21/12/17

Jorge Luis Borges: Cortázar, Julio





Cuando Dante Gabriel Rossetti leyó la novela Cumbres borrascosas le escribió a un amigo: «La acción transcurre en el infierno, pero los lugares, no sé por qué, tienen nombres ingleses». Algo análogo pasa con la obra de Cortázar. Los personajes de la fábula son deliberadamente triviales. Los rige una rutina de casuales amores y de casuales discordias. Se mueven entre cosas triviales: marcas de cigarrillo, vidrieras, mostradores, whisky, farmacias, aeropuertos y andenes. Se resignan a los periódicos y a la radio. La topografía corresponde a Buenos Aires o a París y podemos creer al principio que se trata de meras crónicas. Poco a poco sentimos que no es así. Muy sutilmente el narrador nos ha atraído a su terrible mundo, en que la dicha es imposible. Es un mundo poroso, en el que se entretejen los seres; la conciencia de un hombre puede entrar en la de un animal o la de un animal en un hombre. También se juega con la materia de la que estamos hechos, el tiempo. En algunos relatos fluyen y se confunden dos series temporales.

El estilo no parece cuidado, pero cada palabra ha sido elegida. Nadie puede contar el argumento de un texto de Cortázar; cada texto consta de determinadas palabras en un determinado orden. Si tratamos de resumirlo verificamos que algo precioso se ha perdido.

«Prólogo» a J. Cortázar, Cuentos, 1986




En Borges A/Z 
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges (1988)
Retratos de Borges y Cortázar (Instalación de Chapas Retro)
Al pie: Portada del libro Borges A/Z  
Colección La Biblioteca de Babel

20/12/17

Jorge Luis Borges: Examen de metáforas







Su principio
Los preceptistas Luis de Granada y Bernard Lamy se acuerdan en aseverar que el origen de la metáfora fue la indigencia del idioma. La traslación de los vocablos se inventó por pobreza y se frecuentó por gusto, arbitra el primero. La lengua más abundante se manifiesta alguna vez infructuosa y necesita de metáforas, corrobora el segundo.
Algún detenimiento metafísico reforzará impensadamente ambas afirmaciones. El mundo aparencial es un tropel de percepciones baraustadas. Una visión de cielo agreste, ese olor como de resignación que alientan los campos, la gustosa acrimonia del tabaco enardeciendo la garganta, el viento largo flagelando nuestro camino y la sumisa rectitud de un bastón ofreciéndose a nuestros dedos, caben aunados en cualquier conciencia, casi de golpe. El idioma es un ordenamiento eficaz de esa enigmática abundancia del mundo. Lo que nombramos sustantivo no es sino abreviatura de adjetivos y su falaz probabilidad, muchas veces. En lugar de contar frío, filoso, hiriente, inquebrantable, brillador, puntiagudo, enunciamos puñal; en sustitución de ausencia de sol y progresión de sombra, decimos que anochece. Nadie negará que esa nomenclatura es un grandioso alivio de nuestra cotidianidad. Pero su fin es tercamente práctico: es un prolijo mapa que nos orienta por las apariencias, es un santo y seña utilísimo que nuestra fantasía merecerá olvidar alguna vez. Para una consideración pensativa, nuestro lenguaje —quiero incluir en esta palabra todos los idiomas hablados— no es más que la realización de uno de tantos arreglamientos posibles. Sólo para el dualista son valederas su traza gramatical y sus distinciones. Ya para el idealista la antítesis entre la realidad del sustantivo y lo adjetivo de las cualidades no corrobora una esencial urgencia de su visión del ser: es una arbitrariedad que acepta a pesar suyo, como los jugadores en la ruleta aceptan el cero. Ninguna prohibición intelectual nos veda creer que allende nuestro lenguaje podrán surgir otros distintos que habrán de correlacionarse con él como el álgebra con la aritmética y las geometrías no euclidianas con la matemática antigua. Nuestro lenguaje, desde luego, es demasiadamente visivo y táctil. Las palabras abstractas (el vocabulario metafísico, por ejemplo) son una serie de balbucientes metáforas, mal desasidas de la corporeidad y donde acechan enconados prejuicios. Buscarle ausencias al idioma es como buscar espacio en el cielo. La inconfidencia con nosotros mismos después de una vileza, el ruinoso y amenazador ademán que muestran en la madrugada las calles, la sencillez del primer farol albriciando el confiado anochecer, son emociones que con certeza de sufrimiento sentimos y que sólo son indicables en una torpe desviación de paráfrasis.
El lenguaje —gran fijación de la constancia humana en la fatal movilidad de las cosas— es la díscola forzosidad de todo escritor. Práctico, inliterario, mucho más apto para organizar que para conmover, no ha recabado aún su adecuación a la urgencia poética y necesita troquelarse en figuras.
Su inasistencia en la lírica popular
Esa apetencia de uniformidad justiciera que informa tantas opiniones, ha prejuzgado que la lírica popular no es menos numerosa de metáforas que la culta. Dos causas discernidas colaboran en esa especie: una esencial y la otra accidental. La esencial es la falsa oposición que establecieron los románticos entre la versificación académica, considerada con falsía como una ineficaz jactancia de trabas, y la espontaneidad del pueblo. Este contraste tiene la rareza de ser ficticio de ambos lados. En el academismo cabe mucho fervor, y buena prueba de ello es que a las épocas de docto rebuscar siguen las épocas barrocas. La imitación erudita es invariable prólogo de los afligimientos verbales.
La otra falacia estriba en suponer que toda copla popular es improvisación. Pocos versos habrá menos repentizados que esos cantares públicos que rebosantes de guitarra en guitarra, son rehechos por cada nuevo cantaor. De cada copla suelen convivir diversas lecciones, que ya no incluyen la primitiva tal vez. La causa accidental es el vistoso y llamativo prestigio que para los literatizados muestra la imagen. En la eventualidad de algunas coplas metafóricas, propaladas en demasía, se ha creído dar con el canon.
Yo afirmo la infrecuencia de metáforas en las coplas anónimas. Lo pruebo con los ocho mil cantares que recogió Rodríguez Marín y publicó en Sevilla el ochenta y tres.
Donde son turbamulta los testigos, no han de faltar muchísimos que me desmientan, pero llevo razón en lo esencial. Apartando muchas hipérboles que luego manifestaré, todas las traslaciones populares están en esas equivalencias sencillas que confunden la novia con la estrella, la niña con la flor, los labios y el clavel, la mudanza y la luna, la dureza y la piedra, el gozamiento de un querer y el viñedo. Claras imágenes ante cuya lisa evidencia es dócil todo corazón y cuyo inicial pecado de hallazgo fueron ungiendo y perdonando los siglos.
La poesía del pueblo, nada curiosa de comparaciones, se desquita en hipérboles altivas. Esto no es asombroso, pues hay una esencial desemejanza entre ambas figuras. La metáfora es una ligazón entre dos conceptos distintos: la hipérbole ya es la promesa del milagro. Con esperanza casi literal manifestó el salmista: Los ríos aplaudirán con la mano, y juntamente brincarán de gozo los montes delante del Señor. Con esa misma voluntad de magia, con ese ahínco milagroso, dicen los cantaores (obra citada, 2):
1599
Cuando mi niña ba a misa
la iglesia se resplandece;
hasta la yerba que pisa
si está seca, reberdese.
1513
El naranjo de tu patio
cuando te acercas a él
se desprende de las flores
y te las echa a los pies.
1389
Cuando b’andando
rosas y lirios ba derramando.
Grandiosa hipérbole, ya sin ahínco de alucinación, es esta que copio:
2775
Quisiera ser el sepulcro
donde te van a enterrar,
para tenerte abrazada
por toda la eternidad.
Quiero añadir alguna observación sobre la parcidad de metáforas en la poesía popular y el vocinglero alarde que hacen de ellas los literatos cultos. La aclaración es fácil. Al coplista plebeyo, constreñido por la costumbre no sólo a ciertos temas sino a un manejo tradicional de esos temas, no puede interesarle la metáfora nueva, cuyo efecto más inmediato es el azoramiento. Sorpresa y burla se le antojan sinónimos. Las anchas emociones primordiales —dolor de ausencia, regocijo de un amor contestado, ensalzamiento de la novia— son las únicas poetizables para su instinto. Le atañe lo sobresaliente que hay en toda aventura humana, no las parciales excepciones. Al literato le interesa su vida, su costumbre de vida en función de desemejanza con los existires ajenos.
El coplista versifica lo individual; el poeta culto, lo meramente personal. (Una psicología desaliñada suele confundir ambos términos, pero ellos son contrarios. Diré un ejemplo. La personalidad no colabora en el acto genésico, donde se manifiesta por entero la individualidad.)
Su ordenación
Allende la secuencia de traslaciones que ya legalizaron los preceptistas clásicos, he concertado la siguiente ordenanza que a pesar de ser incompleta es apta para evidenciar la poquedumbre de los elementos que componen la lírica.
a) La traslación que sustantiva los conceptos abstractos
Es artimaña de hombre sensitivo a quien lo aparencial y ajeno del mundo se le antoja más evidente que la propia conciencia de su yo. Ejemplos:
Palabras como remordimiento, gloria, cultura. La estrofa:
Mas nos llevan los rigore
como el pampero a la arena.
(Martín Fierro)
b) Su inversión: La imagen que sutiliza lo concreto
Es artimaña propia de insensuales y de meditabundos y es muy escasa aún.
Ejemplos:
Las hojas soñolientas y cansadas de sol.
(Lenau)

