proveniente de Francia que publicó Time, de tu muerte. Como sé lo exagerada que es la gente, no lo creí; de lo contrario, no te hubiera escrito, porque no mantengo, por lo general, correspondencia con los ectoplasmas. Lo hago en primer término para desearte lo mejor del mundo para ti y a Leonorcita en el año que se aproxima, y en segundo término para que unas líneas tuyas me ratifiquen la seguridad de tu permanencia en forma rotunda. Un abrazo de Ulyses Petit de Murat, México, 1957”.

Días después, con alivio recibe esta esquela:

“Querido Ulyses: Aquí estoy vivito y coleando a pesar de Le Figaro. La noticia no era falsa, sino (como siempre ocurre en tales casos) prematura y profética. Mientras tanto mis mejores deseos y los de madre por un gran 1958 para ti y los tuyos. Un abrazo de Jorge Luis Borges.”

Esta carta fue dictada a la señora Leonor Acevedo de Borges, madre del escritor; hace años que este no puede leer ni escribir por causa de una enfermedad que afecta a sus ojos. La señora Borges, “hermosa dama”, al decir de sus allegados, en su juventud conoció a Evaristo Carriego, quien le dedicó un poema en el que pronostica la brillante trayectoria literaria de su hijo. La abuela del escritor, casada con el coronel Francisco Borges, protagonista de uno de los poemas de su nieto, era inglesa. De allí que a Borges lo llamen familiarmente Georgie. De allí tal vez este humor que le permite juguetear con la noticia de su propia muerte. 



En: Urondo, Francisco; Obra Periodística, Sección II: "Crónicas, aguafuertes, entrevistas"
Primera publicación en revista Adán, Nro. 12, junio de 1967

14/12/17

Alberto Manguel: Con Borges [Parte 8]