La estrofa:
Y palomas violetas salen como recuerdos
de las viejas paredes arrugadas y oscuras.
(Herrera y Reissig)
c) La imagen que aprovecha una coincidencia de formas
Es artimaña muy vistosa y traviesa, más eficaz para asombrar que para enternecer.
Ejemplos:
Los pájaros remando con las alas
(Virgilio)
La luna equiparada a un cero, a un girasol, a una jofaina, a un trompo, a una calavera, a un ovillo, a un semáforo, a una pantalla, a una moneda, a un globo, a un as de oros. (Lugones)
d) La imagen que amalgama lo auditivo con lo visual, pintarrajeando los sonidos o escuchando las formas
Es artimaña tan usual que toda erudición por indigente que sea puede ostentarse generosa en mostrarla. De paso, cabe recordar los dogmas que acerca del color de las vocales fueron propuestos por los simbolistas —tal vez en pos de incitaciones de asombro— y que tras de haber atareado la estupidez internacional de los doctos, fueron adjudicados al olvido.
Ejemplos:
Tacitum lumenluz callada
(Virgilio)
Voz pintada, canto alado
(Quevedo, a un pájaro canoro)
El esplendor sangriento que el día en alejándose lanza como una maldición
(Browning)
El horizonte se ha tendido
como un grito a lo largo de la tarde.
(Norah Lange)
e) La imagen que a la fugacidad del tiempo da la fijeza del espacio
Ejemplos:
Cuando su cabellera está dispuesta en tres oscuras trenzas, me parece mirar tres noches juntas
(Las 1001 Noches)
Una última noche, angosta como un lecho, leñosa, rectangular y húmeda.
(J. Becher)
f) La inversa: La metáfora que desata el espacio sobre el tiempo
Ejemplos:
El puente como un pájaro vuela encima del río.
(Hölderlin)
El acueducto, gran galope de piedra a través de los campos.
(Ramón)
Los arco iris saltan hípicamente el desierto.
(Guillermo de Torre)
g) La imagen que desmenuza una realidad, rebajándola en negación
Es artimaña predilecta de todos nuestros clásicos que abatieron a pura nadería la inestabilidad de las cosas.
Ejemplos:
Que pasados los siglos, horas fueron
(Calderón).
El hombre es nadería consciente de sí misma
(Julius Bahnsen)
h) La inversa: La artimaña que sustantiva negaciones
Ejemplos:
Por la oscura región de vuestro olvido
(Garcilaso)
Habla el silencio allí
(Cervantes)
…eran tantos ausentes en el café que a faltar una persona más, ya no cabe…
(Macedonio Fernández)
i) La imagen que para engrandecer una cosa aislada la multiplica en numerosidad
Conviene recordar aquí el pluralis maiestaticus de los teólogos y la hechura plural del nombre Elohim que adjudica a Dios la Escritura. Plural es asimismo la voz behemoth que en el libro de Job es la designación de un monstruo temible.
Ejemplos:
Me arremetió el tropel de un borracho bostezador de bodegas
(Torres Villarroel)
Toda la charra multitud de un ocaso
(J. L. B.)

Pero es inútil proseguir esta labor clasificatoria comparable a un diseño sobre papel cuadriculado. Ya he desentrañado bastantes imágenes para que sea posible y casi segura la suposición de que cada una de ellas es referible a un arquetipo, del cual pueden deducirse a su vez pluralizados ejemplos, tan bellos como el inicial.
Hay libros que son como un señalamiento de la enteriza posibilidad metafórica de un alma o de un estilo. En castellano deben señalarse como vivas almácigas de tropos los sonetos de Góngora; la Hora de todos, de Quevedo; los Peregrinos de piedra, de Herrera y Reissig; El divino fracaso, de Rafael Cansinos Assens, y el Lunario sentimental, de Lugones. Un ordenamiento que bastase para la intelección total de las metáforas que cualquier libro de los antedichos incluye sería —tal vez— aplicable a toda la lírica, y su escritura no ofrecería grandes trabas. Tal sistema sólo parecerá imposible a quienes niegan el infinito poder arreglador de nuestra inteligencia. A Eugenio Montes le regalo esta geométrica soñación.


En Inquisiciones (1925)
Foto: Captura de Tiempos modernosentrevista realizada 
a Jorge Luis Borges en 1985, por el canal español RTVE


18/12/17

Jorge Luis Borges: Las dos maneras de traducir (1926)






Suele presuponerse que cualquier texto original es incorregible de puro bueno, y que los traductores son unos chapuceros irreparables, padres del frangollo y de la mentira. Se les infiere la sentencia italiana de traduttore traditore y ese chiste basta para condenarlos. Yo sospecho que la observación directa no es asesora en ese juicio condenatorio (aquí me ha salido una especie de alegoría legal, pero sin querer) y que los opinadores menudean esa sentencia por otras causas. Primero, por su fácil memorabilidad; segundo, porque los pensamientos o seudopensamientos dichos en forma de retruécano parecen prefigurados y como recomendados por el idioma; tercero, por la confortativa costumbre de alacranear; cuarto, por la tentación de ponerse un poco de ingenio. En cuanto a mí, creo en las buenas traducciones de obras literarias (de las didácticas o especulativas, ni hablemos) y opino que hasta los versos son traducibles. El venezolano Pérez Bonalde, con su traducción ejemplar de "El cuervo" de Poe, nos ministra una prueba de ello. Alguien objetará que la versión de Pérez Bonalde, por fidedigna y grata que sea, nunca será para nosotros lo que su original inglés es para los norteamericanos. La objeción es difícil de levantar; también los versos de Evaristo Carriego parecerán más pobres al ser escuchados por un chileno que al ser escuchados por mí, que les maliciaré las tardecitas orilleras, los tipos y hasta pormenores de paisaje no registrados en ellos, pero latentes: un corralón, una higuera detrás de una pared rosada, una fogata de San Juan en un hueco. Es decir, a un forastero no le parecerán más pobres; serán más pobres. Su caudal representativo será menor. 

Las dificultades de traducir son múltiples. Ya el universalmente atareado Novalis ("Werke", página 207, parte tercera de la edición de Friedemann) señaló que cada palabra tiene una significación peculiar, otras connotativas y otras enteramente arbitrarias. En prosa, la significación corriente es la valedera y el encuentro de su equivalencia suele ser fácil. En verso, mayormente durante las épocas llamadas de decadencia o sea de haraganería literaria y de mera recordación, el caso es distinto. Allí el sentido de una palabra no es lo que vale, sino su ambiente, su connotación, su ademán. Las palabras se hacen incantaciones y la poesía quiere ser magia. Tiene sus redondeles mágicos y sus conjuros, no siempre de curso legal fuera del país. La palabra "luna", que para nosotros ya es una invitación de poesía, es desagradable entre los bosquimanos que la consideran poderosa y de mala entraña y no se atreven a mirarla cuando campean. De la palabra "gaucho", tan privilegiada en estas repúblicas por nuestro criollismo, un judío me confesó que la encontraba realmente cómica y que su conchabo sólo sería aguantable en un verso que se viese obligado a rimar con "caucho". La palabra "súbdito" (esta observación pertenece a Arturo Costa Álvarez) es decente en España y denigrante en América. 

Los epítetos "gentil", "azulino", "regio", "lilial", eran de eficacia poética hace veinte años, y ahora ya no funcionan y sólo sobreviven algunos en los poetas de San José de Flores o Banfield. Es cosa averiguada que cada generación literaria tiene sus palabras dilectas: palabras con gualicho, palabras que encajonan inmensidad y cuyo empleo, al escribir, es un grandioso alivio para las imaginaciones chambonas. En seguida se gastan y el escritor que las ha frecuentado mucho (el hombre avanzado, el muy contemporáneo, el moderno) corre el albur de pasar después por un simulador o un maniático. Eso suele convenirle: toda perfección, hasta la perfección del mal gusto, puede ubicar a un hombre en la fama. Ser cursi inmortalmente, es una manera de sobrevivir como las demás. 

Hay obras llanísimas de leer que, para traducir, son difíciles. Aquí va una estrofa del Martín Fierro, quizá la que más me gusta de todas, por hablar de felicidad: 

El gaucho más infeliz 
tenía tropilla de un pelo, 
no le faltaba un consuelo 
y andaba la gente lista: 
tendiendo al campo la vista, 
sólo vía hacienda y cielo. 

La dificultad estriba en la palabra "consuelo". El diccionario de argentinismos no la considera, ni falta que hace. He oído decir que ese consuelo es algunos pesos. A mí no me convence: ha de ser alguna muchacha, más bien... 