Su asunto era la literatura. Y ningún escritor, en este ruidoso siglo, fue tan importante como él para cambiar nuestro vínculo con la literatura. Puede que otros escritores fuesen más arriesgados, más profundos en su exploración de nuestras geografías secretas. Hubo sin duda quienes documentaron con más fuerza que él nuestras miserias sociales y nuestros ritos, así como hubo quienes se aventuraron con mayor éxito en las regiones selváticas de nuestra mente. Borges nunca se preocupó de todo esto. En cambio, a lo largo de su extensa vida, nos trazó los mapas de otras exploraciones, sobre todo por los dominios de su género favorito, el fantástico, que para él se dividía, entre otras ramas, en religión, filosofía y altas matemáticas. Borges era un apasionado lector de teología. «Soy lo opuesto al católico argentino —decía—. Ellos son creyentes pero no están interesados; yo me intereso pero no creo.» Admiraba el uso metafórico que hizo San Agustín de los símbolos cristianos. «La cruz de Cristo nos salvó del laberinto circular de los estoicos.» Y Borges añadía: «Así y todo, yo prefiero aquel laberinto circular».
Incluso cuando leía libros de filosofía o religión, lo que le interesaba era la voz literaria que, a su juicio, debía ser siempre individual, nunca nacional, nunca parte de un grupo o de una escuela teórica. En esto solía invocar a Valéry, quien abogaba por una literatura sin fechas, nombres ni nacionalidades, en la cual todas las obras fueran vistas como el fruto de un solo y mismo espíritu, el Espíritu Santo. «En la universidad no se estudia literatura —se lamentaba Borges—. Se estudia la historia de la literatura.»
Casi sin proponérselo, Borges cambió para siempre la noción de literatura y también la de la historia de la literatura. En un célebre texto cuya primera versión fue publicada en 1932, escribió que «cada escritor crea sus propios precursores». Con esta afirmación, Borges hizo suyo un largo linaje de autores que ahora nos resultan borgianos avant la lettre: Platón, Novalis, Kafka, Schopenhauer, Rémy de Gourmont, Chesterton... Incluso ciertos escritores clásicos, que parecen más allá de toda reivindicación individual, pertenecen hoy a las lecturas de Borges, como Cervantes después de Pierre Menard. Para un lector de Borges, hasta Shakespeare o Dante suenan a veces con un marcado eco borgiano: la frase de Provost en Medida por medida, donde dice ser «insensible a la mortalidad y desesperadamente mortal»; o aquella estrofa en el quinto canto del Purgatorio que describe a Buonconte «fuggendo a piede e’nsanguinando il piano», parecen haber sido acuñadas por Borges.
En «Pierre Menard, autor del Quijote», Borges aseguró que un libro cambia de acuerdo con los atributos de su lector. Publicado el texto por primera vez en Sur, en mayo de 1939, muchos lectores creyeron que Pierre Menard era real; un lector llegó incluso a decirle a Borges que no había nada novedoso en lo que él había observado acerca de Menard, que todo había sido ya dicho por críticos precedentes. Pierre Menard, por supuesto, es una invención, una hilarante y soberbia fabulación; no así la afirmación de que un texto se modifica según quien lo lea. Los lectores siempre han leído siguiendo sus propias creencias y deseos: desde falsificaciones como el Ossian de Macpherson, sobre cuyos versos Werther vertió lágrimas como si perteneciesen a un antiguo bardo celta, hasta la «verídica» aventura de Robinson Crusoe que indujo a los aficionados a la arqueología a explorar la Isla de Juan Fernández; desde el «Cantar de los cantares», estudiado como un texto sagrado, hasta los Viajes de Gulliver, desdeñosamente etiquetados como literatura infantil.
En «Pierre Menard» Borges se limita a llevar esta idea hasta su extrema conclusión, y con firmeza inscribe el incierto concepto de autoría en el campo del lector que rescata las palabras de una página. Después de Borges, después de la revelación de que en realidad es el lector quien da vida y crédito a las obras literarias, resulta imposible una noción de literatura como mera creación autoral. Esta «muerte del autor» no era un hecho trágico para Borges. Se divertía con semejantes subversiones. «Imaginemos —decía— que se pueda leer el Quijote como una novela policial. En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme... El autor nos dice que no desea recordar el nombre del pueblo. ¿Por qué razón? ¿Qué pista quiere encubrir? Como lectores de una novela policial deberíamos, se supone, sospechar algo, ¿no?» Y soltaba una risa.
Otra de las subversiones de Borges es la noción de que cada libro, cualquier libro, encierra la promesa de todos los otros. Borges creía en este texto infinito, a condición de que la idea pudiese ser llevada hasta sus últimas consecuencias. Cada texto es la combinación de las veinticuatro letras del alfabeto; por consiguiente, una infinita combinación de estas letras debería proporcionarnos una biblioteca total, que incluiría todo libro concebible en el pasado, el presente y el futuro: «La historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de Basílides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos de Tácito». Esta versión del infinito se encuentra en «La biblioteca de Babel», cuya primera versión escribió en 1939.