Universalmente, supongo que hay dos clases de traducciones. Una practica la literalidad, la otra la perífrasis. La primera corresponde a las mentalidades románticas, la segunda a las clásicas. Quiero razonar es la afirmación, para disminuirle su aire de paradoja. A las mentalidades clásicas les interesará siempre la obra de arte y nunca el artista. Creerán en la perfección absoluta y la buscarán. Desdeñarán los localismos, las rarezas, las contingencias. ¿No ha de ser la poesía una hermosura semejante a la luna: eterna, desapasionada, imparcial? La metáfora, por ejemplo, no es considerada por el clasicismo ni como énfasis ni como una visión personal, sino como una obtención de verdad poética, que, una vez agenciada, puede (y debe) ser aprovechada por todos. Cada literatura posee un repertorio de esas verdades, y el traductor sabrá aprovecharlo y verter su original no sólo a las palabras, sino a la sintaxis y a las usuales metáforas de su idioma. Ese procedimiento nos parece sacrílego y a veces lo es. Nuestra condenación, sin embargo, peca de optimismo, pues la mayoría de las metáforas ya no son representaciones, son maquinales. Nadie, al escuchar el adverbio "espiritualmente" piensa en el aliento, soplo o espíritu; nadie ve diferencia alguna (ni siquiera de énfasis) entre las locuciones "muy pobre" y "pobre como las arañas". 

Inversamente, los románticos no solicitan jamás la obra de arte, solicitan al hombre. Y el hombre (ya se sabe) no es intemporal ni arquetípico, es Diego Fulano, no Juan Mengano, es poseedor de un clima, de un cuerpo, de una ascendencia, de un hacer algo, de un no hacer nada, de un presente, de un pasado, de un porvenir y hasta de una muerte que es suya. ¡Cuidado con torcerle una sola palabra de las que dejó escritas! 

Esa reverencia del yo, de la irreemplazable diferenciación humana que es cualquier yo, justifica la literalidad en las traducciones. Además, lo lejano, lo forastero, es siempre belleza. Novalis ha enunciado con claridad ese sentimiento romántico: La filosofía lejana resuena como poesía. Todo se vuelve poético en la distancia: montes lejanos, hombres lejanos, acontecimientos lejanos y lo demás. De eso deriva lo esencialmente poético de nuestra naturaleza. Poesía de la noche y de la penumbra ("Werke", III, 213). Gustación de la lejanía, viaje casero por el tiempo y por el espacio, vestuario de destinos ajenos, nos son prometidos por las traslaciones literarias de obras antiguas: promesa que suele quedarse en el prólogo. El anunciado propósito de veracidad hace del traductor un falsario, pues éste, para mantener la extrañez de lo que traduce se ve obligado a espesar el color local, a encrudecer las crudezas, a empalagar con las dulzuras y a enfatizarlo todo hasta la mentira. 

En cuanto a las repetidas versiones de libros famosos, que han fatigado y siguen fatigando las prensas, sospecho que su finalidad verdadera es jugar a las variantes y nada más. A veces, el traductor aprovecha los descuidos o los idiotismos del texto para verle comparaciones. Este juego, bien podría hacerse dentro de una misma literatura. ¿A qué pasar de un idioma a otro? Es sabido que el Martín Fierro empieza con estas rituales palabras: "Aquí me pongo a cantar / al compás de la vigüela". Traduzcamos con prolija literalidad: "En el mismo lugar donde me encuentro, estoy empezando a cantar con guitarra", y con altisonante perífrasis: "Aquí, en la fraternidad de mi guitarra, empiezo a cantar", y armemos luego una documentada polémica para averiguar cuál de las dos versiones es peor. La primera, ¡tan ridícula y cachacienta!, es casi literal.



La Prensa, Buenos Aires, 1 de agosto de 1926

Incluido en Textos recobrados 1919/1929
© 1997, 2007 María Kodama
© 2011 Buenos Aires, Editorial Sudamericana


Foto captura: Un jovencísimo Borges en Imágenes inéditas


16/12/17

Jorge Luis Borges: Lugano








Junto a las palabras que dictó habrá, creo, la imagen de un gran lago mediterráneo con largas y lentas montañas y el inverso reflejo de esas montañas en el gran lago. Ese, por cierto, es mi recuerdo de Lugano, pero también hay otros.
Uno, el de una mañana no demasiado fría de noviembre de 1918, en que mi padre y yo leímos, en una pizarra, en una plaza casi vacía, letras de tiza que anunciaban la capitulación de los Imperios Centrales, es decir, la deseada paz. Los dos volvimos al hotel y anunciamos la buena noticia (no había radiotelefonía entonces) y no brindamos con champagne sino con rojo vino italiano.
Otros recuerdos guardo, menos importantes para la historia del mundo que para mi historia personal. El primero, el descubrimiento de la balada más famosa de Coleridge. Penetré en ese silencioso mar de métrica y de imágenes que Coleridge soñó en los últimos años del siglo dieciocho antes de ver el mar, que lo defraudaría mucho después, cuando fue a Alemania, porque el mar de la mera realidad es menos vasto que el mar platónico de Coleridge. El segundo (salvo que no hay segundo porque fueron más o menos simultáneos los dos) fue la revelación de otra no menos mágica música, la poesía de Verlaine.



Texto en Atlas, con María Kodama
Selección de fotografías de la colección de María Kodama
©1984, Borges, Jorge Luis
©1984, Edhasa

Presente foto: Dos bastones de Borges
Museo de la Fundación Internacional Jorge Luis Borges
Toma de Fernando Albarracín, diciembre 2017



15/12/17

Francisco "Paco" Urondo: La muerte de Borges [Adán n°12, junio de 1967]






Cuando Jorge Luis Borges presentó el libro de poemas Último lugar, de Ulyses Petit de Murat –premio nacional y municipal de poesía, autor de La guerra gaucha, entre otros films– recordó una conversación que, sobre el tema de la creación artística, sostuvieron hace más de treinta años.

Ambos escritores son amigos de la época en que integraban el grupo Florida –año 1928–, publicaban sus primeros trabajos literarios en la revista Martín Fierro y producían algunas travesuras, como colgar carteles que decían “Cuidado con la pintura”, en una exposición de Benito Quinquela Martín. Se conocieron en el Royal Keller, sótano de la calle Corrientes, donde, según versiones, fue gestada aquella revista que llegó a tirar 25.000 ejemplares y en la que colaboraron, entre otros, Macedonio Fernández, Leopoldo Lugones, Ricardo Güiraldes, Baldomero Fernández Moreno, Oliverio Girondo.

La relación entre Borges y Petit ha sido larga y discutida. En cierta oportunidad, este último muy enfermo y consecuentemente abatido, Borges lo tomó de las solapas y mientras lo zamarreaba le decía: “Quién sos vos para no discutirme”. A fines de 1957, Petit se entera de que Borges ha muerto en París. La noticia fue difundida por Le Figaro y reproducida por Time, en los Estados Unidos. Pese a la seriedad profesional de su fuente de información, Petit rechaza la veracidad de la noticia y sin titubeos escribe a su amigo.

“Fui de México a Nueva York y allí –mi muy querido Georgie– me enteré, por un telegrama proveniente de Francia que publicó Time, de tu muerte. Como sé lo exagerada que es la gente, no lo creí; de lo contrario, no te hubiera escrito, porque no mantengo, por lo general, correspondencia con los ectoplasmas. Lo hago en primer término para desearte lo mejor del mundo para ti y a Leonorcita en el año que se aproxima, y en segundo término para que unas líneas tuyas me ratifiquen la seguridad de tu permanencia en forma rotunda. Un abrazo de Ulyses Petit de Murat, México, 1957”.

Días después, con alivio recibe esta esquela:

“Querido Ulyses: Aquí estoy vivito y coleando a pesar de Le Figaro. La noticia no era falsa, sino (como siempre ocurre en tales casos) prematura y profética. Mientras tanto mis mejores deseos y los de madre por un gran 1958 para ti y los tuyos. Un abrazo de Jorge Luis Borges.”

Esta carta fue dictada a la señora Leonor Acevedo de Borges, madre del escritor; hace años que este no puede leer ni escribir por causa de una enfermedad que afecta a sus ojos. La señora Borges, “hermosa dama”, al decir de sus allegados, en su juventud conoció a Evaristo Carriego, quien le dedicó un poema en el que pronostica la brillante trayectoria literaria de su hijo. La abuela del escritor, casada con el coronel Francisco Borges, protagonista de uno de los poemas de su nieto, era inglesa. De allí que a Borges lo llamen familiarmente Georgie. De allí tal vez este humor que le permite juguetear con la noticia de su propia muerte. 



En: Urondo, Francisco; Obra Periodística, Sección II: "Crónicas, aguafuertes, entrevistas"
Primera publicación en revista Adán, Nro. 12, junio de 1967

14/12/17

Alberto Manguel: Con Borges [Parte 8]