Lo opuesto también es verdad. La biblioteca infinita puede resultar superflua (como una nota al pie del cuento lo sugiere, como lo manifiestan dos textos posteriores: «Undr» y «El libro de arena»), puesto que un simple libro, una sola palabra, pueden contener a todos los demás. Ésta es la idea detrás de «Examen de la obra de Herbert Quain», de 1941, donde un escritor imaginario inventa una serie infinita de novelas basadas en la noción de progresión geométrica. En cierta ocasión, después de indicar que hoy leemos a Dante de una forma que él no podría haber imaginado, lejos de los «cuatros niveles» de lectura pregonados en su carta a Can Grande della Scala, Borges recordó una observación del místico del siglo IX Escoto Erigena. Según el autor de Sobre las divisiones de la naturaleza, hay tantas lecturas posibles de un texto como lectores; y dicha multiplicidad de lecturas es comparada por Erigena con los matices en la cola de un pavo real. Texto tras texto, Borges exploró y sentó las leyes de esta multitudinaria gama de colores. 
Semejantes innovaciones y subversiones incomodaron a ciertos críticos. Cuando sus primeras ficciones aparecieron en Francia, Etiemble remarcó irónicamente que Borges era «un hombre que debía ser eliminado» ya que su obra amenazaba el concepto de autoría. Otros, especialmente en América Latina, se sintieron ofendidos por su falta de interés documental, por su rechazo a entender la literatura como reportaje. Ya desde 1926, los críticos lo acusaron de muchas cosas: de no ser argentino («ser argentino —había bromeado Borges— es un acto de fe»); de sugerir, como Oscar Wilde, la inutilidad del arte; de no exigirle a la literatura propósitos morales o pedagógicos; de ser demasiado aficionado a la metafísica y a lo fantástico; de preferir una teoría interesante a la verdad; de ahondar en ideas filosóficas y religiosas nada más que por su valor estético; de no comprometerse políticamente (pese a su firme postura contra el peronismo y el fascismo), o de apoyar al bando indebido, como cuando estrechó las manos tanto de Videla como de Pinochet, gestos por los cuales más tarde pidió disculpas y firmó una petición en favor de los desaparecidos. Borges desestimaba estas críticas como ataques a sus opiniones («el aspecto menos importante de un escritor») y a su posición política («la más miserable de las actividades humanas»). También decía que nadie podría acusarlo jamás de haber estado a favor de Hitler o de Perón.
Habla sobre Perón pero trata de no pronunciar su nombre. Me cuenta que ha oído decir que en Israel, cuando alguien prueba una nueva lapicera, en lugar de firmar con su apellido escribe el nombre de los antiguos enemigos de los Hebreos, los Amalequitas, y acto seguido lo tacha, miles de años después del agravio. Borges dice que él continuará tachando el nombre de Perón toda vez que pueda hacerlo. Según Borges, luego de que Perón llegase al poder en 1946, todo el que deseaba un empleo oficial era obligado a afiliarse al partido peronista. Por rehusar, Borges fue transferido de su puesto de asistente en una pequeña biblioteca municipal a un mercado local como inspector de aves. (Según otros, el traslado fue menos injurioso pero igualmente absurdo: a la Escuela Municipal de Apicultura.) Desde la muerte del padre, en 1938, Borges y su madre dependían por completo de ese sueldo de bibliotecario; luego de su renuncia tuvo que encontrar otro modo de ganarse la vida. A pesar de su timidez, empezó a dar conferencias en público y desarrolló un estilo y una voz que usa todavía. Observo cómo se prepara para una charla que debe dar en el Instituto Italiano de Cultura. La ha memorizado frase por frase, y repetido párrafo por párrafo, hasta que cada vacilación, cada aparente busca de la palabra correcta se haya asentado sonoramente en su cerebro. «Mis discursos públicos son como la venganza de un tímido», dice riendo.
No obstante su profundo humanismo, hubo veces en que sus prejuicios lo volvieron sorprendentemente pueril. A veces, por ejemplo, expresaba un vulgar racismo que transformaba de pronto al lector agudo e inteligente en un momentáneo tonto. Así ocurría cuando, como prueba de la inferioridad del hombre negro, invocaba la ausencia de una cultura africana de relevancia universal. En tales casos era inútil discutir con él o siquiera intentar disculparlo.
Lo mismo ocurría en el terreno de la literatura, donde era más sencillo achacar sus opiniones a una cuestión de simpatía o de capricho. Uno podía construir una historia perfectamente aceptable de la literatura basándose tan sólo en los autores que él despreciaba: Austen, Goethe, Rabelais, Flaubert (salvo el primer capítulo de Bouvard y Pécuchet), Calderón, Stendhal, Zweig, Maupassant, Boccaccio, Proust, Zola, Balzac, Galdós, Lovecraft, Edith Wharton, Neruda, Alejo Carpentier, Thomas Mann, García Márquez, Jorge Amado, Tolstoi, Lope de Vega, Lorca, Pirandello... Superados los experimentos de su juventud, a Borges no le interesaba la novedad por la novedad. Afirmaba que un escritor no debía tener la descortesía de sorprender al lector. Para él, la literatura debía permitir conclusiones a un mismo tiempo asombrosas y obvias. Luego de recordar que Ulises, harto ya de prodigios, lloró ante la visión de su verde Ítaca, concluía que «el arte es esa Ítaca: de verde eternidad, no de prodigios».




Con Borges
Madrid, Alianza Editorial, 2004, Págs. 82-95
Título original: Chez Borges
Alberto Manguel, 2001

Las fotos incluidas en el libro son de Sara Facio
Presente foto arriba: pág. 83
Traducción: Traducido del inglés por Eduardo Berti
Al pie: cover de la edición papel





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