Su asunto era la literatura. Y ningún escritor, en este ruidoso siglo, fue tan importante como él para cambiar nuestro vínculo con la literatura. Puede que otros escritores fuesen más arriesgados, más profundos en su exploración de nuestras geografías secretas. Hubo sin duda quienes documentaron con más fuerza que él nuestras miserias sociales y nuestros ritos, así como hubo quienes se aventuraron con mayor éxito en las regiones selváticas de nuestra mente. Borges nunca se preocupó de todo esto. En cambio, a lo largo de su extensa vida, nos trazó los mapas de otras exploraciones, sobre todo por los dominios de su género favorito, el fantástico, que para él se dividía, entre otras ramas, en religión, filosofía y altas matemáticas. Borges era un apasionado lector de teología. «Soy lo opuesto al católico argentino —decía—. Ellos son creyentes pero no están interesados; yo me intereso pero no creo.» Admiraba el uso metafórico que hizo San Agustín de los símbolos cristianos. «La cruz de Cristo nos salvó del laberinto circular de los estoicos.» Y Borges añadía: «Así y todo, yo prefiero aquel laberinto circular».
Incluso cuando leía libros de filosofía o religión, lo que le interesaba era la voz literaria que, a su juicio, debía ser siempre individual, nunca nacional, nunca parte de un grupo o de una escuela teórica. En esto solía invocar a Valéry, quien abogaba por una literatura sin fechas, nombres ni nacionalidades, en la cual todas las obras fueran vistas como el fruto de un solo y mismo espíritu, el Espíritu Santo. «En la universidad no se estudia literatura —se lamentaba Borges—. Se estudia la historia de la literatura.»
Casi sin proponérselo, Borges cambió para siempre la noción de literatura y también la de la historia de la literatura. En un célebre texto cuya primera versión fue publicada en 1932, escribió que «cada escritor crea sus propios precursores». Con esta afirmación, Borges hizo suyo un largo linaje de autores que ahora nos resultan borgianos avant la lettre: Platón, Novalis, Kafka, Schopenhauer, Rémy de Gourmont, Chesterton... Incluso ciertos escritores clásicos, que parecen más allá de toda reivindicación individual, pertenecen hoy a las lecturas de Borges, como Cervantes después de Pierre Menard. Para un lector de Borges, hasta Shakespeare o Dante suenan a veces con un marcado eco borgiano: la frase de Provost en Medida por medida, donde dice ser «insensible a la mortalidad y desesperadamente mortal»; o aquella estrofa en el quinto canto del Purgatorio que describe a Buonconte «fuggendo a piede e’nsanguinando il piano», parecen haber sido acuñadas por Borges.
En «Pierre Menard, autor del Quijote», Borges aseguró que un libro cambia de acuerdo con los atributos de su lector. Publicado el texto por primera vez en Sur, en mayo de 1939, muchos lectores creyeron que Pierre Menard era real; un lector llegó incluso a decirle a Borges que no había nada novedoso en lo que él había observado acerca de Menard, que todo había sido ya dicho por críticos precedentes. Pierre Menard, por supuesto, es una invención, una hilarante y soberbia fabulación; no así la afirmación de que un texto se modifica según quien lo lea. Los lectores siempre han leído siguiendo sus propias creencias y deseos: desde falsificaciones como el Ossian de Macpherson, sobre cuyos versos Werther vertió lágrimas como si perteneciesen a un antiguo bardo celta, hasta la «verídica» aventura de Robinson Crusoe que indujo a los aficionados a la arqueología a explorar la Isla de Juan Fernández; desde el «Cantar de los cantares», estudiado como un texto sagrado, hasta los Viajes de Gulliver, desdeñosamente etiquetados como literatura infantil.
En «Pierre Menard» Borges se limita a llevar esta idea hasta su extrema conclusión, y con firmeza inscribe el incierto concepto de autoría en el campo del lector que rescata las palabras de una página. Después de Borges, después de la revelación de que en realidad es el lector quien da vida y crédito a las obras literarias, resulta imposible una noción de literatura como mera creación autoral. Esta «muerte del autor» no era un hecho trágico para Borges. Se divertía con semejantes subversiones. «Imaginemos —decía— que se pueda leer el Quijote como una novela policial. En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme... El autor nos dice que no desea recordar el nombre del pueblo. ¿Por qué razón? ¿Qué pista quiere encubrir? Como lectores de una novela policial deberíamos, se supone, sospechar algo, ¿no?» Y soltaba una risa.
Otra de las subversiones de Borges es la noción de que cada libro, cualquier libro, encierra la promesa de todos los otros. Borges creía en este texto infinito, a condición de que la idea pudiese ser llevada hasta sus últimas consecuencias. Cada texto es la combinación de las veinticuatro letras del alfabeto; por consiguiente, una infinita combinación de estas letras debería proporcionarnos una biblioteca total, que incluiría todo libro concebible en el pasado, el presente y el futuro: «La historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de Basílides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos de Tácito». Esta versión del infinito se encuentra en «La biblioteca de Babel», cuya primera versión escribió en 1939.
Lo opuesto también es verdad. La biblioteca infinita puede resultar superflua (como una nota al pie del cuento lo sugiere, como lo manifiestan dos textos posteriores: «Undr» y «El libro de arena»), puesto que un simple libro, una sola palabra, pueden contener a todos los demás. Ésta es la idea detrás de «Examen de la obra de Herbert Quain», de 1941, donde un escritor imaginario inventa una serie infinita de novelas basadas en la noción de progresión geométrica. En cierta ocasión, después de indicar que hoy leemos a Dante de una forma que él no podría haber imaginado, lejos de los «cuatros niveles» de lectura pregonados en su carta a Can Grande della Scala, Borges recordó una observación del místico del siglo IX Escoto Erigena. Según el autor de Sobre las divisiones de la naturaleza, hay tantas lecturas posibles de un texto como lectores; y dicha multiplicidad de lecturas es comparada por Erigena con los matices en la cola de un pavo real. Texto tras texto, Borges exploró y sentó las leyes de esta multitudinaria gama de colores. 
Semejantes innovaciones y subversiones incomodaron a ciertos críticos. Cuando sus primeras ficciones aparecieron en Francia, Etiemble remarcó irónicamente que Borges era «un hombre que debía ser eliminado» ya que su obra amenazaba el concepto de autoría. Otros, especialmente en América Latina, se sintieron ofendidos por su falta de interés documental, por su rechazo a entender la literatura como reportaje. Ya desde 1926, los críticos lo acusaron de muchas cosas: de no ser argentino («ser argentino —había bromeado Borges— es un acto de fe»); de sugerir, como Oscar Wilde, la inutilidad del arte; de no exigirle a la literatura propósitos morales o pedagógicos; de ser demasiado aficionado a la metafísica y a lo fantástico; de preferir una teoría interesante a la verdad; de ahondar en ideas filosóficas y religiosas nada más que por su valor estético; de no comprometerse políticamente (pese a su firme postura contra el peronismo y el fascismo), o de apoyar al bando indebido, como cuando estrechó las manos tanto de Videla como de Pinochet, gestos por los cuales más tarde pidió disculpas y firmó una petición en favor de los desaparecidos. Borges desestimaba estas críticas como ataques a sus opiniones («el aspecto menos importante de un escritor») y a su posición política («la más miserable de las actividades humanas»). También decía que nadie podría acusarlo jamás de haber estado a favor de Hitler o de Perón.
Habla sobre Perón pero trata de no pronunciar su nombre. Me cuenta que ha oído decir que en Israel, cuando alguien prueba una nueva lapicera, en lugar de firmar con su apellido escribe el nombre de los antiguos enemigos de los Hebreos, los Amalequitas, y acto seguido lo tacha, miles de años después del agravio. Borges dice que él continuará tachando el nombre de Perón toda vez que pueda hacerlo. Según Borges, luego de que Perón llegase al poder en 1946, todo el que deseaba un empleo oficial era obligado a afiliarse al partido peronista. Por rehusar, Borges fue transferido de su puesto de asistente en una pequeña biblioteca municipal a un mercado local como inspector de aves. (Según otros, el traslado fue menos injurioso pero igualmente absurdo: a la Escuela Municipal de Apicultura.) Desde la muerte del padre, en 1938, Borges y su madre dependían por completo de ese sueldo de bibliotecario; luego de su renuncia tuvo que encontrar otro modo de ganarse la vida. A pesar de su timidez, empezó a dar conferencias en público y desarrolló un estilo y una voz que usa todavía. Observo cómo se prepara para una charla que debe dar en el Instituto Italiano de Cultura. La ha memorizado frase por frase, y repetido párrafo por párrafo, hasta que cada vacilación, cada aparente busca de la palabra correcta se haya asentado sonoramente en su cerebro. «Mis discursos públicos son como la venganza de un tímido», dice riendo.
No obstante su profundo humanismo, hubo veces en que sus prejuicios lo volvieron sorprendentemente pueril. A veces, por ejemplo, expresaba un vulgar racismo que transformaba de pronto al lector agudo e inteligente en un momentáneo tonto. Así ocurría cuando, como prueba de la inferioridad del hombre negro, invocaba la ausencia de una cultura africana de relevancia universal. En tales casos era inútil discutir con él o siquiera intentar disculparlo.
Lo mismo ocurría en el terreno de la literatura, donde era más sencillo achacar sus opiniones a una cuestión de simpatía o de capricho. Uno podía construir una historia perfectamente aceptable de la literatura basándose tan sólo en los autores que él despreciaba: Austen, Goethe, Rabelais, Flaubert (salvo el primer capítulo de Bouvard y Pécuchet), Calderón, Stendhal, Zweig, Maupassant, Boccaccio, Proust, Zola, Balzac, Galdós, Lovecraft, Edith Wharton, Neruda, Alejo Carpentier, Thomas Mann, García Márquez, Jorge Amado, Tolstoi, Lope de Vega, Lorca, Pirandello... Superados los experimentos de su juventud, a Borges no le interesaba la novedad por la novedad. Afirmaba que un escritor no debía tener la descortesía de sorprender al lector. Para él, la literatura debía permitir conclusiones a un mismo tiempo asombrosas y obvias. Luego de recordar que Ulises, harto ya de prodigios, lloró ante la visión de su verde Ítaca, concluía que «el arte es esa Ítaca: de verde eternidad, no de prodigios».




Con Borges
Madrid, Alianza Editorial, 2004, Págs. 82-95
Título original: Chez Borges
Alberto Manguel, 2001

Las fotos incluidas en el libro son de Sara Facio
Presente foto arriba: pág. 83
Traducción: Traducido del inglés por Eduardo Berti
Al pie: cover de la edición papel





12/12/17

Jorge Luis Borges: Gerald Heard «Pain, Sex and Time» (Cassell)







A principios de 1896, Bernard Shaw percibió que en Friedrich Nietzsche había un académico inepto, cohibido por el culto supersticioso del Renacimiento y los clásicos (Our Theatres in the Nineties, tomo segundo, página 94). Lo innegable es que Nietzsche, para comunicar al siglo de Darwin su conjetura evolucionista del Superhombre, lo hizo en un libro carcomido, que es una desairada parodia de todos los Sacred Books of the East. No arriesgó una sola palabra sobre la anatomía o psicología de la futura especie biológica; se limitó a su moralidad, que identificó (temeroso del presente y del porvenir) con la de César Borgia y los vikings.[25]
Heard corrige, a su modo, las negligencias y omisiones de Zarathustra. Linealmente, el estilo de que dispone es harto inferior; para una lectura seguida, es más tolerable. Descree de una superhumanidad, pero anuncia una vasta evolución de las facultades humanas. Esa evolución mental no requiere siglos: hay en los hombres un infatigable depósito de energía nerviosa, que les permite ser incesantemente sexuales, a diferencia de las otras especies, cuya sexualidad es periódica. “La historia”, escribe Heard, “es parte de la historia natural. La historia humana es biología, acelerada psicológicamente.”
La posibilidad de una evolución ulterior de nuestra conciencia del tiempo es quizá el tema básico de este libro. Heard opina que los animales carecen totalmente de esa conciencia y que su vida discontinua y orgánica es una pura actualidad. Esa conjetura es antigua; ya Séneca la había razonado en la última de las epístolas a Lucilio: Animalibus tantum, quod brevissimum est in transcursu, datum, prœsens... También abunda en la literatura teosófica. Rudolf Steiner compara la estadía inerte de los minerales a la de los cadáveres; la vida silenciosa de las plantas a la de los hombres que duermen; las atenciones momentáneas del animal a las del negligente soñador que sueña incoherencias. En el tercer volumen de su admirable Woerterbuch der Philosophie, observa Fritz Mauthner: “Parece que los animales no tienen sino oscuros presentimientos de la sucesión temporal y de la duración. En cambio, el hombre, cuando es además un psicólogo de la nueva escuela, puede diferenciar en el tiempo dos impresiones que sólo estén separadas por 1/500 de segundo.” En un libro póstumo de Guyau —La Genèse de l’ldée de Temps, 1890— hay dos o tres pasajes análogos. Uspenski (Tertium Organum, capítulo IX) encara no sin elocuencia el problema; afirma que el mundo de los animales es bidimensional y que son incapaces de concebir una esfera o un cubo. Todo ángulo es para ellos una moción, un suceso en el tiempo... Como Edward Carpenter, como Leadbeater, como Dunne, Uspenski profetiza que nuestras mentes prescindirán del tiempo lineal, sucesivo, y que intuirán el universo de un modo angélico: sub specie æternitatis.
A la misma conclusión llega Heard, en un lenguaje a veces contaminado de patois psiquiátrico y sociológico. Llega, o creo que llega. En el primer capítulo de su libro afirma la existencia de un tiempo inmóvil que nosotros los hombres atravesamos. Ignoro si ese memorable dictamen es una mera negación metafórica del tiempo cósmico, uniforme, de Newton o si literalmente afirma la coexistencia del pasado, del presente y del porvenir. En el último caso (diría Dunne) el tiempo inmóvil degenera en espacio y nuestro movimiento de traslación exige otro tiempo...
Que de algún modo evolucione la percepción del tiempo, no me parece inverosímil y es, quizá, inevitable. Que esa evolución pueda ser muy brusca me parece una gratuidad del autor, un estímulo artificial.



[25] Alguna vez (Historia de la eternidad) he procurado enumerar o recopilar todos los testimonios de la doctrina del Eterno Regreso que fueron anteriores a Nietzsche. Ese vano propósito excede la brevedad de mi erudición y de la vida humana. A los testimonios ya registrados, básteme agregar por ahora el del Padre Feijoo (Teatro Crítico Universal, Tomo cuarto, discurso doce). Éste, como Sir Thomas Browne, atribuye la doctrina a Platón. La formula así: “Uno de los delirios de Platón fue, que absuelto todo el círculo del año magno (así llamaba a aquel espacio de tiempo en que todos los astros, después de innumerables giros, se han de restituir a la misma postura y orden que antes tuvieron entre sí), se han de renovar todas las cosas; esto es, han de volver a aparecer sobre el teatro del mundo los mismos actores a representar los mismos sucesos, cobrando nueva existencia hombres, brutos, plantas, piedras: en fin, cuanto hubo animado e inanimado en los anteriores siglos, para repetirse en ellos los mismos ejercicios, los mismos acontecimientos, los mismos juegos de la fortuna que tuvieron en su primera existencia.” Son palabras de 1730; las repite el Tomo LVI de la Biblioteca de Autores Españoles. Declaran bien la justificación astrológica del Regreso. 

En el Timeo, Platón afirma que los siete planetas, equilibradas sus diversas velocidades, regresarán al punto inicial de partida, pero no infiere de ese vasto circuito una repetición puntual de la historia. Sin embargo, Lucilio Vanini declara: “De nuevo Aquiles irá a Troya; renacerán las ceremonias y religiones; la historia humana se repite; nada hay ahora que no fue; lo que ha sido, será; pero todo ello en general, no (como determina Platón) en particular.” Lo escribió en 1616; lo cita Burton en la cuarta sección de la tercera parte del libro The Anatomy of Melancholy. Francis Bacon (Essay, LVIII, 1625) admite que» cumplido el año platónico, los astros causarán los mismos efectos genéricos, pero niega su virtud para repetir los mismos individuos.


Texto incluido en las notas finales de Discusión (1932)
conforme la redacción de esta obra en las Obras completas de Borges 
publicado por Ultramar S.A. en 1974, con ISBN 84-7386-100-0

Imágenes:
Arriba: Captura de Borges. El eterno retorno
Abajo: Cover (edición 1936) de  Gerald Heard Pain, Sex and Time



10/12/17

Jorge Luis Borges: Suicidio





Eso de suicidarse es lo más sensato y lo más calmoso que pueda hacerse. Una prueba de serenidad. Y hablando de suicidio, creo haber leído en Schopenhauer, quien cita en Paralipómena, en su artículo «Über der Selbsmord», que había una ciudad en Grecia donde la gente que creía tener motivos para suicidarse, podía exponer su caso ante un tribunal. Digamos, gente con una enfermedad incurable o lo que fuera. Y si el tribunal juzgaba que estaba bien, que tenían razón, se les entregaba la cicuta. Y esto no era mal visto. Porque, en general, el suicidio ha sido muy mal visto, digamos, por el cristianismo. Y es raro, porque el cristianismo, que cuenta al fin con un Dios suicida —porque se entiende que Cristo se suicidó— hace, sin embargo, que se venere la cruz, que es el instrumento del suicidio de Jesús.
Chica, 1976


En Borges A/Z , 33
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges, 1988


Imagen arriba: Contratapa edición OC 1941-1960 (1992)

Abajo: Portada del libro Borges A/Z
Colección La Biblioteca de Babel





8/12/17

Adolfo Bioy Casares: "Borges" (Miércoles 8 de diciembre de 1966)





Come en casa Borges. Bioy: «Dentro de doscientos años nadie vinculará la Iglesia con el más allá. Está en un no muy perceptible, pero sí firme, proceso». Borges: «¿Doscientos años? ¡Mucho antes! Está convirtiéndose en una institución como la UNESCO». Bioy: «La indulgencia prueba indiferencia e incredulidad. En cuestiones que nos importan somos fanáticos. En literatura, por ejemplo...» Borges: «Es claro. Sabemos, aunque no podamos razonarlo, que Los crepúsculos del jardín es un buen título y no nos avenimos a considerar que La canícula del jardín, aunque también tenga un esdrújulo, sea equivalente. Las diferencias teológicas contaban cuando la gente creía. Muy pronto la teología desaparecerá». Bioy: «Dentro de su religión, me parece más consecuente Torquemada que el Paulo [VI] actual. Yo creo que han clausurado el infierno y jubilado al diablo, que fueron alguna vez creíbles; mantienen el cielo, que nunca nadie imaginó. Le han dado la espalda, como hombres de mundo sin tonterías, a la magia; fueron, durante siglos, magos inoperantes; hoy ya están libres de la simulación —a quien la reclama, tildarán de ingenuo— y se mantienen como facción política y como burocracia. ¿La fe de los simples? Permanecerá (más o menos) incólume, como la fe en Boca Juniors o en cualquier otro equipo de fútbol, cuyos jugadores ya no son del barrio, ni siquiera del club, pues los clubs compran y venden a sus jugadores. ¿Estas circunstancias debilitan el apoyo de los partidarios? De ningún modo. Los creyentes aplauden la evolución como prueba de que la Iglesia está viva y es moderna». Borges: «Ahora, que la Iglesia está tan liberal, ¿representarían una pieza en que un personaje muriera con el nombre de Tocrís en los labios?» Propone variantes: «Era una basura, pero al morir pronunció el nombre de Gardel, de Mahoma, de Odín, de Júpiter, de Neptuno, de galletitas Express» (Cf., en Samuel Butler, el que pidió la Polca Original).1  Cita a Xul: «Una neo-belleza me dijo que en su casa tenía un Buda: era un billiken»2

Está un poco obsesionado con el Segundo Premio Nacional de Literatura a Susana Bombal, a quien sus amigas (quienes la conocen) llaman Susana Abombada. Dice que, comparada con Susana Bombal, Adela Grondona es —en cuanto a la erudición— una suerte de Renán. Borges: «Este premio, hasta ahora, confería alguna dignidad. Ahora hace juego con el resto del país». Dice que Susana, en lugar de estar agradecida, a quien quiera oírla explica que Marasso y Leónidas de Vedia, como académicos, no se atrevieron a preferirla a Giusti, que es académico: por eso le birlaron el primer premio. Borges: «Lo que dice puede ser justo, pero ella no puede decirlo, porque no lo sabe: nunca leyó a Giusti, nunca leyó a nadie. Susana opina que su premio fue "un acto de justicia". Si me pide que en el banquete le ofrezca la demostración, le digo que el médico me prohíbe hablar en público. O mejor: que entre los descartados están Peyrou y Silvina Bullrich. O simplemente: que ese premio siempre se dio a una obra, y que me parece mal que esa norma no se haya respetado». Bioy: «Va a ser desagradable». Borges: «Si no le gusta, ¡qué me importa!» Bioy: «Nada. Pero en el momento en que se lo digas sentirás una leve conmoción». Borges: «Sí. No me gusta decir cosas desagradables». Bioy: «Y para decirlas hay que enojarse un poco. Después uno queda disgustado».



Notas

1. Butler [«Supreme Occasions». In: Note-Books (p. 1912)] observa «men are seldom more commonplace than on supreme occasions». Como ejemplo, cita a un viejo caballero que, en su lecho de muerte, insistía en que tocaran para él «the original polka». Comenta que «it isa mistake to expectpeople to rise to the occasion unless the occasion is only a little above their ordinary limits».

2. Antigua divinidad china, suerte de providencia que disponía el saludable orden de las cosas. Estuvo de moda en la Europa de principios del siglo xx; tras la Gran Guerra, desapareció. Ms Rosa Oliver lo describe como una «mezcla de Buda y enano, hecha en USA» [OLIVER (1969):51].




En Bioy Casares, Adolfo: Borges

Edición al cuidado de Daniel Martino
Barcelona: Ediciones Destino ("Imago Mundi"), 2006


Imagen: Borges y Adela Grondona en la puerta del Hotel Salta [detalle - fotoperiodismo] (Salta, ca. 1970)


Cortesía de Luciano Tanto



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